Sante Geronimo Caserio

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En tanto que llegue el día en que pueda coger a un burgués por el cuello, mi corazón pedirá venganza, y en un sólo día podría hacer un ejemplar y feroz escarmiento.
Sante Geronimo Caserio,
13 de julio de 1893
.

Sante Geronimo Caserio nació en Motta Visconti (Milán, norte de Italia) el 8 de septiembre de 1873. Fue el séptimo de ocho hijxs de una familia campesina. Su madre fue Martina Broglia.

PRIMEROS AÑOS

Su padre, Antonio Caserio, fue arrestado por contrabando en el marco de las Guerras Napoleónicas, en 1848 por los austriacos que guardaban los confines del río Tesino. Encerrado en la Iglesia de San Rocco, los soldados le amenazaron de muerte y, desde aquel momento, fue presa de ataques epilépticos, una tendencia hereditaria, pues tenía dos hermanos indigentes en Laveno-Mombello, atacados de pelagra maniática, enfermedad muy común en Motta-Visconti. Ya adulto, era barquero en el río Tesino y decidió llamarle Geronimo a su hijo en homenaje al líder apache que lideró duros combates contra Estados Unidos y México, pero que finalmente terminó viviendo como un ciudadano norteamericano más. Antonio Caserio murió en 1887 a la edad de 51 años víctima de la pelagra, enfermedad común entre los campesinos cuya deficiente alimentación era exclusivamente a base de maíz.

Acerca de la infancia de Sante, su hermano relató a la policía:

Mi hermano concurrió de pequeño a la escuela del pueblo, pero sin que en ella aprendiera nada; su carácter ha sido siempre reservado y melancólico, y pocas o ninguna vez le he visto alegre; era amable, muy amante de su madre, y religiosísimo, hasta el punto de ayudar con verdadero amor a misa, concurrir a las procesiones de San Giovanni, y ser su sueño favorito entrar en un seminario y llegar a ser un obispo, un apóstol de la religión. Se enfadaba con sus compañeros si los veía robar aun una simple manzana en el campo.

Para no convertirse en un peso para su amada madre, a los diez años de edad dejó su hogar y partió hacia Milán, dejando una zona donde lxs campesinxs eran sometidxs al peso de los contratos agrarios y donde se muere, cuando no por hambre, atacadx de la pelagra. Consiguió empleo como aprendiz de panadero y, en lugar de darse al alcohol, las mujeres y al juego, se aficionó a la lectura y a las discusiones con sus compañeros. Tuvo sus primeros contactos con los medios anarquistas ya por esos años, definiéndose y accionando como anarquista a los dieciocho años, impulsado por la lectura y tensiones que había tenido con sus compañerxs (a quienes no nombró jamás) en una hostería a donde iba a jugar.

Pronto fue uno de los más fervientes anarquistas, dedicando las pocas horas que su gran trabajo le dejaba libre a la lectura y a la propaganda entusiasta de la Idea entre lxs rústicxs campesinxs. Sus lecturas favoritas habían sido las publicaciones de Piotr Kropotkin y Víctor Hugo, que describen muy bien los sufrimientos humanos pero que no dan remedios para ellos. Sante no era orador, y por lo tanto no tomaba una parte muy activa en las reuniones y mítines anarquistas.

Procuraba ante todo ocultar sus nuevos ideales a su familia y patrón, que, en efecto, nada supieron durante un gran lapso de tiempo. El primero en enterarse de que Sante era furibundo anarquista fue su hermano mayor, residente en Milán, que tanto le reprochó su conducta y tantos medios puso en práctica para “corregirle”, que dio lugar a una ruptura entre ambos, haciendo aún más intensa la pena de la familia. Luego, su patrón descubrió sus ideas y lo despidió, costándole mucho encontrar otro empleo, siendo auxiliado temporal y económicamente por sus hermanxs de ideas. Aludiendo a esto, escribió en una carta: “Me humillo al tener que ser socorrido por mis compañeros. Pero, ¿qué he de hacer? Es verdad que siendo yo anarquista no debo respetar la propiedad, y que encontrándome en grave apuro para comer, debiera cogerlo allí donde lo hubiera; pero en esta ocasión, y obrando yo solo, no me siento con el valor necesario para coger a un burgués por el cuello y hacerle que me diera dinero. Apenas pudiera, vendería mis brazos a un burgués, y restituiría la suma.”

En 1892, cuando los anarquistas distribuyeron folletos entre los soldados en Porta-Victoria, fue arrestado y condenado a ocho meses de prisión, condena cuya noticia causó a su madre una enfermedad que le duró algunos meses.

En una de las cartas que se escribía con su familia, se negaba a vovler al hogar por no presenciar los malos pasares que vivían, esto se explica mejor con un extracto de una carta de Sante:

Mil veces, al echar mi cabeza sobre la almohada para dormir, pienso en los sufrimientos de los míos y me abandono al llanto.

Pero después, un pensamiento, que por ser más intenso que el primero, me domina, me dice: “No eres tú la causa de los dolores de tu familia; es la sociedad actual”.

El primer pensamiento me dice que estoy lejos de mi madre. Yo no sería capaz de cometer la villanía que el soldado comete con sus padres: coger un fusil y abandonarles repentinamente, siguiendo a cualquier superior militar. Aun siendo libre, no podía soportar con calma la infamia de los viles burgueses, y concluiría por ser arrestado, y estaría aún más lejos de ustedes, porque el muro de una cárcel equivale a muchos kilómetros de distancia.

Cuando venga la guerra, dejo bien a la mujer, bien a la madre o bien a los hijos, y acudo a ella como los demás imbéciles. Ninguno piensa en el dolor de la familia, pero sí en su deber, y yo combatiré a esta sociedad y aniquilaré algunos burgueses. ¡Viva la anarquía!

Escribía algunas veces y tenía hecha una monografía sobre los tumultos anarquistas ocurridos por esos años en la Via Ravana, por una cuestión de la cocina económica.

Aún en Milán se integró a un pequeño colectivo llamado A pè (“A pie”, que en la época era sinónimo de “sin dinero”). Pietro Gori refiriéndose a Sante Caserio lo recordaba como una persona generosa, repartiendo a los obreros y desempleados pan y panfletos anarquistas que imprimía costeándolo con su mísero salario.

Puesto en libertad provisional, escapó en 1893 del servicio militar italiano, pasando tres meses en Lugano (Suzia) como ayudante de un panadero; atravesó el país, siendo detenido en Lausanne y Ginebra. El 21 de julio del mismo año llega a Francia, específicamente a Lyon -donde trabaja como mensajero-, luego pasa tres semanas en Vienne y en octubre llega a Cette, donde se colocó en la panadería de un tal Viala. Sin embargo, debió estar un mes en el Hospital de Cette para tratarse el sífilis que padecía. Una vez sanado, comenzó a frecuentar la compañía de un grupo de anarquistas que se reunían en el Café Gard.

AI FERRI CORTI…

Mantuvo aquel trabajo en la panadería de Cette hasta el 23 de junio de 1894, fecha en que después de un altercado renunció, recibiendo como abono la suma de 20 francos. Una hora después, compró en la armería de Guillaume Vaux, de la calle La Caserne, cerca del mercado de La Mairie, un puñal damasquinado con mango convexo de colores blanco y dorado, pagando 5 francos por él. El puñal tenía una hoja de 16 cm y en ella una inscripción que decía “Recuerdo de Toledo”, aunque al parecer, estaba fabricado en Thiers.

A las 15:00 tomó el tren a Mountbazin, cambiando a otro que le llevó a Avignon, donde llegó el domingo 24 de junio a las dos de la mañana. Allí estuvo hasta las cuatro de la madrugada esperando el tren de Lyon, comprando un panecillo y un periódico en el que envolvió el puñal para disimularlo mejor. En este periódico leyó con detalle cómo iba a ser la jornada del presidente de Francia, Marie François Sadi Carnot. Tomó el tren hasta Vienne desde donde marchó a pie hasta Lyon, recorriendo así los 27 kilómetros que le faltaban para llegar a su objetivo.

A las 9:15 de la noche de aquel domingo, el presidente Carnot salía de un banquete que se dio en su honor en el Ayuntamiento de Lyon y subía a su carruaje privado escoltado por un pelotón de coraceros a caballo para trasladarse, en compañía del general Voisin (gobernador militar de Lyon), el general Vorius (jefe de su casa militar) y del doctor Gailleton (alcalde de Lyon) a la ópera.

Súbitamente, al pasar junto a la fachada oeste de la Bolsa, en la rue de la Republique, un veinteañero se abrió paso entre las filas de lioneses que aplaudían al presidente. Dirigiéndose hacia el costado derecho del coche donde el presidente saludaba con la mano a su pueblo y, sorteando el caballo del coracero que le protegía, se sujetó a la portezuela del coche con la mano izquierda mientras que levantando la derecha armada de filoso puñal hundía éste violentamente en el cuerpo del presidente al grito de “¡Viva la anarquía!”.

Trató de escapar por entre el público, pero pero entre varios espectadores y un guardia municipal le cogieron por el cuello golpeándole al borde del linchamiento. Fue detenido y conducido por la policía a la prefectura.

Entre tanto, y apenas repuestos de la sorpresa, los acompañantes del presidente vieron como éste hacía un gesto más de disgusto que de dolor, echándose la mano al vientre y cayendo de lado sin conocimiento. El doctor Gailleton llamó en su ayuda a su colega Poncet, profesor clínico quirúrgico de la Facultad de Medicina de Lyon que casualmente se encontraba cerca y, mientras el coche se dirigía velozmente a la prefectura donde se alojaba Carnot, ambos médicos le aplicaron los primeros auxilios. El doctor Poncet publicaría más tarde una detallada relación de su participación en la atención del presidente herido.

LAS ESQUIRLAS

Momentos después del magnicidio, la viuda del presidente Sadi Carnot recibió por correo en su casa una foto de Ravachol con el siguiente escrito:

Il est bien vengé.
(Está bien vengado)

La puñalada del joven fue tan enérgica que el puñal penetró hasta la empuñadora, quedando allí clavada. La primera impresión de los acompañantes fue que alguien había lanzado un objeto al presidente, pero al recibir la puñalada, Carnot apenas pudo exclamar con voz débil “¡Estoy herido!”, desvaneciéndose en el acto.

El doctor Poncet declaró haberle encontrado “la cara exangüe, el pulso imperceptible y las manos heladas”. El presidente parecía un cadáver. Trató de reanimarle dándole unos golpes suaves en las mejillas y pellizcándole, pero inmediatamente pudo observar el color rojo de la sangre que emanaba de la camisa blanca. Rápidamente el doctor Poncet descubrió el pecho y abdomen observando a nivel del hígado, bajo el reborde costal, una pequeña herida de dos centímetros de anchura por la que salía una sangre negruzca que se estancó con la presión de un pañuelo. El ruedo de los caballos, el galope de la escolta, el clamor de la muchedumbre ajena a lo que estaba pasando dentro del coche presidencial, no le permitía escuchar la respiración del herido.

Al llegar a la prefectura, el general Vorius, el prefecto, el alcalde y los porteros sacaron al herido con gran dificultad del vehículo, lo transportaron a través del vestíbulo y las escaleras hasta el primer piso y le tendieron en una cama de campaña en la habitación que servía de alojamiento al presidente, observaron entonces que aún respiraba.

Poco después, el doctor Poncet se lavó las manos con sublimado, introdujo un dedo en la herida para explorar su profundidad y utilizando los instrumentos que le acababan de llegar urgentemente del hospital, agrandó la herida practicando una incisión de arriba hacia abajo, con el objeto de abrir campo y averiguar la profundidad de la lesión. Observó que el hígado había sido atravesado, que la hemorragia interna era intensa y que la vena porta estaba abierta. La sangre había invadido el peritóneo. El pronóstico era fatal en breve.

Como buen burgués, recibió todo lo que podía hacerse con los medios al alcance a finales del siglo XIX se hizo. La incisión permitió introducir un taponamiento de gasa yodofórmica y practicar una compresión contínua, deteniendo temporalmente la hemorragia. El dolor producido por la incisión realizada por Poncet tuvo la virtud de hacer revivir al herido que exclamó varias veces: “¡Ay, doctor, que daño me hace! ¡Oh, Dios mío… cómo sufro! ¿No terminará esto nunca?”. Luego añadió en voz clara: “Tenga cuidado, tengo una tiflitis desde el año pasado”. El presidente Carnot había tenido en efecto, desde hacía un año, no una enfermedad del hígado como se creyó al principio, sino una inflamación del ciego, una tiflitis de la que le trataron los doctores Brouardel, Potain y Planchon. Luego exclamó dirigiéndose al doctor Poncet: “¿Ha terminado?”. Más tarde, Poncet diría en su informe:

“Una vez abierta y ampliada la herida examinamos, el doctor Ollier (el eminente cirujano) y yo, el fondo de la herida, comprobando la necesidad de un taponamiento hemostático… desbridé por dentro hacia la línea media en una longitud de 5 a 6 centímetros. Los bordes de la herida doblados hacia fuera con pinzas hemostáticas que servían como tracción, introduje lo más profundo posible una mecha de gasa yodofórmica, rellenado lo más metódicamente posible… la herida había sido producida en un movimiento de inspiración… el hígado, de pequeño volumen, estaba completamente sano, excepto la herida…”.

Al parecer, la compresión detuvo la hemorragia y el presidente recobró la conciencia, contestando con claridad a las preguntas que le hacían los cirujanos. Poncet estaba acompañado a demás por los doctores Ollier, Thasson, Lepin, Gailleton, Kelsh, Gangolphe y Monoyer. Después de la operación, se transportó al herido hasta su lecho quedando uno de los médicos realizando la compresión manual contínua a fondo. De vez en cuando se le administraban cucharadas de champagne y café frío, administrándosele además una inyección de éter (anestésico) subcutánea.

Hacia la medianoche, a Carnot le sobrevinieron dolores muy violentos en la región lumbar y epigástrica, aplicándosele dos inyecciones de morfina. En aquel momento el herido exclamó, al verse rodeado de tantas atenciones, “Estoy emocionado por la presencia de tantos amigos y les agradezco todo lo que hacen por mí”. El arzobispo Pedro, de Lyon, que se encontraba a su lado, estrechó su mano y le dio la última unción.

Después tuvo otra hemorragia, perdiendo nuevamente el conocimiento. Sufrió algunas convulsiones y entró en un periodo de agonía que fue de corta duración, muriendo tras una larga agonía a las 0:45 del 25 de junio en el Hotel de la Prefectura. Algunas personas pensaron más tarde que la intervención quirúrgica, la herida hecha por el doctor Poncet había sido inútil y que se había hecho sufrir al presidente sin necesidad.

Poncet se defendió de esta crítica probando que la incisión y la compresión interna realizada habían prolongado tres horas la vida del presidente Carnot. Sin duda fueron tres horas de sufrimiento, pero todos consideraron que el presidente al menos pudo hablar antes de morir. Ni una sola palabra salió de su boca contra su agresor.

La señora de Carnot, que se encontraba en París, al tener noticia del atentado se dispuso a partir para Lyon. A su llegada se le dijo que la ley exigía practicar la autopsia, pero ella insistió en que no se hiciese. Entonces, M. Fouchier, procurador de la república, preguntó a los médicos si le era posible describir exactamente la herida sin un nuevo examen. Ante la negativa de estos, el Consejo de Ministros, reunido urgentemente, declaró que para que el defensor del asesino en el juicio no crease problemas al faltar este requisito legal, se “hiciese una autopsia local y parcial” que fue practicada a las 14:30 y decía:

“El fallecido presenta una herida que penetra inmediatamente por debajo de las falsas costillas del lado derecho, a 3 centímetros del apéndice xifoides. Mide 20 a 25 milímetros de longitud y ha sido producida por un arma blanca cuya hoja, al penetrar, seccionó completamente el cartílago costal correspondiente, penetrando en el lóbulo izquierdo del hígado a 5 o 6 milímetros del ligamento suspensor. Perforó el órgano de izquierda a derecha y de arriba abajo, hiriendo a su paso la vena porta que aparecía abierta por dos lugares. El trayecto de la herida en el interior del hígado era de 11 a 12 centímetros. Una hemorragia intraperitoneal fatalmente mortal, fue la consecuencia de esta doble perforación venosa

Dr. Alexandre Lacassagne, especialista en medicina forense
ayudado por los doctores Henry Coutage, Ollier, Rebatel, Poncet, Michel Gandolphe y Fabre.
Lyon, 25 de junio de 1894″.

Expedida el acta de defunción, a las dos de la tarde del día siguiente del atentado, el cadáver de Carnot fue conducido a un tren especial para ser trasladado a París. La señora Carnot que le acompañaba, se había opuesto también enérgicamente a que el cadáver fuera embalsamado, permitiendo solamente que se le aplicaran una serie de inyecciones antisépticas con las que se intentó obtener un efecto similar. Monseñor Coublier rezó las últimas oraciones y los cañones tronaron con las salvas de honor reglamentarias de la época, partiendo el fúnebre cortejo hacia la capital francesa por vía férrea a las siete de la tarde.

Las honras fúnebres tuvieron lugar en París al domingo siguiente (1 de julio), celebrándose el servicio religioso en la Catedral de Notre Dame, siendo enterrado el cuerpo en la Cripta del Panteón después de haber permanecido en el Eliseo el día anterior. Fue elegido como sucesor de Carnot, Casimir Perier, mediante la elección de la Asamblea en sesión urgente.

Con lo que respecta al joven asesino, fue detenido inmediatamente después del atentado y conducido al puesto de policía de la rue Molière. Allí pudieron verle los periodistas de pie, junto a la pared. Con las muñecas esposadas y la cabeza baja, joven, imberbe, vestido con un traje de lana color marrón claro y una gorra del mismo color.

Interrogado por el prefecto de policía, el comisario especial y otras autoridades, declaró fríamente que era de origen italiano y tenía 22 años. Al ser consultado por su nombre, respondió fuerte y claro: Sante Geronimo Caserio.

DETENCIÓN Y DECLARACIONES

Le registraron, encontrando en sus bolsillos un carnet visado en París el 20 de junio de 1894 en el que se decía que era natural de Motta Visconti, provincia de Milán. No le pudieron sacar más información, declarando que sólo hablaría ante el Tribunal que lo juzgase.

Desde la Embajada Italiana informaron a la prefectura que el tal Santo Caserio era ya conocido hacía tiempo como un anarquista peligroso, especialmente en Milán, donde había dedicado a realizar una violenta propaganda anarquista.

Caserio fue conducido a la Prisión de Saint Paul, en Lyon, edificio C, en la celda número 41, comenzando inmediatamente la policía a realizar averiguaciones y tratando de descubrir si tenía cómplices y si se trataba de un complot. Hubo desórdenes en diversas ciudades de Francia donde algunxs ciudadanxs italianxs fueron maltratadxs y sus comercios fueron apedreados o quemados. La Corte de Justicia de Rhône se hizo cargo de las diligencias previas.

De la Prisión de Saint Paul, fue conducido al día siguiente al Palacio de Justicia, donde fue interrogado por el Juez de Instrucción M. Benoist:

-Veamos, Caserio, ¿por qué has querido matar al presidente de la República? ¿Tienes algún resentimiento contra él?
-No, era un tirano. Lo maté por eso.
-¿Eres anarquista?
-Sí. Me enorgullezco de serlo.
-¿Por qué le has matado?
-Lo diré al Jurado. El conocerá el móvil que me ha hecho actuar. Yo explicaré mis razones.
-¿Tieness cómplices?
-No. Actúo yo solo, sin ser empujado por nadie.
-¿Conoces a alguien en Lyon? ¿Tienes relaciones aquí?
-Ninguna. No conozco la ciudad. Siempre he trabajado lejos de aquí, en Vienne, en casa de un panadero, hace un año.
-¿Cómo has dado la puñalada al señor Carnot?
-Yo avancé rechazando al caballo de un coracero. Llevaba un puñal. No tuve más que levantar la mano. Ví el bajo vientre del presidente y dejé caer con fuerza mi brazo gritando “¡Viva la anarquía!”. La gente se echó sobre mí, me tiraron, me molieron a palos. Los agentes me llevaron al puesto de policía.
-¿Insistes en que no tienes cómplices?
-Sí, pero a propósito ¿el presidente ha muerto?

El juez Benoist no le contestó. Sante parecía pensar que su víctima había sucumbido, cosa que no sabía debido al aislamiento en que se le había mantenido, no pudo disimular su satisfacción. Sonrió y levantando la mano izquierda hizo el simulacro de apuñalar con un cuchillo.

Declaró también que le iban a matar inmediatamente después de atacar al presidente y se extrañaba de estar aún vivo. Dijo:

Si yo hubiera sabido o previsto esta circunstancia, me habría puesto a correr conservando mi sangre fría y disimulándome entre la multitud hubiese gritado con todas mis fuerzas “¡Viva Carnot!”

Sante Caserio con una camisa de fuerza, es obligado a posar para la prensa luego de ser apresado.

La prensa difundió un dibujo tomado de una foto hecha a Sante, que le representa llevando el traje de presidiario, con la cabeza inclinada hacia su derecha y los ojos elevados, la mirada dura y mostrando una cicatriz o contusión en la mejilla izquierda.

La ficha policial de Caserio dice que medía 1,710 metros de estatura, cabellos castaños, barba naciente, frente derecha, nariz rectilínea, cara oval, mentón poco saliente.

Sante relató al detalle todos sus movimientos, demostrando una memoria prodigiosa en todo momento:

Llegaron entonces, a paso corto, los militares siempre sobre sus caballos, dispuestos los cuatro grupos de cuatro con sus banderas. Después de las tropas vino un trompetero montado, aunque sin tocar, entonces la segunda tropa pasí igual a la primera. Vino luego el carruaje descubierto del Presidente de la República; Con los caballos apartados apenas tres pasos atrás de la tropa de soldados. Cuando el último jinete de escolta pasó delante mío, yo desabotoné mi chaqueta. El puñal lo quería con el mango para arriba dentro del bolso. Lo mpuñé con la mano izquierda y con un movimiento, empujé lejos a dos muchachos que tenía adelante. Me dirigí con velocidad, aunque sin encarar directamente al presidente, yendo en un movimiento contrario al del carruaje. Subí al escalón externo del vehículo y me apoyé agarrándome con la mano izquierda del lateral y con la derecha le enterré la daga en el pecho del presidente. Dejé el puñal clavado, en su cuello un pedazo de periódico. Saltando al carro grité, no recuerdo si mucho o poco: “Viva la rivoluzione!”. Así que salté, me dí cuenta que nadie me había detenido ni parecía haber entendido lo que estaba ocurriendo, entonces corrí alrededor el carruaje y de los caballos presidenciales.

Y en aquel momento grité “Viva l’anarchia!” fue ahí que los policías entendieron. Fui por adelante de los caballos, por detrás de las luces, para intentar mezclarme con la multitud y desaparecer. Pasé entre hombres y mujeres y entonces oí un grito tras de mí: “¡Agárrenlo!”. Un policía llamado Nicolas Pietri, me tomó por el cuello de la chaqueta y entonces otras veinte personas me cercaron”.

Sante confesaría más tarde que lamentaba no haberse quedado con el puñal en la mano y así poder haberse podido abrir paso entre la muchedumbre y tener con esto algunas posibilidades de escapar.

¿POR QUÉ?
Durante los días posteriores a la detención de Sante, un soldado de la guarnición de Marsella, llamado Edouard Leblanc, de 22 años de edad, que estuvo hospitalizado en Cette con Sante en la Sala de enfermedades venéreas, confesaría que ya le había oído contar a aquél la intención de matar al presidente. Incluso le contó que en una reunión anarquista celebrada tiempo atrás en la misma ciudad, se había sorteado para ver a quién le tocaba asesinar al presidente Carnot y la suerte había recaído en Caserio, pero no es una información del todo verificable.

Decenas de anarquistas en Francia (y gran parte de Europa) pasaron por prisión e incluso fueron deportados a las Islas de la Salvación, una serie de 3 islas en la Guayana Francesa. A pesar de su apariencia paradisíaca, estas islas, rodeadas de fuertes corrientes en un mar infestado de tiburones, eran un lugar espantoso para los presos. La principal actividad de los prisioneros aquí era verter agua salada en las malas hierbas que crecían en las carreteras y alrededor de los edificios. Reinaba el más absoluto aburrimiento. A excepción de aquellos confinados al aislamiento por haber cometido ciertas infracciones, los prisioneros tenían permitido entrar y salir durante el día antes de ser encerrados y encadenados al llegar la noche.

A principios de 1890, cartas de contrabando escritas por anarquistas empezaron a aparecer en un periódico francés, denunciando el trato recibido por los prisioneros en las colonias penales. Las cartas hacían referencia a la carencia de atención médica, a la confiscación de la correspondencia y a las repugnantes torturas y castigos que se llevaban a cabo.

En 1892, durante el gobierno de Sadi Carnot, las autoridades tramaron una provocación, esperando conseguir una excusa para matar a los anarquistas, pero su intento fracasó. El régimen se volvió más duro y las autoridades principales dieron luz verde a los carceleros para deshacerse de los anarquistas, hecho que ocurriría en octubre de 1894.

Cartel “Gloria a Carnot”, diseñado luego del atentado a Carnot. En la imagen, donde se aprecia la admiración y popularidad del presidente.

La razón de querer matar a Carnot era, entre otras, que bajo su gobierno (1887-1894) el movimiento anarquista en Francia aguantó una fuerte represión estatal. Uno de estos ejemplos fueron los juicios contra ácratas, como el Proceso de Sevillé en donde un grupo de anarquistas fueron acusados de los violentos disturbios y choques contra la policía en la jornada del 1° de Mayo de 1891 en Clichy. El resultado fue la condena a la horca para Henri Louis Decamps y Charles Auguste Darde. Pero los grupos de anarquistas clandestinxs no se quedarían en quejas y pasaron a la acción.

Por los siguientes años una oleada de robos y bombazos contra jueces, comisarías, cafés burgueses e incluso la mismísima cámara francesa de diputados serían el objetivo de quienes no claudican. Como resultado de dichas acciones, fueron represaliados los compañeros anarquistas Achille Vittorio Pini[1], Auguste Alfred Faugoux[2], François Claudius Koënigstein, Edouard Aubin Marpaux[3], Auguste Vaillant, Jules Leon Leauthier[4] y Émile Henry, fervientes agitadores y propagandistas por el hecho.

Desde entonces los revolucionarios le condenaron a muerte.

EL JUICIO

Sante confesó al juez, que se había estado entrenando con un cuchillo golpeando sobre una tabla para saber como y donde debía golpear a su víctima. Contó que tenía como punto de mira la camisa blanca y el cordón rojo de la Legión de Honor que llevaba Carnot. Se declaró enemigo de explosivos que matan inocentes y defensor del puñal que se puede dirigir con acierto sobre el objetivo y que, además, requiere más valor.

En una reunión de anarquistas de acción, se propuso matar al verdugo a lo que Sante replicó: “Sería tan inútil como quemar la guillotina, que debe servir para cortar la cabeza a Ravachol. Sólo son máquinas que no hacen más que obedecer a quienes las conducen. Es a estos últimos a quienes hay que eliminar”.

Juicio a Sante Caserio

Juicio a Sante Caserio

Sante negó en todo momento haber tenido cómplices, pro la policía detuvo a 150 personas después de descubrir una densa red de anarquistas en Francia. Durante su estancia en la cárcel, silbaba y cantaba, demostrando su templanza ante la muerte que le esperaba. Nunca derrotado, nunca arrepentido.

El director de la prisión, de apellido Raux, contaría más tarde que al ver la dulzura, los ojos candorosos y la tranquilidad de Caserio, nadie diría que se trataba de un peligroso asesino.

El mismo 25 de junio, Sante fue sometido a un examen médico en la cárcel, donde se le detectó trazas de lesiones cutáneas sifilíticas. Tenía además varias contusiones leves de los golpes recibidos durante la detención y la cara ligeramente tumefacta. El doctor León Blanc en su informe dice: “El llamado Caserio presenta en el cuerpo algunas contusiones insignificantes y erosiones. Presenta además numerosas pápulas (prurigo) y adenitis inguinal. Sífilis con restos de lesiones cutáneas sifíliticas y adenitis inguinales”. Fue fotografiado en la prisión al día siguiente.

El director de la prisión, que le observó cuidadosamente durante todo el tiempo que estuvo allí, afirma que del mutismo inicial pasó a ser muy comunicativo con él, contándole con detalle fríamente su crimen y las razones que lo motivaron. Cuando Raux le hablaba de las miserias humanas, la dulzura de sus ojos se convertía en “cólera y aspecto salvaje”, como éste mismo lo describía. Lo consideraba un fanático y creía que la idea del crimen estaba en su espíritu hacía mucho tiempo.

Escribió a su madre desde la prisión, recibiendo de esta y sus hermanas cartas una serie de cartas. Entre las enviadas a sus hermanos, pide a uno de ellos que le remita algo de dinero para comprar tabaco. En prisión se encuentra calmado, incluso se da los ánimos para hacer bromas sarcásticas como cuando pidió que le dejasen escribir al nuevo presidente, Jean Casimir-Perier, para “solicitar de él una ayuda económica como agradecimiento al acto por el cual le había dado la oportunidad de llegar a ser presidente”. Cosa curiosa, uno de los libros que leyó en esos últimos días en la prisión fue Don Quijote.

Pasó la mayor parte del tiempo en la celda durmiendo y reflexionando, leyendo a veces y sintiéndose contento del descanso del que gozaba en comparación con las fatigas de su oficio de panadero, aunque la monotonía de la prisión llegó a enervarle: fumaba muchos cigarrillos. Contó a Raux que a él lo que le gustaba era viajar a pie como un vagabundo y que su ideal habría sido “caminar de pueblo en pueblo con una libra (medio kilo) de pan en su bolsa y dos o tres paquetes de cigarrillos asegurados cada día”.

En la prisión escribió una especie de declaración justificando su acción criminal. En ella dice:

“No pido perdón ni piedad, sólo quiero hacer saber a mis compañeros obreros que no estoy loco como algunos han creído, sino que comencé desde los 14 años a conocer la sociedad, esta sociedad mal organizada que debemos a los que no hacen nada y consumen y a los que producen y no pueden consumir. Habiendo hecho muchos panes y gastado en ello nuestra fuerza física, no tenemos un solo pedazo de pan para nosotros cuando somos viejos y no podemos trabajar. Todos los que han “producido” se ven obligados a morir de “extenuación” y de miseria. Para mí, la patria es el mundo. Yo creía en Dios, pero al ver la riqueza de los que son jefes de la Iglesia, me hice ateo”.

Rechazó toda defensa. No quería defenderse sino hacer una simple declaración ante el Jurado. Por ello escribió varias hojas en italiano, su lengua natal, para que fuesen leídas ante el Jurado. Demostró un odio profundo y violento hacia todo lo que revistiese un carácter religioso. Consideraba a la religión como un instrumento de dominación.

El aislamiento en la prisión cambió en unos días su exaltación inicial en depresión. A cada hora se acerca el momento fatal de enfrentarse a la guillotina y, con ello, aumenta el nerviosismo. Se queja de vértigos y hay momentos en que parecía estar aturdido. Pasea por la celda pero no deja de dormir profundamente casi todos los días.

Rechazó toda asistencia religiosa. El cura Gras, un italiano quien, de pequeño, le inculcó la doctrina católica, intentó entablar diálogo con el compañero, pero éste lo rechazó y lo empujó fuera de la celda. Se negó a firmar un poder de casación y recurso de gracia (instancias para pedir la nulidad de una sentencia judicial), diciendo que eso eran tonterías. Sabía la suerte que le esperaba y no quiso pedir nada. Nunca intentó negar sus actos o pedir piedad a los jueces. Se le ofreció la posibilidad de declararse demente, a cambio de entregar los nombres de algunos de sus cómplices, pero se rehusó: Yo soy un panadero, no un delator.

En una de sus cartas hallada en Turín dice: “España y sus fusiles dispararon a seis compañeros, pero un día nosotros los vengaremos ¡Muerte a los burgueses! ¡Viva la anarquía!”.

El juicio en su contra se llevó a cabo los días 2 y 3 de agosto. Ante la Corte de Justicia y el Jurado se presenta esposado en el banquillo, calmoso y sonriente al principio, con su mirada de guerrero recorriendo la sala. Responde a las preguntas con voz monótona, como de ventrílocuo. Le ayuda un intérprete al no poder hablar muy bien el francés. El Procurador General, de apellido Fochier, va interrogando a los testigos: el general Vorius, jefe de la Casa Militar del presidente, el general Voisin, los doctores Ollier, Poncet, Lacassagne y otros profesores de la Facultad de Medicina de Lyon, el soldado y delator, Leblanc que hizo las importantes declaraciones que demostraron la premeditación del crimen.

-Soy absolutamente responsable de mis actos.
-¿Por qué mataste a Carnot?
-Porque hizo subir a mis compañeros a la guillotina. Mi patria es el mundo.
-¿No tuviste un momento de duda pensando en el acto que ibas a cometer?
-No, vine directamente para ejecutarlo.
-Cuando apuñalaste al presidente y éste te miró ¿supiste sostener su mirada sin bajar los ojos?
-Sí, no me hizo ninguna sensación.
-¿Dónde quisiste golpear?
-En el corazón, pero mi brazo se desvió. Luego grité “¡Viva la anarquía!” y por eso me detuvieron.
-¿Odias a todos los Jefes de Estado?
-Sí, a todos. Soy anarquista.

El procurador señaló que el presidente Carnot había recibido varios meses antes de su muerte una carta escrita con sangre en la que el anónimo redactor le condenaba a muerte. A pesar de todo, Caserio siguió negando la existencia de un complot o de cómplices. “Volvería a hacerlo” exclamó con fuerza.

Sin embargo, al hacer su defensor de oficio su alegato, contando al Jurado la vida de Sante desde niño, los sufrimientos de su madre y otros detalles más, el compañero rompió a llorar, y cuando mencionó el hecho de que el abogado anarquista Gari había sido su maestro, interrumpió gritando “¡Es falso, no he tenido un maestro, no he sido discípulo de nadie!”.

Al recrear -a petición del juez- el asesinato de Carnot, fue calificado como “un monstruo” por quien le juzgaba. Ante este insulto de la autoridad, Sante respondió entre risas: “¡Oh, esto no es nada! Ya me verán en el juicio y después en el tablado de la guillotina. ¡Ah,particularmente esta última escena, la de la guillotina, será hermosísima!”.

Cuando le preguntaron si tenía algo que decir, Sante sacó su papel escrito en la prisión y leyó unza apología del anarquismo. El Jurado deliberó y declaró culpable al joven. El Presidente dictó la sentencia: “Pena de muerte que será ejecutada en Lyon”. Al oírlo, Sante, comenzó a gritar su último discurso:

Pues bien, si los gobernantes pueden usar contra nosotros fusiles, grilletes y prisiones, nosotros debemos, nosotros los anarquistas, para defender nuestras vidas, debemos atenernos a nuestros principios? No. Por el contrario, nuestra respuesta a los gobernantes será la dinamita, la bomba, el estilete, el puñal. En una palabra, tenemos que hacer todo lo posible para destruír a la burguesía y al gobierno. Ustedes que son representantes de las companías burguesas, si ustedes quieren mi cabeza, ¡ténganla!

Luego fue conducido a la Prisión de Saint Paul, a la celda 41, donde comió con apetito.

Los últimos días en la prisión, después del juicio y condena, se caracterizaron por un nerviosismo que fue en aumento. El día 8 de agosto dijo a Raux que sólo deseaba una cosa y es que llegase Deibler (el verdugo) lo mas rápidamente posible. En un arranque de humanidad, el director de la prisión señala en sus memorias: “Este periodo de espera es para el criminal, que se siente irrevocablemente abocado a la guillotina, un sufrimiento moral muy intenso y constituye un castigo terrible”.

Sante firmó un documento preparado por su abogado, en el que solicitaba que su cadáver no fuera utilizado para hacer experimentos en la Facultas de Medicina. Justifica este documento diciendo que el cadáver de un decapitado es más un objeto de curiosidad que un tema de estudio y a él le repugnaba servir después de muerto de “diversión para los burgueses”. Luego recordó que su compañero Auguste Vaillant tomó la misma decisión antes de ser guillotinado, mientras que Émile Henry hizo todo lo contrario.

Se quejó de dolores de cabeza, estaba inquieto, sus sueños eran cortos, con sobresaltos y fue perdiendo el apetito. La idea del castigo le trastornaba y cada vez era menos comunicativo. Trataba de hacer esfuerzos para disimular sus sentimientos más íntimos. Su calma aparente, a veces era simulada y calculada. Cuando recuperaba los ánimos, se permitía algunas bromas: “San Pedro no me abrirá las puertas del Paraíso y seré enviado al Infierno con Ravachol, Henry y Vaillant, y allí, entre los cuatro, organizaremos una revolución entre los condenados, apuñalaremos al demonio y derribaremos las puertas del Paraíso”.

Sante pidió al director de la cárcel que se preocupara de que le enterraran. Hubiera preferido ser incinerado, pero en Lyon no existía horno crematorio.

Se dudaba hasta el último momento sobre la fecha de la ejecución del odiado anarquista. El 15 de agosto, el abogado de oficio (abogado entregado por el Estado a lxs imputadxs que no pueden pagar uno propio) se había marchado al campo pensando que aún tardaría un par de días en tener lugar. Poco después recibió un telegrama urgente para que regresase inmediatamente y asistiese hasta el final a su cliente.

Aquel día Lyon estaba de plenas fiestas. A pesar de ello o a causa de ello, para que pasara más desapercibida se decidió que la ejecución tuviera lugar en la plaza situada delante de la prisión en la que el público podía ser mantenido fácilmente a distancia del cadalso. Sólo por medio de una credencial especial se podía entrar en el recinto de la plaza.

Aquel jueves 16 de agosto de 1894, comenzó una fuerte lluvia acompañada de granizo, del tamaño de nueces. En la madrugada llegó el verdugo, Louis Antoine Stanislas Deibler, el mismo que había guillotinado a los anarquistas Ravachol, Vaillant y Henry. Una vez que llegó a la Prisión de Saint Paul, procedió inmediatamente al montaje de su instrumento. La lluvia había cesado y la madrugada quedó clara. A pesar de la reserva con la que se había llevado todo, las ventanas de los edificios que daban a la plaza y aún los tejados, estaban llenos de morbosxs. El compañero dormía en su celda. No creía que el momento era tan inminente. Se suponía que debía sufrir la pena de los parricidas que, según el Código Penal francés, consistía en hacer caminar al reo descalzo desde la prisión hasta el cadalso donde se alzaba la guillotina. Pero se dio orden de ejecutarle como un condenado ordinario, es decir, sería llevado en un vehículo.

A las 4:30 de la madrugada, penetran en la celda 41 el director de la prisión, Raux, acompañado por el doctor Blanc, el cura Porthus y su abogado defensor. Despiertan con dificultad a aquel cuerpo preso. Al parecer había sido una de las pocas noches en que había logrado consiliar el sueño. Qué mala suerte.

El condenado comprende enseguida que es el final. Palidece y un temblor general se apodera de él. (No es fácil estar en su lugar).

Le preguntan si tiene algo que revelar. Dice que no. Le preguntan si desea la asistencia del sacerdote. La rechaza. Se viste con dificultad. Le ofrecen un poco de alcohol. También lo rechaza. Cabizbajo, se encierra en un profundo silencio. El verdugo le ata las manos, corta el cuello de su camisa y le hace subir al vehículo. La angustia aumenta, la soledad también. De pie en cadalso, el verdugo le hace arrodillarse y coloca su cabeza en el hueco del tajo bajo la cuchilla. Ya en la recta final, en los últimos segundos de vida, los temblores acaban y muere como anarquista; firme, fuerte, claro y desafiante. De su boca se escucha aquel grito de guerra, ese que motiva a tantxs otrxs que le recordarán en la acción… Son las cinco de la madrugada y, desbordando los gritos populares de justicia, se escucha la voz del anarquista:

Coraggio compagni, e viva l’anarchia!
(¡Coraje compañeros, y viva la anarquía!)

La cuchilla cae. Un enorme chorro de sangre sale por el cuello manchando el cesto y la cabeza que caía en él. El publico presente aplaude enérgico, vociferando que se ha hecho justicia. El cadáver del decapitado es colocado en el vehículo y llevado al viejo cementerio de La Guillotière, donde el comisario de policía Picard supervisó el entierro. El verdugo recogió rápidamente sus instrumentos limpiándolos y preparándolos para viajar a Montbrison donde tenía que cortar otra cabeza, la del asesino del crimen de Saint Medardo.

Al cabo de menos de un mes, Sante Caserio formó parte del ciclo de ejecuciones y venganzas inspiradas en la idea de propaganda por el hecho que iniciarían el siglo XX con más atentados y asesinatos.

Sobre la figura de Sante Caserio posteriormente surgieron en la tradición popular italiana una serie de narrativas y canciones en su memoria. Escritas u oralmente, un número significativo de estas son todavía cantadas en la actualidad, como una de las miles de opciones multiformes de recordar a quienes han sufrido las consecuencias de plantearse en guerra contra la sociedad.

NOTAS:
[1]: Fundador de un grupo anarquista que actuó en París y que se financiaba mediante atracos, publicando un periódico en donde se daban recetas de explosivos. El 15 de febrero de 1889 apuñaló, junto a su compañero Luigi Parmiggiani, al socialista Camillo Prampolini, un socialista que acusaba a Pini de “estar a sueldo para la policía”, quien logró escapar con vida del ataque. Pini fue arrestado 4 meses después en Francia, siendo condenado a 20 años de trabajos forzados en la Guayana Francesa. Pese a escapar de la prisión, murió durante una masacre que los carceleros realizaron dentro y fuera de la cárcel en 1894.
[2]: Miembro del periódico anarquista Pere Peinard. En 1890 fue condenado por incitación al asesinato y saqueo, por felicitar, en un artículo, al revolucionario ruso Padlevsky, tras haber matado al traidor Seliverstoff. Evitó cumplir su pena huyendo del país, pero fue deportado y condenado a 20 años de trabajos forzados y moriría en octubre de 1894 durante una masacre en las prisiones de la Guayana Francesa.
[3]: Anarquista que participó tanto en la Liga de los Antipatriotas como en la Liga Anti-Terratenientes. Fue secretario de la Cámara Sindical de prensas metálicas. Participó en expropiaciones (asalto revolucionario) junto a Vittorio Pini. El 17 de noviembre de 1893, fue capturado en una trampa tramada por la policía, y apuñaló a un policía durante la reyerta. Fue sentenciado de por vida el día 28 de febrero de 1984, muriendo meses después durante una masacre.
[4]: Anarquista condenado a trabajos forzados de por vida en la Guayana Francesa en febrero de 1894, muriendo baleado durante un motín en octubre del mismo año. La condena fue el resultado por haber apuñalado a un ministro serbio, hiriéndolo de gravedad en París durante 1893.