La oligarquía del Capital se ha dado por vencida en intentar siquiera parecer democrática: ante este panorama que nos ha brindado con sus descarados desmanes y pasión por el dinero, o bien por la exigente necesidad de reformulación del capitalismo, a una se le hace la boca agua además de la cabeza un lío. Años hablando —o excusándonos— de la falta de contexto propicio para protestar útilmente en las calles y va ahora y nos encontramos con cinco millones de paradas, cien políticas encausadas presentándose a las elecciones, una generación nacida en la opulencia endeudada, la banca cobrando y cobrando, la gasolina por los aires, desastres nucleares, y lo que es peor, la puñetera intuición de que todas estas razones no son las nuestras, aunque sí sean el acicate de la protesta de todas aquellas que luchan contra lo que llaman crisis. Así las cosas, muchas nos volvemos a ilusionar a ver si es esta vez cuando se siembra sólidamente la semilla que derroque este imperio —o reconocer que ya se sembró bien y se están percibiendo ciertos frutos. Con todo esto, han ido apareciendo luchas con más asiduidad, en ciertas ocasiones viéndolas desfilar por delante nuestro sin que les hayamos prestado mayor atención, y en otras, las menos, nos hemos visto envueltas en ellas. Es en esta participación así como en la del arrollador y mediático movimiento 15M cuando surgen muchas de las dudas que te regalan las calles.
¿Cómo afrontar una lucha en la que participa desde gente de diferentes culturas políticas a gente sin unas ideas que «podamos encasillar» a primera vista? ¿Cómo descubrir afinidades donde hay lenguajes, símbolos y códigos distintos? ¿Cómo hacer para entendernos? ¿Cómo evitar ser una vanguardia dirigente? ¿Cómo mantenerse siempre alerta ante los tejemanejes de la clase política y sus aprendices?
Algunas experiencias nos han demostrado cómo cambia nuestra implicación ante una lucha —el cariz, las herramientas, e incluso las aspiraciones— en función de las personas que allí nos encontremos. La simpatía que éstas despiertan en nosotras nos infiere la fuerza para tener mayor o menor paciencia y voluntad; de la misma manera que si se trata de una lucha de masas o bien de afinidades, y si el grupo que se organiza es heterogéneo o bien tiene un denominador común —el ser afiliadas a un sindicato o ser vecinas del barrio que se conocen de toda la vida—, también determinará la manera de acercarnos. El tipo de enfrentamiento, su vinculación con algo concreto y práctico —la fábrica, el barrio, un despido o una reordenación urbanística— es muy distinto a la lucha fruto de un malestar general como la lucha contra la globalización.
Analizar cuál es nuestro comportamiento y formas a la hora de participar en conflictos con gente que no se circunscribe a nuestro entorno político habitual no es fácil. E intentar dilucidar qué limitaciones y carencias tenemos, qué horizontes y potencialidades se pueden generar así como coincidir en las conclusiones es, a menudo, subjetivo e inconcreto. Sin embargo nos parece realmente necesario sumergirnos en este análisis.
Nosotras contra el mundo
¿Cómo compaginar el reformismo de ciertas luchas y reivindicaciones con la voluntad de acabar con el sistema? ¿Cómo tener presencia en los espacios políticos dominados por el reformismo con un discurso coherente y combativo? ¿Cómo evitar caer en una fraseología y discurso violento y guerrero, que más tiene de espectacular y estético que de real, sin perder nuestro horizonte de lucha?
«Una posible presentación…» en Terra Cremada n.º 1 marzo 2010
Alejándonos de las chorradas que se dicen en los manifiestos y puntos reivindicativos, y sometiendo a una crítica continua los presupuestos ciudadanistas centrarnos en temas concretos y limitados. Así se podría tratar de parar desahucios y desalojos partiendo desde una perspectiva de lucha contra la mercancía y por la imposición de nuestras necesidades sobre su negocio. En la misma línea tratar de impedir los cortes de agua, luz o gas desde la lucha contra la mercantilización de los recursos básicos. Fomentar el saboteo masivo de máquinas expendedoras de billetes para defender la libre movilidad. Otra línea podría ser defenderse de la explotación contra las reformas laborales, de pensiones desde una posición de rechazo del trabajo asalariado que es la única coherente. Una más podría ser la lucha contra los planes urbanísticos desde una crítica del desarrollismo y el urbanismo como negocio y disciplina de control territorial de la población.
«El 15 M como catarsis demócrata»
Nuestra sociedad es un océano de contradicciones…, conflictos de intereses que se manifiestan con mayor o menor intensidad. Y en función del análisis que se tenga de ésta se observarán distintas maneras de encarar y resolver estas tensiones. Nuestra perspectiva es la anticapitalista y antiautoritaria, heredera de las corrientes revolucionarias más radicales que se han manifestado en la historia de la lucha contra la dominación. Apostamos por un cambio profundo en las relaciones sociales, por una revolución absoluta de la estructura de la sociedad. Será por ello que somos una marginada aunque plural minoría.
Crear momentos de excepción, subvertir el estado actual de las cosas, conseguir que esas tensiones y contradicciones deriven en brechas insalvables tiene como condición sine qua non la sociabilidad, lo común, lo general, llegando incluso a rozar «lo masivo». Y desde unas décadas para acá, exceptuando ciertas prácticas como la insumisión o la ocupación, esta minoría no ha sido capaz de generar —por varias razones— algún destello revolucionario susceptible de convertirse en social. Así las cosas, aceptando sin fisuras esa condición —tras años de pequeñas luchas que no sobrepasaban el gueto, que no encontraban cómplices—, observamos que el malestar parece haberse organizado y empieza a tener algo de solidez. Puede que en parte se deba al esfuerzo y la constancia de muchas compañeras que ya habían generado discursos y luchas heterogéneas, con reivindicaciones parciales, pero lo que sí es seguro es que muchas de nosotras al final tenemos la sensación de ir a remolque de las oportunidades que otros discursos crean y que debemos colaborar, sin perder nuestros nortes, con las que ya están manos a la obra. Y aquí llega, inevitablemente, la cuestión de cómo unas pretensiones tan altas, revolucionar la sociedad, pueden involucrarse en procesos que demandan mejoras o reivindicaciones parciales. Siempre habrá terreno firme por el que caminar junto a las arenas movedizas del reformismo.
Porque para que las relaciones capitalistas se vean saboteadas quizás hay que pasar en este momento por oponerse tímidamente a los nuevos recortes sociales; para que las que siempre obedecemos empecemos a decidir tendremos que desesperarnos muchas tardes en asambleas de barrio aparentemente infructuosas; para que aquellas que padecemos la economía ataquemos la imposición del Capital hará falta que nos peleemos con las sindicalistas en la preparación de una huelga; el inicio de la revuelta no es inmaculado. Para que un coloso esté en llamas no valen fórmulas mágicas, cerradas o sencillas. Cuando una sociedad está en crisis, miles son sus posibilidades. Y la actitud humilde, sincera, paciente, esforzada, esmerada, y firme será la que pueda desbordar el cauce del ciudadanismo sin que las nuevas compañeras se sientan sobrepasadas, aleccionadas o radicalizadas por la fuerza. Nadie dijo que esto iba a ser fácil…, no sólo bailando se hacen las revoluciones. Pero las dificultades que nos encontremos por el camino serán las mejores profesoras para la creación de sujetos revolucionarias.
Más allá de nuestros límites, nuestra potencia
Hace visible también la alienación en la que vivimos y nuestra inexperiencia en intervenciones fuera de los límites de nuestro propio gueto. Visibiliza al mismo tiempo nuestra falta de preparación para participar en un contexto en el que la recuperación no viene tanto de la mano de organizaciones izquierdistas tradicionales sino de un ciudadanismo abanderado por los movimientos sociales con los cuales todavía no hemos marcado las diferencias necesarias. La autocomplacencia con la que nos cocemos en nuestro propio ambiente se ha hecho evidente al ver cómo se ha reaccionado ante este acontecimiento sea como mano de obra, como espectador crítico o con confusión y descoloque.
«El 15 M como catarsis demócrata»
Ante lo que nace y se conforma en base a múltiples códigos y sensibilidades siempre tenemos unas limitaciones y carencias.
Muchas de nosotras no estamos acostumbradas a participar en luchas con planteamientos políticos tan distintos a los nuestros. En general procedemos de colectivos y grupos con afinidad ideológica, siendo similar el discurso que manejamos, teniendo la misma cultura política y, por tanto, peleándonos en debates sobre cuestiones concretas. Y, ahora, cuando el marco general no es compartido, nos atragantamos enseguida.
Una tendencia que reproducimos en el trabajo con las otras es la que peca de rebajar el discurso, ya sea por estrategia o por inconsciencia, ambas tremendamente contraproducentes. El primer caso es un tic trotskista que falta a la sinceridad. El segundo piensa —en un arrebato docente— que llega mejor a las demás mermando su radicalidad por miedo a no ser aceptada o comprendida, infantilizando así a las que debieran ser sus compañeras. Que nuestro discurso sea claramente rupturista con lo establecido no conlleva que no se pueda transmitir de múltiples maneras; algo, hasta ahora, casi imposible por nuestra poca capacidad comunicativa generada por años de debates cerrados y autocomplacientes. Comunicar nuestros deseos con transparencia e inteligencia, rompiéndonos la cabeza, despojándonos de nuestra jerga, no es rebajar el discurso, es llegar a las complicidades reales que estaban escondidas entre el follaje de los conceptos y sus interpretaciones. Y es en muchos casos abrir la posibilidad de reforzar aquellos pilares que merecen ser reforzados y hacer caer aquellos que se sustentaban por un simple acto de fe.
Los conceptos políticos han sido manoseados hasta la saciedad; con esto, proponemos recurrir a las definiciones para poder encontrar un lenguaje común. Porque si seguimos encerradas en los límites de determinadas palabras nos arriesgamos a no saber explicarnos, mientras que si somos capaces de hacer comprender lo que estos conceptos significan, el aislamiento comunicativo que nos imponemos será menor. Sabiendo, claro está, que en los espacios plurales habrá muchas personas con las que no comulguemos y con las que jamás queramos compartir ese lenguaje común.
Otro de nuestros límites se da por nuestra costumbre por lo inmediato, el capricho y la inconstancia —características primordiales del hedonismo posmoderno—. De hecho es bastante paradójico puesto que siendo las únicas que tenemos consignas grandilocuentes —«Abajo el Estado», «Fuego a la ciudad», «Abajo los muros», «Abajo el trabajo»—, somos las que más rápido nos cansamos en el arduo y lento proceso de la lucha.
Un asedio como el que nos hemos propuesto necesita del reposo, de la distancia durante un tiempo si es necesaria, de la prudencia en los objetivos; conocernos a nosotras mismas para alejarnos de las probables frustraciones que puedan derrumbarnos para siempre.
Debemos empezar a trabajar en el medio y largo plazo: todo momento revolucionario ha sido forjado en decenas y decenas de años y ningún reino cae de la noche a la mañana. Los hábitos mansos y serviles propios de las clases desposeídas forman un cuerpo consolidado mediante la cultura, la tradición, las costumbres y la introyección de la dominación que no puede desmontarse con la ocupación de una plaza, una huelga combativa ni incluso con un episodio insurreccional. Ante esto, conseguir que la crítica íntegra a esta civilización vaya calando es paulatino, que la fuerza de combate vaya tomando una forma revolucionaria es un horizonte al que se llega tras muchas hostias.
Si bien es cierto que resulta más fácil pensar en un absoluto ideal, definir su plasmación práctica es indispensable para poder conseguirlo algún día. La inercia de los actos, sin responder a un objetivo claro, nos hace pegar más tumbos que acertar en la diana. Por eso apoyamos las iniciativas que delimitan objetivos a medio y largo plazo, definiendo los pasos que debemos seguir, con el fin de llegar a un objetivo mayor.
Pensemos qué hacer para llegar donde queremos. A pesar de equivocarnos y, a menudo, caer en contradicciones, cabe intentarlo porque si no siempre nos quedaremos con frases altisonantes que no comprende la mayoría de la gente, que nos desilusionan porque no somos capaces de materializarlas y que, finalmente, nos permiten vivir en la comodidad de nuestro hedonismo antisistema. Un ejemplo de esto sería la práctica de la horizontalidad. Para llevarla a cabo hemos tenido que entender cuáles son las relaciones de poder en nuestra sociedad, cómo se manifiestan y, finalmente, pensar en fórmulas que nos permitan no caer en ello; bien, la misma técnica de conocimiento, reflexión y soluciones prácticas debemos aplicarla a otros asuntos. En primer lugar saber de qué hablamos para poder ver la viabilidad de nuestras propuestas y después encontrar la solución más factible para nuestro objetivo final. Sin olvidar que, como pasa con la horizontalidad, no siempre conseguimos todos los objetivos marcados y los errores que cometemos por el camino deben ir limándose.
Un problema mayor, si cabe, es nuestra tendencia inevitable a sembrar más dudas que certezas en los debates con las otras. Si vamos a la raíz de los problemas, siendo sinceras, al discutir llegamos al callejón sin salida del «¿Y tú qué propones?» o «Eso es muy bonito pero imposible». Al calor de las charlas, cuando se va avanzando sobre qué sería para cada una de nosotras la transformación real de la sociedad, nos encontramos con la carencia de proponer un programa concreto, fiable y creíble. El promulgar «Que arribe la anarquía y vivamos en el comunismo» o «El apoyo mutuo y la solidaridad hace al humano vivir en paz» es poco aglutinador, además de que no ofrece nada de seguridad ni solidez, valores muy en boga hoy en día aunque estemos dentro de los malabares de la conocida «mano invisible» del mercado.
Entrar aquí en si autogestionaríamos en un principio las estructuras sociales y sus servicios o si le meteríamos fuego a todo siempre, o en si las ciudades tendrían sentido en una sociedad no industrial o qué tipo de comunidades crearíamos, no lo vemos oportuno en este texto —daría para otro.
Sin embargo, aunque por un lado defendemos que no nos consideramos nadie para prometer soluciones, para satisfacer las inseguridades del mañana tras un cambio radical, por otro sí consideramos necesario asegurar un cierto nivel de compromiso y conciencia llegado ese momento: conocimiento y arraigo con la tierra, reapropiación de los saberes populares, relaciones de apoyo y no de competencia, etc. No tener programa preescrito no es no creer en la necesaria organización y funcionamiento que nazca en un momento y lugar determinado, sino afirmar que, desde esos mínimos desde los que será necesario partir, ese desarrollo no puede ser unívoco, homogéneo y totalizador para todas.
Un ejemplo de la dificultad que supone poner en práctica algunas de nuestras consignas se da cuando proponemos «Autoorganízate y lucha»: sin un tejido social fuerte y vivo, esta consigna está vacía, vendemos humo. La única opción que tiene una persona —que no es activa políticamente y no cuenta con el respaldo de sus compañeras de trabajo— para plantarle cara a un conflicto laboral es ir a un sindicato.
Una mala interpretación de la crítica a las organizaciones nos ha llevado a creer que cualquier tipo de estructura, de coordinación formal, es el demonio. Una red de apoyo mutuo y solidaridad, laboral o no, sin liderazgos ni burocracias, sin protagonismos ni institucionalización, sería lo adecuado para estos casos. Necesitamos de lugares, de referentes donde prestar y recibir el apoyo mutuo, donde autooganizarnos y luchar.
Por tanto, no podemos apelar a una autoorganización abstracta si nuestras interlocutoras no saben cómo llevarla a la práctica. Si no existe un referente autoorganizado en el que verse reflejado o participar de él, esta gente que está haciendo explícito que no sabe ni qué ni cómo hacerlo se verá abocada a una frustrante parálisis. Dar por hecho que la autoorganización siempre surge de forma espontánea es no entender los mecanismos que generan la conciencia y la lucha que de ella puede emanar. La responsabilidad y el esfuerzo imprescindibles para nuestra labor no pueden darse por presentes en una sociedad que nos empuja a su contrario.
Otra de las barreras de muchas de nosotras, tanto ridícula como pintoresca, es nuestra actitud estética, gestual y postural de peligrosas, de enfadadas. No adivinamos si deviene del punk, de sabernos posiblemente violentas o del estar más allá de todo, pero, sinceramente, no ayuda en absoluto para una comunicación horizontal con quien sea. Estar contra esta sociedad no se viste, no se porta, no se demuestra con malas caras… con cosméticos. Se dice y se hace.
A todo esto se suma, por último, el hecho de que si las oposiciones o reivindicaciones de las demás no van salpimentadas con ciertas dosis de violencia —percibida siempre como elemento antagónico seductor— nos volvemos menos receptivas y comprensivas. Damos por hecho que la catástrofe se acabará con altos niveles de violencia popular, que las poderosas no regalarán nada, pero también es verdad que si la población aún se arma de pacifismo, no debemos rechazar sus luchas sólo por ello.
De la misma manera, tampoco debemos rechazar, o más bien dejar a un lado, los proyectos que ya estábamos llevando a cabo. A menudo las luchas o movimientos nuevos nos resultan atractivos, por una parte porque, al no ver muchos resultados en nuestros proyectos habituales, apostamos por confiar en otras ideas, y por otra porque si le añadimos factores novedosos —como la participación de personas que hasta el momento no se habían implicado— aún nos entusiasman más. El resultado suele ser una dedicación máxima para con los nuevos proyectos. Este hecho es lógico y poco recriminable, ahora bien, cuando la contrapartida es abandonar otros proyectos que estábamos gestando puede ser un error. Por una parte porque el trabajo iniciado dentro de un círculo político menos heterogéneo (pongamos por caso enmarcados en objetivos anticapitalistas y antiautoritarios) también se valora como necesario, y por la otra porque las luchas heterogéneas pueden acabar siendo humo y en consecuencia dejarnos frustradas, y no sólo por la fallida de éstas, sino también por haber dejado en un eterno stand by el trabajo anterior. No podemos multiplicar nuestro tiempo, pero en la medida de lo posible cabe compatibilizar todos los frentes que valoramos necesarios para los objetivos marcados, individual y colectivamente. Un equilibrio que además nos ayuda a nutrir y conectar todas las luchas en las que participamos.
Es por esta vía, la de la autocrítica, la de revisarse los postulados aprendidos, por la que debemos caminar si queremos que todos los malestares se tinten de rebelión. Conociendo nuestros límites seremos menos esclavas.
La asamblea no es la panacea
En las luchas heterogéneas en las que participamos se utiliza la asamblea como forma de organización. En este estado embrionario de contestación debemos valorar tremendamente positivo la simple elección de encararlo de esta manera ya que es una apuesta por la horizontalidad y el respeto entre iguales —con todos los matices que todas sabemos—. De hecho, no se trabaja con las formas verticales de organización a pesar de que sean más operativas, rápidas y eficaces en la toma de decisiones; será que recuerdan demasiado al statu quo contra el que se batalla.
Ahora bien, viendo el caso del 15M —y del movimiento antiglobalización o de universitarias— constatamos que con cientos o miles de personas, la asamblea soberana es una herramienta con bastantes límites.
En un movimiento donde operan miles de malestares diferentes, aunque estén todos provocados por un mismo denominador común, el sistema capitalista, intentar funcionar bajo una sola asamblea soberana es homogeneizador y centralista. Ante las circunstancias en las que peleamos, no podemos pretender tener una acción o programa político único, ya que no se trata de una ideología o partido al que la gente se adhiere, sino, como hemos dicho, de una explosión de descontento colectivo.
El asamblearismo ortodoxo se crispa cada vez que alguna palabra, acción o decisión se sale del consenso. Todo aquello que vaya más allá de lo unánime es tachado de ajeno, extraño y peligroso para la integridad del movimiento, sin valorar la legitimidad del hecho. Pero ¿puede existir un verdadero consenso entre decenas de miles de personas? ¿No es más sensato aceptar que un movimiento se nutre de las diferentes visiones, de un pulso con vida, de las pasiones de cada una?
Si realmente nos creemos los principios de autonomía, horizontalidad y acción directa, un movimiento heterogéneo —a pesar de asentarse sobre unas bases comunes como podrían ser el rechazo a la política formal, el racismo, la explotación, etc.— debería comprender las diferencias que lo alimentan. En este sentido la asamblea de tal barrio debería tolerar la acción de la asamblea de tal pueblo y, ésta a su vez, aceptar que otro grupo de personas pueda escribir algún comunicado con el que no se sienta afín. En este contexto, pensamos que cada asamblea podría trabajar como crea conveniente y que las demás nos podríamos sumar a su iniciativa o no. Si esas pequeñas diferencias evidenciaran, poco a poco, una divergencia insalvable la disgregación del movimiento no debería ser ningún fracaso sino la asunción valiente de su destino. Ante todo pensamos que nadie tendría que actuar como agente de la depuración en pos de un cuerpo homogéneo. En este punto, no sobra decir que este pulso con vida se enmarca en unos códigos y maneras de hacer tácitas y supuestas, pero tan cambiantes como las asuma el propio movimiento. Obviamente que entendemos la necesidad de encuentro entre las partes así como comprendemos la necesidad de dar respuestas colectivas a las agresiones que sufrimos por parte del Estado y el Capital, rompiendo las barreras geográficas, laborales o políticas, pero a pesar de que para muchas pueda ser tentadora la idea de una asamblea unitaria o central, donde se puedan tomar decisiones rápidas en momentos decisivos y que supongan el pensar del movimiento, eso sólo haría que alimentar un monstruo que engulle las particularidades que le forman. Apostamos y apoyamos a aquellas que optan por la coordinación entre las diferentes asambleas y grupos, pero nunca con capacidad autoatorgada de decidir en nombre de todas.
Cuando se trate de hechos excepcionales, aquellas que más se preocupen por los medios de comunicación que hablen en nombre de ellas mismas y su asamblea pero nunca como portavoces de un movimiento que no puede plegarse a la inmediatez de los media. Una respuesta será unitaria cuando realmente sea unitaria. Es la clase política así como las periodistas las que necesitan una interlocutora clara, definida, pero, sin querernos repetir, un pulso con vida nunca podrá tener una sola voz y, ni mucho menos, bajo el frenesí de la actualidad.
Por otra parte, con un foro de cientos de personas, la participación queda visiblemente mermada, la crítica limitada y el debate ausente. Esto lleva al uso del voto y de las mayorías, que suelen adherirse a las opiniones de las voces más carismáticas, con más empuje o experiencia. Son en estas asambleas donde las personalidades corren el riesgo de convertirse en líderes.
Funcionando en asambleas más accesibles, más manejables, donde aún tiene peso el cara a cara, la confianza y la proximidad, todas las opiniones tienen cabida porque se puede discutir realmente y encontrar la manera de que todas nos sintamos cómodas y partícipes.
La vanguardia indignada
Aunque ningún grupo se haya erigido como páter ante una masa perdida y confusa y no haya intentado coger las riendas explícitamente de un malestar desbocado recordándonos al concepto de «partido» u «organización», sí hemos podido reconocer durante el proceso de la indignación ciertas actitudes y formas de hacer que nos conducen inevitablemente a una forma dirigista más sutil, inconsciente, liviana pero también, furtiva y subrepticia.
El miedo al impulso de la gente, tanto a sus decisiones como a su temida desorganización, como la voluntad de dotar de estructura y permanencia a algo impreciso y espontáneo hicieron surgir en diferentes facciones políticas la necesidad estratégica de abordar lo que luego se llamaría movimiento 15M. Entendemos perfectamente que la gente tenga la necesidad de saber lo que pasará. Pero no puede ser que eso nos lleve a abortar todo tipo de actuaciones que no estén presentes en nuestros planes o se salgan de ellos. No puede ser un argumento para oponerse a algo el simple hecho de que no hayas sido tú quien lo haya planeado, no lo hagas tú o no entiendas por qué se hace.
En un lugar muy destacado de esta vanguardia se encuentran grupos y personas que tienen en su haber político el infame principio de controlar, manipular y dirigir los movimientos desordenados. Las vimos aquellos días en las asambleas de la plaza y desgraciadamente las seguiremos viendo en las calles. Pero hablaremos de esto en el apartado de «Nuestras enemigas».
Mientras, en un segundo término, el entorno antiautoritario no podía dejar pasar la ocasión de aportar a los malestares los argumentos que nos han llevado a enfrentarnos al Estado y al Capital desde hace cientos de años. En este contexto surge la necesidad, demasiado intempestiva en ocasiones, de participar. En un principio para copar los discursos de las comisiones y así evitar que cayeran en posiciones reformistas, y con los días por el simple hecho de hacernos oír y mantener vivo nuestro discurso. Al fin y al cabo todo respondía a la necesidad de canalizar y, a la vez, desbordar la situación, sin ni siquiera habernos planteado a priori si queríamos y cómo queríamos participar de aquello que surgía. Este estado de ánimo inicial, comprensible ante una situación jamás vivida, se fue disipando en el momento en el que la gente se puso a participar en las comisiones, subcomisiones, asambleas de barrio o sencillamente como difusora y propagadora de ideas. Por una parte, porque se hizo evidente el esfuerzo que suponía la apuesta por esta nueva perspectiva de lucha heterogénea y por la otra, como consecuencia, hemos tenido que buscar nuestro sitio en ella. Tal vez fue entonces que algunas nos dimos cuenta de que lo más importante para que un malestar devenga una potencia revolucionaria no es esperar a que sean tan sólo nuestros discursos los que calen; son nuestras dinámicas y cuidados más cotidianos los que pueden marcar la diferencia entre un mundo ideal que venderle al resto de la gente y el mundo por el cual, desde ahora mismo, estamos luchando, con sus contradicciones, alegrías, desesperaciones, etc. Compartiendo gestos, maneras de hacer, que aunque tan sólo se vislumbren de forma embrionaria pueden marcar el germen de algo que pueda llamarse vida.
Por otro lado están los colectivos y las personas que tuvieron mucho que ver en el nacimiento del movimiento: desde las que dotaron de logística todo aquel desorden a las que dinamizaban continuamente las mega asambleas, desde las que se pasaron horas convocando en las redes sociales a las que siempre permanecían en la plaza. Todos estos esfuerzos y horas laboriosas unidas a la ventaja de mayor tiempo libre conllevan que haya una serie de caras muy visibles que puede llegar a confundirse con una especie de vanguardismo.
Estas caras visibles que le dedican todo su tiempo a las buenas nuevas acaban creando un círculo que maneja más información que las demás, círculo invisible para el resto pero muy tangible en el curso de los acontecimientos. Sólo así se puede entender la respuesta —rueda de prensa y comunicado de disociación— a los hechos del Parlament, solo así se pueden entender las llamadas a última hora informando de que se va a hacer tal o cual asamblea y es conveniente asistir.
También es importante recordar lo peligroso que puede llegar a ser adquirir ciertos roles y aferrarse a ellos por miedo a que las otras no lo sepan hacer; como lo es aclarar que esta sociedad está hecha a medida de los dispositivos de reconocimiento social: de élites y apariencias. La gente se termina fiando y le otorga notoriedad a quien coge el micrófono cada día, a quien siempre expone sus ideas claras sin tapujos, a quien está detrás de un ordenador gestionando no se sabe qué… En fin, a quien siempre le salva la papeleta a las demás. No pretendemos decir que sea fácil escapar a esto; ni mucho menos que nosotras lo consigamos. Lo que sí apuntamos es el peligro de pensar que simplemente por considerarnos antiautoritarias nos libramos de esto que criticamos. Debemos reconocer el riesgo de bajar la guardia y no ser capaces de ver los privilegios que muchas ostentamos al haber decidido, en buena medida, comprometernos en una lucha contra la dominación a tiempo completo que difiere del compromiso actual asumido —por imposibilidad o voluntad expresa— por el resto de la gente. No podemos mirar hacia otro lado y no asumir que muchas de nosotras tenemos privilegios a la hora de hablar en público, ordenar y exponer nuestras ideas así como un bagaje que nos facilita lidiar con aquellas que defiendan posturas opuestas a las nuestras, desmontar sus argumentos o ocultar los lugares oscuros de nuestras posturas.
A pesar de lo difícil que puede resultar vernos reflejadas en estas críticas antes mentadas en un momento de vorágine o de mucha dedicación a una lucha, siempre deben existir momentos de reflexión donde entre compañeras podamos analizar y, si se da el caso, corregirnos. Acabar con el dirigismo en última instancia puede ser tan sencillo como hacer circular de forma transparente a todas las demás la información que tengamos; negarnos a asumir un rol día tras día; socializar y enseñar conocimientos que tengamos aprendidos, etc.
Nuestras enemigas
Como ya hemos señalado en otro artículo no consideramos a alguien como nuestra enemiga porque piense diferente a nosotras sino porque ésta tenga la capacidad de ejercer su voluntad por encima de nosotras, es decir, que tenga el poder de dominarnos. Mientras una persona no tenga este poder bien podemos ignorar sus argumentos o bien tratar de rebatirlos para encontrar cómplices. Nuestras enemigas no lo son en tanto que tienen intereses antagónicos a los nuestros sino en tanto tienen la posibilidad de jodernos la existencia. Es por eso que encontramos potenciales enemigas en nuestras asambleas de barrio pero, sin embargo, podemos compartir espacio con ellas porque de momento son innocuas. Es decir que nuestras enemigas lo serán, por ejemplo, en tanto sus intereses en construir un espacio jerarquizado y centralizado desde donde dirigir el movimiento se imponga de facto a nuestras aspiraciones de horizontalidad.
Por esta razón se da el caso, y quién lo iba a decir, que a las que señalamos como «contrarias» no vienen dadas por unos planteamientos políticos previos sino por unas maneras de hacer un tanto turbias y con mala fe. Se trata de todas aquellas que se sirven de las artes oscuras. Por un lado, la manipulación, el control, el dirigismo y el más burdo aprovechamiento de las voluntades. Presuponemos que estas malas prácticas responderán a unos réditos políticos o ególatras. Por el otro, las chivatas, las que condenan, las que señalan, las que se disocian, etc. En este caso, malas actitudes y hábitos personales derivados de una despreciable manera de ver el mundo que no queremos tolerar y con las que tendremos que ir lidiando. Es de una gran madurez política y de un respeto absoluto el tratar las diferencias entre nosotras y no de cara a la galería o la policía.
No todo es el 15M, no todo son luchas heterogéneas
No podemos olvidar que existen compañeras que no le ven el sentido, la integridad y las razones a estos movimientos de mezcolanza de posiciones. Desde aquí no queremos engendrar un debate ahora de si estas corrientes son de clases medias y terminarán desembocando en los espectáculos institucionales o de si las masas siempre refuerzan al Estado, sólo aclarar que nosotras vemos imprescindible la coexistencia y la confianza entre las diferentes percepciones de una misma confrontación. Además que por nuestra parte, tal y como ya hemos dicho, vemos necesaria la participación en los distintos frentes de lucha.
A aquellas compañeras que aún nos consideran como tales les decimos que si no queremos sentirnos ajenas entre nosotras necesitamos comunicación y debate constante. Entendemos las dudas que les puedan surgir a muchas con la participación en según qué espacios pero deberían venir acompañadas también por la confianza y el intentar comprender los porqués. Es desde esa misma confianza que somos las primeras interesadas en saber, por parte de las compañeras, los argumentos que desvelan si nos estamos equivocando. Con este texto esperamos saber explicar nuestra posición y que las críticas recibidas sean fundamentadas.
Quien no arriesga no gana
Está claro que las reivindicaciones que se suelen expresar en las luchas masivas y heterogéneas se encasillan en la deplorable cultura democrática, donde las quejas se acercan demasiado a los discursos del poder: más trabajo, más dinero, más control, más leyes, más democracia, más ocio, etc. Pero, sinceramente, ¿qué podíamos esperar tras 30 años de pacificación social y de sumisión y tolerancia ante las vencedoras de la Transición? Nuestros deseos de insurrección no pueden subestimar todos los dispositivos estatales minuciosamente fabricados desde oficinas, centros de inteligencia, intelectuales posmodernas, gabinetes de prensa… El bienestar consigue que la miseria no aparezca de la noche a la mañana, aunque afortunadamente termina estallando.
Pero si nos hubiésemos quedado a lo lejos juzgando y observando la superficialidad de las demandas no hubiéramos descubierto a cada una de las personas y sus motivaciones reales, sus verdaderos anhelos. Y menos mal que hemos estado dispuestas a separar el grano de la paja —demócrata— , ya que esos sueños son, a veces, muy cercanos a los nuestros.
Aquellas a las que les interesa el estado actual de las cosas ofrecen multitud de fábulas con las que explicar los malestares, con las que maquillar la tragedia; el discurso oficial —ciudadanista, participativo, cívico, no violento— dicta la construcción lógica para que esos malestares o incluso deseos se articulen en su propio cauce democrático. Aun así el adoctrinamiento no es perfecto y, al final, las desigualdades, la pobreza, la tiranía y el desasosiego no pueden esconderse tras las respuestas más normalizadas: la mierda siempre sale a flote. Y es ahí cuando nosotras, anarquistas, comunistas, anticapitalistas, podemos presentar cuáles son nuestros relatos para explicar la realidad, con la esperanza de encontrar cómplices en la batalla.
Oportunidades como la ocupación de las plazas y lo que se ha ido generando luego nos brindan momentos y experiencias que trastocan el discurrir monótono de la vida de mucha gente. Son estas vivencias —avidez por la discusión, sed de conocimientos, necesidad de comunidad, creer que ahora se puede, catarsis emocional, compartir el protagonismo de cada una, despertar del letargo— las que van demostrando que existen en lo social otras relaciones posibles. Viniendo de donde veníamos, e intuyendo que el declive económico no reculará, ahora nos fortalecemos con estos acontecimientos porque constituyen lo necesario para ir a otro sitio: las relaciones y lazos comunitarios desde abajo que puedan plantar cara a la farándula de las clases adineradas.
Estos espacios heterogéneos son sitios perfectos para promover el debate, contrastar nuestras posiciones con las de las demás, enriquecernos mutuamente, pero en ningún caso deberían ser sitios para promocionar unas ideas y prácticas excluyentes, para eso ya existen otros espacios. Hay ciertas acciones que no nos gustarán, otras las detestaremos pero para nada debemos encabezonarnos en poner palos en las ruedas de las demás sino que nuestra energía debería dirigirse a proponer y llevar a cabo actividades con las cómplices que nos encontremos.
Transmitir pura convicción con la participación en estos movimientos heterogéneos y reivindicativos sería mentir. Obviamente la duda nos asalta tras la pancarta en defensa de la sanidad pública, pero es desde ahí donde hemos podido vislumbrar la urdimbre de un posible rearme contra este mundo.
Siempre existirá el riesgo de que estas luchas refuercen el papel del Estado, de que el capitalismo se vuelva a salir una vez más con la suya, de que nos integren y se nos quede cara de tontas, pero justo por eso batallamos, para que las demandas a los agentes pertinentes se sobrepasen con la acción directa, para que la delegación en la política se convierta en confianza en una misma, para que el civismo se perciba finalmente como el sistema de control que es, para que el respeto a la propiedad privada se derrumbe ante el placer de los bienes comunes. Para que la falsa unidad de las ciudadanas se rompa ante la evidencia de que existen enemigas. Quien no arriesga, no gana.