“Crítica revolucionaria” – Luigi Fabbri (libro)

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Varias veces, unas directa, otras indirectamente, hemos hablado de la crisis que sufre actualmente el movimiento revolucionario. Se equivocaría quien se descorazonara demasiado y se cruzara de brazos, en actitud fatalista, en espera de que pase esta hora gris. Aun dentro de los períodos menos confortables de la evolución social, hay un deber que cumplir por los hombres de fe y de voluntad, un trabajo de demolición y de siembra que efectuar. Ciertamente que es desconfortante, para el que vive de la lucha y sobre el terreno de la lucha brega años y años, sentir el vacío en torno suyo y ver como triunfa a su alrededor la corrupción más descarada, la degeneración más intensa y el escepticismo egoísta más insultante, todo ello envuelto en un mar de retórica y de verbalismo sin sinceridad y sin la menor sombra de ideal.

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Luigi Fabbri – “Crítica Revolucionaria: seleccion de textos”

Digitalización de la KCL. Traducción de Guillermo Kult.

  
PERÍODOS DE CRISIS
Varias veces, unas directa, otras indirectamente, hemos hablado de la crisis que sufre actualmente el movimiento revolucionario.
Se equivocaría quien se descorazonara demasiado y se cruzara de brazos, en actitud fatalista, en espera de que pase esta hora gris. Aun dentro de los períodos menos confortables de la evolución social, hay un deber que cumplir por los hombres de fe y de voluntad, un trabajo de demolición y de siembra que efectuar. Ciertamente que es desconfortante, para el que vive de la lucha y sobre el terreno de la lucha brega años y años, sentir el vacío en torno suyo y ver como triunfa a su alrededor la corrupción más descarada, la degeneración más intensa y el escepticismo egoísta más insultante, todo ello envuelto en un mar de retórica y de verbalismo sin sinceridad y sin la menor sombra de ideal.
Sin embargo, es necesario resistir a esta malsana corriente. Y en esta resistencia es necesario tener un propósito de lucha bien claro, un objetivo hacia el que dirigirse, por lejano que sea, juntamente con la tenacidad de aferrarse desesperadamente al propio ideal, para no ceder, para dejar pasar el flujo de los sucesos que no nos satisfacen, que repugnan a nuestra conciencia, que quisieran extinguir en nosotros la llama de la esperanza en el porvenir.
Nuestro ánimo oscila de continuo entre un excesivo optimismo y un pesimismo igualmente excesivo. Para evitar el escollo de estos dos extremos, en los que podría estrellarse toda nuestra obra, es necesarios saber mirar las cosas desde un punto de vista lo más elevado posible y no fosilizarse en la visión exclusiva de las vicisitudes del propio partido, de la propia capilla, de la propia facción. Ciertamente, entre los anarquistas existe esta tendencia perniciosa a aislarse del mundo, o no ver más allá de lo que ocurre fuera del estrecho cerco del movimiento anarquista que podríamos llamar oficial, que lleva el nombre y el vestido exterior del anarquismo.
De aquí los descorazonamientos repentinos ante los fracasos y las discordias; de aquí las esperanzas exaltadoras ante algún exterior simpático e impresionante. Muchos anarquistas no se dan cuenta de que todo el mundo pesa sobre nosotros, determinando, modificando y neutralizando nuestra obra, hasta tal punto que los éxitos les parecen un mérito exclusivo nuestro y los fracasos la consecuencia de no se sabe qué maldad nuestra o ajena. La verdad es que nosotros no podemos sustraernos al ambiente que nos rodea, y si en cierta parte nuestras deficiencias tienen su importancia -razón por la cual debemos procurar siempre irnos mejorando-, es preciso percatarse de que la crisis de nuestro específico movimiento obedece también, y muy especialmente, a la repercusión de toda la crisis que trastorna el mundo contemporáneo, tanto en la esfera del pensamiento como en la de la acción.
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¿Quién no recuerda, hace de esto unos veinticinco años, la seguridad confiada con que pensábamos en la ANARQUÍA, como si fuera algo demostrable a modo de teorema geométrico? Toda la filosofía científica, o la ciencia filosófica si así se prefiere, se puso a contribución para demostrar, como dos y dos son cuatro, que la autoridad es un mal, que la propiedad es un robo y que el comunismo era posible. La astronomía y la geología, la fisiología y la biología, el materialismo y el positivismo, todo lo que se puede saber, en suma, nos servía para demoler la sociedad burguesa. Además, en ayuda nuestra venía la literatura verista…
¿Fue un paso necesario o fue una infatuación perniciosa? Es inútil discutirlo. Tal vez fue algo bueno y algo malo a la vez. Bueno, por todo lo que del viejo religiosismo fue cancelado en una generación surgida entre el florecimiento de los falsos idealistas burgueses; malo, por la tendencia a tomar por verdad demostrada e indiscutible lo que en el campo científico no era más que hipótesis, hipótesis más razonable, más probable, más humana que las hipótesis metafísicas de los idólatras y de los adoradores del Estado. Sea como sea, hoy que la revisión científica y la crítica filosófica han demolido más de una de aquellas certidumbres científicas de que tanto nos valíamos, tenemos el deber de preguntarnos: ¿tiene por esto la ANARQUÍA menos razón de ser?
Por nuestra parte respondemos: No. La ANARQUÍA queda, porque subsisten las condiciones de hecho que nos hacen detestar y combatir la autoridad estatal y la explotación capitalista. La ANARQUÍA no se ha casado con ningún dogma científico; de las varias hipótesis de la ciencia, se sirve como de armas demoledoras que arroja lejos de sí en seguida que las considera inservibles. La revolución que desean apresurar los anarquistas no está subordinada a ningún apriorismo científico, sino solamente a la necesidad, a la fuerza que la obstaculiza, mientras esta fuerza no sea posible vencerla. Nosotros no creemos que la ciencia pueda hacer quiebra, pero si así fuera… tanto peor para ella; no por esto la opresión y la explotación dejarían de ser hechos reales contra los cuales sentiríamos, lo mismo de un modo que de otro, la necesidad de rebelarnos, hasta que desaparezcan, hasta lograr su completa desaparición. De aquí la perenne juventud del espíritu de rebeldía y, por tanto, de la ANARQUÍA.
Es corriente, hoy, combatir a la ciencia como si fuera una mala mujer que no mantuviera sus promesas. La verdad es que la ciencia no nos ha prometido nada, sea lo que sea lo que nosotros hayamos dicho en el ardor entusiasta de nuestra propaganda. Por eso no hacemos coro a los que denigran. La crisis que la ciencia atraviesa no es cosa nueva: la ciencia está perpetuamente en crisis. Ciertamente, tal crisis no perjudica, aunque todo período crítico lleva consigo una perturbación a aquellos que hablan hecho hincapié en ciertas hipótesis.
En el mundo del pensamiento contemporáneo, nosotros debemos encontrar precisamente una perturbación general, una crisis que tiene su repercusión sobre el pensamiento anarquista, como en cualquier otro campo de ideas y de vida social. Ninguna de las afirmaciones actuales de la filosofía y de la ciencia nos satisface por completo ni vence nuestras dudas; ninguna de ellas, mientras deshace una hipótesis vieja, nos muestra nuevas sombras que deseen la luz, ni nos hace entrever nuevos peligros para la causa de la emancipación del espíritu humano. Podríamos afirmar que el actual renacimiento idealista responde también a una necesidad de nuestro ánimo, al que tampoco lo dejaba satisfecho el árido positivismo. Pero, entretanto, nos perturba la visión de un probable peligro, el cual puede originarse de que las tendencias idealistas nos empujen demasiado hacia un espiritualismo que forje nuevas cadenas y nuevos dogmas, obstáculos renacientes puestos a la liberación suprema del hombre de todas las opresiones tanto morales como materiales.
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A esta crisis espiritual, se agrega otra, más material, más baja, en el mundo político y económico más cercano a nosotros.
Nos hablemos de la burguesía, esa vieja y fea cortesana que en su tiempo venció en nombre de grandes ideales y que hoy reniega de todo su pasado y vive en continua contradicción entre sus palabras y sus actos, por no tener más actividad que la de atraer hacia dentro de su órbita corruptora, bajo el manto de la democracia, las energías vivas del proletariado, reduciéndolo todo a una cuestión de compraventa a base de dinero, todo, ideas y conciencias, partidos e individuos. Hubo un tiempo en que nos forjamos la ilusión de que la burguesía estaba moribunda, y ahora nos damos cuenta de que revive, más suciamente, sí, pero también más fuerte, como aquel personaje de Balzac que de tanto en tanto se apropiaba la fuerza vital de la juventud viril, de un modo parecido a como puede encenderse una lámpara apagada con el aceite que se extrae de otra, cuya llama entonces se extingue.
La burguesía mata de este mismo modo toda idea nueva y todo partido de vanguardia, absorbiendo sus mejores fuerzas e identificándoselas. Y esto continuará mientras la revolución no interrumpa de una vez para siempre la obra de la explotación, y no sólo de la explotación del trabajo, sino también de las energías, de las idealidades, de los entusiasmos de aquellos que se dicen y se han creído durante mucho tiempo enemigos de las instituciones actuales.
No hablemos, repito, de la burguesía. Consideremos solamente la crisis por que atraviesan los partidos, las fracciones y las organizaciones de que esperábamos tantas cosas no hace aún mucho tiempo.
Había antaño un partido republicano, adversario nuestro, claro está, pero del cual se podía esperar una función útil para derribar de nuestro camino, por lo menos, el primer obstáculo, el del privilegio dinástico. Pero hételo, a este partido, hogaño, ahogándose por completo en las aguas estancadas del parlamentarismo, aliado a la burguesía más conservadora; su único acto hostil consiste en votar… alguna que otra vez, contra un ministerio.
Había un partido socialista… Pero observemos como este partido ha sido conquistado, en absoluto, por los poderes capitalistas y gubernativos; como ha sido convertido en uno de los puntales más eficaces de lo actual. La última página de la historia parlamentaria del partido socialista es de lo que más oprobio que pueda imaginarse, oprobio que, a pasar de su importancia, no ha dado lugar a la protesta enérgica y consciente de las masas.
Si dirigimos la mirada a otro lado, veremos a los pigmeos del sindicalismo politicante ávidos de éxito; rabiosos porque no pueden llegar, contra aquellos que ya han llegado a la meta personal que se propusieron, señalando al proletariado, bajo nombres nuevos, un camino viejo, el camino de un reformismo que comienza allí donde termina el viejo reformismo: un reformismo de un fondo utilitario desvergonzado, que no deja de ser tal porque sea de clase.
Y agreguemos, para completar el cuadro, el movimiento de repercusión del proletariado, el sindicalismo económico que se desarrolla en el ambiente de las organizaciones obreras, acaso más puro, pero no menos inseguro en sus finalidades, no menos preñado de peligros para el porvenir. ¿Quién nos dirá, entre los partidarios de la organización obrera, y lo somos nosotros también, el buen camino que ésta debería seguir? Teorías no faltan. Acaso las hay con exceso, pero ante el acto práctico las teorías más revolucionarias ceden el puesto a los hechos más reformistas, a los acomodamientos más humillantes, a las genuflexiones más dolorosas. Las últimas huelgas campesinas y ciudadanas nos dan fe de este aserto.
Confesemos que esta situación embarazosa no puede inculparse a unos pocos directores. Sería demasiado cómodo creerlo así. El egoísmo y la maldad de algunos puede tener gran parte en ello; pero no nos ocultemos que hechos tan generales tienen sus determinantes en causas más vastas e impersonales. La verdad es que estamos dando vueltas en un círculo vicioso que sólo una revolución puede romperlo, y que cuanto más nos dejemos llevar por los acontecimientos, aguantando la realidad actual, más la revolución se aleja y se hace difícil.
¿Podía ser el anarquismo lo único que escapara de esta especie de gravitación universal hacia la crisis? No, ciertamente. El anarquismo quiere la lucha, para vivir; y la calma, si no lo mata, por los menos la amodorra. Así se explica, en gran parte, la inercia de muchos de sus adeptos, como asimismo cierta inquietud acre formada por las polémicas y las luchas intestinas. No pudiendo devorar al adversario, el anarquismo se da mordiscos a sí propio, con una especie de sádica voluptuosidad. ¡Ah! Si la tempestad purificadora estallara, entonces sí, como dice la sentencia bíblica, los últimos serían los primeros. La desaparecida falange anárquica, asfixiada por el ambiente que anula al mayor número y que excita malsanamente a los pocos que son enérgicos, se volvería entonces el eje de la situación, sería la triunfadora en la lucha desencadenada contra el viejo mundo.
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Mas, ¿qué hacer entretanto? ¿Esperar tranquilamente que llegue la hora buena? No. Esa hora no llegaría nunca si no nos cuidáramos de prepararla. ¿Encerrarse cada uno y todos en la torre de marfil de nuestras aspiraciones, de nuestros odios y de nuestros amores? No. En el encierro de nuestro sueño de rebeldía y de liberación nos faltaría la fuerza popular, sin la cual no hay revolución ni liberación posibles. ¿Seguir y servir a las masas en su vida a ras de tierra, vida de pequeñas rebeliones y de sucesivos acomodamientos? No. La acción de las grandes masas es siempre excesivamente utilitaria y hasta cuando parece ser rebelde tiende a adaptarse a lo menos malo del ambiente, sin modificarlo.
¿Qué hacer, pues? Es muy difícil resolver ese problema. Por nuestra parte, no tenemos la pretensión de confeccionar ningún específico milagroso que cure la malsana vida social. Pero el decreto del problema nos parece que se encierra, en absoluto, en la rebeldía perenne contra la realidad, en la negación de la realidad vil que o nos aplasta o nos absorbe; rebeldía de pensamiento y de acción a la vez, individual y colectiva, que no se aísla de la masa en nombre de la hipótesis individualista, pero que tampoco se deja arrastrar ni anular por las mayorías demasiado deseosas de equilibrio en nombre de un derecho igualmente hipotético de las colectividades. Tener contacto con la multitud, sin la cual no puede haber revolución, pero resistir a sus tendencias de acomodamiento a la realidad presente; y para poder resistir, mantenerse agarrados con toda la fuerza de los músculos a una bandera ideal propia, a una fe en el porvenir adquirida por uno mismo, sin dejarse zarandear de ningún modo por los aleteos del éxito inmediato, cuando éste no sea el éxito completo, la suprema victoria.
Los anarquistas podremos así vencer aun perdiendo, conservarnos aun cuando parezca que en ciertos momentos vamos a desaparecer, ya que nada tenemos que conquistar para nosotros, pues que somos un partido del porvenir, solamente del porvenir; un partido que en el seno de la sociedad burguesa no tiene un fin inmediato que realizar para sí, fuera del de negar, del de lucrar, del de rebelarse contra la fea realidad, del de ser y reservarse de ser en todo momento la protesta viva y activa, en todos los campos y aspectos, para la conquista de la libertar humana.
LA FUNCIÓN ANÁRQUICA EN LA REVOLUCIÓN
La revolución no es nuestros días como antes de 1914, una eventualidad de la que no corre prisa ocuparse. Hay muchas probabilidades de que la revolución sea pronto un hecho, y de aquí nace la necesidad imperiosa de que los anarquistas intentemos saber cuál es la función que debemos ejercer en ella, aunque, como es bastante probable, no tome la dirección precisa que nosotros quisiéramos.
Es muy fácil que en la mayor parte de las naciones de la Europa Occidental, una revolución, en estos momentos o en momentos bastante cercanos, estableciera una república que, por muchas tendencias sociales que tuviera, estaría muy lejos de asemejarse a un orden de cosas anárquico. ¿Deberemos por esta causa poner obstáculos a esa revolución, o deberá sernos indiferente por el hecho de que no podrá darnos todo lo que quisiéramos? No hay un solo anarquista que así lo piense, creemos. A nuestro juicio, bien contrario a tal actitud, deberemos tomar parte en esa revolución con todas nuestras energías, ya sea con el objeto inmediato de derribar todas las instituciones del privilegio y de la opresión que nos sea posible, o ya para aprovecharnos de la momentánea ausencia o debilidad de las instituciones gubernativas para reforzar nuestra posición de anarquistas, creando y multiplicando instituciones libres y voluntarias fundadas en el acuerdo mutuo que sean el punto de partida para una nueva acción y que representen y constituyan la defensa de la libertad en oposición al nuevo gobierno, cualquiera que fuera, que se constituya.
Si previendo que la solución más probable de la revolución fuera una república más o menos dictatorial o socialista, nosotros renunciáremos de antemano a nuestra función de anarquistas y nos adhiriéramos al movimiento y a la propaganda republicana o socialista dictatorial, nos convertiríamos en un inútil duplicado de otros partidos y nos cerraríamos de hecho el camino nuestro, dejaríamos de ser una fuerza independiente y quedaríamos absorbidos por los partidos gubernamentales de mañana. Si ésta fuera nuestra actitud, radicalmente equivocada, la revolución tomaría una dirección más autoritaria aun, y la ausencia de una oposición que la empujara más adelante, haría, claro está, que ésta fuera menos radical. En cambio, aunque de la revolución surja un gobierno cualquiera, éste será tanto menos agresivo, y nos tendrá que dar tantas mayores libertades, cuanto más imbuido esté de espíritu igualitario, cuanto más haya en el país fuerzas de oposición ultrarrevolucionarias y libertarias, cuantos más numerosos sean los núcleos, las asociaciones y las instituciones que reivindiquen la libertad de administrar por sí mismos sus propios intereses y de organizar con iguales libertades las propias relaciones con la restante sociedad.
Se nos dice que esta oposición al poder de mañana podría favorecer las tentativas contrarrevolucionarias del interior y del exterior y debilitar la posición general de la revolución. Decir esto significa desconocer el carácter y el espíritu de la oposición antigubernamental anárquica. Por otra parte, la ausencia de una oposición al gobierno podría muy bien provocar en él una mayor degeneración, hasta el punto de que el mismo gobierno fuera el que se convirtiera en centro de la temida contrarrevolución. Mas aunque así no sucediera, se debe comprender que la oposición anarquista se movería siempre en un sentido más revolucionario, es decir, en un sentido a combatir con mayor energía e intransigencia los residuos que quedaran del pasado, en lugar de favorecerlos. Precisamente esta oposición es la que podría dar un concurso más activo -y en la oposición es donde este concurso sería más seguro e inevitable- para combatir, en el terreno de la acción, de acuerdo con las demás fuerzas revolucionarias de otros objetivos, cualquier tentativa reaccionaria o burguesa del exterior o del interior.
Se suele decir entre los anarquistas, ya desde tiempos de Bakunin, que la revolución será anárquica o no será revolución. Pero hay quien entiende esta fórmula de modo erróneo, de un modo que podría concretarse en estas palabras: o la revolución se encaminará hacia la ANARQUÍA o, en caso contrario, no queremos saber nada de ella. Y esto no es lógico. Bakunin quería decir que, para tener éxito, la revolución necesita que se desaten todas las fuerzas latentes en el pueblo, sin frenos ni coerciones, en todas partes y en todos los sentidos. De hecho, así es de prever que ocurra en el primer momento insurreccional. Si se perdiera demasiado tiempo ordenando, controlando, etc.; si en todas partes se esperaran órdenes de los jefes o de un centro, es casi seguro que la reacción ganaría la partida. El triunfo de la revolución será más indudable si la iniciativa revolucionaria se desarrolla voluntariamente en todas partes, si ataca directamente los organismos autoritarios y, una vez que éstos hayan sido abatidos, se pasa a la expropiación, a tratar de que la propiedad privada pase a ser común.
Concurrirán en la revolución y podrán también ser útiles, las fuerzas organizadas, ordenadas, movidas por este o aquel centro, guiadas por jefes, etcétera; pero estas fuerzas solas serían insuficientes y llegarían siempre demasiado tarde, si la primera acción anárquica, más o menos indisciplinada formalmente, pero unánime por una disciplina interior más sólida, porque estará formada por una unidad de tendencias, no hubiera vencido las primeras resistencias, desembarazando el terreno de operaciones, e impedido, con el asalto imprevisto y en todos los puntos, a las fuerzas enemigas, el poder reunirse, concertarse y coaligarse. Aun en este sentido, pues, la acción anárquica -entendida, no solamente en el significado del partido, sino en su más amplia y general acepción-, tiene una función imprescindible que, si renunciáramos a ella, para incorporarnos en una especie de ejército con sus cuadros, esperando órdenes de jefes y centros, tal vez renunciaríamos también a la victoria.
La revolución, por lo tanto, aunque no sea anarquista en el sentido que quisiéramos, no dejará de ser una revolución y no hay razón alguna que nos impida tomar parte en ella. De todos modos, que sea más o menos anárquica, sólo de los anarquistas depende. Es muy cierto que cuanto más anárquica sea también más completa será y mayores probabilidades tendrá de vencer. Por lo cual es bien claro que la misión de los anarquistas consiste en imprimir a la revolución la dirección más anárquica posible, no el dejar de intervenir en ella porque tenga tendencias autoritarias.
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No cabe duda que es ésta una misión relativamente limitada ni de que, para llevarla a cabo, no tendremos fuerzas abundantes que nos permitan el lujo de dedicar unas cuantas a tareas que no son nuestras.
Es indudable que si faltan las condiciones necesarias para establecer un régimen anarquista, surgirá un gobierno cualquiera, más o menos revolucionario y que, por lo tanto, será preciso que algún grupo o partido asuma la obligación de gobernar. Pero el hacer esta suposición no quiere decir que los anarquistas asumamos tal obligación. No, de ningún modo. Si la grey humana tiene aún necesidad de pastores, que los escoja donde quiera. Pero nosotros, que no queremos pastores, tampoco debemos querer serlo. Sin duda, ni sabríamos serlo. Continuaremos, por consiguiente, combatiendo a los pastores y estaremos contra ellos en la medida que ellos mismos merezcan, tanto más hostilmente cuanto más les vamos propensos a adoptar el palo y las tijeras del esquilador. Ya desde el primer momento nosotros no queremos que se nos cuarte, ni que se nos pegue, ni que se nos esquile.
Claro es que no confundimos la autoridad coercitiva con la administración. La facultad de administrar será una de las cosas esenciales, inmediatamente, el mismo día o el siguiente al de la insurrección victoriosa. Pero, ¿qué será lo que dé derecho a tener esta facultad? No ciertamente el hecho de ser los individuos más salientes de un partido, ni tampoco la contingencia de ser nombrados diputados o comisarios del pueblo. Se trata de una facultad técnica que no es privilegio de gobernantes el ejercerla.
Nosotros no excluimos a los administradores técnicos, a condición de que éstos sean elegidos entre los interesados, condición principal para que sean competentes y administren según los pactos libremente estipulados entre los mismos interesados. Es decir, que se trata de delegación de de funciones, siempre revocables, y no de delegación de poderes. Mientras esto no sea posible, mientras, al contrario, ejerzan de administradores aquellos que puedan hacer la ley según la cual luego administren, o sea, mientras los administradores sean gobernantes, es evidente que no habrá ANARQUÍA. En tal caso, cuya posibilidad no excluimos, la función de los anarquistas consiste en hacer propaganda y luchar para que sea substituida la ley coercitiva por el libre acuerdo, pero de ningún modo en convertirse en administradores-gobernantes.
Ni siquiera actualmente, ello es fácil observarlo, los que administran, en el sentido práctico de la palabra, son los gobernantes. Mas bien, al contrario, éstos, dificultan la administración de los servicios y de la riqueza pública, mandan a los verdaderos administradores y desvían y hacen degenerar su misión en beneficio propio. ¿Acaso en los municipios la oficina del estado civil o de estadística tiene necesidad del delegado regio, del alcalde o del asesor para funcionar? ¿Acaso la industria o el comercio, los ferrocarriles, los correos y telégrafos, todos los servicios públicos, etc., están administradores por los gobiernos o por los ministros? Los verdaderos administrados son los funcionarios técnicos: dependientes, casi siempre desconocidos que, por lo que de útil y necesario hacen, ninguna ventaja tienen en ser funcionarios estatales; al contrario, les perjudica el servilismo en que han de desenvolverse que, por otra parte, entorpece sus servicios.
De igual modo, en la gestión de la riqueza privada, la función administrativa más útil, la única necesaria, no es ciertamente la de los accionistas, la de los propietarios y la de los banqueros, sino la del personal administrativo de cada servicio, de cada fábrica, de cada establecimiento, de cada empresa, estipendiado o asalariado, y no patrono. Ahora bien: ¿por qué no debería usufructuarse sus facilidades administrativas en modo libertario, sin sobreponerles órganos de coerción y de control, inútiles en la práctica cuando no nocivos?
Claro es que mientras los interesados, o por lo menos un número suficiente de ellos, no tengan una cierta consciencia de sus necesidades y del mejor modo de satisfacerlas, y de sus derechos y deberes, no será posible la ANARQUÍA. Pero esta consciencia no se les podrá formar mandándolo, imponiéndosela con la fuerza, sino creándoles nuevas condiciones que hagan posible la formación y desarrollo de tal consciencia. En la servidumbre no se forman hombres libres, fuera de pequeñas minorías; únicamente la libertad puede dar la consciencia libertaria a las grandes mayorías. Y he aquí porque es necesario que haya, durante y después de la revolución, un partido que combata principalmente por la libertad, que conquiste y defienda la mayor suma de libertad para todos.
Cierto que la libertas no es el único problema social importante y que nosotros no queremos de ningún modo dejar olvidados los demás. Pero es uno de los más importantes. Nos parece que es el que va después del del pan, que es el más importante de todos. Hasta se podría sostener que el problema de la libertad está en primera línea, si se piensa que el salariado es un forma de servidumbre y que, en sustancia, los patronos son los opresores, los enemigos de la libertad de los obreros a quienes explotan; si se piensa que, si tuviéramos libres de la opresión estatal, si el gobierno no nos impidiera toda libertad de movimiento, pronto nos habríamos desembarazados de cualquier otra opresión y resuelto todos los demás problemas. No sería difícil demostrar que cada problema social se reduce en último análisis a una cuestión de libertad, como procuró demostrar, hace ya algunos años, Sebastián Faure, en uno de sus más notables libros.
Pero esto importa poco. Volviendo al modo más común de entender el asunto, es verdad que hoy los hombres entienden poco su interés, pero para que lo entiendan sólo puede serles enseñado por la experiencia. Si en cambio se quiere que sean unos cuantos los que se preocupen y se cuiden de este interés de todos, ¿cómo se elegirán?; ¿quién los elegirá? Para los imbéciles y los ignorantes, también la ciencia será una tiranía, suele decirse. ¿Pero quién será el representante de la ciencia que pueda estar autorizado para imponer su tiranía? ¿Acaso basta la ciencia para que sean honrados los que la poseen, para hacerles desinteresados, para impedir que se sirvan de ella y del poder juntamente con el objeto de ocuparse solamente de su interés personal en perjuicio de la colectividad? Si hoy las verdades más evidentes de la ciencia no son aceptadas buenamente ni reconocidas por todos aquellos que más interés tienen en reconocerlas, no es por una innata malicia en ellos, sino por el modo como quisieran imponérselas, por las condiciones de ambiente, económicas y sociales, que les impiden comprenderlas o aceptarlas sin un cierto daño inmediato.
No basta, por ejemplo, que el médico y el arquitecto expresen el parecer de que la gente vaya a habitar casas higiénicas y limpias, para persuadir a las personas habituadas a vivir entre porquería a que cambien de casa. Primeramente es necesario construir las casas sanas y limpias; es necesario quitar a los señores el uso superfluo de las nueve décimas partes del espacio que ocupan sus palacios y sus villas, y entonces se verá como la pobre gente, hoy amontonada en los tugurios, no tendrá absolutamente ninguna dificultad en pasar a las nuevas habitaciones donde hallarían mayor comodidad y la posibilidad de vida y un mayor motivo para aprender a vivir menos descuidadamente y con mucha más limpieza. Para persuadirse de esto, basta visitar y comparar los barrios viejos donde la población obrera está demasiado aglomerada, con los barrios nuevos de muchas ciudades, constituidos por casas y casitas obreras construidas según las normas higiénicas y con las comodidades más modestas -sea por iniciativa privada, o cooperativa, o municipal- para ver en seguida como estas últimas señalan un inmenso progreso sobre las primeras en cuanto que sus habitaciones ofrecen ya un nivel más alto de civilización, de limpieza, de higiene y de orden.
No cabe duda de que, para la proyección de casas, deben ser propuestos los higienistas y los arquitectos y nos los inquilinos, y que al construirlas los albañiles siguieran los planos dados por el ingeniero y no las indicaciones del primer ignorante en esta materia que se presente. Suponer que la gente pretenda lo contrario, sólo por el hecho de que ya no haya gobierno, sería una tontería. En cualquier administración la capacidad técnica es la primera cualidad necesaria, pero esta cualidad no tiene nada que ver con la de gobernar, de mandar y de imponerse con la violencia o la amenaza.
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Pero el esfuerzo que debe hacerse es siempre el mismo: doble; o sea, desbaratar el orden de cosas actual; es decir, demoler las instituciones nocivas, cambiar el ambiente, para que los hombres a su vez puedan transformarse, y entretanto ir cambiando cuanto sea posible la mentalidad y la consciencia de la minoría más susceptible de ser influida por nuestra propaganda, a fin de que esta minoría adquiera la fuerza necesaria para dar el primer empujón a la barrera estatal y burguesa, al propio tiempo que constituya el primer núcleo de la sociedad libre de mañana.
Inmediatamente, ya desde el primer momento, sin esperar la época en que los hombres sean maduros, deben entenderse todos aquellos que se sientan impulsados por la buena voluntad para resistir a los malvados y a los sin escrúpulos e impedirles que arrastren, engañándola, a la masa aun consciente de los interesados, poniendo en práctica donde puedan y tanto como puedan, las propias ideas y los propios medios de organización social.
LA HUELGA GENERAL, EL PRIMERO DE MAYO Y LA AGITACIÓN POR LAS OCHO HORAS DE TRABAJO
La propaganda antimilitarista y el movimiento de la huelga general están íntimamente coordinados con la manifestación obrera, en todo el mundo, del primero de Mayo. La idea inicial de la manifestación del primero de Mayo era que ésta debía ser como un recuerdo de las fuerzas revolucionarias del proletariado, una verdadera huelga general de un día, con intenciones antiburguesas y, además, al propio tiempo, una afirmación del derecho a todo el bienestar y a toda la libertad para los ciudadanos de todo el mundo, de paso que, asimismo, una manera de reivindicar el derecho a la satisfacción de las necesidades más inmediatas y de ciertas conquistas parciales, entré estas, en primer término, la jornada de ocho horas. Pero, ante todo, la característica de la manifestación del primero de Mayo era de índole revolucionaria.
Hoy, en cambio, todos le dan una importancia bien diferente. Se atribuyen el carácter de una fiesta como otra cualquiera, tal que si fuera un nuevo domingo agregado a los otros cincuenta y dos del año. Casi nadie se acuerda ya de su origen revolucionario. Hasta la burguesía inteligente y astuta se ha adaptado a ella y hace fiesta yéndose al campo, cerrando oficinas y comercios, dejando de publicar los periódicos y hasta engalanándose con los vestidos de los días señalados por el santoral.
De este modo, la gran manifestación que al principio despertó tantas esperanzas en el corazón de los trabajadores; aquella idea de una resistencia unánime e internacional de los obreros contra los patronos, aun reducida a un solo día del año, que se creyó debía ser el preludio de una acción acorde y concorde, y no solamente ya para veinticuatro horas; aquel gran movimiento que costó el sacrificio de tantos hombres y al que está unido el martirio de los héroes de Chicago; aquella simpática fiesta de la revolución, en fin, hemos visto como iba perdiendo el color, gradualmente, su vestido purpúreo, como se iba falseando su primitivo espíritu, como todos los entusiasmos y energías de su primera hora se han ido reduciendo hasta convertirse en quietud que se solaza en una jira campestre o en alguna conferencia privada, o, lo que es peor aun, en una borrachera colectiva que la policía tolera y que casi todos los patronos permiten.
Más aun. Tan oportunistas nos hemos tornado, que si por desgracia el primero de Mayo no recae en domingo, todos estamos de acuerdo en relegar la fiesta para el domingo que siga. De esta manera la fiesta del primero de Mayo se convierte en fiesta de un día, que no es ni siquiera aquél cuyo nombre lleva. ¡Fruto perfecto de la ley de adaptación al ambiente!
¿De quién es la culpa? ¿Quiénes son los responsables de esta desnaturalización de un movimiento tan bello al principio y que tantas promesas encerraba?
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La culpa pertenece por entero, de todos es sabido, a aquellos partidos llamados populares que han erigido el legalitarismo en sistema de lucha, y a los que estorbaba una manifestación que comenzó chocando demasiado con la susceptibilidad burguesa y gubernativa.
En lugar de aconsejar a los trabajadores la huelga general en todos los talleres, para aquel único día del año, se les empujó a implorar de los patronos y de los gobiernos el reconocimiento, puede decirse que casi oficial, de esta fiesta, con lo que ésta perdió naturalmente, por completo, aquel carácter de resistencia y de rebelión que tenía al principio.
Y como cuando se está sobre una pendiente es imposible no deslizarse hasta el fondo, la manifestación del primero de Mayo, que surgió como un estandarte de barrinada, ondeando al viento toda su grandiosidad, poco a poco se ha ido replegando sobre sí mismo, empequeñeciéndose, suavizando los tintes y las esperanzas, permitiendo, en fin, que pueda ser aceptado, así tan manco e imperfecto, por los mismos contra los cuales se levantó un día como arma eficaz de combate. En manos ahora de los partidos electorales, se ha convertido en un medio para procurarse votos y para hacerse un reclamo. Para la policía, tal manifestación se resume en una ocasión especial debido a la que le es posible desplegar sus fuerzas y dar señales de su actividad contra las gentes subversivas.
Afirmamos, una vez más, que la causa primordial de esta insipidez de la manifestación del primero de Mayo, han sido, en especial modo, los partidos populares, legalitarios y lectorales; pero no hay que ocultar que otra causa bastante importante de semejante efecto ha residido también en el descuido de los anarquistas, los cuales, en las primeras tentativas de los socialistas legalitarios para adueñarse de este importante movimiento, para hacérselo suyo, no supieron hacer otra cosa que abandonar, después de breve resistencia, el campo, limitándose más tarde a ridiculizar a los nuevos festejantes, cuyo objeto, al ser los directores de la manifestación, se reducía a que los trabajadores de todo el mundo hicieron mezquinas demostraciones, en pro del sufragio universal y de la jornada de ocho horas.
Bien contrariamente a todo esto, los anarquistas tenían que haber disputado el campo a los socialistas hasta sobre este argumento, y debían haber intentado impedir que aquéllos monopolizaran una manifestación internacional que tanta importancia habría revestido y que podía ser en manos de los revolucionarios un instrumento de actividad, mientras que en manos de los legalitarios no dio ni da ningún fruto, ha perdido todo su buen significado y se ha reducido a una nueva ocasión para que los proletarios formulen las acostumbradas protestas y las habituales órdenes del día.
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Sin embargo, a pesar de cuanto han hecho los legalitarios con su condescendencia y los revolucionarios con su descuido, el primero de Mayo, de todos modos, causa siempre cierto efecto entre las gentes del pueblo, ejerce cierta fascinación sobre los trabajadores. De cualquier modo que sea, la idea, para éstos, de que en todo el mundo, en ese día, los obreros se buscan con el pensamiento y manifiestan sus aspiraciones, es ya una cosa grandiosa que predispone al que la acoge para recibir la semilla de las nuevas ideas y para prepararle el ánimo para una acción acorde, enérgica y resuelta.
Fue tan bello el impulso que la manifestación del primero de Mayo dio, en sus primeros tiempos, al movimiento social, que las masas trabajadoras sienten todavía las últimas vibraciones de la primera sacudida de aquel impulso. De ahí que los obreros acudan a nuestras conferencias en semejante día, que lean nuestros periódicos con más asiduidad en esa fecha, por más que sean iguales nuestras palabras o nuestros escritos que en los restantes días del año.
Es que ese día señalado los trabajadores están mejor predispuestos para escucharnos, más propensos a seguirnos. ¿Vamos a descuidar el aprovecharnos de un estado de ánimo de las masas tan oportuno y beneficioso? ¿O bien debemos arrojarnos en medio de los obreros para intentar enseñarles dónde está la verdad sobre este particular y cuál es el camino más certero para que obtengan su emancipación?
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Nosotros, socialistas anarquistas, que tenemos escrito en nuestro programa el primordial deber de aprovechar todas las ocasiones favorables para hacer propaganda de nuestras ideas y de aplicar nuestra acción, debemos procurar conquistar el terreno perdido, debemos dar nuevamente al primero de Mayo el carácter revolucionario que tuvo en sus comienzos y transformarlo en arma de regeneración social. Poniendo semejante manifestación en coherencia con los principios anarquistas, probablemente daría frutos benéficos.
Ante todo, con sólo abandonar el trabajo en todo el mundo durante un día, bastaría para dar una idea, aunque fuera pálida, de su eficacia. Sería y volvería a ser, tantas veces cuantas se repitiera, la prueba experimental periódica de la huelga general, que algún día podría prolongarse tan pronto como los obreros de todo el mundo se hubieran percatado de que lo que se hace en un día puede también hacerse durante muchos.
Esto es lo que comprendieron y se propusieron hacer los trabajadores sindicalistas y revolucionarios franceses, hace unos cuantos años, intentando, con certera visión, dar a la manifestación del primero de Mayo el carácter de una afirmación, como ensayo de huelga general, reivindicando en ella la jornada de ocho horas.
Hace algunos años, no muchos, los anarquistas, o, para decirlo más exactamente, algunos anarquistas, ridiculizaban la idea de las ocho horas de trabajo. No dejaban de tener razón, desde muchos puntos de vista. Pero la única sinrazón suya consistía en que en lugar de plantear la cuestión, sacaba por completo de quicio por los socialistas demócratas, en sus verdaderos términos, la rechazaban pura y simplemente, dando de este modo ocasión a nuestros adversarios para que la monopolizaran en beneficio suyo y para que la transformaran en un arma de propaganda electoral.
Las ocho horas, tal como las querían los socialistas demócratas, era una cosa muy cómoda. Al llegar cada primero de Mayo, como en cualquiera otra fiesta conmemorativa «de nuestra redención proletaria» -como dice un querido amigo mío-, se hacía una procesión que se dirigía al ministerio, al gobierno civil o al municipio, y allí una comisión presentaba respetuosamente al ministro, al gobernador o al alcalde un memorial en el que se demostraba científicamente la utilidad de las ocho horas de trabajo desde el punto de vista fisiológico y económico; desde el económico sobre todo, o sea, desde el punto de vista del interés de los patronos. Aquellos señores acogían el memorial sonriendo y, tan pronto como la comisión se marchaba, lo arrojaban al cesto de los papeles inútiles.
Cansados de estropear zapatos subiendo y bajando las escaleras de las oficinas burocráticas, comenzaron a ejercer una presión directa sobre los patronos. «Que si daban las ocho horas de trabajo, sería mejor para ellos». «Que la producción saldría beneficiado en calidad y en cantidad». «Que se aminoraría el odio entre las clases, y por consiguiente, que terminarían los actos de violencia». Pero los patronos sonreían al ver tanta solicitud por sus intereses y discutían el asunto. Alguno, que tenía los almacenes llenos y no entraba en sus cálculos disminuir el personal, cedía. Esto no era la jornada de ocho horas, pero por algo se comienza. La jornada de diez horas se iba reduciendo a nueve y media, a nueve, en algunos oficios a menos, y esto salían ganando los obreros. Los obreros esperaban y elegían diputados a los socialistas que se clavaron un 8 -mejor dicho, tres ochos- en el sombrero, y los patronos pensaron que era ya cuestión de agradecer a las comisiones la molestia que se tomaban por el interés de ellos, por el aumento de la producción, por la armonía entre las clases… pero, pensando al propio tiempo, por otra parte, que, a fin de cuentas, su propio interés lo conocían ellos suficientemente, acordaron que podían hacer, referente a todo aquello, lo que mejor se les antojara. Y esto fue lo que hicieron.
El pendón de los tres ochos -8 horas de trabajo, 8 de recreo, 8 para dormir- ha sido agitado en todas las naciones por los socialistas demócratas e hizo que fueran elegidos una multitud de diputados socialistas. Pero durante quince años el pendón y la obra de esos diputados han sido inútiles. No podía ser de otro modo. Si algún paso dieron en ese asunto, más que hacia delante, fue hacia atrás.
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No podía ser de otro modo, porque la idea de la jornada de ocho horas tuvo un origen completamente revolucionario, como el de la manifestación del primero de Mayo. Ambas ideas eran buenas, pero en manos de los socialistas, ambas se han echado a perder.
Claro es que los obreros, trabajando ocho horas, no habían alcanzado su primordial objeto, ni mucho menos. Pero con dieciséis horas a sus disposición, tendrían más tiempo que dedicar al descanso, a recrearse un poco, a relacionarse algo más con sus compañeros y amigos, a leer y estudiar algunos problemas, a ir a escuchar conferencias y lecciones, a ayudar a la propaganda; en suma, a preparar según sus posibilidades la revolución y al propio tiempo a meterse mayor número de ideas en la cabeza. Todo esto serían ganancias. Pero todo esto lo comprendieron muy bien los patronos y por haberlo comprendido, a pesar de las razones justas, aunque oportunistas, de los socialistas legalistas, los patronos hicieron oídos de mercader a semejante demanda, con mucha educación formulada, eso sí, pero sin duda desoída por su excesiva cordura.
Allí donde se pidieron las ocho horas de muy otro modo, contando solamente con las fuerzas coaligadas de los obreros y ejerciendo presión con estas fuerzas, no dejando a los patronos libertad de elección -como en muchas partes de América, de Inglaterra y de alguna otra nación- se conquistó sin tardanza la jornada de ocho horas. Todo mundo recordará el grandioso, a la vez que revolucionario, movimiento en pro de las ocho horas que se produjo en 1886-87 en los Estados Unidos que tuvo por epílogo la tragedia de Chicago, y que engendró los dos conceptos, más precisos de que lo eran antes, de la manifestación revolucionaria del primero de Mayo y de la huelga general.
Noten la lógica filiación de estas tres ideas: las ocho horas de trabajo, el primero de Mayo y la huelga general, y verán que la primera, por mucho que a primera vista parezca un paliativo, tiene un innegable carácter revolucionario. Revolucionario, sí, con tal que la conquista se haga con las propias fuerzas, directamente, y que no sea un fruto de la propia sumisión al poder y a los patronos. Al que les arrebata una cosa, pueden quitarle una parte de lo que es suyo, en espera de recuperar el todo; pero si esta parte la imploran y se la hacen dar de limosna, matan su derecho, y por el huevo de hoy renuncian a la gallina de mañana. Si al contrario arrancan este huevo a la fuerza de manos de quien se los arrebató, se reservarán siempre la posibilidad de quitarle mañana la gallina. ¿No es claro esto?
Aun sin contar con que de este modo habrán realizado un acto de rebeldía que servirá de ejemplo, habrán robustecido los músculos de las fuerzas revolucionarias y aumentado el apetito popular, que mañana querrá algo más, siempre más.
Lo repito: mientras por un lado los anarquistas se desinteresaban de esta cuestión, por animadversión a los socialistas, que la han estropeado, éstos la iban reduciendo más y más hasta tal punto que ya nadie la reconoce.
De todos modos, es necesario hacer notar, en descrédito de los socialistas, que esos quince años, durante los cuales nosotros tuvimos abandonado el asunto, mientras sus diputados iban aumentando considerablemente en todos los parlamentos de Europa, los obreros estaban muy lejos de conquistar la jornada de ocho horas. Hasta, en ese tiempo, la perdieron en algunas partes donde ya la tenían. Y no solo, en esos años, se verificó un retroceso en la práctica, en los hechos, sino que también ocurrió el mismo fenómeno en las ideas, en la propaganda. En los últimos tiempos de ese largo período, ¿quién hablaba ya, entre los socialistas, de la jornada de ocho horas?
Y aun no es esto solamente. En Francia, en Alemania y en otras partes se ha retrocedido hasta en la medida. Los socialistas demócratas no pedían ya en muchas partes las ocho horas, sino que se contentaban pidiendo nueve, diez, y hasta once… De este modo se pierde el apetito, en lugar de aumentarlo.
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¿Recuerdan el entusiasmo de los socialistas demócratas por el colectivismo? El buen Engels creía que iba a decretarse por mayoría parlamentaria en Alemania en 1898… Pues bien; estos mismos socialistas demócratas hablan ahora del colectivismo como de una cosa fantástica que se obtendrá allá por el año 2000, y que puede servir como punto de mira para encaminarse hacia él a pasos lentos. Exactamente el mismo fenómeno ha ocurrido, en ellos, respecto a las ochos horas de trabajo.
Esta conquista, esta reforma, que, por sí misma, para un revolucionario puede ser un buen medio, pero no un fin, entusiasmaba grandemente a los socialistas demócratas del tiempo pasado. Pero este entusiasmo era de tan ínfima aleación que a poco casi se había desvanecido. En efecto, los ocho horas de trabajo, para los socialistas, se transformaron en una utopía buena para abandonarla al calor de los soñadores y de los anarquistas; una utopía que llegaría a realizarse allá por el año 2000… con lo que la actuación de los socialistas quedaba relegada para el año 3000.
¡Qué diablo, hay que ser prácticos! ¡Qué ocho horas de trabajo ni qué cuernos! ¿Y los intereses de la industria? ¿Y el desarrollo necesario de la burguesía? ¿Y la evolución natural del capitalismo sobre la trayectoria burguesa? Esto, esto es ciencia económica y no la jornada de ocho horas. Veamos si se puede dejar la jornada en nueve, o si se puede dejar en diez, o en once… y dejemos las utopías para los anarquistas que no han estudiado a Lamark, ni a Darwin, ni a Spencer, ni a Marx…, ni al gran socialista Schaeffle, que se creía burgués, malgré lui.
Y nosotros, anarquistas, aceptamos. Dejemos a los científicos -hayan o no leído a Schaeffle, y a los demás grandes hombres, que quizá conozcan por los catálogos o por las citas de Lafargue, de Kautsky y de Ferri- todo su bagaje nominal de la ciencia económica, y veamos si es posible hacer algo práctico.
Ahora que los socialistas demócratas hicieron ya el experimento y les salió mal, hagamos nuevamente nuestra la idea y su buen significado del principio; tratemos de realizarla con sus medios de entonces. Algunos anarquistas franceses han empezado ya esta tarea, dejando un poco arrinconadas las teorías abstractas y poniendo prácticamente manos a la obra, utilizando para una agitación revolucionaria aquella buena influencia sobre el proletariado francés que han conquistado en largos años de labor silenciosa, pero asidua, tenaz, en el seno de las organizaciones obreras de resistencia.
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La idea, como ya hemos dicho, no es nueva; pero debían ser nuevos el método y la actitud con que había de reivindicarse esta parcial conquista de disminución de la fatiga diaria. Examinemos, pues, un poco esta idea en sí misma, y el método que deba adoptarse para su realización.
Para todo aquel que, como nosotros, crea que son injustos los actuales órdenes económicos; para todos los que piensen que la esclavitud del salariado es de tal índole que requiere eliminarla radicalmente y no atenuarla y hacerla más soportable; para los que en el taller, en la fábrica, en la cantera, en la mina, en el arrozal, en los campos, en todas partes donde se explota al hombre, ven un presidio de condenados a trabajos forzosos; para los que no admiten que pueda haber obre humana útil si no es hecha por libre y espontánea elección; para el socialista, en una palabra, trabajar ocho horas diarias para un patrono significa simplemente trabajar ocho horas más de lo que debería trabajarse.
Pablo Lafargue reivindicaba ya, en forma paradójica y cáustica, para el proletariado, frente al capitalismo, el derecho al ocio; y era un corrosivo antídoto contra las mieles de la retórica oficial, que ensalza continuamente la sublimidad del trabajo… de los demás, el deber de trabajar… para los demás, llegando a transformar este deber impuesto en un derecho, para que fuera más agradable con esta denominación simpática… Y muchos han mordido el anzuelo y han dicho: «El obrero tiene derecho al trabajo», lo que equivale a sostener que el esclavo tiene derecho a sus cadenas. ¡Ironía de las palabras! El obrero, al contrario, no debe olvidar que tiene derecho «a la libertad de trabajar a su modo, cómo y cuando le parezca, y para él mismo». Esta libertad no la tendrá, y por consiguiente no tendrá el relativo bienestar que de ella se derivaría, con toda seguridad, mientras el sistema monopolista y capitalista le acogote para obligarle a trabajar, quieras que no, cómo una bestia de carga, a beneficio de otros.
Y, al contrario, la organización económica actual de la sociedad no se cambiará mientras los trabajadores, es decir, los primeros y los más directamente interesados, no se hayan persuadidos de la necesidad de este cambio. Lo que quiere decir que es preciso que la revolución en los hechos vaya en cierto modo precedida de una relativa evolución en las conciencias, y a su vez ésta necesita que los cerebros se hagan capaces de aceptar las nuevas ideas y de trabajar para ponerlas en práctica. Esta capacidad no puede adquirirla el obrero mientras su organismo físico, en lugar de ser el de un ser pensante, no pase de ser una máquina pasiva, lenta e inconsciente en manos del capitalista. Antiguamente muchos revolucionarios marxistas tenían el prejuicio de creer en la utilidad de una miseria creciente como coeficiente enérgico de revolución. El equívoco consiste en esto; que la miseria empuja al hombre a la revolución, pero sólo cuando la miseria sigue a un estado de relativo bienestar o de menor miseria. Sin contar con que si la sacudida rebelde provocada por la miseria, se debe a este solo impulso, lleva consigo todos los males de los movimientos impulsivos e inconscientes; actos de violencia desenfrenada contra los efectos mejor que contra los primeros responsables. Y que después del alarido y del espasmo momentáneo de odio y de venganza, se sucede un aplanamiento y un embrutecimiento mayor, acompañado de una resignación supina.
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El malestar, la miseria, un aumento de tiranía, un acto de represión, pueden ser causa ocasional de un movimiento seriamente revolucionario; hasta creo que algo parecido provocará el hecho histórico decisivo que señalará el punto de transición del régimen monopolista de la propiedad al socialista. Esto atraerá a la órbita del movimiento un número mayor de intereses y la ayuda de aquella masa que de otro modo la fuerza de inercia y de adaptación al ambiente vuelve pasiva. Pero en aumento de miseria o de tiranía es por sí mismo un mal siempre, y más aun allí donde una precedente formación de consciencia no ha vuelto los ánimos tan susceptibles a una irritación de esta especie que les empuje a la rebelión. Demasiado vemos que un exceso de hambre y de esclavitud vuelve a los hombres más civiles de lo que podría hacerlos el privilegio. «Cuando el estómago está vacío, también lo está el cerebro», dice  Juan Roule a Magdalena en el bello drama de Octavio Mirbeau.
Para que entre alguna luz en los cerebros de los proletarios; para que en el seno de la clase obrera se forme un ambiente relativamente propenso a aceptar todas las eventualidades históricas; para que se determine una conciencia colectiva revolucionaria en los que tienen un interés directo de clase en que advenga la revolución, es necesario que el organismo del trabajador no esté demasiado extenuado, que le nazcan necesidades intelectuales y que disponga de tiempo y fuerza para pensar, estudiar y saber. De ahí la necesidad de que desde hoy el obrero tenga unas cuantas horas a su disposición para solaz del espíritu; pera ocuparse en algo más que no sea la busca y captura momentánea del pan; que tenga tiempo para echarse fuera del taller y del tugurio y poder hablar y discutir con sus amigos; para leer sus periódico o su libro; para ir a las reuniones y conferencias; para interesarse en todo lo que le afecta de cerca; para formarse una opinión sobre lo que pasa en ele mundo.
Por consiguiente, algo saldrá ganando si logra trabajar las menos horas posibles, con aumento, y no con disminución, del salario que perciba por cada jornada de trabajo.
La conquista de la jornada de ocho horas de trabajo es inseparable del concepto de que la disminución de trabajo no debe significar disminución de salario. Le sería inútil al obrero fatigarse menos si no pudiera igualmente, y más si cabe que antes, satisfacer sus más urgentes necesidades materiales. Concebida de este modo esa conquista, aparte de la utilidad no indiferente de un mayor bienestar y de una mayor economía de fuerzas, significa otras muchas ventajas, parecidas a las anteriores, que sería demasiado largo enumerar aquí, entre ellas, una aminoración del número de desocupados, puesto que cuanto menor sea el tiempo diario que cada obrero dedique al trabajo, mayor será el número de los obreros que encuentre ocupación, por la necesidad de las industrias y de los comercios.
Utilidad máxima, además, de esta reforma social, desde el punto de vista revolucionario, será la de haber animado, con un objetivo tangible y accesible, la lucha contra el capitalismo. Ya que la jornada de ocho horas no es un objetivo último, y ni siquiera, de por sí, demasiado decisivo para los socialistas, toda vez que desde hoy debe conquistarse una disminución de trabajo, este límite de ocho horas no pasa de ser como una señal u orden de batalla que no excluye mayores conquistas y que no impide tampoco que allí donde los obreros puedan o tengan fuerza para imponer una jornada de trabajo más reducida la impongan. Nunca me cansaré de repetirlo: aunque el obrero trabaje sino una sola hora diaria para el patrono, esta hora será siempre demasiado.
«¡Que se reduzca la jornada de trabajo!», ha de ser el constante grito de combate que una solidariamente a los obreros.
Nos parece oír a los habituales descontentos que nos dicen: «¿Pero de nos hablas? Hace ya un montón de años que se nos viene hablando de esa panacea de la jornada de ocho horas… y aun no la hemos obtenido, de verdad, en casi ninguna parte».
Esto es cierto, pero los pesimistas deben observar el problema más hondamente y no de un modo tan superficial. Nosotros creemos en la utilidad de la jornada de ocho horas, pero con una sola condición: la de que se conquisten directamente, con la acción propia de los trabajadores, con el método revolucionario, por el mismo pueblo. De este modo fue como se inició el movimiento. No se ha dicho: «Deben obtener de los patronos que no les hagan trabajar más de ocho horas». Ni tampoco: «Deben obtener una ley que obligue al capitalista a no ocupar a los trabajadores más de ocho horas». No, nada de eso: el experimento en este sentido ya se ha hecho por los socialistas autoritarios, y ha fracasado, los iniciadores del nuevo movimiento no intentan caminar por aquel sendero.
De ningún modo; el proletariado organizado, los socialistas revolucionarios, y los anarquistas se dirigen a los trabajadores diciéndoles: «Pongámonos de acuerdo; démonos la señal y, en un día dado, que fijaremos según las circunstancias, ninguno trabajará más de ocho horas. No hay necesidad de hablar a los patronos ni de avisarles para pedírselo, tanto valdría hablar a sordos. En el día fijado, los obreros irán a sus ocupaciones y cuando hayan trabajado ocho horas las abandonarán. En todas partes donde los obreros estén organizados se hará esto, sin vacilación. Al terminar las ocho horas de trabajo, las minas, las fábricas, los presidios industriales, todos los trabajos, en fin, serán abandonados, y los patronos, que sin duda alguna ante una huelga tomarían la ofensiva, ante un hecho de esta naturaleza, ante el obrero que empezaría a obrar de modo suyo, o tendrá que aceptar el hecho consumado o se encontrarán en un callejón sin salida».
Porque no hay que darle vueltas: esta forma de resistencia debe efectuarse también enérgicamente, es decir, de modo bien distinto al viejo método de los brazos cruzados. El obrero debe procurar que, al día siguiente a aquel en que comience su acción directa, no se le arroje a la calle. Para procurarlo, debe colocar al patrono en una situación que obligue a éste a ceder sin remedio, si es que quiere evitar todos los perjuicios de una resistencia que tiene su campo de batalla, no fuera de la puerta cerrada del taller, sino dentro de éste, detrás de los formidables baluartes y de esplendentes barricadas que significan las máquinas y cuyas armas serán los mismos instrumentos de trabajo. Es una verdadera batalla que debe librarse, y en la que debe preverse todo, tener todas las contingencias. Por ejemplo: es necesario meterse bien en la cabeza que el primer peligro que se corre es el de ser todos despedidos del trabajo. Y es preciso asimismo darse perfecta cuenta de que este peligro no es grave. A poco que se reflexione, todos los obreros de las grandes industrias, especialmente, comprenderán que no es hacedero un despido general, sobre todo si ellos quieren evitarlo. Cada día de trabajo en un taller tiene su enlace con el siguiente y con el precedente, y no se necesita en verdad gran estudio -las organizaciones de oficio pueden ser excelentes medios para ponerse de acuerdo respecto al particular- para encontrar, para cada categoría, para cada taller, el modo de que el patrono no esté obligado a abrir las puertas cada día, a fin de que la ausencia de los obreros no perjudiquen el trabajo hecho o por hacer y hasta la maquinaria. Además, el patrono ha de estar persuadido de que tiene un enemigo en cada obrero, un enemigo dispuesto a perjudicarle, y los trabajadores no deberán ocultar su propósito consistente en, desde el día en que quieran convertir talleres y fábricas en campos de batalla, sorda o abierta, según los casos, librar esta batalla con todas las armas, empezando por el trabajo mal efectuado exprofesamente y acabando si es preciso, pare vencer la resistencia que se les oponga, por dejar las máquinas se tornen inservibles.
No se comprende a decir verdad, como es que los trabajadores, que tan dócilmente se hacen matar en las calles por tirar piedras o por dar gritos subversivos, no han reflexionado aún en que el mejor terreno para las demostraciones, especialmente de índole económica, es la misma fábrica o taller, el propio establecimiento donde se les explota, donde el menor gesto, el menor acto, puede ocasionar incalculables perjuicios al patrono antes que a los obreros y en donde, por añadidura, sería mucho más difícil la intervención de las fuerzas armadas que en la calle los dispersan, y en donde sería fácil toda clase de resistencia contra el patrono y su propiedad. ¿Qué mejor terreno para la lucha de clases que los mismos campos de la explotación humana?
Esta es una idea que comparto con muchos amigos revolucionarios y anarquistas. Hace ya tiempo que hablamos de acción directa, pero sobre el terreno económico, y hasta el presente ha sido siempre letal para los obreros y nunca para los patronos. No digo que sea posible invertir en seguida los papeles, pero tampoco es imposible que los inconvenientes del oficio comiencen a recaer no solo sobre el trabajador, sino también sobre los tiranos de la política y los del capitalismo. Buenas son las palabras, pero más lo serán los hechos. Y el obrero que un día dado, después de ocho horas de trabajo se coloque su traje de calle y antes de salir del taller diga al encargado: «Por hoy ya he trabajo bastante» -si su ejemplo se imita-, habrá roto un eslabón de la fuerte cadena que lo ata al cepo secular de la miseria y de sumisión.
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Sin embargo, no nos cansaremos de repetirlo, todo esto no basta.
Esto es un paso que debe darse, pero no es el último, ni mucho menos. No debemos echar al olvido que todas estas luchas inmediatas, y la misma huelga general, deben tender a tomar posesión del capital, para socializarlo, y a derribar las instituciones burguesas y autoritarias. Este debe ser el fin, el objetivo hacia el cual debe tender todos los medios. Quiero decir que, si no puede llegarse en seguida, siempre se logra el irse acercando más y más a la meta final de este modo, que no echando por las sendas equivocadas del parlamentarismo y de la legalidad.
Arrebatarles, en lucha continua, a las clases directoras, todo lo más que sea posible; arrancarles tanto cuanto se pueda a las clases privilegiadas, esto es lo que debemos proponernos realizar. Mientras esto sea compatible con sus intereses y mientras sus intereses se lesionen sólo en cierta medida, los privilegiados harán de la necesidad virtud y legalizarán la cesión forzosa de una parte de sus privilegios. Pero cuando el pueblo, acostumbrado a la resistencia y al ataque, quiera ya lo que no sea compatible sino con la abolición de todos los privilegios, entonces los privilegiados arrojarán a un lado la hipocresía de la ley y… o se resignarán a ser iguales a los demás, o resistirán. Entonces habremos llegado al extremo punto y límite en que la transformación social deberá efectuarse, en las formas y en la sustancia, después de haberse efectuado en la profundidad de las conciencias.
EL INDIVIDUALISMO STIRNERIANO EN EL MOVIMIENTO ANÁRQUICO
Una prueba de la seriedad y de la fuerza de una doctrina, es el hecho de que surjan junto a ella o se desprendan de su tronco tras doctrinas más o menos duraderas, que tengan de común con ella el reconocimiento de una verdad o bien un punto de partida del que una y otras sacan conclusiones y deducciones diversas.
Las doctrinas que conciernen a las multitudes, especialmente, y que tienen un fin oficial, político o religioso, suscitan siempre herejes, los cuales tanto pueden ser reformadores y perfeccionadores de la doctrina madre, como corruptores. Sucede casi siempre que en el primer caso la herejía vence a la doctrina y la sustituye convirtiéndose a su vez en doctrina, en tanto que, en el segundo caso, o la nueva rama se atrofia y se deseca pronto, o lleva una vida mísera al lado del tronco de donde deriva, el cual sigue creciendo y viviendo independientemente.
Algo semejante ha ocurrido con la doctrina anarquista, que hoy cuenta con no pocas derivaciones, desviaciones y ramificaciones de sus teorías, las cuales se unen a ella en cuanto a lo que constituye su característica necesaria en toda doctrina anárquica: la negociación del principio de autoridad y de toda coacción violenta del hombre sobre el hombre. Observando la diversa interpretación que cada teoría hace de este principio negativo, se advierte que en todas la autoridad es más o menos negada, y que varía el método de combate de cada una, como varían las otras ideas que cada cual adiciona a la idea madre. Pero esta idea continúa siendo el punto de partida común, ya sea para las argumentaciones teóricas, ora para la acción práctica que cada uno hace que se origine de su teoría particular.
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Históricamente, la ANARQUÍA -y así es como es aceptada por la mayoría de los anarquistas, aunque sea ideológicamente- es una doctrina socialista.
El socialismo, después del período embrionario de su formación, que comprende todo el ciclo de los socialistas aprioristas y utopistas -Babeuf, Fourier, Saint-Simon, Owen- se hace positivista, encuentra su camino a través de las tentativas de Proudhon, asume forma y lenguaje científico con Marx, hasta que con las revoluciones políticas de la mitad del siglo XIX y después de la Comuna París, llega a su madurez, y se divide en las dos tendencias que contenía en sí desde el principio: la autoritaria y la libertaria.
El socialismo anárquico se personifica en cierto modo en Fourier, como el socialismo autoritario en Saint-Simon. Las dos tendencias no se manifestaron, sin embargo, mientras que el socialismo no hubo adquirido un cierto grado de expansión y en tanto que éste no había tenido su necesaria elaboración. La cuestión económica tenía unidas antes a ambas tendencias e impedía que se manifestaran por la necesidad imperiosa y absorbente de afirmar con unanimidad de intentos lo que ciertamente fue la conquista social más importante del siglo XIX: el principio de la socialización de la propiedad; es decir, la afirmación del derecho proletario frente a la burguesía.
La Asociación Internacional de Trabajadores hizo esta declaración de guerra en 1864; fue su intérprete el manifiesto de los comunistas Marx y Engels. La Comuna de París, en 1871, fue la vulgarización heroica -sublime propaganda por el hecho- de la idea socialista.
Después de 1871, en el seno de la Internacional, que ya había conquistado para el socialismo el derecho de ciudadanía entre las ciencias económicas y sociales, en los Congresos memorables, que fueron verdaderos laboratorios de ideas, el problema de la libertad se hizo sentir más fuertemente, y se produjo la división, ya que se había hecho imposible la permanencia en el mismo hogar de las dos tendencias ya adultas y opuestas. Miguel Bakunin y Carlos Marx, dos colosos, sintetizaban la ciencia de ideas y de métodos entre el socialismo autoritario y el socialismo libertario o anárquico.
Desde entonces los dos socialismos caminaron separados, cada cual por su camino, ayudándose a veces como aliados, combatiéndose rudamente con más frecuencia, pretendiendo cada uno para sí la posesión de la verdad y el secreto de la revolución social.
No es del caso examinar aquí la cual de los dos tenía mayor razón.
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La primera manifestación de la ANARQUÍA, por consiguiente, fue socialista. El mismo Proudhon que, puede decirse, tenía un pie en el socialismo utópico y otro en el que hoy suele llamarse científico, no separó nunca su concepto anárquico de la organización social del concepto socialista de la negación de la propiedad individual.
¡La propiedad es un robo! Esta es la verdad, dicha en tono de paradoja, lanzada ya durante la tormenta de la revolución francesa de Brissot, fue Proudhon quien la volvió a afirmar por cuenta propia, y quien la hizo popular.
Miguel Bakunin, que no tiene las incoherencias de Proudhon, y que fue el primero en presentar la teoría anarquista como un conjunto orgánico, fue ante todo socialista. A él se debe, y a sus amigos, la vulgarización del socialismo en la Europa meridional. Aunque de una manera más radical que Marx, predicó la socialización de la propiedad, hecho al que daba la mayor importancia. En sus opúsculos, libros y artículos se habla señaladamente del socialismo, de propiedad colectiva; y raramente se encuentra en ellos la palabra ANARQUÍA. Socialista en economía hasta ser en cierto modo marxista, estaba en desacuerdo con los marxistas respecto a la forma de organización política de la futura sociedad colectivista y, mientras tanto, también en la organización de las fuerzas socialistas en lucha, y en los métodos.
Por mucho tiempo en la Europa latina, hasta tanto que no apareció el partido social democrático, los anarquistas que se mostraban tales en la predicación de propaganda, se llamaban sencillamente socialistas. Carlos Cafiero, anarquista, fue el primero en vulgarizar en Italia El Capital, de Marx. Un folleto de Enrique Malatesta, Entre campesinos, el mejor folleto de propaganda anarquista que se ha escrito sin ningún género de duda, salió la primera vez con el subtítulo: propaganda socialista. Y este folleto no es sino una crítica de la organización individual de la propiedad, crítica tan socialista, que Camilo Prampolini hizo una edición, purgada de las frases demasiado anárquicas y revolucionarias, para uso de la propaganda social democrática.
Toda la sociología anárquica, hasta hace poco, estuvo impregnada de marxismo, de sus errores tanto como de sus verdades, y acaso no haya habido marxistas más coherentes con la doctrina del maestro, que los anarquistas, los cuales deben algunos conceptos disolventes -abandonados hoy por la mayoría- precisamente a las ideas revolucionarias de Marx.
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La idea de la libertad individual, de la autonomía de los individuos, de los grupos, de las asociaciones y de las comunas en la federación internacional de los pueblos, no se ha separado nunca en la doctrina de los anarquistas militantes del principio de la solidaridad, del apoyo mutuo, de la cooperación -como, de modo bien claro, lo dicen las mismas palabras grupos, asociaciones, federaciones, etc.- y ha conservado siempre el significado eminentemente socialista que le atribuía Bakunin, cuando en oposición a la centralización de los poderes, querida por Marx, hablaba de federalismo.
Bakunin fue, en efecto -con las debidas diferencias-, para el socialismo, lo que en Italia fue Carlos Catbanco para el republicanismo. Como los unitarios no pueden negar que fuera republicano Catbanco, así los socialistas no pueden negar -y tampoco pueden negarlo los individualistas- que fuera socialista el anarquista Bakunin.
El anarquismo de Bakunin ha sufrido cierta evolución con el tiempo. Elaborado mejor, ha ido haciéndose cada vez más racional y científico. Pero no ha perdido nunca su carácter socialista. Antes bien, por decirlo así, se ha perfeccionado haciéndose aun más socialista, al convertirse de colectivista en comunista. En los últimos congresos de la Internacional fue cuando Pedro Kropotkin, Carlos Cafiero, Elíseo Reclús y otros, hablaron del comunismo anarquista, y cuando el anarquismo fue aceptado con este nuevo nombre. Los mismos social-demócratas admiten que el comunismo es una forma más avanzada de socialismo que el colectivismo. ¿No era Carlos Marx comunista?
Yo creo que los anarquistas han sido demasiado, demasiado dogmáticos en el sostenimiento del comunismo. A mi juicio, lo primero en que se debía pensar es en que lo más importante de todo, sin duda, consiste en asegurar la libertad, al proletariado, de constituir a su modo la propiedad al día siguiente de la revolución, después de haberla arrancado del monopolio capitalista. Yo soy comunista, pero pienso que no se debe ser demasiado exclusivista en esta teoría acerca de la manera de organizar la sociedad; sobre el modo de socializarla. Lo importante es socializar -y esto es socialismo- y socializarla a nuestro modo -y esto es la ANARQUÍA-.
Por esta razón muchos anarquistas prefieren llamarse, actualmente, siendo comunistas, socialistas-anarquistas.
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Hasta próximamente el año 1890, no había ningún anarquista que concibiera la ANARQUÍA diversamente de una especial estructura de organización socialista. La libertad de un ciudadano comienza donde concluye la libertad de otro ciudadano, afirmaba Kropotkin en el proceso de Lyon, en 1882. Y el sabelasiano Haz lo que quieras, era entendido siempre en el sentido más altruista, en el sentido de la libertad propia completada por la libertad ajena, del bienestar ajeno necesario para el bienestar propio, en una palabra, en el sentido de la solidaridad.
Solamente después de 1891 se manifestó en el mundo anárquico el individualismo, infiltrándose en él de una manera que casi podría llamarse clandestina, pero sin lograr conquistar, por de pronto, nada más que algunas individualidades aisladas y consiguiendo, en modo alguno, ser aceptado, ni por la ciencia sociológica, ni por la inteligencia ya clara de las masas.
Max Stirner fue desenterrado de las bibliotecas polvorientas; este filósofo paradójico volvió a leerse con cierta avidez y obtuvo los honores de ser elogiado por los más grandes ingenios; especialmente parte de los artistas y literatos encontraron interpretada por él la rebelión contra los dogmas viejos y contra la tiranía de la moderna sociedad de gansos y de serpientes, en donde sus aspiraciones encuentran muchedumbre de obstáculos. Pero todo esto, en lugar de suscitar en ellos el deseo humano de transformar dicha sociedad, suscitó el deseo individualista, egoísta, de olvidarse de ella o de despreciarla desde lo alto de sus fantasías literarias o artísticas.
¡Quién sabe si en tal deseo no apunta inconscientemente otro de dominación y de privilegio; una tendencia a sustituir a la tiranía del Estado con la tiranía de los intelectuales!
La preocupación máxima del yo, que no va acompañada del sentimiento de solidaridad, hace que los anarquistas socialistas desconfiemos de ciertos intelectualismos; nosotros que somos la masa y que no queremos sobre nosotros ninguna tiranía.
Justificada o no esta desconfianza, comprobamos de todo modos esto: que hasta ayer el individualismo stirneriano era desconocido de los anarquistas. Con esto se ve, desde luego, que queda descartada la paternidad de Max Stirner sobre el movimiento anarquista contemporáneo, paternidad afirmada, pero no demostrada, por Jorge Plechanov, por Ettore Zoccoli y por otros.
Examinemos ahora cuál es, en nuestros días, la influencia de Max Stirner en el seno del anarquismo, influencia que se ha elaborado posteriormente, y veamos así de modo más claro la equivocación -de buena o mala fe, no importa- en que han incurrido los que no ven en la ANARQUÍA sino el triunfo del individualismo, la exageración, para decirlo como Felipe Turatti, del individualismo burgués.
Y veamos también qué lazos tiene la teoría stirneriana con la que informa el movimiento anarquista. Porque en muchas partes una teoría parece ligarse con la otra, cuando, en realidad, son por extremo contradictorias. Y veamos, asimismo, en fin, por qué y cómo son contradictorios.
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Los anarquistas, en el completo significado de la palabra, es decir, todos cuantos combaten la triple manifestación de la autoridad coercitiva, representada en la personalidad del sacerdote, del patrón y del gobernante, llegan muchas veces a estar de común acuerdo con otros hombres que, sin aprobar el concepto negativo del anarquismo, ven en este aspecto de él un arma excelente para su defensa, defensa que puede convertirse muy fácilmente en ofensa contra aquella manifestación de la autoridad que, en determinado momento, más les ofenda.
Así, en Francia, cuando el asunto Dreyfus, los anticlericales hallaron en los anarquistas una ayuda formidable, que decidió la victoria en la lucha contra los clericales, como asimismo la de los antimilitaristas contra el militarismo. En la obra de la organización obrera y de resistencia contra el capitalismo, los anarquistas van con mucha frecuencia unidos con los socialistas; son ejemplos de ellos los casos en que se trata de luchar contra la arbitrariedad gubernativa o de obtener mayor suma de libertades políticas. En ambos casos están los anarquistas en la necesidad de asociarse, no sólo con los socialistas, sino también con los republicanos.
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La rebelión de los anarquistas, la rebelión que pretende demoler los fundamentos de las instituciones sociales, en las que está actualmente basada la sociedad; ataca lógicamente también, en el campo intelectual, artístico y moral, sin respecto alguno, aquellos sagrados principios que a medida que fueron formándose fueron elaborando como una corteza defensora alrededor de las instituciones burguesas y autoritarias.
En esta lucha, señaladamente de orden moral, en la parte demoledora y no en la constructiva, los anarquistas tienen por aliados a los individualistas stirnerianos[1], aliados que son, podemos decirlo, formidables, de puño de acero, a cuyo ardimiento ideológico se deben, quizá, las denominaciones que les hacen aparecer como verdaderos y auténticos anarquistas, especialmente a los ojos de quien ve a los anarquistas más bien como nihilistas, como destructores -violentos o no- sin parar mientes en su idealismo, en su aspecto reconstructor.
El stirneriano no se preocupa de la reconstrucción. Se siente obrero, abrumado por un cúmulo de instituciones exóticas, por una avalancha de prejuicios, de hábitos y conveniencias, de las que quiere librarse proclamando el derecho que tiene el individuo a no ser sacrificado por la comunidad, que es lo que actualmente constituye el medio en que se desarrolla la acción general. Quiere tener derecho a la explicación del propio pensamiento, de sus facultades, y a gozar de la vida con toda la fuerza conservada en su cerebro y en sus músculos.
Por esta razón, con crítica audaz, combate todas las instituciones que contrarían cualquiera de sus derechos. Hasta aquí estamos de acuerdo, ya que también nosotros, los anarquistas, reivindicamos para el individuo los mismos derechos y, por consecuencia, combatimos iguales instituciones.
Sin embargo, el individualista se empeña en no salir de la consideración de su yo, diciendo: «Nadie se resigne, y cuando todos hagan lo que yo, todos serán libres». Quiere libertarse a sí mismo, pero no se preocupa de los otros, sino en cuanto éstos limitan o pueden limitar su derecho. Debido a este motivo, las tres cuartas partes del problema social escapan a su penetración, sucediendo que, de premisas así limitadas, pueden derivarse consecuencias ampliamente absurdas y contradictorias, las más revolucionarias a veces, ciertamente, pero también otras las más conservadoras, éstas, con mucha más frecuencia.
Emilio Henry, en nombre de la soberanía del individuo, y para afirmar su derecho contra la opresión burguesa, echa una bomba en el café -aunque verdaderamente bajo la corteza del individualista, un alma sentía intensamente la solidaridad-. Pero también en nombre de la soberanía individual podía Nerón incendiar Roma para dar a su yo la satisfacción de gozar desde lo alto de una torre el espectáculo inhumano de una ciudad ardiendo; semejanza ésta algo excesiva, aunque no falta literato de la expresada tendencia individualista que ha tratado de hacer simpático a Nerón por aquel capricho.
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El anarquista es individualista en cuanto se preocupa de la libertad individual propia y de la ajena, viendo en esta última una garantía y una ayuda para la suya.
En mi opinión, olvidar esto es lo que aleja de la lógica a los stirnerianos, que vanamente piensan en la liberación propia, sin preocuparse de la de toda la humanidad. La humanidad, que para ellos es una abstracción nociva, es, sin embargo, el ambiente en que deben vivir y al que no pueden substraerse, supuesto que uno no puede ser libre en un pueblo de esclavos, so pena de ser tirano.
Tampoco pueden hacer abstracción de la colectividad que les rodea porque, para demoler las formidables instituciones que cohíben la conciencia y las acciones humanas, no bastan los libros de filosofía ni la intensa rebelión individual, sino que se necesita el esfuerzo organizado y simultáneo de la multitud, guiada por un acuerdo común.
Los socialistas-anarquistas conciben la revolución social como una guerra contra las instituciones autoritarias y burguesas, de una multitud -aunque esta multitud sea una minoría en comparación de los vacilantes, los ignorantes y los pasivos- compuesta de individualidades pensantes, ligadas voluntariamente por el estrecho y cordial vínculo de la solidaridad, único vínculo libertario.
Los individualistas stirnerianos, no todos, debe decirse, combaten el principio de solidaridad. Pero todos están de acuerdo en aplazarlo indefinidamente, lo cual significa aplazar las cuestiones sociales en todos sus aspectos políticos y especialmente económicos.
Desconocen también uno de los aspectos más importantes de la vida humana, sin el cual no hay humanidad posible, ni siquiera existencia individual. Desconocen que la solidaridad e individualismo son dos fuerzas de evolución que, para la sociedad, son lo que las fuerzas centrífuga y centrípeta para el cosmos. Un stirneriano viene a ser como un aficionado a la física que en sus investigaciones atendiera únicamente a la fuerza centrípeta. Del mismo modo, un socialista de estado, resulta ser como otro aficionado igual, pero que atendiera solamente a la fuerza centrípeta.
Contrariamente a ambos, el socialista-anarquista no prescinde de ninguna de las dos fuerzas; busca el equilibrio entre ellas y lo encuentra -o al menos cree encontrarlo- en la ANARQUÍA: un estado de cosas en que la libertad individual está completada por la libertad de todos, de modo que el aislamiento es el mayor obstáculo a la libertad.
El hombre aislado es el más fuerte -dice Ibsen-; este dicho paradójico se ha repetido tantas veces, que hoy parecerá paradoja decir lo que yo sostengo: que le hombre aislado es más débil que el asociado. Digo asociado; no se interprete disciplinado.
El hombre aislado es el más débil y el menos libre; porque si es verdad que la necesidad desenvolverá en él cualidades superiores a las que forman el término medio, éstas resultarán siempre impotentes para vencer las dificultades y los obstáculos del ambiente, aunque sean naturales, los cuales serán vencidos fácilmente por los hombres normalmente asociados.
Un hombre que viviera solo, aunque fuera fuerte como un orangután e inteligente como Dante, sería siempre menos libre que un niño viviendo en medio de la sociedad, supuesto que la libertad consiste, substancialmente, en la posibilidad de hacer lo que se quiere y se necesita.
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Alguien diría que estoy tratando cuestiones demasiado sabidas, supuesto que cuando niños nos enseñaron la fábula del hacecillo, que se rompe fácilmente solo y se hace fuerte unido a los otros.
Es verdad. Pero la especulación filosófica, desbocada por los campos yermos de la abstracción y de la paradoja, se ha acostumbrado a desnaturalizar y a despreciar las verdades más elementales. No es malo, pues, salir al paso de esa desnaturalización, tanto más cuanto esto se hace a cada paso más necesario para impedir que se propague y se infiltre entre muchos que acostumbra a practicar aquellas verdades elementales en su lucha cuotidiana por el derecho.
Sin embargo, la paradoja stirneriana, si lo es cuando se saca la consecuencia del aislamiento individual, deja de serlo cuando se la considera como el triunfo del más fuerte en la sociedad; un triunfo obtenido más allá del bien y del mal, como diría un partidario de Nietzsche, o, en lengua vulgar, más allá de todas las consideraciones morales y de justicia: el individuo que satisface su propio yo sin preocuparse de los demás, y aunque sea en perjuicio de los demás.
Esto no es un paradoja, es la lucha por la vida, como la entienden los antiguos darvinistas; es el combate con los dientes y con las uñas entre hombre y hombre, entre hermano y hermano; es la aplicación práctica de aquella ley, introducida hoy en la vida social. Antes, vencía el despotismo político; ahora, son los déspotas economistas los que triunfan; entonces y ahora, el individuo más fuerte venció y vence.
Ciertamente, son más antipáticos los vencedores actuales que los de la antigüedad, porque el elemento, la fuerza que los conduce y les hace desear la victoria, no es ya la ilusión religiosa que hacía caballeros errantes y que realizaba las cruzadas, no es ya brillante y caballeresco prejuicio de nobleza: la lucha actual es por una sola cosa estúpida y brutal sin sombra de aspiración ni de ideal; el dinero; el dinero, que lo ensucia todo, que se impone a todo, que hace inteligente al idiota que lo posee, fuerte al más vil; que mata toda aspiración imponiéndose e imponiendo la mediocridad, mezclándose hasta en las actividades en que menos voz debiera tener: en la artística y en la literatura.
Entre artistas y literatos es donde se encuentra mayor número de individualistas, y están en su perfectísimo derecho cuando contraponen el propio yo genial, la propia superioridad individual a toda la sociedad moderna, encenegada en el fango de la vulgaridad, a una mayoría que, debido a la imbécil organización social, no puede ascender su capacidad comprensiva hasta ciertos conceptos artísticos, hasta ciertos refinamientos literarios. La rebelión íntima y consciente, en nombre de la propia individualidad intelectual, es un coeficiente revolucionario imperecedero. La crítica corrosiva contra las instituciones que hay en los trabajos de Paul Adam, en las novelas de Mirbeau, en los opúsculos, cada uno de ellos una obra maestra, de León Tolstoi -un individualista a pesar suyo y de su monomanía mística-, son, sin ningún género de duda, para la sociedad moderna los que las comedias satíricas de Beaumarchais eran en 1789: preludio de la Revolución; el crujido del edificio social próximo a la ruina.
Y para que no se cometa el error gravísimo de confundir a la mayoría de la sociedad con el pueblo propiamente dicho, y que caiga sobre éste el desprecio que sólo aquélla merece -las insolencias a la plebe de la Laus Vitae, de D’Annunzio, pueden probar esto-, ¿qué anarquista no pondría gustoso su nombre al pie de las páginas de estos individualistas?
Para el individualista puro, uno de los agentes de progreso en arte y en literatura, no puede transportarse a la sociología. El individualismo en economía trae por resultado el privilegio de la propiedad, los intereses que concurren con ella, el capitalismo, en una palabra, el homo homini lupus de Hobbes.
Los individualistas anárquicos de la escuela de Max Stirner, aquellos que de su doctrina stirneriana no han querido deducir consecuencias en materia económica, como John Hnery Mackay y Benjamín Tucker -el primero ha expuesto sus ideas en un libro muy conocido: Los anarquistas, y el segundo hizo la propaganda desde su revista Liberty, que se publicaba en inglés, en Nueva York-, son verdaderos economistas burgueses, son libertarios que darían la mano a los italianos Maffeo Pantaleón, a Wilfredo Pareto y a los jóvenes monárquicos conservadores y liberales, etc., como Giovanni Borelli.
J. Mackay, al cual Zoccoli, en el prólogo de L’Unico, de Stirner, no quiere, por respeto a los lectores, honrar con un excesivo acto de cortesía -probablemente Zoccoli ignora también, como ignora todo el anarquismo de que habla y alardea, que Mackay, en Alemania e Inglaterra, es reconocido como uno de los más estimables poetas-; Mackay, repito, es el más autorizado intérprete de su maestro. El fue el primero que procuró hacer y dirigió la segunda edición de las obras de Stirner, el que recogió sus escritos menos importantes y el que escribió su biografía; pero fue también el primero que cometió el error de ver en L’Unico una especie de Biblia del anarquismo.
El individualismo stirneriano conduce en economía a la propiedad individual, al privilegio del capital, a la negación, en una palabra, por medio de la potencia del dinero -que los stirnerianos anarquistas no quieren abolir-, de aquella libertad que reivindican en política, en moral y en filosofía. Mackay, por su parte, no oculta un momento sus propias ideas libertarias, pero niega las consecuencias lógicas que de ella se derivan; sostiene que, en ANARQUÍA, la libre concurrencia de los intereses facilitará la selección natural y que la propiedad es necesaria a la libertad.
Si se lleva la teoría stirneriana al campo de la realidad, a la vida que se vive, fuera de la especulación abstracta, se observa inmediatamente qué débil y lejano es el punto de conjunción del individualismo con el anarquismo propiamente dicho.
Sin embargo, puede haber entre ellos alguna relación, por mínima que sea, cosa naturalísima, puesto que todas las teorías, incluso las más contradictorias, tienen por un lado o por otro un punto de contacto.
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He venido hablando hasta aquí de las diversas especies de individualidades, y me he olvidado de hacer una advertencia al lector, que, acaso, ha podido confundirse con tanto fárrago de nombres, subdivisiones y teorías.
Hay entre los comunistas anarquistas una fracción que es, en economía, completamente individualista, la cual, durante mucho tiempo, ha querido llamarse así para diferenciarse, no en la teoría, sino más bien en la práctica de la lucha, de los propios compañeros, comunistas anarquistas también en lo tocante a los problemas de la organización en partido de la asociación obrera, de la acción individual y de otras muchas cuestiones. Siendo para ellos su finalidad completamente individualista stirneriana, combaten desde luego la idea de una organización anarquista en el seno de la sociedad actual, y, en contradicción con los demás, piensan que debe ser nocivo para la causa revolucionaría constituir un partido, favorecer el asociacionismo obrero y unirse en un acuerdo preestablecido para la lucha contra las instituciones. A mi entender, no les acompaña la lógica, están equivocados pensando así, pues a pesar de los diversos sueños ideológicos y del nombre contradictorio, así son siempre los anarquistas socialistas, teóricamente no muy desemejantes de todos los socialistas anarquistas que constituyen el conjunto y la totalidad del movimiento libertario internacional. Los socialistas anarquistas que deseen demonizarse así podrán, acaso, disentir -no todos disentimos verdaderamente- del concepto de violencia o de represalia contra la sociedad burguesa, cosa admirablemente expuesta en su ejemplar autodefensa ante el jurado -calificada de joya literaria por Mirbeau, Leiret y otros- por Emilio Henry, antes de salir para el cadalso. Pero tampoco podemos negar -por un vano amor a la tranquilidad frente a la reacción o a los prejuicios dominantes- la afinidad ideológica que les liga por otra parte con los partidarios de aquel concepto.
Es preciso, pues, no confundir a estos, no verdaderos individualistas, que entran de lleno en la gran categoría de comunistas anarquistas, con los individualistas stirnerianos, de los cuales hablamos ahora.
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Cerrando el paréntesis, aprovecho la ocasión para afirmar nuevamente que el individualismo stirneriano, tanto en los medios prácticos como en la teoría, es completamente revolucionario en el sentido histórico y práctico de la palabra.[2] Los individualistas stirnerianos -recuérdese siempre que hablo de los individualistas que se llaman a sí mismos anarquistas y que son militantes, no de los deportistas, literatos, y mucho menos de los superhombres a lo D’Annunzio-,[3] que son precisamente contrarios a cualquier idea de violencia, ya individual ya colectiva. Estos confían en el triunfo de las propias ideas por la selección natural, por la propaganda pacífica, por la resistencia pasiva contra la sociedad autoritaria y por medio de la propaganda del hecho consciente en la acción, en la vida y en cuanto es posible, según las propias ideas, contra los prejuicios dominantes. León Tolstoi, con su barniz místico, es en este sentido el intérprete de su programa de lucha, si verdaderamente puede llamarse programa de lucha.
¿Qué cosa puede haber de común entre estos individualistas y los socialistas anarquistas revolucionarios, que tienen, bien contrariamente, fijo su pensamiento con una palingenesia social, en una revolución social -no la pseudos-científica de Ferri-, sin la cual creen posible la resolución del problema del pan y de la libertad?
Lo repito. En la crítica de la sociedad actual, muchas de las páginas de estos individualistas pueden ser nuestras, como pueden serlo del mismo modo las dedicadas a la crítica de las religiones, de Moleschoff, de Büchner, de Ferrari, las que critica la propiedad individual, de Marx, las que hacen la crítica del Estado, de Spencer y otros muchos escritores audaces o independientes, como asimismo las que hacen la crítica de los prejuicios morales modernos, de toda una falange de pensadores, empezando por Nietzsche, que pide, sencillamente la demolición de tales prejuicios.
Pero el solo deseo de demoler no basta para reunir dos escuelas diferentes, pues lo que forma los cimientos de un edificio ideológico es el principio, el móvil de la demolición, el fin a que la misma demolición tiende, o sea, el concepto de la reconstrucción de después, para el futuro.
Los anarquistas italianos viven por ejemplo, voluntariamente, bajo el gobierno italiano, como viven, igualmente de modo voluntario, bajo este mismo gobierno, los clericales que desean devolver Roma al Papa. ¿Puede decirse por esto que haya afinidad entre unos y otros?
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La idea anarquista es ya una teoría constituida, adulta, completa. Tiene principios éticos deducidos de los hechos y de la realidad observada en cualquier parte; tiene una crítica de todas las instituciones sociales de que se sirve, y tiene, finalmente, en grandes líneas, un fin en economía, en política y en moral.
Es una idea colectiva, puesto que en ella han trabajado muchos hombres, estoy por decir que las mismas multitudes, y no es producto del cerebro genial de un hombre solo. Bakunin, Reclús, Malatesta, Kropotkin, Grave, etc., etc., han dicho mucho, pero ninguno de ellos lo ha dicho todo.
La idea anarquista procede de obras diversas y múltiples de sus pensadores, de la acción multiforme de sus militantes, del movimiento libertario y revolucionario internacional, ya con preponderancia teórica, ya práctica, ora en algunos ambientes intelectuales, ora en otros de índole obrera, suscitando sublimes heroísmos unas veces, suscitando otros terribles y enormes errores –errare humanim est-, ya moviendo una colectividad o impulsando a un individuo, con color y acento diversos, con la misma característica en economía, en política y en moral.
El libro de los anarquistas no se ha escrito aún, y acaso no se escriba verdaderamente nunca, precisamente por lo vasto y complejo de la idea, la cual se muestra con mil formas y matices y gradaciones. Pero si tal libro estuviera escrito ya, L’Unico, de Stirner, no lo es, no podrá serlo jamás.
La teoría stirneriana es, en el fondo, reaccionaria; se ve en ella la rebelión, pero más la rebelión contra el pueblo que contra el tirano; más la rebelión contra los derechos de las multitudes que contra el privilegio de uno solo; y si parece combatir el privilegio, no es para abolirlo, sino más bien para verificar una substitución con otros privilegios y otros privilegiados. Esta es, al menos en último análisis, la consecuencia lógica a que se llega por la premisa individualista, quiéranlo o no los que tal premisa establecen.[4]
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La ANARQUÍA es, en cambio, la negación de toda craciaarchia– para todo, ya desde el punto de vista de muchos como de uno solo, del individuo como del pueblo. Es la abolición de la autoridad en todas sus manifestaciones coactivas y violentas, del gobierno sobre el súbdito, del amo sobre el criado, del sacerdote sobre el creyente y, más abstractamente, de la ley escrita sobre los asociados, cuya ley no es querida ni aprobada por éstos.
Pero abolir la autoridad, en el sentido de coacción de la voluntad y de un sin fin de acciones, no significa abolir la sociedad, la cooperación, la solidaridad, el amor; abolir la vida, en una palabra.
Por otra parte, los anarquistas no se limitan a negar cada uno la autoridad de que se consideran víctimas ellos mismos. Queremos todos juntamente garantizarnos unos y otros el ejercicio de la mayor libertad posible, y esto, con un pacto recíproco de mutuo auxilio, sin leyes y sin soldados, contra las eventuales prepotencias de un individuo, o de varios, pocos o muchos. Pero eso es para mañana; para hoy, valernos de los mismos medios en la lucha contra las oligarquías; imperantes a causa de la supina ignorancia de los más de los hombres.
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La filosofía de la historia, la ciencia, el estudio de las instituciones sociales, han demostrado dónde se encuentra el mal, y combatimos por eso la autoridad en sus más variadas formas. Combatimos la institución de la propiedad individual y del monopolio capitalista, porque eso es una autoridad -la más nociva: más que toda superioridad de los hombres, a mí entender-; combatimos las instituciones gubernamentales, sean absolutas o democráticas; combatimos las religiones, los prejuicios morales, etc., etc., pero téngase en cuenta que demoler no basta, que es preciso vivir en este mundo tanto de pan como de filosofía, y que no es posible la vida de cada hombre aislado en un mundo aparte. Porque esto no es posible, los anarquistas han pensado en el modo de vivir en sociedad, si bien después de eliminar toda cracia, todas las prepotencias autoritarias.
Estudiando detenidamente, se observa que vive una sociedad, no porque tenga una autoridad, sino a pesar de ella, si es una sociedad verdadera -la societas leal, entre iguales-, no existiendo aún una sociedad así porque la libertad y la igualdad sólo existen en nombre, pero de ningún modo en hecho. Por esto no combatimos, como la combaten los individuales, a la sociedad, sino que procuramos el equilibrio entre ésta y el individuo.
Sociedad verdadera no existirá mientras el individuo, en el seno de ella, no sea autónomo, y la autonomía del individuo sólo será posible cuando esté coordinada según el principio vital, sin el cual el mundo humano se extinguiría, y al cual ninguna prepotencia autoritaria ha podido jamás, durante los tiempos pasados, sofocar. Ese principio vital es el principio de solidaridad, ley natural, como la de la gravitación universal, a la que ni un solo átomo puede abstraerse. De ser posible que se abstrajera, el universo se sumergiría en el caos legendario.
EL MOVIMIENTO OBRERO EN UNA ENCRUCIJADA
REFORMISMO O REVOLUCIÓN
Cualquiera que se fije, con mirada atenta, y dejando de lado toda preferencia partidista o sectaria, en el movimiento obrero y socialista actual en Europa, se dará cuenta, en seguida, del estado de incertidumbre en que se encuentra de algún tiempo a esta parte, del período de crisis que está atravesando, aguda y profunda.
Es inútil hacerse ilusiones. Hace algún tiempo que el proletariado está como preso de la desconfianza en sí mismo y en su propia fuerza de clase, especialmente allí donde antes se desplegaron grandes entusiasmos y mucho calor y donde, como consecuencia, se obtuvo alguna victoria. Si se quiere encontrar un poco de ardor, hay que ir a buscarlo en los ambientes que ayer apenas si habían nacido y que empiezan ahora su vida de batalla. Este ardor, claro está, es de neófitos, pues que pasa con las colectividades lo propio que con los individuos; las primeras luchas son las que se combaten siempre con mayor entusiasmo, aunque sea con menos prudencia.
Pero en los grandes centros el problema es bien diferente -digo grandes centros, no sólo para significar grandes ciudades, sino también los centros de actividad proletaria y socialista más fuertes- y basta, para persuadirse de ello, ir a un comicio cualquiera y estudiar su ambiente. Allí donde antes acudían diez mil personas, ahora sólo van dos mil, y aun siempre son las mismas: las de mejor voluntad, los militantes activos de los diversos partidos de vanguardia. ¡Y qué frialdad en estas reuniones, sobre todo si se recuerda el calor y el entusiasmo de hace algunos años! Los oradores reflejan este estado de ánimo, haciendo discursos que sin que ellos quieran les resultan descoloridos. Cuando no esto, repiten las frases hechas; frases que antes enardecían y que ahora hacen sonreír. Exactamente lo mismo ocurre con los periódicos. Nunca se ha hablado tanto de revolución y de rebelión como ahora, pero nunca como ahora hemos estado tan lejos de la revolución y de la rebelión, sea cómo sea como se las conciba.
Varios hechos nos han mostrado últimamente, hasta la evidencia, esta verdad. Pueden citarse, entre otros, las elecciones políticas en diversos países, en las cuales la masa socialista no ha correspondido a las esperanzas que en ella tenían puestas sus jefes, y las huelgas que desde algunos años a esta parte se van sucediendo con una uniformidad desconcertante de fracasos y derrotas que ni siquiera ofrecen la escasa compensación de poder decir de ellas que son victorias morales, es decir, algo así como el amor platónico de los melancólicos, ya que no el amor completo y vital de los amantes sanos y robustos.
Todos cuantos intervienen de cerca o de lejos en estas cosas comprenden que así no puede seguirse.
Verdaderamente, es necesario encontrar un camino de salida, si no se quiere matar en el pueblo toda fe en sí mismo y en su derecho, si no queremos vernos aislados, más o menos pronto, e impotentes por la pena de las desgracias: la de no ser creídos.
El momento es sobre todo angustioso por este hecho; porque el proletariado no es tan débil como para dejar del todo, para más tarde, cualquier propósito de acción decisiva, pero que tampoco es tan fuerte como para poder arriesgarse, en un paso enérgico, con esperanzas de victoria. Si tan poco fuerte es aún para esto, la culpa pertenece por completo a los partidos políticos y electorales que hasta ahora le dirigieron, haciéndole creer que la única arma para combatir es la acción legal y la papeleta electoral; partidos que lo han educado, mejor dicho, maleducado, en la renuncia del derecho de iniciativa popular. «Somos muchos -piensa el proletariado-; ¿por qué, pues, no vencemos?». No comprenden estos muchos que no basta ser muchos para vencer si no se hacen fuertes de energías individuales. Una masa de unidad que no tenga otra fe que la del número, puede ser desbaratada por cualquier minoría, pequeña y enérgica, ya provenga esta energía de la fortaleza de propósitos, o ya la posea -y aquí está el caso a que nos referimos- por privilegio adquirido precedentemente por autoridad o por violencia.
Mientras éramos pocos decíamos: «Venceremos cuando seamos muchos». Pero entretanto, a fin de ser muchos, se iba despojando de sus mejores flores el árbol de las ideas, y cuando ha llegado la época de cosechar, nos hemos encontrado con un árbol muy frondoso, ciertamente, pero poco propicio para dar frutos, poco menos que estéril. Le falta a este árbol, a este organismo, ya adulto, la espina dorsal de la conciencia revolucionaria.
Las organizaciones proletarias se han vuelto numerosas, fuertes en adherentes, y algunas hasta fuertes financieramente; el partido socialista ha llegado a tener un desarrollo envidiable -hablo de Europa en general, naturalmente-, con un número de representantes en los Parlamentos que es bastante respetable. No debe estar lejos, pues, el momento de recoger los frutos de la larga obra cultivada. Mas he aquí que ocurre lo contrario, que una vez llegados a este punto decisivo nos damos cuenta de que estamos parados, y que este alto en el camino dura ya demasiado tiempo, y esto cuando esa detención no significa, en algunos aspectos, retroceso. La representación parlamentaria del socialismo pierde algunas unidades, de las mejores, de las más combativas y competentes; las organizaciones proletarias están quebrantadas en muchos sitios; el partido socialista y el partido anarquista están furiosamente agitados por las discordias intestinas, y las huelgas acaban todas en fracaso rotundo. En cambio la burguesía, aleccionada con la experiencia de los errores obreros, se recoge, se une, desde el reaccionario hasta el radical -también se le acercan con sonrisas y gestos reverentes, no solo los republicanos, cosa natural, sino que muchos socialistas reformistas-, y evitando las formas de reacción más irritantes, que provocarían tal vez un movimiento enérgico, revolucionario y vivificador, en el pueblo, continúa pegando a los organismos obreros, aun fingiendo no preocuparse de ellos gran cosa, y arrancándoles cada día algo vital, hasta dejarlos sin movimiento.
¿Qué hacer?
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Algunas huelgas -por lo que se refiere a Italia pueden mencionarse la huelga general de 1904 y la de Mayo de 1906; asimismo algunos de los primeros lustros de este siglo en Ginebra y en Barcelona, etc., etc.-, nos enseñan que no debemos desesperar. Hay en el proletariado una suma tal de energías, que los poderosos no tendrán nunca fuerzas suficientes para ahogarlas. ¿Acaso no hemos visto como una de las más fuertes corporaciones de oficio en Italia -la de los ferroviarios- consiguió en una ocasión, sin diputados y hasta contra su parecer, influir directamente en la política, obligando a un ministro a dimitir?
Pero una flor no hace primavera, y si la huelga general y ese movimiento de los ferroviarios a que nos referimos, nos enseñan que no podrá matarse el espíritu de resistencia de las masas, desde otro punto de vista, es muy cierto que la obra revolucionaria puede sufrir altos, debido a los manejos de sus adversarios o a la impericia de sus defensores o amigos. Y un alto es lo que actualmente estamos atravesando. Ante la realidad de este alto, a todos cuantos están impacientes por reanudar la marcha, se impone, como problema, esta pregunta: ¿Qué hacer?
Dos soluciones se presentan a la mente del observador: la una reformista, de los socialistas gubernamentales; la otra revolucionaria, de los socialistas anarquistas.
La primera solución, dada la premisa sentada hace tiempo por varios partidos socialistas, o sea, la de la conquista de los poderes públicos por medio de la acción legal y de la legislación social, como armas de combate y como instrumentos de reivindicación, se presenta a los ojos de muchos como la más lógica. Esa solución ha conducido a una interpretación del socialismo muy especial, como si el socialismo consistiera, no ya en la transformación final del organismo de la propiedad, sino, al contrario, en un lento sucederse, en una tendencia hacia la socialización de la misma propiedad. Así se explica la sonrisita de compasión prodigada a los socialistas de la vieja escuela por parte de los que, en sus propios cálculos, han dejado la probabilidad de que se implante el colectivismo o el comunismo allá para el año 2000. Así se explica cómo el socialismo democrático electoral se hace cada vez más socialismo de Estado con su concentración, por una parte, de todas las esperanzas futuras, y por otra parte, por obra de los socialistas, de un número siempre mayor de los servicios públicos.
Si bien se mira, todo esto no es socialismo, a no ser que con esta palabra se quiera significar como nuevo y hacer pasar por nuevo todo el viejo derecho del radicalismo y del republicanismo burgués. Pero dejando de ser socialista en su íntima esencia, el reformismo no deja de ser por esto una solución. Hasta para los que no piensan nada más que en las mejoras inmediatas y que creen que nada hay mejor que obtener, con el mayor ahorro de energía, de las instituciones actuales, todo lo que de ellas puede esperarse de bueno o de malo, la solución reformista es la única que se les presenta con seductor aspecto. Con el método de la acción legal de los reformistas se puede obtener poco, pero hasta este poco, piensan los prácticos, es ya algo. Se podría conquistar mucho más con un gasto mayor de energía revolucionaria, pero, repiten los positivistas, no es necesario arriesgarse despilfarrando demasiadas fuerzas. Lo que se conquista de este modo es inseguro, dado que puede perderse al día siguiente, porque el que da puede recuperar siempre lo dado y, además, lo poco de hoy compromete y aleja lo mucho a que se tendría derecho y posibilidad de alcanzar mañana. ¡Carpe diem! replican los reformistas… ¡No se es buen positivista sacrificando hoy el huevo por la gallina del año 2000!
Sea como sea, el reformismo legislativo y parlamentario puede dar una brizna de mejora a los que lo adoptaron, con tal de que sepan obrar según la mejor política. Se puede obtener la suspirada ley del descanso para los días festivos, una mejor aplicación de las leyes acerca de los accidentes y acerca del trabajo de la mujeres y de los niños, la ley del divorcio, etc., etc. Y para los que tienen fe en los efectos de las leyes, para los que creen que socialismo y legislación social son una misma cosa, la solución está ya obtenida. Mucho más aún, para los que ven el devenir socialista como un constante y cada vez mayor aumento de los poderes del Estado en el dominio económico, es decir, para los que patrocinan el servicio del Estado en cualquier rama de los trabajos de utilidad pública, para los cuales, naturalmente, se impone esta concepción legislativa y reformista del socialismo. Rasquen un poco al socialista democrático, y debajo de la primera piel encontraran al socialista de Estado.
Sería un error sostener, por un exceso de oposición revolucionaria, que nada, absolutamente nada, pueden esperar las clases obreras de la táctica reformista. Caer en un error de esa índole es un mal, toda vez que los reformistas pueden aportar en su apoyo pruebas de lo contrario, siquiera sean mínimas, pero que serían suficientes para hacer pasar por utópica y embustera la crítica revolucionaria. No; no es necesario negar la verdad. Basta solamente analizar cuando esta realidad corresponde a las necesidades de las clases trabajadoras, y en qué relación está con los fines y las teorías del socialismo. Entonces será fácil probar que el proletariado, confiándose en los reformistas para ahorrarse energías, lo que podríamos llamar pusilánime pereza, se contenta con una escasísima ganancia inmediata a costa de la propia dignidad; ganancia que lo aleja de su total emancipación de la esclavitud del salariado y de la tiranía política. En una palabra, será fácil demostrar que el reformismo es la negación del socialismo.
Desde el punto de vista utilitario, cualquier método puede tener su lado bueno. De dos siervos, uno humilde y dócil y el otro orgulloso y exigente, puede darse el caso de que el primero consiga más fácilmente y en tiempo más breve hacerse aumentar el salario en unos pocos céntimos u obtener las sobras de la mesa, y los vestidos de desecho de su amo; pero es ciertísimo que continuará siempre siendo siervo de alma y de cuerpo, mientras que el segundo, si sabe hacerse necesario e indispensable, puede arrancar al amo alguna concesión, haciendo valer su propio orgullo, y aunque esto lo obtenga con un esfuerzo más fatigoso que el del otro y más tarde, puede, sin embargo, obtener más que el siervo humilde, y de cualquier modo tiene mayores probabilidades de poder un día sustraerse a la condición de servidumbre, por la misma fuerza que le viene de su dignidad de hombre y de la gimnasia de oposición al amo.
Si se hace cuestión de utilidad, de interés inmediato, no olvidemos que los propios intereses inmediatos, tanto individuales como de clase, pueden aventajarse de mil modos. Por ejemplo, allí donde los curas y los burgueses han sabido organizar a los obreros en ligas de amarillos, vemos que estas ligas logran ganar para sus socios ventajas notables, como premio a su traición a la solidaridad de clase. Pero nadie sostendrá, alabando estas mejoras por caridad, que los sindicatos amarillos sirven de auxilio a la emancipación obrera. Se dirá que el parangón es exagerado y que rebasa los límites. Es posible, pero lo he presentado para demostrar que en las cuestiones de índole general, no hay que mirar solamente unas dadas ventajas inmediatas estrechamente económicas, sino que hay que tener en cuenta la ventaja general, tanto desde el punto de vista económico como desde el punto de vista político y moral de la libertad y de la igualdad humana. Es necesario procurar -si se tiene por guía un programa revolucionario de completa transformación social- que el método de lucha adoptado y las ventajas conquistadas guarden relación con el objetivo final de emancipación integral, que, en nuestro caso, es con el ideal del socialismo, entendido éste en el sentido integral de socialización de la propiedad, y si nos es permitido decírselo así, de la libertad.
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Para que el movimiento obrero y socialista conserve su propia esencia de movimiento y no se transforme en éxtasis, debe apresurarse a escoger entre los dos caminos que se le presenten: el reformismo autoritario, o la revolución anarquista. El primero, más fácil y menos fatigoso, llano y florido, sin grandes tropiezos, le conducirá… a dejar de ser socialista; el segundo, más difícil, más costoso de energías y de sacrificios, lleno de obstáculos, espinoso, en el que tendrá que sostener lucha continua, le llevará a la victoria del socialismo y de la libertad. Que escoja y se decida.
Aquellos que quieren conciliar ambos métodos, son hombres en perpetua incertidumbre que no saben ser resueltos y no quieren escoger. Dudando hacia cual inclinarse, el proletariado, y el pueblo en general, pone en evidencia su peor defecto, la pereza intelectual y material, la cual le condena a la inercia, al ocio político y social, a esa quietud en que estamos vegetando en estos precisos momentos. Y ya es sabido que el ocio es padre de todos los vicios. Entre los ocios crece la triste flor de la discordia y de la corrupción. Precisamente en este tiempo de mayor ocio y de menor actividad revolucionaria en el seno de los partidos populares y obreros, es cuando se puede ver como la holgazanería favorece el hecho de que los hombres se despedacen recíprocamente, no sólo de partido contra partido, sino hasta en las fracciones de una misma agrupación, entre hombres que conviven animados por un mismo propósito político y social. y asimismo ese ocio favorece el hecho de que en todas partes se aprovechen del momento los arribistas, los charlatanes, los confusionistas, los impulsivos, para introducirse entre las filas de los militantes y explotar su buena fe, energía y entusiasmo en beneficio de intereses individuales o de casta, de rivalidades tontas o inconfesables, de un afán de notoriedad o de algo peor, sin que el ruido de todo esto, tan mezquino, pueda provocar, ni pronto ni tarde, un movimiento popular que signifique algo.
Se necesita la acción para purificar el aire, para arrojar de los alvéolos de la laboriosidad socialista y anarquista las inútiles abejas ociosas, charlatanas y maliciosas. Pero no puede haber acción allí donde no hay decisión sobre el camino que ha de seguirse. Se impone una de las dos soluciones: la que proponen los reformistas, o la que preconizan los anarquistas. Hemos examinado la primera; veamos ahora la segunda.
Si los revolucionarios no tienen razón cuando dicen que la táctica reformista no sirve ni para obtener mínimas cosas, por otra parte los reformistas tampoco tienen razón cuando acusan a los revolucionarios de que no se preocupan de las necesidades del momento, y que sólo piensan en el paraíso socialista y anárquico del año 2000. Asimismo es un error creer que con el método revolucionario no es posible llegar a obtener resultados inmediatos de mejoras en el mismo seno de la sociedad actual.
Es muy cierto que mientras no se haya socializado y puesto en común la propiedad, habrá siempre miseria, que la posibilidad de mejorar por parte de los obreros es limitadísima, y que más allá de este límite no pueden ir, sino a condición de derribar el orden social actual. Y también es cierto que es posible derribar este orden social actual si la clase obrera no ha alcanzado un estado de cosas y una condición económica tal, que permita, por lo menos a una fuerte minoría suya, alcanzar una elevada condición de clase, o como suele decirse, si antes no ha revolucionado su conciencia. Todo esto parece un juego de palabras, pero no lo es, ni mucho menos.
Aquellos teóricos que consideran el mundo político y económico como una máquina única, sometida a leyes inflexibles de movimiento y de engranaje, y que llegan a la concepción catastrófica de la revolución a través de las teorías apriorísticas y unilaterales de la férrea ley del salario, de la concentración capitalista y del determinismo económico, están bien lejos de la realidad preñada de verdades relativas y determinada por causas infinitas que se entrelazan, tan pronto reforzándose como repeliéndose recíprocamente: causas materiales, políticas, económicas, físicas y psíquicas. La férrea ley del salario, por ejemplo, que no consiente aumento de jornal al obrero sin que repercuta en el coste de la producción, es decir, sin un aumento en el precio de los géneros necesarios a la vida, no es tan férrea como se cree, y no es verdad que anule matemáticamente el beneficio obtenido por el trabajador con el aumento de su salario.
Precisamente la relatividad de estas leyes económicas y sociales permite que la clase obrera pueda aprovecharse, gracias a los márgenes que ella consiente y mientras hay modo de ganar algo, una peseta más de salario o una hora de trabajo, el obrero hace bien en no desperdiciarla y conquistarla. La peseta diaria que ingresa de más puede permitirle al final de la semana comprar el libro y el periódico con que alimentar su inteligencia; la hora de trabajo menos le dará tiempo para leer y descansar algo más. Y el descanso, la lectura y una alimentación mejor le pondrán en condiciones de comprender mejor las cosas y de apresurar, por ello, la revolución. Porque no hay que olvidar que si la mejora obtenida sirve para aguzar el apetito, refinar la inteligencia y formar algo más la conciencia de la clase obrera, no disminuirá sino muy poco, de modo casi imperceptible, el malestar general de la sociedad, la miseria económica y la esclavitud política.
El concepto marxista de la concentración del capital y la relativa miseria creciente, es verdad en sentido muy limitado. El aumento del número de proletarios no impide que el proletariado, o ciertas categorías de éste, pueda disminuir algo, aunque sea poco, aquí o acullá, la propia miseria, dentro de un límite muy restringido. Pero esta disminución, por pequeña que sea, de miseria y de malestar, sometida después a continuas oscilaciones e incertidumbres, solamente con una condición puede ayudar verdaderamente a la clase obrera y ser un encaminamiento hacia la abolición total de la miseria. Esa condición es la de que la mejora no sea un fin, sino que el que la obtenga lo haga con sus propias fuerzas y que no se contente nunca con ella, que no se contente hasta que lo haya obtenido todo, por completo. La clase obrera debe tender a conquistar su total emancipación económica; debe tener por finalidad de su movimiento de clase la abolición del salariado, la socialización de la propiedad, el hermanamiento de las clases por medio de su abolición. Naturalmente, mientras anda este camino, irá cogiendo todo lo que el capitalismo perseguido vaya dejando caer de sus manos, y en la lucha procurará arrebatar al enemigo todo lo que pueda, pero a condición de no desistir de la lucha hasta la completa victoria.
En una guerra, el objeto de un ejército no consiste en arrebatar al enemigo la vituallas y municiones, sino en reducirle a la impotencia y vencerle completamente. Por lo tanto, si es de buena táctica arrebatarle las provisiones de guerra, sería pueril contentarse con éstas e interrumpir la batalla, no preocupándose de otra cosa y durmiéndose sobre los primeros laureles.
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Concebida de este modo la lucha obrera, es decir, concebida como un medio de transformación completa de la organización social, no puede dejar de ser revolucionaria y anarquista. Las conquistas posibles en el seno de la sociedad, tal como ahora está formada, son útiles en relación al fin socialista, a condición de que se sepa que estas conquistas tienen un límite, más allá del cual no hay otro camino de salida que la revolución; a condición de que se sepa su impotencia para destruir la miseria o disminuirla en mucha realmente. El movimiento, por consiguiente, no debe proponerse estas reformas como un fin, sino como un medio, y no como medio único y principal, sino como uno de los medios que resultaría inútil si no estuviera apoyado por el uso de otros métodos revolucionarios. Para que tengan esta característica las mejoras, es necesario que los de abajo las arranquen y no que las concedan los de arriba; que sean hijos del empuje del ímpetu revolucionario fuera de los organismos capitalistas, y no como concesiones en virtud de recíproca colaboración de clase en la esfera del poder legislativo de la burguesía.
Este método presupone el empleo de una energía no desdeñable. ¿Pero de que servirían los organismos proletarios de resistencia, si no debieran emplear la energía de la resistencia? Y no hay que olvidar que la lucha obrera -que tiende a la conquista integral del pan y de la libertad- debe tender a formar conciencias, a formar conciencia de clase del proletariado militante, para que éste puede llegar a tener capacidad para expropiar primero y administrar después, directamente, por medio de sus organizaciones, la propiedad.
Esta conveniencia revolucionaria y esta preparación del porvenir se obtendrán si el proletariado se acostumbra a contar con sus propias fuerzas y sus propios organismos. Por otro camino, esto nos lleva a la concepción anarquista del socialismo, no sólo como fin, sino también como método. Es necesario que el proletariado repudie la teoría de la conquista del poder público, el cual, mientras dure el monopolio capitalista, será defensor de este monopolio, y cuando ya esté socializada la propiedad será inútil, y como todas las cosas inútiles podría ser un daño, podría ser una amenaza para el socialismo y para la libertad.
Es necesario que el proletariado base su acción solamente sobre los organismos de su seno sólidos y por él creados, es decir, sobre las organizaciones obreras de resistencia y de lucha, y que se niegue a colaborar con los poderes capitalistas en torno de las cábalas legislativas, porque la fe en éstas disminuye, si es que no la anula del todo, el ejercicio revolucionario de su acción directa, y tiende nuevamente a presentarle las reformas, vistas con lente de aumento, como un fin y no como un medio. De otro modo se caería en la colaboración de clase, en el reformismo de los legalitarios, es decir, en el otro método de los dos ante los cuales se encuentra presentemente el socialismo.
O la colaboración de clase, para las reformas legislativas dentro de la órbita de las instituciones capitalistas por medio de la táctica electoral de la conquista de los poderes públicos, o la lucha de clase para la abolición del salariado, fuera de los ambientes legislativos y del Estado, por medio de la acción directa revolucionaria, extraparlamentaria y antiautoritaria, de las organizaciones sindicales. El primer camino lleva a que el socialismo reniegue de sí mismo y a que no conserve de sí nada más que el nombre; el otro, manteniendo el puro concepto primitivo de socialización o comunicación de la propiedad, contiene íntegro el socialismo y conduce a la abolición, no tan sólo de la explotación, sino que también de la autoridad -coacción violenta- del hombre sobre el hombre.
INFLUENCIAS BURGUESAS SOBRE EL ANARQUISMO
CAPÍTULO I
LA LITERATURA VIOLENTA EN EL ANARQUISMO
Para no dar lugar a equívocos, conviene que nos entendamos en primer lugar sobre las palabras. No existe una teoría de anarquismo violento. La ANARQUÍA es un conjunto de doctrinas sociales que tienen por fundamento común la eliminación de la autoridad coactiva del hombre sobre el hombre, y sus partidarios se reclutan, en su mayoría, entre las personas que repudian toda forma de violencia y que no aceptan ésta sino como medio de legítima defensa. Sin embargo, como no hay una línea precisa de separación entre la defensa puede ser entendido de maneras muy diversas, se producen de vez en vez actos de violencia, cometidos por anarquistas, en una forma de rebelión individual que atenta contra la vida de los jefes de Estado y de los representantes más típicos de la clase dominante.
Estas manifestaciones de rebelión individual las agrupamos bajo el nombre de anarquismo violento, pero nada más que para ser entendidos, no porque el nombre refleje exactamente la realidad. De hecho, todos los partidos, sin exceptuar a ninguno, han pasado por el periodo en el cual uno o varios individuos cometieron, en su nombre, actos violentos de rebelión, tanto más cuando cada partido se hallara en el extremo último de oposición a las instituciones políticas o sociales que dominaran. Actualmente, el partido que se halla, o parece hallarse, en la vanguardia y en absoluta oposición con las instituciones dominantes, es el anarquista. Lógico es, pues, que las manifestaciones de rebelión violenta contra éstas asuman el nombre y ciertas características especiales del anarquismo.
Una vez dicho esto, quiero hacer notar, aunque sea brevemente, cosa que me parece no ha sido hecho aún, la influencia que la literatura tiene sobre estas manifestaciones de rebelión violenta y la influencia que de ésta recibe.
Naturalmente, dejo sin citar la literatura clásica, por más que podría hallar en Cicerón, en la Biblia, en Shakespeare, en Alfieri, y en todos los libros de historia que corren de mano en mano entre la juventud, la justificación del delito político; de Judith con la historia sagrada y Bruto con la historia romana, hasta Orsini y Agesilao Milano en la historia moderna, hay toda una serie de delitos políticos de los cuales los historiadores y los poetas han hecho apologías, algunas veces injustas.
Pero no quiero hablar de esos delitos, ya porque me llevarían demasiado lejos, ya porque no sería difícil ver en ellos el concurso de circunstancias muy diversas que les daba muy diverso carácter. Quiero solamente referirme a aquella literatura que directa y abiertamente tiene relación con el delito político al que actualmente se da el nombre de anarquismo.
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Desde el año 1880, ha habido siempre, con frecuencia, atentados anarquistas; pero su mayor número se halla en el periodo que va desde 1891 a 1894, especialmente en Francia, España e Italia. Ahora bien: yo no sé si alguien habrá observado que precisamente en dicho periodo floreció, sobre todo en Francia, una literatura ardiente que no se recataba de elevar al séptimo cielo todo atentado anarquista, frecuentemente hasta los menos simpáticos y justificables, y empleando un lenguaje que era verdaderamente una instigación a la propaganda por el hecho.
Los escritores que se dedicaban a esta especia de sport de literatura violenta estaban casi todos ellos completamente fuera del partido y del movimiento anarquista; rarísimos eran aquellos en quienes la manifestación literaria y artística correspondiera a una verdadera y propia persuasión teórica, a una consciente aceptación de las doctrinas anarquistas; casi todos obraban en su vida privada y pública en completa contradicción con las cosas terribles y las ideas afirmadas en un artículo, en una novela, en un cuento o en una poesía; a menudo sucedía que se hallaban declaraciones anarquistas violentísimas en obras de escritores muy conocidos como pertenecientes a partidos diametralmente opuestos al anarquismo.
Aun entre aquellos que por un momento pareció que habían abrazado seriamente las ideas anarquistas, tan sólo uno o dos conservaron más tarde su dirección intelectual -entre ellos no recuerdo más que a Mirbeau y Ekhoud-; los demás pasados dos o tres años, sostuvieron ya ideas del todo contrarias a las afirmadas antes con tanta virulencia.
Ravachol, que aun entre los anarquistas es el tipo de rebelde violento que menos simpatías conquistó, encontró entre los literatos numerosos apologistas; entre éstos, al lado de Mirbeau, a Paul Adam, algunos años después místico y militarista, que dio por hablar del tremendo dinamitero de un modo lo más paradojal que pueda imaginarse: Al fin -dijo poco más o menos Paul Adam- en estos tiempos de escepticismo y de vileza nos ha nacido un santo. No era como se ve, el Santo de Fogazzaro, del cual tal vez Paul Adam estaría hoy dispuesto a hacer la apología. Lo más curioso es que los literatos eran propensos a aprobar más a aquellos actos de rebelión que los mismos anarquistas militantes, propiamente dichos, menos aprobaban, por considerar que su carácter era superabundantemente antisocial.
¿Quién no recuerda la expresión antihumana, por estética que fuera, de Lauretat Tailhade -más tarde convertido al militarismo nacionalista- en el banquete que dio La Plume, en plena epidemia de explosiones dinamiteras, en 1893? La Plume, la notable e intelectual revista parisién, había organizado un banquete de poetas y literatos, y en dicho banquete fue cuando Tailhade soltó la conocida frase referente a los atentados por medio de las bombas: «¡Qué importan las víctimas si el gesto es bello!» Inútil decir que los anarquistas militantes desaprobaron, en nombre de su propia filosofía y de su partido, esa teoría estética de la violencia, pero la frase fue dicha e hizo su efecto.
El nacionalista Mauricio Barres, que había escrito una novela acentuadamente individualista, El enemigo de las leyes, novela que los anarquistas hacían circular para hacer propaganda, escribió, poco después de la decapitación de Emilio Henry -cuyo atentado fue severamente juzgado por Elíseo Reclús-, un artículo lleno de admiración y entusiasmo. No me atrevo a reproducir ni siquiera un pequeño fragmento, porque en Italia, donde esto se escribe, no se pueden decir ciertas cosas ni a título de información literaria; para el que quiera satisfacer su curiosidad, lea el Journal de París de 20 de Mayo de 1894 y quedará plenamente ilustrado sobre el particular. Incluso el clerical antisemita Eduardo Drumont, escribió, después de la decapitación de Vaillant, de tal modo, que sus palabras pasaron a una pequeña antología anarquista de ocasión.
A propósito de Vaillant que, como es sabido, fue un anarquista que arrojó una bomba en el parlamento francés, no puedo dejar en el olvido lo que escribió, al día siguiente de su ejecución, el célebre poeta nacionalista Francisco Coppée: «Después de haber leído los particulares de la decapitación de Vaillant, he quedado pensativo… A pesar mío, ha surgido ante mi espíritu, bruscamente, otro espectáculo. He visto un grupo de hombres y de mujeres apretujándose unos contra otros, en medio del circo, bajo las miradas de las multitudes, mientras de todas las gradas del inmenso anfiteatro surgía rugiente este grito formidable: ¡ad leones! y cerca del grupo los beluarios abrían la jaula de las fieras. ¡Oh, perdónenme, sublimes cristianos de la era de las persecuciones; ustedes que murieron por afirmar su fe de dulzura, de sacrificio y de bondad; perdónenme que les recuerde ante estos otros hombres tétricos de nuestro tiempo! ¡Pero en los ojos del anarquista camino de la guillotina brilla ¡oh dolor! la misma llama de intrépida locura que iluminó sus ojos!»
Algo semejante decía más tarde, siempre a propósito de los atentados, otro literato y psicólogo insigne en su libro titulado En los arreboles, Enrique Lagret, el mismo que algún tiempo después reunió en un extenso volumen y presentó al público las sentencias del «buen juez» Magnaud. Podría extenderme mucho más reproduciendo juicios y apologías entusiastas de la violencia anarquista, o por lo menos justificaciones, en las que transpira todo lo contrario de la antipatía, de escritores como Eduardo Conte, la señora Severine, Descaves, Barrucaud, etcétera, etc.
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Cuando a fines de 1897 se representó en París el drama anarquista de Octavio Mirbeau, Los malos postores, en el cual los apóstrofes más violentos y revolucionarios se vierten a chorros, se produjo un gran entusiasmo en el ambiente intelectual de la capital de Francia. Como en las vísperas de la toma de la Bastilla, los poetas cortesanos y todos los espíritus inteligentes de la aristocracia y de la nobleza se entusiasmaron con las brillantes paradojas de los enciclopedistas, y las damas en voga se prestaron voluntariamente para recibir las mordaces sátiras de Beaumarchais y se deleitaban con las fantasías anarquizantes de Rabelais, así la burguesía intelectual de nuestros días se deleita circundando de poesía y exagerando las explosiones de ira que de vez en vez surgen de las profundidades misteriosas del sufrimiento humano.
El mismo Emilio Zola después de haber lanzado a la palestra como una bomba advertidora, su Germinal, tétrica novela de destrucción, en su París, glorifica a los anarquistas y hasta poetiza la figura de Salvat, el dinamitero, en el cual es fácil reconocer, pintado aún más violento de lo que era, el tipo de Vaillant. Lean la Mêlée sociale de Clémenceau, las Pages rouges de Severine, Sous le sabre de Juan Ajalbert, el Soleil des morts de Camilo Mauclair, la Chanson des Gueux y las Blasphèmes de Juan Richepin, los Idyles diaboliques de Adolfo Retté; hojeen las colecciones de revistas aristocráticas como el Mercure de France, La Plume, La Revue Blanche, los Entretiens politiques et littéraires y hallarán, en verso o en prosa, en las críticas de arte como en las reseñas teatrales y bibliográficas, expresiones literarias tan violentas como jamás se leyeron en periódicos anarquistas verdaderos y propios, como jamás se oyeron en labios de los más sinceros militantes del partido anarquista.
Se comprende como estos literatos llegaron a dar expresiones tan paradójicas a su pensamiento. El artista busca la belleza con preferencia a la utilidad de una actitud; he aquí porque lo que el sociólogo anarquista puede explicar pero no aprobar, produce en cambio el entusiasmo de un poeta o de un artista. El acto de rebelión, que tiene consciencia completa y absoluta de sus efectos, es condenable moralmente como cualquier otro acto de crueldad, aunque la intención hubiera sido buena, de igual modo que un cirujano condenaría que se cortara una pierna cuando no fuera preciso amputar más que un dedo del pie. Pero estas consideraciones de índole sociológica y humana, estas distinciones, las desprecia el individuo que ama la rebelión, no por el objetivo a que tiende, sino por su propia y sola belleza estética, señaladamente los individuos, artistas o literatos educados en la escuela de Nietzsche, que nunca fue anarquista, y que miran todos los actos por trágicos y sublimes que sean, únicamente desde el punto de vista estético y descartando todo concepto de bien o de mal.
Todos estos individuos no han visto, del pensamiento anarquista, nada más que un matiz: el que afecta a la emancipación del individuo, descuidando en absoluto sus otros matices, particularmente el social, problema primordial, o sea, el matiz humanitario. De tal modo han llegado a concebir una ANARQUÍA implacable, impropiamente así llamada, según la cual puede ponerse en el altar a un Emilio Henry, pero también, a su lado, a un Passatore, un Nerón o un Ezzelino da Romano. Se comprenderá que semejantes actos tenían importancia solamente porque la poesía, la prosa, el drama o la novela, la pluma o el lápiz, hallaban en ellos una nueva fuente de formas y de belleza. Sabido es cuanto el amor a una bella frase, a una expresión original o a un verso vibrante, puede deformar el íntimo y verdadero pensamiento del escritor. El Leopardi que poéticamente gritaba: «Las armas, vengan aquí las armas», en la práctica, estaba muy poco dispuesto y muy poco apto para empuñarlas seriamente. Como Paul Adam, habría llamado loco al que le hubiera preguntado en serio si aprobaba a sangre fría el asesinato de un ermitaño cometido por Ravachol, al cual, ya se sabe, calificó de «santo».
En la apreciación de un hecho, el elemento estético es completamente diferente del elemento político-social. Ahora bien: a una doctrina que se basa en el raciocinio científico y que es eminentemente político y social, con evidente error se le atribuye la aplicación paradojal de lo que es sola y simplemente poesía y arte. En toda idea de renovación y de revolución, el arte y la poesía son ciertamente factores que tienen su importancia secundaria muy relativa, pero nunca de ningún modo tal como para poder imperar y tener derecho a guiar la acción individual y colectiva por los únicos efectos estéticos que se puedan obtener.
Independientemente de la bondad intrínseca de una idea, el arte se apodera de ella y la embellece a su gusto, aun a riesgo de transformarla totalmente, con tal de que pueda hallar en ella nuevas formas de belleza. Es ésa la suerte que les está reservada a todas las ideas nuevas y audaces que por su naturaleza se prestan mejor a la fantasía del artista. La historia de la literatura es una prueba viviente de que el arte es por naturaleza rebelde e innovador; todos los poetas, todos los novelistas, todos los dramaturgos fueron en sus orígenes rebeldes, aun cuando después cambiaran la blusa del bohemio por el frac académico o del cortesano. La literatura conservadora no ha volado nunca muy alto y siempre ha sido fastidiosa. Si alguna vez hubo poesía y arte en la aplicación de un pensamiento reaccionario, fue porque hubo en él rebelión y lucha, y así se explica el reflorecimiento poético y artístico de espiritualismo que en estos momentos encuentra renovadas energías.
Pero volviendo a lo dicho anteriormente, repito que ninguna, o muy mínima relación, existe entre el movimiento social anarquista de bases sociológicas y políticas y el florecimiento de la ANARQUÍA literaria fuera de ciertas expresiones y formas artísticas, y hallo la prueba en que los anarquistas militantes son corrientemente hombres de ciencia y filósofos, y sólo en rarísimos casos literatos y poetas. Como hemos visto, ciertos violentos apologistas de la violencia anarquista han sido frecuentemente verdaderos y propios reaccionarios en política. Y no faltan los que, aunque por un momento se llamaron anarquistas, más pronto o más tarde pasaron a otros campos y se volvieron nacionalistas como Paul Adam, militaristas como Laurent Tailhade, o socialistas como Manclair.
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Si es verdad que el arte es expresión de la vida en una forma de belleza, ciertamente la literatura actual, tan saturada de espíritu anárquico, es una consecuencia del estado social en que nos hallamos y del periodo de rebelión que hemos atravesado.
Pero, a su vez, ciertas formas de literatura anárquica violenta, ejercen su influencia sobre el movimiento, de un modo que no debemos dejar de examinarlo. Las formas paradojales estéticas de la literatura anarquizante, han tenido sobre el mundo anarquista una repercusión enorme, la cual ha contribuido no poco a hacer perder de vista el lado socialista y humanitario del anarquismo y ha influido también no poco en el desarrollo del lado terrorista.
Pero, entendámonos: yo hago constar un hecho, y no por esto pretendo sostener que debemos poner un freno al arte y a la literatura, aunque sea con el fin de defender a la sociedad o de hacer caminar el movimiento revolucionario mejor por un sendero que no por otro. Sería lo mismo que colgar hojas de parra a los desnudos de nuestros museos para salvaguardar el pudor o, dirigir por vías más castas el pensamiento de los seminaristas o de los pensionistas que van a visitarlos. El caso es que el hecho que hago constar, es innegable.
Séame permitido recordar un caso que yo mismo he podido observar. Cuando Emilio Henry, en 1894, arrojó una bomba en un café, todos los anarquistas que yo entonces conocía, encontraron ilógico e inútilmente cruel dicho atentado, y no disimularon su descontento y su desaprobación del acto cometido. Pero cuando, durante el proceso, Emilio Henry pronunció su célebre autodefensa, que es una verdadera joya literaria -confesado así hasta por el mismo Lombroso-, y cuando, después de su decapitación, tantos escritores, sin ser anarquistas, ensalzaron la figura del guillotinado, su lógica y su ingenio, la opinión de los anarquistas cambió, por lo menos en una gran mayoría de éstos, y el acto de Henry encontró, entre ellos, apologistas e imitadores. Como se ve, el lado estético, literario, arrinconó de un modo evidente el lado social, o mejor dicho antisocial, del atentado, y en este caso, la doctrina anarquista integral, nada tuvo que agradecer a la literatura. En efecto, le había prestado un flaco servicio.
Esta especie de literatura es la que ha hecho la mayor propaganda terrorista; una propaganda que en vano se buscará en todas las publicaciones, libros, folletos y periódicos que son verdaderamente la expresión del partido anarquista. ¿Quién no recuerda, para no citar más que un caso, en Italia, el magnífico artículo de Rastignac sobre Angiolillo? Pues bien: a pesar de que en este caso el autor del artículo dijo muchas verdades, a éstas mezcló bastantes paradojas, contra las cuales salió a la palestra precisamente Enrique Malatesta, que pasaba por ser uno de los anarquistas más violentos, cuando es de los más calmados y razonables. Debido a la influencia de esta literatura y no por otras razones no faltó quien quiso poner en práctica una de las inventivas más violentas y sólidas de la pluma del poeta Rapisardi, después de reproducirla en algunos números de un periódico terrorista denominado Pensiero e Dinamite, y este tal fue un joven cultísimo y bien acomodado siciliano que extinguió doce años de presidio por dicho motivo: Schicchi.
Ciertamente que tanto Rastignac como Rapisardi serían capaces de protestar, y tendrían razón, contra una afirmación de complicidad, aunque fuera indirecta. Pero esto no importa para que lo que digo pruebe que la sugestión artística y literaria puede ser -y no soy el primero en decirlo-, la determinante, no tan sólo de un acto preciso preestablecido, sino que también de una dirección mental del género de la de los anarquistas terroristas a quienes no se les alcanzan las inducciones y deducciones filosóficas de un Reclús o de un Kropotkin, o la lógica esquelética pero humanitaria de un Malatesta, como tampoco alguna violencia verbal o escrita de los consabidos periodiquillos de propaganda que nada tienen de literarios.
CAPÍTULO II
INFLUENCIAS BURGUESAS SOBRE EL ANARQUISMO
Decíamos en el capítulo anterior que la literatura burguesa, aquella literatura que en el anarquismo ha encontrado motivo para una actitud estética nueva y violenta, contribuyó indudablemente a determinar entre los anarquistas una dirección mental individualista y antisocial.
Los literatos y artistas, sin preocuparse de si esto podía ser aplicado a toda la vida general de la humanidad, han encontrado un elemento de belleza en el hecho de que un individuo, con la potencia de su inteligencia y con el soberano desprecio de la propia vida y de la vida ajena, se haya puesto, con un acto violento de rebelión, fuera del común de los hombres. Para estos artistas y literatos, la belleza del gesto hacía las veces de utilidad social, de la que, por lo demás, no se preocupaban. Así han idealizado la figura del anarquista dinamitero porque hasta en sus manifestaciones más trágicas presenta, en efecto, innegables características de originalidad y de belleza. Esta idealización literaria y artística ha ejercido su influencia entre muchos anarquistas que, por falta de cultura o poco habituados al raciocinio lógico o por temperamento, han tomado por elemento de propaganda de ideas lo que no era más que un medio de manifestación artística.
En ciertos ambientes anarquistas, más impulsivos y al mismo tiempo menos cultos, no se ha sabido hacer esta distinción necesaria; no se ha comprendido que en aquellos literatos, que parecía que rivalizaban a ver cuál emitía una paradoja más extravagante, no había una convicción doctrinal y teórica. Hacían la apología de Ravachol o de Emilio Henry de igual modo como en otros tiempos y países habrían hecho la apología de un salteador de caminos. No cabe duda de que el bandido que asalta al viandante y le mata, ofrece una actitud más simpática que la del timador o la del que aligera bolsillos por las calles; el primero puede dar argumento para un drama o una novela, el segundo sólo se presta para la comedia o el sainete. Sin embargo, todo individuo que tenga sano el juicio no podrá negar que el bandido de encrucijada es mil veces más pernicioso y condenable que el ratero.
Estos literatos poseurs tal vez sin quererlo, ofenden a los mártires del anarquismo hasta en el elogio que de ellos hacen, puesto que su elogio saca argumento y motivo de interés precisamente de aquello que, según los principios anarquistas es doloroso y deplorable aunque lo imponga una necesidad histórica. La mentalidad burguesa determina en ellos el gesto que luego repercute en el ambiente anarquista, y tiende a que se forme en éste una mentalidad semejante.
Así como entre la burguesía halla más gracia el asesino que arrebata una vida al consorcio humano que el ladrón que, en último término, nada arrebata al patrimonio vital de la sociedad, cambiando tan sólo el puesto y el propietario de las cosas, igualmente, cambiando los términos, y aparte todo parangón que sería injurioso, entre los anarquistas los hay que aprecian mucho más al que mata en un momento de rebelión violenta que al oscuro militante que con toda una vida de obras constantes determina cambios mucho más radicales en las conciencias y en los hechos.
Repito lo que he dicho otras veces: los anarquistas no son tolstoianos, y por tanto reconocen que frecuentemente la violencia -y cuando es tal, es siempre una fea cosa, tanto si es colectiva como individual- resulta una necesidad, y ninguno sabría condenar al o a los que sacrificando su vida con sus actos dan satisfacción a esta necesidad. Pero aquí no se trata de esto, sino de la tendencia, derivada de las influencias burguesas, a trocar los términos, a cambiar el objetivo por los medios y a hacer de éstos la única y primordial preocupación.
Según mi entender, los anarquistas que dan una importancia soberana a los actos de rebelión, son tal vez revolucionarios y anarquistas, pero son mucho más revolucionarios que anarquistas. ¡Cuántos anarquistas he conocido que se preocupan poco o nada de las ideas anarquistas, o que hasta ni siquiera procuran conocerlas, pero que son ardientes revolucionarios y que su crítica y su propaganda no tienen más fin que el revolucionario, el de la rebelión por la rebelión! Y cuanto más ardientes y más intransigentes han sido, más pronto abandonaron nuestro campo y se pasaron al de los partidos legalitarios y autoritarios cuando su fe en una revolución a plazo breve desapareció al contacto de la realidad, y cuando su energía se agotó en los demasiado violentos conflictos con el ambiente.
La influencia de la ideología burguesa sobre estos individuos es innegable. La importancia máxima concedida a un acto de violencia o de rebelión es hija de la importancia máxima que la doctrina política burguesa concede a todo el ambiente social. Y esta influencia perniciosa es la que anula en muchos anarquistas aquel sentido de relatividad en virtud del cual debería darse a cada hecho su propia real importancia, de modo que ningún medio revolucionario quedara descartado, a priori, sino que cada uno fuera considerado en su relación con el fin perseguido y sin confundir entre ellos los caracteres, las funciones y los efectos especiales.
Tenemos, pues, comprobadas dos formas de influencia burguesa en el anarquismo: una directa, que se manifiesta en una importancia mayor otorgada al hecho revolucionario antes que al objetivo a que este hecho debe tender, y la otra indirecta, la de la literatura burguesa decadente de estos últimos tiempos, encaminada a idealizar las formas más antisociales de rebelión individual.
Entres estas dos formas hay un estrecho parentesco y por esto no he podido considerarlas separadas una de otra.
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La burguesía ha ejercido una influencia extraordinaria sobre el anarquismo cuando se ha propuesto la misión de hacer… propaganda anarquista.
Esto parece una paradoja. Sin embargo, es una verdad; mucha propaganda anarquista ha sido hecha por la burguesía. Claro es que, desgraciadamente, lo ha hecho de un modo nada útil a la idea verdaderamente libertaria. Pero no deja de ser verdad, no obstante, que los efectos de esta propaganda espúrea son los que la burguesía ha querido luego atribuir con mayor ahínco a todo el partido anarquista.
En los momentos de mayor persecución contra los anarquistas, sucedió que todos los descentrados de la actual sociedad, y entre éstos muchos delincuentes, creyeron seriamente que la ANARQUÍA era tal como la describían los periódicos burgueses, es decir, algo que se adapta muy bien a sus hábitos extrasociales y antisociales. Como por diferentes razones es un hecho que estos individuos se hallan, como los anarquistas, en un estado de perpetua rebelión contra la autoridad constituida, esto dio pie a que el equívoco arraigara y se ampliara. En la cárcel o en el destierro forzoso, hemos topado muchas veces con delincuentes comunes que se llamaban anarquistas, sin que, naturalmente, hayan jamás leído un solo periódico o folleto anarquista, ni siquiera oído hablar de ANARQUÍA fuera de los periódicos burgueses.
Y así creían que la ANARQUÍA era precisamente tal como la escribían los más calumniadores periódicos reaccionarios, y tal la aprobaban o la desaprobaban. ¡Figúrense, para los que la aprobaban, qué especie de ANARQUÍA debía ser! Recuerdo haber conocido en la cárcel a un condenado por delitos comunes, un falsificador inteligente y hasta poeta por añadidura, el cual creía seriamente ser anarquista, y que así lo había dicho a sus jueces. Y una vez que uno de éstos le preguntó que como se arreglaba para poner de acuerdo los delitos que cometía con las ideas que decía profesar, respondió: «Lo que usted llama delitos, es un principio de la ANARQUÍA. Cuando todos los hombres se entreguen a una desenfrenada delincuencia -son palabras textuales- entonces será o vendrá la ANARQUÍA». Como se ve, aceptaba la ANARQUÍA, pero en el sentido que le dan los diccionarios burgueses, sentido de desorden y de confusión.
Esta especie de propaganda al revés, causaba su efecto hasta entre quienes no querían mezclarse con los anarquistas. En las cárceles de tránsito de Nápoles, conocí a unos camorristas que creían que los anarquistas constituían verdaderamente una sociedad de malhechores y, por lo tanto, digna de figurar al lado de la honrada sociedad de la camorra. En Tremiti me contaron que a un modesto banquete entre anarquistas y socialistas, fueron invitados dos o tres camorristas -los únicos desterrados políticos existentes en la isla- por simple condescendencia humana que nada tenía que ver con la política, y al llegar a los brindis de ritual y con gran sorpresa de todos, uno de los camorristas lanzó el suyo en pro de la unión de «los tres partidos: camorra, ANARQUÍA y socialismo» contra el Gobierno.
Una carcajada general siguió a este brindis, pues sabido es que la camorra se alía más fácilmente con el Gobierno que con nadie, y especialmente contra socialistas y anarquistas. Pero esto nos enseña como la mentalidad de los delincuentes comunes ha creído y aceptado como verdadera ANARQUÍA la que han hecho circular los periódicos burgueses y policíacos.
La propaganda traidora de estos periódicos, nos explica, asimismo, porque en un determinado periodo -de 1889 a 1894-, hemos visto más de un proceso en que ladrones y falsarios vulgares se han declarado anarquistas, dando un barniz pseudo-político a sus actos. Leyeron que la ANARQUÍA era el ideal de los ladrones y de los asesinos, y se dijeron: «Yo soy ladrón, soy, por consiguiente, anarquista».
Nos explica igualmente el hecho, que tanto impresionó a Lombroso, de que muchos delincuentes comunes se decían anarquistas al ser encarcelados, pero antes de serlo, nótese bien. Mientras sentían sobre sus espaldas el puño de la autoridad, pensaban en los anarquistas, que en sus mentes eran los más terribles delincuentes por odio a la autoridad constituida, y cuando entraban en su celda, cogían el primer clavo que les caía en las manos y escribían en la pared, papel de la canalla: «¡Viva la ANARQUÍA!»
Pero este fenómeno duró poco. Pronto se dieron cuenta de que llamándose anarquistas corrían más peligro que robando y asesinando, que el barniz anarquista contribuía a que los tribunales recargaran la dosis de condena, sin disminuir la antipatía que sus actos causaban. Por añadidura, encontraban en la mayoría de los anarquistas una indiferencia glacial y una desconfianza extraordinaria hacia sus improvisadas conversiones a la «idea», cuando no algún que otro porrazo, y entonces cesaron de llamarse anarquistas.
Sin embargo, algo de esta propaganda quedó entre los anarquistas verdaderos y propios. Alguno ha tomado en serio los sofismas de algún delincuente genial y ha acabado teorizando sobre la legitimidad del hurto o de la fabricación de la moneda. Otros han ido en busca del atenuante, hablando del «robo a favor de la propaganda», produciéndose así los fenómenos Pini y Ravachol, dos sinceros que fueron una excepción, pero que no por esto fueron menos víctimas de los sofismas hijos de la propaganda al revés de los periódicos y de la calumnia burguesa. La excepción nunca ha sido la regla, porque aquellos anarquistas que de buena fe aceptaron la idea del robo, en la práctica no fueron capaces de robar ni una aguja; y los demás que robaban de verdad, se guardaban bien de hacerlo «para la propaganda» y pronto dejaron de llamarse anarquistas para continuar siendo vulgarísimos ladrones, y hasta no faltó quien se hizo buen propietario y comerciante, amigo de las instituciones y de la autoridad constituida.
Esta tendencia ha ido desapareciendo de entre los anarquistas. Pero de todos modos demuestra que fue posible por una influencia completamente de origen burgués, tras la campaña de calumnias y de persecuciones contra los anarquistas. «Los anarquistas -se decía- quieren abolir la propiedad privada; por consiguiente, quieren arrebatar la propiedad a quienes la poseen, y, por lo tanto, los anarquistas son unos ladrones». Este silogismo se parece como a una gota de agua, al otro silogismo ya clásico: «El buen vino cría buena sangre, la buena sangre cría buenos humores, los buenos humores hacen hacer buenas obras, las buenas obras nos conducen al paraíso; por consiguiente el buen vino nos lleva al paraíso». Y en virtud de este silogismo se condenaba a los anarquistas por malhechores, por delincuentes.
Nada tiene, pues, de extraño que alguno de los que se decían o se creían anarquistas -señaladamente aquellos que sólo la primera vez oyeron hablar de la ANARQUÍA a los que la difamaban-, nada de extraño tiene, repito, el que algunos, especialmente individuos incultos o impulsivos o inexpertos en el raciocinio ordinario, hayan creído y admitido todos los absurdos propagados. Pero ¿quién puede negar que si estos individuos se engañaron fue debido este engaño a la mala fe burguesa? ¿Quién puede negar que no sea de la burguesía toda la responsabilidad, puesto que la doctrina anarquista y su programa de lucha nada contiene que pueda justificar ni explicar semejantes aberraciones de la lógica?
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Lo que acabamos de decir, o sea, que muchos individuos se volvieron anarquistas debido a esta propaganda tergiversada de periodistas y de escritores burgueses, parecerá una exageración, aun a los que hayan vivido y vivan todavía en el ambiente anarquista.
La mente de los hombres, especialmente la de los jóvenes, sedienta, de todo lo misterioso y extraordinario, se deja arrastrar fácilmente por la pasión de la novedad hacia aquello que a sangre fría y en la calma que sigue a los primeros entusiasmos se repudiaría en absoluto y con gesto definitivo. Esta fiebre por las cosas nuevas, este espíritu audaz, este afán por lo extraordinario, ha llevado a las filas anarquistas los tipos más exageradamente impresionables, y, a un mismo tiempo, los tipos más ligeros y frívolos, seres a quienes el absurdo no los espanta, sino que, antes bien, les hechiza. Precisamente porque un proyecto o una idea son absurdos se sienten atraídos, y al anarquismo vinieron precisamente por el carácter ilógico y estrambótico que la ignorancia y la calumnia burguesa han atribuido a las doctrinas anarquistas.
Estos elementos son los que más contribuyen a desacreditar el ideal, precisamente porque de este ideal hacen surgir un sin fin de ramificaciones estrafalarias y falsas, de errores en extremo groseros, de desviaciones y degeneraciones de toda índole, creyendo que defienden, muy seriamente, la ANARQUÍA «pura». Apenas entrados estos individuos en el mundo anárquico, se dan cuenta de que el movimiento sigue un camino menos extraño del que se imaginaron; en una palabra, se dan cuenta de que tienen ante ellos una idea, un programa y un movimiento completamente orgánicos, coherentes, positivos y posibles, precisamente porque fueron concebidos con aquel sentido de la relatividad sin el cual no es posible la vida. Este carácter de seriedad, de positivismo y de lógica, les irrita, y hételos en seguida constituyendo toda esa masa amorfa que no sabe lo que quiere ni lo que piensa, pero que es insaciable demoliendo desacreditando todo lo que de serio y de bueno hacen los demás, y empleando aquel lenguaje autoritario y violento propio de su temperamento y del origen burgués de su estado mental.
Hasta cuando sus ideas y sus críticas son originariamente justas, las exageran y las deforman de tal modo que no podría hacerlo peor un enemigo declarado. Hacen como aquel que viendo que los panaderos cuecen mal el pan, se empeña en sostener que hay que destruir los hornos, o como aquel que persuadido de la necesidad de regar un terreno demasiado árido, se empeñará en abocar sobre él toda el agua de un río.
Pues bien: todos estos individuos no habrían venido nunca a nuestro campo sin la atracción que sobre ellos ejerció la propaganda falsamente anarquista de la burguesía. Toda la campaña de invectivas, de calumnias, de invenciones a cual más ridícula y mastodóntica, actuó de espejuelo para todos estos descontentos intelectuales y materiales, psicológicamente y fisiológicamente, que se orientan siempre hacia lo absurdo, hacia lo extraordinario, hacia lo terrible y lo ilógico.
Bastaría, para convencerse de todo esto, tener la paciencia de hojear las colecciones de dos o tres periódicos, los más autorizados, de los últimos quince o veinte años. Bastaría asimismo hojear toda aquella literatura de ocasión que en el curso de ese período se fue formando, referente a la ANARQUÍA y a los anarquistas, fuera del ambiente anarquista, en el ambiente burgués, policíaco y aun sedicente científico. Revistas y periódicos de toda clase, conservadores y demócratas, han inventado y dicho las cosas más truculentas acerca de nosotros.
¿Quién no recuerda los Misterios de la ANARQUÍA, de estúpida memoria, editado por un poco escrupuloso librero? No hay historia inverosímil que no se haya endosado a los anarquistas, sea en novelas, sea en libros de otra clase, o ya en periódicos y revistas de renombre. El afán de satisfacer el gusto del público por las cosas nuevas y extrañas, llevó a los novelistas, periodistas, y pseudocientíficos a armar un pisto de mil demonios, frecuentemente atribuyendo, con conocimiento del daño que se causaba, a los anarquistas, una fuerza mayor de la real, un número inconmensurablemente superior al verdadero y unos medios que los anarquistas no han tenido nunca en sus manos. Si esto podía, desde cierto punto de vista, halagar a los simpatizantes más inconscientes, contribuía, no obstante, a dar un barniz de veracidad a todas las ideas extravagantes y a todos los propósitos truculentos atribuidos a los anarquistas. Los Misterios de la ANARQUÍA acababan tomando, en la mente de muchos, la forma de historia real.
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Y porque de este conjunto fantástico, en cuya forma los escritores y periodistas burgueses presentaban al movimiento anarquista, se desprendía, algunas veces, algo que era interesante y simpático, o, por lo menos, algo que despertaba admiración, sucedió que muchas fantasías mórbidas, muchos desequilibrados, muchos desesperados de la lucha social, se sintieron atraídos; a semejanza de lo que ocurre en ciertos lugares y en ciertas mentes primitivas, que se sienten atraídas por las figuras y actos, a veces imaginarios, de un Tiburzi o de un Musolino, bandidos de renombre. Las mismas víctimas más atormentadas por la injusticia actual, se comprende cuán fácilmente podían ser llevadas a aprobar, por reacción y represalia, el carácter belicoso y sanguinario que a la ANARQUÍA asignaron los escritores de la prensa burguesa.
¡Cuántas veces, a mi mismo acudieron algunos de estos «catequizados» por los periódicos burgueses peguntándome que debían hacer para ser admitidos en la «secta» y si había dificultad para que los presentara a la «sociedad de los anarquistas»! Y cuando yo les preguntaba qué creían que eran los anarquistas, me respondían: Los que quieren matar a todos los señores y a los que mandan, para repartirse las riquezas y mandar un poco cada uno. ¡Ah! ciertamente, estos hombres no habían leído los folletos de Malatesta, ni los libros de Kropotkin, ni los escritos de Malato; habían leído, simplemente, esas estupideces, en la Tribuna o en el Observatorio Romano.
Este estado psicológico de los desesperados, prontos a recibir la impresión, lo describió muy bien Enrique Leyret en un estudio de los arrabales de París. Durante el periodo terrorista del anarquismo, según Leyret, el pueblo de los arrabales se sentía arrastrado, por las condiciones enormemente desastrosas en que vivía y por el espectáculo de los escándalos bancarios, a simpatizar con los anarquistas más violentos. «Lo que era la ANARQUÍA, lo que ésta quería, el pueblo lo ignoraba o poco menos. No consideraba a los anarquistas sino desde un solo aspecto especial, parangonándolos a todos con Vaillant, y su simpatía, innegable, al guillotinado, le llevaba insensiblemente a aprobar sus misteriosas teorías… El pueblo que se deleita con el misterio, y que se enamora de los individuos cuando más velados se le aparecen por una oculta potencia, atribuía a los anarquistas una formidable organización secreta…» Henay Leyret, En plein fanbourg, página 257.
Y este carácter misterioso que seducía al pueblo más miserable era atribuido a la ANARQUÍA por los grandes rotativos, llenos en aquel tiempo y siempre de fantásticos relatos de sesiones anarquistas tremendas, de entrevistas imaginarias, de complots horribles, de cifras, de fechas, de nombres todos equivocados, pospuestos y cambiados, pero todo encaminado a llamar la atención del público sobre la ANARQUÍA. Tal vez -¡quién sabe!-, desde cierto punto de vista, todo esto haya sido un bien, en el sentido de que provocó un movimiento de interés y de discusión en torno a la ANARQUÍA. Pero este caso beneficio que haya podido reportar -beneficio que, por lo demás, se habría obtenido igualmente con decir la simple verdad sobre los hechos y las cosas, por sí mismos bastante interesantes- quedó neutralizado por la influencia maléfica que toda esta confusión y desnaturalización de ideas hubo de ejercer en el campo anarquista.
Porque es verdad que los que vinieron a nuestro campo atraídos por el ruido de esta falsa propaganda burguesa, modificaron ciertamente, de un modo insensible, mejorándolas, sus ideas, y arrojaron mucha arena que antes tomaron por oro de ley; pero desgraciadamente también es verdad que, sin duda debido a su temperamento, que a ello les predisponía, ha quedado en ellos algo de lo antiguo, residuos o frutos de aquella influencia burguesa. Cuando se toma una falsa dirección mental, pocos son los que saben o tienen fuerza suficiente para rectificarla.
Así tenemos que aquellos que vinieron a nuestro campo por espíritu de represalia, por el odio sembrado en sus corazones por la miseria y la desesperación, y que vinieron precisamente porque creyeron que la ANARQUÍA era aquella idea de violenta represalia y de venganza que la burguesía les describió, se han negado a aceptar lo que es concepción verdadera del anarquismo, es decir, la negación de toda violencia y la sublimidad en el amor del principio de solidaridad. Para estos individuos, la ANARQUÍA ha continuado siendo la violencia, la bomba, el puñal, por una extraña confusión entre causa y efecto, entre medio y fin, y tan verdad es esto, que cuando un Parsons declaró que la ANARQUÍA no es la violencia, y cuando Malatesta les repite que la ANARQUÍA no es la bomba, casi les tienen por renegados. A cuantos se afanan por corregir estos errores, funestas degeneraciones burguesas, recordando que la ANARQUÍA no es un ideal de venganza, que la revolución que desean los anarquistas debe ser la revolución del amor y no del odio, que la violencia debe ser considerada como un veneno mortal tan sólo empleado como contraveneno, por necesidad impuesta por las condiciones de la lucha y no por deseo de causar daño, a los que dicen todo esto, aunque sean los primeros en la abnegación y en la lucha, se les califica de viles y cobardes por parte de todos aquellos que en el cerebro tienen inoculada la palabra y burguesa teoría de la violencia que debe emplearse como ley del Talión o de Lynk.
Como es sabido, la ANARQUÍA es el ideal que se propone abolir la autoridad violenta y coactiva del hombre sobre el hombre, así como de cualquier otra prepotencia, sea económica, política o religiosa. Para ser anarquistas basta patrocinar esta idea y obrar lo más posible en consecuencia, propagando en las mentes la persuasión de que sólo la acción directa y revolucionaria del pueblo y de los trabajadores puede conducirles a la completa emancipación económica y social. Todo aquel que esté animado por estos sentimientos y tenga estas ideas y obre coherentemente con éstas y por ellos luche y haga propaganda, es indudablemente anarquista, aun cuando a su sentido moral le repugna cualquier acto de rebeldía o de venganza cometido por alguno que se llame a sí mismo anarquista, y aún cuando éste persuadido de que todos los actos de rebeldía individual son perjudiciales a la causa anarquista. Este indicio podría estar equivocado en sus apreciaciones, pero esto no impide que sea un anarquista coherente consigo y verdaderamente convencido y consciente.
Así, por ejemplo, hay anarquistas vegetarianos que incluyen en sus doctrinas el vegetarianismo. Pero -¡pardiez!-, sería muy extraño que éstos sostuvieran que no es un verdadero anarquista el que no es vegetariano. De igual modo es extraño que no se quiera tener por anarquista al que no aprueba o no siente simpatía por el acto violento individual. Esta forma de propaganda podría ser útil o nociva, pero no entra dentro de la doctrina anarquista; es, simplemente, un medio de lucha que puede ser discutido, admitido en todo o en parte, o excluido por completo, pero no constituye aquel «artículo de fe» -haciendo uso de una frase católica-, fuera del cual no hay salvación, sin el cual no se puede ser anarquista. Los que crean lo contrario y excomulguen papalmente a los demás, simplemente porque éstos no sientan una soberana simpatía por Ravachol o por Emilio Henry, estos, en verdad, son víctimas de la propaganda calumniosa de la burguesía, pues creyeron seriamente las afirmaciones de ésta cuando dijo que la ANARQUÍA era la violencia y la bomba. Desgraciadamente, de estos miopes intelectuales, tenemos aún bastantes en el ambiente anarquista.
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No se detiene la influencia burguesa en esta sola cuestión de la violencia, que tan divididos tiene los ánimos, sobre la que me he extendido largamente porque es la más importante, y de la que volveré a hablar separadamente.
Tal vez algún lector recordará mi polémica con el amigo Lavablero, acerca de la familia y del amor en la sociedad futura. Hice notar que «entre muchos anarquistas hay una deplorable tendencia a aceptar como teoría propia todo lo que, o por lo menos mucho, los escritores burgueses encontraron para tener una arma contra el anarquismo». Ya hemos visto que así ha sucedido con la cuestión de la violencia. Igualmente ha ocurrido en esta otra cuestión de las relaciones sexuales.
Para desacreditarnos ante el pueblo, los escritores burgueses, tomando pie de que nosotros criticamos el orden actual de la familia, a base de autoridad, de interés y de dominio del hombre sobre la mujer, han deducido que queremos la abolición de la familia, y, por lo tanto, que queremos las mujeres en común, la promiscuidad, los hijos sin padre conocido, con los relativos incestos, violencias carnales y todo cuanto de más salvaje y al propio tiempo ridículo se pueda imaginar. Al contrario de todo esto, la doctrina anarquista, ya desde su principio, no ha hecho más que preconizar la purificación de los afectos de toda intromisión y sanción extraña, sea de legisladores, o de sacerdotes, sea política o religiosa, y, con esto, la emancipación de la mujer, libre e igual al hombre, la libertad del amor sustraído a las violencias de la necesidad económica y de cualquier otra autoridad extraña al mismo amor, en una palabra, la reducción de la familia, restituida a sus bases naturales: la recíproca actuación amorosa y la libertad de elección.
Pues bien; no quiero decir que esta sana concepción del amor y de la familia haya sido repudiada por los anarquistas para aceptar la brutal concepción calumniosa de los burgueses; antes bien todo lo contrario. Pero la calumnia burguesa no ha dejado de ejercer una cierta influencia en este terreno. Aunque la inmensa mayoría de los anarquistas conservan en toda su pureza el concepto del amor libre sobre la base de la libre unión, no ha faltado, de vez en vez, alguno que, dando la razón a los críticos burgueses, ha confundido la libertad del amor con la promiscuidad en el amor. Tan verdad es esto, que hace algunos años, metió cierto ruido la teoría de la pluralidad de afectos, del amorfismo en la vida sexual, el cual quiso basarse en extravagancias seudo científicas, teoría que más tarde fue reconocida fantástica por el que más de entusiasta fue de ella.
Ahora bien, aunque atenuada, esta teoría amorfista sobre el amor tenía un origen burgués, consecuencia de la manía de muchos revolucionarios que abrazan como óptima cosa todo lo que ven que los conservadores combaten con horror, aunque éstos no lo atribuyan con fines denigratorios.
Lo mismo sucedió con la organización. Los anarquistas han sostenido siempre que no hay vida fuera de la asociación y de la solidaridad y que no es posible la lucha y la revolución sin una organización preordenada de los revolucionarios. Pero a los escritores burgueses les convenía más pintarnos como factores de la ANARQUÍA, en el sentido de confusión, comenzaron a decir que éramos amorfistas, enemigos de toda organización, y con tal objeto desenterraron a Nietzsche y después a Stirner… Muchos anarquistas mordieron el anzuelo, y muy en serio se convirtieron en amorfistas, stirnerianos, nietzscheanos, y otras tantas parecidas diabluras: negaron la organización, la solidaridad y el socialismo, para acabar algunos restaurando la propiedad privada, haciendo de este modo, precisamente, el juego de la burguesía individualista. Sus ideas se convirtieron, valiéndose de una frase de Felipe Turati, en la exageración del individualismo burgués.
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De esta manía de aceptar como bueno todo lo que nuestros enemigos creen malo, se podría buscar el origen hasta en el espíritu del todo humano, de contradicción y de contraste: «Mi enemigo cree que esto es malo, pero como mi enemigo no tiene nunca la razón, lo que él cree malo es, bien al contrario, una excelente cosa». Muchos más hombres de los que nos figuramos, especialmente entre los revolucionarios, hacen ese raciocinio, que por casualidad puede ser exacto en los hechos, pero en sí mismo es equivocadísimo. Si nuestro enemigo dice que es peligroso tirarse de cabeza a un pozo, ¿vamos a contradecirle diciendo que es muy bueno hacerlo? Pues este espíritu de contradicción, y hasta diré de despecho, más frecuentemente de lo que se cree es el guía de muchos hombres en las luchas políticas y sociales.
«¡Ah! ¿Nos llaman malhechores? Pues bien, sí, somos malhechores». ¡Cuántas veces esta frase ha serpenteado en el lenguaje de algunos anarquistas, que hasta tienen un «himno de malhechores»! Todo esto, con cierta ponderación, y como desafío al enemigo, puede pasar y hasta puede parecer un bello gesto. Pero no hay que admitir en serio que los anarquistas somos malhechores… Suele ocurrir que, en fuerza de repetir esa paradoja, alguno acaba por tomarla como verdad demostrada, ¡Quod erat demonstrandum!, exclama entonces, triunfante la burguesía, la cual, después de habernos calificado de ladrones, petroleros, enemigos de la familia y malhechores, oye satisfecha que, aunque sea como simple acto de desafío, de amenaza y de desprecio, le damos la razón. Es necesario, pues, evitar esto y guardarnos mucho de encariñarnos con las paradojas.
El espíritu de contradicción que empuja a decir y hacer precisamente y siempre, a muchos revolucionarios, lo contrario de lo que hacen y dicen los conservadores y los burgueses, significa, en definitiva, sufrir la influencia de éstos. Así, cuando oigo a muchos anarquistas que se encarnizan contra algunas inicuas satisfacciones de los sentidos y del sentimiento, contra ciertas representaciones simbólicas y manifestaciones públicas de las ideas, contra algunas actitudes sentimentales o artísticas, contra dadas aplicaciones comunísimas de la vida familiar y social, no porque contradigan en modo alguno las ideas anarquistas, sino solamente porque también los burgueses hacen lo mismo o algo parecido, me entran grandes deseos de preguntarles si están dispuestos a renunciar a comer todos los días por la razón de que también los burgueses comen todos los días.
Procuremos, mejor, nuestra comodidad y busquemos nuestro placer, independientemente de lo que puedan hacer nuestros enemigos. Procuremos hacer, señaladamente, lo que beneficie la propaganda de nuestras ideas, sin preocuparnos de si los burgueses hacen en pro de los suyos lo contrario o lo mismo que nosotros. Comportándonos de otro modo, haríamos como aquel marido de la fábula que para contrariar a su mujer se hizo aquella amputación quirúrgica que servía para fabricar cantores para la Capilla Sixtina.
Procuremos, en suma, que nuestro movimiento camine sobre carriles propios, fuera de la influencia directa o indirecta de la ideología y de la calumnia burguesa, independientemente, sea en sentido positivo sea en sentido negativo, de la conducta conservadora, y habremos hecho obra revolucionaria y eminentemente libertaria, puesto que la teoría libertaria nos enseña que debemos emanciparnos social e individualmente de todo preconcepto, de toda influencia que no responda directamente y no derive de nuestro interés, de nuestra libertad y de nuestra voluntad, entendidos en el sentido positivo de la palabra.
CAPÍTULO III
EL USO DE LA VIOLENCIA Y LOS ANARQUISTAS
Más adelante hablaremos, aparte, acerca de aquella violencia, del todo verbal, usada, y desgraciadamente en boga, entre los propagandistas de los partidos revolucionarios; de aquella especial violencia que tiene el desmérito de gastar y deformar las ideas, de dividir los ánimos y cavar surcos de rencor hasta entre gentes que tal vez estén mucho más de acuerdo de lo que a primera vista parece. Esta violencia en la propaganda y en la polémica, que es más dolorosa que una cuchillada cuando se emplea entre compañeros, y que cuando se emplea contra los adversarios consigue el objeto contrario del que se propusieron los propagandistas, aleja de nuestras ideas la atención del público y levanta entre nosotros y el mundo una muralla de separación que nos reduce a la situación de eternos soñadores, de sempiternos gañones, de hombres encerrados en limitación excesiva.
Ahora, nos ocuparemos solamente de la cuestión de la violencia, y no ya sólo verbal, en la lucha revolucionaria contra la burguesía y el Estado, en relación con la filosofía anarquista.
Hablando antes de la degeneración verbalista de una parte del anarquismo, o sedicente tal, por la influencia burguesa que empujó a algunos espíritus sufrientes a aceptar todo cuanto la burguesía quiso atribuir a los anarquistas, he tenido ocasión de repetir lo que ya he dicho infinitas veces y lo que no me cansaré nunca de repetir, en cuantas ocasiones encuentre propicias para ello, es decir, que la ANARQUÍA es la negación de la violencia, y que su objetivo final es la pacificación total entre los hombres. Si otras veces no empleé estas mismas palabras, ciertamente mi pensamiento era el mismo.
En efecto, la ANARQUÍA es la negación de la autoridad, tanto como sea posible eliminarla de las sociedades humanas. Un estado social anárquico será solamente posible cuando ningún hombre pueda o tenga los medios de constreñir, fuera de los de la persuasión, a otro hombre, a hacer lo que éste no quiera. No podemos prever hoy si en un porvenir próximo o remoto podrá cesar también del todo hasta la autoridad moral; tal vez es imposible que desaparezca del todo, y ni siquiera sé si es deseable que desaparezca, pero ciertamente irá disminuyendo a medida que aumente y se eleve la consciencia individual de cada componente de la sociedad.
Hay una cierta autoridad que proviene de la experiencia, de la ciencia, que no es posible despreciar y que sería locura despreciarla, como sería locura que el enfermero se rebelara contra la autoridad del médico referente a los modos de curar un enfermo, o el albañil no quisiera seguir las instrucciones del arquitecto sobre la construcción de un edificio, el marinero quisiera dirigir la nave contra las indicaciones del piloto. El enfermero, el albañil y el marinero obedecen respectivamente al médico, al arquitecto y al piloto voluntariamente, porque precedentemente aceptaron libremente la dirección técnica de éstos. Ahora bien: cuando se hubiera establecido una sociedad en la que no hubiera otra forma de autoridad que la técnica, la científica, o la de la influencia moral, sin el empleo de la violencia del hombre sobre el hombre, nadie podría negar que sería una sociedad anárquica.
No hagamos equívocos con las palabras: entiendo hablar de la violencia material, que se usa con la fuerza material, contra una o muchas personas, violando o disminuyendo su libertad personal, en contra o a despecho de su voluntad, con daño o dolor suyo, o simplemente con la amenaza del empleo de una tal violencia. No puede decirse que conseguiremos una ANARQUÍA perfecta -pues nada hay absolutamente perfecto en este mundo-, y la perfecta pacificación social; pero es innegable que la ausencia de la violencia coactiva del hombre sobre el hombre es la condición sine qua non para la posibilidad de existencia de una organización social anárquica.
Entonces, naturalmente, sólo será posible y necesaria una sola forma de violencia contra el propio semejante: la que tenga por objeto defenderse contra aquel que, habiéndose puesto por sí mismo fuera de la sociedad y del pacto por todos libremente aceptado, no se contentara con haberse salido del pacto y de la sociedad, sino que quisiera violar la libertad y la tranquilidad de los demás. Los sospechosos y los que hacen oídos de mercader a la palabra de «pacto social» ponen el grito en las nubes como si quisieran que ya desde ahora los socialistas-anarquistas tuvieran que fijar un estado o un sistema de vida obligatorio para todos. Nada de esto, Enrique Malatesta en su folleto Entre campesinos, plantea la cuestión claramente en estos términos:
«Por lo demás -dice Jorge, uno de los personajes del diálogo-, lo que queremos hacer por medio de la fuerza es poner en común las primeras materias del suelo, los instrumentos de trabajo, los edificios y todas las riquezas existentes. Respecto al modo de organizar y distribuir la producción, el pueblo hará lo que quiera… Se puede prever casi con certeza que en algunos puntos establecerá el comunismo, en otros el colectivismo, en otros tal vez otra cosa, y luego, cuando se hayan visto y tocado los resultados de los sistemas adoptados, los demás irán aceptando el que parezca mejor. Lo esencial es que nadie intente mandar a los demás ni se apodere de la tierra y de los instrumentos de trabajo. A esto sí hay que estar atentos, para impedirlo si tal ocurriera…».
Y a la pregunta de qué sería lo que haríamos si alguno quisiera oponerse a lo que los demás hubieran acordado en interés de todos, o bien si algunos intentaran violar la ajena libertad con la fuerza, o se negaran a trabajar, perjudicando así a sus semejantes, Malatesta responde:
«En el peor de los casos… si hubieran quienes no quisieran trabajar, todo se reduciría a arrojarles de la comunidad dándoles las primeras materias y los instrumentos de trabajo para que trabajaran aparte… Entonces -cuando alguno quisiese violar la libertad ajena- naturalmente sería necesario recurrir a la fuerza, puesto que si no es justo que la mayoría oprima a la minoría, tampoco es justo lo contrario; así como las minorías tienen derecho a la insurrección, las mayorías tienen derecho a la defensa… “En estos casos la libertad individual no quedaría violada desde el momento en que: «Siempre y en todas partes los hombres tendrían un derecho imprescindible a las primeras materias y a los instrumentos de trabajo, pudiendo, por tanto, separarse siempre de los demás y permanecer libres e independientes»”».
Se comprende que el mismo razonamiento es válido para las minorías, que tendrían siempre el derecho de rebelarse contra las mayorías que quisieran violentar su voluntad y su libertad, pues si esto ocurriera, la ANARQUÍA existiría sólo de nombre y no de hecho. Pero aún en este caso, se trataría de violencia defensiva y no ofensiva, cuya necesidad demostraría en último análisis, que la ANARQUÍA no había aún triunfado.
He aquí en qué sentido yo creo por lo que se refiere a la sociedad futura socialista y libertaria, que la violencia debe usarse lo menos posible y en todos los casos solamente como medio defensivo y nunca ofensivo. Hablo siempre de la violencia contra otros hombres, puesto que, por lo demás, la lucha para la vida contendrá siempre cierta dosis de violencia, sino contra los hombres, ciertamente contra las fuerzas ciegas de la naturaleza. Como han demostrado muy bien Gauthier, Kropotkin, Lannessan y otros, la lucha por la vida, entre los hombres, debe ser sustituida, cada vez más, por la asociación y el apoyo mutuo, la solidaridad por la lucha contra la naturaleza, a la que debemos arrancar todo el bienestar que sea posible. Sería pueril, por ejemplo, que porque decimos que la violencia debe ser siempre defensiva, se nos atribuya la idea de que para abrir un túnel de ferrocarril tuviéramos que esperar a que las montañas nos agredieran. Claro está que son siempre los ingenieros los que las atacan…
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Si, por lo demás, tuviéramos que hablar de la violencia que se ha usado en el pasado y en el presente y de la que tenga que emplearse en el porvenir, antes de que nos sea posible establecer una vida social sobre las bases del apoyo mutuo y de la solidaridad… esto ya sería cosa bien distinta.
Por lo que se refiere al pasado, se necesitaría hacer todo un estudio histórico para juzgar cuáles violencias han sido buenas y cuáles nocivas, cuáles aportaron consecuencias útiles o dañosas al bienestar humano y al progreso en general. Ciertamente, muchas guerras entre pueblos del pasado se nos presentan como habiendo tenido efectos buenos, aunque la guerra en sí es cosa malvada. Pero se podría, estudiándolas bien, divisar también sus efectos perjudiciales, puesto que en sustancia los acontecimientos históricos no pueden ser divididos de modo absoluto en buenos y malos, útiles o dañosos. Pero dejemos aparte el pasado, sobre el cual mi opinión es la de que, en línea general, las violencias sociales buenas y útiles en definitiva, han sido, más que todas las demás, las de las varias revoluciones contra las diversas tiranías que han oprimido a los pueblos, tanto las de objetivos políticos cuanto las de económicos.
Nadie pone ya en duda la utilidad de las violencias individuales y colectivas desde Armodio o Feliu Orsini, desde la rebelión de Espártaco, aunque plagada de saqueos, hasta las infinitas revueltas que constituyeron la gran revolución francesa, tan larga y violenta. Pero, repito, dejemos el pasado, ya que nos importa más el presente y, de éste, mucho más y de modo especial, lo que al anarquismo se refiere.
Así, por ejemplo, ¿se podrá decir que hoy, en la lucha, es siempre condenable la violencia? No, ciertamente. Un periódico de Roma me preguntó sobre este particular, obtuvo de mí la repuesta, que no fue publicada, de que la violencia no es un fin, sino un medio, y un medio que nosotros no hemos elegido deliberadamente por amor a la violencia en sí, sino porque las condiciones peculiares de la lucha nos han constreñido a emplearlo. En la sociedad actual todo es violencia y por todos los poros absorbemos su influencia y su provocación, y frecuentemente tenemos que devorar para no ser devorados.
Es, ciertamente, una cosa dolorosa, que está en esencial contradicción, señaladamente, con nuestros principios anarquistas, pero ¿qué le vamos a hacer? No depende aún de nosotros poder determinar ciertas formas de vida social con preferencia a otras, ni poder escoger el género de relaciones humanas más en armonía con nuestras ideas. Desde el momento en que no queremos ser solamente una escuela de discusión filosófica, sino también un partido revolucionario, en la lucha empleamos los medios que la situación nos consiente y que los propios adversarios nos indican empleándolos ellos mismos.
En este sentido, se puede decir que los anarquistas y los revolucionarios en su rebelión contra la explotación y la opresión, se encuentran en estado de legítima defensa, ya que el oprimido y el explotado que se rebela, no es nunca el primero en emplear la violencia, ya que la primera violencia que se comete es en su daño por parte del que le oprime y le explota, precisamente con la opresión y la explotación que son formas de violencia continua mucho más terribles que no el acto impaciente de un rebelde aislado o aún el de todo un pueblo en rebelión. Sabido es que la más sangrienta de las revoluciones no ha causado nunca víctimas como una sola guerra de breve duración, o como un solo año de miseria entre la clase obrera. ¿Se sacará de esto en conclusión que los anarquistas desaprueban siempre la violencia, fuera del caso de defensa en el sentido de un ataque personal o colectivo, aislado y pasajero? Ni por sueños, y el que quiera atribuirnos una idea tan tonta sería a su vez tonto y maligno. Pero sería también tonto y maligno quien desde otro punto de vista quisiera argüir que somos partidarios de la violencia siempre y a toda costa. La violencia, además de estar por sí misma en contradicción con la filosofía anarquista, por cuanto implica siempre dolor y lágrimas, es una cosa que nos entristece; puede imponérnosla la sociedad, pero si es cierto que sería debilidad imperdonable condenarla cuando es necesaria, malvado sería también su empleo cuando fuera irracional, inútil, o cuando se acoplara en sentido contrario del que nos proponemos.
En todo, y a propósito de todo, los revolucionarios no deben abdicar nunca de su propia razón. Si queriendo hacer un periódico, editar un folleto, organizar una conferencia o un mitin, pensamos primeramente en medir si vale la pena gastar tiempo y dinero y decidimos afirmativamente cuando creemos que los efectos probables valen la energía necesaria para obtenerlos, ¿cómo no haríamos el mismo raciocinio cuando el gasto, como dice muy bien Malatesta, se totaliza en vidas humanas, para ver si este gasto tendrá por lo menos un resultado equivalente con otra tanta propaganda o en otro tanto efecto prácticamente revolucionario? Ciertamente que en cuestiones de esta índole no es posible tener una balanza de precisión para medir el pro y el contra de todo acto; pero en sentido relativo las susodichas consideraciones conservan la misma importancia: en líneas generales, el razonamiento debe ser preferido y sustituir al azar o a la irracionalidad.
Así, para presentar un ejemplo, si en una revolución fuera necesario, para hacerla triunfar, en un dado momento, pegar fuego a toda una biblioteca, yo que adoro los libros, consideraría como delito el acto de quien se opusiera al incendio, aunque considerara éste como una gran desventura. La violencia del innovador es diferente de la del hombre que es violento por la violencia en sí; la violencia del innovador, por implacable que sea, se emplea con intelecto amoroso: «Comete» piadosamente acciones crueles, decía Juan Bovio. De igual modo le guía el amor cuando el cirujano la emplea sobre un enfermo; ¿Pero que dirían de un cirujano que sin preocuparse de la salud del enfermo hiciera una operación por el gusto de hacerla, precisamente porque es una bella operación?
Para presentar un ejemplo más propio, en Rusia, todos los atentados contra el gobierno y sus representantes y sostenedores son justificados hasta nuestros mismos adversarios más moderados, aun cuando hieran a veces a inocentes; pero ciertamente los mismos revolucionarios los desaprobarían si fueran cometidos a ciegas contra gentes que pasan por la calle o que están inofensivamente sentadas en un café o en un teatro.
«La sociedad nueva no debe comenzar con un acto de vileza», decía Nicolás Barbato en su memorable declaración ante un tribunal militar. En efecto, sería vil pecar por exceso de sentimentalismo ante la historia cuando la energía revolucionaria es un deber; pero sería asimismo erróneo esperar el triunfo de la revolución de la violencia guiada por el odio, la cual, como dijo muy bien Malatesta en un artículo, hace ya algunos años, nos conduciría a una nueva tiranía aún cuando ésta se cobijara con el manto de la ANARQUÍA.
CAPITULO IV
LA VIOLENCIA DEL LENGUAJE EN LA POLÉMICA Y EN LA PROPAGANDA
Una de las razones por las que a la propaganda revolucionaria y especialmente a la anarquista, le es costoso hacerse escuchar, y más aún persuadir a los que la escuchan, radica precisamente en que esta propaganda se efectúa en una forma y un lenguaje tan violento que en lugar de atraer rechaza la simpatía y el interés de quienes escuchan.
Recuerdo que la primera vez que cayeron en mis manos y ante mis ojos periódicos anarquistas, su estilo, en lugar de persuadirme me ofendía, y probablemente no habría llegado a ser nunca un anarquista sin más que la lectura de los periódicos, no hubiera abierto brecha en mi ánimo la discusión benévola con algún amigo y la atenta lectura de los folletos y los libros, por su naturaleza mucho más serios y serenos y nada virulentos. Y recuerdo asimismo, que lo que llamó mi atención y simpatía hacia el anarquismo, fue precisamente la violencia del lenguaje con que se le atacaba en aquel periodo -1892-93-, por parte de los escritores burgueses de todos los matices.
En aquella violencia de los ataques, advertía yo toda la debilidad de los argumentos autoritarios, y más tarde fue precisamente esta mezquindad de los argumentos contra el anarquismo lo que me persuadió, por una parte de las razones libertarias, y por otra -persuasión que cada vez se ha hecho más firme en mi ánimo-, de que en la polémica y en la propaganda, que es cuando se trata de convencer y no de vencer, emplea un lenguaje más violento aquel que se encuentra más pobre de argumentos. Desde entonces, cada vez que he tenido que sostener una polémica, nunca me he sentido tan seguro de mi mismo como cuando se me ha atacado groseramente: «¿Te enfadas? Pues es que no tienes razón». Este ha sido en tales ocasiones mi pensamiento acerca de mi adversario.
Y me place que esta opinión mía he podido hallarla en todos los anarquistas más notables por la ciencia y la cultura y por la eficacia de su propaganda. En sus Memorias de un revolucionario, al narrar, Pedro Kropotkin la fundación del Révolté, dice lo siguiente:
«Nuestro periódico era moderado en la forma, pero sustancialmente revolucionario… Los periódicos socialistas tienden a menudo a convertirse en una jeremiada sobre las condiciones existentes… se describe con vivos colores la miseria y el sufrimiento, etc. Para contrabalanzar el efecto deprimente que esta lamentación produce, se recurre entonces a la magia de las palabras violentas, con las cuales se pretende dar ánimo a los lectores… Yo creo, al contrario, que un periódico revolucionario debe dedicarse, sobre todo, a recoger los síntomas que por todas partes preludian el advenimiento de una nueva era, la germinación de nuevas formas de vida social, la rebelión que aumenta contra las viejas instituciones… Hacer sentir al obrero que su corazón late al unísono con el corazón de la humanidad en el mundo entero, que toma parte en su rebeldía contra la secular injusticia, en sus tentativas para crear nuevas condiciones sociales… He aquí cuál debería ser la misión principal de un periódico revolucionario».
Puesto que el objetivo de la propaganda es persuadir, es necesario saber emplear un lenguaje apropiado. Recuerdo el caso de un anarquista francés que en sus artículos, conferencias, y hasta en sus conversaciones familiares, lo primero que hacía era tratar a sus adversarios de «embrutecidos», fueran curas o burgueses, republicanos o socialistas, y hasta a los anarquistas que no pensaban como él. Imagínense a un adversario que nos tratara tan groseramente. De no terminar a puñetazos es seguro que no nos persuadiría aunque tuviera mil veces la razón.
¿Deberemos, pues, ponernos los guantes para contender con nuestros enemigos y con los que engañan al pueblo? No, ciertamente. Pero mejor sería que la violencia estuviera en los argumentos y no en la forma exterior del lenguaje. Claro es que actualmente, habiendo ya el pueblo abierto algo los ojos y odiando por ello a los dominadores, no hay necesidad de tener pelos en la lengua. Pero supongan por un instante que están haciendo propaganda en medio de un grupo de soldados no subversivos, o de campesinos que salen de misa, o de jovenzuelos patriotas y monárquicos: ¿Dirán a aquellos soldados lo que piensan de su oficio, a los campesinos que su cura es un impostor y su religión una porquería y a los jóvenes monárquicos que la monarquía es lo que no puedo decir pero lo que todos pensamos?
Algunos me responderán que sí. Pues bien: no diré yo que en tal caso mentiríamos; muy al contrario. Pero si nos hubiéramos propuesto hacer propaganda, podríamos desde luego, renunciar a hacerla, porque nadie nos escucharía, mientras que si con los hechos a la mano y con razones que convenzan, en lugar de ofender, supiéramos demostrar la verdad, ésta acabaría iluminando la mente de más de un oyente. Naturalmente que con frecuencia es necesario llamar a las cosas y las personas por su nombre, pero es preciso que sea un instante propicio y con razonamientos. Bajo la impresión de ciertos hechos, sería vil y dañoso callarse la propia indignación. Pero indignarse siempre, venga o no a cuento, todos los días, hasta cuando se habla del materialismo histórico, de individualismo o de concentración del capital, es pueril y se corre el riesgo de que los adversarios no nos tomen en serio, habituando de tal modo a los enemigos a las palabras y frases gruesas, que hasta para esto acaban perdiendo toda su eficacia.
Es como aquellos enfermos del estómago que usan estimulantes; la violencia del lenguaje puede ser para el cerebro lo que esos estimulantes para el estómago. Un estimulante enérgico, empleado una, dos, tres veces, o raramente, es eficaz para combatir muchos males gástricos y producir una buena digestión. Pero si el estimulante lo emplean todos los días, a cada comida, acaban por echarse a perder el estómago y no obtener de él ningún beneficio, aunque vayan aumentando la dosis.
Sé de países muy libres donde la propaganda escrita no tiene obstáculos y la fantasía más desenfrenada y violenta puede atacar al universo entero con toda la dinamita y petróleo de que quiera echar mano contra el «vil burgués». Como que en estos países la policía no hace caso, los que escriben con semejante furia agotan pronto todo el repertorio de violencias y ningún efecto causan sobre los lectores. Y lo malo es que cuando un día en que realmente habría que elevar el tono de voz en los artículos y discursos, los escritores y los oradores son impotentes para provocar la menor impresión en un público ya cansado de tales virulencias. Y entonces la propaganda pierde tres cuartas partes de su valor.
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Frecuentemente, en la propaganda, somos violentos, no tanto para convencer como para despechar a nuestros adversarios, o para hacer un «bello gesto» literario. Es el caso de Tailhade, apologista de todos los atentados, en prosa y en verso admirables, pero que después de un año de cárcel plegó las velas y se metió en el partido nacionalista porque, de continuar como hasta entonces, las cosas le habrían salido ya mal. Es el caso de un terrible escritor individualista, poeta dinamitero, que nos insultaba y nos llamaba moderados… desde América, que cuando regresó a Italia se inscribió inmediatamente en el partido socialista legalitario.
También el «bello gesto» puede ser bueno y útil, pero cuando se hace con valentía y dignidad, cuando la insolencia se lanza en pleno rostro del enemigo y se aceptan todas las responsabilidades. Entonces la palabra resulta un acto, se convierte en propaganda por el hecho. Más de uno hemos visto que pasa por tímido entre los anarquistas y que, presentada la ocasión, fue un héroe ante un tribunal o frente a las bayonetas, y en cambio hemos visto a muchos terribles vozarrones que se aquietaron al asomar el peligro, o, peor aún, hicieron papeles ridículos, como algunos de los más violentos redactores del Sempre Avanti, de Liorna, y del Ordine, de Turín, que en los años 1893-94 escribían con una bomba de dinamita en la mesa de redacción, pero que, llevados al tribunal renegaron de la ANARQUÍA, sacaron al párroco por testigo de lo bondadosos que eran, después de haber comulgado devotamente, o se llamaron anarquistas evolucionistas spencerianos y otras cosas peores. Y menos mal cuando la violencia del lenguaje tenía la belleza artística o contenía un concepto substancialmente justo, pero en la inmensa mayoría de los casos, las cosas dichas más violentamente lo son con un vocabulario que causa risa o pena.
Naturalmente, lo antedicho debe entenderse cum gramu salis, pues desgraciadamente en ciertos ambientes el lenguaje violento en la propaganda y en la polémica se ha ido haciendo tan habitual, que muchos lo creen indispensable y se ofenderán con mis palabras. Pero yo no hablo para estos hombres de valentía y de lealtad, o mejor dicho, sí, hablo para ellos, para convencerles con las pruebas de hecho antedichas, de cuán dañoso es en interés de las ideas persistir en métodos no adecuados, antes más bien deletéreos. Si los que me leen son personas progresistas, razonables, no les irritará que ponga mano en la llaga; irritará, indudablemente, a los pocos que saben que obran mal e insisten en hacerlo por fines inconfesables de vanidad o de éxito personal o de gloria pseudo-revolucionaria.
Hay muchos hombres, verdad es, que si hablan alto y fuerte saben obrar también en consecuencia. Pero también hay otros que no se limitan a ser moderados en los términos y en las formas, sino que lo son también en la sustancia, en los hechos. Deploro lo que hacen éstos y admiro a aquellos y me siento más cerca de ellos que de éstos, aunque nos separen diferencias doctrinales o de táctica. No obstante, la verdad no cambia, o sea, que todo debe estar proporcionado y tendente al fin que nos proponemos.
El fin de la propaganda y de la polémica es convencer y persuadir. Ahora bien: no se convence y no se persuade con violencias en el lenguaje, con insultos e invectivas, sino con la cortesía y la educación de los modales. Solamente cuando se tiene delante una fuerza que nos amenaza y nos oprime, un obstáculo material que nos impide el camino, una violencia opuesta que no se puede vencer sin violencia -sea que se oponga a nuestra propaganda, sea que brutalmente limite nuestra libertad y nuestro bienestar-, solamente entonces es lógica la violencia; pero entonces, ser violentos… de palabra, sería en extremo ridículo. Para presentarles una similitud, diré que es ridículo querer persuadir a la gente con la violencia -sea del insulto o del palo- como sería ridículo querer vencer una insurrección con simples argumentos escritos o hablados.
De acuerdo, como he dicho antes, en que no todos los que gritan más violentamente son pusilánimes, como no todos los que hablan y discuten moderadamente son de la madera de los héroes, pero el daño que a la propaganda le proviene del hábito de los primeros es insuperablemente mayor del que puede provenir del hábito de los segundos. Si mañana, en la lucha material, se muestra pusilánime el que no peroraba como un matasiete, será un mal, pero un mal que pasará inobservado. Pero si resulta pusilánime el que voceaba a todo pasto cosas terribles y se atrajo la antipatía de los que no pensaban como él, el efecto será desastroso, y el pueblo y los adversarios tendrán motivos plausibles a primera vista para no tomarnos en serio.
Verdad es que a veces, en tiempo de calma, se imponen en la propaganda y en la polémica, la palabra ruda que azota el rostro cuando se tiene delante un hecho que indigna o un adversario de reconocida mala fe. Pero la palabra áspera de la protesta y de la bofetada moral tiene mucho más eficacia cuando menos se emplea. Me explicaré. Si a un adversario que apenas roza nuestra sensibilidad u ofende nuestras ideas, le arrojan a la cara todo el tintero de las insolencias sugeridas por su resentimiento, el día en que otro adversario verdaderamente vil y de mala fe les trate peor, entonces son impotentes para pararle los pies, puesto que las palabras que dirán contra él no tendrán valor si las han ya lanzado contra otros por cosas de menos importancia.
Prueben, en cambio, a tener un lenguaje moderado en la forma, pero que substancialmente diga por completo y sin transigencias todo su pensamiento, y habitúen a sus lectores a las formas corteses de la polémica, y verán como, cuando por un motivo serio levantan el tono de la voz, serán comprendidos mucho más que si se obstinan en chillar como energúmenos todos los días.
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En la propaganda hay que procurar siempre hacer vibrar alguna cuerda del alma humana, y esto les sería imposible si habituaran su espíritu al maximum de violencia. Después de la primera impresión, sucede el hábito. Es como una persona que se impresionara enormemente al oír un simple estallido de disparo de revólver y que no se conmoviera luego, lo más mínimo puesto en un campo de ejercicio de tiro. Y nosotros tenemos necesidad imprescindible, de conmover. Es éste el modo de poder sinceramente llamar la ajena atención sobre nuestras razones.
Se me puede objetar, y con razón, que vivimos en un ambiente tal de violencia y de maldad, que no es siempre posible conservar la serenidad deseable. Nadie pretende esto. Mis observaciones sólo tienen un valor indicativo, de máxima, para los que más se dedican a la propaganda. Así, es verdad que hay instituciones y personas hacia las cuales no es posible sentir tolerancia y contra las cuales se tiene el sacrosanto deber, como dice un poeta nuestro, de combatirlas «sin respeto y sin cortesía». Por ejemplo, cuando se habla del Gobierno, sería pueril ir en busca de eufemismos. Hablando mal de él, se es más elocuente.
Verdad es que cuando se habla mal de un canalla hay que guardarse mucho de atribuirle actos que no ha hecho, a fin de no darle ocasión con nuestro error, de que haga protestas de bondad y honradez. Por incurrir demasiado en esta exageración, ha podido tener nacimiento en nuestros adversarios, la irónica frase que dice: «¿Llueve? ¡La culpa la tiene el gobierno!» Mas como todos los gobiernos, aunque no tengan la culpa de que llueva, ocasionan daños mucho mayores, no hay que andarse con temores para atacarles crudamente. De gobiernos, curas y patronos, nunca se dirá bastante, y si la violencia en la polémica y en la propaganda no se empleara sino contra ellos, nada habría dicho, limitándome a poner de relieve el defecto señalado.
Pero la violencia del lenguaje en la polémica y en la propaganda, la violencia verbal y escrita, que a veces se ha resuelto dolorosamente en hechos de violencia material contra las personas, la violencia que, sobre todo, deploro, es la que se emplea contra otros partidos progresivos, más o menos revolucionarios, que esto poco importa, que están compuestos de oprimidos y explotados como nosotros, de gentes que como nosotros animadas por el deseo de cambiar hacia un estado mejor la situación política y social presente. Aquellos partidos, que aspiran al poder, cuando a él lleguen, indudablemente serán enemigos de los anarquistas, pero como esto está aún lejos de ser, como que su intención puede ser buena y muchos males de los que quieren eliminar también queremos nosotros verlos suprimidos, y como que tenemos muchos enemigos comunes y en común tendremos, sin duda, que librar más de una batalla, es inútil, cuando no perjudicial, tratarlos violentamente, dado que por ahora lo que nos divide es una diferencia de opinión, y tratar violentamente a alguno porque no piensa u obra como nosotros es una prepotencia, es un acto antisocial.
La propaganda y la polémica que hacemos entre los elementos de los demás partidos, tiende a persuadirles de la bondad de nuestras razones, a atraerlos a nuestro ambiente. Lo que hemos dicho anteriormente en líneas generales, es decir, que se persuade mal al que se trata mal, es más aplicable en línea particular tratándose de elementos asimilables: de obreros, de jóvenes, de inteligencias ya despiertas, de hombres que ya están en camino hacia la verdad. El choque de la violencia, al contrario, lejos de empujarles, les detiene en este camino, por reacción. Algunos de sus jefes pueden obrar de mala fe, pero díganme: ¿estamos seguros de que entre nosotros no haya también personas que obren del mismo modo? Debemos procurar atacarles cogiéndoles, como suele decirse, en el garlito, cuando realmente se ve que obran de mala fe, y no involucrar en el ataque a todo el partido. Ciertamente que muchas doctrinas suyas son erróneas, pero para demostrar su error no son necesarios los insultos; algunos de sus métodos son nocivos a la causa revolucionaria, pero obrando nosotros de modo diferente y propagando con el ejemplo y la demostración razonada, les enseñaremos que nuestros métodos son mejores.
Todas las consideraciones de este trabajo me han sido sugeridas por la constatación de un fenómeno que he observado en nuestro campo. Nos hemos acostumbrado tanto a ahuecar la voz siempre y en todo, que hemos ido perdiendo gradualmente el valor de las palabras y de su relatividad. Los mismos adjetivos despreciativos nos sirven de igual modo para atacar de frente al cura, al monárquico, al republicano, al socialista y hasta al anarquista que no piense como nosotros. Y eso es un defecto primordial. Si alguna diferencia se establece, más bien es en beneficio de nuestros peores enemigos. Se puede decir que los anarquistas y los socialistas no hemos dicho nunca tantas insolencias a los curas y a los monárquicos como a los republicanos, y que los anarquistas nunca dijeron tantas a los burgueses como llevan dichas a los socialistas. Más diré todavía: especialmente en los últimos tiempos, ha habido anarquistas que han tratado a otros anarquistas, que no pensaban exactamente como ellos, como jamás trataron a los clericales, explotadores y policías juntos.
Sin querer insistir sobre las innumerables veces que entre buenos compañeros nos hemos llamado «mixtificadores», «clericales», «locos», «cobardes» y otras lindezas semejantes, basta un ejemplo que he hallado y que cito con disgusto, en un periódico que se llama anarquista. Helo aquí: En la lista de los suscriptores había un donante que firmaba -no quiero decir su nombre, pongamos Fulano-, augurando que en el Congreso de los socialistas-anarquistas, que entonces se preparaba para ser celebrado en Roma, se les arrojara a los congresistas una bomba. Parecerá una burla, una triste burla por cierto, si toda la índole del periódico no fuera un testimonio de que aquella frase expresaba verdaderamente un rencor, casi un odio.
Suele decirse que entre hermanos es donde más abundan las peleas… Triste hermandad por cierto. Yo pienso que urge reaccionar contra estos métodos dolorosos y lamentables, y el único medio adecuado me parece que será el de no recoger nunca los insultos, o, a lo sumo, limitarse a señalar a quien emplea semejante lenguaje del mismo modo que señalamos a los que vienen a sembrar la discordia y la confusión en nuestro campo. A estos antes no conviene hacerles el honor de la discusión, y si nos vemos obligados a discutir, jamás debemos imitar su estilo ni descender a su terreno, tanto si se trata de adversarios más o menos afines, como si se trata de sedicentes compañeros. En lugar de discutir con ellos sobre ideas, mejor será darles nociones de educación.