El falso principio de nuestra educación

800px-Bayreuth_Maximilianstrasse_31,_Geburtshaus_Max_Stirner,_Gedenktafel,_09.06.06

Max Stirner

Nuestra época pugna por encontrar la palabra que defina a su Espíritu; se suceden los nombres que pretenden ser el verdadero verbo. Por doquier reina en nuestro tiempo el más alegre desconcierto entre los diferentes partidos. Los aguiluchos del presente se agolpan en torno a la herencia descompuesta del pasado. Los cadáveres políticos, sociales, religiosos, artísticos y morales se amontonan ya por todas partes. Y si nadie los elimina de una vez para siempre seguirán infestando el aire y sofocando el aliento de los vivientes.

La época no hallará su justa palabra sin nuestro empeño, y todos debemos participar en ello. Pero, si tanto nos concierne, debemos preguntarnos, y con razón, qué se ha hecho y se piensa hacer de nosotros; debemos preguntarnos por esa educación con la que se nos pretende hacer capaces de crear aquella palabra. ¿Se educan a propósito nuestras disposiciones para que seamos creadores, o se nos trata puramente como criaturas cuya naturaleza no admite más que la doma? Es una cuestión tan crucial como sólo puedan serlo cualquiera de las cuestiones sociales y, más aún, es la más vital de todas ellas por cuanto las cuestiones sociales se asientan sobre aquella premisa. Sed algo más capaces y vuestras obras serán también más capaces; sed «cada uno de vosotros más pleno en sí mismo» y vuestra sociedad, vuestra vida comunitaria, será también más plena.

De ahí que, por encima de todas las cosas, nos preocupe aquello que se hace de nosotros en la época de nuestra educación. De ahí que el problema de la educación sea una cuestión vital. Es algo que en nuestros días salta suficientemente a la vista, tanto más cuanto que desde hace años ese tema se debate con un ardor y una franqueza que sobrepasan con mucho — si más no, porque no se las tiene que ver con los obstáculos de un poder arbitrario — el de las controversias políticas.

Un honorable veterano que, como el difunto profesor Krug, supo conservar su vigor y su ambición hasta una avanzada edad, el profesor Theodor Heinsius, ha tratado recientemente de avivar una vez más el interés por esta cuestión con un pequeño libelo. Lo titula «Concordato entre la escuela y la vida o la mediación entre el Humanismo y el Realismo, considerado desde un punto de vista nacional. Berlín 1842». Dos son los partidos que pugnan por la victoria, recomendándonos cada uno de sus respectivos principios educativos como el mejor y más adaptado a nuestras necesidades: los Humanistas y los Realistas. Sin que pretenda desavenirse con unos o con otros, Heinsius discurre tan suave como conciliadoramente, creyendo mostrar lo justo de ambos principios y cometiendo, en realidad, la mayor injusticia al problema mismo al tratarlo con tal cortante perentoriedad. Ese escarnio contra el espíritu de la cuestión sigue siendo la irremediable herencia de todos los mediadores pusilánimes. Los «concordatos» no son más que recursos equívocos:

¡O el pro o el contra! ¡Franco como un hombre!
Y sobre el estandarte: ¡Ser esclavo o ser libre!
También los dioses descendieron del Olimpo,
para luchar desde los bastiones de su partido.

Antes de llegar a sus propias propuestas, Heinsius expone una visión sucinta del desarrollo histórico desde la Reforma. El período comprendido entre la Reforma y la Revolución — lo que sin más fundamentos deseo suscribir, pues pienso desarrollarlo más detalladamente en otro lugar — se caracteriza por la relación entre quienes detentan la mayoría de edad y los que no la tienen, entre los dominantes y los servidores, entre los poderosos y los dominados y es, en suma, una época de servidumbre. Dejando al margen otras razones que pudieran justificar una superioridad, erigió la educación como la potestad de quien detentaba el poder sobre los débiles y desposeídos, convirtiéndose el sabio, fuera grande o mediocre, en el poderoso, fuerte e impositor: en una autoridad. No todos podían estar llamados a este poder y esta autoridad, y por ello tampoco la educación estaba destinada a todos, pues una educación general se contrapone a aquel principio. La educación proporciona la superioridad y convierte en señor: por eso en aquella época de señoría constituía un instrumento para el desempeño del poder. Tan sólo la revolución fue capaz de echar a pique la economía de señores y siervos, instaurando el principio vital: ¡Que cada cual sea su propio señor! A ello iba ligada la necesaria consecuencia de que la educación, la cual, ciertamente, proporciona el señorío, se convirtiera a partir de entonces en una educación universal, planteándose así la tarea de buscar una educación verdaderamente universal. La aspiración a esa formación universal que fuera accesible para todos tuvo que desembocar en una lucha contra la educación exclusivista tan tenazmente mantenida y, en este sentido, la Revolución también tuvo que desenfundar sus armas contra la aristocracia de la época de la Reforma. La idea de una educación universal chocó con el principio de la formación exclusivista, desencadenándose una guerra y unas luchas que se han venido sucediendo, a lo largo de diferentes etapas y bajo las más diversas banderas, hasta nuestros días. Heinsius ha designado los campos litigiosos de este combate con los nombres de Realismo y Humanismo, nombres que conservaremos como los más idóneos por poco acertados que sean.

Hasta el siglo XVIII, en que la Ilustración comenzó a difundir sus luces, la llamada educación superior se encontraba, sin el menor veto, en manos de los humanistas y se basaba exclusivamente en la interpretación de los clásicos de la Antigüedad. Junto a ella existía otra educación que, aún apoyándose en el modelo de la Antigüedad, se basaba fundamentalmente en el estudio minucioso de la Biblia. Que en ambos casos se eligiera la mejor formación del mundo antiguo como única materia de enseñanza muestra cuán poco valor con cedía a la vida y cuán lejos nos hallábamos de crear las formas de la belleza a partir de nuestra propia originalidad y el contenido de la verdad a partir de nuestra propia razón. Forma y materia era algo que debíamos aprender, y no éramos por consiguiente, más que aprendices. Y así como el mundo antiguo señoreaba sobre nosotros a través de los clásicos y de la Biblia -lo que puede verificarse históricamente-, así también el señorío o la servidumbre se convirtieron en la esencia de toda nuestra actividad. Esas características propias de la época nos explican así por qué se aspiraba tan ingenuamente a la «educación superior» y se ponía tanto empeño en distinguirse mediante ella del pueblo común. Aquel que tenía formación se convertía por eso mismo en señor del inculto. Y una educación popular se consideraba impropia pues el pueblo debía permanecer, frente al señor culto, en la casta de los laicos, admirando y venerando el señorío ajeno. Fue así como el saber evolucionó, sobre la base del latín y el griego, al romanismo. Sin embargo, no pudo evitarse que esta educación cayese con el tiempo en lo puramente formal, ya fuera porque únicamente era capaz de conservar las puras formas, el simple esqueleto del arte y la literatura de una Antigüedad muerta y enterrada desde tiempos remotos, o, sobre todo, porque el dominio sobre los demás hombres no podía conseguirse ni mantenerse más que a través de lo formal: sólo se requiere un cierto grado de habilidad espiritual para desempeñar la hegemonía sobre los inhábiles. La llamada educación superior era, por ese mismo motivo, una formación elegante, una sensus omnis elegantiae, una formación del gusto y del sentido de las formas que, a fortiriori, amenazaba con convertirse en una simple educación gramatical -la cual llegó a perfumar hasta tal punto la lengua alemana con las esencias del latium que incluso en nuestros días podemos admirar las más exquisitas construcciones sintácticas latinas en obras como la reciente Historia del Estado pruso-brandenburgués. Un libro para todos, de Zimmermann.

Fue a partir de la Ilustración cuando el espíritu de la oposición se alzó contra ese formalismo. Y fue entonces cuando la reivindicación de una formación humana accesible a todos se añadió al reconocimiento de los derechos inalienables y generales del hombre. La educación de los Humanistas mostraba claramente la ausencia de una formación real capaz de llegar a la propia vida, planteando así la necesidad de una educación práctica. Si se llegaba a introducir las materias de la vida en la escuela y ofrecer a través de ella algo que todos pudieran utilizar, si se conseguía atraer a todos a esta preparación para la vida y destinar la escuela a ella, también se volverían superfluos los señores sabios y su saber exclusivo, y el pueblo pondría fin a su condición de laico. Acabar con la casta de sacerdotes del saber y la del pueblo laico es el objetivo al que aspira el Realismo y la razón por la que éste deja a sus espaldas al Humanismo. La apropiación de las formas clásicas de la Antigüedad comenzó a dejarse de lado y, con ello, el señorío de la autoridad perdió su nimbo. La época se insurgió contra el tradicional respeto por la sabiduría, como se rebeló contra todo tipo de veneración.

El privilegio fundamental de los sabios, la formación general se convirtió en un beneficio de todos. Y sin embargo, se preguntaban: ¿qué otra cosa es la formación general sino la facultad, por decirlo trivialmente, de «hablar sobre todas las cosas» o, por expresarlo más seriamente, de señorear sobre todas las materias? Se constató que la escuela no sólo estaba rezagada respecto de la vida por sustraerse al pueblo, sino también por haber omitido una formación universal en beneficio de la educación exclusiva, dejándose de fomentar en las escuelas el aprendizaje de toda una serie de materias que la vida misma nos imponía. Y en realidad, se pensaba, la escuela debe establecer las directrices de nuestra conciliación con todo lo que la vida nos depara, procurando que ninguno de los objetos con los que tengamos que encontrarnos en el futuro resulten completamente extraños y ajenos al ámbito de nuestro dominio. Por eso se trató con la mayor urgencia de llegar a una familiarización con las cosas y contextos del presente, adaptándose una pedagogía susceptible de aplicarse a todos, pues tenía que satisfacer la necesidad común a todos de reconocerse en el mundo y en la época. Y fue así cómo los fundamentos de los derechos humanos adquirieron vida y realidad en el campo de la pedagogía: la igualdad, en la medida en que aquella formación comprendía a todos, y la libertad, toda vez que el aprendizaje de materias útiles llevaba a la independencia y la autonomía.

Comprender lo pretérito, como enseña el Humanismo, y aprehender lo presente, como aspira el Realismo, no conduce conjuntamente sino al poder sobre lo temporal. Pero eterno, sólo lo es el Espíritu que se comprende a sí mismo. Por esa razón, la igualdad y la libertad no adquieren en aquellos más que una existencia subordinada. Por supuesto que sería posible la igualdad respecto del otro y la emancipación de su autoridad. Pero de la igualdad consigo mismo, de la igualación y conciliación de nuestro hombre temporal y eterno, de la elevación de nuestra naturalidad y espiritualidad, en suma, de la unidad y omnipotencia de nuestro Yo que se basta a sí mismo en la medida en que nada extraño deja fuera de sí, de todo eso apenas puede percibirse la menor alusión en aquel principio. Y si la libertad aparece en él, ciertamente, como la independencia frente a la autoridad, seguía vacía en cuanto a su autodeterminación y no suscitaba los actos de un hombre libre en sí ni la autorrevelación de un Espíritu irreverente rescatado de las fluctuaciones de la reflexión. El hombre formalmente cultivado ya no sobresaldría por encima de la superficie llana de la formación general como un ser «elevadamente civilizado» y un hombre «unilateralmente cultivado» (el cual, por supuesto, obtenía en calidad de tal, una incontestable dignidad, puesto que toda formación está destinada a florecer en las más diversas unilateralidades de la formación especializada); el que había sido formado de acuerdo con el principio del Realismo tampoco sobrepasaba la igualdad respecto de otros y la libertad respecto de otros, no había superado, en fin al llamado «hombre práctico». Es cierto que la vacua elegancia del humanista, del dandy, no podía evitar su fracaso; sólo el vencedor podía sacarle brillo al verdete de la materialidad, sin ser por ello más elevado que un insípido industrial. El dandismo y el industrialismo pugnan, en consecuencia, por conseguir el botín de encantadores muchachos y muchachas y truecan seductoramente sus aprestos: el dandy hace gala de su descarado cinismo, al tiempo que el industrial hace acto de presencia con su ropa inmaculada. En vano: la madera joven de la maza de armas del industrial acabará resquebrajando el reseco bastón del dandy. Mas, ¡ah! reseca o fresca, la madera seguirá siendo madera y la viva llama del Espíritu acaba consumiéndola en su fuego.

¿Y por qué tiene que sucumbir también el Realismo si, a fin de cuentas -para que iríamos a negarle esta cualidad-, ha adoptado precisamente todo lo que el Humanismo tenía de bueno?

Pues no cabe duda de que es capaz de asimilar aquellos aspectos inalienables y verdaderos del Humanismo, de la formación formal, lo que viene facilitado por la ya posible cientificidad y consideración racional de todas las materias de enseñanza (podemos recordar, a modo de ilustración, las contribuciones de Becker en el terreno de la gramática alemana); y es gracias a esa significación que el Realismo puede aplastar a sus enemigos desde una sólida posición. En la medida en que el Realismo, lo mismo que el Humanismo, parten de que el objetivo de toda educación es la habilidad del hombre, coincidiendo ambos, por ejemplo, que debe lograrse la familiaridad lingüística con todos los giros del lenguaje, la familiaridad matemática con todos los giros de las demostraciones, etc., es decir en conseguir la maestría en el manejo de las cosas, un dominio, en fin, sobre ellas, no está descartado, ciertamente, que el Realismo se proponga como su último objetivo la formación del gusto y la actividad formadora, como de hecho sucede ya en parte. En efecto, todas las materias de la educación adquieren una dignidad solamente cuando los muchachos aprenden a hacer algo con ellas, a utilizarlas. Sólo debe enseñarse, en consecuencia, lo que es útil y provechoso, como desean los Realistas. Y en la formación, la generalización, la exposición, no debe buscarse más que el provecho, sin que nadie pueda eximirse de esta exigencia humanista. Los Humanistas tienen razón al decir que lo fundamental es la educación formal, pero no la tienen al considerar que esta educación no tiene lugar en el dominio de todas y cada una de las materias. Los Realistas, por su parte, aciertan al considerar que en la escuela pueden tratarse todas las materias, pero yerran cuando no quieren comprender que la educación formal constituye el objetivo fundamental. Por esa razón, desmintiéndose a sí mismo y no entregándose a las seducciones materialistas, el Realismo podría superar a su contrincante, al tiempo que reconciliarse con él. ¿Por qué entonces nos seguimos enfrentando al Realismo?

¿Realmente ha desechado la corteza del viejo principio y se encuentra a la altura de nuestro tiempo? Es en virtud de esta pregunta que debemos emitir nuestro juicio: ¿Se adhiere el Realismo a la idea que nuestra época ha conquistado como su bien más dorado, o bien se mantiene estacionario en un lugar rezagado? Mas debe hacernos reflexionar ese inextirpable temor con que los Realistas se amedrentan ante la abstracción y la especulación, razón por la que mencionaré aquí algunos pasajes de Hensius que en este aspecto no transige con los inflexibles Realistas y me eximen de algunas acotaciones que resultarían baladíes. Así, en la página 9 escribe:

«En las instituciones de enseñanza superior se oía hablar de los sistemas filosóficos de los griegos, de Aristóteles y Platón, así como de los modernos, de Kant, quien había señalado la indemostrabilidad de las ideas de Dios, de la libertad y la inmortalidad, de Fichte, quien había substituido la idea de Dios por la de un orden moral universal, de Schelling, Hegel, Herbart y Krause, y de todos los nombres de descubridores y reveladores de saberes supraterrenales. ¿Pero qué vamos a hacer, qué va a hacer la nación alemana — se decía — con esa cháchara idealista que ni pertenece a las ciencias empíricas y positivas, ni a la vida práctica, y ni siquiera es provechosa para el Estado? ¿De qué nos sirve ese oscuro saber que confunde el Espíritu de la época y sólo conduce al escepticismo, que sólo divide las almas y aleja a los discípulos de las cátedras de sus apóstoles, que no hace sino llenar de tinieblas nuestra lengua nacional al convertir los conceptos más transparentes del sano juicio humano en enigmas místicos? ¿Acaso es esta la sabiduría que convertirá nuestra juventud en hombres virtuosos, en reflexivos seres racionales, en responsables ciudadanos, en trabajadores útiles y diligentes en sus respectivas profesiones, en esposos amantes y padres celosos del bienestar hogareño?».

Y en la página 45 se dice:

«Echemos una mirada a la filosofía y la teología, ensalzadas como las ciencias del pensamiento y la fe que proporcionan el bienestar del mundo. ¿Qué se ha hecho de ellas después de tantas disputas, desde que Leibniz y Lutero abrieran sus derroteros? El dualismo, el materialismo, el espiritualismo, el naturalismo, el panteismo, el realismo, el idealismo, el supernaturalismo, el racionalismo, el misticismo, y tantos y tantos istmos abstrusos de especulaciones y sentimientos extravagantes, ¿qué bendición han aportado al Estado, la Iglesia, las artes y la cultura del pueblo? Es cierto que el pensamiento y el saber han ampliado sus límites. ¿Pero, acaso se ha vuelto más claro el primero, más firme el segundo? La religión, en tanto que dogma, es más pura, pero la fe subjetiva es más confusa y débil, y sus fundamentos se han desmoronado, han crujido a los embates de la crítica y la hermeneútica, cuando no han sido degradados por la charlatanería y una farisea santidad falsa. ¿Y la Iglesia? ¡Ah! De su existencia no queda ya más que la división y la decrepitud! ¿No es eso cierto?»

¿Y por qué motivo se muestran los Realistas tan adversos hacia la filosofía? Porque desconocen su oficio y porque, en lugar de ensanchar sus límites, ponen todo su empeño en empequeñecerse. ¿Y a qué ese odio a la abstracción? Porque ellos mismos son abstractos, porque abstraen su propia plenitud, el impulso hacia la verdad redentora.

¿Es que queremos poner la pedagogía en manos de los filósofos? ¡Nada de eso! Se mostrarían lo suficientemente torpes en estas lides. Se la debe confiar solamente a quienes son más que filósofos y, por eso mismo, infinitamente más que los Humanistas y los Realistas. Estos últimos han intuido acertadamente que también los filósofos se precipitan a su fin, pero ni siquiera han sospechado que a su fin le seguirá un nuevo nacimiento: ellos hacen abstracción de la filosofía para buscar sus objetivos en el firmamento, saltan por encima de ella -para desplomarse en el abismo de su propia vacuidad. Ellos son, como el eterno judío, inmortales, mas no eternos.

Sólo los filósofos pueden morir para hallar en la muerte su propia identidad; con ellos muere también el período de la Reforma, la época del saber. «Sí, efectivamente, el saber mismo tiene que perecer para nacer de nuevo como voluntad». La libertad de pensamiento, de fe y de conciencia, esa deliciosa flor de tres siglos, regresará al regazo de la madre tierra para que la nueva libertad de la voluntad pueda nutrirse de sus más nobles savias. El saber y su libertad fueron el ideal de aquella época que culminó definitivamente en los cielos de la filosofía: en su cumbre, el héroe se construirá su propia pira para entregarse en holocausto a su lugar eterno del Olimpo. Con la filosofía se cierra el período de nuestro pasado. Y los filósofos son los Rafaeles del período del pensamiento en los que el viejo principio llegó a la plenitud de su reluciente y ostentoso colorido, cuyo rejuvenecimiento lo convierte de un principio temporal en un principio eterno. Quien a partir de ahora pretenda conservar el saber, éste lo perderá; y quien, al contrario, renuncie a él, éste lo obtendrá. Sólo los filósofos están llamados a esa renuncia y ese beneficio: son ellos quienes se encuentran ante el fuego ardiente, ellos quienes deben poner fuego a la corteza terrenal, lo mismo que el héroe desfallecido, para liberar el Espíritu imperecedero.

Debe hablarse de manera comprensible en la medida de lo posible. En ello reside precisamente el error de nuestros días: en que el saber no llega a su plenitud, ni alcanza la transparencia, y sigue siendo un saber material, formal, positivo, sin elevarse al saber absoluto, un saber, en fin, que nos lastra como un fardo. Del mismo modo debe abandonarse al olvido aquel pasado, debe sorberse el embriagador licor. De lo contrario no se llegará a sí mismo. Todo lo grande debe saber llegar a la muerte y elevarse con su propio fin; tan sólo el miserable acumula, cual un esclerótico funcionario imperial, actas sobre más actas, para presentarse a lo largo de siglos bajo la figura de delicadas porcelanas, como las imperecederas bagatelas chinas. El auténtico saber llega a su plenitud en el instante en que deja de ser saber para convertirse de nuevo en un instinto humano simple -la voluntad. Así, aquel que durante años haya reflexionado sobre su «oficio de ser hombre», sumergirá en un mismo instante todas las cuitas y peregrinaciones de su indagación en un puro sentimiento, en un impulso progresivamente directriz en el que descubre aquél. El «oficio de ser hombre» que había buscado por los mil senderos y atajos de la reflexión se transforma, tan pronto se ha reconocido, en la llama de la voluntad moral, alumbrando el pecho de un hombre que ha recobrado la juventud y la ingenuidad, y no se devanea ya en la búsqueda.

Levántate alumno y baña sin descanso el pecho de la tierra en los rayos de la aurora.

Ese es el fin, al tiempo que la perennidad, la eternidad del saber, un saber que, convertido nuevamente en algo simple e inmediato, brota y se revela de nuevo en cada acto y bajo una nueva forma como voluntad. La voluntad no es auténtica, por así decirlo, al salir de su casa, como quisieran hacernos creer los prácticos, y no basta con saltar por encima del querer-saber para hallarnos súbitamente en el medio de la voluntad. Es el saber mismo el que se consuma en la voluntad en el momento en que se desensorializa y se engendra a sí mismo en tanto que Espíritu «que crea su propio cuerpo». Por eso toda educación que no parta de esa muerte y este vuelo celeste del saber adolecerá de la temporalidad, formalidad y materialidad del dandismo y el industrialismo. Un saber que no se clarifique y se concentre, prolongándose en el querer, en otras palabras, un saber que se contente con el puro tener y la propiedad, en lugar de conjugarse plenamente consigo mismo, de tal manera que el Yo, en su libre despliegue, no se vea obstaculizado por ningún fardo de haberes expandiéndose por el mundo con la frescura de sus sentidos, un saber, en fin, que no llega a ser personal, no proporciona más que un bagaje insuficiente para la vida. No se quiere llevarlo a la abstracción que, sin embargo, confiere la auténtica bendición a todo concreto saber: pues sólo por medio de ella se da muerte realmente a la materia transformándola en Espíritu, y sólo en virtud de ella el hombre alcanza su propia y última liberación. Sólo en la abstracción es posible la libertad. El hombre libre es aquel que supera lo dado e integra nuevamente todo lo que se ha extrañado de él en la unidad de su Yo.

Si el impulso que guía nuestro tiempo, una vez conquistada la libertad del pensamiento, es su consecución hasta aquella plenitud en la que ella se convierte en libertad de la voluntad, el objetivo último de nuestra educación ya no puede ser, para cumplir esta libre voluntad, el simple saber, sino el querer que se engendra del saber; y la expresión explícita de aquello a lo que esta educación debe aspirar es: el hombre libre. La verdad no consiste en otra cosa que en la revelación de sí mismo y a ello le corresponde, precisamente, la búsqueda de sí mismo, la liberación de todo lo ajeno, la más radical abstracción o descargo de toda autoridad, el renacer de la ingenuidad. Y este tipo de hombre auténtico no es el que proporciona la escuela; si en algún lugar existen hombres semejantes, lo será a pesar de la escuela. Ésta nos convierte, eso sí, en dueños de las cosas, y en cualquiera de los casos, en dueños de nuestra propia naturaleza -pero no hace de nosotros naturalezas libres. Ningún saber por fundamental y extendido que sea, ninguna agudeza o ironía, ni ninguna astucia dialéctica nos ponen a salvo de la vulgaridad del pensar y el querer. No es realmente un mérito de la escuela el que no compartamos con ella el afán egoísta. Todos los tipos de envidia, todas las clases de usura, la avidez de puestos, la servidumbre mecánica el espíritu mediador, todo ello se remonta tanto al saber difundido cuanto a la elegante formación clásica, y si todas estas enseñanzas no llegan a ejercer la menor influencia en nuestra actuación moral, se debe a menudo al azar de haberlo dejado todo a la merced del olvido al no usarlo: uno se sacude así el polvo de las aulas.

Y ello por la sola razón de que la educación se lleva a cabo únicamente en lo formal o lo material, cuando no en ambos a la vez, en lugar de buscarse en la verdad, en la educación del hombre verdadero. El Realismo supone ciertamente un avance, puesto que sólo pide a sus alumnos que comprendan y descubran aquello que aprenden; Diesterweg, por ejemplo, no se cansa de hablar sobre el «principio vivencial»; desde esta perspectiva, las materias de enseñanza por sí mismas no constituyen la verdad, sino algo positivo (entre lo que también se incluye la religión) que el alumno puede conjugar y sintetizar con la suma de sus restantes saberes positivos. Sin embargo, no existe ahí ninguna elevación por encima de la vivencia y la contemplación groseras, ni ningún estímulo para proseguir el desarrollo del Espíritu, adquirido precisamente a través de esta contemplación, y producir a partir de él o, en otras palabras, ser especulativo, lo cual significa prácticamente tanto como ser y actuar moralmente. Se conforman con educar personas racionales, pero no se proponen formar personas sensibles. Quedan satisfechos con comprender las cosas y lo dado, pero no parece importarle entenderse a sí mismo. Este sentido, se promueve positivamente, ya sea en su aspecto formal o, a su vez, en el material, y se enseña -adaptarse a lo positivo. Lo mismo que en otros terrenos, en la pedagogía tampoco se deja que la libertad llegue a irrumpir, que la fuerza de oposición tome la palabra; lo que se desea, por el contrario, es la subordinación. Tan sólo se tiende a un adiestramiento formal Y material; sólo son sabios los que salen de las huestes de los Humanistas; sólo son «ciudadanos útiles» los que salen de los aposentos de los Realistas -y unos como otros no son más que hombres subordinados.

Se sofoca violentamente nuestro buen fondo de rebeldía y, con él, el desarrollo del saber hacia la libre voluntad. El resultado al que lleva la vida escolar no es entonces otra cosa que el filisteismo. Así como de niños nos habituamos a las cosas que se nos presentan, así también nos familiarizamos y adaptamos posteriormente a la vida positiva y a la época, convirtiéndonos en sus esclavos y en lo que se ha dado en llamar ciudadanos honrados. ¿Dónde se fortalece el espíritu de la oposición, en lugar de la servidumbre que se ha ido alimentando hasta nuestros días? ¿Dónde se educa al hombre creador, en lugar del hombre estudioso? ¿Dónde el maestro se convierte en colaborador? ¿Y dónde se asume el saber en el momento en que se transforma en voluntad? ¿Dónde se erige como objetivo al hombre libre, en lugar de hacerlo con el hombre educado? Desgraciadamente eso sólo sucede en contados lugares. Y no obstante, debe generalizarse la idea de que la tarea más elevada de la humanidad no consiste en la formación, no consiste en civilizar sino en la autorrealización. ¿Se perjudicará con ello la formación? Todo lo contrario: de la misma manera que tampoco renunciamos al libre pensamiento por incorporarlo a la libre voluntad. Cuando el hombre funda su dignidad en el sentimiento, el conocimiento y la realización de sí mismo, es decir en su sentimiento de sí, en su autoconsciencia y su libertad, entonces tiende por sí mismo a proscribir la ignorancia que convierte al objeto extraño y desconocido en un obstáculo y un límite de su autoconocimiento. Si, por el contrario, se lo forma, podrá adaptarse siempre y de la manera más sutil y formada a las circunstancias, pero sólo para convertirse en almas serviles. ¿Qué son en su mayor parte nuestros espirituales y educados sujetos? Nada más que ridículos propietarios de esclavos, cuando no simples esclavos.

Los Realistas pueden presumir de una superioridad, la de no formar simples sabios sino ciudadanos razonables y provechosos. Sí, su contraseña «Educar a todos en función de la vida práctica» podría ser el lema de toda nuestra época, de no concebirse esa praxis en el sentido más vulgar de la palabra. Pues la verdadera praxis no es la de abrirse paso por las sendas de la vida, y el saber tiene suficiente dignidad para que no sea simplemente utilizado a fin de conseguir los objetivos prácticos de la vida. Antes al contrario, la más elevada praxis es aquella por la que el hombre libre se revela a sí mismo, y el saber que asume su propia muerte es la libertad vivificadora. ¡La vida práctica! Se cree haberlo dicho todo con esas palabras y, sin embargo, los mismos animales llevan una vida práctica desde el momento en que, llegado su destete teórico, corretean por los bosques y praderas en busca del placer que proporciona el alimento o son unidos al yugo de cualquier negocio. Un docto en el alma animal como Scheitling llevaría la semejanza más lejos todavía, extendiéndola hasta el terreno de la religión, como puede verse en su «Teoría del alma animal», una obra sumamente instructiva por esa misma razón, pues llega a acercar hasta el máximo el animal al hombre civilizado, y el hombre civilizado al animal. La «educación para la vida práctica» no forma más que personas de principios, incapaces de pensar y actuar sino en función de máximas, pero no forma hombres principales. Tan sólo forja Espíritus legales, pero no libres. ¡Que distintos son aquellos hombres en los que la totalidad de su pensamiento y de su acción se mece en un constante movimiento y rejuvenecimiento! ¡Que diferentes de aquellos que se mantienen fieles a sus convicciones! Pues las convicciones son inalterables, no pulsan más que la misma sangre renovada a través del corazón, acaban petrificándose en cuerpos rígidos y tienen algo, por mucho que hayan sido adquiridos y no meramente aprendidos, de positividad y dignidad sagradas.

De ahí que la educación realista sea capaz de formar carácteres firmes, aplicados y saludables, hombres inamovibles, fieles corazones, cosa que para nuestra degenerada raza no deja de ser un bien inapreciable. Pero carácteres eternos, aquellos cuya firmeza no reside más que en el incesante raudal de su autocreación y sólo son eternos porque a cada instante se crean nuevamente a sí mismos, haciendo brotar sus manifestaciones temporales a partir de la fuerza, perennemente fresca y joven, de su eterno Espíritu, esos carácteres no los formará nunca semejante educación. Lo que se suele llamar un carácter sano no es, en el mejor de los casos, más que una personalidad petrificada para llegar a su plenitud de sí misma, tiene que llegar a ser, a su vez, sufriente, tiene que contracturarse y estremecerse en la radiante pasión de un incesante rejuvenecer y renacer.

Es así como las líneas radiales de toda educación convergen en un punto central que recibe el nombre de personalidad. El saber, por muy erudito o profundo, amplio y fundamental que pueda ser, sigue perseverando en su carácter de posesión, de propiedad, hasta que no llega a disolverse en el punto imperceptible del Yo, emanando omnipotentemente a partir de él como voluntad, como Espíritu suprasensible e ilimitado. Y el saber experimenta esta transformación cuando deja de depender de los objetos, cuando aparece como un saber de sí, o bien, si eso parece más inteligible, cuando se convierte en un saber de la Idea, en una autoconsciencia del Espíritu. Entonces se trueca, por así decirlo, en impulso, en instinto del Espíritu, en un saber subconciente del que todos podemos hacernos al menos una imagen comparándolo con tantas y tan amplias experiencias que se subliman en uno mismo en un sentimiento simple que llamamos tacto: todo el amplio saber que se ha desprendido de aquellas experiencias se concentra en un saber instantáneo que decide nuestros actos en un abrir y cerrar de ojos. Y es justamente a esa inmaterialidad a la que debe tender el saber, sacrificando sus partes mortales y convirtiéndose en inmortal voluntad.

En esa cuestión, en el hecho de que el saber no se purifique en la voluntad, en la afirmación de sí, en la pura praxis, reside gran parte de la miseria de nuestra educación. Los Realistas intuyeron este vacío, pero tan sólo para llenarlo de manera mezquina con la formación de «hombres prácticos» carentes de ideas y de libertad. La mayor parte de los seminaristas son la corroboración viviente de esta desdichada orientación. La educación debe ser exactamente lo contrario, debe convertirse en personas y, aun partiendo del saber, debe tener siempre presente su esencia, es decir, que el saber nunca ha de ser una propiedad, un tener, sino el Yo mismo. En una palabra, no es el saber el que debe constituir el centro de la educación, sino la persona que alcanza el despliegue de sí misma; la pedagogía no ha de pretender civilizar a los hombres, sino formar personas libres, carácteres soberanos, y la voluntad, tan duramente oprimida hasta ahora, no debe debilitarse más. ¿Si no se atenúa el impulso del saber, por qué ha de reducirse el impulso de la voluntad? Y si se estimula aquél, con la misma razón debe estimularse éste.

La arbitrariedad y la indisciplina del niño tienen los mismos derechos que su afán de saber. A éste se lo alimenta esmeradamente. ¡También debe fomentarse la fuerza natural de la voluntad, la oposición! Que el niño no aprenda a sentirse a sí mismo, significa que no aprende lo más esencial. ¡Que no se sofoque su orgullo, su libertad! Frente a su insolencia, ni propia libertad siempre queda a salvo. Pues si su orgullo se trueca en terquedad, si el niño pretende doblegarme, yo, que soy tan libre como pueda serlo el niño, tampoco tengo por qué tolerarlo. ¿Pero significa eso que deberé defenderme utilizando el fácil instrumento de la autoridad? ¡De ningún modo! Pero le opondré la fuerza de mi libertad hasta que la terquedad del niño se rinda por sí misma. Un hombre entero no necesita ser una autoridad. Y cuando la libertad se convierte en descaro pierde precisamente esa fuerza que caracteriza, por ejemplo, el dulce poder de una auténtica mujer, de su maternidad, o de un hombre firme. Se ha de ser muy débil para acudir en auxilio de la autoridad, y muy perverso para creer que el descaro puede corregirse por convertirlo en temor. Exigir el temor y el respeto son cosas que pertenecen a la época pasada del Rococó.

¿De qué nos lamentamos, pues, cuando nos referimos a los defectos de nuestra actual formación escolar? De que nuestras escuelas se asienten todavía sobre el viejo principio del saber sin voluntad. El nuevo principio, por el contrario, es el de la voluntad en tanto que purificación del saber. Por eso rechazamos todo tipo de «concordato entre la escuela y la vida», pues la escuela misma es la vida, y la autorevelación de la persona su tarea, tanto dentro como fuera de ella. La educación universal de la escuela debe ser una formación para la libertad, y no para la servidumbre. ¡Ser libres, esa es la verdadera vida! La constatación de la ausencia de vida que aquejaba al Humanismo hubiera debido de conducir el Realismo a esta conclusión. Sin embargo, sólo se tuvo en cuenta que la formación humanista no capacitaba para la llamada vida práctica (burguesa, mas no personal) y, oponiéndose a la educación puramente formal, se orientó hacia una formación material, en la esperanza de que si daba a conocer las materias útiles para el intercambio social no sólo superaba el formalismo, sino que daba satisfacción a las más elevadas necesidades. Con todo, la educación práctica está muy por detrás de la formación personal y libre, y si aquella proporciona la habilidad para abrirse paso en la vida, ésta confiere la fuerza, los fogosos destellos de una vida que se abre a partir de sí misma; si aquella prepara para que nos encontremos en el mundo de lo dado como en nuestra propia casa, ésta enseña a encontrarse consigo mismo como en su morada. No somos Todo cuando nos desplegamos como miembros útiles de la sociedad, pues únicamente podemos alcanzar esta plenitud cuando somos hombres libres, personas autocreadoras.

Si la idea y el impulso de nuestro tiempo es la libre voluntad, la pedagogía debe acoger la formación de la personalidad libre como su primer y último objetivo. Humanistas como Realistas se limitan al saber y, a lo sumo, se preocupan por la libertad del pensamiento, convirtiéndose en librepensadores a través de la libertad teórica. Con el saber, sin embargo, sólo somos libres interiormente (una libertad a la que por nada debemos renunciar), mientras que exteriormente podemos seguir siendo, con toda nuestra libertad de conciencia y de pensamiento, esclavos en la servidumbre. Y sin embargo, precisamente aquella libertad exterior para el saber constituye, para la voluntad, la libertad interior y verdadera, la libertad moral.

Y sólo en esta educación universal, en la que lo más bajo se conjuga con lo más elevado, hallamos la verdadera igualdad de Todos, la igualdad de las personas libres, sólo en la libertad es posible la igualdad.

Frente al Humanismo y el Realismo podemos llamarnos, si es un nombre lo que se desea, moralistas, pues nuestro objetivo es la formación moral. Con ello se objetará inmediatamente que no aspiramos a otra cosa que a una formación guiada por leyes morales positivas, cosa que, de hecho, ya se ha venido haciendo hasta nuestros días. Pero precisamente porque es lo que ha sucedido hasta ahora, son esas leyes las que descarto, y el hecho de que sólo deseo ver el despertar de la fuerza de oposición, y no la subyugación de la voluntad, sino su glorificación, debiera bastar para esclarecer esta diferencia. Y para distinguir todavía más los requisitos que hemos expuesto de las mejores aspiraciones de los Realistas, tal como aparecen, por ejemplo, en el recién aparecido programa de Dieterweg, en la página 36: «La insuficiencia de nuestras escuelas y de nuestra educación en general reside en el defecto de una formación del carácter. No educamos ningún tipo de carácter», para distinguirlo claramente de esta perspectiva diré que aquello que necesitamos es una formación personal (no la acuñación de un carácter). Y si una vez más se desea agregar un -istmo a quienes siguen este principio, éste podría ser, en mi opinión, el de Personalismo.

Por esa razón, y para volver nuevamente a Heinsius, «el vívido deseo de la nación de que la escuela se aproxime a la vida» no podrá cumplirse sino cuando se encuentre la auténtica vida en la personalidad, la independencia y la libertad, pues quien aspire a estos objetivos no renunciará por ello a todo lo bueno que existe tanto en el Humanismo como en el Realismo, sino que ennoblecerá a ambos, elevándolos a una altura infinitamente mayor. Tampoco puede ponderarse el punto de vista nacional que detenta Heinsius como el justo, pues más bien lo es el punto de vista personal. Sólo el hombre libre y personal es un buen ciudadano (Realistas), e incluso careciendo de una cultura especial y erudita (filosófica, artística, etc.), será un juez de delicado gusto (Humanistas).

Si, finalmente, tuviera que expresar en pocas palabras el objetivo que nuestra época debe alcanzar, formularía el necesario fin de la ciencia exenta de voluntad y el auge de la voluntad autoconsciente que se consuma en el esplendor de la persona libre de la siguiente manera: ¡El saber tiene que perecer para que pueda renacer como voluntad que se engendra cada día en una nueva persona libre!