Capítulo octavo del libro “Campos, fábricas y talleres” de Piotr Kropotkin
TRABAJO CEREBRAL Y MANUAL
Divorcio entre la ciencia y el oficio. –Educación técnica. –Educación completa. –El sistema de Moscú aplicada en Chicago, Boston y Aberdeen. –Enseñanza concreta. –Pérdida de tiempo actual. –Ciencia y práctica. –Ventajas que puede derivar la ciencia de una combinación de trabajo intelectual con el manual.
En los antiguos tiempos, los hombres de ciencia, y en particular aquellos que más han hecho a favor del crecimiento de la filosofía natural, no despreciaron el trabajo manual: Galileo, se hizo con sus propias manos sus telescopios; Newton, aprendió en su juventud el arte de manejar herramientas, ejercitando su infantil imaginación en la construcción de aparatos muy ingeniosos, y cuando empezó sus investigaciones en óptica estaba en condiciones de poder pulimentar los lentes de sus instrumentos y hacer por sí mismo el gran telescopio, que, dada aquella época, era un obra de mérito; Leibnitz, era muy aficionado a inventar mecanismos: los molinos de viento y los carruajes que pudieran moverse sin caballo preocupaban su imaginación, tanto como las especulación matemática y filosófica; Linneo se hizo botánico, al mismo tiempo que ayudaba diariamente a su padre, que era jardinero; y en suma, para nuestros genios, las artes mecánicas no han sido un obstáculo para la investigaciones abstractas, pudiendo decirse que más bien las han favorecido. Por otra parte, si los trabajadores de otros tiempos hallaron pocas oportunidades para dominar la ciencia, muchos, al menos, tuvieron estimuladas sus inteligencias por la misma variedad de trabajos que se realizaban en aquellos talleres, donde aún no había penetrado la especialización, teniendo muchos de ellos la ventaja de hallarse familiarmente relacionados con hombres de ciencia. Watt y Rennie eran amigos del profesor Robinson; Brindley, el peón caminero, a pesar de su jornal de 1.50 francos, tenían relaciones con personas cultas, lo que permitió desarrollar sus notables facultades en ingeniería; otros pasaron su juventud en tiendas y talleres, para convertirse más tarde en un Smeaton o un Stephenson.
Nosotros hemos cambiado todo eso: con pretexto de la división del trabajo, hemos separado violentamente el trabajo intelectual del manual. La masa de los trabajadores no reciben más educación científica que sus abuelos, y, además, se ven privados de la poca que podían adquirir en los pequeños obradores, mientras que sus hijos, tanto varones como hembras, estando condenados a vivir en la mina o la fábrica desde la edad de trece años, pronto olvidan lo poco que aprendieron en la escuela. Los hombres de ciencia, por su parte, deprecian el trabajo manual. ¿Cuántos podrían hacer un telescopio u otro instrumento menos complicado todavía? La mayoría no son capaces ni aun de dibujar un aparato científico, y cuando dan una vaga idea al constructor, dejan al cuidado de éste el inventar lo que ellos necesitan. Pero hay más aún: han elevado sus menosprecio por el trabajo manual a la altura de una teoría: «El hombre de ciencia -dicen- debe descubrir las leyes de la naturaleza, el ingeniero, el aplicarlas y el obrero ejecutar en madera o acero, en hierro o en piedra, los dibujos y formas trazadas por aquél; debiendo trabajar con máquinas inventadas para que las use, pero no por él. Na da importa que no las entienda ni pueda mejorarlas; el hombre de ciencia y el ingeniero científico cuidarán del progreso de la ciencia y la industria».
A esto puedo objetarse que, sin embargo, hay una clase de hombres que no pertenecen a ninguna de las tres categorías indicadas: en su juventud fueron trabajadores manuales, y algunos de ellos siguen siéndolo todavía; pero, debido a algún acontecimiento feliz, han conseguido adquirir cierto conocimiento científico, y de ese modo han logrado combinar la ciencia con el arte mecánico. Es verdad que existen tales gentes, y no es poca suerte exista un núcleo de hombre que haya podido escaparse de la tan apoderada especialización del trabajo, siendo precisamente a ellos a quien la industria debe sus principales y recientes inventos. Pero en la vieja Europa, al menos, constituyen una excepción lo irregular, los soldados que, separándose de las filas, han asaltado la barrera con tanto interés levantada entre las clases. Y son tan pocos, comparados con las completamente crecientes necesidades de la industria -y también de la ciencia- como demostraré a continuación, que en todo el mundo se lamenta la gente de los mucho que escasean.
¿Qué significa, sino, ese grito que se levanta al mismo tiempo en Inglaterra, Francia, Alemania, Estados Unidos y Rusia, pidiendo la educación técnica, como no sea el disgusto general que produce la división actual en científicos, ingenieros y trabajadores? Escuchen a los que conocen la industria, y verán que la base de sus quejas es ésta: «El obrero cuyo trabajo ha sido especializado por la división permanente de la faena, ha perdido todo interés intelectual en ella, lo que principalmente ocurre en la gran industria, así como sus facultades inventivas. En otro tiempo inventaba mucho; los trabajadores manuales, y no los hombres de ciencia, ni los ingenieros, son los que han descubierto o perfeccionado los primeros motores y toda esa masa de maquinaria que ha transformado la industria durante los últimos cien años; pero desde que la gran fábrica se ha electrolizado, el obrero, deprimido por la monotonía del trabajo, ha dejado de inventar. ¿Qué puede inventar el tejedor que tiene a su cargo cuatro telares, sin saber una palabra respecto a sus complicados movimientos, ni de qué modo ha de progresar el mecanismo hasta alcanzar su estado actual? ¿Qué puede aprender un hombre condenado por toda su vida a enlazar los extremos de dos hilos con la mayor celeridad, y no sabe más que hacer un nudo?».
«En los comienzos de la industria moderna, tres generaciones de obreros inventaron; pero ahora han dejado de hacerlo. Y en cuanto a los adelantos introducidos por los ingenieros, instruidos especialmente para idear máquinas, o les falta el ingenio o resultan poco prácticos. Esos, casi nada, de los que una vez habló sir Frederich Bramwell, en Baht, faltan en sus inventos; esas insignificaciones, que sólo pueden aprenderse en el obrador, y que permitieron a Murdoch y a los trabajadores de Soho hacer una máquina completa del engendro de Watt. Únicamente el que conoce la máquina, no sólo en el dinujo y el modelo, sino en su constante trabajo y funcionamiento, y que sin querer piensa en ellas mientras se halla a su lado, es quien verdaderamente puede mejorarla. Smeaton y Newcomen, es indudable que eran excelentes ingenieros, y sin embargo, en sus máquinas un muchacho tenía que abrir la válvula del vapor a cada golpe del pistón, siendo uno de estos niños quien ideó el relacionar la válvula con el resto de la máquina para que se abriera automáticamente, y él pudiera irse a jugar con sus compañeros. Más en la maquinaria moderna no ha quedado espacio para inocentes descubrimientos de esa clase. Una educación científica en escala elevada se ha hecho necesaria para poder realizar nuevos adelantos, y ésta se le niega a los trabajadores: así que no hay medio de salir del atolladero, a menos que no se combinen juntas la educación científica y el arte mecánico; a menos que la integración de los conocimientos vengan a reemplazar la actual división».
Tal es, en sustancia, el verdadero significado del presente movimiento a favor de la educación técnica; pero en vez de presentarse a la consideración pública las causas, tal vez inconcientes del descontento actual, en lugar de elevar la discusión y prestar a la cuestión toda la amplitud que merece, los porta-estandartes del movimiento no la sacan de los límites más reducidos. Algunos de ellos hacen uso de un lenguaje con pretensiones de patriótico y en realidad ridículo, hablando de dejar fuera de combate toda industria extranjera, mientras los demás no ven en la educación técnica más que el medio de mejorar algo a la máquina humana de la fábrica, y permitir que algunos obreros puedan ascender a una clase superior.
Semejante ideal puede satisfacer a tales gentes, pero no a aquellos que no pierden de vista los intereses combinados de la ciencia y la industria, y consideran a ambas como un medio de elevar a la humanidad a más alto nivel: nosotros sostenemos, pues, que en interés de las dos, así como de la sociedad en general, todo ser humano, sin diferencia de nacimiento, debiera recibir una educación que le permitiera, ya fuera varón o hembra, combinar un verdadero conocimiento científico con otro, igualmente profundo, del arte mecánico. Reconocemos sin reservas la necesidad de la especialización de los conocimientos; para mantenemos que ésta debe venir después de la educación general, la cual debe comprender que la educación general, la cual debe comprender tanto a la ciencia como al trabajo manual. A la división de la sociedad en trabajadores intelectuales y manuales, nosotros oponemos la combinación de ambas clases de actividades; y en vez de «la educación técnica», que impone el mantenimiento de la presente división entre dos clases de trabajos referidos, proclamamos la educación integral o completa, lo que significa la desaparición de esa distinción tan perniciosa. Claramente expresada, la aspiración de la escuela bajo este sistema debería ser la siguiente: dar una educación tal, que al dejar las aulas a la edad de diez y ocho o veinte años, los jóvenes de ambos sexos se hallaran dotados de un capital de conocimientos científicos que les permitiera trabajar con provecho para la ciencia, dándoles al mismo tiempo un conocimiento general de lo que constituyen las bases de la enseñanza técnica, y la habilidad necesaria en cualquier industria especial para poder ocupar su puesto dignamente en el gran mundo de la producción manual de la riqueza. Sé que muchos encontrarán semejante aspiración demasiado amplia o imposible de alcanzar; pero confió que, si tienen la paciencia de leer la páginas siguientes, verán que, para ella, no necesitamos más que lo que se puede obtener con facilidad, o mejor dicho, lo que se ha obtenido; y lo que ha podido hacerse en pequeña escala, pudiera realizarse en otra mayor, a no ser por las causas económicas y sociales que impiden se lleve a cabo ninguna reforma de importancia en nuestra sociedad, tan miserablemente organizada.
El experimento se ha hecho en la Escuela Técnica de Moscú, durante veinte años consecutivos, con muchos centenares de niños; y según el testimonio de los más competentes jurados de las exposiciones de Bruselas, Filadelfia, Viena y París, el ensayo ha dado un resultado satisfactorio. La escuela de Moscú admite jóvenes que no pasen de quince años, y no se les exige a tal edad más que un conocimiento general de geometría y álgebra, unido al corriente de la lengua del país, recibiéndose alumnos más jóvenes en las clases preparatorias. La escuela está dividida en dos secciones, la mecánica y la química; pero como es también la más importante con referencia a la cuestión de que venimos ocupándonos, limitaré mis observaciones a la educación que se da en la sección mecánica.
Después de haber estado cinco o seis años en la escuela, el estudiante la deja con un profundo conocimiento de matemáticas superior, física, mecánica y ciencias relacionadas con éstas; tan completo, en verdad, que no tienen nada que envidiar al que se adquiere en las mejores Facultades matemáticas de las más eminentes universidades europeas. Cuando yo estudiaba las matemáticas en la universidad de San Petersburgo, puede comparar la instrucción de los estudiantes de la Escuela Técnica de Moscú con la nuestra, vi los cursos de geometría superior que algunos de ellos habían recopilado para que sirvieran a sus compañeros; admiré la facilidad con que aplicaban el cálculo integral a los problemas dinámicos, llegando a la conclusión de que mientras nosotros, estudiantes de la universidad, apenas sabíamos servirnos de las manos, los alumnos de la Escuela Técnica fabricaban con la suyas, y sin ayuda de obreros profesionales, hermosas máquinas de vapor, desde la pesada caldera hasta el último tornillo; maquinaria agrícola y aparatos científicos, todo para la industria; recibiendo los primeros premios por su trabajo manual en las Exposiciones internacionales. Eran hábiles artesanos educados científicamente -trabajadores con educación universitaria,- altamente apreciados hasta por los fabricantes rusos, que tanto desconfían de la ciencia.
Ahora bien; el método seguido para obtener tan maravillosos resultados fue el siguiente. En lo referente a la ciencia, el aprender de memoria era poco apreciado, mientras que la investigación independiente se estimulaba por todos los medios posibles: la ciencia se enseñaba al par que sus aplicaciones, y lo que se aprendía en la clase se aplicaba en el taller, dedicándose una gran atención a las más elevadas abstracciones de la geometría, como medio de desarrollar la inteligencia y el amor a la investigación. En cuanto a la enseñanza del arte mecánico, el sistema seguido era muy diferente del que fracasó en la Universidad de Cornell, siendo verdaderamente distinto de los usados en la mayoría de las escuelas técnicas. No se mandaba al estudiante a un taller a aprender un oficio determinado y ganarse con él la vida lo más pronto posible, sino que su enseñanza se realizaba según el plan elaborado por el fundador de la escuela, M. Dellavos, y que ahora se aplica también en Chicago y en Boston, del mismo modo sistemático que se usa para enseñar el trabajo de laboratorio en las Universidades.
El dibujo, como es natural, se considera como el primer paso en la educación técnica; después se conducía al discípulo, primero al taller de carpintería, o mejor dicho, laboratorio, donde se le enseñaba por completo el oficio, no economizándose esfuerzo alguno por alcanzar tal resultado, pues se le consideraba, y con razón, la verdadera base de toda industria; más tarde, se le traslada al taller de torneo, en el que aprendía a construir en madera los modelos de aquellas cosas que tendría que hacer de metal en los talleres siguientes. Luego seguía la fundición, donde se le enseñaba a fundir las partes de las máquinas que había preparado en madera; y sólo después de haber pasado por los tres primeros estados, era cuando se admitía en los talleres de herrería y maquinaría. Tal es el sistema que los lectores inglese encontrarán detalladamente descrito en una obra de Mr. Ch. H. Ham[138]. En cuanto a la perfección del trabajo mecánico de los estudiantes, no veo cosa mejor que referirme a las Memorias de los jurados de las mencionadas exposiciones.
En América se ha introducido el mismo sistema en su parte técnica, primero, en la escuela de artes y oficios de Chicago, y más tarde en la de Boston, que según me han asegurado, es la más perfecta de todas; y en este país, o mejor dicho en Escocia, encontré el sistema aplicado con muy buen éxito, durante algunos años, bajo la dirección del Dr. Ogilvie, en el colegio de Gordon, en Aberdeen, en una escala más limitada. Al par que se le da al alumno una profunda educación científica, se le diestra en el taller; pero no en un oficio especial, como desgraciadamente ocurre con frecuencia: pasa por el taller de carpintería, el de fundición y el de maquinaria, en cada uno de los cuales aprende los fundamente de los tres oficios, lo bastante bien para poder surtir a la escuela con una multitud de cosas útiles. Además, según lo que puede observar en las clases de geografía y física, así como también en el laboratorio químico, el sistema «de la mano al cerebro», y viceversa, se halla completamente en acción, viéndose coronado por el éxito. Los niños trabajan con los instrumentos físicos, y estudian geografía en el campo, con instrumentos de mano, lo mismo que en la clase; algunos de los trabajos topográficos llenaron mi corazón, como viejo geógrafo, de alegría. Es evidente que el departamento industrial del colegio de Gordon, no es una mera copia de ninguna escuela extranjera; por el contrario, no puedo por menos creer, que si Aberdeen a dado tan excelente paso hacia la combinación de la ciencia y el oficio, ha sido como consecuencia natural de lo que venía practicándose en pequeña escala en las escuelas de dicha ciudad.
La Escuela Técnica de Moscú no es, sin embargo, una escuela ideal[139]: ella desatiende por completo la educación humanitaria de los jóvenes; pero, no obstante, debemos reconocer que ese experimento, sin hablar de centenares de otros parciales, ha demostrado de modo incontestable la posibilidad de combinar una elevada educación científica con la que hace falta para llegar a ser un hábil artesano; habiendo probado, además, que el mejor medio de producir artesanos verdaderamente hábiles, era tomar la cosa por su base, abarcando el problema de la instrucción en toda su extensión, en lugar de pretender dar algunos conocimientos en un oficio determinado, y alguna instrucción en una rama particular de alguna ciencia. Y so ha hecho ver también, lo que puede obtenerse sin apretar demasiado a los alumnos, si se tiene siempre cuidado de aplicar una economía racional a la cuestión del tiempo que éste debe dedicar al trabajo, y a la teoría marcha siempre acompañada de la práctica. Consideramos bajos este punto de vista, los resultados de Moscú no ofrecen nada extraordinario, y aun pudieran obtenerse mejores si los mismo principios se aplicasen desde los primeros años de la educación. La pérdida del tiempo es el rasgo más característico de nuestro sistema actual; no sólo se nos enseña una multitud de cosas útiles, sino que, hasta lo que no lo es, se nos enseña de tal modo, que es causa de que empleemos en aprenderlo mucho más tiempo del necesario. Nuestro presente sistema de enseñanza tiene su origen en una época en que, lo que se exigía a una persona bien instruida era muy limitado; y en esto no se ha variado, a pesar del considerable aumento de conocimientos de que hay que dotar al estudiante desde que la ciencia ha traspasado tanto sus antiguos límites; de lo que proviene el aumento de presión en las escuelas, así como también la urgente necesidad de modificar, tanto el texto como el sistema, según las nuevas necesidades y los ejemplos que aquí y allá nos dan distintas escuelas y maestros.
Es indudable que los años de la niñez no debieran emplearse tan inútilmente como hoy sucede; habiendo demostrado los maestros alemanes hasta qué punto los juegos de los niños pueden servir de instrumentos para dar a su entendimiento algún conocimiento concreto, lo mismo en geometría que en matemáticas. Los niños que han hecho los cuadros del teorema de Pitágoras con pedacitos de cartón de colores, no lo mirarán cuando lleguen a él en geometría como un simple instrumento de tortura ideado por el maestro para martirizarlos, y con tanto menos motivo, si lo aplican en la forma que lo hacen los carpinteros. Problemas muy complicado de aritmética, que tanto nos fatigan en la infancia, se resuelven fácilmente por criaturas de siete y ocho años, si se les presenta bajo una forma atractiva e interesante. Y si el Kindergarten, del cual los maestros alemanes hacen a menudo una especie de barraca en la que cada movimiento del niño está regulado de antemano, se ha convertido con frecuencia en una pequeña prisión para los pequeñuelos, la idea que precedió a su fundación es, sin embargo, verdadera. En suma, es casi imposible imaginar, sin haberlo experimentado, cuantos conocimientos útiles, hábitos de clasificación y gusto por las ciencias naturales pueden inculcarse en la mente del niño; y si una serie de cursos concéntricos adaptados a las varias fases del desarrollo del ser humano se aceptara generalmente en la educación, los primeros conocimientos en todas las ciencias, exceptuando la sociología, podrían enseñarse antes de la edad de diez o doce años, de modo que se diera una idea general del universo, de la tierra y sus habitantes, y de los principales fenómenos físicos, químicos, sociológicos y botánicos, dejando el descubrimiento de las leyes de aquéllos a una nueva clase de estudios más profundos y especiales. Por otra parte, todos sabemos lo que les gusto a los niños hacer por sí mismos sus juguetes, y con qué placer imitan el trabajo de las personas mayores, si las ven ocupadas en el taller o en la obra; pero los padres, o estúpidamente paralizan esa pasión o no saben cómo utilizarla: la mayor parte de ellos desprecian el trabajo manual, y prefieren enviar sus hijos a estudiar historia romana o el método de Franklin, para hacer dinero, antes de verlos dedicados a un trabajo que sólo es propio de «las clases inferiores». Así hacen lo posible para aumentar las dificultades de los estudios posteriores.
Después vienen los años de colegio, y de nuevo se vuelve a perder el tiempo de un modo increíble. Tomemos, por ejemplo, las matemáticas, que todos deberían saber, porque es la base de toda educación ulterior, y que tan pocos aprenden en nuestras escuelas: en geometría se pierden lastimosamente el tiempo, usando un sistema que tan sólo consiste en confiarlo todo a la memoria; en los más de los casos, el niño lee una y otra vez la prueba de un teorema hasta que su memoria ha retenido la sucesión de los razonamientos. Por cuya razón nueve niños de cada diez si se les pregunta que prueben un teorema elemental dos años después de haber salido de la escuela no podrán hacerlo, a menos que se hayan dedicado especialmente a las matemáticas: olvidarían qué líneas auxiliares hay que trazar, no habiendo aprendido nunca a descubrir las pruebas por sí mismos. No debemos admirarnos, pues, que más adelante encuentren tantas dificultades en aplicar la geometría a la física, progresen tan penosamente, y sean tan pocos los que dominen los altos estudios matemáticos. Y, sin embargo, hay otro método que facilita el adelanto en general con mucha rapidez, y con el cual, el que una vez aprendió geometría no la olvidará nunca: en este sistema, cada teorema se presenta como un problema; jamás se da una solución de antemano, y el alumno se ve obligado a buscarla por sí mismo. De este modo, si se han hecho antes algunos ejercicios preliminares con la regla y el compás, no se encontrará un niño o niña entre veinte o treinta, que no puede hallar el medio de trazar un ángulo que sea igual a otro dado, y demostrar que son iguales, tan sólo con algunas indicaciones por parte del maestro; y si los problemas posteriores se presentan en una sucesión sistemática (hay excelentes libros de texto dedicados a tal propósitos), y el profesor no apura a sus discípulos tratando que avancen con más de la posible en un principio, pasarán de un problema a otro con sorprendente facilidad, no habiendo más dificultad que la de hacer que el alumno resuelva el primer problema, y de ese modo adquiera confianza en su modo de razonar.
Además, cada verdad geométrica abstracta debe imprimirse igualmente en el entendimiento en su forma concreta: tan pronto como los alumnos hayan resuelto algunos problemas en el papel, deben hacer lo mismo en el terreno dedicado al recreo, con unos palos y una cuerda, y luego aplicar sus conocimientos en el taller. Sólo entonces, las líneas geométricas adquirirán un significado concreto en la mente de los niños; sólo entonces verán que el maestro no bromea, cuando les dice que resuelvan los problemas con la regla y el compás, sin necesidad de acudir a otros medios; sólo entonces sabrán geometría. «De los ojos y la mano al cerebro», éste es el verdadero principio de la economía de tiempo en la enseñanza. Me acuerdo, como si fuera ayer, de qué modo tan rápido se me presentó la geometría bajo un aspecto nuevo, y lo que esto contribuyó a facilitar todos los estudios ulteriores. Se trataba de fabricar un globo mongolfiero, y yo hice la observación de que los ángulos de la parte superior de cada una de las tiras de papel que se había de componer el globo, debían cubrir menos de la quinta parte de un ángulo recto cada una. Recuerdo, después, de qué modo las rayitas y tangentes dejaron de ser meros signos cabalísticos, desde el momento que nos permitían calcular la altura de un palo en el perfil de la obra de una fortaleza, y de qué modo se hacía sencilla la geometría aplicada al espacio, cuando empezábamos a hacer en pequeña escala un bastión con troneras y barbetas; ocupación que, como era de esperar, fue pronto prohibida, a causa del estado en que poníamos los vestidos. «Parecen trabajadores», era el reproche que nos dirigían nuestros inteligentes maestros; cuando precisamente eso, y el desenvolvimiento del uso de la geometría, era para nosotros una verdadera satisfacción.
Al obligar a nuestros hijos a estudiar cosas reales, de meras representaciones gráficas, en vez de procurar que las hagan ellos mismos, somos causa de que pierdan un tiempo muy precioso; fatigamos inútilmente su imaginación; los acostumbramos al sistema más malo de aprender; matamos en flor la independencia del pensamiento, y rara vez conseguimos dar un verdadero conocimiento de lo que nos podemos enseñar. Un carácter superficial, el repetir como loros, y la postración e inercia del entendimiento, son el resultado de nuestro método de educación: no los enseñamos el modo de aprender; y hasta los principios mismos de la ciencia se les dan a conocer por medio del sistema tan pernicioso, habiendo muchas escuelas en las que se enseña hasta la aritmética en su forma más abstracta, llenándose las cabezas de las pobres criaturas solamente de reglas.
La idea de unidad, que es arbitraria y puede cambiarse a voluntad en nuestro modo de medir (la cerilla, la caja de las mismas, la docena de estás o la gruesa; el metro, el centímetro, el kilómetro y así sucesivamente) no se imprime en la mente, y por eso, cuando los niños llegan a las fracciones decimales se ven imposibilitados de comprenderlas; mientras que en Francia, donde el sistema es cosa corriente, tanto en las medidas como en las monedas, aun aquellos obreros que sólo han recibido una educación puramente elemental, están muy familiarizados con los decimales. Para representar veinticinco céntimos, escriben «cero veinticinco», cuando la mayoría de mis lectores recordarán, indudablemente, de qué modo ese mismo cero, puesto a la cabeza de una fila de números, les confundía en su niñez. Procuramos también, por nuestra parte, hacer el álgebra incomprensible, y nuestros hijos pasan un año entero sin haber comprendido, no ya el álgebra, sino un simple sistema de abreviaturas que se pudiera estudiar fácilmente si de enseñarse al par de la aritmética.
El tiempo que se pierde en la física es verdaderamente deplorable: en tanto que los jóvenes entienden con mucha facilidad los principios de la química y sus fórmulas, desde el momento que hacen por si mismos los primeros experimentos con algunos vasos y tubos, la mayoría encuentra las mayores dificultades en hacerse cargo de la parte mecánica de la física, debido, en primer lugar, a que no saben geometría, y en particular, porqué sólo se les presentan costosas máquinas, en lugar de inducirlos a hacerse sencillos aparatos para ilustrar los fenómenos que les sirven de estudio. En vez de aprender las leyes de las fuerzas con instrumentos poco complicados, que pudiera hacer con facilidad un muchacho de quince años, los estudian sólo por medio de dibujos, en una forma puramente abstracta; en vez de construir por sí mismos una máquina Atwood con el palo de una escoba y la rueda de un reloj viejo, o comprobar las leyes de la caída de los cuerpos con una llave, deslizándose por una cuerda diagonal, se les muestra un aparato complicado, ocurriendo a veces que el maestro mismo no sabe de qué modo explicarles los principios sobre los que aquél se halla fundado, lo que le obliga algunas ocasiones a incurrir en errores, marchando así todas las cosas, desde el principio al fin, con muy pocas honrosas excepciones[140].
Si la pérdida de tiempo es un rasgo característico de nuestros métodos de enseñar la ciencia, lo es igualmente de los usados para enseñar un arte. Sabemos de qué modo se pierden los años, cuando un muchacho hace su aprendizaje en un taller; y el mismo cargo puede hacerse, hasta cierto punto, a esos colegios técnicos que procuran enseñar desde luego un oficio determinado, en lugar de recurrir a los más amplios y seguros métodos de la enseñanza sistemática. Así como hay en ciencias algunas nociones y sistemas, que sirven de preparación para el estudio de todas, así también las hay que sirven de fundamento al estudio especial de cualquier oficio. Reuleaux ha demostrado en un interesante libro, la Theorestische Kinematik, que hay, por decirlo así, una filosofía de toda clase de maquinaria: cada máquina, por complicada que sea, puede reducirse a un número limitado de elementos -planchas, cilindros, discos, conos, etc.,- así como a pocas herramientas; cinceles, sierras, rodillos, martillos, etc.; y por muy complicados que sean sus movimientos, pueden descomponerse en un reducido número de modificaciones de la acción, tales como la transformación del movimiento circular en rectilíneo, y otras por el estilo, con ciertos números de eslabones intermediarios. Así, también, cada oficio puede descomponerse en una cantidad de elementos: en cada uno hay que saber hacer una plancha con superficies paralelas, un cilindro, un disco, un cuadro y un agujero redondo; de qué modo han de manejarse un número limitado de herramientas, no siendo todas más que meras modificaciones de menos de una docena de tipos; y cómo se han de trasformar los movimientos. Este es el fundamento de todo el arte mecánico; así que el conocimiento de cómo se han de hacer en madera esos elementos primordiales, cómo han de manejarse las principales herramientas de carpintero, y de qué modo pueden transformarse varias clases de movimientos, deberían considerarse como la verdadera base de todo conocimiento de arte mecánico.
Además, nadie puede ser buen estudiante de ciencias, sin tener conocimiento de medios adecuados de investigación científica; a menos de no haber aprendido a observar, a describir con exactitud, a descubrir mutuas relaciones entre hechos al parecer independientes, a hacer hipótesis y comprobarlas, a razonar sobre la causa y el efecto, y así sucesivamente.
Y nadie podrá ser un buen artesano, a menos de no hallarse familiarizados con un buen método de arte mecánico. Es necesario que cada uno se acostumbre a concebir el objeto de su pensamiento en una forma concreta, dibujarlo o moldearlo, huir de tener las herramientas descuidadas y de los malos sistemas de trabajar, dar a todo un buen toque de efecto final, sacando un placer artístico de la contemplación de formas airosas y combinación de colores, y mirando con disgusto todo lo feo. Ya se trate de arte mecánico, ciencia o bellas artes, la principal aspiración de la enseñanza no debe ser la de hacer un especialista del principiante, sino el enseñarle los elementos fundamentales y buenos sistemas de trabajar; y, sobre todo, a darle, esa inspiración general, que más tarde le inducirá a poner en todo lo que realiza un ardiente amor a la verdad, a mirar con placer todo lo que es hermoso, lo mismo en la forma que en el fondo, a sentir la necesidad de ser una unidad útil entre los demás seres humanos, y conseguir que lata su corazón al unísono con el resto de sus semejantes.
En cuanto a evitar la monotonía del trabajo, que resultaría de que el discípulo no hiciera más que cilindros y discos, y no máquinas completas u otros objetos útiles, hay una infinidad de medios para impedir que tal suceda, y uno de ellos, usado en Moscú, es digno de mención. No es darle trabajo solamente como mero ejercicio, sino utilizar todo el que hace desde el primer momento. ¿No recordarán qué placer les causaba en su juventud, al ver que el trabajo que hacían se aprovechaba, aunque no fuera más que en parte, en cualquiera cosa útil? Pues eso se práctica en Moscú: cada pieza que construye el alumno, se utiliza como parte de alguna máquina en cualquiera de los otros talleres. Cuando un estudiante entra en uno de maquinaria y se le pone a hacer un bloque cuadrangular de hierro con superficie paralelas y perpendiculares, este trabajo no carece de interés a sus ojos, porque sabe que una vez concluido, y después de haber comprobado sus ángulos y superficies y corregido sus defectos, no se arrojará bajo el banco, sino que se le dará a otro que esté más adelantado, quien le hará un remate, lo pintara, y lo mandará a la tienda del colegio como un pisa papeles, recibiendo de este modo la enseñanza sistemática, el carácter atractivo que necesita[141].
Es evidente que la celebridad en el trabajo es un factor importante en la producción; así que, hay motivo para preguntar si bajo tal sistema se obtendría la necesaria velocidad. A esto contestaremos que hay dos clases de celeridades: la que vi en una fábrica de cintas en Nottingham, donde hombres adultos, con manos y cabezas temblorosas trabajan de un modo febril, uniendo los extremos de dos hilos procedentes del resto que quedan en las bovinas, no siendo posible seguir con la vista la rapidez de sus movimientos. Pero el hecho mismo de que se necesite un trabajo tan violento, es la mayor condenación del sistema de la gran industria. ¿Qué ha quedado del ser humano en esos cuerpos temblorosos? ¿Cuáles serán sus componentes? ¿A qué tal derroche de fuerza humana, cuando ella podría diez veces el valor del resto del hilo que se pretende aprovechar? Esta clase de celeridad sólo hace falta por razón de lo económico que resulta el trabajo del esclavo de la fábrica; por cuyo motivo debemos esperar que ningún colegio aspire a una rapidez semejante en el trabajo. Pero también existe la celeridad que representa una economía de tiempo de los obreros diestros, la que se obtiene mejor por medio de la educación que nosotros preconizamos.
Por sencillo que sea el trabajo, el obrero instruido lo hará mejor y más pronto que el que carezca de instrucción. Obsérvese, por ejemplo, de qué modo procede un buen operario para cortar cualquier cosa; supongamos que se trate de un pedazo de cartón, y compárense sus movimientos con los de otro que no esté adiestrado. Este tomará el cartón, cogerá la herramienta sin mirarla, trazará una línea torpemente y empezará a cortar; se encontrará cansado a la mitad de la faena, y cuando la haya terminado, resultará que lo que ha hecho carece de valor; en tanto que aquél empezará por examinar los útiles de que haya de servirse, arreglándose si es necesario; trazará la línea con exactitud, sujetará al mismo tiempo el cartón y la regla, cogerá hábilmente la herramientas, cortará con facilidad y presentará una obra bien hecha. Esta es la clase de celeridad que economiza tiempo, la mejor para hacer lo mismo de obtenerla es una instrucción que sea la mejor posible. Los grandes maestros pintaba con sorprendente rapidez; peri eso era el resultado de su gran desarrollo de inteligencia e imaginación, de una delicada concepción de lo bello y de una fina percepción de los colores. Y esta es la clase de trabajo rápido que le hace falta a la humanidad.
Mucho más pudiera agregarse con relación a los deberes de la escuela, pero me limitaré sólo a decir algunas palabras más respecto a la conveniencia de establecer el sistema de educación ligeramente bosquejado en las páginas precedentes. Inútil sería el exponer que no acaricio la ilusión de que se haga no en educación ni en ninguno de los particulares tratados en los capítulos anteriores, ninguna reforma de verdadera importancia, mientras que las naciones civilizadas permanezcan bajo el presenta estrecho y egoísta sistema de consumo y producción. Todo lo que podemos esperar, en tanto duren las actuales condiciones, es intentar, aquí y allá, en forma microscópica, hacer alguna mejora en una escala limitada; intentos que, por necesidad, han de hallarse muy por debajo de los resultados apetecidos a causa de la imposibilidad de reformar en pequeña escala, cuando es tan íntima la conexión que existe entre las múltiples funciones de una nación civilizada. Pero la energía del genio constructivo de la sociedad depende, principalmente, de la profundidad de sus concepciones respecto a lo que debiera hacerse y de qué modo; y la necesidad de reconstruir la enseñanza, en una de aquellas que se hallan más al alcance de todos, y es de las más adecuadas para inspirar a la sociedad esos ideales, sin lo que el estancamiento y aun la decadencia son inevitables. Supongamos, pues, que una comunidad -una ciudad o un territorio que cuente, por lo menos, algunos millones de habitantes- diera la clase de instrucciones que hemos reseñado a todos sus hijos, sin distinción de nacimiento (y somos lo bastante ricos para permitirlos ese lujo), sin pedirles nada en cambio, sino lo que darán cuando se hayan convertidos en productores de la riqueza; supóngase que se ha dado tal educación, y analícense sus probables consecuencias.
No insistiré sobre el aumento de riqueza que resultaría de tener un joven ejército de instruidos y bien adiestrados productores; ni lo haré tampoco sobre los beneficios sociales que se derivarían de borrar las presentes distinciones entre los trabajadores intelectuales y manuales, y de llegar así a la concordia y armonía de intereses tan necesarias en nuestros tiempos de luchas sociales. Nada diré del complemento de vida que todos disfrutarían, desde el momento que pudieran gozar del uso de sus facultades mentales y corporales, ni de las ventajas que resultarían de elevar el trabajo mecánico al puesto de honor que de derecho lo corresponde en la sociedad, en el lugar de ser, como hoy sucede, un signo de inferioridad. Ni insistiré tampoco sobre la necesidad de que desparezca la miseria y degradación presente, con si cortejo de vicios, crímenes, prisiones y todo género de indignidades, que son sus naturales consecuencias. En fin, no tocaré ahora la gran cuestión social, sobre la que tanto se ha escrito y tanto falta aun que escribir: sólo me propongo llamar la atención en estás páginas sobre los beneficios que la ciencia misma reportaría del cambio.
No faltará quien diga, por supuesto, que el reducir a los hombres de ciencia a la categoría de trabajadores manuales, representaría la decadencia de aquélla y del genio; pero los que se hagan cargo de las siguientes consideraciones, es más que probable que convengan en que lo contrario es precisamente lo que deberían suceder, esto es, un proceso tal de la ciencias y las artes, y tan gran adelanto en la industria, que apenas lo podríamos prever comparándolo con la época del Renacimiento. Se ha hecho una vulgaridad hablar con énfasis de los progresos de la ciencia en este siglo; y, sin embargo, es evidente que, si se le compara con los pasados, tiene mucho de que enorgullecerse. Pero si tenemos presente que la mayor parte de los problemas que nuestro siglo ha resuelto, ya habían sido planteados, y previstas sus soluciones hace cien años, tenemos que admitir que el adelanto no ha sido tan rápido como debiera haberse esperado, y que, indudablemente, hay algo que lo dificulta.
La teoría mecánica del calor, fue perfectamente prevista el siglo pasado por Rumford y Humphrey, y aun en Rusia fue preconizada por Somonoraff[142]. Y, sin embargo, pasó mucho más de medio siglo, antes de que la teoría reapareciera en la ciencia. Lamarck, y aun Linneo, Geoffroy Saint-Hilaire, Erasmo, Darwin y otros muchos, tenían perfecto conocimiento de la variabilidad de las especies: ellos abrieron el camino que conduce a la constitución de la biología sobre los principios de la diferenciación; pero en este caso, también se dejó pasar medio siglo antes de que la cuestión de variabilidad de las especies volviera a ponerse a la orden del día, y todos sabemos de qué modo las ideas de Darwin se propagaron e impusieron a la atención de la juventud universitaria, en general, por personas que no pertenecían al profesorado, y eso que en las manos de Darwin la teoría de la evolución resultaba estrecha, debido a la excesiva importancia dada a un solo factor de la evolución.
Desde hace muchos años, la astronomía ha necesitado una detenida revisión de las hipótesis de Kant y Laplace, pero todavía no se ha presentado ninguna teoría que se imponga a la aceptación general. La geología hecho indudablemente maravillosos progresos en la reconstitución de los conocimientos paleontológicos, más la geología dinámica encauza, en cambio, con una lentitud asombrosa; en tanto que, todo adelanto ulterior en la gran cuestión relacionada con las leyes de la distribución de los organismos vivos sobre la superficie de la tierra, queda entorpecido por la falta de conocimientos respecto a la extensión del período glaciario durante la época cuaternaria[143]. Por último, en cada rama de la ciencia, se impone una revisión de las teorías corrientes, así como una nueva y amplia generalización; y si la primera requiera de alguna de esa inspiración del genio que impulsó Galileo Y Newton, y que dependen en apariencia de causas generales del desarrollo humano, reclama, igualmente, un aumento también en el número de los trabajadores científicos. Cuando los hechos contrarios a las teorías corrientes se hacen numerosos, hay que revisar éstas (lo vimos en el caso de Darwin), y para ello se necesitan muchos trabajadores científicos.
Inmensas regiones de la tierra están aún para explorar; el estudio de la distribución geografía de los animales, y las plantas encuentran serias dificultades a cada paso. Los exploradores atraviesan los continentes sin saber ni aun cómo se determina la latitud no cómo se maneja el barómetro. La fisiología, tanto de las plantas como de los animales; la psico-fisiología y las facultades psicológicas del hombre y de los animales, son otras tantas ramas del saber humano que reclaman más antecedentes que robustezcan su fundación. La historia continúa siendo una fable convenue, principalmente por la falta de nuevas ideas, y también porque necesita obreros que piensen de un modo científico para reconstruir la vida de los pasados siglos, del mismo modo que Horold, Rogers o Augustin Kierry lo han hecho respecto a una época determinada. En suma, no hay ninguna ciencia que no sufra en su desarrollo por la falta de un personal que posea una concepción filosófica del universo, dispuesto a aplicar sus facultades de investigación en un terreno dado, por limitado que sea, y disponiendo de todo el tiempo necesario para ocuparse en las especulaciones científicas.
En una comunidad tal como la que hemos imaginado habría miles de trabajadores dispuestos siempre a responder al primer llamamiento. Darwin empleó cerca de treinta años en reunir y analizar hechos para la elaboración de la teoría del origen de las especies; pero si hubiera vivido en una sociedad como la que hemos supuesto, con que sólo hubiese hecho un llamamiento solicitando el concurso de los demás encontrando miles que respondieran a su excitación. Una multitud de sociedades habrían surgido para discutir y resolver cada uno de los problemas parciales comprendidos en la teoría, y en menos de diez años se hubiera hecho la comprobación; todos esos factores de la evolución, que ahora solamente es cuando empiezan a ser objeto de una atención preferente, hubieran aparecido desde luego en toda su magnitud. La rapidez del progreso científico se hubiera muchas veces multiplicado; y si el individuo aislado no hubiese tenido los mismos títulos a la gratitud de la posteridad, como sucede hoy día, la masa anónima hubiera hecho el trabajo con más velocidad y con más probabilidades de adelantos ulteriores, de las que una persona sola hubiese podido disponer en toda su vida. El diccionario de Murray es un ejemplo de esa clase de trabajo, de la cual es el porvenir.
Además, hay otro rasgo de la ciencia moderna que habla con más fuerza todavía en favor del cambio que proponemos. Mientras que la industria, especialmente desde fines del siglo pasado y durante la primera parte del presente, ha estado inventando en tal escala, que bien puede decirse ha transformado la faz misma de la tierra entera, la ciencia ha ido perdiendo sus facultades inventivas: los hombres científicos han dejado de inventar, o lo hacen en muy pequeña escala. ¿No es verdaderamente notable que la máquina de vapor, aún en sus principios fundamentales; la locomotora, el buque de vapor, el teléfono, el fonógrafo, el telar mecánico, la fotografía en negro y en colores, y miles de otras cosas menos importantes, no hayan sido inventadas por científicos de profesión, aun cuando ninguno de ellos hubiera tenido inconveniente en asociar su nombre a cualquiera de esas invenciones?
Hombres que apenas habían recibido alguna instrucción en la escuela y sólo recogió las migajas del saber de la mesa del rico, teniendo que valerse para hacer sus ensayos de los medios más primitivos; el oficial de notario Smeaton, el instrumentista Watt, el constructor de carruajes Stephenson, el aprendiz de platero Fulton, el constructor de molinos Rennie, el albañil Telford, y centenares de otros de quienes ni aun los hombres se conocen, fueron, como con razón dice Smiles, «los verdaderos autores de la civilización moderna», en tanto que los científicos de profesión, provistos de todos los medios de adquirir conocimientos y de experimentar, representan una parte insignificante del cúmulo de instrumentos, máquinas y primeros motores que han mostrado a la humanidad el modo de utilizar y manejar las fuerzas de la naturaleza[144]. El hecho es significativo, y, sin embargo, su explicación es bien sencilla: aquellos hombres -Los Watts y los Stephenson- sabían algo que los sabios ignoran; sabían valerse de sus manos; el medio en que vivían estimulaba sus facultades inventivas; conocían las máquinas, sus fundamentos y su acción; habían respirado la atmósfera del taller y de la obra.
Sabemos lo que contestarán a esto los hombres de ciencia. Ellos dirán: «Nosotros descubrimos las leyes de la naturaleza; que otros las apliquen; la cuestión no es más que una simple división del trabajo.» Pero estas respuestas no estarían basadas en la verdad: lo contrario precisamente es lo que sucede; pues de cada cien casos contra uno, el invento mecánico vienen antes que el descubrimiento de la ley científica. La teoría dinámica del calor no vino antes que la máquina de vapor, sino después. Cuando miles de máquinas transformaban ya el calor en movimiento, ante la vista de centenares de profesores, durante medio siglo o más; cuando miles de trenes, detenidos por poderosos frenos, desprendían calor y lanzaban numerosas chispas sobre los rails al acercarse a las estaciones; cuando en todo el mundo civilizado los pesados martillos y las perforadoras daban un ardiente calor a las masas de hierro, sobre las cuales actuaban, entonces, y sólo entonces, un doctor, Mayerm se aventuró a anunciar la teoría mecánica del calor, con todas sus consecuencias; y sin embargo, los científicos poco menos que lo volvieron loco, aferrándose obstinadamente al misterioso fluido calórico, calificando al libro de Joule, sobre la equivalencia mecánica del calor, de «poco científico».
Cuando todas las máquinas demostraban la imposibilidad de utilizar todo el calor emitido por una cantidad determinada de combustible quemado, vino entonces la ley de Claudio. Y cuando en todo el mundo ya la industria transformaba el movimiento del calor, sonido, luz y electricidad, y recíprocamente, fue sólo cuando apareció la teoría de Grave sobre la «Correlación de las fuerzas físicas». No fue la teoría de la electricidad la que nos dio el telégrafo: cuando éste se inventó no conocíamos respecto a ella más que dos o tres hechos presentados más o menos inexactamente en nuestros libros; su teoría aun no está formulada, y aguarda todavía a su Newton, a pesar de los brillantes esfuerzos de estos últimos años. Aun estaba en su infancia el conocimiento empírico de las leyes en las corrientes eléctricas, cuando algunos hombres de valor tendieron un cable en el fondo del océano Atlántico, a pesar de las críticas de las autoridades científicas.
El nombre de «ciencia aplicada» puede inducir a error, porque en la mayor parte de los casos el invento, lejos de ser una aplicación de la ciencia, hace, por el contrario que se produzcan nuevas ramas. Los puentes americanos no fueron aplicación de la teoría de la elasticidad; fueron anteriores a ella, y todo lo que puede decirse en favor de la ciencia es que, en esta rama especial de teoría y la práctica se desarrollan paralelamente, ayudándose con reciprocidad. No fue la teoría de los explosivos la que condujo al descubrimiento de la pólvora; hacía siglos que éste se usaba antes que la acción de los gases de un cañón se sometiera a un análisis científico. Y así sucesivamente: el gran proceso de la metalurgia, las aleaciones y las propiedades que estas adquieren por la adición de una pequeña cantidad de algún metal o metaloide; el reciente impulso que ha tomado el alumbrado eléctrico, y aun las predicciones referentes a los cambios del tiempo, que con razón merecieron el calificativo de «anticientíficas» cuando fueron inauguradas por el viejo marino Fitzroy, todo esto podría mencionarse como ejemplo en apoyo de lo manifestado. No por eso se ha de negar que, en algunas ocasiones, el descubrimiento o la invención no ha sido más que la simple aplicación del principio científico, como el descubrimiento del planeta Neptuno, por ejemplo; pero en la inmensa mayoría de los casos. Lo contrario precisamente es lo que ha ocurrido. Esta aptitud corresponde mucho más al dominio del arte que al de la ciencia, como demostró Helmholtz en una de sus conferencias populares, y sólo después de haberse el invento realizado es cuando la ciencia viene a darle su interpretación. Es evidente que cada invento se aprovecha de los conocimientos acumulados previamente y formas de su manifestación; pero en general se sobrepone a lo que se sabe; da un salto a lo desconocido, y de ese modo abre una nueva serie de hechos que ofrece a la investigación. Este carácter de la inventiva que consiste en dar un paso más allá de los conocimientos anteriores, en vez de concretarse a aplicar una ley, lo asimila, en cuanto al proceso de la inteligencia se refiere, al descubrimiento; y, por consiguiente, las gentes que tienen dificultad para inventar, la tienen también para descubrir.
En la mayoría de los casos, el inventor, a pesar de hallarse inspirado por el estado general de la ciencia en un momento dado, se pone a trabajar con muy pocos hechos comprobados a su disposición: los datos científicos tenidos en cuenta para la invención de la máquina de vapor, el telégrafo o el fonógrafo, fueron notablemente clementes. Así que, podemos afirmar que lo que sabemos actualmente es ya suficiente para resolver cualquiera de los grandes problemas que se hallan a la orden del día; motores primarios que no necesiten vapor, la acumulación de la energía, la transmisión de fuerza o la máquina voladora. Si estos problemas no se han resuelto todavía, es únicamente debido a la falta de genio inventivo, la escasez de hombres ilustrados que lo tengan, y el presente divorcio entre la ciencia y el arte. De una parte, tenemos hombres dotados de facultades inventivas, pero careciendo tanto de los necesarios conocimientos científicos, como de los medios de dedicar largos años a la experimentación; y de la otra, a gentes con conocimiento y facilidad para experimentar, pero desprovistas de genio inventivo, debido a su educación y al medio en que viven, sin hacer mención del sistema de patentes que divide y dispersa los esfuerzos de los inventores, en vez de unirnos y combinarlos.
La llama del genio que caracterizó a los obreros en los primeros tiempos de la industria moderna, ha brillado por su ausencia entre nuestros científicos de profesión, quienes no podrán recobrarla mientras continúen alejados del mundo, entre el polvo de sus bibliotecas; en tanto no se decidan a trabajar también al lado de los demás obreros, al calor de la fragua, en las máquinas de las fábricas, y en el torno del taller mecánico, siendo merineros en el mar y pescadores, leñadores en los bosques y agricultores en los campos. Nuestros profesores artísticos nos han dicho repetidas veces que no podemos esperar una resurrección del arte antiguo, mientras el mecánico siga siendo lo que hoy es; demostrando que el arte griego y medieval fueron hijos de aquél, y de qué modo se alimentaban mutuamente; y otro tanto puede decirse referente a la ciencia: su separación a los dos perjudica. Y respecto a las grandes inspiraciones que desgraciadamente han sido tan desatendidas en la mayor parte de las recientes discusiones sobre artes -pasando lo mismo con respecto a la ciencia- sólo podrán obtenerse cuando la humanidad, rompiendo sus actuales ligaduras, dé un nuevo paso hacia los más elevados principios de la sociología, concluyendo de una vez con el presente dualismo del sentido moral y la filosofía.
Es evidente, sin embargo, que todas las personas no pueden gozar igualmente en ocupaciones puramente científicas, pues la variedad de inclinaciones es tal, que muchos encontrarán más placer en las ciencias, otros en las artes, y otros también en algunas de las innumerables ramas de la producción de la riqueza; pero cualquiera que sea la ocupación que prefiera cada uno, el servicio que cada cual pueda prestar en lo que haya preferido, será tanto más grande cuanto mayor sea su conocimiento científico. Así como, ya sea hombre de ciencia o artista, físico o cirujano, químico o sociólogo, historiador o poeta, ganará grandemente si empela una parte de un tiempo en el taller o la granja (el taller y la granja), si se pusiera en contacto con la humanidad en su trabajo diario, y tuviera la satisfacción de saber que él también, sin hacer uso de privilegios de ninguna clase, desempeñaba su cometido como otro cualquier producto de la riqueza. ¡Cuánto mejor conocimiento tendría de la humanidad el historiador y el sociólogo, si aquel lo obtuviera, no sólo en los libros o en algunos de sus representantes, sino en su conjunto, en su vida, su trabajo y sus relaciones diarias! ¡Cuántos más acudiría la Medicina a la higiene que a la Farmacia, si los jóvenes doctores fueran al mismo tiempo enfermeros, y éstos, a su vez, recibieran la misma instrucción que los médicos actuales! ¡Y cuánto más podría apreciar el poeta la hermosura de la Naturaleza, y cuánto mejor conociera el corazón humano, si viera salir el sol entre los trabajadores del campo, siendo él un agricultor también; si luchasen contra la tempestad con los marinos, a bordo de algún barco; si conocieran la poesía de la labor y el descanso, de la tristeza y la alegría, de la lucha y el triunfo! ¡greift nur hinein in`s valle Menschenleben! Goethe dijo; Ein jeder lebt`s-nicht vielen ist`s bekanut. ¡Pero qué pocos poetas siguen su consejo!
La llamada división del trabajo es hija de un sistema que condena a las masas a trabajar todo el día entero y toda la vida en la misma monótona faena; pero si tenemos en cuenta los limitado del número de los verdaderos productos de la riqueza de nuestra actual sociedad, y de qué modo se malgasta su trabajo, habremos de reconocer que Franklin tenía razón al decir que cinco horas de trabajo diario bastarían, por lo general, para proporcionar a cada individuo, en una nación civilizada, las comodidades de que ahora solo pueden gozar los menos, con tal de que todos tomaran una parte en la producción. Más de entonces acá algo se ha progresado, aun en la rama más atrasada hasta ahora de la producción, como queda indicado en las páginas precedentes; aun en ella, la productibilidad del trabajo puede aumentarse inmensamente, haciéndose éste fácil y atractivo.
Más de la mitad de la jornada de trabajo quedaría así libre para que cada uno la dedicase al estudio de las ciencia y las artes, o cualquiera ocupación a que diera la preferencia; y su labor en este terreno sería tanto más provechosa cuando más productivo fuera el trabajo realizado en el resto del día, si el dedicarse a la ciencia y el arte fuera el producto de la inclinación natural y no cuestión de conveniencia e intereses. Por lo demás, una comunidad organizada bajo el principio de que todos fueran trabajadores, sería lo bastante rica para convenir en que todos sus miembros, lo mismo varones que hembras, una vez llegados a cierta edad, por ejemplo, desde los cuarenta en adelante, quedasen libres de la obligación moral de tomar una parte directa en la ejecución del trabajo manual necesario, pudiendo así estar en condición de dedicarse por completo a lo que más le agradara en el terreno de la ciencia, del arte o de un trabajo cualquiera. Y los adelantos de todo género y en todos sentidos, surgirían con seguridad de tal sistema; en una comunidad semejante no se conocería la miseria en medio de la abundancia ni el dualismo de la conciencia que envenena nuestra existencia y ahoga todo noble esfuerzo, pudiéndose libremente emprender el vuelo hacia las más elevadas regiones del progreso compatibles con la naturaleza humana.
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