Sumario: 1. En Tucumán, la policía mostró la hilacha. 2. Un gesto más en la reconciliación. 3. Los medios y la legitimación de los “vigilantes”. 4. Frente a la condena a los trabajadores de Las Heras, redoblemos la lucha. 5. Próximas actividades.
En Tucumán, la policía mostró la hilacha.
El milico le dice a su superior: “Jefe, le estamos disparando a nuestra propia gente“. El superior responde: “Tome unos pesos y guarde el secreto“. La ironía de Groucho Marx viene a cuento a propósito de los sucesos en Tucumán.
En el marco de la tensión que generó en todo el país la asonada de los desclasados de azul, esa provincia mostró el costado que siempre hemos denunciado y que, desde el poder, cuando no la ningunean, se empeñan en distorsionar.
La policía tucumana, como la del resto del país, se amotinó y se encargó de provocar hechos que derivaron en robos, cinco muertos, varios heridos, y desesperación -predominantemente- entre sectores medios.
Con este accionar, como a veces ocurre cuando el perro le muestra los dientes al amo, el gobierno provincial les concedió el aumento. El primer mensaje que mandaron fue remedar las acciones de los trabajadores, como si revistieran ese carácter. Hablaron de huelga, de derechos sindicales, y no fueron pocos los que coincidieron con ello, desde el juez Zaffaroni hasta expresiones de la izquierda.
El otro mensaje estuvo en las calles. Desnaturalizando el saqueo, en cuanto es un último y desesperado, pero legítimo recurso del hambre y la pobreza subyacente en una realidad que no las contempla, fomentaron en los sectores medios las reacciones más despiadadas de algunos comerciantes armados, al tiempo que se religitimaba la institución policial como fuerza represiva cuando se les reprochaba: “están para defendernos, para protegernos y nos dejaron a merced de los delincuentes“. El terror, el miedo, la otra forma de obtener consenso.
Pero la policía tucumana, con libreto de Groucho Marx, una vez que embolsó el aumento, salió a la explanada de la casa de gobierno y entró a disparar a los manifestantes que se reunían en la Plaza reclamando “seguridad”. La otra ironía, que no agota la capacidad de asombro que nos plantea el sistema a diario, fue la gendarmería intentando pararla. Todo tan patético, como la manera en que tanto el gobierno nacional como la clase política tradicional hablaron de extorsión y sedición después de darles aumentos que superaron, en algunos casos, el 70% sin chistar, revelando que pueden prescindir de cualquier estrategia, menos de la represiva.
El episodio es emblemático, y supera largamente una mera anécdota pueblerina. Puso en evidencia la naturaleza real del reclamo: es monetario y es reivindicativo de sus fechorías. El aumento y la impunidad anduvieron de la mano, desmintiendo a los que suponen que, sindicalizados, los policías serán alguna vez nuestros compañeros de ruta.
Y puso en evidencia, también, la naturalización que entre sectores del pueblo tiene el discurso sobre la función policial.
Los sectores medios lo vivieron en carne propia y aunque lejos estuvieron de interpretarlo de modo progresivo, ha quedado expuesto que la relación con las fuerzas represivas es un matrimonio de extraña conveniencia.
No pueden confiar, pero sienten que todavía los necesitan, y aunque sea muy largo el camino que derive en el divorcio, intuyen que sin plata no hay amor. La trama de la “familia policial” ha quedado al desnudo en la provincia norteña.
Nosotros, del mismo modo que no reconocemos a los policías calidad de trabajadores, tampoco les adjudicamos la de “servidores públicos”. La función es determinante y definitoria: disciplinar, reprimir, evitar cualquier cuestionamiento serio al baluarte capitalista que es el derecho de propiedad y que, mal que le pese a los moralistas e hipócritas exponentes de pseudo-teorías derechohumanistas, sigue siendo el eje ordenador de la sociedad en la que vivimos.
Repetimos a diario que la policía no está para cuidarnos, ni para protegernos ni para defendernos: la policía en la sociedad dividida en clases está para reprimirnos.
Tucumán fue el claro ejemplo. Embolsaron el aumento y salieron a dispararle a su propia gente. En el terreno de las ironías, mucho menos sutil y disimulada que la elaboración de Groucho, pero no por eso menos elocuente, el grito de nuestra militancia en las calles también evidencia la enorme distancia moral que existe entre un trabajador y un perro guardián del sistema: “Olé olé, ole ole olá, por una pizza reprimís a tu mamá”.
Un gesto más en la reconciliación.
Hace unos días, se publicó una entrevista realizada por Hebe Pastor de Bonafini a César Santos Gerardo del Corazón de Jesús Milani, acompañada de una foto de ambos, con el título fue “la madre y el general”.
El gesto es un paso más en el derrotero de conciliaciones que el gobierno logró instalar, en primer lugar, con la apertura de los juicios a los militares, y que tiene por objetivo último, lo que Cristina Kirchner no se cansa de repetir: “Sueño con que mi sucesor pueda dar vuelta la página trágica de nuestra historia”, juzgar a unos pocos y salvar la institución.
El 3 de junio de este año, en un acto que encabezó en el colegio militar, CFK dijo: “Las Fuerzas Armadas van a ayudar a lograr a cerrar la brecha entre los pueblos y el ejército, esto se supera a través de la solidaridad y la ayuda juntándose los unos y los otros, no puede ser el uniforme lo que defina la calidad de un ciudadano“, mientras se despachaba con señalamientos de fuerzas renovadas, de nuevos conceptos y solidaridades.
Unas cuantas señales se orquestaron para arribar a esa conclusión: los festejos del bicentenario con miles y miles de personas aplaudiendo el desfile militar; los festejos por los diez años de gobierno kirchnerista, en los que la presidenta decía: “Algo maravilloso que me llenó el corazón y que fue a ver trabajar a miles y miles de jóvenes de la política, de las iglesias junto a los hombres de las fuerzas armadas”; el show montado para el regreso de la embargada Fragata Libertad, cuando los militantes kirchneristas se fotografiaban orgullosos con los uniformados; la forma en que el gobierno presentó la militarización de los barrio por parte de los gendarmes en las últimas inundaciones a lo largo del país, sólo para poner algunos ejemplos.
Frente a este nefasto relato, tenemos que señalar que las Fuerzas Armadas no son una fuerza amiga y al servicio de la clase trabajadora y el pueblo, sino todo lo contrario: la militarización de los barrios, patrullando sus calles y apareciendo como garantía de seguridad, cuando son garantes del orden y autores de los atropellos y muertes que el pueblo soporta día a día, para lograr la necesaria disciplina y defender a rajatabla la sacrosanta propiedad. Los 4.011 asesinatos por parte del aparato represivo desde 1983 hasta noviembre de 2013 son una muestra suficiente de ello.
Los medios y la legitimación de los “vigilantes”.
En la semana de conmoción nacional a partir del motín de las policías en 21 de las 24 provincias argentinas, no sólo los uniformados fueron noticia. Las imágenes de civiles armados compitieron duro con las de los policías acuartelados. Los diarios titularon “Armados hasta los dientes contra los saqueadores” o “Ante la anarquía, los vecinos salieron a defender Córdoba” (Perfil); “Comerciantes armados y negocios incendiados, tras una madrugada de terror” (Clarín); “Vecinos apostaron por barricadas, palos y armas para protegerse” (La Gaceta de Tucumán); “Se normaliza la actividad en Tucumán, con los vecinos armados en defensa propia” (La Prensa); “Vecinos armados realizaron barricadas por temor a saqueos” (Cadena 3); “Quilmes: Comerciantes se arman hasta con granadas por la posibilidad de nuevos saqueos” (Agencia Nova), etc.
En las radios abundaron las entrevistas a “gente común”, como los periodistas los presentaron, que con total naturalidad hablaron de las armas con las que repelerían cualquier “ataque”, como el empleado de un depósito de artículos de limpieza de Tucumán que dialogó con Pepe Eliashev por radio Mitre, y dijo sin empacho que tenían escopetas y molotovs para impedir que robaran la mercadería, todo bajo la dirección del subgerente de la firma.
En todos los casos, con más o menos énfasis, el tono editorial fue de comprensión y empatía con quienes “se ven obligados a defenderse”, sin una palabra hacia la docena de muertos y el centenar de heridos de la semana. Claro, la defensa de algo más precioso que la vida humana bien lo justifica. La defensa de la propiedad privada.
La simpatía con que los medios reflejaron “el drama” de los que mataron o estuvieron dispuestos a matar para evitar la pérdida de bienes materiales es equivalente, por oposición, a la virulencia con la que esos mismos “comunicadores” condenan cualquier expresión de violencia popular. Un petardo en una marcha, la cara tapada o un palo en el cordón de seguridad ya es suficiente para que nos tilden de “violentos”, “inadaptados” o “antidemocráticos”. Ni hablar si, hartos de viajar como se viaja en nuestros trenes, los pasajeros estallan y queman unos vagones; si los amigos y vecinos de un pibe fusilado por la policía apedrean una comisaría, en fin, si, de cualquier otro modo, son los trabajadores los que, en defensa propia y no de los bienes del patrón, recurren a la violencia de cualquier tipo. Allí no hay ni justificación, ni mirada complaciente.
Como pocas veces, esta semana quedó claro que todos esos “pacifistas” sólo repudian la violencia cuando es contraria a los intereses de su clase.
Frente a la condena a los trabajadores de Las Heras, redoblemos la lucha.
Las tres condenas a prisión perpetua por homicidio agravado dictadas contra los trabajadores de Las Heras Inocencio Cortez, José Rosales y Hugo González y una cuarta, que no se ejecutará porque el compañero era menor de edad a la fecha del hecho; más las condenas a cinco años de prisión efectiva contra Pablo Mansilla, Carlos Mansilla, Daniel Aguilar, Néstor Aguilar y Ruben Bach por coacción agravada y contra Darío Catrihuala como partícipe necesario de lesiones graves, concretan un nuevo y calificado avance represivo contra los trabajadores que luchan en nuestro país.
Los trabajadores petroleros de Las Heras, Santa Cruz, sostuvieron una fuerte lucha contra el impuesto al salario y contra la precarización laboral en los años 2004 y 2005. En febrero de 2006, cuando más de mil trabajadores y vecinos se movilizaron a la comisaría de Las Heras, un pueblo de 9.000 habitantes, para reclamar la libertad de un referente del conflicto que fue detenido durante una emisión de un programa de radio, la represión generó la reacción de los manifestantes, que se defendieron como mejor pudieron. En ese contexto, abandonado por sus camaradas, que retrocedieron frente al avance de los compañeros, murió el policía Sayago.
Con pleno apoyo del gobierno nacional, se desató en Las Heras una represión masiva, avalada por la jueza Ruata de Leone y ejecutada por gendarmería. La ciudad fue sitiada, se interrumpieron todas las comunicaciones al exterior, y decenas de hombres, mujeres y jóvenes fueron detenidos y torturados. Para hacer tronar el escarmiento y disciplinar la resistencia, un grupo de 13 trabajadores fueron seleccionados para acusarlos por el homicidio. Tras varios años presos, se logró su excarcelación, pero el proceso, con una prueba construida sobre la tortura y el terror, siguió adelante, hasta concretar ahora estas condenas.
Un largo camino de organización y lucha, que incluyó la construcción del Comité por la Absolución de los trabajadores de Las Heras en varios puntos del país, permitió visibilizar la forma en que el poder judicial defiende las políticas represivas del estado y ejecuta su rol para aleccionar al conjunto de la clase trabajadora. Esta sentencia de inusitada gravedad condena, además de los compañeros, a todos los que se organizan y luchan por sus reivindicaciones.
Como pocas veces antes, el proceso a los trabajadores de Las Heras muestra cómo los jueces, sin titubear, castigan con dureza cuando el acusado es un trabajador, mientras inventan cualquier excusa para eludir el mínimo cuando deben pronunciarse sobre sus mercenarios de uniforme o sus patotas. Jueces que se alinean, como el caso de uno de los integrantes de este tribunal, en las corrientes “progresistas”, y adscriben al discurso de la “justicia legítima” del kirchnerismo, mientras cumplen su rol sin contradicciones.
Está claro cual es el lugar que ocupa cada uno: las fuerzas represivas del estado, que por estos días intentan confundirnos autodenominándose como trabajadores y pretendiendo “sindicalizarse” bajo las reivindicaciones de la clase obrera, actúan defendiendo los intereses de la clase dominante y reprimiendo al pueblo trabajador cuando nos organizamos y luchamos: el poder legislativo legitima las políticas represivas con sus leyes; el poder judicial absuelve o condena según de quién se trate, y los medios de comunicación invisibilizan los conflictos y fogonean la represión.
Frente a la condena a los compañeros, la lucha continúa y se profundiza.
¡ABSOLUCIÓN A LOS TRABAJADORES DE LAS HERAS!
¡NO A LA CRIMINALIZACIÓN DE LA PROTESTA!
CONTRA LA REPRESIÓN ¡ORGANIZACIÓN Y LUCHA!
Próximas actividades.
¡VIVA LA REBELIÓN POPULAR DEL 19 y 20 DE DICIEMBRE DE 2001! – ABSOLUCIÓN DE LOS PETROLEROS DE LAS HERAS – POR UN PLAN DE LUCHA Y PARO NACIONAL FRENTE AL AJUSTE Y SAQUEO DEL GOBIERNO. AUMENTO DE SALARIO PARA LOS TRABAJADORES, NO PARA LOS REPRESORES.
HOMENAJE A LOS 38 CAÍDOS POR LAS BALAS POLICIALES EL 19 Y 20 DE DICIEMBRE.
Nos concentramos el 20 de diciembre desde las 17:00 En Av. de Mayo y 9 de Julio, donde realizaremos un homenaje a Carlos “Petete” Almirón, asesinado por la policía federal el 20 de diciembre de 2001. Luego marcharemos a la Plaza de Mayo, donde realizaremos un acto de lucha con oradores de organismos contra la represión y la impunidad, organizaciones obreras, organizaciones territoriales y organizaciones políticas de izquierda convocantes, con el cierre de compañeros petroleros condenados en Las Heras.