Hacia la nada creadora

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Renzo Novatore (1924)

¡Triste historia la del anarquismo individualista en Italia!

Incomprendido en la tristeza de su Dolor y en la dicha de su Gozo; ridiculizado por cuantos podían entenderlo sino admirarlo, la mofa no llegó nunca a las altiplanicies soleadas del Odio, pero se insinuó, denigró, vilipendio… en la sombra… como un espía… por miedo: traicionado por algunos de sus defensores de un día que con los años habían perdido la fe en la Nada, fue acusado de debilidad, de aberraciones, de intolerancia… y débiles, los desviados, los intolerantes eran ellos, los desilusionados.

Más allá de las incomprensiones, la mofa, por encima de la traición iluminó —aun con rayos— la noche de todas las renuncias.

Y los suyos fueron faros para los anormales, los rebeldes, los vagabundos, en la noche de las renuncias que dura.

¿Se consumieron en instantes o en eras? Nada pidieron.

… Y los faros continúan aún encendidos…

* * *

Minoría absoluta en lucha con una mayoría potentemente organizada, los individualistas luchan para realizar su ideal repleto de cantos, flores, luces más allá y fuera de la sociedad burguesa.

No tienen fe en los compañeros, porque reconocen que el compañero no es una afinidad electiva como el amigo.

Y por un sueño se baten, por un sueño sacrifican tesoros de afecto, por un sueño viven.

Seguros de la derrota, viven la Lucha, y serán los eternos derrotados, porque el día que venciesen sería el fin, y ellos quieren ser el inicio.

* * *

Renzo Novatore en estas páginas es el individualista tipo, así como lo entiendo yo meridionalísimo.

Un gran rebelde, un rudo artista de la pluma, un maestro de la armonía. Riquísimo de sentimientos, en cada página dona una pequeña parte de sí mismo, porque sabía que una acción es noble, un afecto grande, solo cuando hay sacrificio.

… Y como los demás no fue comprendido. Y como los demás fue calumniado…

Pero él estaba tan metido en cantar sus canciones a los amigos que no se dio cuenta.

Trabajo que surgió de golpe en un momento de inspiración, que en los trabajos de corrido se siente la falta del pulimento, pero se conserva la virginidad de las impresiones.

Su modo de escribir es una melodía enervante y fascinante a la vez, que tiene algo de lo bárbaro y las repeticiones son el motivo dominante, demasiado ligado al autor como para que lo pueda abandonar.

Autodidacta, Renzo Novatore desconocía el comercio de los sentimientos más queridos y así los extendió a manos llenas sin pedir nada a cambio. Y nosotros aquellas flores las recogimos y conservamos, aquellas pálidas camelias, para ofrecerlas un día a quien sabrá apreciar el perfume.

El Hijo del Etna

I

Nuestra época es una época de decadencia. La civilización burguesa-cristiano-plebeya ha llegado hace mucho tiempo al punto muerto de su evolución…

¡Ha llegado la democracia!

Pero bajo el falso esplendor de la civilización democrática, los más altos valores espirituales han caído rotos en pedazos.

La fuerza volitiva, la individualidad bárbara, el arte libre, el heroísmo, el genio, la poesía, han sido objeto de burla, ridiculizados, calumniados.

Y no en nombre del “yo», sino de la “colectividad”. No en nombre del “único”, sino de la “sociedad”.

Así el cristianismo —condenando la fuerza primitiva y salvaje del instinto virginal— mató el “concepto” vigorosamente pagano del gozo terreno. La democracia —su hijita— lo glorificó haciendo apología de este delito y celebrando la siniestra y vulgar grandeza…

¡Ahora ya lo sabemos!

El cristianismo fue el filo envenenado clavado brutalmente en la carne sana y palpitante de toda la humanidad: fue una fría ola de tinieblas impulsada con furia místicamente brutal que ofuscó el hedonismo sereno y festivo del espíritu dionisiaco de nuestros padres paganos.

En una fría velada invernal que se precipitó fatalmente sobre un caluroso mediodía de verano! Fue él —el cristianismo— que sustituyendo con el fantasma del “dios” la realidad palpitante del “yo”, se declaró enemigo feroz del gozo de vivir, y se vengó vilmente con la vida terrena.

Con el cristianismo la Vida fue enviada a la añoranza en los pavorosos abismo de las más amargas renuncias; fue empujada a los glaciales de la renegación y de la muerte. Y de este helado lugar de renegación y de muerte nació la democracia…

Puesto que ella —la madre del socialismo— es la hija del cristianismo.

II

Con el triunfo de la civilización democrática se glorificó a la plebe del espíritu. Con su feroz antiindividualismo —la democracia— pisoteó —al ser incapaz de comprenderla— toda heroica belleza del “yo” anticolectivista y creador.

Los sapos burgueses y las ranas proletarias se estrecharon las manos en una común vulgaridad espiritual, comunicándose religiosamente en el cáliz de plomo que contenía el viscoso licor de las mismas mentiras sociales que la democracia tanto a unos como a otros presentaba.

Y los cantos, que burgueses y proletarios entonaron a su comunión espiritual, fueron un común y fragoroso “¡Hurra!” a la Oca victoriosa y triunfante.

Y mientras los “¡hurras!” estallaban altos y frenéticos, ella —la democracia— se iba poniendo la gorra plebeya sobre la lívida frente, proclamando —siniestra y feroz ironía— los iguales derechos… ¡del Hombre!

Fue entonces cuando las águilas, dentro de su prudente consciencia, batieron más fuerte sus titánicas alas, librándose —asqueadas ante el trivial espectáculo— hacia las cimas solitarias de la meditación.

Así, la Oca democrática, permaneciendo reina del mundo y señora de todas las cosas, imperó dueña y soberana.

Pero visto que por encima de ella algo reía esperando, ella, por medio del socialismo, su único y verdadero hijo, hizo lanzar una piedra y un verbo, en el bajo dominio cenagoso donde croaban sapos y ranas, para levantan un combate de panzas, y hacerlo pasar por una guerra titánica de ideas soberbias y de espiritualidad. Y en los pantanos, el combate se produjo…

Se produjo en modo tan evidente, hasta a salpicar el fango ¡tan alto como para ensuciar las estrellas!

Así, con la democracia, todo fue contaminado.

¡Todo!

Incluso aquello de entre lo mejor.

Incluso aquello de entre lo peor.

En el reino de la democracia, las luchas que se abrieron entre capital y trabajo, fueron luchas raquíticas, larvas impotentes de guerra, carentes de todo contenido de alta espiritualidad, y de toda valerosa grandeza revolucionaria, ¡incapaces de crear otro concepto de vida más fuerte y más bella!

Burgueses y proletarios, aun pegándose por cuestión de clase, de dominio y de instinto, se mantuvieron por siempre hermanados en el odio común hacia los grandes vagabundos de espíritu, contra los solitarios de la Idea. Contra todos los atormentados del pensamiento, contra todos los transfigurados por una belleza superior.

Con la civilización democrática, Cristo ha triunfado…

“Los pobres de espíritu”, más el paraíso de los cielos, han tenido la democracia sobre la tierra. Si el triunfo non fuese todavía completado, lo cumplirá el socialismo. En su concepto teórico lo ha anunciado tanto tiempo ha. El tiende a “nivelar” todos los valores humanos.

Atentos, ¡oh jóvenes espíritus!

La guerra contra el hombre individuo fue iniciada por Cristo en nombre de Dios, fue desarrollada por medio de la democracia en nombre de la sociedad, amenaza de completarse en el socialismo, en nombre de la humanidad.

Si no sabemos destruir a tempo estos tres fantasmas tan absurdos como peligrosos, el individuó se encontrará irremisiblemente perdido.

Hace falta che la revuelta del “yo” se expanda, se ensanche, ¡se generalice!

Nosotros —los precursores del tiempo— ¡hemos encendido ya los faros!

Hemos encendido la antorcha del pensamiento.

Hemos blandido el hacha de la acción. ¡Y los hemos destrozado, los hemos dejado en evidencia!

Pero nuestros “delitos” individuales deben ser el anuncio fatal de la gran tempestad social.

La gran y tremenda tempestad que hará hundirse a todos los edificios de las mentiras convencionales, que tirará abajo los muros de todas las hipocresías, ¡que reducirá el viejo mundo a un montón de escombros y ruinas humeantes!

Porque es de estos escombros, de Dios, de la sociedad, de la familia y de la humanidad, que podrá nacer lozana y festiva la nueva alma humana, la nueva alma humana. Esta nueva alma humana que sobre las ruinas de todo un pasado cantará el nacimiento del hombre liberado: del “yo” libre y grande.

III

Cristo fue un paradójico equívoco de los evangelios. Fue un triste y doloroso fenómeno de decadencia, nacido del cansancio pagano.

El Anticristo es el hijo de todo el odio gallardo que la vida ha acumulado en lo secreto de su fecundo seno, durante los más de veinte siglos de dominio cristiano.

Porque la historia se repite.

Porque el eterno retorno es la ley que rige el universo.

¡Es el destino del mundo!

¡Es el eje sobre el cuál gira la vida!

Para recurrirse.

Para contradecirse.

Para recorrerse.

Para no morir…

Porque la vida es movimiento, acción.

Que recorre el pensamiento,

que busca el pensamiento,

que ama el pensamiento.

Y este anda, corre, se afana.

Quiere arrastrar a la Vida al reino de las ideas.

Pero cuando la vía está impracticable, entonces, se lamenta el pensamiento. Llora y se desespera…

Puesto que el cansancio lo hace débil, lo vuelve cristiano.

Entonces él coge a la hermana Vida de la mano y trata de confinarla en el reino de la muerte.

Pero el Anticristo —el espíritu del instinto más misterioso y profundo— reclama para sí la Vida,

gritándole bárbaramente: ¡Empecemos de nuevo!

¡Y la Vida vuelve a empezar!

Porque no quiere morir.

Y si Cristo simboliza el cansancio de la vida, el ocaso del pensamiento: ¡la muerte de la idea!

El Anticristo simboliza el instinto de la vida.

Simboliza la resurrección del pensamiento.

El Anticristo es el símbolo de una nueva aurora.

IV

Si la moribunda civilización democrática (burguesa-cristiano-plebeya) consiguió nivelar el alma humana, negando todo alto valor espiritual emergente por encima de ella, no consiguió —afortunadamente— nivelar las diferencias de clase, de privilegio y de casta, las cuales —como ya habíamos dicho— permanecieron divididas solamente por una cuestión de estómago.

Puesto que —para unos y para otros— el estómago se mantuvo —se necesita confesarlo, y no sólo confesarlo— como ideal supremo. Y el socialismo todo esto lo comprendió…

Lo comprendió, y hábilmente —y prácticamente quizás útil, ahora ya especulador— echó el veneno de sus groseras doctrinas de igualdad (igualdad de piojos, delante de la sacra majestad del Estado soberano) dentro de los pozos de esclavitud donde feliz aplacaba su sed la inocencia.

Pero el veneno que el socialismo extendió no era el veneno potente capaz de dar virtudes heroicas a quien lo hubiese bebido.

No: no era el veneno radical capaz de cumplir el milagro que ensalza —trasfigurándola y liberándola— el alma humana. Sino que era una mezcla híbrida de “sí” y de “no”.

¡Un lívido pastiche de “autoridad” y de “fe”, de “Estado” y de “advenir”!

Así que, con el socialismo, la plebe proletaria se sintió otra vez más cercana a la plebe burguesa y juntos se dirigieron hacia el horizonte, esperando confiados al Sol del Advenir!

Y eso porque, mientras el socialismo no fue capaz de transformar la manos temblorosas de los esclavos en garras iconoclastas, impías y rapaces; al mismo tiempo fue también incapaz de transformar la mezquina avaricia de los tiranos en alta y superior virtud donadora.

Con el socialismo, el círculo vicioso y viscoso, creado por el cristianismo y desarrollado por la democracia, no fue destruido. Al contrario, se consolidó aún más…

El socialismo permaneció en medio del tirano y del esclavo como un puente peligroso e impracticable; como un falso eslabón de conjunción; como el equivoco del “sí” y del “no” que forman el pegote en el que reside su absurdo principio informador.

Y nosotros hemos visto, una vez más, el juego fatalmente obsceno que nos ha provocado náuseas.

Hemos visto socialismo, proletariado y burguesía, volver a entrar juntos en la órbita de la más baja pobreza espiritual para adorar a la democracia. Pero siendo —la democracia— el pueblo que gobierna al pueblo a golpe de bastón —por amor del pueblo, como un día Oscar Wilde vino a sentenciar— era lógico que los verdaderos espíritus libres, los grandes vagabundos de la Idea, sintiesen más fuerte la necesidad de impulsarse decididamente hacia el extremo confín de su iconoclastia de solitarios, para preparar en el silencioso desierto la aguerridas falanges de las águilas humanas, que intervendrán furibundas en la trágica celebración de la víspera social, para aferrar a la civilización democrática entre sus garras, ¡y dejarla caer en el vacío del abismo de un viejo tiempo ya pasado!

V

Cuando los burgueses fueron arrodillados a la derecha del socialismo, en el sagrado templo de la democracia, se acomodaron tranquilamente sobre el lecho de la espera para dormir su absurdo sueño de paz. Pero los proletarios, que bebiendo el veneno socialista habían perdido su inocencia feliz, gritaron desde la parte izquierda, turbando el sueño tranquilo de la idiota burguesía criminal.

Mientras tanto, en las más altas montañas del pensamiento los vagabundos de la idea vencían la náusea, anunciando que algo parecido a la risa fragorosa de Zaratustra había siniestramente producido su eco…

El viento del espíritu, igual al huracán, habría tenido que compenetrar el alma humana y levantarla impetuosamente en el torbellino de ideas para arrollar a todos los viejos valores en la tiniebla del tiempo, realzando en el sol la vida del instinto sublimado por el nuevo pensamiento.

Pero los sapos burgueses comprendieron, despertándose, que algo incomprensible gritaba en lo alto, amenazando su baja existencia. Sí: comprendieron que desde lo alto venía algo como una piedra, un estrépito, una amenaza.

Comprendieron que la voz satánica de los frenéticos precursores del tiempo anunciaba una furibunda tormenta que, partiendo de la voluntad renovadora de unos pocos solitarios, explotaba en las vísceras de la sociedad para empezar de cero.

Pero no comprendieron (y no lo comprenderán hasta que no sean aplastados) que eso que pasaba sobre el mundo era el ala potente de una libre vida, en el batido de la cual estaba la muerte del “hombre burgués” y del “hombre proletario”, para que todos los hombrees fuesen “únicos” y “universales” al mismo tiempo.

Y este fue el motivo por el cual todas las burguesías del mundo sonaron al unísono sus campanas, acuñadas de falso metal idealístico, llamando a una gran reunión.

Y la reunión fue general…

Todas las burguesías se refugiaron juntas.

Acurrucadas juntas entre los viscosos juncos crecidos en el pantano de sus mentiras comunes y allí, en el silencio del fango, decidieron el exterminio de las ranas proletarias, sus siervas y amigas…

Del feroz complot formaron parte todos los sacerdotes de Cristo y de la democracia.

Presenciaban también todos los ex-apóstoles de las ranas. La guerra se decidió y el príncipe de las víboras negras bendijo las armas fratricidas en nombre de aquel dios que dijo “no matarás”, mientras el simbólico vicario de la muerte imploró a su idea que viniese a bailar sobre el mundo.

Entonces el socialismo —como hábil acróbata y práctico saltimbanqui— dio un salto adelante. Saltó sobre el filo extendido de la sentimental especulación política, se ciñó de negro la frente; y, doloriéndose y llorando, así más o menos, habló: “Yo soy el verdadero enemigo de la violencia. Soy enemigo de la guerra, y más enemigo de la revolución. Soy el enemigo de la sangre”.

Y después de haber hablado nuevamente de “paz” y de “igualdad”, de “fe” y de “martirio”, de “humanidad” y de “advenir”, entonó una canción sobre motivos del “sí” y del “no”, plegó la cabeza y lloró.

Lloró lágrimas de Judas, ¡que no son ni siquiera el “me lavo las manos” de Pilatos!

Y las ranas partieron…

Partieron hacia el reino de la suprema vileza humana.

Partieron hacia el fango de todas las trincheras.

Partieron.

¡Y la muerte vino!

Vino ebria de sangre y danzó macabramente sobre el mundo.

Por cinco largos años…

Fue entonces que los grandes vagabundos del espíritu, aquejados de una nueva náusea, cabalgaron otra

vez sobre sus libres águilas para librarse vertiginosamente en la soledad de sus lejanos glaciares riendo y maldiciendo.

También el espíritu de Zaratustra —el más auténtico amante de la guerra y el más sincero amigo de los guerreros— tuvo que permanecer bastante asqueado e indignado puesto que alguno lo sintió exclamar: “Vosotros deberéis ser para mí aquellos que tienden sus miradas en busca del enemigo de vuestro enemigo. Y en algunos de vosotros el odio se manifiesta en la primera mirada. Vosotros deberéis buscar a vuestro enemigo, combatir vuestra guerra, ¡y eso por vuestras ideas!

Y si vuestra idea sucumbe, ¡que vuestra rectitud grite al triunfo!”. Pero, ¡ay! La predicación heroica del bárbaro liberador ¡no valió de nada!

Las ranas humanas no supieron distinguir a su enemigo, ni combatir por las propias ideas. (¡Las ranas no tienen ideas!).

Y no conociendo a su enemigo, ni teniendo ideas propias, combatieron por el vientre de sus hermanos en Cristo, por sus iguales en democracia.

Combatieron contra sí mismos por su enemigo.

Abel, renacido, moría por Caín una segunda vez.

¡Pero esta vez por sí mismo!

Voluntariamente…

Voluntariamente, porque podía revolverse y no lo ha hecho…

Porque podía decir: ¡no!

O ¡sí!

Porque diciendo: “no”, ¡habría sido fuerte!

Porque diciendo: “sí”, habría demostrado “creer” en la “causa” por la que combatía.

Pero no ha dicho ni “sí” ni “no”.

¡Ha partido!

¡Sin luchar!

¡Como siempre!

Ha partido…

¡Se ha dirigido hacia la muerte!…

Sin saber el porqué.

Como siempre.

Y la muerte ha venido…

Ha venido a bailar sobre el mundo: ¡por cinco largos años!

Y danzó macabramente sobre las cenagosas trincheras de todas las partes del mundo.

Danzó con pies fulgurantes…

Danzó y rió…

Rió y danzó…

¡Por cinco largos años!

¡Ah! Cuan vulgar es la muerte que danza sin tener sobre el dorso las alas de una idea…

Qué cosa más idiota el morir sin saber el porqué…

Nosotros la hemos visto —cuando bailaba— a la Muerte.

Era una Muerte negra, sin transparencias de luz.

¡Era una muerte sin alas!

Cuan fea y vulgar…

Cuan torpe era la danza.

¡Pero aun así bailaba!

Y como iba segando las vidas —danzando— de todos los superfluos, y todos aquellos que estaban de más. Todos aquellos por los que —dice el gran liberador— fue inventado el Estado.

Pero ¡ay! No solamente a aquellos se llevaba…

La muerte —para vengar al Estado— ha eliminado también a los no inútiles, ¡incluso a los necesarios!…

Pero aquellos que no eran inútiles, aquellos que no estaban de más, aquellos que cayeron diciendo “¡no!”

Serán vengados.

Nosotros los vengaremos.

¡Los vengaremos porque eran hermanos nuestros!

Los vengaremos porque cayeron con las estrellas sobre los ojos.

Porque muriendo han bebido del sol.

El sol de la vida, el sol de la lucha, el sol de una Idea.

VI

¿Qué ha renovado la guerra?

¿Dónde esta la transfiguración heroica del espíritu?

¿Donde tienen colgadas las tablas fosforescentes de los nuevos valores humanos?

¿En que templo han sido depuestas las sagradas ánforas de oro che encierran los corazones luminosos y flamantes de los héroes dominadores y creadores?

¿Dónde está el esplendor majestuoso del gran y nuevo mediodía?

Ríos temerosos de sangre lavaron todos las glebas y recorrieron todos los senderos del mundo.

Torrentes espantosos de lágrimas hicieron resonar los ecos de su desgarrador lamento a través de los vórtices de toda la tierra: montañas de huesos y de restos humanos en todas partes blanquearon y en todas partes se pudrieron al sol.

Pero nada se transformó, ¡nada evolucionó!

Solo el vientre burgués eructó de saciedad y el proletario gritó por demasiada hambre.

¡Ya basta!

Con Karl Marx el alma humana descendió al intestino. El rugido que hoy pasa sobre el mundo es siempre un rugido del vientre. Pueda nuestra voluntad transformarlo en grito del alma.

En tormenta espiritual.

En grito de libre vida.

En huracán de relámpagos.

Pueda nuestro fulgor descomponer la realidad del presente, destrozar la puerta de lo desconocido misterio de nuestro sueño anhelado, y mostrarnos la belleza suprema del hombre liberado. Porque nosotros somos los locos precursores del tiempo.

Las hogueras.

Los faros.

Las señales.

Los primeros anuncios.

VII

¡La guerra!

¿La recordáis?

¿Qué ha creado la guerra?

Ved:

La mujer vendió su cuerpo y a su prostitución la llamo amor libre.

El hombre. Que se dedicó a fabricar proyectiles y a predicar la sublime belleza de la guerra, llamó a su vileza: “¡fina astucia y sagacidad heroica!”.

Aquel que vivió siempre de infamia inconsciente, de vileza, de humildad, de indiferencia y de renuncias débiles, imprecó contra los pocos audaces —que había siempre detestado— porque no tuvieron la fuerza suficiente para impedir que su vientre fuese reventado por aquellas armas que el mismo había construido por un vil trozo de pan.

Porque también los pobres de espíritu —aquellos que, mientras la parte más noble de la humanidad entra en el infierno de la vida, permanecen siempre fuera calentándose— estos siervos humildes y devotos de su tirano, estos calumniadores inconscientes de las almas superiores, también estos, digamos, no querían partir.

No querían morir.

Se contorsionaban, lloraban, imploraban, ¡suplicaban!

Pero todo eso por un bajo instinto de conservación impotente y animal, carente de todo impulso heroico de revuelta y no por otras cuestiones de humanidad superior, de refinada profundidad sentimental, de belleza espiritual.

No, no, ¡no!

¡Nada de todo esto!

¡El vientre!

El vientre animal solamente.

Ideal burgués —ideal proletario— ¡por el vientre!

Y mientras tanto la muerte vino…

¡Vino a danzar por el mundo sin tener sobre el dorso las alas de una idea!

Y danzó…

Danzó y río.

Por cinco largos años…

Y mientras sobre los confines, borracha de sangre, la muerte sin alas danzaba, en casa, en el sagrado ábside del interior, declamaba y cantaba —sobre vulgares “gazetas” de la mentira— la milagrosa evolución moral y material cumplida por nuestras mujeres y la suprema cima espiritual sobre la cual ascendía nuestro heroico infante glorioso. Aquel que moría llorando, sin saber el “porqué”.

Cuantas mentiras feroces, cuanto cinismo vulgar vomitaban sus “gazetas” las siniestras almas de la democrática sociedad y del Estado.

¿Quién recuerda la guerra?

Como graznaban los cuervos…

¡Los cuervos y las lechuzas!

¡Y mientras tanto la Muerte danzaba!

¡Danzaba sin tener sobre el dorso las alas de una idea!

¡De una idea peligrosa que fecunda y crea!

Danzaba…

¡Danzaba y reía!

Y como les segaba la vida —danzando— a los superfluos. Todos aquellos que estaban de más. Aquellos por los que fue inventado el Estado.

Pero, ¡ay! No solamente a aquellos se llevaba…

¡Eliminaba también a aquellos que tenían rayos de sol en los ojos, que tenían en la pupilas las estrellas!

¿Dónde está el arte épico, el arte heroico, el arte supremo que la guerra os había prometido? ¿Dónde la vida libre, el triunfo de la nueva aurora, el esplendor del mediodía, la gloria festiva del sol?

VIII

¿Dónde está la redención de la esclavitud material?

¿Dónde está quien ha creado la fina y profunda poesía que debía germinar dolorosamente en este trágico y temible abismo de sangre y de muerte, para decirnos el sufrimiento silencioso y cruel probado por el alma humana?

¿Quién nos ha dicho la palabra dulce y buena que se dice una mañana serena tras una terrible noche de huracanes?

¿Quién nos ha dicho la palabra dominadora que nos hace grandes como el propio dolor, puros en la belleza y profundos en la humanidad?

¡Quién es, quién ha sido alguna vez el genio que ha sabido inclinarse con amor y con fe ante las heridas abiertas en carne viva de nuestra vida, para acoger todo el noble llanto, para que la serena risa del espíritu redentor pudiese arrancar las garras a los famélicos monstruos de nuestros errores pasados para hacernos ascender hacia el concepto de una ética superior, donde, a través del principio luminoso de la belleza humana purificada en la sangre y en el dolor, pudiésemos erguirnos fuertes y majestuosos —como flecha tensa en el arco de la voluntad— para cantar a la vida terrena la más profunda y suave melodía de la más alta de todas nuestras esperanzas!

¿Dónde? ¿Dónde?

¡Yo no la veo!

¡Yo no la siento!

Miro a mi alrededor, pero no veo más que vulgar pornografía, y falso cinismo…

Al menos si un Homero del arte, y un Napoleón de la acción la guerra nos hubiese dado…

Un hombre que hubiese tenido la fuerza para destruir una época, para crear una nueva historia…

¡Pero nada!

Ni grandes cantores, ni grandes dominadores, la guerra nos ha dado. Solo larvas mentirosas y siniestras parodias.

IX

La guerra ha pasado lavando la historia y la humanidad en el llanto y en la sangre, pero la época ha permanecido inalterada.

Época de descomposición…

El colectivismo está moribundo y el individualismo todavía no se ha consolidado;

Ninguno sabe obedecer, ninguno sabe mandar.

Pero de todo esto, a saber vivir libres, hay todavía de por medio un abismo.

Abismo que podrá ser rellenado sólo con el cadáver de la esclavitud y el de la autoridad.

La guerra no podía rellenar este abismo. Podía solamente excavarlo más profundo.

Pero eso que la guerra no podía hacer, debe hacerlo la revolución.

La guerra ha hecho a los hombres más brutales y plebeyos.

¡Más triviales y más feos!

La revolución debe volverlos mejores.

¡Debe ennoblecerlos!

X

En este punto —socialmente hablando— hemos resbalado en la pendiente fatal, y ya no hay posibilidad de volver atrás.

Intentarlo sería un delito.

Pero no un delito noble y grande.

Sino un delito vulgar. Un delito más que inútil y vano. Un delito contra la carne de nuestras ideas.

Porque nosotros no somos los enemigos de la sangre…

¡Somos los enemigos de la vulgaridad!

Ahora que la edad del deber y de la esclavitud está agonizando, queremos cerrar el ciclo del pensamiento teórico y contemplativo para abrir la puerta de la acción violenta, que es voluntad de vida y espectáculo de expansión.

Sobre los escombros de la piedad de la religión queremos erigir la dureza creadora de nuestro corazón supremo.

Nosotros no somos admiradores del “hombre ideal” de los “derechos sociales”, sino aquellos que proclaman el “individuo real”, enemigo de las abstracciones sociales.

Nosotros luchamos por la liberación del individuo.

Por la conquista de la vida.

Por el triunfo de nuestra idea. Por la realización de nuestros sueños.

Y si nuestras ideas son peligrosas, es porque nosotros somos aquellos que aman vivir peligrosamente.

Y si nuestros sueños son locos, es porque somos locos.

Pero nuestra locura es nuestra sabiduría suprema.

Pero nuestras ideas son el corazón de la vida; y nuestros pensamientos son los faros de la humanidad.

Y eso que la guerra no ha hecho debe hacerlo la revolución.

Porque la revolución es el fuego de la voluntad y una necesidad de nuestras almas solitarias,

y un deber de la aristocracia libertaria.

Para crear nuevos valores éticos.

Para crear nuevos valores estéticos.

Para acomunar la riqueza material.

Para individualizar la riqueza espiritual.

Porque nosotros —cerebrales violentos y sentimentales pasionales al mismo tiempo— comprendemos y sabemos que la revolución es una necesidad del dolor silencioso que produce espasmos en lo hondo, y una necesidad de los espíritus libres que los produce arriba.

Porque, si el dolor que los provoca abajo quiere ascender hasta la feliz sonrisa del sol, los espíritus libres que los provocan arriba ya no quieren sentirse las pupilas ofendidas por el dolor de la vulgar esclavitud que los circunda.

El espíritu humano está dividido en tres corrientes:

¡La corriente de la esclavitud, la corriente de la tiranía, la corriente de la libertad!

Con la revolución se necesita que la última de estas tres corrientes irrumpa sobre las otras dos y las arrolle.

Se necesita que cree la belleza espiritual, que enseñe a los pobres la vergüenza de su pobreza, y a los ricos la vergüenza de su riqueza.

Se necesita que todo eso que se llama “propiedad material”, “propiedad privada”, “propiedad exterior” se convierta para los individuos en lo mismo que el sol, la luz, el cielo, el mar, las estrellas.

¡Y ello vendrá!

Vendrá porque nosotros —los iconoclastas— ¡la violentaremos!

Sólo la riqueza ética y espiritual es invulnerable.

Es verdadera propiedad del individuo. ¡El resto no!

¡El resto es vulnerable! Y todo eso que es vulnerable será vulnerado.

Lo será por la potencia libre de prejuicios del “yo”.

Por la fuerza heroica del hombre liberado.

Y más allá de toda ley, de toda moral tirana, de toda sociedad, de todo concepto de falsa humanidad…

Nosotros no debemos dedicar nuestros esfuerzos a transformar la revolución que se avecina en “delito anarquista”, para empujar a la humanidad más allá del Estado, más allá del socialismo.

Hacia la Anarquía.

Si con la guerra los hombres no pudieron sublimarse en la muerte, la muerte ha purificado la sangre de los caídos.

Y la sangre que la muerte ha purificado —y que el suelo ávidamente ha bebido— ¡ahora grita bajo tierra!

¡Y nosotros solitarios, nosotros no somos los cantores de vientre, sino los oyentes de los muertos; de las voces de los muertos que gritan bajo tierra!

De la voz de la sangre “impura” que se ha purificado en la muerte.

¡Y la sangre de todos los caídos grita!

¡Grita bajo tierra!

Y el grito de esta sangre nos llama también a nosotros hacia el abismo…

Tiene necesidad de ser liberado!

¡Oh jóvenes mineros, preparaos!

Preparemos antorchas y antiminas.

Se necesita ablandar el terreno.

¡Ya es hora! ¡Ya es hora! ¡Ya es hora!

La sangre de los muertos debe ser liberada.

Quiere alzarse desde las tenebrosas profundidades para lanzarse hacia el cielo y conquistar las estrellas.

Porque las estrellas son las amigas de los muertos.

Son las buenas hermanas que los han visto morir.

Son aquellas que todas las tardes van a su sepulcro con los pies de luz y les dicen.

¡Mañana!…

Y nosotros —los hijos del Mañana— hemos venido hoy a deciros:

¡Ya es hora! ¡Ya es hora! ¡Ya es hora!

Y hemos venido en las horas que preceden al amanecer…

¡En compañía del alba y de las últimas estrellas!

Y a los muertos hemos añadido más muertos…

¡Pero todos aquellos que caen tienen en la pupila una estrella de oro que brilla!

Una estrella de oro que dice:

“La vileza de los hermanos que quedan se convertirá en sueño creador: ¡en heroísmo vengador!

Porque, si no fuese así, no merecería morir!”.

Cuán triste debe ser el morir.

¡Sin una esperanza en el corazón… sin una llama en el cerebro; sin un gran sueño en el alma; sin una estrella de oro que brilla en nuestra pupila!

* * *

La sangre de los muertos —de nuestros muertos— grita bajo tierra.

Nosotros lo oímos claro y diáfano aquel grito. Aquel grito que nos embriaga de sufrimiento y dolor.

Y no podemos, ni queremos, permanecer sordos ante aquella voz… nosotros.

No queremos permanecerle sordos, porque la vida nos ha dicho:

“Quién permanece sordo a la voz de la sangre no es digno de mí.

Porque la sangre es mi vino; y los muertos mi secreto. ¡Sólo a aquél que escuche la voz de los muertos, le será resuelto el enigma de mi gran misterio!”

Y nosotros responderemos a esta voz:

¡Porqué solo aquéllos que saben responder a la voz del abismo pueden conquistar las estrellas!

Yo me dirijo a ti, ¡oh hermano mío! A ti me dirijo y te digo:

“Si eres de aquellos que están arrodillados sobre el medio círculo, cierra los ojos en la tiniebla y precipítate en el abismo.

Sólo así podrás rebotar hasta las más altas cimas y abrir de par en par tus grandes pupilas en el sol”.

Porque no se puede ser águila sin ser buzo. No se puede uno mover a su antojo por las cimas cuando no se es capaz de hacerlo en las profundidades. En el fondo habita el dolor, en lo alto el tormento.

Sobre el ocaso de todas las edades, surge un único amanecer entre dos atardeceres distintos.

Entre las luces vírgenes de este único amanecer, el dolor del buzo que se encuentra en nosotros debe unirse al tormento del águila que aún vive en nosotros, para celebrar las trágicas y fecundas nupcias de la perpetua renovación.

Renovación del “yo” personal entre las tormentas colectivas y los huracanes sociales.

Porque la soledad perenne es sólo de los santos que reconocen en dios su testimonio.

Pero nosotros somos los hijos ateos de la soledad. Somos los demonios solitarios sin testigos.

En el fondo, queremos vivir la realidad del dolor; en lo alto, el dolor del sueño…

¡Para vivir intensamente y peligrosamente todas las batallas, todas las derrotas, todas las victorias, todos los sueños, todos los dolores y todas las esperanzas! ¡Y queremos cantar al sol, queremos gritar a los vientos! Porque nuestro cerebro es una hoguera centelleante donde el gran fuego del pensamiento crepita y arde en locos y gozosos tormentos.

Porque la pureza de todos los amaneceres, la llama de todos los mediodías, la melancolía de todos los ocasos, el silencio de todas las tumbas, el odio de todos los corazones, el murmullo de todos los bosques, y las sonrisa de todas las estrellas, son las notas misteriosas que componen la música secreta de nuestra alma rebosante de exuberancia vital.

Porque en lo profundo de nuestro corazón oímos hablar a una voz de humana individuación tan imperiosa y gallarda que, muchas veces, al escucharla sentimos miedo y terror.

Porque la voz que habla, es la voz de Él: el Demonio alado de nuestras profundidades.

XI

Ya ha quedado demostrado…

¡La vida es dolor!

¡Pero nosotros hemos aprendido a amar el dolor, para amar la vida!

Porque amando el dolor hemos aprendido a luchar.

Y en la lucha —en la lucha solamente— está el gozo de nuestro vivir.

Permanecer suspendidos a la mitad no es tarea para nosotros.

El círculo de en medio[1] simboliza el viejo “sí y no”.

La impotencia del vivir y del morir.

Es el círculo del socialismo, de la piedad y de la fe.

Pero nosotros no somos socialistas…

Somos anarquistas. E individualistas, y nihilistas, y aristocráticos.

Porque venimos de los montes.

Desde la proximidad a las estrellas.

Venimos desde lo alto: ¡para reír y maldecir!

Hemos venido para encender sobre la tierra una selva de hogueras, para iluminarla a lo largo de la noche que precede el gran mediodía.

Y nuestras hogueras se apagarán solamente cuando el incendio del sol descubra majestuoso sobre el mar. Y se ese día no debiese llegar, nuestras hogueras continuarán crepitando trágicamente entre las tinieblas de la noche eterna.

Porque nosotros amamos todo aquello que es grande.

¡Somos amantes de cada milagro, los hacedores de cada prodigio, los creadores de cada maravilla!

Sí: ¡lo sabemos!…

Hay cosas grandes tanto en el bien como en el mal.

¡Pero nosotros vivimos más allá del bien y del mal, porque todo aquello que es grande pertenece a la belleza!

También el «delito».

También la «perversidad».

¡También el «dolor»!

¡Y nosotros queremos ser grandes como nuestro delito!

Para no calumniarlo:

¡Queremos ser grandes como nuestra perversidad!

Para volverla consciente.

Queremos ser grandes como nuestro dolor.

Para ser dignos.

Porque venimos desde lo alto. Desde la casa de la Belleza.

Hemos venido para encender sobre la tierra una selva de hogueras para iluminarla a lo largo de la noche que precede el gran mediodía.

Hasta la hora en que el incendio del sol explotará majestuoso sobre el mar.

Porque queremos celebrar la fiesta del gran prodigio humano.

Queremos que nuestra alma vibre en un nuevo sueño.

Queremos que de este trágico ocaso social nuestro “yo” salga calmado y ardiente de luz universal.

Porque somos los nihilistas de los fantasmas sociales.

Porque sentimos la voz de la sangre gritar bajo tierra.

Preparemos los antiminas y las antorchas, oh jóvenes mineros.

El abismo nos espera. Precipitémonos al fondo: ¡Hacia la nada creadora!

XII

Nuestro nihilismo no es nihilismo cristiano.

Nosotros no negamos la vida. ¡No! Nosotros somos los grandes iconoclastas de la mentira.

Y todo aquello que es proclamado “sagrado” es mentira.

Nosotros somos los enemigos de lo “sagrado”.

¡Y hay una ley “sagrada”; una sociedad “sagrada”; una moral “sagrada”; una idea «sagrada”!

Pero nosotros —los dueños y amantes de la fuerza impía y de la belleza volitiva, de la Idea violentadora— nosotros, los iconoclastas de todo aquello que está consagrado — reímos satánicamente, con una gran sonrisa ancha y burlona.

¡Reímos!…

Y riendo conservamos el arco de nuestra pagana voluntad de gozar siempre tenso hacia la plena integridad de la vida.

Y nuestras verdades las escribimos con risa.

Y nuestras pasiones las escribimos con sangre.

¡Y reímos!…

Reímos la gran risa sana y roja del odio.

Reímos la gran risa azul y fresca del amor.

¡Reímos!…

Pero riendo nos acordamos, con suma seriedad, que somos los legítimos hijos, los dignos herederos, de una gran aristocracia libertaria que nos transmitió en la sangre satánicos ímpetus de loco heroísmo,

¡y en la carne olas de poesía, de soles y de canciones!

Nuestro cerebro es una hoguera centelleante, donde el crepitante fuego del pensamiento arde en gozosos tormentos.

Nuestra alma es un oasis solitario siempre floreciente y festivo donde una música secreta canta las complicadas melodías de nuestro alado misterio.

Y en el cerebro nos gritan todos los vientos del monte; en la carne nos gritan todas las tormentas del mar; todas las Ninfas del Mal; nuestros sueños son ciclos reales habitados por vírgenes musas ardientes.

Nosotros somos los verdaderos demonios de la Vida.

Los precursores del tiempo.

¡Los primeros anuncios!

Nuestra exuberancia vital nos embriaga de fuerza y de desdén.

¡Nos enseña a despreciar la muerte!

XIII

Hoy hemos llegado a la trágica celebración de un gran ocaso social.

El crepúsculo es rojo. El atardecer está ensangrentado. El ansia bate en el viento sus alas ardientes.

Alas rojas de sangre; ¡alas negras de muerte! El Dolor organiza en la sombra al ejército de sus hijos ignotos.

La belleza está en el jardín de la Vida, y está trenzando guirnaldas de flores para coronar la frente de los héroes.

Los espíritus libres han lanzado ya sus fulgores a través del crepúsculo.

Como primeros anuncios de fuego: ¡primeras señales de guerra!

Nuestra época está bajo las ruedas de la historia.

La civilización democrática se dirige hacia la tumba.

La sociedad burguesa y plebeya se deshace fatalmente, ¡inexorablemente!

El fenómeno fascista es la prueba más cierta e irrefutable de ello.

Para demostrarlo no habría más que remontarse en el tiempo e interrogar a la historia.

¡Pero no hay esta necesidad!

¡El presente habla con bastante elocuencia!

El fascismo no es más que el espasmo convulso y cruel de una sociedad plebeya, pusilánime y vulgar, que agoniza trágicamente ahogada en el pantano de sus vicios y de sus propias mentiras.

Él —el fascismo— celebra estas bacanales suyas con hogueras de llamas, y malvadas orgías de sangre.

Pero del oscuro crepitar de sus lívidos fuegos no salpica ni siquiera una triste chispa de gallarda espiritualidad innovadora, mientras la sangre que esparce se transforma en vino que los precursores del tiempo recogen tácitamente en los cálices rojos del odio, destinándolo como bebida heroica para comunicar a todos lo hijos del dolor social llamados a la crepuscular celebración del ocaso.

Porque los grandes precursores del tiempo son los hermanos y los amigos de los hijos del dolor.

Del dolor que lucha.

Del dolor que asciende.

¡Del dolor que crea!

Nosotros tomaremos de la mano a estos hermanos ignotos para marchar juntos contra todos los “noes” de la negación, y juntos subir hacia todos los “síes” de la afirmación; hacia nuevos albores espirituales: hacia nuevos mediodías de vida.

Porque nosotros somos los amantes del peligro; los temerarios de todas las empresas, los conquistadores de lo imposible, ¡los hacedores y los precursores de todas las «pruebas”!

¡Porqué la vida es una prueba!

Tras la celebración negadora del ocaso social, queremos celebrar el rito del “yo”: el gran mediodía del individuo íntegro y real.

Para que la noche no triunfe más.

Para que las tinieblas no nos envuelvan más.

Para que el majestuoso incendio del sol perpetúe su fiesta de luz en el ciclo y en el mar.

XIV

El fascismo es un obstáculo demasiado efímero e impotente para impedir el curso del humano pensamiento que irrumpe más allá de cualquier dique y se desborda más allá de cualquier señal, arrastrando la acción tras sus pasos.

Es impotente porque es fuerza bruta. Es materia sin espíritu: ¡es noche sin alba! El fascismo es la otra cara del socialismo. El uno y el otro son dos cuerpos sin alma.

XV

El socialismo es la fuerza material que, actuando a la sombra de un dogma, se resuelve y disuelve en un “no» espiritual.

El fascismo es un tísico del “no” espiritual que tiende —infeliz— a un sí material…

Tanto uno como otro carecen de cualidades volitivas.

Son las tiritas del tiempo: ¡los temporizadores del hecho!

Son reaccionarios y conservadores.

Son los fósiles cristalizados que el dinamismo volitivo de la historia que pasa arrollará juntos.

Porque, en el campo volitivo de los valores morales y espirituales, los dos enemigos se asemejan…

Y se note que, si el fascismo ha nacido, sólo el socialismo es cómplice directo y el padre responsable.

Porque, si cuando la nación, si cuando el Estado, si cuando la Italia democrática, si cuando la sociedad burguesa se convulsionaba de espasmos y agonía entre las manos nudosas y poderosas del “proletariado” en revuelta, el socialismo no hubiese impedido vilmente el trágico apretón mortal —perdiendo las luces de la razón ante los ojos cerrados de ella— ciertamente el fascismo no habría ni siquiera nacido, a parte de no haber vivido.

Pero el bobo coloso sin alma sin embargo se ha dejado arrastrar —por causa de que los vagabundos de la idea impulsasen el movimiento de revuelta más allá del signo preestablecido— a un vulgarísimo juego de siniestra piedad conservadora, y falso amor humano.

Así la Italia burguesa en lugar de morir ha parido…

¡Ha parido al fascismo!

Porque el fascismo es una criatura tísica y deforme, nacida de los amores impotentes del socialismo con la burguesía.

Uno es el padre, la otra la madre. Pero tanto uno como la otra reniegan de la responsabilidad.

Quizás lo encuentran un hijo demasiado desnaturalizado.

Y esto es el por qué lo llaman ¡”bastardo”!

Y el se venga…

Ya bastante infeliz por haber nacido así, se rebela contra el padre y ultraja a la madre…

Y tal vez tiene razón…

Pero nosotros todo esto lo dejamos en manos de la historia. Para la historia y para la verdad, no para nosotros.

Para nosotros —el fascismo— es un seta venenosa plantada profundamente en el podrido corazón de la sociedad, que con ello se contenta…

XVI

Sólo los grandes vagabundos de la idea podrán —y deberán— ser la luminosa palanca espiritual de la tormentosa revolución, que oscura sobre el mundo avanza…

La sangre pide sangre.

¡Es la vieja historia!

Atrás ya no se puede volver.

Tratar de volver atrás —como hace el socialismo— sería un delito inútil y vano.

Nosotros tenemos que precipitarnos hacia el abismo.

Tenemos que responder a la voz de los muertos.

De aquellos muertos que han caído con inmensas estrellas de oro en las pupilas.

Hace falta ablandar el suelo.

¡Liberar la sangre de debajo de la tierra!

Porque se necesita ascender hacia las estrellas.

Quiere quemar a sus buena hermanas luminosas y lejanas que la han visto morir.

Dicen los muertos, nuestros muertos:

“Nosotros somos muertos con estrellas en los ojos.

Nosotros somos muertos con rayos de sol en las pupilas.

Nosotros somos muertos con el corazón henchido de sueños.

Nosotros somos muertos con el canto de la más bella esperanza en el alma.

Nosotros somos muertos con el fuego de una idea en el cerebro.

Nosotros somos muertos…”.

Cuán triste debe ser el morir con los demás muertos —los muertos no nuestros— ¡sin todo eso en la mente, en el alma, en el corazón, en los ojos, en las pupilas!

¡Oh muertos, oh muertos!… ¡Oh muertos nuestros!

¡Oh antorchas luminosas! ¡Oh faros ardientes! ¡Oh hogueras crepitantes! ¡Oh muertos!…

¡Ajá, estamos en el crepúsculo!

La trágica celebración del gran ocaso social se aproxima.

Nuestra alma grande già se abre de par en par hacia la vasta luz subterránea, ¡oh muertos!

Porque también nosotros tenemos en los ojos las estrellas, el sol en las pupilas, el sueño en el corazón, el canto de la esperanza en el alma y, en la mente, una idea.

Sí, también nosotros, ¡también nosotros!

¡Oh muertos, oh muertos! ¡Oh antorchas! ¡Oh faros! ¡Oh hogueras!

Nosotros os habíamos sentido hablar en el silencio solemne de nuestras noches profundas.

Decíais:

“Nosotros queríamos ascender en el ciclo del libre sol…

Nosotros queríamos ascender en el ciclo de la libre vida…

Nosotros queríamos ascender allá arriba, donde un día se fijó la mirada penetrante del pagano poeta:

Donde surgen y están como inviolables encinas entre los hombres los grandes pensamientos;

Donde desciende, invocada por los puros poetas, y serena entre los hombres está la belleza;

¡donde el amor crea la vida y respira el gozo!”.

Allá abajo, donde la vida celebra el gozo y se expande en plena armonía de esplendor…

Y por esto, por este sueño luchamos, por este gran sueño morimos…

Y nuestra lucha fue llamada delito.

Pero nuestro “delito” no debe ser considerado más que como virtud titánica, como esfuerzo prometeico de liberación.

Porque fuimos los enemigos de toda dominación material y de toda nivelación espiritual.

Porque nosotros, más allá de toda esclavitud y de todo dogma, vimos bailar libre y desnuda a la vida.

¡Y nuestra muerte debe enseñaros a vosotros la belleza del vivir heroico!

¡Oh muertos, oh muertos! Oh muertos nuestros…

Nosotros la hemos oído vuestra voz…

¡La hemos oído hablar así, en el silencio solemne de nuestras noches profundas!

¡Profundas, profundas, profundas!

Porque nosotros somos los sensitivos.

¡Nuestro corazón es una antorcha, nuestra alma es un faro, nuestra mente es una hoguera!…

¡Nosotros somos el alma de la vida!…

Somos los precursores de la luz del sol que beben el rocío en el cáliz de las flores.

Pero las flores tienen raíces fosfóricas incrustadas en la oscuridad de la tierra.

En aquella tierra que ha bebido vuestra sangre.

¡Oh muertos! ¡Oh muertos nuestros!

¡Aquella sangre vuestra que grita, ruge, que quiere ser liberada, para lanzarse hacia el ciclo y conquistar las estrellas!

Aquellas hermanas vuestras lejanas y luminosas que os han visto morir.

Y nosotros —los vagabundos del espíritu, los solitarios de la idea— queremos que nuestra alma, libre y grande, abra de par en par sus alas en el sol.

Queremos que el ocaso social sea celebrado en este crepúsculo de sociedad burguesa, para que la última noche negra se convierta en roja de sangre.

Porque los hijos de la aurora deben nacer de la sangre…

Porque los monstruos de las tinieblas deben ser muertos por el alba…

Porque las nuevas ideas individuales deben nacer de las tragedias sociales…

¡Porque los hombres nuevos deben ser forjados en el fuego!

Y sólo de la tragedia, del fuego y de la sangre, nacerá el verdadero Anticristo profundo de humanidad y de pensamiento.

El verdadero hijo de la tierra y del sol.

El Anticristo debe nacer de los escombros humeantes de la revolución para animar a los hijos de la nueva aurora.

Porque el Anticristo es aquel que viene desde el abismo, para ascender más allá de todo confín.

!Es el enemigo volitivo de la cristalización, de la preestabilización, de la conservación!…

Él es aquel que espoleará a los hombres a través de las misteriosas cavernas de lo desconocido al descubrimiento perenne de nuevos manantiales de vida y de pensamiento.

Y nosotros —los espíritus libres, los ateos de la soledad, los demonios del desierto— sin testigos— ya nos hemos impulsado hacia las cimas más extremas…

Porque cada cosa —con nosotros— debe ser llevada al máximo de sus consecuencias.

También el Odio.

También la violencia.

¡También el delito!

Porque el Odio da la fuerza.

La violencia subvierte

El delito renueva.

La crueldad crea.

¡Y nosotros queremos subvertir, renovar, crear!

Porque todo aquello que es vulgaridad pigmea debe ser superado.

Porque todo aquello que vive debe ser grande.

¡Porque todo aquello que es grande pertenece a la belleza!

XVII

Nosotros hemos decidido el “deber” para que nuestra ansia de libre fraternidad adquiera una valor heroico en la vida.

Nosotros hemos matado la “piedad” porque somos bárbaros capaces para el gran amor.

Nosotros hemos matado el “altruismo” porque somos egoístas donantes.

Nosotros hemos matado la “solidaridad filantrópica” para que el hombre social excave su “yo” más secreto y encuentre la fuerza del “Único”.

Porque nosotros lo sabemos. La Vida está cansada de tener amantes raquíticos.

Porque la tierra está cansada de sentirse pisada por largas falanges de pigmeos salmodiantes ruegos cristianos.

Y en fin, porque estamos cansados de nuestros hermanos, carroña incapaz en la paz y en la guerra.

Inferiores en el amor y en el odio.

Cansados y asqueados estamos…

sí, muy cansados: ¡muy asqueados!

Y después aquella voz de los muertos…

¡De nuestros muertos!

¡La voz de aquella sangre que grita bajo tierra!

¡De aquella sangre que quiere liberarse para lanzarse hacia el cielo y conquistar las estrellas!

Aquellas estrellas que —bendiciéndolos— han brillado en sus pupilas en el último momento de la muerte, transformando sus ojos soñadores en vastos discos de oro.

Porque los ojos de los muertos —de nuestros muertos— son discos de oro.

Son meteoros luminosos que vagan en el infinito para señalarnos el camino.

Aquel camino sin fin que es la carretera de la eternidad.

Los ojos de nuestros muertos nos dicen el “Porqué” de la vida, mostrándonos el fuego secreto que arde en nuestro misterio.

De aquel secreto nuestro que ninguno ha cantado hasta ahora…

Pero hoy el crepúsculo es rojo…

El ocaso está ensangrentado…

Estamos próximos a la trágica celebración del gran ocaso social.

Ya sobre las campanas de la historia el tiempo ha batido los primeros golpes anunciadores de un nuevo día.

¡Basta, basta, basta!

¡Es la hora de la tragedia social!

Nosotros destruiremos riendo.

Nosotros incendiaremos riendo.

Nosotros mataremos riendo.

Nosotros expropiaremos riendo.

Y la sociedad caerá. La patria caerá. La familia caerá.

Todo caerá, puesto que el Hombre libre ha nacido.

Ha nacido el que a través de el llanto y el dolor ha aprendido el arte dionisiaco del gozo y de la risa.

Ha llegado la hora de ahogar al enemigo en sangre…

Ha llegado la hora de lavar nuestra alma en sangre.

¡Basta, basta, basta!

Que el poeta convierta en puñal su lira!

Que el filosofo convierta en bomba su sonda.

Que el pescador convierta su remo en formidable secur.

Que el minero salga armado con su hierro reluciente desde los antros mortíferos de las oscuras minas.

Que el campesino convierta en lanza guerrera su pala fecunda.

Que el obrero convierta su martillo en hoz y hacha.

¡Y adelante, adelante, adelante!

¡Es tiempo, es tiempo — es tiempo!

Y la sociedad caerá.

La patria caerá.

La familia caerá.

Todo caerá, puesto que el Hombre libre ha nacido.

Adelante, adelante, adelante, oh jocundos destructores.

Bajo el lábaro negro de la muerte, ¡nosotros conquistaremos la Vida!

¡Riendo!

Y la haremos nuestra esclava.

¡Riendo!

¡Y la amaremos riendo!

Puesto que los hombres serios son sólo aquellos que saben obrar riendo.

Y nuestro odio ríe…

Ríe rojo. ¡Adelante!

¡Adelante, por la total destrucción de la mentira y de los fantasmas!

¡Adelante, por la integral conquista de la Individualidad y de la Vida!

[1] Concepto budista: el círculo de en medio representa los seis estados de la existencia: el mundo de los dioses y semidioses, muerte, infierno, hombres y animales. Mientras que el círculo interno representa la ira, el deseo y la ignorancia, a través del gallo, la serpiente y el cerdo respectivamente. El círculo externo representa la cadena de la causalidad por medio de doce símbolos.