Entrevista de Salvador López Arnal a César Lorenz, autor de Cárceles en Llamas. El movimiento de los presos sociales en la transición
Permítanme felicitarte. Su libro es magnífico y un verdadero regalo para todos, para los ya interesados y para los menos interesados. Déjenme empezar por el título: ¿desde y hasta cuándo estuvieron en llamas las cárceles españolas?
La agitación carcelaria durante la Transición empezó tras la primera medida de amnistía dictada por Adolfo Suárez, a finales de julio de 1976, y se prolongó de forma intensa y continuada hasta finales de 1978, aproximadamente. Pero durante los años siguientes, hasta 1983, hubo rebrotes periódicos de protestas, aunque sus formas y sus motivaciones variaron respecto a las de los años 77 y 78. Por tanto, estrictamente “en llamas”, no mucho tiempo y no todas, ya que la intensidad de los motines fue muy dispar, pero durante dos años, en prácticamente todas las prisiones del Estado se vivieron acciones colectivas de protesta y en al menos una decena, estos actos tuvieron grandes dimensiones, con centenares de presos implicados, destrozos de galerías enteras, abundantes desperfectos y, por supuesto, incendios.
Cuando habla de presos sociales, ¿de qué presos habla? ¿Por qué sociales? ¿Se incluye a las personas que fueron perseguidas por su orientación sexual?
Son los encarcelados por la comisión de delitos de Derecho común, es decir, sin intencionalidad política evidente; mayoritariamente delitos contra la propiedad. Este apelativo, en lugar de presos comunes, fue reivindicado por los propios presos y los colectivos que desde el exterior les daban apoyo para hacer explícita la referencia a las circunstancias que habían determinado sus conductas, y ya había sido empleado en los años veinte y treinta por presos anarquistas. Su razonamiento era el siguiente: hemos cometido estos actos ilegales forzados por las condiciones sociales que nos ha tocado vivir (pobreza, falta de educación y oportunidades de empleo, desigualdad…) y una vez detenidos, encarcelados en aplicación de leyes y por parte de tribunales caracterizados por la arbitrariedad y falta de libertades. Se consideraban a sí mismos víctimas de la sociedad y la dictadura, de ahí el nombre que adoptaron.
Las personas perseguidas por su orientación sexual lo fueron en aplicación de la Ley de Peligrosidad y Rehabilitación Social; una nueva versión (aprobada en 1970) de la antigua Ley de Vagos y Maleantes, que también castigaba otras conductas consideradas “amorales” o “reprobables”. Por tanto, los represaliados por su orientación sexual también eran presos sociales, porque habían sido encarcelados por conductas prohibidas por la dictadura, que en países democráticos no eran consideradas delitos. De hecho, actualmente una existe una Asociación de ex presos sociales, que agrupa y reivindica a los miembros de colectivos LGTB represaliados por la dictadura.
Excelente noticia que desconocía. ¿Formaron los presos sociales de las cárceles españolas un verdadero movimiento social? ¿Consiguieron apoyos entre ciudadanos no directamente vinculados a ellos?
Ésta es una de las principales tesis que defiendo en el libro: que la suma de movilizaciones dentro y fuera de las prisiones a favor de la libertad de todas las personas encarceladas y la reforma integral del sistema penal y penitenciario conformó un verdadero movimiento social, y no se limitó a una mera sucesión de protestas inconexas. Bajo mi punto de vista, la cohesión interna que se logró durante un breve periodo de tiempo, tanto a nivel de discurso como de acciones, la interpelación al Estado para la solución del conflicto, y el impacto que todo ello tuvo en el ámbito penitenciario de los años de la Transición a la democracia le imprimen este carácter.
En lo tocante a los apoyos de la calle, los hubo de diverso tipo, pero es cierto que no fueron abundantes. Sus familiares (especialmente madres y esposas) y amigos, ayudados por abogados, crearon plataformas en diversas ciudades para ayudar difundir su causa. Estos comités y asociaciones constituyeron el núcleo duro del movimiento de solidaridad en la calle. Fuera de este círculo, los respaldos escasearon, pero no se puede dejar de mencionar la implicación del movimiento libertario y a mucha distancia, unos pocos grupos de la izquierda marxista radical; la complicidad de otros colectivos perseguidos por la Ley de Peligrosidad Social (“colectivos marginados”, en el lenguaje de la época), y algunos apoyos puntuales de intelectuales progresistas y senadores de grupos minoritarios.
¿Cómo se formó la COPEL? ¿Por qué la existencia del movimiento fue tan efímera?
La Coordinadora de Presos en Lucha (COPEL) nació como respuesta al fracaso del primer motín de julio de 1976 en Carabanchel. Ante la no atención de sus demandas, los presos que participaron en la protesta a favor de una amnistía generalizada consideraron que debían organizarse mejor para lograr una respuesta afirmativa a sus reivindicaciones. Los individuos que formaron la COPEL pretendían crear una entidad que los representase: un sindicato o una asociación de presos que ejerciese de interlocutor ante la Administración del Estado, los medios de comunicación y la sociedad. Hay que tener presente que en esos momentos de apertura política estaban proliferando todo tipo de partidos, sindicatos y agrupaciones de diverso signo; los presos imitaron lo que sucedía en la calle. Pero la Administración penitenciaria nunca reconoció a la COPEL como interlocutor: desde el primer momento intentó desprestigiarla, acusándola de mafia dirigida por presos políticos radicales y ultraviolentos, con intereses ocultos. Cuando la intoxicación informativa no fue suficiente, el aislamiento y la dispersión de sus miembros más destacados impidieron prolongar mucho tiempo la precaria coordinación que se logró durante unos meses. Esta represión selectiva, unida a los problemas de convivencia que la pérdida de la esperanza en una salida masiva provocaron, acabó por desmovilizar a la COPEL, descabezada por arriba y minada por las tensiones internas.
El movimiento de los presos, ¿no fue un movimiento muy masculino? ¿Qué papel jugaron en él las mujeres?
La gran mayoría de las acciones de protesta fueron protagonizadas por hombres, quienes también representaban el 95% de la población reclusa. Debido a esta desproporción, y a una menor agresividad y mayor capacidad de control en las cárceles femeninas, fueron pocos los actos de indisciplina por parte de mujeres, pero también los hubo: huelgas de hambre, sentadas en los patios, y algún conato de motín. Aunque donde mayor protagonismo tuvieron las mujeres fue en los grupos de apoyo a presos en el exterior. En la calle, sus madres fueron las primeras y más tenaces defensoras de los derechos de sus hijos presos, siguiendo una tradición que ya está presente durante el franquismo, entre las mujeres de militantes políticos, como ha documentado Irene Abad (En las puertas de prisión. De la solidaridad a la concienciación política de las mujeres de los presos del franquismo).
¿Se puede afirmar, como a veces se ha hecho, que fue un movimiento extremadamente violento y, en ocasiones, ciego, destructivo, aniquilador?
Calificarlo con estos adjetivos sin matización alguna es simplista y engañoso. El empleo de la violencia fue un recurso progresivo y con una finalidad instrumental, que en determinadas ocasiones acabó desbordando los fines reivindicativos y se convirtió en una explosión de rabia con la única finalidad de destruir, pero estos actos fueron la excepción. La mayoría de acciones usaban la violencia simbólica para llamar la atención sobre su causa: ocupando los tejados de las prisiones o autolesionándose de forma colectiva. Por otra parte, el empleo de la violencia no fue una práctica que sólo se pueda imputar a los presos: funcionarios de prisiones y policía actuaron de forma brutal para acabar con las protestas. Los motines generalmente acababan con el lanzamiento de botes de humo y pelotas de goma, cuando no disparos al aire de fuego real; y tras la evacuación de los tejados llegaban los temidos traslados nocturnos, a golpe de porra. Fue un movimiento que usó la violencia, sin duda, pero al menos durante los años en que la COPEL lideró las protestas (1977 y 1978), esta respondía a una estrategia. Cuando entró la heroína en prisión y el movimiento de presos empezó a flaquear, sí que aumentó notablemente la violencia interpersonal y los episodios de destrucción sin mayores objetivos.
Me salgo un poco del guión. ¿Qué período abarca, desde su punto de vista, la transición? Por lo demás: ¿transición hacia dónde?
A nivel de calle, y también académico, existe un cierto consenso en poner sus límites entre la muerte de Franco y la victoria socialista de octubre de 1982, aunque inicio y final pueden fluctuar en función del aspecto que se haga primar (legal, político, económico, cultural…). Y transición hacia un nuevo régimen político, la monarquía parlamentaria, la democracia. Ahora bien, una democracia nominal, con serios y profundos déficits, como estamos viendo cada día. Tras bastantes años de glorificación de este periodo por parte de ciertos sectores políticos y culturales, están siendo publicados cada vez más trabajos que cuestionan sus supuestas bondades. Este libro, modestamente, intenta aportar un granito de arena en la desmitificación del periodo y sus supuestos artífices.
Pues lo aporta desde luego. Habla usted en la introducción de dos visiones enfrentadas: una tradición de pensamiento económico-estructural y una concepción humana-pietista. ¿Nos hace un breve resumen de sus diferencias?
Los pocos estudiosos que en nuestro país se han interesado por el origen de la prisión se han alineado, básicamente, en torno a dos grandes enfoques, que Pedro Oliver ha calificado de esta forma y yo hago mía. La humano-pietista, representada por los historiadores del Derecho, cercanos a la Administración de Justicia estatal, que defiende una evolución histórica en positivo de la penas hasta el presente, al observar una mejora constante de las condiciones de reclusión, con la salvedad del periodo franquista. Y la económico-estructural, contraria a la anterior y muy crítica con el oficialismo penitenciario que aquella representa, la cual a partir de las enseñanzas del marxismo crítico y otras influencias teóricas, desarrolla una sociología penal que pone en duda la realidad de cada periodo, más allá de las declaraciones de intenciones recogidas en los textos legales. La obra, por si queda alguna duda, es heredera de la segunda.
Durante una gran parte del período estudiado por usted, o incluso durante todo él, ha habido también presos políticos en las cárceles españolas. ¿Qué relaciones mantuvieron unos y otros? Más en concreto, ¿qué relación mantuvo el movimiento con presos libertarios?
En los últimos años del franquismo, presos políticos y comunes, por lo general, mantenían una relación distante y recelosa, debido las diferencias sociales, culturales y de pensamiento que los separaban. Mientras que para unos la cárcel era casi una universidad, para los otros no pasaba de ser una parada obligatoria en un recorrido vital marcado por la marginalidad. La salvedad más extendida a esta tendencia fueron los presos ácratas. El anarquismo siempre ha rechazado la prisión como forma de castigo, y por ello, no ha hecho diferencias a la hora de denunciar la represión contra sus forzosos inquilinos. Por esta razón, cuando los presos comunes se dotaron de una conciencia “política” que les permitió denunciar su situación y proponer demandas, el movimiento libertario se volcó en su ayuda. En el interior, presos anarquistas compartieron protestas junto a los comunes o sociales; y en el exterior, la CNT y otros grupos se manifestaron en multitud de ocasiones a las puertas de las prisiones para darles su apoyo.
Pero, si me permite, yo mismo participé en muchas de esas manifestaciones y yo nunca he sido militantes de la CNT ni mi tradición ha sido la libertaria.
También algunos partidos de la izquierda radical hicieron declaraciones a favor de la luchas de los presos. Pienso, por ejemplo, en uno de junio de 1977 que firma Javier Álvarez Dorronsoro, en representación del Comité Ejecutivo del Movimiento Comunista reclamando un indulto general como paso previo a la reforma del sistema penitenciario, que iba seguido de la mayoría de siglas del ala izquierda de la sopa de letras (MC, PSP, FPS, PT, ORT, LCR, LC, AC, PCT, OIC, UC, y OCE). Pero lo cierto es que aparte de estas muestras, y de alguna otra de autoría confusa, yo no he encontrado demasiados indicios que permitan afirmar que los partidos de la lucha final se implicaron decididamente en la reivindicación de los derechos de los presos sociales, quizás por la perentoriedad de su propia lucha por la supervivencia, excesivamente minoritarios y acosados por la policía y la ley electoral. Otra cosa son sus militantes y simpatizantes, entre los que habría, seguro, participantes en las manifestaciones de apoyo a presos, así como profesionales (abogados, asistentes sociales, etc.) que se implicaron a fondo en esta lucha.
Le pregunto a continuación por los presos de ETA y el movimiento de los presos sociales.
De acuerdo.