Cuando entro en la plaza hasta que sale el toro al coso taurino me invaden recuerdos malvividos. Soy antitaurino como muchas otras antifas.
Un día salté de mi cama con sudor casi empapada la cama, mi cuerpo y mi cara. ¿Había tenido una pesadilla? Quizás un mal sueño que paso a contar, luego posiblemente sea cierto. Estaba en mi celda de 2 x 4 metros y sólo disponía de varias cosas; unos trapos de papel y boli y dos libros, ambos eran cuentos; “El Estado contra natura y otros cuentos” de Luis M.M. Y “una avanzada del progreso” de J.Conrad. Había terminado de leer los dos, eran buenos cuentos para dormir a un abuelo o algún locuelo, la parábola y la fábula aparecían en ellos como en la mayoría de libros pues no hay malos libros si no malos lectores. Como ya no tenía nada con lo que entretener mi mente, recurrí a los conocimientos muy básicos del yoga y la autorelajación. Así pues, por la noche en la cama me estiré y comencé, me dispuse a poner en práctica artes que había leido tiempo atrás de T. Lomsang Rampa “el tercer ojo”, un tibetano que realizaba viajes astrales, además concurre también la idea motivado por Jack London en su “ El vagabundo de las estrellas” así que comencé a relajar hasta adormecer los pies, subí hasta los muslos, el coxis, donde comienza el primer chakra, y continué hacia mis extremidades llegando a la frente, lugar donde se encuentra el 7º chakra. Me asusté pero pude salir de mi cuerpo unido por un hilo parecido al cordón umbilical. Era el hilo estelar que mantenía unido mi cuerpo y mi espectro, el cordón estelar como le llamo yo. De pronto aparecí en un reciento de forma geométrica totalmente circular. Estaba lleno hasta los topes. La algarabía y el bullicio me impedían la concentración. Por ese motivo y asustado, decidí volver a mi cuerpo carnal en la tierra, planeta en el que vivo. No fui consciente totalmente de lo que me ocurrió, así que decidí hacer un nuevo intento, estaba tan unido a mi cuerpo, que sólo las ansias de aprender y conocer pudieron más que mis temores. Esta noche lo intentaré de nuevo, me dije.
Así que esta noche me acomodé en la cama pero sin embullirme en ella, pies abiertos y estirados como el hombre de L. Da Vinci, a excepción de las manos que puse boca arriba estiradas sobre la cama, un poco separadas de mi cintura y con el pulgar y el índice en contacto para canalizar energía. Así, en esta postura fui recorriendo mi cuerpo hasta salir de él. Mientras me sujetaba el cordón estelar podía ir a cualquier lugar, pero el cordón siempre, siempre estaba ligado a mí como un halo de luz amarilla blanquecina. Una luz celestial tan viva como las estrellas y toda la galaxia. Podía ir a Marte, Júpiter, Saturno, Plutón, Urano… a todos los planetas conocidos y otros que no figuran en ningún mapa de astrofísica.
Me centré en el mismo lugar en que estuve el día anterior, era un coso taurino repleto hasta las trancas, todos allí reunidos gritaban y agitaban pañuelos blancos al viento. Pedían las extremidades del animal, era un toro bravo, noble y aguerrido. Por lo que pude comprobar, el hombre siniestro vestido de negro con encajes de plata para resaltar su figura era un torero, un matarife de la empresa de los Osborne o vitorinos. Pensé que se parecía a un gladiador en tiempos de Roma, cuando el imperio llegó hasta la antigua Tarraco o Barcelo, dejando como herencia histórica unos juegos ancestrales más propios de primitivos que de animales.
La arena estaba teñida de sangre, el toro había sufrido la puya y los tres tercios desangrándose para que el hombre de negro lo mareara con su capote antes de entrar a matar según el lenguaje de la tauromaquia. Los griegos ya conocían este “arte”, pero sólo burlaban la suerte saltando por encima del animal noble sin llegar a matarlo, para disfrute de la masa “democrática”. Eran más civilizados pero tenían y hacían esclavos a todos los vencidos en sus púnicas guerras y batallas, pues para ellos como para los romanos el IN PACE PARABELLUM era de rigor indiscutible. Podía viajar en el presente pero no en el pasado o futuro, no obstante, el presente en el astral es eterno, así que con los conocimientos que adquiría del presente, podía concluir el pasado y el futuro, pero nada más, pues eran inamovibles.
Como os contaba, cuando estaba en la arena nadie me observaba, no podían, pues era mi espectro el que veía lo que allí sucedía; el toro embistiendo el caballo y recibiendo puyazo tras puyazo. El animal estaba asustado pero aún así no paraba de embestir una y otra vez hasta que la comparsa o camarilla del torero lo alejaban de esa suerte para gozo de los mozos de la cuadrilla, capotear repetidamente al tauro mientras el hombre de negro con campanillas de plata se dirigía a su padrino para brindarle el toro tirando la montera al púlpito, donde se encontraba el maestro XYY de los toros con sus tres cromosomas con su ceremoniosa frase “más cornadas da el hambre” frase que forma parte del refranero popular que es lo único que ofrece el torear sin tenerse que ensañar con un animal. La excusa de siempre es que viven como príncipes y mueren como reyes, ciertamente algo de veraz hay en toda esta palabrería, pues cuántos reyes han muerto envenenados sufriendo una suerte que quizás desmerecían, pues son las sombras las que gobiernan al pueblo, no a la vista presente, pues serían indecentes. XYY cogido a su joven prometida Doña María de los Dolores, duquesa de la Casa de Albacete. Y así concluía esa tarde bestial, “tarde de toros”, que ofrecían hace ya un terremoto cuando la televisión era UHF y el famoso nodo es decir que todo pobre se arremolinaba ante este aparato bobo para ver más sangre de la que cundía, pues no era suficiente el vil aparato para saciar a las masas y adoctrinar su cogote. En la plaza caía de todo en el ruedo, botas de vino, flores, vítores exigiendo las dos orejas y el rabo, pues no tenían suficiente con torturar y asesinar al animal, que además querían la cabeza y sus extremidades como botín de una lucha desigual; muchos contra uno y uno contra todos. Decidí volver a mi cuerpo, pues aquello era un esperpento. La tarde de toros seguía y un nuevo vitorino salía al ruedo con testa y astado. Impresionante, pensé que se utiliza el color rojo para disfrute de las masas, el rojo de la capote con el negro del toro debe ser el de la falange española. Cómo puede ser el hombre tan despiadado y cometer atrocicades sin ser vilipendiado, muy al contrario, era el torero sacado de la plaza a hombros cuando concluía la corrida. Aunque esta noche comenzaré un nuevo viaje, no sin el mismo miedo que al principio, quizás porque soy atrevido y deslucido busco nuevas aventuras (“es normal en la vida que se vaya de la aventura a la amargura” L. Mingo.). Quizás porque soy atrevido y aún deslucido en un traje a rayas no brillan los descosidos. Despierto de sopetón con mi cuerpo cansado y desnutrido por haber viajado tanto, mi cuerpo era un guiñapo, una osamenta rellena de carnes flácidas que axigían alimentarse así que me tomo un vaso de café con leche y lo que tengo a mano, que consiste en un trozo de pan y unas viandas. En una ocasión, viajé 80 días y al volver mi cuerpo estaba tan desnutrido que si no lo cuidaba se extinguía.
En el astral no tienes apetitos que saciar, sólo el observar. Aún veía las sombras de aquella figura tenebrosa sobre todo en las noches de invierno, que eran más largas y engañosas. Como ya explico al comenzar, no es cuento, ni sueño aquel despertar, aquello era mi realidad. “El miedo siempre permanece. Un hombre puede destruir todo lo que hay en su interior, el amor, el odio, las creencias, incluso la duda; pero mientras se aferra a la vida no puede destruir el miedo; el miedo sutil indestructible y terrible, que invade todo su ser, que impregna los pensamientos que rondan en su corazón; que observa en sus labios la lucha del último aliento” He creído conveniente plasmar esta cita de J. Conrad porque es lo más parecido al sentimiento que se tiene en un viaje astral para el neófito.
José Antonio López Cabrera
El Hombre Que Mataba Toros [Un Relato De José Antonio López Cabrera]