[Joaquín]
¡Abajo el trabajo! es una consigna que viene escuchándose desde hace algún tiempo en espacios anarquistas y que, además de a una pobre comprensión, está dando lugar a no pocas controversias. No es mi intención ahora polemizar, ni tampoco buscar el origen ni los porqués de que a algunos esta frase les resulte tan indigesta, tanto es así, que a veces parece que rozara lo personal, al menos así hace pensarlo la seudo-crítica que provoca. Lejos de ello lo que pretendo más bien es dar mi subjetiva y parcial opinión de porqué dentro del contexto de una lucha anárquica, revolucionaria e insurreccionalista, esta consigna es completamente coherente con el todo común de un enfrentamiento irrecuperable y sin pretensiones reformistas con la mega-estructura del dominio.
No debe por tanto verse en ella una alternativa parcial, como tampoco ha de buscarse una de esas tácticas de viejo y nuevo cuño que reduciéndose a lo sectorial y específico llevan directamente al reformismo de lo irreformable y al posibilismo, realidad en la que se encuentran hoy inmersos la mayoría de los antiguos revolucionarios. En oposición a ello, algo por lo que hoy, igual que siempre, sólo pueden apostar los charlatanes digeridos por el dominio, la negativa al trabajo es posicionarse en el frente de la lucha que cuestiona y ataca en su raíz a la lógica de la opresión y la explotación, o en otras palabras, es unirse a una lucha colectiva cuyo fin último solo puede ser la erradicación de las causas primeras y agentes explotadores, algo que jamás puede pasar por estrategias que refuercen el sistema aunque sea de forma “opositora”.
Lejos de ser una moda inconsistente o una nueva forma de nihilismo – como en ocasiones se ha criticado a quienes abogan por la objeción activa al trabajo – la línea de razonamiento que lleva a ella está tan asentada en nuestra percepción de la realidad como pudo estarlo, en la década de los 70, la negativa al trabajo de sectores disidentes de la sociedad norteamericana que se oponían a la guerra de Vietnam. O antes aún la acción de los ludditas que veían en la expansión de la máquina el embrión del perfeccionamiento de las técnicas de explotación y domesticación humanas. Algo asímismo en la línea del pensamiento de Etienne de la Boëtie cuando decía “… los tiranos más saquean, más exigen, más arruinan y destruyen mientras más se les entrega y más se les sirve, tanto más se fortalecen y se hacen tanto más fuertes y más ansiosos de aniquilar y destruir todo”.
Pasadas unas décadas de estas percepciones y actitudes precursoras y consolidado el proceso acumulativo capitalista que se vislumbró en su origen, se hace evidente que la naturaleza de eso que algunos llaman progreso lleva aparejado un incremento del poder real de los privilegiados, ya no solo sobre el monopolio de los medios de producción y los mecanismos de enajenación del plusvalor producido – que ciertamente cada vez están más alejados y son menos accesibles a quienes producen la riqueza – sino sobre el mismo productor cada vez más cosificado y programado por el dominio en su salto hacia ese nuevo paradigma que, a falta de mejor palabra con que definirlo, se conoce como posmodernidad. Una nueva forma social, política, económica, jurídica y militar en la cual la creación de subjetividades acríticas, productoras y maleables está controlada por el dominio a través de un aparato instrumental que ha diseñado un nuevo ser humano que evoca lo que nos anticipara Adolf Huxley en su obra “Un mundo feliz”. Un esclavo eficiente, competitivo, polivalente y sobretodo, feliz de ser explotado. Un siervo voluntario que se identifica con los valores espectaculares y virtuales que los MANGANTES del capitalismo ultra-desarrollado- ese criminal modo de explotación cuyo crecimiento constante y rentabilidad incrementan incesantemente los medios de la alienación – trasladan al interior de la población.
Son bastantes los análisis realizados por teóricos del post-colonialismo y la posmodernidad que nos describen diversas teorías de la conspiración, o los resultados del nuevo proceso de doma en lo social, económico, político e ideológico que nos han llevado a la casi total erradicación de la lucha de clases por la expeditiva vía de la disolución de la conciencia de clase y la asumición de postulados en los que explotadores y explotados se identifican en un proyecto común de “desarrollo y convivencia”, posmoderna conciliación de intereses antagónicas tan falsa como la que el Estado moderno realizaba en su seno.
La condensación en el Estado siempre fue una quimera, como decía Kolakosky, “El Estado es órgano de dominio de clase, el puño de los explotadores puesto sobre la cabeza de los explotados” Por ello el “perfeccionamiento” y las constantes reformas de la antiguas estructuras – en su proceso de adaptación a las nuevas y cambiantes coyunturas – han llevado a los mangantes a concretar la falsa conciliación en el ámbito de lo ideológico y cultural que ahora se da en los mismos sujetos de la explotación.
Esta nueva coyuntura cualitativa del dominio, que difumina en forma espectacular los contornos de los intereses de clase, ha dejado perplejos a los llamados agentes sociales. Partidos políticos, sindicatos, plataformas y colectivos específicos de diversos colores y pelaje que se enmarcan en ese difícil de definir mundo de los colectivos sociales, ofrecen hoy “alternativas ” que consisten en proponer formas de “desarrollo sostenible”, deterioros “razonables y asumibles” del planeta y, claro está, puestos de trabajo “dignos” que a la par que a subsistir, permitan al consorcio mundial de mangantes continuar su desenfrenada carrera hacia el exterminio de la especie y la destrucción del planeta.
Todas estas alternativas falaces tienen un común denominador: la renuncia – explícita o implícita – a atacar en su raíz los cimientos de un sistema y un modo de explotación cuya existencia depende por entero de que se perpetúen las relaciones de producción y la injusticia. Usando la caduca terminología marxista-hegeliana, la clase explotada ha dejado de ser “para sí” al renunciar a las clásicas formas de organización y al enfrentamiento, quedando reducida a ese estadio anterior a la lucha de clases conocido como clase “en sí”, es decir, que aún existiendo como clase explotada, e incluso planteando unas reivindicaciones cada vez más tibias en lo económico, ya no constituye una fuerza desestructuradora del dominio en lo político al haber renunciado a una lucha de clase contra clase optando por la integración.
A la par que las consecuencias de una maquiavélica acción de los poderosos, podemos ver en ello no sólo el resultado de las tácticas y políticas de esas clases dirigentes y sindicales cada vez más desorientadas que, consciente o inconscientemente, se alinean como lacayos y bufones del dominio, sino también las funestas consecuencias de algunos de esos floridos discursos de las posmodernidad – innovadores monismos todos que niegan la existencia de las oposiciones binarias- con los que estalinistas reciclados nos azotan desde las cátedras de las universidades. Consustancial a todo ello es el desplazamiento de la preponderancia de lo social y lo político hacia lo ideológico – ahora ya asumible y compartido por todos – y la aparición de formas de clara reminiscencia feudal de corte militarista-hobbesiano, aunque ya no quepa hablar de coyuntura dominante en modo alguno cuando todas las estructuras se funden sin preponderancia en un campo de inmanencia.
Pero no llegaremos muy lejos si nos limitamos a describir los efectos sin atacar las causas, ni caben lecturas “positivas” – como las que nos ofrecen algunos antiguos estalinistas – para quienes la multitud de los pobres ha de actuar desde dentro del sistema, con la fuerza que le otorga su capacidad y deseo de producir, pero de una forma tan indeterminada como difícil es que así se pueda cuestionar jamás la cada vez más compleja maquinaria de la explotación. Tales opiniones solo son una evolución darwinista de la más rancia y apestosa tradición reformista, llegada a la patética tesitura de no tener nada que reformar.
Admitimos sin embargo de estos análisis como un hecho cierto que la sociedad actual se encamina a pasos acelerados a la culminación del proceso en el que se realice la síntesis de soberanía y capital, algo cuya consecuencia solo puede ser la consolidación de un nuevo aparato trascendente de autoridad que despliegue su poder sobre todos los niveles de la sociedad. Un “perfeccionamiento” por tanto de los caducos sistemas trascendentes que en el Estado feudal elevaban por encima de la población para someterla al mito de dios – como luego fueron elevados otros conceptos míticos tales como el Estado de Derecho, la unidad de destino en lo universal, o la dictadura socialista del proletariado – trascendencias todas cuya finalidad fue siempre la conservación del Estado y la perpetuación de la explotación pudiendo variar las formas pero jamás su naturaleza.
Tampoco ha cambiado en el paradigma actual la naturaleza del dominio, pero la novedad consiste en que este ya no otorga al dios en la tierra hobbesiano – el aparato policiaco-militar – el monopolio de la disciplina. Este conserva parte de su función en la corrección a posteriori de las piezas defectuosas que produce la fábrica social del sistema – gobiernos díscolos, revolucionarios y malos productores – pero siglos de historia han enseñado a los mangantes que les es más útil la ilusión de una falsa libertad que la clara represión. Despliega por tanto el dominio un extenso aparato que une en una misma matriz tanto a la fuerza represiva tradicional – profesionalizada y tecnificada junto a numerosas empresas de seguridad privada – unida a un aparato “civil” formado por los medios de desinformación, el mundo de la cultura, agentes políticos, ideológicos, religiosos, sindicales y todo tipo de mediadores que son los encargados de inculcar en el interior de las subjetividades los antiguos y nuevos valores trascendentes de los que depende la existencia del dominio.
Un auténtico mundo de Orwell en el que conceptos utilitaristas tales como productividad, rentabilidad, competitividad y consenso se concretan – convertidos ahora en nuevos figuras míticas trascendentes – en el mismo interior de la subjetividades de la multitud de los pobres, en un diabólico proceso de transmutación de abstractos valores mercantiles y financieros que dimanan de la mesas del Banco Mundial, el F.M.I. y demás consorcios de mangantes.
Esto es algo que solo puede llevarse a cabo con una profunda reestructuración de la economía. Para que pueda suceder, al dominio le es preciso un desplazamiento de los sectores productivos hacia el terciario – o al cuaternario del que hablan algunos economistas – del que forman parte el gran número de agentes domesticadores y represores al servicio de la explotación. El sector primario y el secundario ya no deben cargar solo a sus espaldas con los parásitos de siempre, ahora han de hacerlo también con la nueva legión de esbirros y lacayos que proliferan como las setas en todos los estratos de la sociedad, para lo cual los sectores productivos han de multiplicar su rendimiento y su eficacia constantemente mediante una frenética experimentación, innovación y rentabilización, que permita a los mangantes paliar el salto sobre el punto de rendimientos decrecientes de la curva de su economía global.
Esto supone que el dominio pasa a ser directamente dependiente del “éxito” en una economía muy inestable, para lo cual ha de multiplicar su esfuerzo en el desarrollo de nuevas tecnologías y el perfeccionamiento de sistemas productivos que le permitan – a pesar del gran lastre social y económico – mantenerse próximo a esos ideales cuatro puntos porcentuales al año de crecimiento que exige una economía que se ha convertido en un monstruo autónomo e imparable.
El planeta y la especie humana pagan las consecuencias de ello – nadie ha de hacerse falsas ilusiones al respecto pues ni los mismos mangantes son capaces ya de poner freno a esta máquina de movimiento continuo que han creado – pero no es menos cierto que toda esta mega-estructura depende de la rentabilización de toda la fuerza de trabajo como no había estado condicionado jamás ningún modo de producción en toda la historia. Cualquier descenso en el crecimiento insostenible, provenga de donde provenga la causa, pone en peligro la conservación de todo el sistema si va más allá de los límites del crecimiento cero durante un periodo de tiempo mantenido.
Han quedado obsoletas técnicas como mantener en el paro a grandes bolsas de población, ni es posible especular con fronteras cada vez más difusas en lo económico donde realizar el plusvalor de la producción. La supervivencia del sistema pasa inexcusablemente por emplear, exhaustiva e intensivamente, toda fuerza de trabajo disponible y esto es algo que abre nuevas posibilidades a la multitud de los pobres no para especular con la aportación de la fuerza de trabajo, sino para sustraerla provocando así un colapso en la raíz del sistema.
Visto desde esta perspectiva se puede afirmar que las armas para la revolución de los pobres sí están en sus manos, pues son la misma fuerza de trabajo de cada uno, pero lejos de toda opción que solo puede pretender ser reformista – cuando ya ni cabe hablar de reforma – una actitud revolucionaria y de lucha es no darla, negarse activamente a facilitar al dominio los medios que precisa para salvar sus contradicciones.
Dicho esto sin la menor intención ni razón de hacer apología de la vagancia, contra-argumento simplista este que algunos oponen. Está claro que no podemos vivir sin trabajar a menos que asumamos el riesgo de vivir por entero de la expropiación, al igual que sabemos que no vivimos aún en el mundo que deseamos, sino en otro que es una inmensa fábrica, por eso también ha de entenderse que cuando decimos ¡abajo el trabajo! estamos hablando de él en términos generales y de ahí asimismo la ausencia de matización en referirse al trabajo asalariado o supuestamente autónomo y alternativo. Esto supone, en lo particular y en la práctica, no trabajar más de lo indispensable para vivir. Tener un consumo más racional y moderado que nos exija trabajar menos. Buscar opciones alternativas en alimentación, vestido, vivienda, transporte, etc., – entiéndase expropiación, okupación y pirateo en general – que reduzcan nuestras necesidades económicas a la mínima expresión y a la par nos hagan gravosos para la economía de los mangantes.
En otras palabras, un boicot continuo a la fábrica-mundo en que vivimos unido a prácticas tan saludables como el absentismo, el sabotaje, la agitación armada y cualquier opción elegida cuyo fin sea dar satisfacción a la propia vida y poner palos en los engranajes de la máquina hasta su destrucción.
Llevado así a la práctica el rechazo al trabajo, me parece inobjetable que estamos realizando la premisa fundamental de cualquier lucha: causar un daño irrecuperable al enemigo en el aparato motriz de su máquina. Es por tanto un arma de lucha para alcanzar nuestro fin, la anarquía, para lo cual siendo rigurosos en el análisis de la realidad que nos circunda, está claro que previamente hemos de causar una recesión económica y productiva, única forma que tenemos en la actualidad de desestructurar el sistema al cortarle los flujos de su conservación.
Pienso por ello que nadie con un sincero sentimiento revolucionario ha de sentir ofendida su razón de ser cuando escuche: ¡abajo el trabajo!. No nos engañemos, no hay orgullo obrero, tan solo miseria. Hoy más que nunca, es en campos y fábricas donde se labran y forjan nuestras cadenas.
SALUD, BOIKOT Y ANARKÍA.
Desde el Engranaje de la Máquina.
Joaquín, octubre 2004.