Hablar, comunicar, querer decir algo más allá de la mera palabrería supone, hoy día, una ardua tarea, una tarea terriblemente dura, pero terriblemente necesaria. ¿Cómo nombrar cuando no tenemos las palabras, cuando ellas nos poseen a nosotras? ¿Cómo aprender a decir lo que sentimos sin antes desaprender aquello que ha sido sentido para nosotras y del que no formamos parte más que como meras espectadoras? Ardua tarea, pero impostergable. ¿Cómo decir alguna verdad verdadera? ¿Cómo desnudarnos y desanudarnos sin caer en el tremendo frío de la soledad y del miedo imbécil de aquélla que necesita apoyos y se resiste a pedir ayuda, por miedo, por miedo y pánico a ser una más de las tantas necesitadas? ¿Cómo caer a estas alturas sin terror y con desasosiego? ¿Cómo aprender a hablar de nuevo sin caer en la trampa de tener que ser escuchadas de inmediato? ¿Cómo devolverle a las palabras su capacidad de transgresión ahora que la verdad sólo puede ser dicha cuando no es dicha para ser escuchada?
Barbaricémonos entonces, gritemos, deshagámonos del miedo a no ser entendidas: estamos impacientes de escuchar de nuevo alguna verdad.
Desde que nos han robado las palabras tan sólo podemos decir mentiras
Leído en las paredes del
barrio de Gràcia
«Le llaman democracia y no lo es» gritan las manifestantes convencidas, llenas de indignación. No dolería tanto si no fuera porque esta consigna es coreada en casi todas las manifestaciones; no sería tan doloroso si no fuese porque suele ser en aquellas manifestaciones convocadas por nuestros entornos más cercanos1. Esta mitificación de la democracia es producto, a nuestro parecer, de la confusión generalizada que hace que también haya quien se considere de izquierdas o que haga suyos conceptos tan genéricos como el de movimientos sociales. Si en este texto queremos tratar este tema no es por casualidad sino porque asistimos, hoy en día, a una lucha que, a falta de palabras que expresen con exactitud aquello que sentimos, acaba demasiadas veces por reforzar las estructuras que de entrada pretende combatir, reforzando los imaginarios con los que estas estructuras se conforman. Con este texto pretendemos hacer una invitación al análisis con la intención de desmitificar algunos conceptos y así poder situarlos donde estos se merezcan estar. Sacarlos de la ambigüedad a la que estamos acostumbradas y significarlos o resignificarlos para acercarnos a decir aquello que sentimos y pensamos, forzándonos a pensar un poco más aquello que decimos.
Democracias y demócratas
Nosotras no somos demócratas, nosotras no somos antidemócratas. Estamos en la búsqueda y en la lucha por la construcción de una sociedad en la que las relaciones humanas no vengan mediadas por el dinero ni por el ejercicio de poder sobre las otras, ésta es nuestra intención. Encasillarnos en una crítica a la democracia sería igual de válido, pero a la vez igual de impreciso, que erigirse como antipolicía o antitelevisión. Aun así, pensamos que hace falta hacer un análisis de lo que supone hoy en día la democracia, ya que viendo como la lógica en la que ésta se sustenta se filtra en muchos de los discursos de algunas de nuestras compañeras, se nos vuelve muy difícil una ruptura real con el sistema de dominación actual. Atacamos la democracia porque es la forma más precisa y perversa que toma el capitalismo a la hora de gobernarnos. Atacamos la democracia porque su potencia desmovilizadora consiste, en buena medida, en movilizarnos dentro de los amplios márgenes que no la cuestionan. Atacamos la democracia porque no hemos renunciado a cambiar el mundo, porque aún no nos damos por vencidas y somos capaces de desear situaciones colectivas que desconocemos y porque intuimos que la vida no se sitúa dentro de los márgenes de lo que hoy día es posible.
Es cierto que algunas de nuestras compañeras más cercanas dirán que esta visión de la democracia es una visión equivocada y que esto de la democracia es, en esencia, otra cosa. No pretendemos iniciar un debate a nivel semántico, no es una cuestión de términos o adjetivos, nuestro debate pretende profundizar en como el ideal democrático se filtra en nuestros discursos y dinámicas neutralizándolos e imposibilitándonos descubrir formas de organización comunitaria que vayan más allá de las que ya conocemos y no nos satisfacen; que vayan más allá de la posibilidad de mejorar las condiciones de miseria humanas en las que vivimos creando rupturas reales con el modo relacional capitalista y patriarcal. Es más, a aquéllas que creen que la democracia es otra cosa, que piensan que nuevamente nuestras enemigas nos han robado esta bella palabra para designar su contrario, a todas ellas les decimos que están equivocadas. Las únicas que tergiversan el término son aquéllas que dicen oponerse a su forma actual. Es decir, no son nuestras enemigas sino algunas de nuestras compañeras de viaje las que nos confunden con su lenguaje ambiguo, haciendo que sigamos pensando según los términos de aquello que pretendemos combatir. Si lo que queremos es hacer caer el sistema de dominación actual –y es lo que queremos– nos hará falta esclarecer nuestro posicionamiento respecto a la forma en la que este dominio se manifiesta actualmente, para encontrar, de esta manera, la mejor forma de confrontarlo y superarlo.
Nos decidimos a hacer un análisis sobre los problemas que observamos en el uso y abuso de términos como diálogo, consenso, paz o participación, fruto y a la vez soporte de la lógica sobre la que descansa la democracia, conceptos de los que se nutre y a los que alimenta. Es por esto que nos decidimos a hablarlo abiertamente; somos iconoclastas y estamos decididas a romper con todo aquello que precediéndonos se nos demuestre errado; estamos predispuestas y dispuestas a abrir nuestra crítica a aquellos puntos que merezcan ser debatidos; hacer caer todo a aquello que deba caer, aunque en algún momento nos haya ayudado a apoyarnos. Estamos en la búsqueda constante de las mejores formas con las que atacar al Estado conscientes que el pensamiento –y la acción que de éste deriva– no es jamás radical en lo absoluto sino en la capacidad de adecuarse a las circunstancias cambiantes: ahora nos toca criticar la democracia porque es la forma que toma el enemigo actualmente, pero sabemos que las herramientas que ayer nos ayudaron a combatirlo pueden sernos totalmente inútiles mañana.
Lo democrático
La consigna de todos los despotismos era: «No harás esto o lo otro». La voz de mando de los totalitarios era: «Harás esto o aquello». Nuestra orden es: «Eres».
1984, George Orwell
La democracia tiene hoy el Poder. Llamamos Poder a la capacidad de ejercer la voluntad propia sobre otras personas, ya sea por activa o por pasiva, sea por imposición o por persuasión. En un régimen dictatorial se ejerce, mayoritariamente, por la fuerza, en un régimen democrático mediante la persuasión, la seducción y la creación de verdades absolutas, dejando cada vez menos espacio para un cuestionamiento real. Si nos interesa estudiar el Poder es porque lo queremos combatir, y dándonos cuenta de la mutación que sufre el gobierno capitalista en un escenario dictatorial respecto a uno democrático, tenemos que buscar las evidencias que reafirman y reproducen este Poder, no sólo en las evidencias más flagrantes sino en las pequeñas sutilezas y capilaridades que le dan auténtica consistencia. Es por esto que atacamos la democracia y el imaginario, aparentemente amplio, que la conforma.
Podemos definir la democracia como el final de un proceso de exterminio de la disidencia, como el principio de homogeneización cultural una vez que la gran mayoría de la población ha aceptado el funcionamiento del aparato de dominación; en el momento en que el Poder ya se ha vuelto hegemónico. No puede haber democracia mientras aún queden imaginarios colectivos lo suficientemente firmes como para hacer tambalear el Poder, mientras aún haya una posibilidad de transmisión cultural más allá de la dominante. La democracia no se puede realizar sin un exterminio físico, no tan sólo de la resistencia sino también de la cultura de la resistencia.
Entre democracia y dictadura encontraríamos la diferencia, a modo cuantitativo, en el nivel de represión que cada una precisa para poder conseguir sus mismos objetivos, sucediéndose la una a la otra según las necesidades del Estado. No es que la democracia no reprima con la misma intensidad que la dictadura sino que lo hace con una precisión mayor y de manera más acotada, adaptada a la nueva realidad social. A diferencia de lo que podría opinar una gran mayoría, pueden coexistir en el tiempo –y de hecho así lo hacen– en la forma de estados de excepción2. La dictadura se trata pues de un estado de excepción generalizado mientras que la democracia –por no hacerle falta esta generalización– se vuelve selectiva aplicando su mano dura tan sólo a aquellas capas de población que precisa doblegar o que no es capaz de silenciar mediante el ocio y el consumo: CIE, prisión, reformatorios –o el eufemismo de los centros reeducativos–, psiquiátricos… De lo que se trata, al fin y al cabo, es de preservar las bases del sistema capitalista: la propiedad privada y la disociación entre política, economía y vida. Aislando o exterminando aquello que pueda ponerla en cuestión.
Si la diferencia entre dictadura y democracia sólo fuese a nivel cuantitativo podríamos afirmar que entre éstas no habría una auténtica diferencia y que, por tanto, aquéllas que luchan por alcanzar una «verdadera» democracia no irían desencaminadas. Lo que nosotras observamos es que, además de la diferencia que opera a nivel cuantitativo, éstas presentan una diferencia abismal en la forma de gobernar y es aquí donde nos detenemos para demostrar que ya estamos en una auténtica democracia.
En una dictadura la represión es explícita porque lo que busca es evidenciar la capacidad que tiene para ejercer su poder. En este sentido la dictadura busca aterrorizar a su oposición haciendo pública su «mano dura» hacia sus enemigas, es decir, gobernando mediante una estrategia puramente conductista. Por otro lado, la democracia busca la complicidad, la participación, y en este caso su estrategia de gobierno se basa en la adhesión de la población a sus dictámenes mediante la seducción, la integración y, indispensablemente, la educación. La democracia no acepta la figura de la enemiga porque ésta se erige como «final de la historia». Por tanto, no concibe que nada, más allá de lo que clasifica como patológico, pueda desear un orden que la supere o la cuestione.
Acabar con la disidencia
Primero mataremos a todos los subversivos, luego mataremos a sus colaboradores, después a sus simpatizantes, enseguida a aquellos que permanecen indiferentes, y finalmente mataremos a los tímidos.
General Ibérico Saint Jean. Gobernador de la Provincia de Buenos Aires. Mayo de 1977
En una democracia el Poder necesita legitimarse, en una dictadura el Poder precisa ejercerse. En una dictadura hace falta acabar con la enemiga, en una democracia hace falta neutralizarla. Una no puede existir sin la otra, son complementarias y es por esto que la democracia supone un estadio superior en la consecución de los objetivos capitalistas y resulta mucho más peligrosa, si no a nivel de ver peligrar nuestra integridad física, si frente a la dificultad de dibujar imaginarios de emancipación contrahegemónicos. Los dos sistemas son totalitarios, el uno por imposibilitar físicamente salirse de los márgenes establecidos y el otro por acaparar la totalidad de los imaginarios colectivos fagocitándolos, no dejando un espacio para otro lugar, otro mundo, que supere el capitalismo. Mientras que en una dictadura el malestar social se dirige hacia la búsqueda de complicidades con las que derruir el Poder, en una democracia, al no haber un horizonte de superación este malestar es reconducido hacia la esfera íntima, hacia la gestión individual. En una democracia ya no es preciso afianzar el Poder porque éste ya ha sido introyectado.
Los cimientos perversos de la democracia; sus mitos
Primer mito: de la dicotomía democracia/dictadura
El discurso democrático es potente en tanto que, al igual que el ciudadanista y cívico tienen a escala del gobierno de una ciudad, no admiten un discurso que se le oponga frontalmente, ya que nadie sería capaz de defender en oposición al diálogo un no-diálogo como solución de los conflictos o mear en la calle en contra del control policial de nuestras vidas. Esta trampa aparece dentro de lo que algunas llaman el doble vínculo3, trampa que dificulta muchísimo la creación de identidades propias que escapen de la unidimensionalidad capitalista. Este doble vínculo, sustentado en la lógica binaria, sitúa en oposición antagónica y sin margen para la discusión la falsa dicotomía entre trabajadora/parada, dictadura/democracia, ciudadana/antisistema, paz/violencia, vandalismo/civismo, loca/normal y tantas otras dualidades que el Estado utiliza para no dejar espacio a nada que escape de su lógica porque, si estás contra la democracia… estás a favor de la dictadura, ¿no? Este discurso no deja lugar a la oposición porque nos sitúa dentro de unos parámetros de aceptación de unas reglas donde el participar ya nos coloca en una situación de indefensión y de sumisión a la autoridad que configura las reglas del juego. Cuando nos decidimos a hablar o interaccionar de manera no violenta con aquélla que nos está sometiendo admitimos una situación de desigualdad –mientras unas tienen el poder de ejercerse las otras tan sólo tienen el poder de aceptar las decisiones– y entonces nos ponemos en un plano de indefensión en el cual sólo podemos, o aceptar las propuestas de aquélla que nos oprime, o salir del juego y ser descalificadas como «intolerantes» o «malas perdedoras».
La trampa se encuentra en el carácter confuso de la pregunta: ¿Eres esto o su contrario? No dando margen para reconocernos de manera genuina nos instalamos en un plano que no nos pertenece, dentro de unos parámetros en los que sólo podemos ser definidas por aquéllas que tienen el poder de definirnos socialmente, es decir, que tienen los medios de comunicación de masas y los mecanismos de transmisión cultural. Este cebo, del cual picamos con demasiada asiduidad, nos conduce a la ya típica fórmula de iniciar campañas de descriminalización a partir de decir que no somos aquello de lo que se nos tilda o dentro de la también estúpida formula de reconocernos como aquello que se nos identifica: ¿Somos terroristas? ¿Somos antisistemas? ¿Somos violentas? ¿Somos delincuentes? Ante sus preguntas cualquier respuesta nos hará morder el anzuelo; donde no hay una verdadera pregunta no hace falta que nos desgastemos procurando dar una repuesta.
Por otro lado y para desmitificar la dicotomía democracia/dictadura vemos que aunque en el territorio del Estado español no es habitual ver un despliegue del ejército no podemos decir lo mismo de los terrenos ocupados que sobrepasen sus fronteras. Así, mientras el gobierno dentro del Estado se hace de manera democrática el gobierno en los territorios ocupados se hace en la forma de estados de excepción generalizados4. Esta dicotomía es parte indiscernible del espectáculo democrático.
Segundo mito: del diálogo y del consenso
Uno de los mitos fundamentales sobre los que descansa la lógica democrática es el que sustenta que mediante el diálogo pueden ser resueltos todos los conflictos. Es evidente que el diálogo es básico para poder establecer comunicación con otras personas y así poder saber qué es aquello que necesitamos o aquello que sentimos, pero pensar que mediante este diálogo se pueden conciliar necesidades o intereses divergentes es bastante ingenuo.
La idea del consenso tiene sentido en el momento en que un conjunto de afectadas –una comunidad– precisa mantenerse unida en la resolución de un problema concreto; si no existe comunidad o si el problema –o el interés general– es difuso, este consenso no devendrá real ya que esconderá otros aspectos más allá de los señalados. Por ejemplo, cuando en una asamblea universitaria aparece gente que no ha participado antes para forzar que se desconvoque la huelga que le impide ir a clase, ¿qué deberíamos hacer? ¿sentarnos a hablar tranquilamente para intentar llegar a una decisión que nos incluya a todas o enviarlos a «freír espárragos» ante su actitud oportunista respecto la asamblea? Los espacios de discusión y la posibilidad de consenso han de estar abiertos a aquéllas que estén dispuestas a respetarlos en todo momento. Cuando aparecen estos personajes no debemos verlos como meras estudiantes, son los portadores de aquello que estamos combatiendo lo que está entrando en nuestra asamblea.
La creación de consenso, lejos de lo que les gustaría a las partidarias de los procesos dialógicos5, no es un proceso ajeno a las relaciones de dominación y por tanto no puede separarse de éstas; contrariamente a las posturas políticas que intentan negar la confrontación –o la reservan sólo al ámbito de la palabra– el conflicto existe en el choque de intereses entre dominantes y dominadas y éste no puede ser resuelto mediante la palabra, entre otras cosas porque esta palabra no tiene el poder de ejecutarse mientras que los mecanismos que dispone el Poder sí.
El triunfo democrático se da en el momento en el cual el consenso se crea a partir de que los intereses de la clase dominada coinciden con los intereses de la clase dominante, no antes. Sus ideales de felicidad, sus imaginarios de libertad, salud, amor…éste es el triunfo acaparador de la democracia, la ausencia –casi total– de discursos o imaginarios que la confronten o vayan más allá de ésta. Al fin y al cabo, en una sociedad democrática se nos permite decir todo aquello que pensemos porque estamos desprovistas de pensar verdaderamente aquello que decimos. Más que pensar, lo que hacemos es repetir. No se trata de hablar de política sino de hacer política; pensar y difundir aquello pensado, en una sociedad democrática, ya no da miedo porque el pensamiento desligado de la acción que lo precisa se vuelve inocuo para el Poder, parte de su espectáculo. La práctica revolucionaria precisa de una teoría revolucionaria, pero si no salimos de nuestros espacios de discusión para poner en práctica esta teoría nos enquistaremos y moriremos antes de nacer.
Tercer mito: de la mayoría y el respeto a las minorías
Se presupone que la democracia es el gobierno de las mayorías sobre las minorías, teniendo cada vez más en cuenta, en su desarrollo, a las minorías. ¿Son las mayorías las que cambian las situaciones o por el contrario, son las situaciones creadas por algunas minorías activas las que cambian el posicionamiento de las mayorías interpelándolas? Pero ¿qué quiere decir ser mayoría?
La democracia, en su sentido más amplio, se legitima en base a la suposición de que la mayoría –por el hecho de serlo– está en posesión de la verdad, es decir, que tiene la razón. Suposición anclada en la infamia de haber tenido que pasar por un proceso de exterminio abierto de la disidencia, tanto física como simbólicamente, y de la potencia de su transgresión. Ser parte de la mayoría significa hoy aceptar las condiciones imperantes, no tomar partido6. La mayoría, en nuestras sociedades, es un conjunto de individuas atomizadas, gregarias a partir de su disgregación, unidas por su impermeabilidad, por la contradicción que emana de la convicción de que la otra aloja a la enemiga y la necesidad de salir de nuestro aislamiento buscando amistades reales más allá de compartir nuestra soledad. La mayoría es hoy día la individualidad desencantada y aséptica que va haciendo y se va conformando a la realidad sin tratar de transformarla, adaptándose a ella de manera terapéutica, encontrando remedios que le permitan hacer de su existencia una existencia soportable.
Nos interesa saber cuál es el origen de la lógica democrática que encontramos –tanto en la democracia burguesa como obrera7– en la Ilustración, base del ideal de la Modernidad que ampara al capitalismo –tanto liberal como de Estado–. Si nos interesa este apunte no es como dato histórico para darnos cuenta que el mismo concepto de razón es producto y resultado de las relaciones de dominación y de la cosmovisión particular de la clase dominante. La creación de verdades –y por tanto de voluntades y necesidades– es posible cuando se dispone del Poder, y éste, a su vez, viene otorgado por la capacidad de producir y reproducir las verdades que permiten consolidarlo. El triunfo total lo tenemos cuando la aceptación es la opción mayoritaria, siendo entonces la mayoría la que acepta ser gobernada con resignación y apatía.
Cuarto mito: de la paz como desconflictivización de las relaciones humanas
Que haya paz no quiere decir que no haya violencia. Nunca hay tanta paz como después de un bombardeo. Para mantener esta paz, la coacción y el miedo son herramientas indispensables que utiliza el capitalismo –y cualquier forma de dominio– para mantener sus privilegios intactos y evitar ser atacado. El ideal utópico burgués pretende evitar el conflicto llevándolo hacia el terreno democrático mediante el diálogo interclasista, a la vez que refuerza los aparatos que posibilitan el dominio y la explotación sobre la vida de sus esclavas.
En una relación de dominación aquélla que domina siempre se justifica bajo la idea de que ésta responde a la «relación natural» de las personas8 y que, por lo tanto, no es impuesta. Ante la falta de referentes y la dificultad de crear otros horizontes más allá de los pautados muchas de nuestras compañeras de viaje acaban reproduciendo la idea utópica de consecución final de un lugar, una sociedad ausente de conflicto que tendría más que ver con poder soportar la miseria que no en combatirla. El conflicto es inherente a la condición humana en la relación que establece con su medio; el conflicto así como los intentos de resolverlo es lo que nos conduce a vincularnos a las demás, tejer afinidades, buscar complicidades, necesitar ayuda. Una vida sin conflictos, sin superaciones ni búsqueda es una vida que no merece tal nombre. Más allá de esto, los conflictos actuales existen además como fruto de las relaciones capitalistas y patriarcales y obviarlo o pretender evitar el malestar derivado de estas contradicciones sólo nos puede conducir a soportar de manera terapéutica nuestra conformación a una realidad delirante y opresiva; cabe decir que, hoy día, ésta es la opción más utilizada por la mayoría de la población9.
Quinto mito: de la igualdad
La ley, en su igualdad majestuosa, prohíbe tanto a los ricos como a los pobres que duerman bajo puentes, que pidan limosna en las calles, y que roben pan.
Anatole France
Las defensoras de la democracia –hablamos claro de aquéllas que lo hacen de buena fe– buscan la igualdad social a partir de la igualdad de derechos políticos, sin darse cuenta de que una igualdad de derechos políticos con una desigualdad de oportunidades vuelve falaz cualquier empresa emancipadora. Tiene sentido que podamos expresar cual es nuestra voluntad si en esta expresión se haya la posibilidad de ejercerla. Si, por un lado, nuestra voluntad es tan sólo una mera opinión o si, por el otro, nuestra opinión viene condicionada por siglos de dominación y años de adoctrinamiento cultural mediante parvularios, escuelas, institutos, universidades, medios de información, etc., deberemos preguntarnos si esta igualdad es real o es una de las principales ficciones sobre las que descansa y se legitima el ideal democrático. No podemos obviar que ninguna acción puede ser genuina cuando aparece coaccionada bajo el trabajo asalariado y la propiedad privada.
Del mismo modo, la forma que toma la igualdad, al no ceñirse a la igualdad de oportunidades, se torna una voluntad de igualarse a aquélla que ostenta el Poder; así, lo que el concepto de igualdad esconde es, al fin y al cabo, una anulación de los rasgos diferenciales, una homogenización, una única manera de ser. Las luchas empezadas por el feminismo de la igualdad han sido reconducidas hacia el campo de la asepsia política, reconociendo que toda mujer puede acceder al Poder patriarcal siempre y cuando esté dispuesta a comportarse plenamente como un hombre. De la misma manera, el caso de Obama nos demuestra como cualquier negro puede llegar al gobierno de los Estados Unidos mientras sea, en esencia, un blanco heteronormativizado. Lo mismo pasaría con la homosexualidad, una lucha que ha sido reconducida hacia la neutralización de la transgresión que llevaba intrínseca al cuestionar el modelo familiar, llevándola hacia el campo de un reconocimiento de aquellos rasgos diferenciales que dejaban intacto el modelo policial familiar de transmisión cultural y apartando el resto.
Sexto mito: de la aceptación de la diferencia
Convertir la diferencia en mera diversidad supone el triunfo de todo ideal democrático. La democracia, al igual que el civismo, tiene un aparente amplio margen de tolerancia frente a la diversidad de discursos siempre y cuando ésta no sea más que eso: diversidad. Es decir, diferentes (di) versiones (versidad) de «lo mismo». Mientras el diálogo no devenga confrontación, mientras no existan enemigas sino adversarias políticas, mientras no haya violencia explícita sino tolerancia a los dictámenes de quien marca las reglas del juego se nos permitirá a todas poder jugar. Mientras estemos dispuestas a perder siempre, se nos permitirá «la oportunidad» de jugar siempre a ganar.
La globalización cultural se esconde hoy bajo el nombre de multiculturalismo. Ésta ya no tiene miedo de la extraña siempre que esta extraña en realidad no lo sea, mientras ésta se mueva por los mismos intereses que mueven a toda la sociedad occidental –consumo e individualismo– y respete las normas para alcanzarlos. Es en esta misma dirección que hoy, como ya se ha señalado en diferentes artículos aparecidos a raíz del Fórum Universal de la Culturas10, se busca una diferencia aséptica, que no ponga en cuestión, que no haga tambalear los cimientos de la débil lógica capitalista, en definitiva, una diferencia que sea igual. La idea inconfesable sobre la que se asienta el multiculturalismo es la del carácter universalista de sus valores, aprobando o desaprobando aquello que no entienda o no acepte dentro de sus márgenes de lo tolerable. Vemos entonces que la trampa del multiculturalismo –o cultura democrática– es la de afirmar su superioridad a partir de dar o no el beneplácito ante ciertos caracteres de otras culturas –folklore p.e.– que hagan mantenerse intacta la cultura dominante. Al fin y al cabo, de lo que trata la multiculturalidad es de una eugenesia cultural.
Séptimo mito: de la libertad de expresión
Cuando la libertad de expresarse no está a la par con la capacidad para poder expresarse estamos hablando, sencillamente, de una representación ficticia de la libre expresión. Cuando todo el mundo puede decir lo que quiera pero tan sólo una minoría privilegiada dispone de los medios para repetir hasta la saciedad sus verdades no podemos hablar de igualdad en las condiciones de expresión. Se nos permite decir todo lo que pensamos porque la repetición incesante desde el Poder eclipsa todo tipo de discurso contrahegemónico relegándolo a algo residual.
Poniéndonos palos en las ruedas
– La política como arte de la separación
La democracia separa el acontecimiento auténticamente político hacia el mero espectáculo de la participación y de la gestión institucional. Este desplazamiento se basa en el mito de que todo conflicto puede ser resuelto a partir del diálogo, aunque sea interclasista. De esta manera, la política reconduce al campo de debate aquello que anteriormente había sido una lucha de intereses diametralmente opuestos. Reconciliando así, con una filigrana humanista, posturas de entrada irreconciliables como son la explotación de la gran parte de la población mundial y el beneficio de una minoría que posee el conocimiento y los medios de producción. Reconduce la figura de la enemiga de clase –si tú existes como clase adinerada es porque yo existo como clase miserable– a la figura de la adversaria política. La política consigue convivir en medio de la falacia de la igualdad de derechos políticos para todas las «ciudadanas» y la desigualdad de oportunidades para todas las personas.
Mientras que la abdicación de la voluntad de determinarse a sí mismos transforma a los individuos en apéndices de la máquina estatal, la política recompone en una falsa unidad la totalidad de los fragmentos.
«Diez puñaladas a la política» en
A Corps Perdu nº. 1 agosto del 2009
Pensamos que se vuelve necesario un apunte: lo político aparece con la intervención directa sobre el hecho de vivir en sociedad, sobre su totalidad y las incidencias que de esta vida se desprenden en nuestra cotidianidad. La política es, por contra, la especialización de los asuntos globales, exige una separación de lo social que los hizo nacer para convertirlos en objeto de estudio. La democracia presenta las decisiones y la organización social como algo escindido de la vida misma, la política como algo separado de la forma de vivir. Ésta es una de las razones de peso por las cuales nos oponemos a la democracia, tenga los adjetivos que tenga.
Allí donde hay una intervención directa sobre la realidad, allí donde no hay comunicación entre el conjunto de afectadas, allí donde la vida es programada y vivida como un espectáculo, allí aparece la política y el ser individual, con su derecho a ser «ella misma», con su derecho a la privacidad, con su derecho a la soledad impermeable, con su derecho a votar dentro de un nicho para que nadie la vea, con su derecho a escoger entre una u otra marca del mismo producto, con su derecho a la indiferencia, a la sumisión, a la muerte en vida, con el derecho a participar de su propio exterminio.
– El doble arte democrático: la creación de consenso y de deseos
Es posible reglamentar la mente pública exactamente igual que un ejército reglamenta a sus soldados.
Propaganda, Edward Bernays11
Es más que habitual que a la hora de hablar de manipulación recurramos a la ya famosa frase de Goeebels, ministro de propaganda del Tercer Reich: «Di una mentira cien veces y se convertirá en una verdad». Esta frase, resumen de la función que desarrolla la propaganda política en cualquier régimen totalitario es, en relación a la frase de Bernays, la evidencia de la función que en toda democracia tienen los medios de comunicación de masas en la elaboración del consenso y evidencian, a su vez, el carácter manipulador de éste. Cualquier régimen totalitario se caracteriza por la ausencia de discursos que se le enfrenten y en el poder que éste tiene otorgado por la población que, por activa o por pasiva, reproduce las verdades dominantes.
Las ideas dominantes en cualquier época no han sido nunca más que las ideas de la clase dominante.
Manifiesto Comunista,
K. Marx y F. Engels
Actualmente, más allá de la creación de consensos, el Estado y el mercado aunan esfuerzos en la creación y/o potenciación de deseos afines a sus intereses. Éstos tienen, entre otras funciones, desviar los intereses reales de las individuas aisladas, mantenerlas dentro de los márgenes que generen beneficios y evitar la aparición de aquéllos que conduzcan hacia una superación de las relaciones de producción-reproducción capitalistas. Si a estas alturas no deseamos con suficientemente fuerza la libertad es porque en muy pocas ocasiones hemos tenido la oportunidad de experimentarla de manera conjunta. Vemos interesante no ver esta creación de deseos como un mecanismo maquiavélico perfectamente estudiado sino como la reproducción del imaginario dominante y su mutación, invariable en su esencia. Podemos afirmar que, ahora mismo, la realidad es enteramente capitalista. El hedonismo, así como la conformación del pensamiento intelectual mayoritario hacia el abandono de tesis rupturistas, nos llevan a adaptarnos a aquello que ya conocemos y, en el caso de no satisfacernos, buscar más de aquello que nos han vendido como felicidad: más dinero, más lujo, más vacaciones, más amor, más sexo, más consumo, más, más… quedándonos en la ampliación interior de los márgenes que la misma miseria nos brinda.
– De la participación como renuncia
«¡No os pedimos nada porque lo queremos todo!» se podía haber leído en alguna de las paredes durante la lucha contra el proceso de Boloña, pero no fue así; el caso es que muchas de nosotras nos dimos cuenta demasiado tarde de que en la articulación discursiva de nuestras voluntades en base a una demanda se encontraba inherente el germen de nuestra derrota –de una de nuestras derrotas, por lo menos en el plano político–. Aun así este proceso fue necesario para que algunas de nosotras lo tengamos, desde entonces, un poco más claro.
Pensamos que no es posible entender el triunfo de la democracia –y por tanto el fracaso de las luchas proletarias– sin fijarnos en el increíble peso protagonizado por la sectorialización de la lucha, en la articulación de propuestas en forma de demandas y en el reconocimiento de una autoridad superior que de estas dinámicas se desprende12. La democracia debe su triunfo especialmente a la capacidad de fagocitar con todo discurso que no se le oponga directamente. Pensamos que esto se hace posible en el momento en que la figura del Estado se vuelve permeable a las demandas de una parte de la población a quien somete –de las cuales quedan excluidas presas, niñas, inhabilitadas y personas migradas sin papeles– posibilitando espacios para que afloren las demandas y se articulen las luchas sociales a partir de discursos inteligibles, haciendo que éstas puedan ser reconducidas del campo de la confrontación-empoderamiento al campo de la gestión institucional.
Es a raíz del proceso de democratización de la población durante los años 70 que las luchas populares –ya sea desde las asambleas de vecinas como de las asociaciones de padres y madres de alumnos, etc.– reconducen sus reivindicaciones hacia el campo de demandas, siendo ahogadas al entrar dentro del circuito burocrático de gestión municipal. Este proceso se da debido a la permeabilidad que desde los ayuntamientos y distritos –en el caso de Barcelona– se muestra frente a las problemáticas superficiales de la población, haciendo un flirteo con la democracia participativa. Este proceso resulta desmovilizador en tanto que da a una gran parte de la población despolitizada –y a mucha politizada también– la sensación de participación en el nuevo proceso que se abre durante la transición económica que domina el paso hacia el parlamentarismo. La legalización del Partido Comunista –¿para qué mantenerlo ilegal si en la práctica seguía la lógica democrática?– y los Pactos de la Moncloa, así como el posterior ascenso del PSOE, dieron por finalizado el proceso de democratización y la aniquilación de toda postura rupturista. Fijémonos actualmente en el caso protagonizado por Itziar González en la desmovilización de las luchas en el barrio de Ciutat Vella, que ha pasado de activista en el marco de conflictos vecinales como el del Forat de la Vergonya a concejal del distrito con la alcaldía de Hereu. En Barcelona es una constante desde las primeras elecciones municipales (1979) que el ayuntamiento ofrezca cargos de gestión a integrantes de los nombrados movimientos sociales. El paso del activismo a las instituciones justificaría la falsa ilusión de una colaboración ciudadana de izquierdas en el proyecto Barcelona, para el funcionamiento del cual se hace indispensable que cada una de sus miembras se crea partícipe o incluso socia.
– Hacer habitable la perversión, tarea de las exrevolucionarias desencantadas
No podemos desligar esta renuncia, esta participación en la mejora del orden establecido, de una derrota política, de una resignación a darse por vencidas. No es gracias a las más reaccionarias que este sistema alimenta su perversión, no es por parte de ellas que la miseria se vuelve habitable y por tanto más infame. No es por parte de ellas que nacen las propuestas, los proyectos de participación, la integración o la reeducación social y las ayudas que vuelven soportable la miseria; no, no es por parte de éstas. Estas mejoras en las condiciones de existencia, este convertir la jaula en una urna de diamante, es gracias a aquéllas que han renunciado a todo cambio real, a toda ruptura con el orden establecido y que han optado por pulir las rugosidades que provoca el capitalismo haciendo menos evidente sus contradicciones y dificultándonos la oportunidad de encontrar cómplices, amigas, en nuestra lucha por su destrucción; desmovilizándonos, precisamente, movilizándonos hacia luchas parciales que no solucionan el problema sino que posibilitan que sigamos habitando en él.
La democracia, el Estado del bienestar y el keynesianismo que acabada la 2ª Guerra Mundial calmaron los ánimos revolucionarios de la mayoría de la población europea, aparecieron como concesiones de un capitalismo que veía peligrar su hegemonía ante un bloque soviético fuerte y de unas luchas proletarias que se extendían por todo el territorio. La socialdemocracia, a la caída del socialismo real –bloque soviético–, aparece como una defensa del estadio demócrata del dominio; en defensa de las concesiones que el aparato burgués hace a las clases dominadas para mitigar su descontento. El Estado del bienestar aparece como concesiones para la mejora de las condiciones de existencia de las trabajadoras en aquellos Estados donde las condiciones de consciencia no han superado el linde de malestar-sumisión a malestar-revuelta. Diferente ha sido en aquellos Estados en los que sí se vio desbordado este límite y donde la intervención estatal se ha decantado más por medidas represivas sabiendo que no sería suficiente con contentar a las masas. Las posturas reformistas, en un principio, han surgido de los sectores sociales que, viendo peligrar su hegemonía, han decidido dar concesiones a las luchas proletarias llevándolas hacia el campo de la articulación de demandas. Estas posturas nunca habían sido iniciadas por el proletariado; nunca hasta ahora.
Podríamos explicar esta derrota frente a la incapacidad –o a la dificultad– de encontrar referentes más allá de los que tenemos marcados, siempre en los márgenes de aquello que sabemos posible. Nuestras posibilidades se ciñen entonces a luchas de carácter no-estructural que se limitan a «mejorar» las condiciones de existencia en un sistema que sabemos y sentimos que de por sí nos condena a la miseria.
¿Por qué hablar de democracia? ¿Es que no tenemos nuestros propios términos?
La mayoría de nosotras, en un momento u otro, ante la aparente carencia de palabras que definan nuestro modo de organizarnos comúnmente, hemos decidido poner adjetivos que puedan ajustar lo que ya conocemos a nuestras voluntades emancipadoras. Así pues, han aparecido en boca de muchas de nosotras –o personas cercanas– términos como democracia directa, democracia inclusiva, deliberativa, participativa, horizontal, etc. Al fin y al cabo, adjetivos que amoldan lo existente a nuestra necesidad de explicar un modo de organización que todavía desconocemos. El problema acontece en el momento en que las personas que sabemos que lo que queremos y por lo que luchamos es por una sociedad en la que nuestras actividades no se efectúen de manera separada las unas de las otras, ni a partir de nadie que medie nuestras relaciones, acabamos por separar entre lo político, lo económico, lo medioambiental o lo relacional13. Pensamos que esto se debe a la dificultad que tenemos de imaginarnos posibles más allá de los que ya conocemos y que acabamos por adecuarnuestras propuestas y discursos en base a mejoras sobre lo establecido imposibilitando así ningún tipo de ruptura real con lo preexistente. Esto se debe a la presión por parte de la lógica positivista/racional de elaborar un discurso propositivo en confrontación a lo que no queremos.
Si no utilizamos términos como democracia directa es porque no nos conformarnos con un modelo de organización estática, no queremos predefinir cómo tiene que ser nuestra manera de organizarnos mientras ésta no implique un abuso de autoridad. ¿Por qué ponerle un nombre a nuestro modo de organización social cuando ya disponemos de términos que nos orientan en nuestra lucha? Llamémoslo comunismo o anarquía; a veces nos perdemos en el camino.
¿Por qué ponerle adjetivos a la democracia? Anteponer otra democracia a la que ya existe parte de dos errores fundamentales: o realmente es algo opuesto a aquello que ya está –en su calidad– y entonces ya estamos hablando de otra cosa –¿por qué llamarle democracia entonces?–, o bien estamos hablando de lo mismo y lo que pedimos es más democracia. En este último caso no conseguimos salirnos de los límites que nos marca el capitalismo, más bien lo contrario.
Y ahora, ¿somos capaces de hablar por nosotras mismas?
A base de hablar por las demás, a fuerza de hablar para las demás, hemos olvidado cómo hablar en primera persona. A base de repetición y rutina nos hemos descuidado de decir lo que realmente queremos y, por decir y volver a decir aquello que no hemos deseado realmente pero que nos imaginábamos mucho más comprensible para las otras, hemos acabado atrofiando nuestra palabra. La palabra que no es nuestra nos ha acabado invadiendo, ocupando un espacio al que pensábamos que no le habíamos dado entrada, instalándose y desarmando los gritos que todavía llevamos dentro. ¿Dónde están nuestras palabras? Colonizadas, decepcionadas, esperan impacientes que aprendamos a perder el miedo.
Es posible que el callejón sin salida en el que actualmente nos encontramos se deba –en buena medida– a la necesidad de que, inscritas en la tradición revolucionaria del pasado, nuestra lucha tenga una proyección aglutinadora, es decir, que la revolución será una cuestión de masas o no será. No estamos diciendo que la revolución –o incluso la insurrección– no tenga que ver con una unión de muchas más personas que no las que estamos actualmente, pero lo que sí que decimos es que demasiadas veces buscamos crear simpatía hacia nuestras luchas y que, por eso, éstas acaban despotencializándose. En un terreno marcado por el consumo y la mercancía, la voluntad aglutinadora acaba conformándose en la venta de un nuevo producto; al aproximar la revolución no como una cuestión de implicación y complicidad sino como una cuestión de atracción. La adhesión se da a partir de la necesidad de tener un discurso cómodo que sea agradable aunque no nos lo creamos, en vez de un discurso que pueda incomodar y provoque antipatía, a pesar de que sea el que pensemos. Preguntémonos si a partir de discursos que no provoquen ninguna distorsión en la normalidad seremos capaces de superarla.
En la amalgama de gente que pasea aislada y hermética por las calles de esta ciudad pocas tienen ganas de superar su miseria, pero hay, y es a ellas a las que nos tendremos que dirigir, conscientes que las palabras que buscan cómo crear rupturas sólo serán escuchadas por aquéllas que deseen una ruptura real, no por las que quieran palabras complacientes. Tan sólo podemos hablar a aquéllas que tienen ganas de escuchar, aquéllas que están predispuestas. Lo que queremos señalar es que no encontraremos complicidades reales si no empezamos a hablar por nosotras y no por aquello que presuponemos que las otras querrán escuchar. Si emprendemos este debate es porque observamos que demasiadas veces ante la poca aceptación de nuestros discursos o ante la aparente carencia de simpatía por parte de «el resto de la población» nos sentimos impotentes y caemos en la inactividad o, por otro lado, buscamos actividades que puedan ser asumidas por la mayoría descuidando a las que en una asamblea multitudinaria no serían consensuadas. Este ideal aglutinador nos hace caer a menudo en luchas posibilistas; nos hace buscar afinidades allá donde todo discurso se vuelve ambiguo; allá donde nuestras luchas ya no implican una interrupción de la cotidianidad; allá donde no hay ruptura hay sólo una acomodación al espectáculo democrático, un fortalecimiento de éste. Si esperamos a actuar cuando todo el mundo esté de acuerdo lo más probable es que acabemos por no hacer nada.
Nos hemos volcado a suavizar nuestro discurso, nuestras prácticas y nuestras formas para hacerlas comprensibles al resto debido a un estigma autoimpuesto –agravado por la supuesta y a veces inexistente opinión pública– que nos ha dificultado mostrarnos transparentes y que nos empuja a sentir como ilícitas nuestras prácticas habituales o nuestras vindicaciones.
La dificultad de crear sobre las cenizas
La única libertad que podemos saborear ahora se encuentra en la revuelta contra lo existente, en lo negativo que se pone manos a la obra, sin perder de vista que de lo que aquí se trata es de abrir la posibilidad de volver a hablar de lo positivo, de la construcción de algo nuevo. Como decían muchos viejos revolucionarios, la sociedad se fundará sobre las ruinas del viejo mundo.
«Autonomia… ¡no me jodas!» en
A Corps Perdú n.º 2, agosto del 2010
Sólo podremos crear sobre las cenizas. Queremos la autogestión derivada de la intervención directa en nuestros propios conflictos, sin mediadoras, sin burócratas, sin especialistas. Todo está por crear: la esclava no sabe qué puede ser, más allá de su esclavitud, hasta que niega su condición y se revela; mientras sigamos pensando que nuestras luchas las hacemos como trabajadoras no podremos salirnos de la demanda de mejoras en nuestras condiciones miserables de explotación; mientras no neguemos la miseria en la alienación del control sobre nuestras vidas no haremos más que perpetuar la continuidad del espectáculo. Sólo negándonos a ser aquello que somos en esta sociedad y buscando afinidades que vuelvan nuestra lucha una lucha colectiva podremos intuir la superación de nuestra condición. Ahora mismo no sabemos qué quiere decir ser más y lo confundimos a veces con tener más. Este ideal se enmarca dentro de los parámetros de los límites de lo posible, y aquello que sabemos posible es, hoy por hoy, infame. Si a principios del siglo pasado fue posible un imaginario colectivo que empoderase a la gente a luchar por la anarquía fue porque la anarquía era vivida, de manera embrionaria, en la cotidianidad de las relaciones sociales que existían en los barrios, ya fuera en los ateneos, en el apoyo mutuo o en las luchas obreras contra la patronal. Hoy por hoy, este imaginario no sólo no es colectivo sino que muchas de nosotras no nos acabamos de creer aquello que estamos haciendo. Tal y como señalaba el texto Ai ferri corti: «la cuestión es empezar a tomárselo en serio».
Cualquier lucha que quiera superar el orden actual precisa de dos frentes, uno ofensivo y otro defensivo. Actualmente el discurso democrático ha conseguido calar tan adentro que no somos capaces de defender aquello que verdaderamente podría ser nuestro –por carencia de imaginarios que lo confronten– y es por eso que no somos capaces de creernos la superación de las relaciones capitalistas. Por eso queremos apostar por el conflicto, por la negación contundente de aquello que nos precede, conscientes que tal como señaló alguien: «no lo habremos destruido todo hasta que hayamos destruido también los escombros». Es en este conflicto, como ya hemos señalado anteriormente, donde encontramos la vinculación auténtica con las demás y el germen de aquello que queremos defender.
Si no lo hacemos así, y normalmente no lo hacemos así, continuaremos reproduciendo en nuestras luchas aquello que pretendemos combatir. No sabremos salirnos de los imaginarios que esta sociedad nos brinda, porque a pesar de que busquemos libertad acabaremos creando más y más democracia. Esto lo podemos ver en los momentos de efervescencia en la lucha y el caso de la pasada huelga de septiembre es un buen ejemplo. Cuando vemos a la Asamblea de Barcelona como potencial aglutinante y de lucha ¿no estamos viendo también el reflejo de lo que podría ser un espacio de gestión política de la ciudad? ¿No serían los comités de huelga su versión en el barrio? No queremos desmerecer el trabajo hecho de cara a la huelga, pero sí queremos poner en cuestión que éste sea el modelo de funcionamiento al que aspiramos. Descentralizar el Poder no es eliminarlo sino hacerlo más local. No tenemos claro cuál sería la forma de funcionar más cercana a aquello que defendemos pero no nos acaba de convencer la creación de mini-parlamentos para solucionar el problema de los parlamentos. ¿Cuánta gente de nuestro alrededor se está cuestionando esto? ¿Cuántas compañeras de lucha sueñan con asambleas generales multitudinarias? ¿Queremos libertad o queremos democracia?
No sabemos lo que está por venir, no lo queremos saber, no nos gusta la idea de perder la posibilidad de disfrutar del camino o de hipotecarlo en beneficio de una consecución final. Ya nos estamos organizando y nos gusta vivir entre nosotras… pero no tenemos bastante. Nos apasionan los momentos en que nos encontramos juntas en las calles, en las plazas, en el huerto o descubriendo otras maneras de querernos más allá de las heteronormativizadas, pero no tenemos bastante. No tenemos bastante porque nuestra vida consta, hoy por hoy, sólo de pinceladas inconexas o de momentos de euforia colectiva en los que podemos discernir entre la vida y la cotidianidad; nos da miedo volver cada día a la normalidad. Es por eso que nuestro futuro pasa inequívocamente por creernos el presente y empezar a vivir como queremos desde ahora, siendo cada vez más las que experimentemos nuevas formas de relacionarnos confrontando el orden establecido. No queremos diferenciar entre medios y fines porque, al fin y al cabo, los fines están hechos de medios. Satisfacer nuestras necesidades materiales y sociales sin que vengan mediadas por el dinero es lo que queremos conseguir y sabemos que, actualmente, estamos carentes de referentes. No queremos ninguna transición hacia ningún estadio, es la propia insurrección, el propio conflicto y la manera como lo afrontemos lo que nos dará la clave, no por una sociedad futura, sino por una sociedad vivida desde el presente con todos sus aspectos en comunión. No pensamos que sea necesario ni deseable establecer cómo será el modelo organizativo que tendremos en un futuro. Lo que sí vemos necesario es que sólo entendiendo que en la confrontación con nuestros malestares más allá de la esfera íntima es donde encontraremos –y encontramos– la necesidad de cuidar nuestra relación con las demás buscando la mejor manera de realizar la comunidad humana. En un momento donde los malestares son resueltos en la individualidad y de manera, mayoritariamente, terapéutica a nosotras también nos cuesta ver la posibilidad de una organización social donde lo primordial sea la conservación de aquello común, de la comunidad. Nos cuesta, y es por eso que queremos descubrir cuáles son los frenos en la construcción de imaginarios colectivos que superen el orden actual. Anticiparnos cuando todavía desconocemos, si no por completo sí que de manera muy embrionaria, como serán las nuevas relaciones que emergerán de la intervención directa y común de la resolución de nuestros propios conflictos nos lleva a menudo a definir, según aquello que ya conocemos, las nuevas formas que vamos descubriendo paso a paso en la lucha. La obsesión de saber qué somos y cómo nos organizamos nos ancla a realidades que nuestras dinámicas ya han empezado a superar. Quizás, al fin y al cabo, podremos superar los modelos organizativos que conocemos y no nos satisfacen cuando nos dejemos de preguntar cómo, ya organizándonos, nos estamos organizando. No se trata de descubrir cuál es la organización ideal, sino de avanzar en la organización de nuestras afinidades, encontrándonos, descubriéndonos, cuidándonos.
No aspiramos a llegar a ningún buen puerto, nuestro camino está bajo nuestros pies. De la sinceridad y la consecuencia con la que demos los pasos depende que los imposibles que hoy sólo soñamos acontezcan realidad, creando situaciones que nos empujen a encontrarnos, agujereando la cotidianidad unidimensional, haciendo de la excepción el germen de una vida que intuimos pero que todavía desconocemos.
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Notes
1 Afortunadamente, el entorno anarquista evita este tipo de consignas. Desgraciadamente, por la poca permeabilidad de parte de este entorno con otros cercanos, estos últimos no encuentran la crítica de la democracia en la que verse reflejadas.
2 El estado de excepción es la suspensión del orden jurídico con carácter provisional y extraordinario que los Estados decretan al ver peligrar su gobierno sobre la población. Durante la democracia hay multitud de colectivos que viven en estado de excepción permanente viéndose privados de «derechos fundamentales». No entraremos aquí, no es éste el debate, sobre nuestro posicionamiento respecto de los derechos que disponen la mayoría de ciudadanas: personas migradas «sin papeles», personas presas, FIES, locas, tildadas de terroristas, enfermas terminales, niñas, etc.
3 El concepto del doble vínculo es desarrollado por el antropólogo G. Bateson y trata de explicar aquella situación comunicativa en la cual se emite un mensaje contradictorio que implica, de forma no evidente, una cuestión o enunciado falso. Este concepto pretende explicar muchos de los orígenes de nuestras neurosis.
4 Casos como el de Irak, Afganistán o Angola, donde la publicidad de cara hacia dentro se hace en nombre de la «ayuda humanitaria» y donde, bajo un eufemismo que deja de serlo, se habla de «democratización del país».
5 Resultan increíbles las sandeces que se pueden escuchar en boca de Habermas y compañía (alejándose de la Escuela de Fráncfort y de las valiosas aportaciones que sus miembros hicieron acabada la 2a Guerra Mundial), paradigma de lo que podría ser la derrota y el abandono de posturas radicales que pudieran herir las sensibilidades de algunas opiniones, sobretodo de aquéllas que financian las facultades donde estos personajes dictan cátedra.
6 Aun así, sabemos que hoy día la pretendida neutralidad supone, a su vez, una toma de partido a favor de la conservación del status quo.
7 El concepto obrerista de la democracia nace bajo la misma lógica que la democracia burguesa y no escapa de sus trampas: el concepto de razón, la separación entre política, economía y vida así como de la idea de que será un conjunto de gente, en este caso de trabajadoras, que por el hecho de serlo tendrán legitimidad para imponer su verdad como la única. Se trata de una nueva mitificación e idealización de un abstracto.
8 El ideal burgués se basa, entre otras máximas, en que la condición «natural» de la humanidad es ser un lobo para si misma pero ¿qué es antes, el huevo o la gallina? Esta máxima, junto con la teoría de la de la evolución de Darwin (y el darwinismo social que se desprende) da el apoyo teórico que la burguesía precisa para legitimar su posición de poder respecto al resto de la población.
9 Sobre los índices de consumo de psicofármacos en una sociedad democrática como la inglesa ver en el apartado de reseñas el texto Beyond Amnesty.
10 Sobre el Fórum Internacional de las Culturas podéis leer el artículo: http://www.espaienblanc.net/Barcelona-2004-El-fascismo.html
11 Edward Bernays fue líder de la industria de relaciones públicas de EEUU y miembro de la comisión Creel. Esta comisión, llamada también «Comité de Información Pública», apareció durante el gobierno de Woodrow Wilson en los años 20 en EEUU para poder hacer un giro de 180 grados en una opinión pública antibelicista y volverla favorable a la intervención armada de EEUU a favor de los aliados en la 2a Guerra Mundial. La campaña «informaba» de datos como que «los alemanes arrancaban los brazos de los niños». Cabe decir que estas «informaciones» fueron extraídas, en su mayoría, del Ministerio de Interior Británico. Esta comisión se encargó, años más tarde, de la propaganda anticomunista en la caza de brujas de EEUU.
12 Con esto no queremos decir que las luchas parciales no puedan devenir revolucionarias ya que, en muchos casos (aunque no son la mayoría) estas luchas parten de posiciones sectoriales y, a medida que avanzan, van cogiendo una visión más global de la situación. Este hecho se da en aquellos contextos en los que las luchas son iniciadas por las propias afectadas en un ejercicio de acción directa y en la creación de sus propios mecanismos de defensa y autogestión. Es por esto que sabemos que no hay luchas reformistas sino métodos reformistas. Si una lucha se efectúa sin intermediarias entre las afectadas y el foco que genera el malestar da igual que se trate de un aumento salarial y que de entrada no se cuestione la misma figura del trabajo, de la misma manera que, por muy revolucionaria que de entrada parezca una lucha, si sus actrices no son las propias afectadas, será una lucha abandonada a la representación espectacular.
13 Si nuestras miserias vienen marcadas por esta separación, su superación no puede venir por operar en una de sus partes. El cooperativismo no puede acabar con la explotación capitalista porque lo que quiere es gestionar el trabajo, de la misma manera que el asamblearismo no puede acabar con en Estado porque propone otra manera de administrar esta sociedad.
(extraido da Terra Cremada n. 2)