Si los códigos penales están infectados de delitos inventados o crímenes sin víctimas, el ataque del Estado a la COPEL fue el paradigma de este abuso en el secretismo carcelario, por su frecuencia histórica a otros niveles individuales, reprimiendo con salvajismo a un colectivo crítico que exigía la aplicación de la amnistía ante los crímenes sin víctimas decretados por la dictadura. No había nadie en la publicidad del gran secuestro. El grupo troturado en calzoncillos estaba solo con los grilletes de la guardia civil conducidos en un autobús celular a los aislamientos del penal de Ocaña. Al sentir la noche del secuestro los palos y los gritos, un rictus de desesperanza se quejó en el asombro, hasta que algunas víctimas gritaron lo que ocurría y desde ese instante todas las puertas de la tercera galería desde su interior tronaron ensordecedoramente, igual que cuando ejecutaban por garrote vil, hasta escuchar el último cerrojazo. En la mañana, los ojos cansados de los compañeros no secuestrados volvieron a escuchar la sombra de aquella noche por la ansiedad del dolor compartido.
El eco de la galería en el corazón. Vieron las sombras alargadas de cada uno en su primera hora de luz en el patio. Los más comprometidos no realizaron una asamblea general sumando apoyos para el propósito de la lucha inmediata no la abortara alguna filtración. Una vez subidos los quince copelianos con su pancarta en la cuarta galería muerta, los otros treinta entraron bajo cubierta y sus treinta sombras se introdujeron en sus cuerpos, la sombra unitaria de aquella noche, crímenes sin víctimas, la verdad escondida, la falsificación de la convivencia, presentando los preso su lucha desesperadamente organizada por compañerismo. Fue la lucha contra majaras del medievo, contra la inquisición de calabozo. Luchaba la salud humanitaria contra la heroína inhumana. Así se inicia, desde el 19-II-1976, la revolución en las cárceles. Los médicos llamaban al Hospital General Penitenciario “el reposo del guerrero”. Era frecuentado por personas que salían por la fuerza de su individualidad de los penales más violentos y de las torturas. Por valiente desesperación, algunos se las ingeniaban para romperse un hueso, el más común el de la mandíbula, recibiendo un fuerte puñetazo voluntario de precisión en el maxilar inferior. Otros se cortaban un dedo. Había quien ingería una botella de lejía y llegaba con el estómago achicharrado. La lucha de la pena más frecuente era la ingestión de objetos metálicos, algunos consiguiendo tragar un muelle de la cama, siendo más frecuente la ingestión del mango metálico de las cucharas. Estos objetos rígidos no pasaban por el píloro, necesitando la intervención quirúrgica para extraerlos. Una vez recuperados de las lesiones y autolesiones, los médicos decían a los luchadores que iban a estar dos meses más de reposo antes de darles el alta a su destino de origen, que no podía ser iniciativa del facultativo, sino la estrategia de pacificación general de conflictos mediante el tiempo diseñada por la Dirección General de Prisiones.
Una vez curados y vendados, los copelianos de Carabanchel se encontraron con unos cuarenta luchadores del Hospital en plena forma. Descubrieron el anagrama de la COPEL, la silueta de España enrejada, en algunas habitaciones hospitalrias. El proselitismo de los presos en lucha había llegado a otras cárceles y penales, muy acentuadamente en el complejo penitenciario de Carabanchel, que tenía seis administraciones independientes: la Cárcel de Hombres, el Pabellón de Mujeres pegado al pequeño cementerio lindando con las vías del Metro suburbano, el Reformatoriuo de Menores, el Psiquiátrico Penitenciario, la Central de Observación y el Hospital General donde se encontraban. Algunos estaban ingresados por enfermedades naturales, otros cercanos a la intervención quirúrgica, pocos en silla de ruedas, algunos recién operados y escasos en la cama con el gotero. Los luchadores con buenas facultades físicas acordaron la toma y control de todas las instalaciones carcelarias y el asalto a los tejados del Hospital. Harían visble el conflicto hacia la calle, respetando la reivindicación inicial del regreso de los compañeros secuestrados en la tercera galería. Esa misma noche, la COPEL realiza un butrón arriba, inundando los tejados y subiendo los alimentos y bebidas para aguantar autónomamente un tiempo desconocido. El miedo a la muerte o a las represalias fue superado por la osadía de retar al poder con la ideología de la solidaridad desde abajo. Los copelianos del Hospital menos capacitados físicamente, en las rejas tipo americanas de los pabellones de la izquierda y de la derecha, montaron barricadas con colhones y algunas camas. En los tejados pasaron la noche del 20-II-1977, visibles periféricamente desde algunos edificios del barrio de Aluche y con exposición desde las zonas más cercanas de la Avenida de los Poblados hasta su profundidad cercana al Metro suburbano. Desde las alturas y entre risas, los presos comentaban su gran desafío al Estado, en espera de la respuesta que el Gobierno de Adolfo Suárez iba a dar a las víctimas del franquismo. Desde el amanecer y en horas de máxima luz no hubo novedad en los tejados: Borbón, Suárez y Rosón diseñaban los poderes desde sus palacios. Finalizando la tarde, poco antes de apagarse la luz natural, aparecieron los antidisturbios apuntando con sus escopetas, conminando a los copelianos a la rendición. Unánimemente, deciden bajar, porque el motín publidictario es un éxito, y porque una resisitencia sería inútil en los tejados con corrienteas deslizantes, sin parapetos de protección, donde los pelotazos a blancos fijos provocarían caídas al vacío con el resultado de muerte de los presos.
La semana bárbara iniciada el 23-I-1977 con los asesinatos ultras y policiales de los manifestantes Arturo Ruiz, en una manifestación en la que pedían la amnistía también para los presos comunes y, posteriormente, la muerte de María Luz Nájera, concluyendo con el asesinato de los seis abogados laboralistas de la calle Atocha, con la intervención de la CIA norteamericana en este caso, aconsejeron a la conjura de los franquistas y los marxistas destruir a la COPEL antes de un mes, para que la verdad de los crímenes recientes y vivientes de los presos no contaminara por la extensión de su conocimento a los ciudadanos manifestantes, paralizando esta reclamatoria los nuevos partidos políticos, PSOE de derecho y PCE de hecho, que apoyaban al fraquismo para sacar su tajada de poder en las próximas elecciones generales. Estos hipócritas estafadores se eenmascaraban cantando la Internacional, mientras a los “parias de la tierra” y “famélica legión” les condenaban a sufrir el franquismo a perpetuidad. Cuando la conjura percibió que por el violento secuestro de la palabra del día 19-II-1977 habían provocado la inmediata revolución de las víctimas del franquismo en las cárceles, no pudieron o no quisieron volver atrás, por el compromiso con la jucdicatura de los crímenes injustificables, que sí eran enmascarables.
Por el último tramo de las escaleras del Hospital, por su segunda planta, hasta la mitad de la zona de tierra que separaba ese centro de la Cárcel de Hombres, había una doble y densa fila de antidisturbios por donde los copelianos pasaban de uno en uno. A cpntinuación, la doble fila era de carceleros de los tres turnos diarios convocados, cubriendo éstos dos tercios de la segunda galería, pasando los locutorios de jueces y bogados hasta la Perra chica”, unos 100 metros. Fue una de las palizas más intensas y brutales del recuerdo. Tenían órdenes de romper cabezas para escarmiento. Impactaban los culatazos del cuello para arriba. Separaban las manos de la cara para romper las bocas y las narices a culatazos. Saltaron dientes. Quienes no podían golpear en la parte de arriba daban patadas y porrazos en el cuerpo. Los carceleros estaban armados con estacas y barras de hierro, golpeando con la misma saña por obediencia al crimen. Todos los copelianos presentaban hemorragias por arriba. En la zona de tierra, la sangre era absorbida y las baldosas de la prisión quedaban salpicadas por pequeños charcos. A la mitad de los presos los encerraron en las celdas de los condenados a muerte, a las que se accedía por la escalera que bajaba desde la Perra Chica. Un año más tarde, en ese mismo sótano de las celdas de enrejado americano, los carcleros de tropa y de rengo darían muerte al preso de la COPEL y anarquista Agustín Rueda Sierra. La otra mitad de los presos de la caravana, con sus hemorragias, cruzaron el centro, cubrieron los 100 metros de la quinta galería hasta llegar al taller de maquetas, en el Reformatorio. Desde allí, bajaron las dos plantas hasta la marquesina del patio, cubriendo otros 50 metros a la izquierda y llegando a la segunda galería, vacíada de menores expresamente para enceldar de uno en uno a los copelianos.
En la mañana del día siguiente, se presentó un equipo de enfermeros que dijeron del Hospital Gregorio Marañón. Éstos desinfectaron heridas, cosieron los cortes de venas por los puntos saltados y dieron puntos de sutura en las heridas policíacas y carcelarias de la cara y la cabeza. Vendaron y pusieron apósitos. Repartieron calmantes, porque todos los cuerpos estaban llenos de moratones que hacían difícil el movimiento de los torturados.
Desde las ventanas, los copelianos se daban ánimos. Hablaban de su éxito en los dos días de lucha. Tenían mucha moral de combate. Eran jóvenes de cuerpo y espíritu. Algunos se reían y otros no podían hacerlo porque les dolía le pecho de los culatazos.
Eran personas importantes a las que el borbonismo había desterrado al infierno.
COPEL, problema de Estado. Fase revolucionaria, segunda lucha