El presente artículo trata de la relación entre rebelión y nihilismo a partir de la lectura que nos proporciona Albert Camus de El Único y su propiedad de Max Stirner. En este sentido, nuestra propuesta consistirá en formular una interpretación antitética a la camusiana del nihilismo stirneriano: enfocándose en los conceptos de revuelta metafísica y muerte de Dios desarrollados por el filósofo alemán, el presente trabajo quiere subrayar aquellos rasgos que conectan el nihilismo y la rebelión, considerando sobre todo las implicaciones morales que tal aproximación conlleva.
Un nihilista es un hombre que juzga que el mundo, tal como es, no debería existir, y que el mundo tal como debería ser, no existe; por consiguiente la existencia […] no tiene sentido.
F. Nietzsche
El implacable Único en la lectura de Camus
Uno de los críticos más severos y lúcidos de Max Stirner ha sido sin duda Albert Camus; a pesar de que en su clásico El hombre rebelde dedique al filosofo alemán sólo unas pocas páginas (en el pasaje «La afirmación absoluta»), lo provee sin embargo de una importancia que vuelve como un eco a lo largo de toda su obra literaria: el «implacable Único» es, de hecho, según Camus, el iniciador de todo nihilismo extremo y satisfactorio [1]. Con El Único y su propiedad, Stirner habría despejado el terreno para la muerte no tanto de Dios, promesa ésta ya cumplida tras el Siglo de las Luces, sino de toda creencia en lo trascendente, inaugurando por lo tanto la fase más extrema y aterradora del nihilismo, es decir, la de la justificación del crimen, según la convicción de que:
La historia universal no es más que una larga ofensa al principio único que yo soy, principio vivo, concreto, victorioso, al que se ha querido doblegar bajo el yugo de abstracciones sucesivas, Dios, el Estado, la sociedad, la humanidad [2].
Stirner sería, así, el gran destructor de la ontología, el primer antiplatónico, el enemigo jurado de toda Verdad: el implacable Único deshonra cualquier esencia, cualquiera realidad que no sea él solo, derriba todo lo que se le pone como traba que no sea su propiedad, hasta llegar a contemplar el propio crimen como la consecuencia más coherente de su antiontologismo. El individuo stirneriano, en la lectura de Camus, es pues afirmación del sí mismo y desnadificación total de todo lo demás, es decir, negación de cuanto niega al individuo y glorificación de todo lo que lo exalta y sirve a sus propósitos, incluso el crimen:
La rebeldía desemboca en la justificación del crimen. Stirner no sólo ha intentado esta justificación (en este aspecto, su herencia directa no sólo se halla en las formas terroristas de la anarquía), sino que se ha embriagado visiblemente con las perspectivas que abría así [3].
El individuo se erige por encima de cada moral, de cada regla y cada esencia inmutable, y se vuelve un Yo autofundante que no reconoce nada más allá de su propio poder y el esplendido egoísmo de las estrellas (expresión stirneriana): la continua destrucción de lo Sagrado es, para Camus, una avalancha que arrastra, derriba y destroza todo, que no tendrá fin hasta que resplandezcan las ruinas del mundo, paisaje desolado donde se oye la risa del único-rey. Al obrar de este modo, el Único stirneriano descrito por Camus es necesariamente implacable y criminal en su constante tentativa de quebrantar todo lo que obstaculiza la búsqueda de su Yo, de su autenticidad, en un proceso de destrucción tanto del más allá exterior que limita la potentia del individuo (el Estado, el Capital, Dios, etc.), como del más acá interior que, con mayor sutileza, prohíbe incluso percibir dicha dependencia.
La muerte de lo trascendente autorizaría por tanto a lo inmanente (el Yo stirneriano) a liberarse de todos aquellos principios morales considerados autosuficientes y que desde siempre encadenaron el Único a atávicas mentiras en cuyo nombre lo sacrificaron; igualmente, el hombre, ahora finalmente libre de dichas abstracciones, sacrificaría a su vez el mundo para su propio goce.
Desde luego Camus da en el blanco al atribuir a Stirner una voluntad destructora de cualquier idea de universalidad y eternidad, de todo aquello que no sea el propio Único, incluyendo no sólo las entidades exteriores al individuo que puedan ser quebrantadas en tanto dotadas de una existencia claramente dependiente del sujeto observador (es decir, de creación suya) sino, sobre todo, la presencia de todas aquellas «ideas fijas» o «fantasmas» [4] que el Único ha interiorizado y que ejercen una fuerza aún mas persuasiva sobre él porque se consideran dotadas de una existencia independiente de su voluntad. El nihilismo stirneriano, esto es, el esfuerzo constante de aniquilar la tiranía del objeto obra, pues, en los dos niveles: el de la realidad exterior y el más obsceno y escondido de la realidad interior: el mundo interiorizado por el individuo, el mundo en el cual la ontología se vuelve más peligrosa por ser menos evidente, allí donde el arranque del Único se hace más arduo en la tentativa de distinguir lo que le ha sido impuesto pero que, sin embargo, cree autosuficiente: los valores morales. Según Camus, es precisamente este esfuerzo stirneriano de doble derrocamiento continuo que exige el Único, en cuanto sola realidad experimentable, lo que se arroja feroz contra las falsas realidades (los ya nombrados «fantasmas» o «ideas fijas»), exteriores e interiores: dicha destrucción perpetua no contempla lindes que separen lo correcto de lo equivocado, y el propio principio de justicia, una vez muerto Dios, se vuelve vago e impreciso. Pues el hombre no dispone de más balanzas y medidas, de ahí que incluso el crimen esté permitido si «le sirve al individuo», si es útil para su deleite o provecho:
Nada puede frenar ya esta lógica amarga e imperiosa, nada salvo un yo alzado contra todas las abstracciones, vuelto abstracto e innombrable a fuerza de ser secuestrado y cortado en sus raíces. Ya no hay más crímenes ni faltas, ni, por tanto, pecadores. Somos todos perfectos. Puesto que cada yo es, en sí mismo, fundamentalmente criminal con el Estado y el pueblo, sepamos reconocer que vivir es transgredir. A menos de admitir matar, para ser único [5].
Bajo interpretación camusiana, la rebeldía en Stirner es nihilista en el sentido de que anula lo que no pertenece propiamente al individuo, lo que lo encierra y encadena a una Esencia a él trascendente: el rebelde no se arrodillaría entonces a ningún otro principio salvo al de la unicidad de su ser, en cuyo nombre todo estaría permitido, desde la blasfemia al crimen. Como esbozábamos antes, el Único, durante demasiado tiempo sacrificado, a su vez sacrificaría el mundo para tornarse, precisamente, Único: rechazando cada Verdad que no le esté sometida y calificándola de “sagrada”, queda desprovisto de cualquier pívot a él exterior, que reconozca entonces intocable (como la prohibición de matar) y por eso desembocaría en el crimen como una de las muchas actividades con las que afirmar el sí mismo. Irónicamente, el dicho protagoreo “El hombre es la medida de todas las cosas” se llenaría en la boca de Stirner de un sentido oscuro y amenazante, cargado de un énfasis destructor que quiere decir “todo me está permitido porque no hay otra realidad autosuficiente fuera de mí”.
El nihilismo incompleto y los nuevos dioses
Aun concordando con tal interpretación en sus líneas generales, creemos sin embargo que ésta tiene el demérito de confinar el nihilismo stirneriano a aquella fase que Nietzsche llamaba pasiva, vertida en el derrocamiento de los valores y en el plácido sosiego de la nada, correspondiente a una decadencia y retroceso del poder del espíritu. Dicha fase se halla en el proceso consecuente a la muerte de Dios, es decir, la toma de consciencia del carácter infundado de toda creencia en un «más allá», en una supuesta suficiencia ontológica de los valores [6]; al despido de todos los ídolos sigue, entonces y en primer lugar, aquel tedium vitae, aquel deleitarse en la nada y en la relatividad de cada acto moral que, rehusando cualquier fundamento, suprime el sentido de la vida y, junto a la salvación y a la inmortalidad, rechaza la virtud elevando la inmoralidad al mismo nivel de los valores que hasta entonces se habían creído absolutos. El individuo, abandonado solo en el mar de la relatividad de valores, desprovisto de un áncora de salvación, sale paradójicamente de la tormenta nihilista ahogado aún más en ella, esto es, abrazado abiertamente a la inmoralidad.
Anular a Dios como principio y fundamento de la moral lleva al individuo a considerar la inmoralidad como su más coherente y estrechamente lógica consecuencia, incluso como primitiva forma de liberación de la dictadura de la pesantez moral que, hasta entonces, le ha cargado la conciencia. Es ésta la razón por la que al Único, según Camus, le estaría permitido cometer cualquier crimen: el hombre liberado de la moral abraza abiertamente la inmoralidad. Sin embargo, la libertad del hombre sin Dios, como bien vio Nietzsche, no es a menudo duradera porque no soluciona la pesadilla existencial de una vida sin certidumbres: huérfano de Dios, el hombre, en un primer tiempo libre como un niño sin padres, que juega y goza por la ausencia de toda regla y todo orden (de ahí el crimen), queda incapacitado para vivir en una sinrazón que no tiene fin, desprovisto de las normas que hasta entonces habían otorgado un sentido a su existencia. De ahí que se le imponga justificar una nueva moral y, con ella, un nuevo creador.
Ahogado en las insoportables angustias de una vida sin certezas ni guía, sin aquel famoso centro nietzscheano desde donde el hombre desliza por una x sus puntos indefinidos, éste se agarra a cualquier cosa que lo sostenga y le dé confort, sobre todo, a un filtro o criterio con que dirigir su existencia para recuperar el sentido o lógica que la muerte de Dios le ha sustraído. El hombre, ahora solo, está arrojado a un abismo desde donde consigue salir a través de la creación de otros dioses, ejemplificados en el cuento nietzscheano de la adoración del asno descrita en Así habló Zaratustra:
¡Todos ellos se han vuelto otra vez piadosos, rezan, están locos! —dijo en el colmo del asombro—. Y, ¡en verdad!, todos aquellos hombres superiores, los dos reyes, el papa jubilado, el mago perverso, el mendigo voluntario, el caminante y su sombra, el viejo adivino, el concienzudo del espíritu y el más feo de los hombres: todos ellos estaban arrodillados, como niños y como viejecillas crédulas, y adoraban el asno. Y justo en aquel momento el más feo de los hombres comenzaba a gorgotear y a resoplar, como si de él quisiera salir algo inexpresable; y cuando realmente consiguió hablar, he aquí que se trataba de una piadosa y extraña letanía en loor del asno adorado e incensado [7].
Cuando a la «muerte de Dios» le sigue la fe en un sucedáneo, esto es, el asno (símbolo del redivivo Dios), el hombre se halla justo en un nihilismo reactivo.
Lejos aquí de examinar las múltiples metáforas que encarnan los adoradores de la bestia, cosa que nos desviaría de nuestro propósito, centraremos nuestra hipótesis de trabajo en una contralectura, a partir de la camusiana, del nihilismo stirneriano para ver como éste, al superar precisamente tal «adoración del asno», inaugura un tipo distinto de sujeto cuya rebelión se halla arraigada exactamente en aquellos rasgos inmorales (que preferimos llamar amoralistas) que Camus consideraba ebrios nada más que de destrucción.
El Único e Iván Karamázov: las dos caras opuestas del nihilismo
Supuestamente, en la lectura del filosofo argelino el individuo stirneriano padecería en concreto de aquel temor a la soledad existencial y de aquella incapacidad para osar dar el paso decisivo a la superación del cadáver de Dios, de aquella cobardía que sufrían también los discípulos de Zaratustra, los adoradores del asno, con la única diferencia de que el individuo stirneriano, al matar a Dios, no necesita otro padre simbólico, sino que se disfraza él mismo de divinidad. En otras palabras, el Único sería la víctima que toma el asiento del verdugo, el revolucionario que viste la corona del rey guillotinado y que, por lo tanto, se siente legitimado para cometer el crimen. Se entiende entonces por qué Camus considera la voluntad de afirmación como el rasgo distintivo del Único y delimita tanto a Stirner como a los nihilistas rusos examinados en las paginas precedentes en este marco común: también Iván Karamázov, el personaje descrito por Dostoievsky en Los hermanos Karamázov, cumple con un especial recorrido hacia el nihilismo extremo que lo lleva hasta la justificación moral del asesinato del padre. Iván rehúsa la salvación en cuanto toda salvación implica la conformidad con un sufrimiento cósmico porque:
Aunque Dios existiera, aunque el misterio escondiera una verdad, […] Iván no aceptaría que esta verdad se pagase con el mal, el sufrimiento y la muerte infligida al inocente. Iván encarna el rechazo de la salvación. La fe lleva a la vida inmortal. Pero la fe supone la aceptación del misterio del mal, la resignación ante la justicia. Aquel a quien el sufrimiento de los niños impide acceder a la fe no recibirá, pues, la vida inmortal. En estas condiciones, aunque la vida inmortal existiera, Iván la rechazaría [8].
Iván niega la gracia por amor de la justicia, pero la negación de Dios y el rechazo a aceptar el sufrimiento lo arrastra inevitablemente a una desesperación sórdida y a la aceptación del mal que antes le disgustaba. La comparación con Iván no es, a nuestro propósito, una inútil divagación, sino que expresa de forma más exhaustiva la idea camusiana del nihilismo contemporáneo: el «todo está permitido» que los rusos alumbraron primero y que Stirner llevó a sus últimas consecuencias, a la consecuencia del hombre que se ha vuelto Dios. El nihilista, al protestar contra el mal y la muerte, abraza la idea del fin no sólo de la inmortalidad, sino también de la virtud: si no hay virtud, tampoco hay ley. Matar entonces está permitido: cuando Dios, fuente de moralidad, muere, el hombre puede hacerse Dios y reconocer que todo está permitido [9].
Camus intenta ponernos en guardia, a través del recorrido histórico de la idea de rebelión, contra la peligrosa deriva de una rebelión contra Dios, de otro modo legítima: de hecho, según el filosofo argelino, el propósito de asesinar a Dios sobrepasa una simple exigencia existencial y penetra realmente en las entrañas de la rebelión, y eso hace que la muerte de Dios sea ante todo una cuestión «política», porque la audacia del hombre adelantado que asesina la divinidad representa un genuino y auténtico arrebato de insumisión: al levantarse contra Dios, se levanta contra toda moral impuesta, expresando el rechazo, absolutamente humano, de una salvación pagada con sufrimiento, como hizo Iván Karamázov [10]. Pero, al mismo tiempo, Camus muestra que la muerte de Dios puede volverse también un arma de doble filo, de modo que sus propósitos de liberación conduzcan a unos fines criminales: el consiguiente vacío moral, la ausencia de una moral definida podría justificar cualquier acto, incluso el más reprobable (precisamente, lo que Camus reprocha a Stirner).
Es fácil entonces que el nihilismo contemple el crimen cuando el hombre, privado de Dios, se encuentra en ese vacío de valores (en tanto todo valor era posible sólo gracias a Dios), una especie de horror vacui que le empuja hacia la convicción de que, sin gracia, inmortalidad o salvación, también el Bien pierde su sentido. Ésta es la imagen del rebelde metafísico que Camus atribuye a Iván Karamázov, de la que, de algún modo, participaría también el Único de Stirner: la leve diferencia (que Camus vislumbra con agudeza) es que el primero cae en una soledad desesperada después del asesinato metafísico, mientras que el Único queda satisfecho y convencido de su acto. Atento, sin embargo, a distinguir las distintas fases del nihilismo, Camus atribuye un rasgo común al Único y a Iván Karamázov: ellos mismos se hacen dioses y, en tal situación, abrazan la inmoralidad del crimen. El «todo está permitido» no significa nada más que el que todo se acepte (incluso el asesinato) porque Yo, nuevo Dios, lo permito.
Cierto que esta actitud refleja la conducta del protagonista de Los hermanos Karamázov cuando dice:
«Como Dios y la inmortalidad no existen, le está permitido al hombre nuevo convertirse en Dios». Pero, ¿qué es ser Dios? Reconocer precisamente que todo está permitido: rechazar cualquier otra ley que no le sea propia […] se ve así que volverse Dios es aceptar el crimen [11].
Coincidimos en la interpretación del nihilismo que Camus atribuye a Iván, mientras que nos alejamos de su lectura del Único. Distintas son tanto las motivaciones que empujan a los dos personajes hacia el nihilismo (Iván mata a Dios como una rebelión contra el sufrimiento universal; el Único, como la tentativa de desenajenación), como divergentes son las consecuencias de la muerte de Dios: Iván y el Único, en la opinión de quien escribe, no pueden recortarse sobre un fondo común (que para Camus es el devenir dioses). De hecho, si para Iván todo está permitido porque Dios ha muerto, para Stirner Dios sólo se ha escondido: el perenne problema del individuo stirneriano no es tanto afianzarse después de la muerte de Dios, desaparecida la moral, como asegurarse de que la muerte de Dios sea definitiva: que Dios esté realmente muerto y que los dictados morales de los cuales Él era antes fuente no se hayan sustituido por otros: que «nadie tome su asiento», que no haya asnos que lo sustituyan, siquiera el asno-Hombre.
Nuestros ateos son gente piadosa [12]: la polémica con Feuerbach o de la crítica al humanismo teológico
Según Stirner, el ateísmo resultaría insuficiente e inadecuado, incluso miserable, si se limitase solamente a renegar de Dios, es decir, a matar un objeto preciso, puntual, definible, y no se propusiera arrebatar aquel conjunto de atributos que otorgan a Dios las características reputadas a la divinidad. La rebelión contra Dios resultaría así un acto demediado, estancado en un nihilismo reactivo, miedoso de aniquilar verdaderamente toda moral. El Único stirneriano, de forma distinta a Iván, enfrenta esta pérdida como un hecho definitivo satisfactorio (Camus lo señala) y no como un trauma o, peor aún, un compromiso, esto es, el hombre stirneriano, al matar a Dios (una vez más lo indicamos, el detentador de todo valor moral), mata mucho más que una moral, porque lo que asesina es la propia idea del «mas allá», de la trascendencia. Toca por lo tanto subrayar que el nihilismo stirneriano nunca desemboca en el justificacionismo criminal típico del refrán «Si Dios no existe, todo es posible», sino en un más sutil «Si Dios no existe, algún otro quiere tomar su asiento». El asesinato, posibilidad (o mejor, consecuencia) lógica que Camus atribuye al hombre nihilista, dibuja en concreto un paisaje en el que el hombre queda libre sólo nominalmente, es decir, en caso de que su nihilismo quede incompleto, porque la muerte de Dios no comporte el fin de una dimensión divina. En cambio, Stirner contempla la muerte de Dios como un acto de liberación individual, y un acto nunca aletargado, consciente como era de que, según un popular refrán italiano, «Muerto un papa, se elige otro», pues los sucedáneos de Dios son potencialmente infinitos y aún más peligrosa que la adoración de un dios-asno es la del dios-Hombre.
Es justamente por esto que Stirner no considera la muerte de Dios como la última etapa de liberación individual (y colectiva), sino como una de tantas otras: la muerte del objeto Dios no implica de manera inevitable la muerte de lo divino, o aquel lugar vacío que no por necesidad pertenece a Dios en exclusiva, siendo éste sólo una encarnación parcial, circunscrita y limitada en el tiempo de lo divino.
Heidegger, comentando a Nietzsche en Sendas perdidas, observa que:
Si Dios ha abandonado su lugar en el mundo suprasensible, este lugar, aunque vacío, continua estando. La región vacante del mundo suprasensible y del mundo ideal puede ser mantenida. El lugar vacío, en cierto modo, pide incluso ser ocupado de nuevo, y sustituido el Dios desaparecido por otra cosa [13].
Lo divino es entonces un atributo que se hace acompañar a cualquier sujeto, un conjunto de cualidades que dan sentido al ente Dios o, en otras palabras, lo que da vida a la ontología que, por lo tanto, no reside en un Sujeto, sino en características que pueden huir de él y pegarse a otro Sujeto. El ateo se arriesga a ser aún más fanático que un creyente si no arrebata, junto a Dios, la divinidad como residual reversibilidad del ente. Si en el cuento nietzscheano el asno toma las cualidades que antes adornaban a Dios, cuando en 1844 salió la primera edición de El Único y su propiedad, Stirner ya veía claramente el nuevo Dios-asno de los sedicentes ateos: el Hombre. En tal sentido, la polémica contra Feuerbach demuestra su impresionante actualidad y alumbra con nueva luz la idea de rebelión.
Antitética respecto a la de Feuerbach es la idea de alienación en Stirner (piedra angular de toda la querella entre los dos filósofos), según el cual desenajenarse quiere decir remachar la nada, basar la causa propia «en nada» (expresión stirneriana), prescindiendo entonces de las formas clásicas de la desenajenación (como la feuerbachiana) por las que librarse significaba recobrar la propia esencia humana que la idea de un Dios nos habría expropiado; para Stirner, desalienarse es más bien liberarse de las esencias. Desalienación como negación de esencias entonces y no como su recuperación: desalienarse es tender hacia la nada, hacia el vacío de la propia identidad, haciendo derrumbarse cualquier esencia, cualquier verdad estable y considerada como tal, es decir, demoliendo el carácter sagrado del objeto. ¿Qué objeto? Cualquiera. Cualquier «idea fija» o «fantasma» que configure una dimensión trascendente al hombre, considerados fuera de un yo objetivo, como realidad despegada de la única autentica realidad que es el propio individuo. Un objeto que se considerase ontológicamente autosuficiente ejercería de hecho una trascendencia sobre el sujeto, que resultaría sumiso y dependiente y, por ende, no libre. Dicho planteamiento se torna evidente, como hemos esbozado antes, cuando el autor trata la idea de Hombre: «si bien el individuo no es el Hombre, éste, en cambio, sí está presente en el individuo y tiene, como todo espectro y todo lo divino, en él su existencia [14]».
Con lo cual no es el Hombre quien se manifiesta en el individuo, sino el individuo quien da fundamento al Hombre, de ahí que el sujeto stirneriano sea irreducible a un principio universal, ni siquiera al de Hombre. La polémica con Feuerbach no es nada más que la otra cara del nihilismo stirneriano: calificando el supuesto ateísmo de Feuerbach como una forma de teísmo todavía más peligroso que la metafísica, el autor argumenta que esta nueva religión sólo pone en lugar de un Dios trascendente un dios inmanente, el Hombre, y como tal aún más difícil de desarraigar [15]. Si descarta el sujeto, en este caso Dios, Feuerbach deja todavía intacto el predicado, es decir, la dimensión divina y por eso la «liberación» de la teología proclamada por Feuerbach es, a su vez, una liberación teológica. Queda claro entonces que, según Stirner, la liberación feuerbachiana no sólo no cambia la relación de dependencia del sujeto respecto del objeto, sino que sigue alienando al sujeto creador respecto del objeto creado, el cual sigue permaneciendo en un «más allá» por alcanzar, y el único cambio que realiza Feuerbach es pasarlo al interior del sujeto, que ahora no se llamará más Dios, sino Hombre, mientras que el objeto, la idea de lo sagrado (el espacio vacío del cual nos hablaba Heidegger) sigue ejerciendo tranquilamente su dictadura. La religión humana inaugurada por Feuerbach con su revolución antropológica vuelve para Stirner más peligrosa la vieja religión divina, en cuanto que ahora no nos arrodillaremos más ante Dios, sino ante el Hombre y sus leyes racionales:
Feuerbach […] opina que si humaniza lo divino, ha encontrado la verdad. No, si Dios nos ha atormentado, el «Hombre» es capaz de oprimirnos de una manera aún más cruel. Al decir brevemente que somos hombres, nombramos lo más ínfimo en nosotros y sólo tiene importancia en tanto que es uno de nuestros atributos, esto es, nuestra propiedad [16].
Lo sagrado, según Stirner, no estriba entonces en un objeto (sagrado), sino en la naturaleza de la relación de dependencia entre sujeto y objeto que el cambio antropológico de Feuerbach deja inalterado: el sujeto (Yo) sigue sometido al objeto (Hombre) que le confiere una certidumbre ontologizada, es decir, que llena el vacío y sinsentido en el que el sujeto se hallaría sin un Universal (antes Dios; ahora, el Hombre) que lo sustente. Al contrario, la dimensión de autenticidad corresponde a la de la propiedad, por la cual «verdad es lo que es mío, falso aquello a lo que pertenezco» [17]. Destaca aquí la consecuencia que se instaura entre la muerte de Dios y la del Hombre, siendo los dos producto de la dimensión no auténtica del yo, o sea, del espíritu: el Hombre no debe volverse el sucedáneo de Dios y apoderarse de su reino, «tomar su asiento», en cuanto que este cambio dejaría intacto el predicado, esto es, la esfera divina, sagrada:
¿Qué ganamos cuando, para variar, desplazamos lo divino fuera de nosotros a nuestro interior? ¿Somos lo que hay en nosotros? No, como tampoco somos lo que está fuera de nosotros […] precisamente porque no somos el espíritu que vive en nosotros, precisamente por eso tuvimos que desplazarlo fuera de nosotros: no era «nosotros», no coincidía con nosotros y por eso no podíamos pensarlo como existente si no era fuera de nosotros, más allá de nosotros, en el mas allá […] Yo no soy ni Dios, ni el Hombre, ni el ser supremo, ni Mi esencia, y por eso da igual en lo principal si pienso la esencia en mí o fuera de mí [18].
Es justo esta banalización del objeto lo que funda la rebelión: la exigencia existencial de autenticidad implica la supresión del carácter sagrado del objeto por parte del sujeto: el Único stirneriano, para ser sí mismo, es decir, sujeto no enajenado por esencias a él trascendentes, ha de moverse por un principio dinámico «interior» a él, esto significa la rebelión perpetua entendida como superación del objeto, de ahí que aquélla devuelva la medida de la autenticidad del sujeto al serle la parte más propia e interna [19]. El propósito del hombre rebelde es, según Stirner, quebrantar no sólo la propia idea de Dios, sino cada dimensión trascendental que se configure como realidad ontológicamente independiente del sujeto: no es raro, por tanto, que incluso el mismo sujeto pueda volverse él mismo idea fija, núcleo duro de la ontología, «fantasma». Se entiende así, y antitéticamente a la propuesta camusiana, que el nihilismo del Único no lo lleva a querer volverse Dios él mismo: siendo su rebelión perenne, concentrada en el derrocamiento de cualquier objeto, de cualquier «fantasma», de Dios y sus sucedáneos, lo previene (al sujeto desalienado) de reconocer cualquier autonomía ontológica en la esfera de lo sagrado. El Único nada satisfecho en el vacío dejado por estas muertes.
Camus vio con claridad las implicaciones que el quiebro entre sujeto y objeto conllevaba en la filosofía stirneriana, es decir, la falta de cualquier orden o valor moral estable, pero se equivocó sobre las secuelas que esto implicaba: no el crimen, la «matanza» del mundo (metafórica y pragmáticamente) a manos del Único, sino la «matanza» continua de los sucedáneos. El error de Camus, como hemos subrayado, nace precisamente de ignorar la dimensión de esa «realidad interior» que el individuo cree independiente de su voluntad y dotada, por ello, de autosuficiencia.
Pero si la rebelión en Stirner consiste en superar dicha dimensión sagrada, supeditar el «Dios interior» más que matar el «Dios exterior», este acto implica, por descontado, una diferente concepción de la moral del individuo que asesina a Dios, configurándola como novedad absoluta.
El amoralismo como ética
Si el rechazo de Dios desemboca a menudo, y casi inevitablemente, en la relatividad de cada juicio moral, el discurso de Stirner es más sutil y complejo, y no se limita a abarcar una idea simplista de un hombre que, aun sin Dios ni sucedáneos, se afirma como creador de una moral «toda suya»: aquél que, arrebatando a Dios y a sus sucedáneos, es decir, la propia idea de lo divino y lo sagrado, se ponga como legislador absoluto de una nueva moral, cometería justo el pecado, o crimen, que Camus atribuía a Stirner. De hecho, según el filosofo alemán, que todo esté permitido no es cierto porque Dios no exista y nadie (el Hombre, el Ser o cualquier otra idea fija) lo sustituya, sino porque la propia moral sería «fantasma», «idea fija», «objeto», y la creación de cualquier moral, por muy personal que fuera, incluiría siempre la imposición criminal de un objeto pensado como absoluto sobre un sujeto que se suponía libre. Una moral individual despegada e independiente de un Dios es, para Stirner, trampa y engaño, porque dejaría la trascendencia intacta y sólo camuflada con trajes de inmanencia, como lo está la idea de una esencia individual; de ahí que las acciones, consideradas (¡y sólo consideradas!) inmanentes, se agarren a una esencia trascendente, el Yo sublime. Leamos a Stirner:
Se esfuerzan para distinguir una ley de una orden arbitraria, de una ordenanza: la primera deriva de una autoridad apropiada. Tan sólo que una ley sobre la actuación humana (ley ética, ley estatal, etc.) siempre es una declaración de voluntad, por consiguiente, una orden. Si yo mismo me diera la ley, sólo sería mi orden, y podría negarme a obedecerla en el instante siguiente. Cualquiera puede declarar lo que quiere permitirse, por consiguiente, prohibir mediante una ley lo contrario y, por lo tanto, tratar a su enemigo de infractor, pero nadie tiene que mandar sobre mis actuaciones, nadie tiene por qué decretar mis actos ni darme leyes sobre ellos. Tengo que consentir que me trate como a su enemigo; pero nunca que me maneje como si fuera su criatura y que haga de su razón o sinrazón mi norma de comportamiento [20].
La exigencia de «inmoralismo» es la llamada existencial del Único: negando una realidad a él exterior, el sujeto también niega una moral (a pesar de que pueda ser guiada por una razón absoluta) que cruce los límites éticos del individuo, es decir, que no sea su propiedad: si el individuo aceptara una conducta de vida como valor vinculante y absoluto, quedaría encarcelado en un dogma que comprometería la continua búsqueda de autenticidad y, de esta manera, el principio autoritario inherente al acto moral, por muy personal que se presente, se llevaría la mejor parte sobre la voluntad individual, siempre cambiante y fluida [21]. No hay moral no porque la razón sea falible (pudiendo ésta, en la filosofía stirneriana y de acuerdo con Kant, descontextualizarse respecto de la realidad), sino porque incluso la mejor norma ética, en tanto que considerada absoluta, sería un «espectro sagrado». Entonces, es la razón la hija de los comportamientos que se suponen morales y no viceversa: la incoherencia de los valores casa a la perfección con el «justificacionismo especulativo», que presupone el empleo de la razón para justificar el cambio de ideas de acuerdo a una toma de posición contraria, y hasta antitética, a una actitud asumida previamente. Pero, de este modo, la weltanschauung egoísta sólo se liga con la racionalidad menospreciándola, reduciéndola a medio para favorecer y dar un sentido a las actuaciones de la misma voluntad. Sintetizando, en ausencia de una moral definida (convencional, cartesiana o kantiana), la «moral» stirneriana se presenta en cambio como afirmación de las potencias individuales y es fluida, flexible, continuamente irisada y autosuperadora. Si no hay un orden entre las normas éticas, siendo éstas plenamente subjetivas, asimilables al Yo como realidades a él inferiores y no como objetos suprasensibles, tampoco hay conflicto. Stirner es claro: «Aprecio todas las verdades que están por debajo de mí, no conozco una verdad sobre mí, una verdad por la que me deba regir. ¡Para mí no hay ninguna verdad, pues por encima de mi no hay nada! [22]».
Ahora bien, hemos fijado hasta aquí dos puntos de la filosofía stirneriana: la muerte de lo divino y el dinamismo de la moral, que no necesariamente desemboca, como pensaba Camus, en el crimen. Al contrario, la muerte de valores universales no puede provocar prevaricaciones entre sujetos o un conflicto entre egoístas, si éstos están efectivamente (nihilismo activo) convencidos del ocaso de la Verdad (de la muerte de Dios), sino que inaugura una moral «débil», positiva y no impositiva. De forma incidental, anotamos que, mientras el dominio práctico (del Estado o el Capital, por ejemplo) tiene que negar, reprimir, vincularse a valores establecidos para imponerse, o sea, a una moralidad social (que puede ser, como pasa en la mayoría de los casos, también informal), en su lugar el sujeto stirneriano crea, experimenta, instituye y desmiente, encontrando en la caducidad de las normas éticas el motivo de acuerdo y diálogo, evidenciado por el mismo Stirner cuando dice: «… el contraste desaparece en el hecho de estar perfectamente divididos el uno de las otras, es decir, en la unicidad de los individuos [23]».
Conclusión: destruyendo los nuevos dioses
Hemos visto hasta ahora cómo el nihilismo stirneriano, lejos de representar la conclusión de la voluntad desnadificadora, es el primer eslabón de un proceso que lleva a su ocaso todo el horizonte humanístico-metafísico.
Hoy día se nos impone una nueva pregunta: en la época de la secularización y de las desilusiones, de la pluralidad de relatos y narraciones que el postmoderno lleva como su estandarte más valioso, la idea de una Verdad que dé sentido a los juicios morales pierde su carácter apodíctico y entonces es la propia convivencia de verdades, identidades y horizontes distintos lo que lleva al ocaso una Verdad monolítica, al verter su lógica cerrada en una multitud de propuestas diferentes. Al Dios de las religiones abrahámicas lo ha sustituido, por así decir, los dioses limitados y humanizados del politeísmo. Esta actitud especialmente visible en las cuestiones acerca de la identidad, en donde la delimitación rigurosa de lo que ésta era o debiera ser, esto es, idea fija e invariable, dotada de una consistencia ontológica, ha sido remplazada por una concepción múltiple y proteica de la identidad (y en este sentido la contribución de Deleuze y Guattari sobre el esquizoanálisis ha sido determinante), abierta a la trasformación y a la diferencia. A pesar de lo cual, es posible vislumbrar rasgos contrarios que, paradójicamente, tienen su fuerza en concreto en una visión débil de la identidad al reafirmar aquella pauta hegemónica que al principio pretendieron quebrantar. Continuando con nuestra metáfora, los dioses paganos se vuelven caprichosos y cada uno aspira a un trono en donde quiere imponer una verdad que volverá la única posible, con la diferencia de que hoy día el Hombre, que en 1844 era el nuevo Dios según Stirner, ha enseñado sus debilidades, es un dios caído en el que nadie cree más: dos guerras mundiales y la desenmascarada hipocresía de las muchas declaraciones de los derechos humanos han decretado la muerte del Hombre como sujeto universal y de los valores que en su nombre se defendían. Por supuesto las tradiciones filosóficas y jurídicas nacidas en el seno del liberalismo (en este sentido, la Declaración de los derechos del Hombre y del Ciudadano del 1789 es una precursora) preconizaron y dieron las armas a las dictaduras (de derecha e izquierda) y al moderno capitalismo industrial para cometer las peores atrocidades en nombre de la defensa del Hombre, de su irrenunciable dignidad, libertad, etc. El individuo postmoderno, al contrario, renuncia ya a encasillarse en la categoría universal de Hombre, en este relato que se pretendía teológicamente orientado hacia la plena realización de las virtudes y los valores (por supuesto, humanos) [24], y se califica más bien como miembro de algo, de un grupo, de una comunidad, de un género sexual, de una formación política, es decir, de un rasgo dominante que lo caracterizará en mayor grado que otros: afro-americano, indígena, mujer, queer, etc. Renunciando, pues, a una visión unitaria y estática de la identidad, el hombre postmoderno abraza de ella un trozo parcial y «limitado» para aislarse de los otros; sin embargo, y aquí nuestra objeción, esta fragmentación de la identidad, que es indudablemente una consecuencia del fin de las metanarraciones lyotardianas que surcaban la humanidad hacia una meta emancipadora [25], no lleva de manera necesaria a la muerte de la idea de una identidad fuerte, dado que no significa que dicha pieza sea efectivamente percibida por el grupo al que pertenece como parte indefinible, sino que puede (y a veces quiere) volverse mayoritaria y hegemónica: si el Hombre-asno ha muerto, no deberían, nos diría Stirner, sustituirlo la Mujer-asno, la Indígena-asno, el Afro-Americano-asno. Identidades antiuniversalistas nacidas, a menudo, por contraposición a la unidad ontológica del Sujeto de la racionalidad occidental ilustrada y como expresión de un simbolismo comunitario (puesto que cada identidad es ante todo tribal y constitutivamente relativa a su cultura), que se exponen al riesgo de crear un nuevo sujeto, un yo autocrático que pierda la conciencia de su fragmentariedad y constitución cultural y se asome a la escena política y social como relato único, es decir, como identidad definida e innegociable, como «idea fija», volviendo a Stirner. En este caso, el Sagrado no muere, sólo se presenta con diferente disfraz.
Valerio D´Angelo
Notas
[*] Universidad Autónoma de Madrid.
Contacto con el autor: valeriodangelo@ymail.com
[1] Camus, A., El hombre rebelde, Alianza Editorial, Madrid, p. 78.[2] Ibídem, p. 80.
[3] Ibídem, pp. 81-82.
[4] El filósofo usa indistintamente las palabras «Spuk», «Genspest» y «Sparren» que, con ligeros matices distintos, reflejan el sentido del castellano «fantasma» y del griego φαίνω («aparecer») como producto de la ilusión y engaño de los sentidos: lo que aparece pero no es.
[5] Ibídem.
[6] Nietzsche vislumbra el rasgo más típico del nihilismo pasivo en el budismo, es decir, la expresión de resignación hacia la vida, la incapacidad de disfrute y amor en la aspiración al cese de cualquier deseo. También la creencia en que todo es absurdo y sin sentido forma parte de una misma decadencia, tal el cristianismo, que odia la vida terrena para poner todas las esperanzas en otra vida mejor (Nietzsche, F., La voluntad de poder, Ed. Prestigio, Barcelona, 1970, pp. 435-456).
[7] Nietzsche, F., Así habló Zaratustra, Alianza Editorial, Madrid, 2003, p. 414.
[8] Camus, A., ob. cit., pp. 71-72.
[9] Ibídem, p. 75.
[10] No consideramos aquí aquellas rebeliones contra Dios que no caen, según el mismo análisis de Camus, bajo el nihilismo contemporáneo, que el autor data en el nacimiento del nihilismo ruso (inaugurador del «todo está permitido»), excluyendo, por lo tanto, la rebeldía contra Dios de los románticos.
[11] Camus, A., ob. cit., p. 75.
[12] Stirner, M., El Único y su propiedad, Valdemar, Madrid, 2004, p. 234.
[13] Heidegger, M., Sendas Perdidas, Losada, Buenos Aires, 1979, pp. 180-181.
[14] Stirner, M., ob. cit., p. 140.
[15] Penzo, G., Max Stirner: la rivolta esistenziale, Marinetti, Genova, 1991, pp. 15-16.
[16] Stirner, M., ob. cit., p. 222.
[17] Ibídem, p. 432.
[18] Ibídem, pp. 64-65.
[19] Algunos comentadores de Stirner como Sebastiano Ghisu han señalado, sin embargo, la imperfección de este nihilismo imputable a la unidad del individuo, a su autotransparencia. Es decir, Stirner todavía creería que hay la propiedad del yo, su autenticidad, su originalidad, conseguida por sustracción de todos los deberes, obligaciones, costumbres, convenciones, creencias. Tras todo esto estaría el yo. En realidad, Stirner fue bien consciente de esto y es justo recalcar esta conciencia que emerge de su convicción de que hay un «él mismo», una autenticidad por fin espontánea, ello lo prueba su distinción entre sentimientos derivados de una educación inducida y los provocados por los estímulos. «Stirner todavía cree —Ghisu escribe— que el sujeto que se percibe corresponde al objeto de tal percepción. O mejor: que el sujeto de la percepción de sí corresponde al objeto de tal percepción. Todavía cree, como se dijo, en la transparencia del yo, en su unidad originaria» (Ghisu, S., Giornale critico di storia delle idee, Anno 1, n. 1, Gennaio-Giugno, 2009). En mi opinión, esta crítica no invalida la fuerza del nihilismo stirneriano, más bien vuelve antidogmático el pensamiento de nuestro autor; en efecto, cualquiera que fuese esta unidad originaria y pura del sujeto, sería en todo caso constitutiva del único y nunca de la universalidad del hombre, por lo tanto, no necesariamente común a todo los únicos.
[20] Stirner, M., ob. cit., pp. 245-246.
[21] En este sentido, Stirner se opone netamente a Kant, según el cual la moral, guiada por la razón, puede ser universal; de hecho, en una de sus tres formulaciones el famoso imperativo categórico reza: «Obra sólo de forma que puedas desear que la máxima de tu acción se convierta en una ley universal». Para Stirner, por el contrario, la moral debe ser fluida, y cada valor que vincule la libertad individual acabará siendo expresión de una voluntad trascendente. Por ejemplo, el «no mates» puede ser un mandato deseable para el individuo en unas circunstancias y dañino en otras, y nunca el Único se podría esforzar en obedecerlo siempre y a costa de cualquier cosa, pues dicha moral se volvería absoluta en sentido objetivo.
[22] Stirner, M., ob. cit., p. 431.
[23] A menudo se ha visto en la filosofía de Stirner una apología de la explotación, de la reducción del otro a un medio o simple instrumento de utilidad. En realidad, cuando Stirner dice «no busquemos en los demás más que medios y órganos que poner en acción con nuestra propiedad», quiere subrayar la inmediatez de las relaciones entre únicos, o bien la importancia de los únicos como singularidad y no como parte de ideas fijas: ciudadanos, cristianos, etc.
[24] Recordamos que el mismo Feuerbach consideraba la moral como todo lo que era conforme a la esencia humana.[25] Cfr. Lyotard, J. F., La condición postmoderna, Cátedra, Madrid, 1989.
Extraído: http://revistanada.com