Cuadernillos de explotación, nº1: Trabajar es una cosa horrorosa (es/fr)

London 1951-1953 by Robert Frank (2)

Trabajar es una cosa horrorosa. Todxs lxs que se rompen el lomo delante de las máquinas de coser, se embrutecen el cerebro delante de los ordenadores, sudan en los call-center, se mutilan cargando cajas cuyo contenido ni conocen, lloran en el meadero para borrar esa horrible sonrisa que tienen que poner delante del cliente y todxs lxs demás que pierden parte de su fuerza realizando repetitivamente esos movimientos que no les aportan nada más que algo de dinero que pasará de la cuenta bancaria del patrón a la del propietario, todxs aquellxs que, al menos, son capaces de admitirlo. El trabajo es una mezcla de tristeza, aburrimiento, dolor, frustración, encierro y caras falsas. Es una acción en contra de nuestros cuerpos, nuestro desarrollo, nuestra subsistencia y, contrariamente a los lugares comunes, de nuestra supervivencia. Así que sí, el trabajo es una cosa horrorosa. Quizá, algunxs ejecutivxs, empresarixs, artistas, científicxs o demás, me contradigan en esta afirmación, pero la verdad es, ¿hay algo más que esclavxs felices por tener en cuenta sus objeciones en su vida diaria?

 

Dicho esto, hace años que trabajo algo menos de quince horas a la semana. No trabajo porque piense que hay que trabajar, trabajo porque, por el momento, es la obligación que me encontré ante el chantaje del dinero. Más exactamente, soy camarero en un restaurante de un barrio rico de París con una clientela de esnobs de todo tipo (menos pobres, quizá), es decir, van lxs fans de la vida a lo nuevx ricx con ganas de exhibir unos cuantos fajos delante de sus congéneres. Cada jornada de trabajo es la misma repetición de gestos funcionales, son cientos de personas con las que hay que intercambiar sonrisas crispadas y diálogos sin sinceridad ni interés (mutuo) en los que se nos considera simples medios, no fines. Para el cliente, solo somos un medio para obtener comida, somos lxs intermediarixs (entre tantxs otrxs) entre sus carteras y el banco del patrón restaurador. Está claro que es difícil, a la larga, jugar al juego que consiste en aceptar que no somos nada, que solo somos siervxs que hacen aparecer con un silbido (solo esperamos eso) o un chasquido de dedos y a lxs que se les da órdenes y mandatos que disimulan en forma de pregunta, porque en el fondo la idea de tener esclavxs es insoportable para muchxs cuando se presenta de forma demasiado evidente. Cuando el cliente pide pan, no pide, exige, y nosotrxs tenemos que obedecer en el acto. Imaginaos, pues, que un/a camarerx responda: “no, no tengo ganas de servirle” o bien “no, nada me inspira las ganas de prestarle servicio”.

Pero, ¿qué es un cliente? Para ser sincerxs, no tengo ni idea. Me es imposible definir esta nueva clase, ese estado de ser tan absurdo y, por lo tanto, tan integrado. El cliente es una persona que cambia una cierta cantidad de dinero (o no sé qué otro valor de cambio) y tiene el derecho de obtener, con el apoyo de las leyes, un servicio cualquiera. El cliente debe obtener este servicio, no hay condiciones ni negociaciones posibles. Cuando un cliente ha pagado o va a pagar, una creencia mucho más enraizada que cualquier otra creencia supersticiosa, quiere decir que obtendrá lo que se le debe. Por ejemplo, un cliente me pide una tarta, por los pelos, porque solo queda un trozo. En el momento de servirla, esta se resbala de unas manos cansadas por una jornada agotadora repitiendo los mismos movimientos, antes de caerse redondo. Yo me disculpo como es costumbre y me pongo a cuatro patas para limpiar mientras este, desde arriba, me echa pestes sobre hasta qué punto tiene prisa y hasta qué punto lo que tiene que hacer es importante, incluso primordial. Le vuelvo a dar la carta para que elija otro plato, pero él quiere una tarta, le vuelvo a explicar que era la última, pero no hay nada que hacer, él quiere una tarta y es un restaurante que sirve tartas, así que él tiene que tener su tarta, es así. El cliente pide y exige, está en su derecho de tener una tarta, el contrato social se lo garantiza, la ley lo enmarca. El patrón nos explica que “el cliente es el rey”, justo ese es el tema, el tema de toda una vida, un tema que lleva en sí la invariabilidad de la autoridad: desde que hay un rey, hay que servirle, entonces, si el cliente es el rey, hay que servir al cliente.

Con lxs compañerxs de trabajo menos verdes en este juego de la explotación y lxs más desengañadxs, solemos hacer la observación de que lxs clientes podrían vernos soltar chorros de sangre por todos los poros de nuestro cuerpo, llorar, sufrir, caer y aun así no harían nada, están condenadxs a comer, tienen que tener de comer. Es su derecho, es nuestro deber. De hecho, la primera cosa que tiene que saber hacer un/a camarerx es callarse la boca, tragarse cualquier orgullo, cualquier imagen de sí mismx que muestre algo de dignidad, dominar sus impulsos violentos y agresivos, pues.

¿Toda esta mierda para conservar un trabajo que no soportamos? La paradoja es gigantesca, es la de la dominación. De hecho, no guardamos la compostura porque queramos conservar el empleo, sino por conservar el salario, por muy miserable que sea, y esa es otra más de las capas de obligaciones, justo después de la que consiste en aceptar que hay que tener dinero para vivir bajo la dominación capitalista omnipresente.

Estas líneas no quieren ser importantes, ni se publicarán con regularidad, sino según el grado de necesidad de publicarlas del autor, no son más que las líneas de un individuo frustrado hasta la médula que se dedica a refrenar su violencia, que soñaría con tirarle el plato al careto de todxs esxs capullxs pero que todavía no tiene nada que perder, en todo caso, el salario. Hay que conservar el empleo porque hay que conservar el salario y conservar el empleo no tiene gran cosa. Tirarle un plato al careto chorreante de esxs infames gozques de lxs clientes reyes no forma parte de esas cosas.

Pero, ¿quién sabe? Quizá algún día…

Non serviam.

 

 

Petits carnets d’exploitation n°1 : Travailler est une horrible chose

Travailler est une horrible chose. Tous ceux qui se brisent l’échine sur des machines à coudre, s’abrutissent le cerveau devant des ordinateurs, suent dans des call-centers, se mutilent à porter des cartons dont ils ne connaissent même pas le contenu, pleurent dans les chiottes pour effacer cet horrible sourire qu’ils doivent tenir face au client, et tous les autres qui perdent une partie de leur force en manœuvrant répétitivement des gestes qui ne leur apportent rien d’autre qu’un peu d’argent qui passera du compte en banque de leur patron à celui de leur propriétaire, tous ceux-là sont au moins capables d’en convenir. Le travail est ce mélange de tristesse, d’ennui, de douleur, de frustration, d’enfermement et de faux-semblants. Il est une action à l’encontre de nos corps, de notre épanouissement, de notre subsistance, et contrairement aux lieux communs, de notre survie. Alors oui, le travail est une horrible chose. Peut-être quelques cadres, chefs d’entreprise, artistes, scientifiques ou autres me contrediront dans cette affirmation, mais à vrai dire, y a t il encore autre chose que des esclaves heureux pour tenir compte de leurs objections dans leur vie quotidienne ?

 

Cela fait des années que je travaille un peu moins de quinze heures par semaines. Je ne travaille pas parce que je pense qu’il faut travailler, je travaille parce que pour l’instant c’est le compromis que j’ai trouvé avec le chantage de l’argent. Plus précisément, je suis serveur dans un restaurant d’un quartier riche du centre de Paris avec une clientèle de bobos de toutes sortes (sauf des pauvres peut-être), cela va du fan de bio au nouveau riche désireux d’exhiber quelques liasses devant ses congénères. Chaque journée de travail c’est la même répétition de gestes fonctionnels, c’est des centaines de personnes avec qui il faut échanger sourires crispés et dialogues sans sincérité ni intérêt (mutuel) dans lesquels nous sommes considérés comme de simples moyens, et non comme des fins. Nous ne sommes, pour le client, que le moyen d’obtenir à manger, nous sommes des intermédiaires (parmi tant d’autres) entre son porte-monnaie et la banque du patron restaurateur. Bien sûr, c’est difficile sur la longueur, de jouer le jeu qui consiste à accepter que nous ne sommes rien, que nous sommes des servants que l’on peut faire apparaître d’un coup (nous n’attendons que ça) en sifflant ou en claquant des doigts et à qui l’on donne des ordres et des commandements que l’on enrobe d’une forme interrogative parce qu’au fond l’idée d’avoir des esclaves est insupportable à beaucoup lorsqu’elle se présente de façon trop évidente. Lorsque le client demande du pain, il ne le demande pas, il l’exige, et nous devons nous exécuter sur le champ. Imaginez donc un serveur répondre « non, je n’ai pas envie de vous servir » ou bien « non, rien ne m’inspire chez vous l’envie de vous rendre service ».

Mais qu’est-ce qu’un client ? Pour dire vrai, je n’en sais rien. Il m’est impossible de définir cette nouvelle classe, cet état d’être si absurde et pourtant si intégré. Le client est une personne qui en échange d’une certaine somme d’argent (ou de je ne sais quelle autre valeur d’échange) est en droit d’obtenir, avec l’appui des lois, un service quelconque. Et le client doit obtenir ce service, il n’y a pas de conditions ni de négociations possibles. Lorsqu’un client a payé ou qu’il va payer, une croyance ancrée en tous plus fortement encore que n’importe quelle autre croyance superstitieuse, veut que celui-ci obtiendra son dû. Par exemple, un client me commande une tarte, cela tombe bien il n’en reste qu’une. Au moment de le servir, celle-ci glisse de mes mains usées par une journée usante à répéter les mêmes tâches, avant de s’échouer sur le sol. Je m’excuse comme il est d’usage et me mets à quatre patte pour essuyer pendant que celui-ci me peste dessus à quel point il est pressé et à quel point ce qu’il a à faire est important, voir primordial. Je lui redonne la carte pour qu’il choisisse un autre plat, mais il veut une tarte, je lui ré-explique que c’était la dernière, mais cela n’y fait rien, il veut une tarte et c’est un restaurant qui sert des tartes, alors il doit avoir sa tarte, c’est comme ça. Le client commande et exige, il est dans son droit d’avoir une tarte, le contrat social le lui garantit, la loi l’encadre. Le patron lui, nous explique que « le client est roi », c’est même sa devise, la devise de toute une vie, une devise qui porte en elle l’invariance de l’autorité : lorsqu’il y a un roi, il faut le servir, alors si le client est roi, il faut servir le client.

Avec les collègues les moins frais dans ce jeu d’exploitation et les plus désabusés, nous nous faisons souvent la remarque que les clients pourraient nous voir gicler du sang par tous les pores de nos corps, pleurer, souffrir, tomber que cela n’y ferait rien, ils ont commandé à manger, ils doivent avoir à manger. C’est leur droit, c’est notre devoir. De fait, la première chose que doit savoir faire un serveur c’est de se la fermer, ravaler toute fierté, toute image de lui-même qui lui renverrait un peu de dignité, puis de maîtriser ses pulsions violentes et agressives.

Toute cette merde pour garder un travail que nous ne supportons pas ? Le paradoxe est gigantesque, c’est celui de la domination. En fait nous ne nous tenons pas en rang car nous voulons conserver l’emploi, mais parce que nous voulons conserver le salaire, aussi minable soit-il, et cela n’est que la centième couche de compromis, bien après celle qui consiste à accepter qu’il faut de l’argent pour vivre sous la domination capitaliste omniprésente.

Ces quelques lignes ne se veulent pas importantes, elles ne seront pas publiées avec régularité, mais au gré du besoin de les sortir de son auteur, elles ne sont que les lignes d’un individu frustré jusqu’à la moelle qui passe son temps à refréner sa violence, qui rêverait de balancer des assiettes à la gueule de tous ces connards mais qui n’a pas encore plus rien à perdre, en tout cas pas son salaire. C’est parce qu’il faut garder le salaire qu’il faut garder l’emploi, et garder l’emploi ne tient pas à grand chose. Balancer une assiette dans la gueule dégoulinante de ces infâmes roquets de clients rois ne fait pas partie de ces choses.

Mais qui sait ? Peut-être un jour…

Non serviam.

 

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