He oído hablar de un robo reciente. Sin invitación previa, los ladrones entraron en la casa, abrieron el baúl y se llevaron algunas joyas, dejando intacto un número de papeles manuscritos, notas, borradores de literatura y de matemáticas, el fruto de dos o tres años de vida intelectual. El hecho en sí no tiene nada de notable, ni sería justo echar en cara a los rateros su poca afición a los desarrollos de la idea pura. Cada cual en su oficio. Pero es precisamente lo vulgar de un fenómeno lo que debe inclinarnos a la meditación. No es el azar, sino el orden lo que debe maravillarnos. No es milagroso lo que ocurre raras veces, sino lo que siempre ocurre. Y figurándome filósofo al dueño de las joyas robadas y de los papeles perdonados, le filosofaría en estos o semejantes términos.
– «Si le hubieran quitado tus cuartillas queridas, cansadas aún de tu mano febril y vacilante, llenas de surcos negros, de tachaduras -¿te acuerdas?, gestos de rabia o de triunfo-; si te hubieran quitado las compañeras de tu soledad agitada, las hijas y herederas de tu pensamiento, darías por rescatarlas tus joyas y tus vestiduras y el lecho en que descansas. Y ves que no te han hecho padecer tanto como pudieran, y que no es necesaria a la felicidad de los que nos parecen malos toda la desdicha de los buenos. Y sentirás que tus cuartillas, arraigadas en ti, son en verdad tuyas, mucho más tuyas que tus joyas y que tus muebles. Y advertirás que los ladrones buscan lo que es menos tuyo, y rechazan lo tuyo de veras, lo que por serlo pierde su precio y su virtud apenas sale de tu voluntad y dominio.
«Admitirás entonces que no son las joyas de tu propiedad legítima, sino de quien las hizo, igual que son de quien los escribió los papeles que guardas. El palacio pertenece al arquitecto, y la tierra a quien la fecunda y embellece. Sólo es nuestro lo que engendramos, lo que por nosotros vive, lo que como padres no repudiaremos nunca; sólo es nuestro lo que sólo con nosotros resplandece y obra. Y he aquí que el oro inerte, anónimo, el esclavo que a todos sirve, no es de nadie, o es de todo el mundo. El oro y el aire y el agua y el cielo no son de nadie, porque no son humanos; tu joya tiene dueño, no por ser de oro, sino por ser joya, porque un hombre al cincelarla retrató en ella la imagen fugitiva de su espíritu.
«Robar el oro es un acto indiferente. Nosotros lo castigamos, lo llamamos delito. Esto es una monstruosidad, una locura. Nos volvimos locos el día en que pagamos con oro al que hace una joya y al que escribe un libro. ¿No comprendes que no hay equivalencia posible entre un pedazo de metal y un pedazo de alma? La base de la sociedad es una inmensa mentira, un tráfico ilusorio entre cosas intraficables. Nada profundamente nuestro es susceptible de abandonarnos. Vende tus cuartillas, y cuenta tus monedas, mas no juzgues que lo que creaste cesa de ser tuyo, ni que ese dinero pasó a serlo. Te está permitido únicamente darte, no cambiarte. Los ladrones no te hurtaron nada, y nada te entregan los que te abonan tu salario.
«Los ladrones, pues, no son culpables. Si sacaran un vaciado en yeso de las joyas, para el artífice que las ejecutó, y se quedaran con el oro, harían un gran bien. El robo suele restituir. Sin embargo, mételos en la cárcel. Conviene que sufran, y que sufran también otros infelices: los carceleros. Conviene que el dolor absurdo remueva el fondo de las conciencias, y que se hinche siempre la ola vengadora».
Publicado en “Los Sucesos”, Asunción, 5 de enero de 1907.