El ideal humano

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Luigi Fabbri

Es necesario estar en guardia contra la tendencia a sistematizar las ideas y los hechos humanos en concepciones abstractas, que a menudo concluyen por significar lo opuesto de la idea y del hecho de que parten, o bien por momificarse en una fraseología que luego se torna punto de partida para hechos e ideas del todo opuestos y adversos.

Esto sucedió con el idealismo, antes de 1860, eso ha ocurrido con el positivismo y el materialismo hasta hace poco tiempo atrás, esto torna hoy día a suceder con el idealismo, no surgiendo de una nobilísima aspiración de alma humana, acaparado luego por profesionales de la ciencia y de la filosofía, fosilizado en algunas fórmulas abstractas de equívoca interpretación, ha terminado por significar para unos materia de ridículo y de burla, y para otros justificación de toda infamia, vale decir negación de cualquier ideal.

Ante este espectáculo acude el deseo de repetir la invectiva de disgusto de Carducci: «¡Ah!, idealismo humano, ¡ahógate en una letrina!». Pero, acaso porque hay quien especula con las cosas sagradas y las mancha, porque hay quien tuerce el significado de las más augustas palabras y las infama, ¿estas palabras y aquellas cosas han perdido su significado y su valor intrínseco? ¡Nunca! Ni las falsificaciones de los malvados, ni las sonrisas de los escépticos quitan al idealismo, necesidad insuprimible del espíritu humano, su virtud de propulsor y suscitador de civilidad, de fecundador del progreso, que aumenta la suma de los bienes de la vida y lo extiende a un número siempre mayor de seres vivientes.

Son idealistas, entonces, no los secuaces de este o de aquel árido y formulista sistema filosófico, sino aquellos que combaten, quieren y esperan por el bien de todos: aquellos que con su voluntad y con su acción tienden a alcanzar, primero en sí mismo y luego en los otros, un fin de purificación y de elevación moral, y que en el terreno político-social se proponen un fin de mejoramiento general que prescinde de los intereses personales (propios, de grupo, de lugar o de clase), y que en mira del porvenir puede prescindir también de los intereses contingentes o inmediatos.

Aun cuando ellos defienden y reivindican algunos derechos individuales, de grupos, de nación o de clase, lo hacen, no por particular amor a la clase, a la nación, al grupo o al individuo con exclusión, indiferencia u odio para todos los otros, sino porque en ellos ven ofendido o defraudado aquello que debería ser el derecho de todos, un derecho humano. Si es verdad que es natural que los oprimidos y los explotados sientan más cerca de sí a los que están unidos a ellos por vínculos de sangre, o de lengua, o de trabajo, o de costumbres, esta predilección no va más allá de los límites de la justicia. Los enemigos de la justicia y del derecho son sus enemigos, aunque sean sus más próximos vecinos; todos los oprimidos y todas las víctimas son idealmente sus hermanos, aun si lejanísimos, aun ni por causa de la clase, o categoría o grupo se hallan separados.

Además, estos idealistas que combaten por eliminar las causas económicas, políticas o morales del mal, bien que en la batalla no ahorran golpes a los enemigos, en realidad combaren por el bien de éstos.

Aunque restringimos nuestras observaciones a la lucha social que se desarrolla ante nuestros ojos entre clases privilegiadas y clases desheredadas, entre opresores y oprimidos, no es difícil constatar que también los primeros sufren en mayor o menor proporción las consecuencias de la miseria y del sufrimiento de los segundos. La injusticia social castiga, a lo menos de rechazo, pero a menudo cruelmente, a aquellos mismos que la ejercitan o son sus favorecidos. Naturalmente, éstos defienden lo mismo encarnizadamente sus injustos privilegios, porque en su ciego utilitarismo encuentran que a pesar de todo están bastante bien en comparación con los explotados y oprimidos.

Está en la naturaleza de las cosas que los privilegiados estén fuertemente adheridos a los privilegios que tienen, malgrado los inconvenientes que originan. Pero el idealista que combate contra todos los privilegios porque los considera un mal, tiende a destruirlos como fuentes de males y no porque el mal castigue o hiera a esta más bien que aquella categoría de personas; y procura evitar o preservar sus malas consecuencias por el bien de todos o del mayor número posible. El ideal es que no haya más privilegiados ni desheredados, y no que éstos ocupen el puesto de los primeros y viceversa.

Ha ahí por qué si aún hoy, por acaso, surja a la luz una injusticia de particular gravedad en daño de alguien perteneciente a la clase o casta privilegiada, aquellos que se han consagrado al afán de los oprimidos se sienten súbitamente en espíritu y casi automáticamente a su lado y sienten por él un sentimiento de simpatía y de solidaridad. Baste recordar, por ejemplo, cómo socialistas y anarquistas se solidarizaron en la causa de Dreyfus en Francia, y cómo en Italia fueron casi los únicos que, cuando el proceso Murri, se hicieron sentir contra la gentuza falsamente moralista e injuriosa que de una grave tragedia familiar aprovecharon para excitar hasta la ferocidad las peores injusticias contra los desventurados, con el único objeto de manchar un nombre caro a la ciencia y benemérito para la humanidad, pero herético frente a la Iglesia.

Si los discípulos del ideal socialista o anarquista, en el actual conflicto de clases, se unen a la clase obrera y hacen suyas las reivindicaciones del proletariado, es porque estas reivindicaciones son justas, es porque la clase trabajadora sufre más la injusticia social, y además (razón bien comprensible de oportunidad) porque los trabajadores son impulsados por sus necesidades y sufrimientos a hacer en mayor número causa común con los que levantan una bandera de libertad y de justicia contra el presente orden de cosas. Pero el ideal por el cual ellos combaten es un ideal humano, general, no una simple reivindicación de clase.

El ideal por su naturaleza es universal; y cada vez que se le quiere imponer fronteras y límites (de clase, de nación o de grupo), y monopolizarlo para una sola categoría de hombres, se le mata.

Entre aquellos que han bajado a la arena, en las luchas político-sociales, para defender una renovación de la sociedad en el sentido de una mayor justicia, ha habido, por un largo período de tiempo, quienes hacían gala de indiferencia o desprecio por las ideologías. «!Derecho, justicia, libertad, fraternidad, humanidad, patria, individuo… palabras vacías de sentido¡», decían; «en verdad no hay más que el interés económico de la clase, del que deriva y depende todo los demás».

Esto no impedía a muchos de los que sostenían eso, actuar en la lucha, y a menudo hablar (especialmente en las ocasiones de grandes conmociones generales) como si hubiesen olvidado la teoría clasista y economista de la que hacían ostentación.

Mostraban un entusiasmo, un desinterés, un espíritu de sacrificio, un impulso futurista tan descuidado de los intereses contingentes, que era todo un homenaje hacia aquello que otrora escarnecían bajo el nombre de vacías abstracciones. Pero, mientras tanto, sus predicaciones teóricas, que reducían todas las aspiraciones y las luchas humanas a un frío conflicto de intereses económicos, ejercía una triste influencia sobre los otros, principalmente sobre las nuevas generaciones, y contribuía a esterilizar en ellos las más vivas fuentes del entusiasmo y del heroísmo.

De todo esto habían comenzado a darse cuenta, desde antes de la última guerra[1], muchos de aquellos que más responsabilidad tenían de haber difundido una mentalidad tan errónea y una psicología tan deletérea, es decir los reformistas del socialismo y los sindicalistas del obrerismo revolucionario. Algunos de ellos, preocupados del escepticismo sofocante y viendo que el resorte utilitario no era ya suficiente para volver batallador al proletariado e impedir la derrota, levantaron alto sus voces por un retorno al idealismo.

«Ocurre ─ escribía Tulio Colucci en una serie de artículos de la «Crítica Sociale» de Milán, que luego fueron recogidos en un opúsculo ─ que no se confunda ya más lo relativo con lo absoluto, el movimiento proletario con el idealismo ético que está en nosotros, es nuestro valor interno, y domina, envuelve, dirige y modera, coordina e ilumina de belleza el vario y bajo entrelazarse de los egoísmos. No todo aquella que hace el proletariado, o se hace en su nombre, es digno de ser hecho, o, más aún, es digno del socialismo… El socialismo es la envoltura ideal y ética, la atmósfera humanística, en la cual se mueve l proletariado; en la cual solamente puede combatir su más grande, más bella, más buena batalla…» (Del viejo al nuevo socialismo).

«La crisis en que se debate el movimiento obrero contemporáneo ─ rebatía, desde un campo totalmente distinto, Angelo Faggi, en el órgano más autorizado del sindicalismo italiano de entonces ─ es rica de muchas enseñanzas. Entre otras, nos dice esto: que el movimiento sindical, para desarrollarse, ha de estar saturado de audacia, de espíritu profundamente revolucionario, y para lograr esta capacidad debe templarse en los más duros sacrificios y necesariamente estar penetrado de idealidad. Las organizaciones vacías de alma revolucionaria, de espíritu heroico, de sentimiento idealista, están destinadas a ser siempre bien mísera cosa… Ahora es necesario tornar al ideal, agitarlo en el ánimo de las masas hasta saturarlas con él. Aquí está nuestra salud interior, y la salvación del proletariado». (La Internacional, Parma).

Estas afirmaciones eran una alta expresión de la más pura verdad. Sin embargo era muy tarde para que una verdad tal fuera oída por todos y suficientemente, de modo que pudiera corregirse súbitamente una dirección de doctrina, sentimientos y hechos que duraban desde hacía más de un cuarto de siglo. Era la víspera de la guerra, y ésta explotó derribando un magnífico castillo pero construido sobre bases muy débiles y erróneas, arrastrando también en la caída a los pocos que habían visto justo y habían hecho inútilmente el papel de Casandra, y esterilizando en germen aquellos primeros signos de arrepentimiento.

Pero la expresión «tornemos al ideal» no contenía menos por eso una admonición inspirada en las más realistas necesidades del progreso humano. Después de la tormenta y mientras se prolongan las más horribles consecuencias, aquellas palabras son recogidas porque en ellas está el secreto de la revancha.

Pero llegando a este punto, surge lógica la pregunta: ¿a cuál ideal se debe volver?

No ciertamente a un ideal cualquiera, porque hay espíritus tenebrosos para quienes es un ideal hasta el retorno al pasado más lúgubre, a la ignorancia, a la servidumbre, a la abyección universal para gloria de uno solo; que sueñan todavía en un Rey Sol o un Gregorio VII exterminados de pueblos, y delante de ellos millones de espaldas curvadas, de rostros humillados en el polvo y el fango. El ideal, para ser humano, ha de tender, no a la deificación de un hombre a expensas del envilecimiento general, sino a la elevación del mayor número, de todos los hombres. Este ideal no puede alcanzarse sino a través de un perpetuo ampliarse de la libertad, a medida que ésta deviene cada vez más completa y se torna el patrimonio del mayor número posible de hombres: libertad entendida no en un sentido abstracto y sofístico, sino en sentido positivo y social, económico, político y espiritual; en el sentido de que todos y cada uno pueda satisfacer sus necesidades y aplicar sus facultades físicas, intelectuales y morales a la mayor armonía entre los individuos y la colectividad, sin recíprocas opresiones y subordinaciones.

Y ahora ocurre preguntarse si tienen un real contenido ideal los movimientos particularistas como el reformismo, el sindicalismo o el comunismo de Estado.

¿Qué contenido idealista tiene ya la teoría de la conquista del poder, la del parlamentarismo y del electoralismo, o aquella otra del simple contrato del «trabajo-mercancía» entre patrones y asalariados? El reformismo tiene sí su ideología, que la hizo propia, heredándola de la burguesía liberal y democrática, cuyo puesto ha tomado. Pero se trata de una ideología que ha dado ya todo lo que podía dar; y hoy ha sido superada por los acontecimientos, por las aspiraciones crecientes de las multitudes y por el desenvolvimiento de los principios que ella misma había puesto sobre el tapete. No hablemos tampoco del comunismo bolchevique, que es una especie de salto atrás con método revolucionario y que anularía los mismos progresos adquiridos a través de las revoluciones democráticas y nacionales y no tiene nada del ideal «comunista», en el sentido histórico, etimológico y popular de la palabra.

La fe en el Estado justiciero, que renace al surgir los grandes Estados modernos y que la revolución de 1789 hizo suya, ya sea entendida en sentido parlamentario ya en sentido absolutista o dictatorial, es ahora una fe muerta que sólo con la violencia puede ser impuesta; no es más un ideal, si es que en realidad lo fue alguna vez.

Por otro lado, ¿puede expresar el ideal de la liberación humana el sindicalismo que se basta a sí mismo, o que pretende bastarse a sí mismo: lucha igualmente áspera y audaz en los métodos, pero hecho en nombre y en el interés contingente y exclusivo de la clase obrera organizada, pequeña minoría frente al enorme número de los oprimidos, de los explotados y de todos los que sufren las miserias sociales? Cuando luego se combina con el reformismo — el sindicalismo reformista — la ausencia de todo idealismo es todavía más patente. Pero sería ilusionar e ilusionarse pensar que para dar al sindicalismo un carácter idealista, baste la adopción por su parte de las formas y métodos revolucionarios de lucha. El método y la forma no son la misma cosa que el fin y la idea, ni pueden sustituirlos.

El sindicalismo, reformista o revolucionario, no es más que un método de agitación y de lucha, una faz del poliédrico movimiento social. Responde a intereses inmediatos en relación con la constitución económica moderna, a los intereses particulares de una clase, y ni siquiera a toda la clase obrera, sino a aquella que está organizada o es organizable.

El sindicalismo revolucionario, entendido como método y no como ideología en sí (una ideología sindicalista verdadera y propia no existe y la que por algún tiempo tuvo esa pretensión no era sino un mosaico y una mezcla de ideas y métodos del socialismo y del anarquismo), y mejor sería decir el movimiento sindical revolucionario, aparece ciertamente como el más adecuado para secundar un movimiento general idealista, es decir para ser el instrumento de aplicación de una fuerza ideal sobre el campo económico. Desde este punto de vista los anarquistas, por ejemplo, lo consideran como un importante coeficiente de sus luchas, como medio y terreno indispensable para atraer a las luchas por sus ideales a las grandes masas proletarias.

Pero él sigue siendo el medio y no el agente, acción particular y no general, inspirado en las exigencias de las utilidades inmediatas y de clase y no por un programa de futuro y universal; no posee por lo tanto el predominante carácter humanista del ideal que se inspira en principios generales superiores.

Fue un ideal, además de religión — y el ideal es siempre un poco de religión — el cristianismo primitivo cuyas predicaciones evangélicas se dirigían a todos los hombres. Fue un ideal el principio de igualdad que animó a la revolución francesa, cuya «declaración de los derechos del hombre y del ciudadano» no se detuvo en los confines de las naciones, sino que hizo un llamado a todos los pueblos de la tierra. El mismo patriotismo que animó las revoluciones de la primera mitad del siglo pasado, en cuanto reivindicaba la independencia de todas las patrias y la libertad de todas las naciones, fue humano e «internacionalista»: por la independencia griega combatieron franceses, ingleses y alemanes; por la independencia polaca acudieron a batirse hombres de casi todos los países. Y es sabido que los patriotas italianos bañaron con su sangre todas las tierras en las que se luchara por la libertad de una patria: en Polonia, en España, en Grecia, en Servia, en Francia, en América…

Pero en cuanto el Cristianismo devino religión del Estado y poco a poco separó su causa de la de los oprimidos, cuando la Marsellesa llegó a ser el himno del imperialismo conquistador francés, cuando cada patriotismo se encerró en el charco de su propio patriotismo y se transformó en egoísmo nacional; y los principios que animaron a estas tres grandes revoluciones históricas se fraccionaron y vinieron a ser bandera particular de una casta, de una clase o de una nación, su fuerza ideal murió. No constituyeron ya más un ideal, justamente porque el ideal no soporta los límites de los confines nacionales, separaciones de casta o de clase, pues para ser «ideal» necesita dirigirse a todos, de modo que todas las mentes y todos los corazones tengan la posibilidad de abrazarlo, y que a ninguno deba se forzosamente extraño.

El ideal que se ha recogido, en la segunda mitad del siglo XIX, la herencia de los principios universales de la revolución cristiana (en la cual va incluida la revolución del protestantismo), de la revolución de 1789-93 y de la revolución patriótica de 1851-60, es el socialismo, entendido no como un particular programa de los partidos políticos, que han conseguido monopolizar el nombre, sino en el sentido más vasto de lucha y movimiento internacional por la emancipación integral del individuo y de la colectividad de todas las explotaciones y de todas las dominaciones en todos los países.

Aunque se haya insistido tanto en dar al socialismo un carácter exclusivo de reivindicación de una sola clase, es sin embargo siempre como ideal, aspiración de los hombres de todas las clases, que ejerce su mayor fascinación.

Por el impulso de las necesidades y de los sufrimientos el mayor número de los adherentes al socialismo lo da naturalmente la clase desheredada, que es la que más tiene que esperar de un cambio social. Pero eso no basta para dar al socialismo un carácter exclusivo de clase; que si bastase no se explicaría por qué la mayor parte de los teóricos, apóstoles, jefes, agitadores, expositores, etc., del socialismo de todas las corrientes hayan salido de las clases acomodadas; no se explicaría por qué tantos de aquellos salidos de las clases oprimidas y obreras se hayan pasado al enemigo apenas tuvieron la posibilidad, traicionando la propia fe y la propia clase.

El socialismo es entonces, y sobre todo, un ideal humano y universal. Si perdiera ese carácter cesaría de ser un ideal y se encaminaría rápidamente hacia la muerte. Una demostración de hecho nos ha dado la tentativa de aplicación práctica y política del socialismo que en Rusia ha tomado el nombre de bolchevismo (comunismo de Estado), que del socialismo no conserva más que el nombre.

En Rusia, el «comunismo» no ha hecho sino sustituir la dominación de los representantes de una clase y de un partido, a los representantes de otra clase y de otro partido; y además se ha transformado en política de un Estado sobre los mismos planos de la economía capitalista y de la diplomacia militarista e imperialista. El comunismo contradice y reniega así su mismo significado etimológico e histórico y pierde su carácter de «ideal» humano, para no ser más que la fórmula, la razón comercial, el título político de los intereses de una nueva clase dominante, de un gobierno, del Estado de una sola nación, contra la clase todavía sujeta y explotada en Rusia, y motivo de desconfianza o de hostilidad creciente por parte de todos los otros pueblos.

Para tornar al socialismo, que es los que más nos interesa porque es el ideal vivo y en actividad en el actual período histórico, digamos entonces que ello implica ciertamente una de las más importantes funciones a través y por medio de las luchas de clases, pero no es la lucha de clases, si bien (para repetirlo con las palabras ya citadas de Colucci), «la domina, la envuelve, la dirige, la modera y la coordina a su fin único y a su complexo idealista». En cierto sentido podría decirse que la crea.

Y ahora, después de todo eso, ¿qué puede significar el llamado «tornemos al ideal», tímidamente expresado por algunos antes de la guerra, y lanzado a grandes voces por tantos, después de la tremenda crisis estallada en 1914? Quiere decir en sustancia, tornemos al ideal del socialismo. Pero puesto que desde 1870 en adelante el socialismo se ha dividido en tantas corrientes diversas y opuestas, ¿cuál es el socialismo que más merece el nombre nobilísimo de «ideal» y que está más vecino a la verdad, que más responde a las aspiraciones de los pueblos, después del vendaval de las derrotas y de las desilusiones sufridas en los últimos diez años de dolor y de tragedia?

Los pueblos están hoy sumamente fatigados. Primero la guerra con sus torrentes de sangre y su cortejo de hambre y de muerte; luego la repentina y febril esperanza de liberación con sus convulsiones y sus tentativas desesperadas; más tarde aún las represiones liberticidas y las tremendas crisis políticas y económicas; todo eso ha agorado las energías populares en todos los países; y de este marasmo se está aprovechando la oligarquía financiera y estatal para apretar los frenos y consolidar su dominación. Pero las mentes no han cesado de vibrar ni los corazones de latir: y pensamientos y sentimientos se van reuniendo en torno a nuevas aspiraciones, por un nuevo impulso hacia delante de la civilización humana.

¿Cuál es el ideal que más puede colmar la aspiración eterna a una más elevada civilización, a un más amplio progreso? No hay más que una respuesta: el socialismo. ¿Y cuál socialismo? Aquel que más fiel a su origen ideal se conservó, que menos se desvió y se degeneró, que menos transó oportunistamente con las mudables necesidades contingentes de tiempo y de lugar, que más íntegro se conservó, aunque hasta el nombre le haya sido arrebatado.

En este sentido «retorno al ideal» significa retorno a las ideas que fueron elaboradas en el seno de la primera Asociación Internacional de los Trabajadores: ideas que fueron una continuación, una deducción lógica, de los anteriores movimientos progresistas, como las comunas, el renacimiento, la reforma, la revolución francesa, el 48, etc.; ideas generales y humanas de igualdad, de fraternidad, de paz, de justicia y de libertad, no ya entendidas en un sentido particularista y limitado, sino en su significado integral de liberación y de todas las individualidades y colectividades humanas de todas las formas de esclavitud política, económica y espiritual.

Especialmente después que la concepción autoritaria y estatal del socialismo y de la revolución ha fracasado, sea como método legalitario deshaciéndose al contacto de la realidad de la guerra de 1914, sea como realización revolucionaria, en su expresión democrática en Germania y en su expresión dictatorial en Rusia, el retorno a las fuentes ideales del socialismo no puede ser interpretado sino como un reconocimiento de las razones ideales del anarquismo, sea como tendencia del espíritu, sea como programa realizable y realizador.

La anarquía es ahora la fórmula del progreso del siglo XX, como lucha contra el pasado y como conquista del porvenir.

Sería muy largo demostrar aquí por qué los anarquistas son los que más fieles se han conservado, en la letra y en el espíritu, a la tradición y a las ideas del socialismo de la primera Internacional. Cuando, haciendo abstracción de la práctica del momento, la Internacional quiere anticipar el porvenir y dar un objetivo finalista a sus luchas, levantarse hacia un programa ideal, ese programa fue anárquico tanto en las deliberaciones de sus congresos como en las afirmaciones de sus más celebres exponentes: de Marx a Bakunin, de Reclus a Engels, de Blanqui a Malon, de Cafiero a De Paepe, a Costa, a Brouse, a Guesde, etc., etc.

Algunos cambiaron o precisaron luego en sentido diverso sus ideas; pero al principio, en su origen, todos, aunque fuera por breves instantes, estuvieron concordes en afirmar la finalidad anárquica del movimiento socialista.

Aunque conservándose hasta el fin relativamente imparcial entre las varias corrientes que la dividían, y que conservaron todas el derecho de ciudadanía con iguales deberes y derechos, en su mayoría la Internacional, especialmente desde 1868 en adelante, se orientó siempre más hacia el socialismo libertario. Fue así cómo los últimos congresos parecieron verdaderos y propios congresos anarquistas, culminando hacia 1880 con la definitiva separación de las dos corrientes del socialismo ─ la democrática y la anarquista ─ cada una de las cuales tenía ya su fisonomía propia y constituía un movimiento autónomo e independiente el uno del otro.

La corriente social democrática y autoritaria llegó muy pronto, a través del parlamentarismo, a olvidar y hacer olvidar sus orígenes. En cambio la corriente antiestatal y libertaria conservó intactas las afirmaciones teóricas e ideológicas de la Internacional, o las desarrolló siguiendo la trayectoria de partida, a excepción de algunas facciones de poco relieve que, a través del individualismo, condujeron a quienes tenían prisa de saciar sus «necesidades» y de «vivir su vida» a desconocer el nexo inquebrantable entre el individuo y la sociedad y a renegar por lo tanto en un sentido opuesto las razones ideales del anarquismo.

Retornar al ideal del socialismo significa entonces aceptar sin temor la lógica conclusión anarquista, lo que Pietro Gori llamó «el coronamiento político del socialismo», la socialización de la libertad (permítasenos la expresión) como complemento y garantía de la socialización de la propiedad. El ideal anárquico resuelve en efecto el doble problema del bienestar y de la libertad para todos, propugnando una organización social sobre la base de la solidaridad y del mutuo apoyo, por medio de asociaciones voluntarias de «productores trabajadores» para la producción, el cambio, los servicios públicos y la distribución, que aseguren a cada uno y a todos la satisfacción de las necesidades materiales, intelectuales y morales y en ausencia de todo poder coercitivo, la aplicación de la máxima libertad individual y colectiva.

He aquí por qué desde el fin de la Internacional (1880) en adelante, todo movimiento realmente socialista y revolucionario, que de tiempo en tiempo se ha determinado y estallado espantando a los privilegiados y a los dominadores y reanimando a los desheredados y oprimidos, a tenido como consciente o inconsciente móvil de acción la tendencia anárquica o al anarquismo se acercó.

El mismo sindicalismo revolucionario, que naufragó al pretender sustituirse a los partidos de ideas o se acomodó a nuevas doctrinas, y se replegó nuevamente hacia el reformismo y el oportunismo cuando el error del propio unilateralismo económico y obrerista maduró sus últimos frutos amargos (me refiero aquí especialmente a la Confederación General del Trabajo francesa, terminada tan lastimeramente con la guerra), en su origen y hasta que no rebasó los límites y funciones de «método revolucionario y libertario de acción y organización sindical», y como tal tuvo un hermoso período de esplendor y de éxito, apareció de tal modo saturado de anarquismo que muchos, y fue otro error, lo creyeron la misma cosa que la anarquía y pensaron que pudiese sustituirla.

Era en los tiempos en que Goerge Sorel veía en el anarquista Pelloutier «un gran servidor del pueblo» y en los anarquistas, a quienes habían demostrado con los hechos, entrando en los sindicatos, que «se puede actuar, organizar a los obreros y hacer cosas prácticas excelentes en el presente y plenas de porvenir, sin degenerar».[2]

«La síntesis social que la sociedad burguesa ha roto — escribía Arturo Labriola — separando al hombre del ciudadano, el sindicato trata de reconstruirla… con una serie de esfuerzos constantes. El resultado de todos estos esfuerzos es la recompensa de aquella síntesis social… que instaura el gobierno autónomo de la producción, es decir aquella organización social que todos los socialistas desde Proudhon a Marx han llamado anarquía».[3]

Cada vez, en suma, que se ha querido remontar de la práctica a la doctrina, de lo particular a lo general, de las ideas contingentes a un ideal de progreso humano en perpetuo devenir, siempre se ha llegado a conclusiones anárquicas. Aun sin saberlo, sin conocerse uno a otro, sin habérselo propuesto, y partiendo de los más diversos puntos de vista, desarrollando sus ideas en los campos de investigación más apartados, una infinidad de pensadores y hombres de ciencia, de apóstoles y de hombres de acción, han arribado concordantemente a este resultado, que ya J. G. Fitche anticipaba en 1794, mientras la revolución francesa, alcanzando el ápice de la parábola ascendente, comenzaba su rápida y trágica caída: que el progreso humano avanza con un constante disminuir de la autoridad estatal y con un paralelo aumento de la libertad individual y colectiva.

«El punto señalado sobre la línea de la evolución trazada al género humano es aquel en el cual todas las organizaciones estatales serán superfluas. Es el momento en que, en lugar de la fuerza o de la astucia, la razón será reconocida universalmente como supremo juez… Mientras no llegue ese momento no podremos tampoco llamarnos verdaderos hombres».[4] La palabra «anarquía» no había sido pronunciada aún, pero la idea estaba ya en camino. La idea de libertad desde que logró su tentativa de realizarse políticamente a través de la democratización del Estado, aun antes de hallar en el socialismo la vía de salir seriamente de las abstracciones resolviendo el problema de la miseria, era ya tendencialmente una aspiración anárquica.

¡Cuántos de aquellos que, en estos últimos cien años, en le ramo especial de su ciencia o en el campo particular de su propia actividad, han cooperado con el pensamiento y con la acción a extirpar hasta las más pequeñas y casi invisibles raíces del principio de autoridad y contribuido aunque sea mínimamente a extender el radio de expansión de la libertad, cuántos de ellos quedarían maravillados y hasta sin duda indignados si se les dijera que han trabajado por la anarquía!

Pero sería grave error concluir de todo eso que el porvenir del progreso humano sea una cosa tan segura y fatal como el curso de un río que va inevitablemente hacia la desembocadura y no puede detenerse ni remontar hacia las fuentes.

Los sucesos humanos no siguen una línea constante ni obedecen a una ley siempre igual de desarrollo. No tienen una lógica a la cual estén forzosamente subordinados, o tienen sólo aquella lógica que los hombres deducen después que los hechos se han producido. En los hechos humanos, hay un elemento, un factor imponderable pero importantísimo, que turba, acelera, retarda o detiene su marcha: la voluntad. La piedra que cae no puede escapar a la ley elemental de la caída de los cuerpos; el hombre en cambio, no obstante estar sujeto a las mismas leyes naturales, puede por obra de su voluntad servirse de una ley natural contraponiéndola a otra y anular prácticamente sus efectos u obtenerlos diversos, u opuestos también, a aquellos que se habrían producido sin la intervención de la voluntad humana.

Si, pues, las relaciones entre el hombre y las cosas inanimadas están siempre sujetas a leyes que pueden en cierto modo hacer prever los desarrollos posibles, las relaciones entre hombre y hombre, entre colectividad y colectividad de seres más o menos «voluntaristas», escapan a todo determinismo apriorístico, a todo fatalismo, a todo automatismo. Cuando con tal motivo se habla de inevitabilidad, de «lógica de las cosas», etc., se trata de simples modos de ver, o si no de relaciones limitadísimas y de breve duración, y sobre todo de una ilusión de nuestra mente, que tiene por fatales ciertos hechos acaecidos sólo porque han ocurrido o cree inevitables otros hechos todavía no acaecidos sólo porque desea que ocurran.

El progreso humano hacia una siempre mayor libertad y un mayor bienestar de los pueblos es, pues, sobre todo, un deseo nuestro, algo que nosotros queremos y no un beneficio que nos viene naturalmente como las flores en primavera y los frutos en otoño. Y si hay gente que quiera lo contrario, y lo quiera más fuertemente que nosotros, y no hallamos en nosotros mismos la fuerza, la habilidad, la ciencia y el impulso para combatirla y vencerla, todo progreso puede venir a menos, transformarse en regreso y desmentir todas las más grandes aspiraciones humanas.

Una ley fatal del «progreso indefinido», que era casi una fe para los positivistas del siglo pasado, no existe. «No todas las revoluciones son fatalmente un progreso, como no todas las evoluciones están siempre orientadas hacia la justicia».[5] La historia humana procede por acciones, reacciones y revoluciones, sin lógica y norma constante, justamente por la intervención de la voluntad, del juego de las voluntades opuestas, cuyos resultados son a menudo de los más ilógicos que se hubiera podido imaginar, sea en buen o en mal sentido. Pero eso no debe hacernos escépticos. Al contrario, debe inspirarnos mayor confianza en nosotros mismos, enseñándonos que, cuando se quiere una cosa, no nos debemos detener a los primeros pasos ante una aparente sinrazón.

El progreso no se producirá, o se producirá en sentido distinto y tal vez opuesto de lo que nosotros llamamos progreso ─ es decir, hacia un régimen de mayor sujeción, esclavitud y miseria para la mayoría ─ si aquellos que desean el progreso en sentido libertario e igualitario no se lo labran con sus propias manos, no lo apresuran con sus esfuerzos conscientes y asociados, con su sacrificio y el riesgo de sus vidas.

El ideal humano que responde a las necesidades y a las más hondas aspiraciones del hombre a la paz en la fraternidad, al bienestar en el trabajo, a la libertad en el apoyo mutuo, a la justicia en la igualdad, al amor en la devoción recíproca ─ ideal que, a través de la evolución del pensamiento y el movimiento de los hechos sociales, ha terminado por concretarse en el programa de la **anarquía ─ este ideal espera de los hombres su traducción en la realidad. Permanecerá una utopía mientras los hombres, o un número suficiente de hombres, no la quieran o se limiten a soñarla como una posibilidad muy lejana.

La realización de la anarquía será, en cambio, un hecho cumplido, aun para una colectividad y sobre territorios relativamente limitados, si ha sabido traducirse en fe ardiente, vale decir, en voluntad firme y decidida de alcanzarla, en el corazón y en la inteligencia de un número de hombres bastante esforzados para libertarse primero, y para proveer después con el trabajo a la producción necesaria a la propia vida como a defender a la nueva sociedad contra los asaltos externos con sus propias fuerzas.

[1] Se refiere a la del 14-18.

[2] Prólogo a la «Historia de las Bolsas de Trabajo», de F. Pelloutier.

[3] A. Labriola: «Reforma y Revolución Social».

[4] J. G. Fitcher: «Sobre la misión del sabio».

[5] Elisée Reclus: Evolución, revolución e ideal anarquista.