Miguel Giménez Igualada (1968)
A manera de prólogo
Reparos hechos a un artículo, El anarquismo y la ciencia, recientemente aparecido en una revista. Y como sólo se repara lo que sufrió deterioro o menoscabo, reparo, como mejor sé y puedo —obra de atrevida albañilería—, el daño y el descrédito que el autor del artículo ha cometido contra el anarquismo.
Carta abierta al autor[1]
He leído con todo detenimiento tu artículo y me vas a perdonar que haga públicos mis reparos a él, pues habiendo hecho públicas tus reflexiones, lógico es que haga yo lo mismo con las mías, lo que considero que no ha de extrañarte y menos todavía molestarte.
Cuando un hombre, sea él quien fuere, manifiesta públicamente lo que piensa, llamando con sus reflexiones a que otros reflexionen también, es que considera necesario advertir a sus compañeros en humanidad que están en error; que, extraviados, andan por caminos oscuros; que van por la vida como ciegos; que, en fin, están equivocados.
Entre esos compañeros tuyos en humanidad me encuentro yo, por lo que me doy por advertido, concediéndome a mí mismo el derecho a decirte que no me conforma lo que me dices, que no me satisface la advertencia que me haces, pareciéndome, por lo que afirmas, que eres tú el que vive en error. Así que tu advertencia y mi inconformidad con las públicas manifestaciones que sobre anarquismo haces, me llevan a escribirte no sólo esta carta, haciéndola pública porque en ella y con ella les hablo también a nuestros otros hermanos en humanidad, sino a publicar este libro para hablar yo también por creer que es necesario decir que, además del tuyo, del vuestro, existe otro anarquismo que no es ni siquiera pariente lejano del que en vuestras publicaciones pregonáis. Ahora bien, si fueran sólo unos cuantos los que os leen, y esos cuantos fuesen de los que pertenecen a vuestro círculo ideológico, me diría que no causabais grandes trastornos mentales a la humanidad, por lo que no era necesario hacer pública mi inconformidad; pero como os leen algunos que aceptan ciegamente lo que sobre anarquismo dicen los diccionarios, y entre lo que éstos dicen y lo que vosotros afirmáis existe un cercano parentesco, sobre todo en lo que a violencia se refiere, quiero decirles a aquéllos, más que a vosotros, que la violencia es insurrecta, pero no anárquica, así como que las revoluciones, sean quienes fueren los revolucionarios que las llevan a cabo, adoloran y oprimen, no abuenan ni libertan, por lo que entre un revolucionario violento y un anarquista hay un mundo moral de por medio, e iremos viéndolo poco a poco en las páginas que siguen, pues el camino es largo y hay que andarlo despacio y con tiento.
Hablando del anarquismo y la ciencia afirmas que toda ciencia es esencialmente anárquica como toda concepción anárquica es esencialmente científica, lo que considero no ser cierto, pues la ciencia, instrumento del hombre, no puede tener otro color ni otra aplicación que los que el hombre les da, ya que él es su creador. De modo que la ciencia que, como toda herramienta del hombre, carece de entendimiento y de razón, ni fue, ni es ni podrá ser jamás anárquica, porque el ser anarquista depende de la voluntad del hombre, de su querer ser, y fuera del hombre ni hay ciencia ni anarquismo.
Te olvidas de que el hombre es el único creador que hasta hoy existe en el planeta, por lo que fue él quien hizo la ciencia y concibió la más bella manera de vivir libremente, o sea, anárquicamente, y por ese olvido despojas a la unidad humana de su personalidad y se la concedes graciosamente a la ciencia y al anarquismo, como si esas inteligenciaciones humanas pudieran obrar por sí y sin el hombre.
Comprendo que lo digas en virtud del concepto que el hombre te merece, ya que cierta vez te oí decir que el hombre es un ente social y que la sociedad, como un verdadero cuerpo orgánico, tenía su anatomía y su fisiología, lo que casi era igual a afirmar que tenía mente, y, por lo tanto, moral y voluntad propias, afirmación tan aventurada como falsa, pero que significaba restarle importancia a la criatura humana y concedérsela al Todo, que fue lo que hizo Kropotkin, tu maestro, al sostener que sin el gran Todo nuestro Yo no es nada, habiéndole dicho yo que si a ese Todo le diéramos el nombre de Dios, la religión estaría formada, del mismo modo que te digo a ti que el Gran-Todo-Social que tú ensalzas, es una especie de divinidad salvadora, pues al hombre, a ti, ente social, no le concedes valor, ya que es como una partícula casi despreciable dentro de aquel gran Todo, sin detenerte a pensar que son esas partículas, los hombres, los que componen los conjuntos humanos, o sea, la sociedad que tú preconizas y deseas, y que si esas partículas careciesen de valores, el del Todo tendría como índice el signo menos.
Si las ideas de anarquismo y ciencia se las adjudico a quien corresponde, al hombre, mi compañero en humanidad, veremos que anarquismo es conducta —conducta de mi compañero para con él, para contigo y para conmigo—, y que ciencia es su saber. Porque anarquismo es conducta, puede ser anarquista un hombre que no posea ciencia y, por el contrario, un científico puede no ser anarquista por carecer de conducta humana hacia sus semejantes. De modo y manera que obrar y saber no siempre los llevan los hombres de la mano por los caminos de la vida, y lo prueba el hecho de que los poseedores de elevados conocimientos científicos son los que crean esos terribles artefactos destructores, con los que se diezma al género humano, pues por ellos estamos tú y aquél y yo amenazados de muerte. Esos estragos inhumanos que, en general, ve el hombre científico con frialdad, conmueven profundamente al hombre anarco que busca y desea la convivencia armoniosa con sus semejantes y de ellos entre sí.
Pero vayamos los dos, tú y yo, despacio, pasito a paso. Las relaciones entre anarquismo y ciencia, dices, son indisolubles. Si el anarquismo deja de ser científico en la búsqueda de la verdad y de la justicia, pierde sus propias esencias y sus propios fundamentos, cuya afirmación me parece forzada y poco científica.
Primero: porque siendo, como es el anarquismo conducta del hombre hacia el hombre y estando esa conducta —ese anarquismo— subordinada totalmente al querer y al hacer del individuo, es éste, y sólo él, quien puede relacionar el anarquismo con la ciencia, su idealidad con su instrumento, y él quien puede imprimir carácter a todo cuanto toca y crea, el anarquismo incluido, que no fue ni es ni podrá ser jamás un hecho real si el hombre no lo actúa, porque sin el hombre, el anarquismo no puede tener existencia.
Segundo: porque es impropio afirmar, como afirmas al decir: … el anarquismo es, como la ciencia, una búsqueda acuciosa y permanente de la verdad. Y de esa búsqueda de la verdad nace su moral y su filosofía, fundamentales ambas en aquellos conocimientos prodigados por el saber científico, volviendo a reafirmar más adelante que las concepciones anárquicas nacen precisamente de ese saber científico.
Bastante confuso es el párrafo, pero haré esfuerzos para entender lo que dices o quisiste decir. Vamos a ello.
¿De modo que el anarquismo, y pregunto para enterarme mejor, es una búsqueda de la verdad, no la vida libre vivida y actuada por el hombre? ¿Y de modo, también, que de la tal búsqueda nace su moral y su filosofía sin que el hombre intervenga para nada en ese parto, puesto que esa moral y esa filosofía no se fundamentan en los sentimientos del hombre sino en el saber científico? ¿Y de modo, por tercera vez, que las concepciones anárquicas no se cuecen en la mente del hombre, sino quenacen precisamente de ese saber científico? Por creerlo así, dijiste antes: Fuera de la ciencia no hay anarquismo posible, negándole con eso toda posibilidad de ser anarquistas a tus hermanos en humanidad que no sean científicos. Y todo eso que, como comprenderás si te detienes a reflexionar un poco, es abstracción pura —no he querido llamarle metafísica aunque bien lo merece—, lo dices porque no ves al hombre, tu hermano, no lo sientes en ti, pues si lo sintieras, si te sintieras hombre, no afirmarías que fuera de la ciencia no hay anarquismo, que es tanto como confesar que tú, que no eres un hombre de ciencia, que no eres un científico, no eres ni puedes ser anarquista. Y dices cosas tan peregrinas, negando en ti lo que por otro lado afirmas, porque para ti la ciencia y el anarquismo son una especie de diosecillos que rocían con sus efluvios sólo a ciertos seres que ellos eligen, a ciertos elegidos. Y eso, compréndelo, es tergiversar los conceptos de ciencia y de anarquismo, llevar la ofuscación a las mentes de los jóvenes que nos leen, perturbarlos, embarullarlos, imposibilitarlos para el saber y prepararlos para el creer, pues anarquismo —y lo repito aunque le dé otra forma a mi pensamiento—, no es en sí más que la expresión de los sentimientos y de los pensamientos del anarquista transformados en voz y en vida, en palabra y en hecho, pudiendo ser o no ser ese anarquista un hombre de ciencia. Es decir, primero, el anarquista; después, el anarquismo. Primero, el hombre; después, su creación, incluida en ella la ciencia.
Como tú sabes, desde que el hombre tuvo conciencia de sí, quiere adueñarse del planeta, pues lo considera como casa suya; pero ahora, no conformándose con decirlo, desea que esta casa sea realmente de él, no de la Sociedad, afirmando que la Tierra es la Tierra del hombre, por lo que le interesa la casa y, con ella, la libertad de vivir. Siendo esto así, su moral, que nace, crece y vive en él, por ser creación suya, es lógicamente moral del yo humano, relacionándose libremente con los otros yo que componen la humanidad y viven en su casa. Ese yo, que es el hombre, se reconoce a sí mismo como parte de la naturaleza; mejor dicho: como producto de todas las fuerzas y productos de la naturaleza, lo que le lleva a pensar que por haber alcanzado su autonomía, sólo tiene responsabilidad ante sí, pues al descartar a los dioses de su mente, ha adquirido conciencia de su persona. Hoy, aun sabiéndose naturaleza, quiere influir e influye en ella, acomodándola a sus necesidades, haciendo más agradable, por menos inhóspita, su propia vivienda. Y al decir vivienda del hombre, digo la tuya, la de aquél y la mía: la de todos, la de la completa familia humana. De este sentido de vivienda familiar, por ampliación, surge en la mente del hombre el sentimiento de fraternidad, de hermandad humana. Y de ese sentimiento, como por natural derivación, nace su anarquismo y su moral, trato noble y generoso a sus hermanos, lo que antes no sucedió porque se desarrolló en un ambiente sin ética, como los animales, en donde predominaba la garra.
Si para Aristóteles el hombre es un animal político, o sea un hombre que se debe a la polis, Y para el sabio de la Edad Media un animal en el que Dios puso un alma inmortal, para el hombre de hoy, para nosotros, que hemos aprendido a estudiarnos, el hombre es un ser autónomo consciente de sí mismo. Es decir, que si el hombre de ayer se consideraba prisionero de la Naturaleza y de Dios, los que no pocas veces confundía en su imaginación, hoy se ha dado cuenta de que puede vivir, aun en la Naturaleza, autónomamente, sin amos y sin dioses.
Ahora bien, aceptado que desde el lejanísimo ayer hasta el hoy presente el hombre ha sufrido constantes cambios, fuerza es aceptar que del hoy al mañana cambiará, o sea, que no ha adquirido todavía su total desarrollo, por lo que el actual, por mucho que se esfuerce, no puede llegar a concebir cómo será el hombre, su sucesor, en el futuro, ni cuál será su potencialidad creadora, ni cómo comprenderá la vida y la vivirá, ni cómo influirá en la naturaleza de la cual se sabe parte, y si ignora en absoluto cómo será el hombre de mañana, está moralmente incapacitado para dictarle leyes, que han de tener vigencia en el futuro y lo esclavizarán.
La finalidad de las especies, afirma un gran biólogo, es la de albergar y proteger la célula sexual. Todo el trabajo de todos los individuos de todas las especies se reduce a eso. De ahí que se propaguen, que cambien y se mejoren. No es igual el trabajo, el hacer, en las especies, pero el individuo de la nuestra ha adquirido conciencia de su actuar y obra como humano; piensa, y, porque piensa, no sólo evoluciona por el influjo de fenómenos naturales que sobre él obran, sino que cambia porque quiere mejorarse, y porque lo desea, lo consigue. Por eso, aun siendo naturaleza, la transforma, protegiendo su célula sexual, sí, pero protegiendo también y educando para la hombría al hijo que de ella nace.
Si se escribiera la historia del organismo humano, o, mejor, de los organismos, se comprendería que no son como fueron —Darwin nos habló de ello—. Esos cambios orgánicos surgieron por evolución, como surgió la vida en el planeta, de modo que la historia del hombre es un grado avanzado de la historia de la Tierra. Cuando la vida, que hace su aparición en partículas microscópicas, va pasando de lo simple a lo compuesto, y cuando aquellas vidas van uniéndose en una nueva fase de individualización, se van creando organismos, y en el hombre, por continuada e ininterrumpida progresión, va apareciendo la mente. Así, mente e individuo humano tienen un mismo origen. No obstante, la naturaleza continúa siendo a-mental, lo que debe ser tenido muy en cuenta para formarnos un juicio claro y preguntamos si lo a-mental pudo transmitir pensamientos y sentimientos a la criatura mental; si lo a-mental pudo enseñar moral y anarquismo al hombre, pues si quien carece de mente se halla imposibilitado para formarse un juicio, ni en la naturaleza ni por ella pudo ser creada una ética anárquica. Las fuerzas naturales actúan sobre los organismos, pero no sobre las creaciones de la mente, no sobre los actos conscientes de la criatura humana, pues si le marcase rumbos al hombre en cuanto a su pensar y su sentir, por ser esclavo por naturaleza, no hubiera podido pensar en su libertad y menos actuarla, o sea, no hubiera podido dar nacimiento a esa hermosa idea de anarquismo, que es libertad pensada, sentida y vivida por él.
La ética la creó el hombre, que es el único ser que en nuestra casa planetaria piensa y, por consiguiente, crea, siendo también el único que discierne, forma juicios, deduce, de modo y manera que la ética ni tiene su origen en las leyes naturales, ni menos tienen ni pueden tener éstas influencia decisiva en el desarrollo de las sociedades que el hombre ha creado que es lo que tú afirmas y sostiene Kropotkin,[2] equivaliendo tal afirmación a asegurar que ese sistema social, al que llamáis comunismo libertario, no tiene raíz humana, aun adoptado por el hombre, sino raíz natural, como hijo de la naturaleza, por lo que es obligatorio aceptarlo por no poder rechazar lo ineludible. Y esto es creer no sólo en las ideas-fuerza de Fouillée y las no menos poderosas e inevitables fuerzas proudhonianas de justicia, que obran sobre el hombre, sino que llegáis, aun sin quererlo, a aceptar una especie de revelación por medio de la cual tomáis conocimiento con el comunismo libertario que la naturaleza os ofrece y del que os hacéis adeptos, cayendo en la creencia, que no en la ciencia. De esa creencia nace en vosotros, como en todos los demás creyentes del planeta, el tabuísmo, que, por inexcusable y fatal, os hace exaltados e intolerantes fanáticos.
Creo que fue Protágoras el que dijo —y si no fue aquel griego, fue otro pensador de su estirpe— que el hombre es la medida de todas las cosas, y dijo bien. El hombre fue el que midió las cosas, porque de esas cosas del hombre él fue el creador. Por eso no es tampoco cierto lo que dices al afirmar que la ciencia ha liberado al hombre de las más duras cadenas que lo ataban a sumisiones voluntarias, ni que le ha abierto los caminos de otras liberaciones, pues si la ciencia tuviera el poder de libertar al hombre, sería porque esa criatura que el hombre dio a luz —esa herramienta—, era superior a él por tener vida propia, particular y suya, independiente del que fue su creador, lo que ni es ni puede ser verdad. Si por uno de esos cataclismos que podrían tener lugar en el Cosmos, el hombre desapareciese de la Tierra, en nuestro planeta no podría haber ni ciencia ni anarquismo. Sin el hombre creador, en nuestra abandonada y destrozada casa no habría luz humana ni luminosa ciencia.
Yo dije en mi libro Los caminos del hombre que el anarquista confiesa no haber llegado todavía a descubrir las infinitas armonías humanas que actualmente se viven o pueden ser vividas, por lo que no les hace a sus hermanos, como hace el comunista libertario, el triste regalo de un sistema de vida, ni les habla de una doctrina salvadora en la que deben creer, sujetando su vida y subordinándola a normas trazadas de antemano. Enamorado de lo bello —belleza del pensar y del hacer—, les habla a los hombres de la belleza por él descubierta, creada, intuida o soñada, pensando que lo que debe regalarles es más bien una inquietud que una realidad, un anhelo de vida bella y no un sistema de convivencia, un ansia para la ascensión y no una fórmula para la quietud, pues quien ama la libertad, suya y del género humano, por delicadeza y por ética no puede convertirse en legislador. Como tiene confianza en los hombres —agrego hoy—, sabe o intuye que en cuanto a concepciones anárquicas —modos de vida libre— ellos llegarán más lejos de lo que él se imagina, viviendo, no de una sola manera, sino de mil diversas formas. Y ése es el respeto y ésa la libertad que el anarquista de mi familia pregona y vive, instando a sus compañeros a que sean armoniosos entre sí y con los demás, porque intuye que esa armonía, sentida y vivida de diversos modos, dará paso a la armonía vivida por los hombres, que, por no ser iguales, no pueden someter sus vidas a uniformidad sin quebranto de su salud moral.
Y en eso, tan sencillo y difícil, se funda mi anarquismo, que no es solución política ni tampoco social, pero que es un vivir armonioso, libre, cordial e individual entre las criaturas de la familia anárquica y humana. ¿La forma? Ya la encontrarán los que hayan de vivirla, pues los programas, de los que nacen los códigos, no son nunca anarcos.
Te he dicho por ahora. Y te he dicho todo eso y continúo diciéndote muchas cosas más en las páginas que siguen a esta carta, porque nos leen los jóvenes y no podemos decirles, sin inducirlos a error, que la ética anárquica sólo puede deducirse de las leyes naturales, pues, repito, quien da vida al anarquismo y a la ética anárquica es el hombre, nuestro hermano.
Comprenderás, por lo tanto, que más que a vosotros, comunistas libertarios, me dirijo con este libro a los que sienten prevención o repugnancia hacia el anarquismo, teniéndoles miedo a los anarquistas por creer, como les dicen los diccionarios, que anarquía es desorden y desconcierto porque los anarquistas son unos locos desorbitados.
Recibe mi saludo sincero y cordial.
Miguel Gimenez Igualada
México, julio del 68.
Primero, el nombre
En estos últimos tiempos, horribles tiempos de confusión de ideas y morales, de abandono de rumbos, como si se hubieran extraviado todos los juicios porque los cerebros nadasen en el caos, pocas veces he sido sacudido tan violentamente como al leer la declaración (confesión podría ser llamada) de uno que se llama anarquista, y que en seguida copio: … quiérase o no, el equívoco de la palabra anarquista a secas sigue siendo uno de los mayores obstáculos con que tropezamos en la propaganda de nuestras ideas.
Muchas veces, muchas, he leído frases y juicios despectivos sobre el hombre anarquista, sobre la palabra anarquía y sobre anarquismo; pero siempre fueron juicios de gentes que tenían prevención hacia esas palabras por sentir horror hacia ciertas actividades de la mente y del hecho. El anarquista era ateo, irreverente, iconoclasta y negador absoluto de la autoridad, y las acciones a que se entregaba en virtud de sus conceptos de la vida, repugnaban tanto a los religiosos como a los políticos. Pero ahora, aunque la actitud no sea nueva (Malatesta y Fabbri se llamaron indistintamente socialistas y anarquistas; Nettlau abusó también de tal licencia; en el Movimiento Libertario Español se emplean ambos vocablos sin distinción, con lo que ayudan a confundir), no sólo recrudece la confusa indiferenciación, sino que se llega a afirmar que llamarse anarquista es un estorbo, o sea, que esa palabra causa un trastorno, un perjuicio, un mal. Indudablemente, es la primera vez que alguien se atreve a decir que para propagar las ideas anarquistas es un obstáculo llamarse anarquista, lo que sería igual a afirmar que para vender oro de ley no debe decirse que se vende oro, sino latón.
Yo comprendo que lo sea para algunos, y sé a ciencia cierta que lo es para muchos; pero sólo cabe hacerles una amigable invitación: aquellos a quienes les moleste o estorbe el nombre, que se lo quiten, que se lo borren. ¿Por qué han de llamarse anarquistas los socialistas? ¿Por qué han de continuar llamándoselo los que lo consideran como un estigma? ¿Por qué no han de poder tirarlo a la calle los que lo aguantan como un pesado fardo, y por qué han de continuar llevándolo a cuestas los que no pueden, no saben o no quieren ser lo que el nombre indica? Los que no pudieron ser nunca anarquistas, hicieron mal en llamárselo; los que, por repugnancia a la palabra, no quisieron serlo, cometieron crimen contra sí mismos al colocarse un nombre que consideraban pernicioso e indigno; los que no saben serlo por hallarse incapacitados para llevar a la práctica la severísima ética de no ejercer sobre ninguna criatura humana actos de gobierno, deben abandonarlo.
Los nombres indican lo que los individuos son, y quien voluntariamente acepta un nombre o se lo pone, haciendo que los demás lo llamen y conozcan por él, debe esforzarse en honrarlo, porque se honra al individuo honrando el nombre por el cual se le conoce, ya que tener nombre es tanto como tener crédito, puesto que en el nombre se refleja la persona, su moral y su fama.
Los que carecen de nombre forman la masa, que es tanto como oscuridad, montón informe, pues los que la componen carecen de nombre por carecer de luz. Masa, nombre colectivo cuando se refiere a conjunto de seres innominados de nuestra especie, es, a su vez, despectivo, porque repugna y hiere la sensibilidad del individuo, del nominado, del hombre. En la masa todo es pesantez: no tiene cerebro, ni víscera cordial.
Si no hubiera otra diferencia entre socialista y anarquista, bastaría saber que el socialista es el amigo y propagador de lo social (del conglomerado, del montón, de la masa), mientras que el anarquista es el gran amigo de la unidad hombre. El anarquista trabaja por la desintegración de la masa: quiere unidades humanas de verdadero valor, hombres de ideas limpias y refulgentes, cerebros que sean capaces de irradiar luz, por saber que sólo con hombres-hombres será posible vivir una vida armoniosa; el socialista necesita de la masa, sin la cual no viviría (la palabra nefanda es creación suya), porque desprecia a la unidad. Si pudiera, nos reduciría a todos a ceros humanos, tal y como hizo en Rusia y hace ahora en Cuba y en China.
El anarquista crea esencias de humanidad; primero, en sí, ayudando y estimulando a que los demás las creen en ellos y para ellos, porque no sólo intuye, sino que además sabe que las unidades humanas con brillante ética, no sólo no se dejan gobernar, pero que tampoco quieren gobernar, puesto que para él gobernar y prostituir son la misma cosa. Entre hombres libres no es posible el gobierno (esa actitud a-gubernamental tiene un nombre único y bien expresivo y sonoro: an-arquía); para que existaarquía es indispensable que haya masa, seres sin nombre, gentes que desconozcan la propia estimación. La labor anárquica —cultivo de valores humanos en los individuos de nuestra especie— es la de hacer sentir a todos el vehemente anhelo de elevarse a la hombría, pues cuando un hombre se eleva, cuando se siente excelso, no desciende jamás.
Hasta ahora posiblemente hubo necesidad de que el anarquista fuese el Gran Destructor, porque creyó que era útil nivelar el camino por donde habían de ir las generaciones que le siguieran; pero hoy debe trasponer con toda gallardía los linderos de la Destrucción para empezar a trabajar en los terrenos, todavía vírgenes, de la Creación. Sí, aunque parezca paradoja, todavía se mantienen en la más pura virginidad las nobilísimas acciones que nos pueden aproximar a los hombres, haciendo posible la concordia entre las criaturas de la especie humana; todavía la bondad es lo inédito. Y la bondad sólo el que ama al hombre puede plantarla en la tierra: el anarquista. Ya vemos si tiene una gran labor a realizar.
Pero para empezar esta gran labor, altamente moral y amorosa, de lo libérrimo contra lo rebañego, de la noble conducta contra la inconducta, de lo anárquico contra lo gubernamental, es preciso, primero, ostentar con orgullo el nombre de anarquista para saber quiénes y cuántos somos, quiénes, en este borroso y oscuro caos de apetitos de mando, se atreven a ser los Grandes Negadores de la Autoridad, porque sólo entre ellos aparecerán los Grandes Constructores de la Libertad que el mundo necesita, ya que no es un regalo de los dioses, sino que la engendran y paren los hombres. Por eso, es la hora de decir ¡presentes! los que no se avergüencen de llamarse anarquistas, y es también el momento de arrancarse el nombre los que lo consideren como un obstáculo.
Tirar el nombre es tanto como tirar al arroyo anhelos de mejoramiento y esperanzas de armonía humana, y recoger el nombre para levantarlo hasta la altura de la frente limpia y gritarlo al mundo al pasar por los labios, es tanto como declararse amoroso y virtuoso entre la podredumbre del ambiente y la fiereza de las costumbres.
Se confunden palabras, conceptos, acciones y morales llamándose indistintamente anarquista y socialista, anarquista y comunista, anarquista y colectivista, anarquista y libertario, como si todo fuera igual y lo mismo. Y no lo es. Ni las palabras son sinónimas, ni las acciones idénticas ni las morales semejantes. Si lo fueran, los hombres que de tan diferentes maneras se llaman, serían coincidentes. Y no coinciden porque piensan de diferente forma, no actúan de la misma manera ni observan la misma conducta.
El socialismo, el colectivismo y el comunismo son programas, sistemas; el anarquismo, atrevidísima concepción de vida libre, está por encima de todos los programas que sujetan la vida a una fórmula.
Cuando el socialismo, el colectivismo y el comunismo no pasan de la esfera del pensamiento, no ofrecen peligro; pero el peligro existe cuando, por ser fórmulas elaboradas a priori quiérese, a fortiori, obligar a los hombres a que sujeten su vida al programa que algunos videntes trazaron, puesto que para obligar necesitan echar mano del aparato represor de los gobiernos.
Ni aun libertario y anarquista son palabras sinónimas. Libertario es el amigo de la libertad; acaso el que la siente, la pregona y quiere vivirla; pero anarquista es el creador de su libertad, pues la libertad no es un estado de naturaleza, sino concepción y creación del hombre.
En la línea ascensional de lo animal a lo humano, el primer peldaño lo ocupó el liberal, el que sintió y entrevió la posibilidad de vivir en libertad, gran avance de la mente en el caos ferozmente autoritario del hombre primitivo; el segundo lo ocupa el libertario, heredero del liberal; pero en la cúspide está el Creador, el hombre, el anarquista, el que yendo más allá y siendo algo más que naturaleza, crea libertad, nuevo componente que no estaba en el cosmos. Por debajo del liberal, primeras nobles inquietudes del hombre para alcanzar su libertad, está todo lo autoritario, incluido en ese fondo caótico el socialista.
Pongámonos un nombre claro, limpio y refulgente, porque es necesario que sepamos lo que somos y los que somos, y no nos avergoncemos de llevar el nombre que muchos pisan y otros tantos desprecian, si es que estamos dispuestos a honrarlo honrándonos. Anarquista es un bello nombre, el más bello nombre que puede sonar en labios humanos. Despreciado y sucio, podemos hacerlo luminoso si sabemos iluminarlo con la luz de nuestros más excelsos pensamientos, y dulce si logramos que tenga gusto a mieles porque sobre él destilemos los más exquisitos sentimientos de nuestro corazón.
Sí, sí, anarquista es bello nombre, tan bello, que decir anarquista es tanto como decir hombre que va tejiendo con su hermosa y limpia vida un bello poema de libertad.
El gran creador
Para probar la inexistencia de Dios se necesitarían tantos volúmenes, por lo menos, como se han escrito para probar su existencia; pero después de que la humanidad se llevase escribiendo dos o tres mil años sobre tal negación, Dios existiría en el cerebro de cualquier supercivilizado o de cualquier supersalvaje, que así, aunque al contrario, ha ocurrido con la afirmación de su existencia.
No tiene, pues, importancia alguna negar o afirmar la existencia de Dios; es más importante desconocerlo o afirmarlo en absoluto; es decir, que Dios no constituya problema para el hombre porque haya transpuesto el clima de Dios y hasta el del ateo, o que Dios sea su problema fundamental. El que lo desconoce, es porque no lo necesita para su cotidiano vivir; el que lo necesita, es porque, careciendo de luz interior propia, no puede bastarse a sí mismo, teniendo pendiente su vida de fuerzas extrañas. (Noto, a poco de escudriñar en la vida, que el que mucho se esfuerza en probar su inexistencia, cree en él, porque si niega a un determinado Dios, se forja para su uso una deidad cualquiera: un símbolo, un partido, una organización). Si con los conocimientos que el hombre actual posee, fuera posible que se desvinculase (desvincular no es, en este caso, olvidarse) de todo lo aprendido y estudiando nuevamente la vida, nos regalase una nueva teoría del vivir armonioso, posiblemente ése haría más bien a la humanidad que todos los que se entretienen en negar a los dioses y en romper las viejas filosofías, pues mientras los cerebros trabajan con negaciones, no afirman, y en tanto que las manos se dedican a romper, no crean.
Investigar, con Platón, el Ser, o con Spinoza las Leyes del espíritu, sigo creyéndolo tarea vana para los hombres actuales, pues no en balde hemos llegado al año presente (1968) de la era cristiana; pero aferrarse a los sistemas creados por Hegel o por Marx lo considero tan insensato como sujetar la vida al ritmo que quiso y quiere imprimirle la Iglesia.
Mientras Platón, negando lo físico, se remonta, para unos, desciende, según mi opinión, a lo abstracto, porque pierde contacto con los hombres de su tierra y de su época, volviéndose extraño a ellos, tal y como ellos, a su vez, se le hacen extraños a él. O más claro, mientras busca y cree encontrar a Dios (abstracción) pierde de vista al hombre (única realidad). Así Marx: construye un tinglado (sistema) en su imaginación; inconscientemente deifica lo creado; al deificarlo, lo considera Verdad Suprema, y al percatarse de que ha hallado la Verdad (revelación), desconoce al hombre como ser pensante, queriente y determinante de sus actos, y quiere soldarlo, como entidad comiente (devoradora de cosas) a las leyes económicas por él descubiertas. Fijándonos en el tan importante problema del vivir humano, tan abstracto es Platón como Marx, y tanto desconoce al hombre real el uno como el otro.
Hasta ahora, transformado en cosa abstracta, se ha hablado del hombre moral, político, comunista o católico, y hasta de la unidad humana como substancia química (materia) o como hijo de Dios (espíritu), sin querer fijarse que el hombre es más que todo eso, porque es creador de la ciencia, del comunismo, de los dioses y de sí mismo, por lo que vale tanto como él y más que sus criaturas (ciencia y dioses). Como ser pensante, se escapa de las Ciencias Naturales, que él creó, no pudiendo ser estudiado sólo como perteneciente al reino animal; como ser que siente, se sale de las Matemáticas, por él inventadas, no pudiendo ser considerado como un guarismo, ya que el hombre, aun siendo uno es cosmos.
La Ciencia del Hombre no ha sido todavía expresada. Y no ha sido expresada todavía porque debe empezar por el conócete a ti mismo, primer principio del conocer.
No sé si atreverme a decir que la anarquía (negación suprema de dios, del Estado y de la ciencia como regidores de la criatura humana) es la que estudia al hombre como ser complejo y único en el cosmos, por lo cual la anatomía, la biología y la moral no deben ser consideradas más que como exploraciones del hombre para llegar a su propio conocimiento, es decir, no al hombre como ser genérico, sino al hombre como unidad única (psicología) que no admite comparación, ya que, sabido es, una unidad hombre no es nunca igual a otra unidad hombre. En este caso, las matemáticas, a las que se consideraban como las verdaderas ciencias exactas, fracasan, ya que la igualdad no existe en la naturaleza, no existiendo, por consiguiente, lo homogéneo. La ciencia del vivir armonioso, todavía increada, pero que ya intuye el anarquista, tiene que tomar claros derroteros y arrancar del hombre, punto de arranque diferente y hasta contrario a los seguidos hasta ahora.
Si nos detenemos un poco a meditar, veremos que esas ciencias y esas filosofías y esas morales, todas desconocedoras del hombre, ya que lo consideran bien como materia, bien como espíritu, ora como animal o como racional, se desenvuelven en un mundo de abstracciones, haciendo del ser real, del hombre, un ente metafísico, ya lo miren con los ojos de Platón, bien con los lentes de Kant, de Hegel o de Marx. Todos cuatro, cada uno a su manera, viven en el mundo de las ideas, porque todos cuatro consideran que el hombre vive hundido en ese mundo. Ninguno de ellos planteó el problema del ser humano como tal ser humano, y mientras Platón y los platónicos viven en el mundo de las ideas vivas, Kant y los kantianos viven en el del conocimiento (in abstracto), Hegel y los hegelianos quedáronse parados en el momento del pensar racional, y Marx se estancó en un materialismo histórico, que no es materia ni tampoco historia.
El anarquista, tirando el lastre de todo lo pasado, tiene que traspasar esas barreras y crear su tiempo, el tiempo del hombre. Imaginémonos por un momento que el hombre no existe, y nos imaginaremos acto seguido la nada humana, en la que no puede haber ni ideas vivas, ni conocimiento, ni pensar racional, ni materialismo histórico. Axiomático es que sin el hombre no hay ni humanidad ni humanismo, ni ciencia, ni arte, ni ética ni estética. Todo cuanto el hombre creó para su mal, para su encadenamiento, debe recrearlo el hombre nuevo para su bien, para su libertad.
No podremos conocer al hombre sino creando el tiempo del hombre, el clima del hombre y la ciencia del hombre, porque en ese tiempo, en ese clima y en esa ciencia, el hombre, y únicamente él, será actor, espectador y espectáculo, es decir, todo. Si el hombre llena todo, podremos estudiarlo, podremos estudiarnos, adquiriendo no el conocimiento de las ideas vivas, sí el conocimiento del hombre actuante. Entonces, todo girará en torno del hombre, y la ciencia será su criatura, no su dueña; el arte, su creación, no su amo, y el conocer, el natural ejercicio y esparcimiento de su mente clara.
El Gran Negador, que hasta ayer fue el anarquista, debe transformarse en el Gran Creador, arrancando al hombre de todas las viejas filosofías que lo tienen encadenado.
Creer y crear
Si nos entretenemos, aunque sólo sea ligeramente, en considerar las dos principales teorías que hablan de nuestros remotos orígenes, nos hallamos con la que sostiene que Dios creó al hombre a su imagen y semejanza, por lo cual fue, es y será inmodificable, puesto que no es posible modificar la obra del Supremo Hacedor, y con la que nos dice que el género humano es producto de una lentísima transformación sufrida por ciertas especies animales, sus antecesoras, en el curso de las edades. Es decir: según unos, el hombre es hijo de Dios; según otros, sus orígenes se remontan a las primeras manifestaciones de vida en el planeta. Su más lejana abuela conocida sería la amiba.
De estos dos conceptos derivan —obligatoria lógica— otros dos: la inmutabilidad del hombre y su transformación; o sea un fatalismo de ser como es en virtud de una aceptada aunque desconocida ley ultrapoderosa y, por lo tanto, incontrarrestable, y una actividad perennemente renovadora. El primer concepto cierra las puertas a toda esperanza de mejoramiento (el sino y el destino están ya trazados por la Suprema Sabiduría); quien posee pensamientos propios experimenta no sólo el goce de vivir, sino el placer de sentir y saber que puede mejorarse por su esfuerzo, cambiarse por su voluntad, perfeccionarse por la educación y afinar sus potencias y facultades por medio de un ejercicio perseverante.
La terrible lucha sostenida desde hace milenios en el seno de nuestra especie ha extraído sus fuerzas de esos dos opuestos conceptos: por el primero debemos permanecer estacionarios, tal y como Dios nos hizo; por el segundo necesitamos, para nuestro regocijo, satisfacer nuestras inquietudes. En un caso nos dirige y nos salva Dios, ya que él nos dio el ser para adorarle; en el otro nos salvamos nosotros, ya que poseemos lo necesario para hacer nuestra vida agradable y bella. O sea: por el primero no somos libres, no podemos ser libres, sujetos como nos hallamos a fuerzas extrafísicas que nos determinan y dominan; por el segundo sí somos libres, puesto que podemos crear nuestra libertad, creando, a nuestro agrado, nuestra propia manera de vivir.
Religión se llama el primer enunciado; anarquía se llama el segundo. En aquélla, que llena la vida del género humano, perturbándolo, el ser es una cosa de Dios; para el anarquista, Dios es menos que una cosa del ser, puesto que es sólo una abstracción, una lucubración, una fantasmagoría.
Y aquí nos tropezamos con la más grande de las paradojas: los que a sí mismos se llaman espiritualistas (Dios es el Espíritu puro), se conservan brutalmente pegados a la animalidad, mientras que los despreciados materialistas, los escarnecidos transformistas, llamados, con rencor, evolucionistas, que se enorgullecen de ser hijos de humildísimos protozoarios unicelulares, rompieron el cordón que los mantenía unidos a la animalidad, y, al crearse hombres, crearon lo humano.
La humanidad no ha podido ser creada por los espiritualistas, que ellos tuvieron bastante con crear el espíritu; la humanidad —ascensión de una parte de la especie— la creó el hombre con su esfuerzo. Todo lo espiritual es, por consiguiente, a-humano; todo lo humano es, por la misma aunque contraria causa, a-teo. En la casa de Dios no cabe el hombre; en la casa del hombre no puede vivir ese fantasma porque la realidad humana excluye la irrealidad divina. Son dos afirmaciones que niegan los signos contrarios: religión, que es religar, atar, sujetar, niega totalmente la libertad individual; anarquía, que es negación de toda fuerza impositiva y de toda obligatoria sumisión, significa libertad del individuo. Por lo tanto, lo teológico y lo humano se excluyen entre sí; y tan se excluyen, que en el curso del vivir, los partidarios de Dios han declarado siempre enemigo al individuo, destruyéndolo para que triunfase la idea de divinidad, porque la creencia, por ser ciega, es brutalmente feroz, ya que atribuye verdad a la que supone palabra dicha por algún dios hace diez mil años, y niega la verdad científica descubierta hoy por el hombre.
Creencia y creación son dos actos contrarios de la mente. El creyente puede ser sacerdote —y también verdugo—, el creador es siempre anarquista porque, por lo menos en el acto de crear, es siempre un hombre libre.
Y al llegar aquí me topo con quien asegura que creer y crear son actos iguales. Más: que para crear hace falta creer.
Quien cree en la felicidad futura, como cree quien afirma lo anterior, es, ni más ni menos, que el que cree en la gloria de Dios, pues creer es tener por cierta una cosa que no está comprobada o sea demostrada y en esa cosa improbada y hasta improbable, o sea irreal, no se puede creer, puesto que nadie puede asegurar, refiriéndonos a la felicidad, qué rumbo tomará la humanidad y si le interesará o no lo que hoy llamamos felicidad. Así, en la felicidad puede pensarse, imaginársela, pero no creer en ella, porque esa creencia se parecería a la Diosa Razón de los revolucionarios o la Gloria Celestial de los cristianos.
Siendo crear sinónimo de inventar, lo contrario de crear es creer, pues el que cree tiene ya todo el alimento que su cerebro en huelga necesita. O sea: no tiene necesidad de inventar y no inventa, no crea.
El arado no lo inventó ningún creyente en él, sino un necesitado de crear una herramienta que le ayudase a remover la tierra; el que andaba descalzo, sin importarnos ahora por qué procedimientos, inventó las sandalias, de las que derivaron los zapatos, encontrando que su invento, su creación le proporcionaba el placer de andar calzado, superior al de andar descalzo; y calzado o descalzo, pero con su cerebro alerta, el que tuvo que mover grandes pesos, inventó la rueda que, a lo mejor, fue en principio un tronco de árbol que lo echó a rodar; con la rueda ya en funciones, pudo inventar la máquina, y de la máquina fue a la imprenta, en la que imprimió un libro, fecha auroral de la humanidad. Se desorientaban los marinos en el mar por no tener horizontes que les sirvieran de referencia, y el nauta inventó la brújula. ¿Y quién podrá negar que fueron inventores Newton, Laplace y Darwin? ¿Y quién se atrevería a decir que Cervantes fue un creyente por el hecho de inventar, o sea crear, el Quijote? Decir que se lo dictó Dios, sólo se le ocurrió a Unamuno.
A creer sólo podemos darle una acepción verdadera y rotunda: creer es aceptar como verdad lo que el entendimiento humano no puede comprender. Y esa creencia es pura religión. Las demás acepciones de creer son indirectas, derivadas, puesto que el verbo creer que familiarmente se emplea en ciertas formas, puede muy bien ser cambiado por otro. Ejemplo: Creo que Juanito ha ido a la escuela, en cuya oración el verbo creo, que no afirma nada, como cuando se dice: creo en Dios, puede ser cambiado por: sospecho o me parece que Juanito ha ido a la escuela, de cuya sospecha ha sido desterrada la creencia. Lo mismo podemos suplantar ese creer con verbos como suponer, conjeturar, imaginar, entender, estimar, etcétera. Así creo pertinente que frenes tu lenguaje, puede transformarse en considero que, por tu bien, hables más comedidamente, y ello no iría en menoscabo de la claridad.
Y vamos desenterrando creencias, pues los creyentes se disfrazan de mil modos diversos. El que afirma que tiene fe en sus ideas, sean ellas las que fuesen, es un creyente que considera a sus ideas —que tendría que ser averiguado si eran suyas— superiores a él mismo. Y nada tendría que reprochársele si no se dijera hombre libre, aunque como veremos, no lo sea, puesto que dice: La fe, nuestra fe anarquista, es pasión ideológica, intenso querer que nos estimula a obrar… Afirmando más adelante:Sin la fe, sin la llama del ideal, que se enciende más y más al chocar con otros ideales opuestos, se apagaría nuestra voluntad de pensar y hacer y hasta nuestro escaso saber. Y esto, aunque lo escribe un hombre que se llama anarquista, no es anarquismo.
Veámoslo:
En su sentido recto, que es sentido religioso, fe, primera de las virtudes teologales, es una luz y conocimiento sobrenatural con que sin ver se cree lo que Dios dice y la Iglesia propone. Así, tanto los teólogos como los filósofos aseguran que fe es creencia. Por eso, el hombre libre, el anarquista, no habla nunca de fe, sino de razón, pasando por el tamiz de su mente todo cuanto las religiones enseñan y pregonan. Aceptar la fe en las ideas es tanto como aceptar la revelación, pues si la idea es hija del hombre, será al hombre a quien debería tenérsele fe, puesto que la idea es la tarea que cumplió su pensamiento. Vale decir: la idea se genera en la mente del hombre. No hay, por lo tanto, que tenerle fe, porque no es una divinidad.
Si se relee el párrafo ajeno que he transcrito, se encontrará: primero, que es un lenguaje tan abstruso como absurdo; segundo, que la fe es pasión ideológica, intenso querer que nos estimula a obrar. Es decir: este hombre no obra por sí, sino porque lo estimula una fuerza extraña. Esa fuerza, que está fuera de él, es la creencia, o mejor: la religión. Pero como si fuera poco lo dicho, afirma a continuación: Sin la fe se apagaría nuestra voluntad de pensar…, luego piensa, no él ni por él, sino porque la fe lo obliga, pues sin la llama del ideal, que se enciende más y más al chocar con otros ideales opuestos, se apagaría… hasta su escaso saber. O sea: sabe algo porque la llama de su ideal lo alumbra. Y este hombre que así habla se llama indistintamente comunista libertario y anarquista.
Será necesario, pues, que vayamos viendo si el comunismo libertario es o puede ser anarquismo. O mejor: si el comunista libertario es o puede ser, en tanto que tal, anarquista, porque es necesario escudriñar por todos los rincones de las mentes en furor para hacer claro lo confuso.
Pero en tanto empezamos esa tarea, reafirmemos: creer y crear no son actos iguales.
Examen de conciencia
En los momentos de introspección, de concentración de meditación, de pensamiento; es decir, en los momentos de vida profunda, de honda vida de satisfacción y armonía interiores, todos nos sentimos capaces de obrar tan digna y bellamente como pensamos. ¿Por qué, pues, abandonamos nuestros pensamientos de paz para convertimos en guerreros, nuestros propósitos anárquicos para encenagarnos en el autoritarismo?
Yo sé que cuando pienso bellamente, cuando nada tengo que reprocharme en cuanto a la forma y a la intención pura de mi pensamiento —creación y dirección, en belleza—, experimento una gran alegría y un loco contento que me conmueven y abuenan. Y cuando hermané bello pensamiento y bella acción; cuando mi mente y mis manos trabajaron en armonía para dar a luz la acción magnífica; cuando cerebro y corazón, pensamiento, sentimiento y carne cincelaron la obra humana excelsa, mi cuerpo, todo mi cuerpo se llenó de un sano regocijo que me hizo experimentar el dulce gozo de lo sublime.
A esa honda emoción vital es a lo que yo llamo sentimiento anárquico, del que se deriva la conducta anarquista: mente, corazón, palabra y obra en perfecta coincidencia, de perfecto acuerdo. Porque hablar y no cumplir se llama engaño, y nadie debe estar más lejos de querer engañar que el hombre anarco.
La vida, nuestra vida anárquica no puede ser una mascarada, si es que no queremos aparecer como fantoches en esta tragi-comedia autoritaria, afirmando hoy lo que ayer negamos y volveremos a afirmar mañana para negar más tarde. Nosotros debemos dar a la vida humana, a la nuestra, un nuevo y mayor realce, que será tanto como crear un nuevo elemento, un nuevo valor, y no podremos imprimirle nuevo sello, el de nuestra hombría, si en nosotros no hay conducta: ser como decimos ser; obrar como decimos que debe obrarse.
Es que para el anarquista, que debe ser el hombre por excelencia —deberemos tener como irrefutable verdad que anarquista y humano son cabalmente sinónimos—, no hay; circunstancias que le obliguen. Cuando aparecen en el ambiente que él no creó y quieren aprisionarlo, debe vencerlas. Y de ese vencimiento, de esa victoria suya contra lo circunstancial y pasajero surge su creación: el clima humano, el clima anárquico, que es en el que va a vivir su familia, la familia anarquista.
Plotino decía que el bien es la esencia del mundo, y aunque él no se refería al mundo de los hombres, sino a lo que nosotros llamamos hoy mundo religioso, tenía cierta parte de razón, porque en el mundo de las relaciones humanas el Bien es superior, éticamente considerado, a la Justicia, porque donde la Justicia, inexorable, llega al homicidio, el Bien exculpa. Aunque parezca mentira, el viejo filósofo alejandrino, que vivió 200 años antes de Cristo, estuvo más cerca de la idea armoniosa que muchos de los que se llaman anarquistas, cuya inexorabilidad y dureza los coloca en situación de crimen humano, de autoritarismo desenfrenado, pues con su idea de revolución en la mente, sus manos encuentran entretenimiento placentero en segar vidas.
Ese entretenimiento de segar vidas humanas para que triunfe el ideal revolucionario, debería movernos a meditación, colocándonos, en serenidad, frente a frente de nuestra conciencia para ver si es que nosotros, que nos consideramos campeones de libertades humanas, somos realmente lo que decimos ser. Si lo somos o lo intentamos ser; si nuestro anarquismo es un trabajo consciente y un bello sueño de que el mundo de los hombres puede y debe ser armonioso, porque en él se desarrollen las prendas personales de la nobleza y de la bondad, ese otro anarquismo que ha sido hasta ahora más bien tortura, porque torturados han vivido casi todos los que se han llamado anarquistas, tenemos que cambiarlo en flor de poesía, porque poesía es luz de los entendimientos, alegría corporal de un vivir tan bello como armonioso.
Dos posiciones diferentes indudablemente: un anarquismo revolucionario, guerrero, torturado, sin risa, que sólo ha sentido hasta ahora la alegría de morir matando, que ésos son los frutos del árbol guerrero, y un anarquismo pacífico, poético, creador de bondad, de armonía y de belleza, cultivador de la sana alegría de vivir en paz, signo de potencia y de fecundidad.
¡Cuán difícil es —aun para muchos que se llaman anarquistas— comprender (gustar con la mente, saborear con el corazón) las excelencias de una vida hermosamente anárquica! Herederos los hombres de una anterior vida tribal, entretejida con autoritarismo y barbarie, pesa sobre ellos esa herencia como losa de plomo que no les permite pensar ni les deja obrar. ¡Y es que ignoran todavía que anarquismo es creación, porque es salirse, en pensamiento y en acto, de todo lo anterior, que es bastante triste y opaco! Anarquismo es camino nuevo, ruta de luz, ascensión armoniosa y fraternal, libertad predicada, sentida y vivida. De ahí que todo el que sea desarmónico (violento, guerrero), todo el que pretenda, de algún modo o manera, dominar a uno cualquiera de sus semejantes, no sea anarquista, porque el anarquista respeta de tal modo la integridad personal de los seres humanos, que no puede hacer a ninguno esclavo de sus pensamientos para no convertirlo en instrumento suyo, en hombre-herramienta. Tenemos que hacer una clasificación entre revolucionarios violentos (guerreros) y hombres anarquistas, y tenemos que clasificarlos, porque en tanto los guerreros se valen de los hombres-herramienta para llevar a cabo sus designios autoritarios, sólo con hombre libres, con hombres-hombres, puede dejarse expedito el camino que recorrerá la humanidad en su ciclo evolutivo y ascensional hacia lo humano, o sea hacia lo armónico.
Si alguna vez dijimos —y creímos y creemos estar en lo cierto— que la Historia de la Humanidad (no de la especie) es la Historia de las nobles luchas del hombre contra la fuerza absorcionista de la tribu, el anarquismo tiene tan alta alcurnia como el primer hombre que adquirió, por un esfuerzo de su inteligencia creadora, el conocimiento de ser una unidad de valor dentro del conglomerado amorfo de la tribu. De saberlo, tendríamos que celebrarlo con una fiesta en nuestro corazón, porque con aquel primer ser con conciencia de serlo, nació no sólo la humanidad sino su hijo, el anarquismo. Así pues, los que hacen derivar el anarquismo de la Primera Internacional, organización clasista y guerrera, desconocen la vida y la historia de las nobles luchas humanas.
La Primera Internacional, que nace de una idea de conflicto entre hombres (los internacionalistas apetecen el reinado de la justicia, no la libertad del individuo), es guerra, y siendo guerra no puede brotar de ella la armonía humana, porque sus creadores no fueron armoniosos ni entre sí ni para con los demás. La Primera Internacional obrera fue combustible en la hoguera del mundo. Allí se exteriorizaron, aunque aquélla no fuera su cuna, dos conceptos infrahumanos, pues dividían a la humanidad en dos sectores antagónicos: burgueses y proletarios, herederos, por cambio de palabras, de amos y esclavos. Regimentarse en uno u otro bando en disputa y en odio para desde él declarar la guerra al enemigo, era tanto como colocarse al margen del limpio camino que la humanidad, como tal, debe recorrer hacia su ascensión, es desconocer el gran interés de armonía que siente el hombre. Por eso, todo cuanto intentó edificarse sobre aquellos dos conceptos adoleció del vicio de nulidad, pues ni con los burgueses pudo edificarse nunca nada valedero, ni con los proletarios, considerados como tales, tampoco. Con conceptos que empiezan por despojar a los hombres de sus más bellos atributos de hombría; que consideran a unos como a lobos y a otros como a víctimas, se desemboca irremisiblemente en una guerra fratricida, y con ideas exclusivistas sólo se puede conseguir que, los que se consideran víctimas se vuelvan también lobos, tratando de devorarse entre sí para ver cuál debe triunfar sobre cuál, y qué justicia debe imperar sobre el otro concepto de justicia, tomando unos y otros a los hombres como herramientas, o lo que es peor, como armas ofensivas disparadas contra el enemigo, para lograr sus planes revolucionarios. En esos contendientes, llámense como se llamen, no existe nada humano, pues si lo hubo, lo perdieron en el momento en que aceptaron una posición en la guerra, tomando en sus manos el fusil o la ametralladora. Y si no quedó nada humano en los entendimientos, no puede brotar nada humano de los corazones, ni, por lo tanto, puede crearse el clima humano, el clima anárquico, porque la guerra no la preside jamás un noble pensamiento de armonía, sino una mezquina idea de rencor, de sometimiento, de esclavitud.
Ahora bien; no puede negarse esta verdad: la guerra es la manifestación más despiadada y cruel de la barbarie, por lo que decir guerrero es igual a decir subhombre o feroz. La guerra vence, no armoniza; bestializa, no humaniza; subyuga, no redime; destruye, no crea. Y si el fruto de la guerra es la deshumanización del hombre; si el que pierde se torna esclavo, porque el que vence se convierte en amo, mal puede esperarse de ella salvadoras ideas de libertad, ya que es pernicioso el ejercicio de la violencia no sólo porque en los pechos de los guerreros germina el odio, que es tan desarmónico como infecundo, sino porque dirigentes y dirigidos, generales y soldados, se consideran unos a otros como herramientas de matar, perdiendo todos, por insensibilidad, por atrofia de lo más exquisito y mejor del hombre, sus sentimientos, que son sus atributos de humanidad.
Piensen los que puedan pensar, hagan examen de conciencia los que sean capaces de hacerlo y vean si por medio de actos infecundos, de locura y barbarie, puede formarse un mundo humano en el que reine la fraternidad.
Los anarquistas no pueden ser guerreros, ni aunque a la guerra se la llame revolución; los anarquistas no pueden ser clasistas. O son hombres o desaparecerán como movimiento ascensional humano.
Estilos de vida
Para desgracia de todos, posiblemente no podamos entendernos los amigos de la acción suave, clara y dulce —y a eso le llamo yo acción pacífica— y los propagadores de la acción atropelladora, oscura y violenta —y a ésta la denomino acción guerrera—, y no nos entenderemos porque unos y otros, llamémonos o no anarquistas, vivimos en los antípodas. La primera acción me suministra la idea de hermandad —en casa del hermano no se riñe-; por la segunda me represento un mundo brutal y caótico, expuestos siempre todos a ser conquistados, amenazados de dominación. Son, pues, esas dos ideas y, por lo tanto, esas dos actitudes tan contrarias como dos polos de la vida, dos rumbos diferentes, dos direcciones opuestas, dos desiguales maneras de ser y de vivir, dos estilos de vida.
Hace años sé que es más difícil hacer el bien que el mal. Hacer bien es tropezar en seguida con el sarcasmo de los que hacen mal, y el sarcasmo, al morder en las carnes, paraliza. Entonces, creyendo el débil bondadoso haber caído en ridículo, siente vergüenza de haber sido bueno, de haber sido fraterno (fecundo) y vuelve a caer en la dureza, en la brutalidad, en la infecundidad. Sí, hace muchos años sé lo fuerte y duro que es ser suave y tierno en medio de un vendaval de rencores y odios, pero también sé desde hace mucho que sólo las buenas simientes germinan y, como sembrador, elijo mi palabra, saneo mi pensamiento, purifico la idea que he de lanzar en los bancales de la vida. Muchas serán enterradas entre los pedregales del desprecio; pero un día, si alguna lleva en sí gérmenes de luz, la desenterrará algún lejano buscador de bellezas, y entonces alumbrará las rutas de la vida. Yo sé, sí, yo sé lo fuerte y duro que es predicar el bien y vivir en bondad en medio de un remolino de odios, pero también sé que si pocos, muy pocos saben crear bondad, cualquiera puede entregarse al mal, pues es más fácil llenar los caminos de espinas que sembrarlos de estrellas.
Para sembrar el bien hace falta poseer todo el poderío de una fuerza nueva y propia —fuerza humana contra la fuerza animal de la especie, fuerza ascensional contra la fuerza opresora— que estimula a acometer las más bellas y atrevidas empresas, y sólo los que llevan en sí ese germen renovador son capaces de sembrar ideas anárquicas; para sembrar el mal sólo es preciso dejarse llevar por la corriente de animalidad que envuelve al planeta. Y el anarquista nada a contracorriente, va siempre a contramano, que dijo González Pacheco, porque elige siempre el camino difícil, que es el de la bondad.
Hasta ahora el tipo humano ha estado viviendo envuelto entre las brumas de un despotismo crudo; de hoy en adelante es preciso que se despoje de todo atuendo guerrero para que aparezca como individuo humano. Y este signo, nuevo signo de nueva humanidad, el único que puede regalarlo por ser el único que puede crearlo, es el anarquista. Porque ¿qué haremos si no sabemos crear nueva savia para dar al mundo no ya la sensación, sino el contentamiento de una nueva esperanza de vivir en alegría que sea como esencia de una nueva vida? Si no traemos nuevos compuestos éticos; si no trazamos nuevo norte a nuestras vidas; si no somos capaces de descubrir las leyes de la armonía humana, y si no existieran, no nos sentimos con fuerzas para crearlas; si, en fin, no nacemos a una nueva luz, viviendo como nadie vive ni vivió, creando un estilo de vivir como nadie antes que nosotros lo creó, nuestras vidas serán infecundas, arrastrándolas penosamente por los caminos donde se apretujan las caravanas llorosas que sufren ultrajes.
Todos los que nos antecedieron y aun todos los que viven a nuestro lado hicieron arma de la palabra; nosotros, que no queremos ser como ellos fueron ni como ellos son, debemos hacer de ella y con ella armonía y música. Pero debemos hacer con nuestra palabra armonía y música, porque, sin esfuerzo, broten la armonía y la música de nuestros corazones.
Cada uno usa el lenguaje dándole el tono que él tiene, así la prostituta habla obscenamente, el ladrón como una ganzúa, el falsificador artificiosamente, el embaucador valiéndose de falso halago, el revolucionario tronando, ya que parece tormenta, y si nosotros queremos ser y decimos ser lo que los demás no son, amorosos y honrados, amor y honradez destilarán nuestras palabras, sabiendo quien nos escuche que decimos lo que pensamos y sentimos porque desterramos de nosotros toda hipocresía, pues vivimos cual predicamos porque ajustamos nuestro pensamiento a nuestra conducta.
Verdad es que ser bueno, o sea tener un estilo de vida bello y armonioso, es tanto como ser héroe, pero héroe silencioso que nadie aplaude, sino que, al contrario, todos censuran y escarnecen; pero llamarse anarquista, que es tanto como ostentar un nombre limpio, obliga a la honradez y a la limpieza. Hay un heroísmo, conocido de pocos, practicado por menos, que vive en la soledad de las conciencias sin trascender al mundo. Ese heroísmo es el de la bondad, el de hacer el bien oscura y silenciosamente, y consiste en ser humilde entre los soberbios, noble entre los indignos, valeroso entre los valientes, bueno entre los malvados, libre entre los déspotas, luminoso entre los protervos. Ese heroísmo, que se mantiene enhiesto entre las más recias tormentas del desamor y que abatido mil veces resurge otras mil —el único heroísmo porque en él no entran como componentes ni la vanidad ni el premio—, es superior a todos los otros heroísmos, porque el héroe que, enloquecido de furor, mata por haber sido arrastrado por impulsos animales, no puede compararse al que, en silencio, a escondidas, pero tesoneramente realiza la gran proeza humana —la única gran proeza humana— de sembrar el bien. Valentía, sólo valentía, quizás temeraria, necesita el que en la batalla destroza y aniquila a un su semejante para salvar una idea de dios, de partido, de secta, de patria o de sindicato; pero valor, mucho valor, el especial valor que presta el especial temple de la hombría, es necesario para no contestar al salivazo del odio con otro salivazo, a una infamia con otra infamia.
Sabe el héroe, el héroe del bien, el héroe anárquico, que no es contestando al odio con el odio, a la brutalidad con la brutalidad y a la infamia con la infamia como llegará nuestra especie a ser humanidad y la humanidad a vivir en armonía, y él, que es reflexivo, y sabe que la bondad es serena y no tempestuosa, amorosamente siembra amor aun en medio de las mayores tempestades que desencadenan los fanatismos, las incomprensiones y los odios, porque desea, allá, en lo mejor y más puro de su conciencia, que los hombres, sus hermanos, vivan en el respeto, sin el cual no es posible la paz.
Los héroes de las batallas matan para que su deidad viva; los héroes anarquistas mueren no pocas veces para que otras criaturas vivan felices. Aquéllos, entregados con frenesí al furor del mal, transmutan sus facciones humanas en gesto feroz, siniestra llamarada de fuego que aniquila y devora; éstos, los silenciosos, bondadosos y humanos, iluminan sus labios con una sonrisa, sabedores de que el mundo está más necesitado de la luz de las mentes serenas que de la hercúlea fuerza del antropoide.
Créanlo o no lo crean los partidarios de la acción guerrera, que es acción cainita, no humana, frente a todas las soberbias y a todos los crímenes, a todos los despotismos a todos los desprecios de la personalidad, existe, hay ya, está gestada en el mundo anárquico, una nobilísima actitud de humildad, de suprema y sublime humildad en el hombre, nuevo estilo de vida anárquica que ha de agrupar un día a la gran familia anarquista, porque en ese estilo de vivir, como en nueva fragua, se forjará el carácter anárquico al crear su clima. Es que el hombre, el que sabe que es hombre y desea que todos adquieran esa jerarquía, no puede realizar su misión sino siendo bondadosamente, magníficamente y valerosamente humilde, ya que nada podría hacer de beneficioso con la soberbia —los soberbios no cometieron en la vida más que desmanes—, y todo lo tiene que hacer y ganar con la humildad, con la bondad, entre las cuales, y sólo entre ellas, tiene cuna la ética. Porque ¿de qué servirá quejarnos de que el mundo es malo, si nosotros, malos también o estériles, no sabemos o nos negamos a plantar el bien para que florezcan, de una vez para siempre, los rosales de la bondad, que han de ser los que den magníficas flores que alegren y perfumen nuestras relaciones fraternas?
Los Renacimientos italiano, inglés y francés llegaron cargados de odio; así, en ellos floreció lo espectacular hermoso, no lo moral, siendo, por lo tanto, capaces de crear formas espléndidas (y esto fue como una llamarada), pero no dando nacimiento a hombres magníficos. Nosotros, en cambio, debemos tender hacia la magnificencia del ser, de la criatura humana, del hombre, para que él pueda darnos, a la vez que la forma hermosa, la conducta magnífica por su vida armoniosa, pues sólo así seremos dignos de que en nosotros se miren los pésteros como en un espejo. Es que anarquismo —y debemos repetirlo y levantar a voz para que nos oigan—, es nuevo rumbo, nuevo ritmo, nueva moral, nuevo estilo de vida. No es seguir el camino que todos siguieron, ni marchar al pulso de los tiempos. Es dominar el Tiempo, crear, como ya dije, el Tiempo del Hombre para que la criatura humana pueda gozar de las delicias de la vida.
Si los Renacimientos crearon lenguajes que expresaban el odio a maravilla, nosotros tenemos que crear lo increado: el lenguaje del amor (los troveros mintieron amor, no supieron amar) y crearemos el lenguaje del amor en cuanto ese noble sentimiento viva pujante en nuestro corazón. Sin crear y hacer que viva en nosotros ese sentimiento noble y generoso, no podremos jamás llamamos humanistas, ya que no podemos concebir un humanismo odioso, porque el odio no es ética.
El sentimiento anarquista (gozo de ser y sentirse libre) no puede demostrarse como un teorema, pues hay algo delicado y sutil en cada persona que no puede reducirse a común denominador, porque ese elemento cambia de persona a persona; pero sí podemos decir que no puede ser actitud anárquica la de tomar posiciones en el mundo por medio de la violencia, sino ir, por voluntad de nuestro corazón, siendo cada vez más humanos por medios cada vez más pacíficos, más amorosos. Para esto será ti necesario que se apodere de nosotros un feliz anhelo de ser mejores (no más feroces) que los demás, dando al mundo lecciones de belleza en el vivir para que de ella brote, por haber creado el clima adecuado, el placer de crear.
Es, pues, necesario, que creemos un estilo de vida, nuestro estilo de vivir anárquico, tan rico y tan bello que deslumbre por su belleza luminosa. Y entonces, ¿qué mayor y más bella revolución que la de cambiar la fea manera de actuar y vivir, guerrera y bárbara, por un estilo de vida pacífico y alegre, hermoso y magnífico?
Nueva cultura
Bueno, muy bueno es leer, porque la lectura nos pone en comunicación con el pensamiento universal; pero bueno, muy bueno es pensar, re-pensar diríamos, lo que se lee, y, sobre todo, pensar, sin leer, en las más bellas formas de vida con que cada uno sueña.
Aceptar lo leído, sea de quien fuere, como artículo de fe, es tanto como caer en la creencia y hacerse idólatra de aquel a quien se lee. Ese acto de sumisión nos prohíbe pensar, porque nos prohíbe ser, y de hombres razonadores nos tornamos esclavos, de soles nos convertimos en muertas lunas.
No hay cerebro que esté igualmente conformado que otro; no puede haber, por consiguiente, idea que pueda ser aceptada totalmente. A veces discrepamos en un simple matiz de aquel a quien nos dimos por maestro; a veces también, nuestro razonamiento y el suyo llegan a opuestas soluciones. Por eso es bueno pensar, poner en ejercicio mente y razón, porque pensar equivaldrá, en el acto de valorar los pensamientos ajenos, tanto como a pensar lo que otros nos dijeron, a palpar y ver si es oro de ley todo lo que nos dieron.
Si pensamos, veremos que los libros que leemos —aunque éstos sean los de nuestros maestros—, no encierran en sus páginas toda la sabiduría, es decir, toda la verdad, puesto que algo de lo que sabemos o está en nosotros en germen de pensamiento vivo, no ha sido todavía expresado. Fuera de nuestro pensamiento, al margen o paralela a nuestra verdad corre veloz otra verdad. Y cuando desaparezcamos y pasen los siglos, todavía más allá del último destello de luz —del cerebro del hombre actual en aquella época, habrá luz que espera la gracia del descubrimiento humano. Cuando la encuentre, el nuevo pensamiento expresado será nueva verdad. ¡Y de nuestro humilde destello a aquella luz espléndida habrán transcurrido milenios!
Esta sencilla verdad, a la cual hemos llegado cabalgando en nuestro humildísimo razonamiento, nos enseña que por muy importante y nutricia que la lectura de los maestros nos pueda ser, la principal enseñanza que de ella podemos extraer es la de servirnos de acicate, de estímulo, esforzándonos nosotros en ser más alegres y alados que los que nos estimularon a la risa o al vuelo, porque si somos más alegres y tenemos más fuertes alas para remontarnos en el pensamiento, crearemos más luz para iluminar nuestra vida haciéndola más clara. Pero cuando nuestra vida, por nuestro propio esfuerzo, sea luminosa, nuestra luz no sólo nos servirá a nosotros para nuestro vivir, sino que alumbrará el sendero por donde andan los que nos acompañan, alumbrándoles el camino como antes nos lo alumbró a nosotros la luz que crearon los que nos precedieron. Y ése es el progreso.
Nadie debe sentirse orgulloso de ser luz (y habrán comprendido mis lectores que luz es para mí, y en este caso, pensamiento y sentimiento de cordialidad); pero sí hemos de sentirnos todos alegres de ser cordiales, porque es por nuestra cordialidad por la que nos podemos aproximar a los hombres, fundiéndonos con ellos en un noble afán de ensalzamiento y creando el ambiente, adecuado, el clima propicio para que en él nazcan y crezcan nuestros amores.
Podemos extraer otra consecuencia de nuestro razonamiento: si de nuestros maestros, cuyas enseñanzas recibimos con verdadero agrado, tomamos, como de más valor para llevar a feliz término nuestras experiencias, el impulso, el estímulo que ellos nos transmitieron, no abrazándonos como a evangelio a sus enseñanzas, sino esforzándonos en poner la cabeza más en la luz que ellos la pusieron y en hacer más flexible, ágil y noble nuestro sentimiento de cordialidad, comprenderemos que no hemos de ser rígidos en nuestras enseñanzas, ni inflexibles con aquellos que, irreflexivos o amorosos, se atrevieron a tomarnos a nosotros como maestros, diciéndoles humildemente que nosotros damos lo que tenemos, nuestra luz de bondad, siendo, como ellos, unos eternos aprendices en la vida, por lo cual nos esforzamos en que cada día nuestra existencia sea más armoniosa y bella, para conseguir lo cual comprobamos nuestro rumbo, como el nauta, a todas horas. Más allá de la belleza por nosotros soñada, les decimos a los que se declararon nuestros discípulos, hay infinitud de belleza, deseando que no sólo nos sobrepasen en crearla, sino en vivir bellamente, pues únicamente en esa noble rivalidad y en esa humilde modestia consideramos posible la realización de la armonía humana.
A estas dos actitudes nobilísimas: a la de no aceptar que nos sea impuesto un pensamiento y a la de no permitir que un pensamiento nuestro pese sobre ningún cerebro, oprimiéndolo, es a lo que yo llamo anarquismo, ya que anarquía no es para mí sólo una negación, sino una doble actividad de la conciencia: por la primera, consciente el individuo de lo que es y significa en el concierto del mundo humano, defiende su personalidad contra toda exterior imposición; por la segunda, y aquí radica toda la gran belleza de su ética, defiende y ampara y estimula y realza la personalidad ajena, no queriendo imponérsele. Esta actitud de valoración del prójimo conduce al anarquista, a mi hermano el hombre anarquista, a una positiva y efectiva actitud fraterna; a una noble, humilde, generosa, bella, cordial y armoniosa acción fraternal, pues no se conforma con no querer ejercer influencia (dominio) sobre su hermano hombre, sino que no apaga su voz, gozando, en cambio, cuando el verbo fraterno canta, ni opaca su pensamiento, sintiendo una gran alegría cuando el cerebro del hermano irradia potente luz.
Yo tuve siempre la convicción, y la conservo con celo a medida que voy atesorando más experiencias, que la honradez servía para algo, porque hice, para mi uso y conducta, una especie de sinonimia entre honradez y bondad. Fue bueno para mí ayer y lo es hoy no despojar de nada a mi hermano el hombre, y fue para mí honrado no imponerle mis juicios ni creencias. A fuerza de hermanarlos en mi mente, bueno y honrado resultaron familia mía, familia conmigo, llegando a considerar que mi persona flaquearía sin esas cualidades. Así, no pude sentirme nunca honrado, honrado ante mí, con la gran alegría de tener conciencia del prestigio que me prestaba mi propia honra, sino cuando fui bueno, cuando hice algo que no iba en desmedro de la personalidad de mi hermano, sino en su auxilio, aunque él lo ignorase, y mejor si lo ignoraba.
Prestigio he escrito, y me parece que deberíamos tener muy en cuenta esta palabra que indica aprecio, acción afectiva y de respeto hacia quien supo, en bondad, conservar su honra. Sí, sí, deberíamos prestigiamos ante nuestra conciencia y adquirir prestigio al ser nobles ante los que ven transcurrir nuestras vidas, pues si nos ven dignos y honrados, con esa serena honradez que llena de fulgores las existencias nobles, nuestro personal prestigio aureolará nuestras ideas, y para las gentes que nos vean vivir con tanta gallardía como limpieza, anarquista dejará de ser equivalente a feroz y pasará a serlo de generoso y noble, de exquisito y excelso.
Indudablemente hay quien tiene legañas en los ojos y ve el mundo cubierto de cenizas, como si todo lo hubiera tapado, volviéndolo infecundo, la lava de un terrible volcán; los hay también que llevan estrellas en sus manos y risas en sus labios, viéndolo todo de color de rosa. Yo vivo entre estos últimos, prefiriendo repartir sonrisas, porque no me son simpáticas las terribles maldiciones de mis vecinos. Es que —axiomática es esta verdad— el que tiene enfermo el corazón ve, feo y horrible cuanto le rodea, mientras que el que tiene sana esa preciosa víscera afectiva ve todo cuanto de bello existe en el mundo y sueña bellísimos sueños sobre la armonía que podrá ser creada. Y aquí, aquí es donde hacen falta los misioneros del bien. Sí, sí, no nos asuste la palabra: misioneros del bien, misioneros de la bondad, excelsos y humildes misioneros de la bondad hecha obra para hacerla sentir y gustar a los que por tener enfermo el corazón, ven horrible cuanto les circunda; exquisitos misioneros de la bondadpara hacer que, al vernos vivir, gusten la belleza de un bello y libre y gozoso vivir suyo, llevando nuestra misión hasta los que por atrofia de los sentimientos afectivos ven feo y odioso cuanto les rodea. Porque… no sé si me equivoco y posiblemente me equivoque: el hombre no es tan bueno como yo pienso y deseo; pero también es fácil que se equivoquen los que afirman que es irremisiblemente malo. Ahora bien, si yo me equivoco y conmigo, por candor o ingenuidad, se equivocan los que sueñan bellos sueños fraternales, no causaremos al mundo graves males, ya que no declaramos feroces guerras ni llevamos a cabo crueles matanzas; pero si se equivocan los violentos, ¡cuántos e irreparables males cometerán! Y los cometen, no lo pongamos en duda, porque su palabra acre, áspera, dura y quemante no hermana, sino que separa; no acaricia, muerde; no cura, mata. En cambio creo, sí, lo creo firmemente, que el mundo iría cambiando si nosotros —nosotros, los anarquistas, los que deben predicar el bien viviéndolo y la belleza forjándola con sus propias vidas— cambiáramos la palabra amarga por la dulce, la espada por la pluma, el rencor por el amor; si fuésemos, en suma, maestros del bien decir, pero, sobre todo, ejemplos vivientes del bien obrar, entonces nuestras palabras serían de luz y nuestros actos, por lo bellos, estimularían a la concordia, porque no hay posibilidad de crear una nueva forma de vida, un nuevo estilo de vivir, hermoso y fraternal, si no creamos en nosotros una nueva cultura, la que nadie cultivó nunca: la cultura anárquica, que no puede ser otra que la bella y humana cultura del amor.
La conciencia de sí
El conócete a ti mismo, a que el griego nos invitó, es siempre actual y su invitación se mantiene fresca a pesar de los siglos transcurridos desde que fue hecha, y se mantendrá lozana en épocas futuras porque el conocimiento de sí es el primer principio de toda sabiduría relacionada con el hombre, ya que sólo conocemos a los demás a través de nosotros, por comparación con nosotros, y no podemos establecer analogía si, por desconocimiento de nuestro propio ser, desconocemos las relaciones existentes entre unos y otros, por lo que no podremos comparar ni, por lo tanto, conocer.
Conocerse a sí mismo es, pues, una necesidad, ya que sin conocernos ni podremos conocer al hombre, nuestro semejante, ni su mundo. Del conocerse, del conocimiento de nosotros parte la luz con la que alumbramos lo anterior y lo futuro, lo exterior y lo interior de nuestro hermano hombre.
En nosotros existen las posibilidades de reproducir, viviéndolos, todos los estados por los cuales ha pasado nuestra especie, incluso, claro está, el del hombre, meta superior en la carrera ascensional que dura miles y miles de años. En esta carrera, en esta ascensión de lo primitivo hacia lo excelso, de lo animal hacia lo humano, algunos se quedaron para siempre en lo animal; otros subieron y bajaron por la escala, siendo ya hombres, ya bestias; pocos, muy pocos se mantuvieron en equilibrio en la cima de lo humano; pero fueron éstos los que, avanzando, marcaron el rumbo de belleza y de bondad que siguen los demás; éstos los que forman la humanidad, y sólo éstos los que adquieren conciencia de los cambios sufridos por la especie y de sus propios cambios. No se avergüenzan de su origen, que conocen; pero tampoco sienten el orgullo de ser como son. Contemplando la sima de los siglos, ven el caos de donde salieron sus antecesores y, por haber llegado a la luz, ofrecen luz a sus hermanos noblemente, generosamente, alumbrando con amor el camino para que los que se extraviaron, lleguen a la hombría, conociendo que algunos no pueden guiarse por sí mismos. Para éstos, para los que, extraviados o carentes de fuerzas, no pueden ascender, guardan su dulzura, jamás su fiereza; su amorosa ayuda y fraternal estímulo, nunca la imposición, porque el que se conoce y conoce además las diferentes etapas de la vida, sabe convivir con todos, pues por haber concebido el bien sabe disculpar, realizando con su hermano el gran acto de tolerancia, que es la suprema acción de la conciencia, que bien puede considerarse como en la cúspide de las demás acciones, la acción moral por excelencia, pues sólo es capaz de llevarla a cabo con alegría el que ha llegado a la cumbre de lo humano, porque conoce su persona y su origen. En cambio, el que no tiene conocimiento de sí, el que no se ha formado un estado de conciencia de su propia persona, el que no se sabe porque se ignora, no puede concebir el bien y no puede ser bueno. Por eso, sólo asciende y sólo es anarquista el que, seguro de sí mismo, escala la hombría, adquirida conciencia de que ha nacido para algo más noble que para oficiar en la vida de chacal o de víbora; sólo puede ser anarquista el hombre, no el animal; el bondadoso, no el feroz; el pacífico, no el guerrero. Porque ¿quién puede renovar el mundo humano, el que tiene o el que no tiene conciencia de sí —el que carece de conciencia propia, carece de conciencia de humanidad—, el bárbaro o el hombre? Indudablemente, quien puede renovarlo es el que posee fuerzas renovadoras y esas fuerzas tienen su asiento en la conciencia del hombre, no en la zarpa del bruto.
Necesitamos, pues, re-movernos para poder renovarnos huyendo de la barbarie, porque la quietud aniquila y destruye las mejores facultades. Ni Confucio, ni Krisma ni Cristo dijeron para siempre la última palabra sabia. Creer lo contrario significaría no tan sólo pereza de pensar, sino incapacidad, y porque los cristianos lo creen, es por lo que viven, como en sus comienzos, en tiempos del imperio, siendo ellos también imperio, o sea, tribu: jerarquía, mando, desconocimiento de la unidad humana.
El cristianismo, que fue nuevo hace dos milenios, hoy es viejo, y sería bueno sepultarlo con objeto de que al olvidarse el nombre de Cristo no se les ocurriese decir a algunos anarquistas que el de Galilea fue también anarquista sólo porque esgrimió el látigo para echar a los mercaderes del templo. Y no, Jesús no fue ni pudo ser anarquista porque jamás fue hombre libre ni trató nunca de escalar la pina cuesta de la hombría. Jesús fue un esclavo que predicó no libertad, sino esclavitud. Su modelo de vida, el que ofrece. a las gentes que le siguen, es el que le suministra la religión del pueblo de Israel: no fue creador, no fue fundador, pues ni inventó ni creó un dios nuevo, ya que vivió entregado a Jehová. Si no crea, si no sale de la tribu (no abandona el concepto tribal), si no pregona libertad, porque ni la siente ni la apetece, y sí, en cambio, sumisión; si se hubiera horrorizado sólo al pensar que podía vivirse sin jefes y sin dios, se habría sentido hombre, y no puede considerarse anarquista, ni puede tomarse su vida como modelo de vida humana porque no fue humano. En el encadenamiento de la vida, el cristianismo fue uno de los estados por los que pasó nuestra especie, deseosa de alcanzar algo superior, y si pudo ser bueno en aquel momento, no nos sirve ahora, porque el cristiano carece de la conciencia de sí, que su religión le prohíbe adquirir; no se considera un ser humano, sino un ente divino, ni se siente capaz de renovarse por sí, pues Dios lo hizo a su imagen y semejanza y así será hasta el morir.
Observando a las gentes —hasta a muchos que se llaman anarquistas—, veo que el camino que siguen, para bien o para mal, es fácil de seguir, porque no se mueven por fuerzas suyas, propias —voluntad, decisión y conciencia—, sino que los mueven fuerzas ajenas. Para el bien o para el mal, casi todos marchan a la deriva en este tumultuoso océano del vivir, casi todos son satélites de algo o de alguien: de una idea, de una religión, de un hombre, porque lo difícil, lo verdaderamente difícil en esta vida es caminar por su propio y voluntario impulso. Cuando se anda sin muletas extrañas es porque se lleva algo en el corazón y se tiene alguna luz en el cerebro. Cuando no se tiene nada y se deja arrullar por una dulce brisa o arrastrar por un remolino es fácil que cuando la brisa o el huracán desaparezcan, el individuo se estanque, se quede varado, que es lo que ha pasado con muchos a quienes el vendaval descuajó de su centro, que, perdido el impulso —fuerza de la religión, la secta o la organización que los empujaba— se derrumbaron porque no habían adquirido criterio de su unicidad ni conciencia de sí: les faltó el modelo, y como ya no supieron a quien imitar, se hundieron totalmente.
Es que el que se da un modelo, el que sujeta su vida a un modelo exterior, no sólo no puede llamarse hombre libre, pero ni tampoco hombre bueno, ya que empezó por matar su personalidad, su originalidad. El que sujeta su vida a un modelo exterior no puede tener otros amores que los que le preste el modelo elegido, al que levanta altar en su corazón como a deidad. Aunque predique amor, no será amoroso; aunque hable de libertad, sólo concebirá la libertad condicionada por aquél o aquello que lo domina, y esa libertad tiene todo el carácter de esclavitud: religión que ató su vida a credo exterior, que lo subyuga. Y entonces, aunque se llame anarquista, transformado, por ejemplo, en bakuniniano o en kropotkiniano, hablará de Bakunin o de Kropotkin con el mismo fervor que el franciscano habla de Francisco de Asís. Su palabra es rezo cuando la dirige a aquel a quien adora y blasfemia cuando critica a quien pone en duda al dios de su adoración.
Hace falta remover si queremos re-novar, y remover todo lo que llegó al mundo antes que nosotros, para elegir los materiales que nos han de servir para la nueva misión que vamos a emprender por el bien y la libertad, y la primera remoción y la primera renovación se han de dirigir a adquirir el conocimiento de nosotros mismos, que será tanto como adquirir el principio de la sabiduría y el de la bondad. Será entonces cuando, aprendiendo a amarnos, aprendamos a amar a los demás con conciencia, porque ya no nos sentiremos hombres despreciables, sino luminosos, pudiendo entablar diálogo con los hombres de la historia.
Sí, sí, remover y renovar; adquirir pleno conocimiento de sí mismos para desechar los pensamientos arqueológicos de las religiones, de todas las religiones, y crear pensamientos nuevos, nuestros, relacionados con nuestra vida, con nuestros sueños y con nuestros anhelos. Los que pasan sus vidas tomando como modelos a personajes de la historia, se pierden de vista a sí mismos y pierden hasta su sonido, por lo que suenan a hueco, y su oquedad tienen que llenarla con palabras e ideas pretéritas de hombres pretéritos, pues ignoran que un ideal pretérito es un ideal que fue de otros, que pudo convenir a otros. Y… ¡qué terrible martirio vivir abrazado a un madero en el que otro expiró, o gozar, con la ilusión de disfrutar de mujer, en el lecho en que otro recibió sus caricias! Ser hoy Cristo no valdría para nada; ser hombre cuando tanto escasea el hombre en el planeta, sería un triunfo propio, porque sería tanto como ser lo que nadie apetece, ya que es más placentera la vida que se deja llevar por la corriente.
Sin embargo, ninguno que no tenga puesta su vista en el futuro y el pensamiento en sí puede pronunciar una palabra nueva, porque nadie que no se ausculte y mire adelante puede ver la luz. Para ser luz es preciso desasirse de todo lo pasado, pues la nueva palabra es hija siempre de nueva ensoñación. Verdad que toda idea nueva es enemiga de su anterior; pero sólo quien sepa ser hereje en todas las ortodoxias podrá pronunciarla.
Sí, removernos, renovarnos. No ser creyentes, tomando por evangelio lo que nos dijeron, sino analizar sus gestos y palabras. Si algo valiera de ellas, llevarlo a nuestro caudal dejando que se vaya río abajo lo que no satisficiese nuestra inquietud. Y ello no significaría irrespetuosidad ni desacato, pues si hemos hecho profesión de fe de tratar a todos con amor, no hemos de regatear nuestros amores a los que lucharon para que la especie saliera del marasmo de los siglos.
Libertad y amor son para nosotros casi sinónimos, pues por andar tan juntos ya se parecen a dos hermanos. Donde la libertad fue clima, el amor fue fruto; donde se siembra amor, la cosecha es de fragante libertad.
Con amor trataremos a nuestros precursores cuando analicemos sus vidas y sus obras, pero con entera libertad, porque de nuestro análisis puede resultar mejoría para nuestra maltrecha salud. Porque necesitamos renovarnos y mejorarnos y no lo lograremos sin conocernos.
Cribando ideas
Nunca olvido que fui labrador y que en la era cribaba el trigo para mejor limpiarlo, sabiendo que sólo de grano limpio y bueno saldría pan sabroso. Poseyendo tal arte, aprendido en mi juventud y jamás olvidado, hoy cribo ideas, porque las quiero tan limpias como el candeal de antaño, para lo cual separo con mi criba las granzas en que vienen envueltas. Por esta hacendosa meticulosidad cribaticia he podido aprender que sólo los hacendosos que viven en plenitud de amor pueden darnos el bien y que los que viven desesperados por ver que trigo y granzas andan revueltos, no atreviéndose a cribarlos, sólo nos dan el mal, porque los que rebosan hiel no pueden ofrecernos más que tragos amargos.
Por en medio de la multitud pasea solitario el anarquista. No es multitud, no se funde con ella porque se sabe y quiere conservarse unidad humana; pero sabe también que entre esos individuos que la componen germinan deseos, anhelos e inquietudes a de superación, por lo que está siempre atento a toda manifestación de pensamiento noble, aunque aparezca en medio del más estruendoso vocerío.
Posiblemente lo eterno necesite rodearse de cosas perecederas que se van desintegrando mientras anda el hombre por los caminos del vivir, por lo que quizá la libertad, eterna aspiración suya, se presenta frecuentemente envuelta en escorias que la afean y desvirtúan. Pero clarificar el concepto, presentarlo, como la acción, limpio de impurezas, es una de las labores del anarquista, esforzándose en que no haya nunca confusión de sentimientos ni de ideas. Para eso criba sin descanso, separando el grano lleno de lo que no lo es.
En el surco de la vida —y no me olvido nunca que fui labriego-; en el surco de la vida, repito, fue formando el anarquista su saber, y como levantó su casa con desengaños, aprendió a ser humilde, a vivir sin soberbia, olvidando a los que le deshicieron mil veces sus trojes y empezando otras mil a levantar su edificio, ya que no trata de guerrear con los demás sino de vencer sus desalientos, saliendo cada vez más fortalecido de tan dura prueba.
Porque no todos fueron labriegos, no todos, para nuestra desgracia, saben cribar, tomando el pan en donde se lo dieron, casa consistorial o puerta de convento, y las ideas de cualquiera que se las ofreció, y es que no todos saben ni pueden contemplar el universo para gozar con el maravilloso espectáculo de su sencillez (aquí encaja bien nuestra enseñanza), pues sólo los contemplativos, los que a la contemplación del mundo agregan la suya; los que saben dialogar consigo y con el cosmos, considerándose también cosmos en la gran infinitud; sólo los capaces de conocer su humilde grandeza pueden ser creadores de armonías, porque sólo ellos cambian el universo, cambiándose; sólo ellos mejoran el mundo, mejorándose.
Porque no es bella la naturaleza: solamente es. Sin la mirada del hombre, todo permanece ciego; sin su palabra, todo se mantiene en completo mutismo. El que habla, es el hombre, sólo él tiene el verbo. Sin él, las fuentes no murmuran ni cantan, las arboledas no son alegres ni risueñas dando la sensación de orquestas cuando el viento las besa, ni las olas semejan blancas cabelleras de ideales mujeres. La fuente, el bosque y el mar no tienen conciencia de sus murmullos, ni de su música ni del desperezo y jugueteo de sus olas. Esas bellas ilusiones, esas bellas imágenes, esa hermosa poesía no están en la naturaleza, las crea el hombre. Para que la naturaleza sea bella la asociamos a nuestra vida o a la de nuestro semejante. Árboles, piedras, ríos, cielos, tierras, mares no aman y, por no amar, carecen de lenguaje. El amor y el verbo son sólo del hombre, él los creó al crearse, y esto nos enseña que tenemos que ser creadores de nueva poesía, haciendo con ella reír a las gentes y no a los lobos, a las criaturas humanas y no a los dioses, a las madres que lloran y no a las peñas que permanecen mudas en los acantilados. Y será posible crear nueva poesía cuando hayamos creado nuevo estilo de vida, cuando seamos otros: más ricos en amor, más humildes, más buenos y más libres.
Por eso decimos verdad cuando aseguramos que, el anarquismo está en la madurez del hombre como tal. Porque no nace anarquista el sujeto de nuestra especie, se hace, madura como hombre tras un lento y penoso trabajo de pensamiento, de introspección. Durante ese fatigoso y fructífero trabajo crea armonía en sí y la regala al mundo de los hombres para concertar con ellos un orden armonioso. A ese acto consciente de crear armonía humana, libertad y respeto, le llamo yo anarquismo, porque ese acto de creación de un algo armonioso no lo creo nadie en el mundo —no lo intuyó siquiera— hasta que llegó el anarquista, el hombre maduro, el hombre humanizado, el que crea humanidad, que es armonía hecha ciencia y verbo. El anarquista es, pues, el gran armonioso, él crea orden en el amor y la libertad, es como un nuevo cosmos porque crea lo que no existió.
Por hablar de amor, de armonía, de bondad y de belleza, únicas actitudes humanas que considero fecundas, me llaman algunos místico, como si el misticismo tuviera que ver algo con el humanismo. El ideal de armonía (único orden humano) que ve, siente, crea y regala el anarquista, no puede confundirse con ideales místicos de los que creen en dios, en cualquier dios (místico viene de misterio y el anarquista es luz), porque los místicos agrupan a las criaturas humanas alrededor de un dios que todo lo regula, en cuyo caso el individuo queda reducido a ser pasivo, ya que considera que la acción es propia únicamente de la divinidad. Por ello, ese ideal místico no es ideal de vida como lo es el del anarquista, sino ideal de muerte, ya que sólo cuando el individuo muere puede reunirse en el cielo con su dios. Quiere decir que el ideal místico es un ideal de las almas que esperan reunirse en el cielo; el ideal anarquista es el de los cuerpos que quieren vivir armoniosamente en la tierra. En el ideal místico el alma es cosa de Dios; en el ideal anarquista el hombre se pertenece a sí. En aquél hay jerarquía: Dios ordena y el hombre obedece; en el anarquista nadie tiene la obligación de obedecer porque nadie manda. El orden nace de la voluntad consciente de armonía que todos se esfuerzan en mantener.
He ahí por qué el anarquista puede ser hombre bueno y el místico no. Sólo es bueno el que tiene voluntad de serlo, siéndolo por su propio querer, pero no puede serlo el que se somete a voluntad ajena, porque el sometido ni se quiere ni puede querer a los hombres. Y el bien humano sólo puede hacerse entre los humanos para que gocen los cuerpos humanos, las carnes humanas.
Para los iniciados, para los místicos que llegan a Dios por los misteriosos caminos del éxtasis, los cuerpos son imágenes, sombras, fantasmas, cosas despreciables. ¿Qué de particular tiene que quien considere mi cuerpo despreciable, me desprecie y hasta me martirice? Y aquí hemos llegado a las fuentes impuras de los fanatismos, donde manan crueldades religiosas, y aquí nos hallamos en la encrucijada de la vida de donde parten dos caminos: uno hacia Dios, lleno de crímenes; otro hacia el hombre, lleno de amor.
El místico, que hasta ahora apareció como el ser más humano, es el más inhumano; el que se presentó como inhumano a los ojos atónitos y extraviados de los creyentes, el anarquista, es el realmente humano, pues anarquista y humano son sinónimos de belleza y amor. Creyendo que sólo sube al cielo lo que del cielo baja (Evangelio), y teniendo en cuenta la jerarquía del que el místico considera el orden celestial, él, que se cree un enviado de Dios en la tierra, jerarquiza la vida de tal manera que su teocratismo es el más cruelmente impasible de todos los gobiernos. (La crueldad de los agentes de la GPU rusa, de la Gestapo nazi y de los actuales Opus Dei españoles tienen su fundamento en el mismo fanatismo, ya que sólo cambia el nombre de sus dioses: el Estado es la nueva divinidad de este siglo. Los resortes exteriores que movieron a Himmler y a Torquemada fueron idénticos.) En todos esos místicos, en todos esos seres no existe bondad, porque no son humildes, porque no son humanos. Sus dioses, tanto los del cielo como los de la tierra, son hijos de la soberbia, y sus sacerdotes rinden culto a esa pasión nefanda. El anarquista, el hombre, sí es humilde, tan humilde que se anegaría en angustia infinita si alguien tratase de levantarle un pedestal, porque desde la altura, desde el trono no podría cumplir la misión de amor que él se ha impuesto. Y el amor humano no es soberbio, el amor humano (amor al hermano) es entrega callada, generosidad sin palabras, dádiva que el corazón hace con humildad, porque ni el boato ni la palabra pomposa son signos de amor. Bien lo sabe el anarquista, que da en silencio, que no busca, con su dádiva, congraciarse con dios, sino procurarse un placer: desarrugar el ceño del necesitado, hacer brotar la alegría o por lo menos la esperanza en los labios resecos. Y en esa acción callada, silenciosa, anónima, está su fuerza porque con ella transformará el mundo que no pudieron transformar los religiosos con sus violencias.
Siempre me plantean los religiosos el terrible y angustiante tema del deber: yo le debo mi existencia a Dios, que es mi Padre, y la vida con todas sus comodidades y respetos, al Estado. Esa deuda, eterna, inextinguible, me prohíbe ser yo, me prohíbe gozar de mi vida, me prohíbe ser libre, porque esos inexorables acreedores me persiguen, me atan, me encadenan, me subyugan. Mi carne a ellos la debo; mi sustento ellos me lo dan; mi alegría ellos me la roban. Por eso, mi sueño, mi eterno sueño es vivir sin ellos, sepultarlos, porque una vez sepultados podré entenderme con el hombre, mi hermano, trocando esta funesta idea de deber, despótica y opresora, en acto de querer y de dar libre y gustosamente amor y entrega. Y dioses suelen ser la colectividad, el partido y la organización. Fíjense mis hermanos anarquistas que los dioses terrenales me plantean todos la misma obligación: yo les debo, y cuando no les pago, sometiéndome, tratan de obligarme, sancionarme. Para mejor cobrarme y dominarme inventaron la palabra determinismo, tratando de determinarme —monstruosidad con la que quiere robárseme hasta la idea de libertad para la acción— porque quieren automatizarme. En el seno de esas iglesias jamás podré ser hombre libre.
Porque no se es libre más que cuando se tiene la conciencia de ser, y no se es mientras no se han ahuyentado los fantasmas de la deuda. Por eso, cada uno es libre como puede serlo. La conciencia es la única medida de la libertad. Gran conciencia, hombre cabal: anarquista; poca o ninguna conciencia, poca o ninguna estimación propia, ausencia de hombría, enemigo de la libertad individual, autoritario.
Las religiones —y religión es toda idea con la cual se quiere atar, obligar-; las religiones; repito, buscan el placer en la ausencia de voluntad del sujeto; el anarquista halla el placer en ser. Quiere realizarse plenamente y libremente. De ahí que los enemigos de la vida fundaran una filosofía del dolor, sosteniendo que sólo él es fecundo, mientras que los amigos del vivir armonioso afirman que sólo los que tienen conciencia de la alegría de vivir transmiten energías vitales a la especie. Indudablemente éstos son los rebosantes, los pletóricos, los anarquistas, pues como todas las acciones del individuo están en perfecta correlación, los que creen en la fecundidad del dolor producen dolor (tiranía) y los partidarios de la fecundidad del placer producen placer (libertad). Y nadie podrá asegurar que la falta de libertad engendra risas.
Si continuando nuestra metáfora de los dos caminos, nos imaginamos a la humanidad marchando por uno o por otro, veremos ojos llorosos, rostros marchitos, pasos tardos, cuerpos flácidos, y escucharemos lastimeros ayes, palabras angustiantes, himnos de muerte en los que, temerosos, van hacia Dios, mientras que los que marchan en busca de la vida gozosa y alegre, sana y fecunda, ríen, triscan y cantan, porque en sus labios y en sus rostros y en sus cuerpos retoza y rebrinca la alegría. Es que el dolor engendra ideas melancólicas, tristes, sombrías, y el placer, retozonas, risueñas, cantarinas.
Pero, además, ¿es el triste, el melancólico, el sombrío, el doloroso, el que vive en pureza, o, por el contrario, el que vive en pureza es el risueño, el jovial, el alegre? Poso que enturbia la alegría de la vida podríamos llamar a la tristeza, por consiguiente, carece de pureza el que no obra con alegre conciencia en todos los actos de su vivir, el que interpone un fantasma (Dios) entre su pensar y su actuar. Experimenta alegría el que sabe vivir, el hombre; siente tristeza el que no sabe vivir, el místico. El hombre, el anarquista puede bañarse y se baña en todas las luces estelares, indaga en todas las filosofías, goza de todas las bellezas, bucea en todas las historias, protesta contra todas las indignidades, seca todas las lágrimas, cauteriza todos los dolores, en tanto que el religioso, sometido a mil prohibiciones por las duras ordenanzas que le impone su dogma, ni puede restañar la sangre que mana de las heridas de los ateos ni bañarse en las sabias doctrinas que los infieles regalaron al mundo. Su doctrina lo encarrila por el sendero del dolor y debe recorrerlo con la vista baja y su voluntad en Dios.
Para el místico sólo hay pureza en los actos del espíritu; para el hombre hay pureza en el beso de unos labios de mujer: de ese beso, y por él, nace un nuevo ser, maravilla de maravillas.
Nada nos hace tan grandes y magníficos como la alegría, nada nos empequeñece tanto como la tristeza. Quizá sea verdad que el dolor es de Dios, pero sí puede afirmarse que la alegría es del hombre. Esta alegría, la humana, es necesario oponerla a la idea de dolor divino, y cuando lo venza en su corazón, la criatura humana será libre y alegre. La Gran Sabiduría, la que abarca la ciencia de las relaciones cordiales del hombre, levanta un pedestal sobre la alegría, y no puede ser hombre el que no sabe reír.
Del camino del hombre, del que lleva hacia la humanidad y de aquel por el cual marcha el hombre ya humanizado, tenemos que desterrar hasta la menor sombra de dolor, pues el misticismo (dolor de Dios) ha enturbiado ya bastante la vida de la criatura, invitándola al renunciamiento de sí, a la nadidad, negación completa de la vida libre.
Por las ventanas abiertas de nuestra razón, a las que se asoma anhelante nuestro amor, tenemos que mirar cómo transcurre la vida, contemplándola desde ahora alada, alegre, bulliciosa y cantarina, teniendo bien presente que no podremos gustar ni propagar la belleza del vivir, haciéndola sentir y gustar a los demás, si nuestras acciones, y nuestras maneras y nuestro lenguaje no han adquirido ese sello de distinción que deberán tener todos los actos de nuestra vida, ni podremos comunicar alegría más que cuando seamos alegres, cuando nuestras personas destilen regocijo, el sano regocijo de ser armoniosos en este inarmónico caos de ideas y pasiones.
Mucho, pues, tenemos que cribar todos, pues tenemos que transformarnos en nuevos seres de nueva humanidad si es que queremos crear un mundo nuevo, no pudiendo hacerlo con pensamientos rancios. Como el labriego en la era, deberemos cribar el trigo para mejor limpiarlo, sabiendo que sólo de grano limpio saldrá sabroso pan.
Clima anárquico
¡Cómo quisiera que de mi pluma, como de fuente mágica, brotaran palabras limpias y cristalinas para tejer con ellas, al poder engarzarlas con gracia, pensamientos que por su frescor y por su fragancia alegraran a quienes me leyesen! ¡Cómo quisiera poder dar suelta, como del palomar a alegres y blancas palomas, a virginales sentimientos que llegasen suavemente y dulcemente a los corazones de mis hermanos los hombres para que, arrullándose por encontrar en ellos ambiente grato, hicieran allí un tibio nido! ¡Cómo quisiera poder emplear lenguaje nuevo, tan acariciador como bello, tan suave como luminoso, lenguaje, ay de mí, que todavía no tengo, que aún no he creado, aunque lo siento en mí, pero del cual no poseo la bella forma, para expresar con él mis más íntimos sueños de armonía y mis más vehementes anhelos de concordia! Y quisiera pronunciar nuevas palabras que tuvieran nuevos sones de dulzura, siendo como nueva música cordial, ahora que los lenguajes duros y punzantes y filosos hieren como puñales, porque sé que la bondad es el más claro signo de la hombría y porque mi experiencia me dice que sin ella no será posible crear nunca jamás una vida armoniosa.
¡Pobres de los poetas que se educan en medio del ruido de las armas!, me digo en mi corazón cuando escucho o leo himnos a la violencia o panegíricos de personajes aureolados con resplandores de siniestros fuegos de feroces batallas. Y como los anarquistas deben ser los poetas no sólo de la vida hermosamente libre, sino de la vida bellamente armoniosa, ¡pobres de los que llamándose anarquistas viven a gusto en medio de los estruendos de la guerra, porque ellos no podrán crear jamás el clima humano, que es clima de dulzura!, me repito con enorme tristeza.
Nada de lo que la guerra construye se perpetúa; todo cuanto crea el pensamiento quiere volar hacia la eternidad. A pesar de los siglos trascurridos, todavía se elevan al aire los descarnados muñones del Parthenón; pero se prolongan más en el tiempo, como si quisieran perpetuarse en las conciencias de los hombres, propagándose a través de los milenios, las filosofías de Zenón y de Diógenes. Entiéndase, por tanto, construir con solidez, dar tal fuerza y maestría a nuestro pensamiento, que, aun sin proponérnoslo, penetre en el futuro como un valor que el tiempo no destruya.
Pero cuando se desea que el pensamiento crezca en altura y en profundidad, preciso es que se desarrolle con firmeza, la que ha de transmitirse a la palabra. Y no puede ser firme el pensamiento que no lleva en sí gérmenes de eternidad, y no podrá clavarse como hito en el futuro el que no alumbre el camino de la humanidad. Por ser pequeñas las visiones de grupo, de tribu, de secta, de partido o de sindicato, no pueden ser nunca grandes ni eternos los pensamientos que en ellos vivan, pues los pensamientos cósmicos necesitan el cosmos para germinar.
Hay hombres que son como esas cajas de música que zarandean de un lado para otro los mendigos callejeros: carecen de armonías, disuenan, no tienen sones puros, necesitando que alguien le dé a su manivela para que carraspeen sus estridentes notas, y ésos, pobrecitos, alejados de la vida poética, que es tanto como estar alejados de la vida sana, riente y armoniosa, aunque se llamen músicos, ni podrán crear nunca el clima musical, ni tampoco el clima de la hombría, donde un día vivirán armoniosamente las criaturas.
Para crear el clima poético es necesario que en el individuo existan en potencia ansias y anhelos de bellas armonías; para crear el clima humano es imprescindible que el individuo haya reunido en sí potencias humanas, poseyendo, a más de una rica vida interior, un inagotable tesoro de virtudes; para crear el clima anárquico, clima de libertad consciente y armoniosa, es forzoso que el creador lleve en el corazón sentimientos tan nuevos que nadie se haya estremecido jamás a su contacto y en su cerebro pensamientos tan limpios que nadie los haya desflorado ni aun en sus más bellos y puros sueños.
Cuando se siente lo virginal y puro brotar del cerebro y manar del corazón, porque es del corazón de donde mana la alegría que lleva a nuestros labios risa sana y jugosa, y es nuestro cerebro el que busca el cauterio para los desconsuelos; cuando en nosotros hay riqueza de luz y de ternuras, es que nos hallamos capacitados para crear el bien mullido lecho en donde han de germinar las simientes de bondad que han de hacernos agradable el vivir, es que nos hallamos en condiciones de crear el ambiente propicio a la libertad y a la armonía entre las cuales ha de convivir, con nosotros, nuestra familia. Y en ese ambiente nuevo, en el que ha de ser posible tener nuevos sueños, y nuevas alegrías y nueva vida que enguirnaldaremos con nuevas ilusiones y nuevas realidades, emplearemos un nuevo lenguaje, pues si no creásemos nuevas palabras, daremos a las viejas nuevo son de dulzura. Pero las crearemos, porque al crear el conjunto de agradables condiciones en que ha de desarrollarse la criatura humana, necesitamos crear no tan sólo nuevos afectos, y nuevos matices de ternuras y de alegrías, y nuevas realidades de tolerancia y nuevos goces que nos proporcionarán nuevos amores, sino nuevas palabras y nuevos giros con los que expresemos nuestras nuevas alegrías del vivir armonioso y excelso, humano y anárquico.
¿Y dónde, dónde será posible que hagamos esas creaciones si no las ensayamos primero en el hogar, sitio de recogimiento en donde vivimos con la compañera criando a los hijos envueltos en caricias? ¿Y dónde, dónde podremos hacer ensayos de bondad si no los hacemos en el taller de nuestras experiencias, en nuestra casa, convertida por nuestra voluntad, tanto en laboratorio de virtudes como en tibio y perfumado nido?
Los que hablan despectivamente de torres de marfil no saben lo que dicen. Cada casa nuestra, cada hogar nuestro, donde, sembradas y cultivadas por nosotros, deben crecer y florecer maravillosas plantas del bien, debe ser, será, es preciso que sea, no sólo torre de marfil, sino de transparente y purísimo cristal que adornaremos con la más variada y rica pedrería de nuestros amores para que todo en ella sea y esté como nosotros queremos ser siempre y estar: relimpio y refúlgido. Nuestra casa, nuestro hogar, nuestro nido, nuestro rincón de amores será la más hermosa torre de marfil con que no pudieron soñar ni los que, artistas del ensueño, se atrevieron a crear en su fantasía los más bellos mundos de ilusiones, porque en el hogar anárquico, aunque sea choza, vivirán en perfecta hermandad la alegría y el respeto, la libertad y el amor, que son las más preciadas gemas de la felicidad, criándose en él los hijos con más mimo y cuidado con que el avaro cuida sus tesoros, porque en nuestras torres de marfil, que han de ser a la vez taller de lapidario y vergel, aislados de la brutalidad de este mundo feroz y caótico, han de criarse verdaderas joyas de humanidad. Sí, sí, verdaderas joyas de humanidad, verdaderas criaturas humanas, verdaderas unidades de valor que, empenachadas con todos los atributos de la hombría, den brillo, realce y esplendor al mundo; verdaderos hombres que perfeccionen los laboratorios del amor instalados en sus torres de marfil y de cristal, creando en ellos el ambiente de dulzura y tolerancia en que ha de vivir la humanidad futura, la humanidad de mañana, que sólo será humanidad si empezamos hoy a crearla en nosotros, en nuestra casa, con nuestra madre, con nuestra compañera, con nuestros hijos.
Lo mejor de la vida humana, tolerancias. estímulos, alegrías, no fue regalo de los dioses, sino creación lenta y fatigosa de los mejores ejemplares humanos, los de más recia hombría, que trabajaron, sin cansancio, los laboratorios instalados en sus torres de marfil; lo mejor de la vida humana, pensamientos nobles, sentimientos fraternos y acciones de concordia, no fue tampoco dádiva social, que la sociedad reparte menos de lo que le regalan las unidades, ya que vive a expensas de ellas; lo mejor de la vida humana, fervorosos deseos de bienestar y paz, ansias de armonía, anhelos de fraternidad y de vivir amoroso, se crearon, primero, como ideal, en el sagrario interior de la conciencia, que a su vez necesita de la paz hogareña para forjarlo, de la apartada y sosegada torre de marfil donde crearlo. De la conciencia, el deseo armonioso baja a los labios convertido en palabra amorosa y a las manos trocándose en caricia, y después, lleno el hogar de amores y armonías, porque sus habitantes se esforzaron en hacer bellas sus existencias, aquéllos se derraman a la calle, haciendo posible que el ambiente de belleza en que se desarrolló el amor gane las otras viviendas, que así ocurrió, aunque con extremada lentitud, en el curso de los siglos; y así es fuerza que ocurra, debiendo acelerarlo nosotros para que se multipliquen las torres de marfil donde las criaturas crezcan en alegría y los amores hagan agradables las existencias.
Hasta hoy todos hicieron, todos —en escasísimo número se contaron las excepciones, por lo cual fue tan lenta la ascensión hacia lo humano—, blocaos y casamatas de sus viviendas, desde donde dispararon venablos contra el mundo entero. Despreciaron las torres de marfil y de cristal, temerosos de que les vieran los demás vegetar, y se encerraron en oscuras cuevas. Y así como donde hay aire y sol y se recrea la vista en bellos horizontes de libertad, nace y crece la risa, que es gorjeo humano, en las cuevas-viviendas, en los blocaos y en las casamatas, donde se vive siempre en temor y en acecho, germinó el odio, que no supo ni pudo saber hacer nunca a nadie el generoso obsequio de una sonrisa ni el regalo de una palabra dulce, porque al guerrero le está prohibido sonreír y amar. Y en las cuevas-cuartel-fortaleza, donde reinó como amo y señor de voluntades, no pudo crearse el ambiente propicio para que naciese, creciese y se multiplicase el hombre, no pudo darse el clima anárquico, que es sueño de amor y práctica del bien.
En las cuevas-cuartel-fortaleza —no hogar, no nido humano, no torre de marfil, donde se crea belleza viviendo en amor-; en las cuevas-cuartel-fortaleza, repito, no se doman pasiones ni se descuajan odios, sino que se acrecientan rencores y se afinan fierezas, siendo cada individuo enemigo de todos, por lo cual más se parecen sus habitantes a jauría o manada que a seres humanos. Así, este ambiente de recelo y de rencor, creado por el miedo —el único verdaderamente valeroso es el que regala amores al mundo—, al crecer se torna campo propicio a todos los odios que engendran, a poco andar, todas las bárbaras demasías, todos los despotismos, todas las tiranías, riéndose con estridentes carcajadas de todo lo noble y virtuoso, de todo lo delicado y exquisito, de todo lo amoroso y excelso, de todo aquello, en fin, por lo que el hombre es hombre.
Es, pues, necesario, imprescindible, que el anarquista —el hombre bueno y magnífico— cree su clima de amable convivencia, en el que vivirá a gusto la familia, para crear más tarde el ambiente fecundo de libertad y armonía en donde ha de vivir en concordia la familia anarquista. Y esto sin miedo a las risas de los que se hallan incapacitados para amar. Esto, con amor, como el que sabe que va a llevar a cabo no una obra humana sino la gran obra de humanidad.
La casa solariega
Cuando fatigados por el trabajo o angustiados por la soledad dejamos la pluma deseando ponernos en contacto con el mundo de los sonidos, que es, a su vez, el mundo de los hombres, abrimos nuestro aparato de radio y, como si fueran voces amigas que llegaran a visitarnos, irrumpen en nuestra habitación mensajes musicales que nos envían Londres o Buenos Aires, o mensajes hablados que se pronuncian para nosotros en Tokio o en París. Lo alegre, lo grave y lo austero, lo alado y lo profundo, el arte y la ciencia se dan cita en nosotros, y reímos y gozamos o pensamos y sufrimos según sea alegre o triste el sonido de la voz que escuchamos. Con un poco de esfuerzo de imaginación podemos figuramos que en vez de ser ellos los visitantes, somos nosotros los que salimos a su encuentro, y cuando conocemos los lugares de donde vienen los mensajes y a ellos estamos vinculados por hondos afectos, la ilusión es completa: nos sentamos al lado de los padres, jugamos con los amigos, hablamos con la amada, besamos a los hijos. Gracias a la portentosa creación del hombre, vivimos todos en vecindad, siendo Madrid un barrio de México al que se hallan unidos Ceylán y Nueva York.
Pero aunque los hombres de los más diferentes puntos del planeta lleguen a visitarnos, no debe apoderarse de nuestras conciencias la idea de pequeñez, porque el mundo no se ha encogido, no se ha achicado, sino que el hombre se ha hecho mayúsculo, inmenso, planetario. Con su genio ha borrado las distancias, trasponiéndolas, pudiendo asegurar que el hombre, cada hombre es centro del universo porque hacia él convergen todas las ondas cargadas de alegrías o tristezas, de graves pensamientos de paz y de terribles gritos de guerra. Ya no está solo en el cosmos. Las conciencias oyen a las conciencias, los corazones escuchan el latir de otros corazones, el hombre ha empezado a oír a los hombres, que es tanto como sentir a sus hermanos cerca de sí, y en cuanto los vea, y vea también el escenario, la tierra y sus entrañas, forzoso le será crear nuevos conceptos del vivir, nuevas ideas de armonía y nuevos pensamientos de fraternidad, porque al dominar el sonido, dirigiéndolo a voluntad, ha borrado las fronteras de los pueblos, y al poder asomarse a los corazones de los hombres, sus hermanos, borrará las fronteras de los odios.
Y aquí estamos frente a nuestro gran trabajo: saber ver a los hombres, aprender a mirarlos para comprenderlos y amarlos.
Hasta ayer el hombre vivió solo, metido en su caparazón, preguntándose, en un ininterrumpido soliloquio, que ha durado milenios, por qué y para qué vivía, sin encontrar jamás respuesta a su constante pregunta. Su visión alcanzaba a lo sumo a la patria, que era continuación de la antigua tribu, y sus afectos no trasponían nunca las fronteras nacionales, cuando no se quedaban encerrados en la ciudad o en el lugarejo. Muchas veces, lo que estaba más allá era lo temible, lo enemigo. Las relaciones que con él se entablaban eran de guerra, por lo tanto, el terror le hacía ser misántropo y feroz, pues se consideraba, aun ligado a los pueblos vecinos por atavismos y creencias, solo en sí, solo en él, considerando adversario todo lo circundante.
El primero que se atrevió a dialogar con lo desconocido fue el heleno, porque fue el primero que se asomó al mundo, aunque sólo con el entendimiento. Para esta audaz incursión creó dos ideas-madre que fueron como dos rayos de luz en la oscuridad: la de individuo y la de humanidad. De acuerdo con la primera produjo aquellas potentes y maravillosas individualidades que lanzaron al mundo mensajes de belleza, todavía admirados; por la segunda, consideró a la humanidad no como un organismo, sí como un conjunto de seres, de individuos que podían entablar relaciones armoniosas entre sí. Por estas ideas, formidables atrevimientos de la mente, el griego concibió la libertad del individuo, creando humanidad. Es decir, el griego se hizo hombre, se convirtió en humano, creando lo que todavía no existía. Sin este avance, sin estos maravillosos pensamientos, seguiríamos viviendo todavía en la tribu, donde se careció del concepto de lo individual, del concepto del hombre como unidad de verdadero valor para el concierto armonioso de la vida.
Lo que el griego intuyó, nos lo dio a conocer el libro con la invención de la imprenta, y lo que en el libro no pudo ofrecérsenos, nos lo ha regalado el cine y la radio: imágenes y sonido. (Seamos verídicos: nos lo ha regalado nuestro hermano el hombre, valiéndose del cine y la radio, invenciones suyas.) Hoy ya sabemos cómo son y cómo hablan los indonesios y los lapones y los que forman las tribus del centro de África. Al mismo tiempo llegan a nosotros relatos y fotografías animadas de lo que ayer sucedió en Rusia y palabras e imágenes de los hombres que exploran las tierras antárticas. En nuestra casa común, nuestra casa solariega, heredad donde vivieron nuestros mayores y vivimos nosotros, ya nos es todo o casi todo conocido: el trabajo en los campos y en las minas del mundo, la formación de las islas madrepóricas y las representaciones teatrales que se dan en esas enormes aglomeraciones humanas que son Londres y Nueva York, ciudades nuestras, del mundo, de la humanidad, barrios de nuestra urbe, rincones de nuestra casa, habitados por hermanos nuestros, pertenecientes todos a la gran raza humana, a aquella humanidad que hace dos mil quinientos años entrevió el heleno y hoy es realidad.
Frente al hombre de ayer, que carecía en absoluto de concepto de humanidad, porque su mente, como su visión, no trasponía el monte que lo circundaba, se levanta el hombre de hoy, conocedor del universo y universo él también porque ha adquirido conciencia de su potencialidad creadora. De ahí que si el hombre de ayer, nuestro abuelo, no podía concebirse a sí mismo como unidad de valor porque estaba sobrecogido de espanto con la grandiosidad de un dios, al que no conocía pero temía, el hombre de hoy, que ya no necesita para nada de la idea de Dios, al conocer su potencia, sabe que puede captar todas las emociones y concebir todas las grandezas, incluso la armonía de la humanidad de la cual se siente creador y criatura, puesto que crea amor en su casa, que adorna con arte para regocijo de los demás hombres, que componen su verdadera familia.
Este criterio de casa común y de familia humana, que se fue formando poco a poco desde que los griegos nos regalaron aquellas dos magníficas y fecundas ideas de unidad humana y de humanidad, debemos reverdecerlo en nuestra mente y empezar a trabajar con él en nuestra propia casa y entre nuestra familia, haciendo lo que nadie hizo: ser buenos y amorosos con nuestros hermanos.
Habiendo desterrado a Dios de nuestra vivienda porque nos perturbaba (la idea de Dios no fue jamás armónica, sino humillante por despótica), nos hemos dicho en nuestro corazón: En la casa donde nacimos y vivimos, en la que vivieron y viven nuestros padres y viven y conviven nuestros hermanos y nuestros hijos, no se riñe, ni aun se vocifera y alborota, pues se resentiría la moral y daríamos ejemplos de malos modos, grosería y maldad. En la casa familiar se respeta a los ancianos y a los padres y se vive en paz con los hermanos, cumpliendo cada uno su cometido de mantenerla limpia de odios, que son los que enemistan. En la casa familiar, en nuestra casa solariega, heredad de nuestros mayores y hoy nuestra por legítima herencia, deben escucharse risas, no llantos, palabras que acaricien, no maldiciones, porque es en ella donde debemos empezar a vivir en armonía y en regocijo. Porque ¿dónde si no es en nuestra propia casa, en nuestro propio nido, hemos de ir creando el ambiente tibio y perfumado que sea como nuestro clima, el clima anárquico donde hemos de criar en belleza y en libertad a la familia?
Anarquismo y misticismo
Sin duda porque dije en un capítulo, Lírica Anarquista, de mi libro Los caminos del hombre, que el cristianismo, a pesar de sus errores, seguía sosteniéndose porque sus poetas continuaban hablando de amor, alguien, que no me ha interpretado (posiblemente fuera yo el que no expresé con claridad mi pensamiento), ha dicho en una publicación que yo era un místico. Infinito le agradezco que se haya ocupado de mi persona y leído mis desgarbados escritos, pero me perdonará que deshaga el error que, vuelvo a repetir, quizá sea más mío que suyo.
No soy un místico, y, posiblemente, pocos anarquistas habrá menos apegados que yo al misticismo, pues podrán caer en él los que creen que anarquía es una idea salvadora, una especie de deidad; pero los que como yo consideran que es el hombre el creador de las ideas y, por consiguiente, el que las reforma y cambia, ése no puede ser nunca un místico, no podrá jamás abrazarse a una religión, porque los místicos se niegan a sí para afirmar a Dios y lo que yo digo es que el hombre se afirme en sí y niegue a Dios, a todo Dios.
Yo digo que en humanidad lo que vale es el hombre y que los que se abrazan a las ideas con el mismo fervor conque los cristianos se abrazan a la cruz, son religiosos, y, aunque se llamen anarquistas, caen fácilmente en el fanatismo y en la intolerancia. Sólo entre esos creyentes pueden darse los místicos, porque sólo ellos creen que las ideas valen más que los hombres. Y ése es el religo.
Lo que he dicho y repetiré hasta el cansancio para que me oigan los sordos, es que debemos observar detenidamente los inmensos vuelos de los poetas místicos, debiendo esforzarnos en sobrepasarlos en potencia creadora y en vuelo lírico. Dijo San Bernardino de Laredo que la oración es vuelo del alma hacia Dios. Pues bien; el día que nuestro vuelo lírico vaya del hombre al hombre, y el sentimiento y la belleza que pongamos en nuestro amor fraternal sean superiores al sentimiento y belleza con que los místicos engalanaron su amor a Dios, el cristianismo, sobrepasado en belleza por nosotros, habrá sido vencido, y el humanismo, el anarquismo, bellísimo ideal de convivencia armoniosa y fraternal, no vencerá a los otros idealismos sino sobrepasándolos en belleza, para lo cual el anarquista debe ser no sólo el más humano entre los humanos, sino el más exquisito entre los exquisitos y el más fraterno entre los hermanos. Y lo que agrego con frecuencia a mis escritos es que con palabras huracanadas o groseras no se convence a nadie. Ríanse los que quieran reírse: la anarquía, concebida en virtud de uno de los mayores atrevimientos de la mente humana, seguirá siendo el ideal de unos cuantos, mientras otros se esfuercen en mantenerla en las tenebrosidades de la violencia. Es preciso, pues, hacerla resplandecer; y únicamente adquirirá ese brillo, si los que se dicen anarquistas llevan, cada uno y todos, unas vidas limpias, unas vidas sin mancha. Es el individuo anarquista el que deberá dar a conocer la anarquía como ideal único de fraternal armonía; pero para eso el pregonero o misionero tendrá que llevar una vida también única, en bondad, en belleza, en amor, en sabiduría, en modestia, porque lo soberbio y lo violento, que no son ni fueron jamás virtudes humanas, pueden triunfar —el triunfo de la violencia nos ha conducido a esta era atómica—, pero lo que no pueden hacer ni harán jamás será vidas armónicas. Y todavía está por probar que sea necesario presentar la belleza envuelta en suciedades.
El anarquista tiene que plantar en la tierra lo que nunca hubo: la lealtad al hombre, al individuo, su posible compañero y su real hermano. Porque se fue leal al Señor, a la patria, a la secta, al partido, al sindicato, pero nunca al hombre. Se aborreció lo natural y se fue esclavo de lo sobrenatural: de la idea. Y es que creer es tanto como vivir ciego, considerando que la luz exterior le guía (ciega es la fe), y gozando con vivir en oscuridad, porque la luz según todo creyente, no es luz suya, sino de Dios: de la secta o de la organización. Por eso tenemos que cambiar nuestra cultura, cambiar también la idea de lealtad. Si me soy leal a mí y no a Dios, veré la luz en mí y no en Dios, y al abandonar totalmente, absolutamente, esa idea de Dios podré empezar a amarme, a serme leal. De mi amor a mí brotará el amor al hombre, a lo humano, y de éste, el amor a la humanidad. Hace falta, pues, desterrar de la mente a todos los dioses para poder ser leal al hombre.
He dicho que la fe es ciega, y así lo han pregonado todos los místicos. No hay diferencia entre el fervoroso creyente en Dios y el fervoroso creyente en la Anarquía cuando ambos consideran que esas representaciones ideológicas que llenan sus mentes pueden realizar el milagro de hacer felices a las criaturas. Esos dos entes que tienen fe en Dios o en la Anarquía, perseguirán al hombre cuando no quiera reverenciar a esos dioses. Y es que la fe y el fanatismo se cultivan en todas las iglesias.
La fe es un abismo, y en ese abismo se pierden todos los místicos: los que aman a ese Ser extradimensional que llena el orbe; los que se sumergen en esa concepción de Sociedad que envuelve a seres y a cosas, y los que se pierden en ese orden nirvanal donde todo es deliquio, ya que los místicos del Socialismo tienen la misma fe ciega que San Juan de la Cruz.
A ningún místico le interesa el conocimiento de los hechos ni de los hombres, porque todos tienen bastante con su dios, con lo que quiero decir que todo místico se deshumaniza, se vuelve antihumano y contrahumano, porque lo humano, que es lo feo, le molesta y hiere[3] De ahí que el místico no pueda pensar, sino sólo creer. Si pensara, llegaría al conocimiento; pero él no busca el conocer, sino bañarse, hundirse, perderse en lo divino. Comprendamos por qué el místico no es, no puede ser generoso para con los humanos: el místico pide a Dios, quiere a Dios para que Dios lo ayude, sostenga y salve. El místico es, por lo tanto, el ser más pobre de la tierra, el que más auxilio necesita, explicándonos ahora por qué vive llorando y maldiciendo. Llora cuando cree que Dios no le dispensa los favores que le pide; maldice cuando mira a los hombres, porque cree que los pecados de éstos pueden arrebatarle la gracia divina.
Hay, pues, una diferencia bien notoria entre el místico y el humano (el anarquista). Los dos hablan de amor, los dos hablan de luz; pero el místico habla de amor a Dios y de luz divina, luz del cielo que desciende a él como una gracia, mientras que el hombre habla de amor al hombre y de luz propia, luz del entendimiento, creada por él y en él.
Como se ve, son dos posturas o dos posiciones diametralmente opuestas. El místico se vacía de todo lo terreno y humano para llenarse de cielo y de Dios; el hombre expulsa de sí toda idea de Dios para poder estar más pleno de sí. Por eso, el místico renuncia a él mismo, no quiere ser humano, porque según él, no siéndolo es como puede fundirse con Dios, haciéndose él también divino.
Por lo ligeramente expuesto podemos ver que en el místico todo es negación humana, siendo, por consiguiente, todos sus signos negativos para la armonía de los hombres. De ahí que en él todo sea anonadamiento; mientras que en el hombre todo es pujanza. Este quiere ser; aquél apetece no ser. Y el no ser no es ni humildad ni aun modestia humana, grandes virtudes de los hombres excelsos; el no ser ni querer ser es abandonar las potencias de sí, por considerarlas pobres o deformes, para recibir las maravillosas potencias de Dios.
De ahí que el místico rechace todo dato que le suministren los sentidos y aun todo trabajo de la mente, porque llega al conocimiento cuando se niega a conocer: por la fe.
Considera la Iglesia que el cuerpo no llega a Dios; pero sí el alma, el espíritu, lo que es de Dios y aun Dios mismo. Y como el cuerpo, incapacitado para la percepción de efluvios divinos, es por sí mismo despreciable, cuando las almas en éxtasis se ponen en comunicación con Dios, los cuerpos callan. Santa Teresa de Jesús dice cuando vuelve de sus arrobos, que no puede expresar la magnificencia del reino de Dios, y San Juan de la Cruz calla por saber que toda palabra es pobre para hablar de tantas maravillas. Lo místico, amor a Dios, se opone a lo humano, amor al hombre; y se opone porque el místico desprecia la carne pecadora. En cambio, el hombre ama la bella carne porque en ella ve representada a la madre, a la esposa, al hijo.
El mayor desamparo en que el místico podría hallarse, el mayor vacío que podría sufrir sería el vacío de Dios. Estar sin Dios le horrorizaría. De ahí que al que el fervoroso creyente considera vacío de Dios, no le importe matado por creer que el mayor pecado es vivir ausente de la divinidad.[4] El que niega a Dios es el mayor blasfemo: merece la hoguera. Sin embargo, la blasfemia humana es negar al hombre. Y quien lo niega, no merece la hoguera ni la muerte, castigos de todos los torquemadas, sino amor y enseñanza de amor, pues sólo envolviéndolo en los perfumes del amor humano puede llegar a amar y adquirir la hombría.
Según San Pablo, las criaturas son instrumentos y ocasiones del pecado, por lo cual gimen esperando ser libradas de esta servidumbre de corrupción. Con ese criterio, que es el de la Iglesia, ¿cómo pueden los cristianos llevar a cabo bellas obras de humana armonía, si al saber que sus cuerpos son instrumentos del pecado, o sea viles, se desprecian unos a otros entre sí y todos al género humano? Los que pueden realizarlas son los que sienten el gozo de vivir, los que experimentan el placer de su propia alegría de vivir, los que gustan con fruición las esencias de su propia vida viviendo sin dioses y en amor. Y si los místicos, cuando vuelven de sus éxtasis, aseguran que no pueden hablar porque la palabra es pobre para expresar las maravillas del reino de Dios, el hombre, creando nuevo lenguaje, nueva lírica anárquica, expresará sus sueños de armoniosa convivencia anárquica, despertando nuevos apetitos y nuevos anhelos de un vivir fraterno.
Podrá asegurar San Pablo que la sabiduría de este mundo, delante de Dios es locura, dando a entender que nada vale lo humano frente a Dios, y afirmar San Juan de la Cruz que para subir a Dios, para fundirse con Dios, alcanzando la perfección, es preciso vaciarse de todo lo humano, despojarse de todo lo humano, purificarse de todo lo humano, porque sólo cuando el individuo se vuelve no-humano es cuando puede alcanzar la perfección en Dios; pero a pesar de estas locuras místicas —el estudio del místico corresponde al psiquiatra—, el hombre avanza hacia el hombre tendiéndole las manos, no siendo ya su enemigo, sino queriendo ser su hermano. Y esta labor le toca acelerarla al anarquista, al nuevo hombre que nace en medio de este caos: al hombre humanizado.
Todos venimos de la misma raíz y todos somos ramas del mismo tronco; pero aunque todos deseemos también dar fruto y algunos lo hayan dado, no debemos escarnecer a los que no lo dan, sino, al contrario, cuando están dormidos deberemos poner entre sus hojas nuestra más bella flor para que al despertarse sientan la alegría de haber florecido.
No soy un místico porque no creo en Dios, en ningún Dios. Lo que yo digo y pregono es que debemos renacer a una nueva vida, bella y magnífica, aun en medio de este mundo tenebroso y corrompido, y por lo que yo me esfuerzo es por vivir en plena armonía con lo que pienso y digo: con mi compañera en el hogar; con los que como yo sufren, en el trabajo; con todos los hombres nobles y de buenas voluntades, en todos los momentos de mi vida.
Y a esta manera de pensar y de obrar no puede llamársele misticismo sino humanismo o anarquismo, que, para mí, son una y misma cosa.
Religión y Estado
Cuanto más estudiamos los movimientos intelectuales de los tiempos pasados en relación con los deseos de libertad de las unidades humanas, más se nos aclara la interdependencia existente entre las ideas estatales y las religiosas, y más también la lucha sostenida por el individuo contra el conglomerado. Así podemos comprobar, entre otras muchas cosas, lo que el socialismo heredó del cristianismo y del catolicismo, al cual quiere suplantar utilizando sus mismos primitivos procedimientos.
En efecto, ambos abominan del hombre, de la unidad humana, del individuo, considerando el uno pecado y el otro delito la acción individual del pensamiento, del análisis, de la vida, no enseñando al ser humano el pienso, luego soy, sino el creo, luego existo, porque pensar sería tanto como querer adquirir su soberanía el individuo humano y lo que ambas iglesias necesitan son creyentes que acepten al catolicismo y al socialismo como soberanos, como cuerpos doctrinales capaces de salvar por sí a los seres humanos que se sometan a sus enseñanzas, o sea que se conviertan de seres libres en dependientes.
El fundador de la religión cristiana (dividida actualmente en cien sectas, como el socialismo) fue Pablo, el que consideró al cristiano como el alma de un gran cuerpo, en el que Cristo es la cabeza y los cristianos los miembros; pero como los miembros no pueden querer ni pensar sino lo que desee y piense la cabeza, los cristianos, que deben carecer de voluntad, deben moverse de acuerdo a lo que la Iglesia ordene. (Paralelismo: La Sociedad es acéfala por lo cual no puede guiarse a sí misma. La Cabeza de la Sociedad es el Estado. —Engels.) De esta manera, aunque la cristiandad sea considerada como un cuerpo viviente, la vida de los seres humanos no es considerada como real, puesto que la Realidad Única es Dios, cuya omnímoda Voluntad debe acatarse. Por eso, en la cima, en la cúspide, hay un jefe que ordena, y en el pueblo manso y sufrido debe crecer la obediencia, la fe. El cristianismo y el socialismo, como pertenecientes a la misma familia despótica, obran de idéntica manera, aunque den a sus dioses nombres diferentes. ¡Anatema contra el que por querer conservar los atributos de la hombría, no crea ciegamente en uno o en otro!
No hemos de entrar en consideraciones sobre cuándo aparece el Estado tal y como lo consideramos en la actualidad (se saldría este estudio de los límites que nos hemos trazado) porque si el gobierno tribal se confunde con la tribu, el Estado se confunde con las jerarquías de los que gobiernan y hasta con el territorio que abarca su dominio. El Estado es, en la nomenclatura de lo autoritario, el continuador de la tribu, y tan es así que no hay diferencia en la manera como se gobiernan ciertas tribus llamadas salvajes y ciertos Estados a los que se les da el nombre de civilizados.
La monarquía peruana de los incas puede ser considerada como Estado; la gobernación de la desgraciada isla de Santo Domingo por el terrible y brutal Trujillo, como gobierno tribal, y la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, a cuya cabeza estuvo el Zar-sacerdote Stalin, como una forzada unión de tribus que constituyen a su vez el más vasto imperium de la época. Su gobierno puede considerarse como un caso de supervivencia tribal de césaro-papismo.
El gobierno es una acción social primitiva; la religión es una acción social tan primitiva como la primera. Las dos ideas nacen posiblemente al mismo tiempo y juntas ascienden por el camino de la vida del hombre, aprisionándolo.
El primitivo, nuestro antecesor, salido de la animalidad, carece de la idea de unidad. Para él no existe ni un hombre ni un árbol, sino una idea de conjunto, de cosa indivisa, de todo, al cual se considera ligado, aunque sin noción cabal de ser una partícula de ese todo entre el cual vegeta y va organizando su vida. Su grupo es casi una manada a la que le tiene querencia; el bosque es lo que esconde todo cuanto le perturba: las fieras y el rayo. El grupo le atrae, como al animal, por el amparo que le presta y por el regocijo que halla entre sus componentes; el bosque le asusta: allí mora lo misterioso y lo enemigo. Por las noches tiembla al escuchar el rugido de la fiera o el aullido del viento, y las imaginaciones, que quieren y no pueden ahondar en el misterio, se entenebrecen ante las fuerzas destructoras, cuyo poder no pueden explicarse. De este terror, de esta sensación de impotencia, nace la idea de poder que el hombre primitivo necesita: por esa necesidad crea al jefe, al capaz de dominar lo desconocido.
En la escala humana éste es el primer paso ascensional; la primera liga, el primer religa, el primer acto religioso, pero también la posibilidad del primer avance en cuanto el hombre averigüe que él puede desechar todo miedo porque en él y sólo en él está todo el poder de vencer los misterios en cuanto los vaya conociendo. Con ese paso, confuso todavía, pero que después de haber creado ideas abstractas le capacita para adquirir conciencia de sí y de su poder, el individuo de nuestra especie descubre el camino que le llevará a las grandes especulaciones y a las grandes ideas de libertad, rompiendo el primitivo religo.
Creado el jefe, el director, el protector, a cuyo alrededor se agrupan, necesítase crear algo que encarne las fuerzas extrañas y poderosas, y entonces nace Dios, simbolizado en un árbol, una piedra, un animal, un astro. El jefe llega a ser el intercesor entre el grupo y el dios, por lo que se inviste también como sacerdote (como sagrado), afirmando que es hijo de su mismo Dios y Dios él mismo.
Religión y gobierno son inseparables, tienen el mismo origen y han subido desde el principio con el hombre. La evolución de una marca la evolución del otro, y la fuerza de conservación del uno es la misma fuerza conservadora que la otra pone en juego cada vez que trata de arrebatársele el cetro del dominio de los hombres del grupo.
Primero, una y otro son locales, de grupo, de clan, de tribu; después, ensanchando el poder del jefe, se agranda el poder de Dios en detrimento del poder del individuo; más tarde se forman federaciones de pueblos; luego, apetece la universalidad (budismo, confucionismo, mahometismo, cristianismo; hoy, fascismo, socialismo, comunismo). La actual idea de Estado Universal es el cumplimiento, un poco rezagado, de las leyes de paralelismo que siguen religión y gobierno, Iglesia y Estado, que por ser ideas hermanas tienen en todas las ocasiones actitudes iguales. El gobierno participa de la idea religiosa porque une y liga; la religión participa de la idea de gobierno porque ordena, manda. Cuando el gobernante es, a la vez, sacerdote, impone un gobierno teocrático; cuando el rey, o el presidente, no está investido de poder sacerdotal, el obispo lo unge, considerándolo rey o presidente por derecho divino, cuando no él mismo divino (Hirohito).
El emperador tenía carácter divino, y divino es el carácter de Franco, emperador de España, según lo desea e impone la religión católica. Verdad que no llega a ser, como el emperador de Anam, el supremo pontífice, el juez supremo augusto y santo y el padre y la madre de sus súbditos, pero sí es el supremo exterminador, para la mayor gloria de su imperio y de su dios, uno e indivisible. Como los césares, preside los grandes ceremoniales de la Iglesia y el Estado, por lo que tiene carácter sagrado para sus fieles, como lo tenía Hitler para sus adeptos y Stalin para sus mesnadas. ¡Cuánto se parecen una ceremonia en Palacio a otra en la Basílica, y que lazos tan estrechos existen entre la jurisprudencia y la teología!
Un Estado comprende, como doctrina moral que no puede ponerse en duda ni desobedecerse, toda la vida privada y pública del individuo; una religión obliga a lo mismo, porque ni para el Estado ni para la Religión el individuo se pertenece a sí mismo. Como el primer grupo primitivo, la tribu de ayer, el hombre se debe a Dios y al Estado, en lo que están perfectamente de acuerdo religiosos y políticos. Los cristianos, que heredaron el derecho grecorromano y las enseñanzas del Antiguo Testamento, sostenían que las leyes del Estado eran revelación divina. No fue contradicción que declarasen al rey sagrado. En la matriz de la religión se engendró el Estado, que es otro religo, por lo cual, aun riñendo de cuando en cuando, van siempre de la mano.
Si Hitler hubiera sido triunfador, se habría declarado Papa, tal y como lo hizo su ex amigo Stalin, y haciendo una mezcla de lo estatal y lo religioso hubiera formado una religión imperial-universal, puesto que nos hallamos en la época en que el sentimiento tribal quiere extenderse al planeta. Hitler hubiera sido el profeta, el visionario, el fundador, y su nombre habría figurado en la lista de los grandes fundadores de religiones con los Buda, Confucio, Zoroastro, Mahoma, Jesús y Marx, a los que hubiera desterrado al no conformarse con declararse Hijo de Dios, sino Dios él mismo. Perdió y la religión nazi desapareció quizá para siempre.
En un orden cósmico fundan los sostenedores del Estado y de la Iglesia sus concepciones, considerando a esas terribles deidades como el único orden moral universalmente válido, ya que desconocen capacidad al individuo para forjarse su propio bienestar. Por eso no puede causarnos extrañeza que cuando en las guerras religiosas uno triunfa, se convierta en emperador, jefe o Papa, resultando siempre un gobierno teocrático. Cuando se impone el jefe civil, y éste domina en la iglesia, vuelve a unir todos los poderes y el césar se convierte en Papa.
Durante toda la Edad Media el gobierno de Europa donde domina el cristianismo está bajo el mandato de la Iglesia. Los obispos y los abades son señores de armas e intervienen en política tal y como sucede en el antiguo Tíbet con el lamaísmo, donde los sacerdotes no sólo influyen en el gobierno, sino que le sirven en concepto de funcionarios, desempeñando empleos civiles y militares.
La Historia del sacerdocium con el imperium es una continuada guerra y una continuada fusión. Triunfe uno u otro, siempre van unidos. Cuando triunfa el imperio, la iglesia es un departamento del Estado y el derecho sagrado es una rama del derecho público; cuando triunfa la Iglesia, el jus sacrum queda contenido en el jus publicum.
Pero la Iglesia, no conforme con estas alternativas, para afianzarse más crea el jus eclesiasticum en el que se unen la fe de la Iglesia con la jurisprudencia romana, siendo el derecho eclesiástico el que debe regir en toda la cristiandad. Cuando triunfa, es cuando sobrevienen las grandes luchas entre lo espiritual y lo secular y también cuando tienen lugar las grandes persecuciones por herejía. No debemos olvidar que Jacobo de Viterbo definió la Iglesia como el Estado por excelencia, que es a lo que hoy llamamos totalitarismo.
En la lucha actual, el Estado domina a la Iglesia; pero no la destierra, sino que sigue apoyándose en ella, teniéndola como una fuerza de reserva, a pesar de que la Religión y el Estado luchan entre sí, pues en todas partes contienden los católicos contra los protestantes, éstos contra los cismáticos, las religiones asiáticas contra las europeas y todos juntos contra los judíos, mientras que los llamados demócratas guerrean contra los socialistas, éstos contra los comunistas y todos entre sí, sin darse cuartel, para apoderarse de la dirección de los pueblos y someterlos a sus dictados, imponiéndoles sus rutinas a las que llaman leyes sabias o leyes divinas.
Se comprende la unión de los dos poderes como se comprende su rivalidad; y se explica la unión, aun odiándose, porque ninguno quiere alejarse de sus actividades de dominio en contra de los pueblos.
Si el hombre religioso es el considerado con facultades para ponerse en comunicación y contacto con el mundo del espíritu, el hombre político es el que se cree con facultades para dominar las potencias de la tierra, por lo cual, el hombre medio se inclina ante esos dos poderes que considera invencibles, y les rinde pleitesía. Y es que supone —temor a las cosas misteriosas de afuera— que los que poseen autoridad religiosa, viven en comunicación con Dios, por lo cual se les debe reverenciar y temer, ya que lo mismo pueden dispensar mercedes como imponer castigos, y que a los que tienen autoridad política se les debe también obedecer y reverenciar porque pueden derramar sobre los mortales los bienes del Estado o perseguir a los insumisos. A entrambos, pues, al religioso y al político se les considera como intercesores, ya que si uno expone a su Dios sus aflicciones para que las aplaque, el otro intercede ante el rey o el jefe para que remedie sus miserias. Por todas partes se desemboca en elreligo en la aristocracia (poder del mejor) o en la hierocracia (poder de lo sagrado).
No se puede negar que el cristianismo forma una sociedad, como la forman el mahometismo y el confucianismo, pues no forma sociedad sólo el socialismo; pero no puede negarse tampoco que esa sociedad cristiana, o mahometana o socialista, es tan religiosa como la comunista. Lo único que las diferencia es el nombre, porque sociedad es un semirrebaño de gentes que se hallan ligadas entre sí por una misma idea de salvación, por una idea superior al hombre, es decir, extrahumana. Así se ríen todos los religiosos del hombre, al que consideran como una entelequia, no como un ser real que siente, y sufre y ansía ser libre. Y es que el individuo puede ser o no ser religioso, pero la colectividad lo es siempre, porque ésta no existe sin una fuerte creencia que una y suelde a sus componentes. Ahí radica el mal de que todos los colectivistas sean intolerantes y fanáticos, declarando enemigos a los que quieren pensar y obrar por sí: su peor enemigo es el hombre libre. Ya no nos asombra, por lo tanto, escuchar a sociólogos que sostienen la teoría de que el hombre es una hipótesis, dando importancia a la sociedad y no al individuo, afirmando que es la colectividad y no el hombre el que posee fuerza creadora, por lo que los individuos deben obedecer sus disposiciones y rendirle pleitesía.
Lo humano y lo sagrado
Dijimos en otras ocasiones que religioso es todo hombre que vive ligado a teoría o doctrina, considerándose obligado, por acto de conciencia, a obedecer o cumplir lo que la doctrina o la teoría le ordenan, habiendo agregado que religión es la barrera fantasmal que entorpece el libre vuelo de la inteligencia, por lo cual, la religión, después de prohibir soñar, prohíbe amar. Dijimos también que no solamente es religión lo comúnmente aceptado como tal, sino que de acuerdo con lo anterior, religión es todo acto de incondicional sumisión a una organización o a un partido que imponga normas de pensamiento o de acción obligatorias al individuo, ya que Dios es, además de lo que consideran como tal los cristianos, todo concepto de fuerza extradimensional, y extramaterial y extraterrenal que regula la vida de los seres, por lo cual el concepto religioso obliga a creer que trabaja por su salvación y la del género humano el que más se sujeta a Dios, el que más se obliga a él, el que más se aproxima a lo sagrado, y, en cambio, trabaja por su perdición el que no se liga a lo sagrado, el que se dedica a ocupaciones o laboriosidades no consideradas de utilidad espiritual por el sacerdote.[5]
En el religioso estos dos mundos viven en constante oposición, casi podríamos decir en constante guerra, oposición y guerra que tienen lugar, primero, en el individuo, pero que éste lleva en seguida al medio en que se desenvuelve. De ahí que en los ambientes religiosos, en todos los ambientes religiosos[6] fructifique espléndidamente la intolerancia, porque todo lo que no responda absolutamente al dogma se considera perjudicial a la gloria de Dios y, por consiguiente, al individuo, viéndose el fanático en la necesidad moral de declarar la guerra a todo lo a-religioso.
Estos dos mundos representan para el hombre de cerebro alerta dos posiciones bien definidas: en una, en la religiosa, el individuo ligado a Dios no puede ser libre, porque la fe le prohíbe dudar; en la otra, en la a-religiosa, el hombre se siente libre, atreviéndose a interrogar a su conciencia y a los demás hombres para poder descifrar lo que Haeckel llamó los enigmas del universo. Por un lado se le obliga a creer; por el otro siente la necesidad de analizar y gustar toda idea o sensación que llega a su mente. Es decir, el hombre analítico necesita fundamentarse en hechos razonables, mientras que el creyente dice colocarse más allá de la razón, por lo que le asusta lo que nuestros padres llamaron libre examen y que nosotros consideramos como libérrima actividad de nuestras facultades para ver, gustar y comprender todo cuanto tiene relación con nuestra vida y la de los seres en el planeta, casa de la familia humana.[7]
Es que lo social y lo religioso se confunden: el grupo social es siempre un grupo religioso. Cuando estudiamos Historia vemos que los hebreos forman un conjunto social precisamente porque forman un conjunto religioso, comprobando por todas partes que lo religioso preside las relaciones de tribu y las de grupo.
Pero la religión necesita de lo sagrado, porque sin considerar como sagrado lo que con la religión se relaciona, ésta muere. No existe lo común más que cuando se tienen las mismas cosas por sagradas, cuando se tiene la misma idea religiosa. Por eso, cuando alguien, individuo, grupo o colectividad, sostiene que no puede dudarse de la bondad de tal o cual idea sustentada por tal o cual hombre, ni analizarse ésta o la otra doctrina, es que lo sagrado, lo intocable y lo inmutable hizo su aparición, considerándose el individuo o grupo que tal sostiene como sacerdote guardián conservador de la inviolabilidad dogmática.
Alguien dijo, no recuerdo si fue Hubert, que la religión es la administración de lo sagrado, y aunque aparezca esto como una definición un tanto comercial, porque podría confundirse administración con explotación, cosa poco seria tratándose de un pensador, podríamos asegurar que quiso dar a la palabra administración el significado de ordenada creencia, ya que administración es regla. Pero nosotros deberemos decir que religión es algo más que administración, pues el acto religioso tiene su origen en la conciencia y nada de lo que tenga asiento en ella debe serie al hombre despreciable, sobre todo como materia de estudio, de análisis.
El carácter sagrado no lo posee nadie por sí mismo, ni persona ni objeto. Lo sagrado es una investidura. Al hombre creyente su creencia le lleva a considerar que todo cuanto se refiere a su Dios es en sí sagrado. De ahí que lo sagrado sea el fundamento, la esencia que la religión necesita para existir, teniendo seguridad de que si fuera posible hacer desaparecer de las mentes el concepto de lo sagrado, la religión desaparecería, y al desaparecer la atadura, el lazo, la liga, desaparecería Dios y el hombre sería libre.
Si se contemplan los hechos y las cosas con los ojos de la inteligencia, podremos comprender hasta dónde llega lo sagrado y cómo transforma a los individuos, pues si aparentemente continúan siendo como fueron, esencialmente se cambian.
El que se ordena sacerdote (persona sagrada que sirve a Dios) ya no tiene las mismas relaciones afectivas con su padre, que ve al hijo como a un semidiós; el que fue elegido alcalde (elegido vale aquí tanto como ungido) ya no sostiene las mismas relaciones de camaradería con sus amigos; ¡hasta el recadero de la alcaldía —el alguacil— se vuelve religioso (sagrado) dejando de ser hombre!, ¡hasta el jardinero del convento! Por consiguiente, debe huir el hombre de todo lo sagrado, si quiere conservar su pureza humana, porque lo sagrado, que es lo ultraautoritario, le liga prohibiéndole ser él mismo.
Forzoso es que lo sagrado se esconda, se aparte del contacto humano. El que ha sido ordenado sacerdote ya no es humano, y no siéndolo, no puede depositar su cariño en nada que no sea sagrado, no puede querer a nadie que sea humano. Para ordenarse sacerdote, es decir, para hacerse sagrado, que es tanto como representar en la tierra a Dios, el que fue hombre debió de arrancar de sí todo sentimiento acerca del hombre. Naturalmente que al considerarse a sí mismo puro e impuro a su hermano hombre, el sacerdote, aun sin desearlo, le declara la guerra en su conciencia, siendo lógico que la guerra que empezó siendo ideológica, se transforme en guerra de cuerpos, en guerra que destruye y mata, pues siendo el hombre pecado, debe ser destruido.[8] Deducción lógica es la de que estas dos fuerzas no pueden ponerse frente a frente sin que traten de destruirse, por lo que nos es dable asegurar que sin que las mentes abandonen el concepto de lo sagrado no podrá haber paz en la tierra, porque lo sagrado, que pretende ser exclusivo, no quiere permitir lo humano.[9] El día que el hombre abandone definitivamente a Dios, adquiriendo el concepto de sí (trocar el amor a Dios por amor a sí mismo) habrá paz en el mundo, mientras que los conceptos de Dios y de Terror, que son sinónimos,[10] ocupen las mentes, habrá siempre guerra, porque el individuo cree que Dios castigará al protervo, pero también al que consiente que el protervo viva, por lo cual el creyente mata al descreído para aplacar la cólera divina.[11]
Equivalentes son, pues, las ideas de Iglesia y Estado, y, por consiguiente, de Papa y de Rey. ¿Quién que no sea considerado como un maldecido se atreverá a atentar contra ellos? Por ese concepto de sagrado se perdonan y hasta se tapan los crímenes papales, y por el mismo se ensalza a Napoleón, que dejó sembrado de cadáveres el suelo de Europa. Sin embargo, al infeliz que mata a un semejante se le lleva a la horca, castigando en él lo humano.
Las inmunidades parlamentarias ¿qué son sino caracteres sagrados que se otorgan o de que son investidos los que en el Estado ejercen funciones de gobierno? Así son o se hacen sagrados un ministro, un diputado, un diplomático, un militar, no pudiendo condenar a ninguno sin degradarlo, o sea sin despojarlo de su carácter sagrado, dejándolo en el muy despreciable de humano. Entre la raída sotana de un cura a el raído uniforme de un guardia rural no hay diferencia, porque esas vestiduras, y no las personas, llevan en sí, una la representación de Dios y la otra la del Estado, por la cual el cura y el guarda deben considerarse como inviolables, como sagrados, no por lo que son, sí por lo que representan.
Si lo pensamos detenidamente, viéndolos además, actuar, nos daremos cuenta de que esa investidura les perturba, les pierde, les ensoberbece, les deshumaniza, llegando a la conclusión de que los que una vez fueron investidos (ungidos) dejaron de ser humanos para siempre: el que sentenció una vez, una sola vez, a un semejante suyo en nombre de una divinidad cualquiera, llámese esa divinidad Dios, Partido, Sociedad, Estado u Organización, ese sacerdote-juez no podrá ser ya nunca más persona humana. De ahí que —los hechos lo corroboran— los que llamándose anarquistas ejercieron funciones gubernamentales no podrán volver a ser anarquistas jamás, porque quien fue ministro —ministro de la Sociedad o de Dios son actos religiosos iguales—, se considera a sí mismo como perteneciente a las fuerzas que rigen el mundo: fuerzas sagradas. De ahí que el oficiante en el altar de lo sagrado considere que debe ser destruido no sólo el hombre, sino el orden moral del hombre, entregándose a la destrucción humana sin que la conciencia de los sacerdotes destructores de humanidad se inquiete en lo más mínimo: matar a un descreído es un bien; matar a mil o diez mil descreídos es un bien mil o diez mil veces mayor.[12] En la muerte de millones de judíos ejecutados por los nazis, tienen igual parte de culpa los cristianos que los maldijeron. Lo que se llama muchas veces heroísmo no es más que la acción ciega, religiosa y no humana, que el individuo cumple en nombre de una divinidad. Si el guerrero que se dice anarquista pensara, se diría en su corazón que no puede ejecutar en arquía (en sagrado) lo que repudia en anarquía (en humano).
Cuando el humano, el hombre, emplea este lenguaje irreverente que yo empleo, enfrentándose sin temor a lo sagrado, todos los sacerdotes tiemblan de ira, y hasta el que de la anarquía hizo tabú, es decir, algo terriblemente sagrado, se convulsiona y grita excomuniones contra el que se ha atrevido a pronunciar palabra de luz. Y es que todo sacerdote de toda iglesia considera al pecador como una mancha, como a uno que no quiere ser sujeto, como a un indisciplinado a su autoridad (cura de aldea o guarda rural), tomando al hombre-mancha como a un contagioso, y como ese contagio es necesario aislarlo de los fieles, porque las ideas contagiosas pueden ser transfundidas a otros, cuando se puede se le destruye para que no pueda atacar ni al concepto sagrado ni al sacer, a lo que no puede ser tocado ni puesto en duda, pues no se borra la mancha ni se aísla el peligro del contagio, sino sacrificando a quien mancha, o sea a quien comete sacrilegio. Así, el que destruye al sacrílego de una u otra manera —todas son aceptadas buenamente por la divinidad, incluida en ellas la difamación—, es el que se ajusta a la ley de la iglesia, que es la ley de Dios,[13] y ninguna conciencia religiosa podrá considerar al destructor como homicida, pues hasta el parricidio ha sido, no tolerado, sino cantado y exaltado por los religiosos (parricidii non damnatur).[14] Y es que la vida divina, vida heroica, vida de gracia o vida sagrada exige que el individuo se deshumanice, se purifique, se limpie de todo cuanto signifique humanidad, única manera de que la secta o el grupo se considere sacer, sagrado, lleno de gracia, de Dios.
En la tribu, el brujo, aunque salido de ella, deja de ser considerado como igual; en la familia, el sacerdote, ser ya divino, no es tratado como hijo o hermano; en el pueblo, al que ascendió a ministro llega a venerársele como a un ser superior. Y todos tres dejan de ser queridos, aunque sean temidos, porque sólo puede quererse a lo humano con amor humano. Porque ¡pobres los que se atreven a pensar en forma diferente a como le interese al brujo, al sacerdote o al ministro, porque será castigado como se castigaba antes a los impuros inexpiables! Hace falta, pues, compartir la opinión social para no ser expulsado de la Sociedad. Es decir, hace falta no pensar para ser considerado como ente social perfecto dentro del grupo religioso, porque la actitud borreguil y a-humana es la que agrada a los sacerdotes, depositarios de las verdades que se relacionan con el dogma.
Para terminar, por hoy, diré que todo ser humano que quiera continuar siéndolo, será tenido por todos los sacerdotes de todos los credos como un disolvente; por eso, lo que más cuesta, lo que realmente más le cuesta al hombre es mantenerse tal en medio de los grupos sagrados y guerreros.
Sin embargo, el hombre se dice en su corazón y lo envía como mensaje al mundo, que sólo los hombres libres podrán salvar a la humanidad de que caiga en la abyección. Y eso aunque no lo crean así los sacerdotes.
Cuando el hombre habla o escribe, debe hacerlo con palabras que el hablador o el escritor encienda con luz suya, que será alimentada por la intención y el anhelo de alumbrar el camino por donde anda su desvalido hermano. Porque no es humana la palabra que no escribe o pronuncia un humano con objeto de que vuele a otro humano para ayudarlo y consolarlo, y carece de luz de humanidad toda palabra pronunciada o escrita por un ser que no sea humano, por uno que se haya despojado de sus mejores y más nobles atributos de hombría.
Decía Juan de la Cruz que para ir a Dios hace falta vaciarse de todo contenido humano, de modo que el que se vacía de ese contenido, el que se queda sin la parte de humanidad que le correspondió, el que por renuncia a ser hombre pierde su condición humana, es el único que, según el santo, puede ir a Dios, por no albergar ya en él ni pensamientos ni sentimientos del hombre ni hacia el hombre.
No es preciso gran esfuerzo imaginativo para darse cuenta de ese proceso de desasimilación que lleva a otro de asimilación, y menos cuando hagamos nuestra la clara y precisa definición que de asimilar nos ofrece Roque Barcia.
Asimilarse —nos dice el sabio lingüista— envuelve la idea de transformación, de tal manera, que perdemos la substancia y la forma que teníamos, para ser parte de otra substancia y de otra forma. No perdemos nuestro principio, porque los principios no se pueden perder; pero lo adherimos a un principio ajeno, y nosotros quedamos sin el carácter o representación que nos comunica el principio propio.
Me asimilo a Fulano quiere decir que me fundo en él, que adhiero mi existencia a la suya; de modo que él es su existencia y la mía. No soy naturaleza propia, sino naturaleza asimilada.
Este proceso de asimilación a Dios por desasimilación de la persona humana, fue el que hizo San Juan de la Cruz: se despojó, sé arrancó y tiró al arroyo cuanto tenía de humano, y ya vacío, pretendió fundirse con Dios, creyendo por ello haberse hecho ya divino.
Ese trabajo de desasimilación por arrancamiento, por extirpación de lo humano, es el que se realiza con los jóvenes en los semimirios católicos, asimilándolos a Dios (a este trabajo de descuaje de la personalidad humana le llaman los comunistas lavado de cerebro), de modo que cuando abandonan sus estudios y salen de allí ungidos sacerdotes, se consideran a sí mismos sagrados, no humanos.
Lo humano es lo profano, lo que se queda fuera del templo, lo que con su aliento profana lo sagrado, porque es luciferiano, y como no sirve a los usos sagrados, se le desprecia, pues, según los sacer, el hombre, el humano, el profano debe servirles a ellos, a los sin pecado, y por servirlos se entiende también que debe pagarles un tributo, y en ese obligatorio y religioso deber tuvo su origen el también obligatorio pago a la Iglesia de los diezmos y primicias, que todavía se mantiene en uso en algunos lugares.
Esto nos habla de dos mundos, no sólo diferentes, sino contrarios: un mundo de seres que consumen riqueza sin crearla, un mundo de parásitos, y otro mundo de hombres activos y creadores que no pueden consumir por no tener. De modo, y es cosa clara, que las cargas que los que trabajan tienen que soportar al alimentar y vestir y proporcionar casa a los que nada crean, empobrecen a los creadores, resultando que el Vaticano, cuyos habitantes no crean nada, es una de las instituciones más ricas del planeta, en tanto que la humanidad trabajadora, que alimenta a millones de parásitos, vive en escasez, en penuria, en agobio.
¿Quién puede arreglar esto? ¿Quién puede nivelar este tremendo desnivel humano? ¿La Iglesia? ¿Los parásitos que a su sombra medran?…
Y no se tomen mis palabras con recelo, como si llevasen en su entraña intención de descrédito; tómense como palabras de luz, como palabras luminosas, pues mi intención es la de que sirvan para alumbrar los caminos por donde andan a oscuras y sin pan mis hermanos profanos, mis hermanos humanos, los que van por la vida creando riqueza y no la disfrutan.
¿Palabras de un anarquista? Todas las palabras de luz son anarquistas, como lo son también todas las que se escriben y pronuncian en pureza, y no lo son las palabras religiosas, porque no son humanos los que las escriben o pronuncian. Por eso, aquéllas, las de los hombres, las de los humanos, huelen a libertad, y las otras, las de los sacer, huelen a tiranía, pues la libertad no se siembra ni se cría en las iglesias, ni en los conventos, ni en el Vaticano, porque allí se exige a todos obediencia ciega. Y ésa es la sima que separa a humanos y a religiosos. De ahí que el anarquista, sin importarle que los sacer le odien, no sólo no se arranca lo que en él hay de humano, sino que lo cultiva, diciéndoles a sus hermanos en humanidad que se cultiven con el objeto de alcanzar la hombría para no aceptar ni tolerar que unos les laven el cerebro, y otros les roben o truequen o cambien su propia naturaleza.
Para dolor de mi corazón he presenciado la estancia en Colombia de Paulo VI. Y me alegro de que me la haya hecho presente la televisión, porque vista personalmente, sobre el mismo terreno, me hubiera abochornado y así sólo he sentido la vergüenza de que un hermano mío, el Papa, se haya prestado a tan torpes actos de histrionismo arlequinesco, yendo de aquí para allá, de un escenario tosco y malamente preparado a otro escenario peor, cambiándose de vestimentas por el camino como se cambian los cómicos de la legua.
Y conste que al Papa Paulo VI yo lo respeto como a un hermano que vive en mi misma casa planetaria, lo que no me prohíbe, más bien me obliga, a que le haga saber lo que pienso y siento de cuanto él hace o dice, sobre todo cuando se dirige a mis hermanos los hombres, entre los cuales me cuento, pues al replicarle, lo trato de tú a tú, como a un hermano, porque en el hogar nuestro no existen jerarquías, pues de admitirlas tendría que ser yo el jerarca por ser el hombre, el que conserva todos sus atributos, puesto que mi hermano se vació de ellos, como Juan de la Cruz, para poder dirigirse, ya sin trabas humanas, más fácilmente a Dios.
Todavía no me explico a qué ha venido mi hermano Paulo VI a Colombia, como no haya sido a evangelizar, pues comprueba que el mundo humano se le escapa de las manos y quiere retenerlo. Aunque para evangelizar no necesitaba hacer ese tan costoso viaje, que ha empobrecido, más de lo que estaban, a las gentes de Colombia, porque le habían precedido más de doscientos religiosos entre cardenales, arzobispos y obispos evangelizadores.
Mas haya sido la intención del viaje política o religiosa, la vergüenza sufrida por su inmodestia y su teatralería no me la quita nadie, pues sabiendo que la modestia consiste en evitar la notoriedad, en sustraerse a la curiosidad y en ocultar el mérito, mi hermano Paulo VI parece que se hubiera complacido en excitar la notoriedad, en provocar la curiosidad y en hacer ostentosa gala de sus méritos, exhibiéndose de tan aparatosa y teatral manera al oficiar de dómine, como si los colombianos no supieran lo que les conviene, que ha dado lugar a que los hombres sencillos y honrados lo consideren como un hombre carente de las virtudes de la modestia. Pero no sólo falta de modestia ha demostrado mi hermano Papa en su viaje a Colombia, sino exceso de vanidad, porque parecería que sólo el deseo de exhibición lo había traído a América.
Comprendo —y comprender no es disculpar— que por su posición en medio del fausto que, para conservarlo exige obediencia ciega de quienes lo sirven y alimentan, mi hermano Papa, que vive entre lisonjas, se halle expuesto a sufrir de engreimiento por llegar a creerse, por falta de humanidad, una especie de dios terrestre, y ese engreimiento no permite que nazca en él la virtud de la modestia, que es virtud humana.
En los muchos discursos que ha pronunciado —sin fe, sin llama, sin son humano, sin pasión de humanidad, y sí protocolares, fríos, severos, de dómine— ha hablado, haciendo siempre gala de sapiencia, de cambios de estructuras sociales, y como estructura es solamente armazón, forma, costra, piel o pellejo que cubre a un organismo, y él ignora cómo viven y penan los que se hallan envueltos en esos organismos sociales, en los que más que cambiar la costra hace falta que se cambie al hombre, sus consejos de cambio —interesados cambios religiosos, nunca beneficiosos cambios humanos— han caído en el vacío, porque los que andan descalzos saben que desconoce sus dolores quien, como un dios, es llevado en andas y bajo palio, y los fieles de su iglesia que andan bien calzados, se niegan a dar a nadie sus zapatos, aunque se lo ordene mi hermano el Papa, pues ellos gritan, y sus razones han detener, que más que ordenar que los demás regalen, debe empezar él por regalar, ya que mucho le sobra.
Sabios como son en argucias, cuando en Bogotá han hablado de violencia, los hombres sagrados han condenado la violencia de los otros, pero dejando entrever que hay una violencia justa, la que se emplea contra el que tiraniza a la Iglesia. De ahí que en la Conferencia del Episcopado, el cardenal Landázuri haya declarado: Aún podemos salvar al Continente, debiendo entender por salvación la de evangelizarlo, agregando los sacerdotes en la misma conferencia que es justa la violencia de los oprimidos, como si no hubiera sido siempre la Iglesia la capitana de la opresión.
Pero quien ha explicado bien claramente la idea de sumisión, de asimilación a ella, es Rodrigo Llanos San Millán al decir: No hay posibilidad auténtica de amor humano, si atrás del tú con minúscula no está el Tú con mayúscula, o sea que el tú con minúscula somos los humanos y el Tú con mayúscula es la Iglesia. Agregando para dar más claridad y fuerza a su idea de evangelizadora sumisión: … para que haya paz entre todos los pueblos y todos los hombres necesitamos participar con plenitud en la liturgia, fuerza de donde mana la fuerza vital de la Iglesia, necesitamos transformarnos en Cristo… O sea que sin que nos deshumanicemos, sin que vacíos de todo contenido humano vayamos a Cristo, sometiéndonos a los dictados de sus representantes en la tierra, no habrá paz en nuestra casa.
Vemos, pues, que mi hermano el Papa, con todos sus deshumanizados ministros, cardenales, arzobispos y obispos, no buscan mejorar los caminos del mundo humano para que por ellos vayan hacia su felicidad los desvalidos, sino que su honda preocupación es la del destino de su Iglesia, amenazada de quiebra por falta de fieles. Y a reforzarla y a someternos ha venido mi hermano el Papa a América. Porque no trae la paz, sino la guerra, ya que, aun disfrazado de humilde, es un guerrero. Por eso, los hombres de América deben prevenirse contra esta incursión de los deshumanizados en nuestras tierras.
Porque, tengámoslo muy presente, hay dos mundos. Uno el de los que se creen pertenecer al mundo de Dios, que disponen de la riqueza y ofrecen tiranía, y otro el de los que no tienen ni pan ni paz. Uno, el de los religiosos; otro, el de los humanos.
La voluntad del ser
Hay quien cree que sólo es fuerte el que ataca, el que se entrega a la guerra, y el que así cree o piensa, es porque desconoce la enorme fuerza humana que es necesario desarrollar para ser suave y dulce cuando todos guerrean. De ahí que los que mucho gritan, ignoren la fuerza de voluntad que se necesita para no blasfemar en medio de este permanente tumulto planetario.
Verdad que hay seres en los que domina por completo el instinto; pero también existen, y esto nos alegra, aquellos cuyo organismo es regulado por ellos a voluntad.
Con sólo comprobar esto hemos hecho una división en subhombres y hombres; en seres sin conciencia de sí, que son movidos por los huracanes de todas las desdichas, e individuos con conciencia que se mueven por propia voluntad; en temperamentales, temperamento irritado por cuanto les rodea, y en hombres serenos que analizan el medio en que viven para mejorarlo; en los que son juguete de todas las pasiones, y en los que las dominan; en los que, carentes de personalidad, permiten que otros dejen en sus carnes el imborrable sello de sus dedos, y en los que se atreven a ser escultores de su vida; en los que se abrazan a una doctrina y en los que dicen palabra nueva.
Sólo el hombre que ha adquirido conciencia de sí puede esmerarse en hacer bella y magnífica su personalidad, porque sólo él pone su voluntad a su propio servicio, trabajando con tesón para elevarse por encima de todas las pequeñeces y miserias, y sólo el que no se aprecia, el que carece de estimación propia, que es tanto, en ciertos casos, como carecer de la voluntad de ser, es el que se enreda en pequeñeces, tal y como si se envolviera en sus propias miserias.
¿Qué vale que se diga que el anarquista posee un ideal de belleza y de bondad, el más bello ideal de armonía y de convivencia fraternal, si no trabaja para que ese ideal sea realidad, si no crea belleza ni hace el bien? La especulación de la mente carece de valor cuando las manos permanecen quietas, y el pensamiento deja de ser fecundo cuando la conducta, la acción, no responde a la palabra. Pensar y hacer deben ir juntos, porque el pensador debe ser hacendoso.
No se puede negar que dentro del anarquismo ha habido y hay fuertes personalidades; pero también podemos asegurar que ha habido y hay voluntades debilísimas para hacer el bien. Tan no las hay que los más voluntariosos predican frecuentemente el mal, porque sus palabras van casi siempre envueltas en un torbellino de violencias, desconocedores, no sé si por falta de cultivo, de las exquisiteces y delicadezas que debe tener el tono humano. El día que el anarquista adquiera el conocimiento, y con éste la certeza, de que por muy hermosa que sea la sabiduría es más bella la bondad, se dedicará a ser bondadoso, y por ese solo hecho (hacer bondad) transformará el mundo, ya que no ha sido posible transformarlo hasta ahora, porque todos, o casi todos, estuvieron dedicados a rivalizar en violencia.
La religión tuerce la voluntad porque la dirige hacia un solo fin: la exaltación de Dios, y todo el que tuerza la voluntad humana aconsejando al individuo no ser humano, atenta contra la armonía universal porque prohíbe la formación de unidades armoniosas que pongan su voluntad en crear armonía en sí, en su medio y en el mundo.
El que le diga al hombre: No seas. No esfuerces tu voluntad en tu propia realización humana, porque la finalidad de tu vida es fundirte con el Gran Todo, ése, llámese como se llame, es un religioso, ya que así hablan el cristiano, el mahometano y el socialista, aunque la entelequia del Gran Todo sea diferente para cada uno de ellos. El que se detenga un poco a pensar notará que quienes así hablan, aunque se atrevan a llamarse anarquistas, no son hombres libres.
Verdad que las ideas influyen grandemente en los caracteres, pero siempre que se posea la fuerza de voluntad para experimentarlas en uno mismo, pues si no se hace así, si no se practican, son como abstracciones sin valor, porque sólo son potencia cuando se asocian con la voluntad.
Sabe el avaro que su pasión es mala; sin embargo, carece de voluntad para dominarse y sigue acumulando aun a expensas de sus mismas comodidades y de su misma vida. Así, también saben ciertos anarquistas que es malo el autoritarismo y la violencia, y por falta de voluntad para el bien se dejan arrastrar por iracundias y por pasiones que les enturbian el raciocinio, convirtiéndolos en piedra de catapulta, y por creencias que les hacen perder el equilibrio moral. No ignoran, no, lo que es el bien; pero carecen de voluntad para hacerlo, por lo cual puede aplicárseles aquel refrán español no es lo mismo predicar que dar trigo, ya que si predican el bien, no saben vivirlo. Los que hablan de nobleza deben poseer ese noble sentimiento y hacerlo rector de todas sus acciones; pero si sólo se sabe hablar de acciones nobles sin ejecutarlas, la palabra y la idea carecen de virtualidad.
Naturalmente cuesta mucho trabajo —yo lo sé— dominarse, forjarse, irse haciendo como uno mismo quiere ser, porque hay que limar muchas asperezas y frenar muchos ímpetus para modelar su propio carácter, que no es hechura inconmovible de un dios, como algunos creen, sino producto de la propia voluntad de dominio de sí, de la autodeterminación de ser, del querer ser como a uno le place, ya que los que permiten que sus pasiones jueguen con ellos, carecen de carácter por carecer de personalidad. Por eso, los que no llevan en sí sentimientos emancipadores, no comprenderán nunca las reacciones psíquicas de los que los llevan porque los crean.
Hablar y obrar: esas dos palabras enlazadas deben imprimirlas los anarquistas sobre su corazón para demostrar la voluntad de hacer.
Los que gritan y vociferan creen que son ellos los que hacen; pero viven equivocados: la acción no está en la voz, en el destemplado rugido, en la palabra gruesa; la acción se produce cuando cerebro y sentimiento se deciden a trabajar, porque la acción no es grito sino trabajo.
Yo lucho todos los días contra lo que me entorpece el paso, lo que me prohíbe avanzar, lo que se opone a que yo sea libre obrando libremente. Esta lucha diaria, constante, es la que mantiene despierto mi sentimiento de libertad, y para continuar esa lucha pongo en acción todas las potencias de mi ser, incluidas en ellas la voluntad, mi voluntad de ser libre y ser dulce, no de ser libre para ser grosero, no libre para actuar como un déspota. Quiero decir con esto que todos los días hago esfuerzos para conquistar mi libertad, habiendo llegado a la conclusión de que soy tan libre como puedo serlo.
Por eso me río cuando alguien se conforma con la palabra derecho, afirmando que tiene derecho a ser libre, porque entonces es que se conforma con una libertad abstracta no efectiva, es que no ha formado todavía su carácter, que no ha conseguido todavía su unicidad. Y no quiero decir que el hombre haya de ser inalterable, puesto que sería desconocer la verdad de que la vida, aun en su continuidad, es un constante cambio, sino que lo que deseo hacer ver es que no se puede actuar avanzando y retrocediendo, y volviendo a avanzar y a retroceder, negando y afirmando y volviendo a negar y a afirmar, pregonando hoy la guerra y mañana el amor y al otro día nuevamente la guerra como acción fecunda, exaltando hoy los valores del hombre y a poco los de la colectividad contra el hombre. Hay valores constantes que el anarquista debe descubrir y crear en sí, y cuando los descubre o crea, mantenerlos y perfeccionarlos. Entre esos valores figura el sentimiento de la dignidad. Por eso es necesario que el anarquista, para serlo, se cree su propio carácter, el que ha de ser como firme basamento para poder entregarse a acciones elevadas. Y acción elevada no es, no puede ser, me niego a creer que sea, la glorificación de la violencia, instinto de la animalidad y canción brutal de la bestia no humana.
Fascistas y comunistas, católicos y autoritarios en general pueden exaltar todos los más bajos instintos de la especie, ya que necesitan seres acéfalos en sus rebaños; pero el anarquista debe ser pregonero y hacedor de todo lo bello, noble y grande que pueda hacer.
¡Ah, cómo les gusta a algunos desenterrar cadáveres para saber lo que dijeron cuando fueron seres vivos!; pero, en cambio, ¡cuán poco se entretienen en echar una mirada al mundo que les rodea para ver, por sí, transcurrir la vida! De ahí resulta que hay muchos eruditos y pocos pensadores.
Para saber quién es uno cualquiera de tus amigos, podrás preguntarle qué hace, y si te contestase, como contestan casi todos, que lee y critica, su labor es estéril. No crea; no fecundiza su vida; no pare ni pensamientos ni acciones, porque gritar y arañar no es fecundar. Y éstos, y sólo éstos, los destructores, son los que afirman que destruir es crear, pues los creadores afirman lo contrario: que crear es traer algo nuevo a la vida, hacer al mundo el regalo de algo que no existía, ni en palabra ni en caricia.
Para la creación tiene una gran importancia el conócete a ti mismo, porque al conocimiento de sí sólo se llega tras un constante trabajo de observación, sabiendo entonces, y únicamente entonces, cómo se reacciona contra sí, cómo se modifica el temperamento y el carácter, qué fuerzas es preciso poner en juego para dominar los propios arrebatos, cómo se reacciona contra el medio, cómo se dulcifica el carácter o cómo lo tuercen las exasperaciones y los odios haciendo al hombre intratable por insociable. Quien no se conoce, no puede corregirse, no necesitando, por consiguiente, ejercitar su voluntad; pero quien se conoce, quien desea mejorarse, quien considera que a la vida armoniosa y hermosa que sueña sólo es posible llegar por un ininterrumpido mejoramiento de la persona, ése sí necesita poner en movimiento su voluntad, y la pone para cambiarse de algún modo o manera todos los días. De modo que se modifica el que quiere modificarse, el que sabe que de él depende ser hoy mejor que fue ayer y mañana mejor que es hoy. El que llega al conocimiento de sí sabe que su vida ha sido un permanente cambio, llevándole su razonamiento y su sabiduría a afirmar que seguirá cambiando: en pensamientos, en sentimientos, en acciones, en moral.
En cuanto al erudito, me da pena, no me asusta. Veo que ha realizado un trabajo inútil al acumular citas de autores a los que considera como autoridades, y cuya autoridad pongo yo en duda, lo que le exaspera. Así le veo poner cara de asombro cuando al citar a un personaje de la historia, le digo que lo que aquél afirma no es cierto para el momento presente, ya que el erudito cree que su autor predilecto habló para todos los hombres de todos los climas y de todos los tiempos. Y es que no se da cuenta de que la reforma interior, la propia, no puede acometerla nadie en beneficio de otro, sino que cada uno tiene que hacerla en beneficio propio, porque se puede, sí, tomar ciertas máximas ajenas como estimulantes, pero como la palabra no es acción, deberemos accionar descubriendo en nosotros los beneficios y bellezas de la virtud cuando nos hayamos convertido en virtuosos.
Hay algo que debe ser tenido muy en cuenta: se puede volver a la animalidad. Y vuelve irremisiblemente el que por no poner su voluntad en ejercicio para elevarse cada vez más, se deja adormecer por el ambiente. La pereza de pensar le prohíbe avanzar, ya que le es más cómodo recibir la orden de moverse. Y éste es uno de los muchos perjuicios que causa a la vida el comunismo, todos los comunismos: que prohíben pensar, como lo prohíbe la iglesia, como lo prohíbe el falangismo español y lo prohibía el nazismo. Naturalmente, no necesita ejercitar su voluntad el que cree que Dios forma su carácter y le tiene ya destinado un puesto en la gloria; pero la necesita el descreído de todas las metafísicas, el que se considera fuerza en sí, el que sabe que sólo por su voluntad y esfuerzo puede mejorarse. Este, que es el que se sabe creador, el irreverente que no hace caso de las teorías fatalistas que tratan de paralizarlo, saltando por encima del viejo pesimismo, ejerce sobre sí su influjo, queriendo ser cada vez más armonioso y más bueno. Fijándonos detenidamente en él y estudiándolo con cariño, veremos a poco que profundicemos, que sólo él puede ser anarquista, porque sólo él puede llamarse hombre libre, pues no es hombre libre —no lo es ni puede serio— el que acepta para su vida la dirección de un Dios, sea el que fuere; ni lo es ni puede serio el que acepta como artículo de fe la palabra de Kant o de Kropotkin, porque la sujeción voluntaria a un hombre o a una doctrina, tomando su palabra como verdad inmutable, es inequívoco signo de esclavitud. El que cree que el conjunto de ideas morales expresadas por los mismos anarquistas, sus propios compañeros, determinan o deben determinar sus acciones, su conducta y hasta su vida misma, vale tanto para la libertad como el que se deja sugestionar o acepta el determinismo de las reglas morales de la Iglesia. Dentro de una teoría determinista de la vida no cabe la libertad de acción, puesto que el determinismo, considerado como fuerza actuante e ineludible, destruye todo sentimiento y aun toda idea de libertad individual, ya que frente a ese determinismo la libertad es esclava. No necesitaríamos esforzamos grandemente si tratásemos de formar una igualdad matemática con las palabras determinismo y predestinación, tan gratas a todos los que tienen miedo de ser por sí, de actuar por sí, de responsabilizarse ante sí, de cambiarse por su propia voluntad, pues éstos consideran que en la naturaleza existen fuerzas ineludibles, determinantes y predestinadoras. De esto —a lo que quiere dársele inútilmente un carácter científico—, no hay un paso de distancia al sino o al destino en que creían nuestros abuelos.
A la libertad se llega queriendo, no por predestinación ni determinismo de ninguna clase. Y llega, o, mejor, la conquista o la crea, el que trabaja por sí y para sí: el que quiere ser libre. Y de la misma manera se crea o adquiere la bondad, ya que no es mercancía que pueda comprarse ni de la que pueda hacemos regalo cualquier dios o cualquier organización. Sí, sí, la bondad también se crea, se va forjando cuando el individuo va desarrollando su propia facultad para hacer el bien. Porque creada esa facultad, libre es el individuo de hacer trabajar su taller de forja, del que salgan, sin determinación que no sea de su voluntad, acciones bondadosas que sean como preciadas joyas.
Posiblemente no sea bondadoso el que no quiere serlo (no sé si sería posible encontrar un hombre —sería esto un fenómeno— que conscientemente se niegue a hacer el bien), pero si se pudiera despertar el apetito de amor en el no amador, quizás el individuo quisiera amar y, por quererlo, pondría en movimiento todas las palancas de su ser para crear su propio instrumento: la facultad de amar y de hacer bien.
Verdad que recibimos de fuera ideas de bondad; pero esas ideas no nos sirven mientras no pasan a formar parte de nuestro caudal cultural y afectivo, en cuyo caso ya son ideas nuestras. Pero las ideas permanecen estáticas en nuestro cerebro mientras la voluntad no las pone en movimiento haciendo que actúen de acuerdo con nuestra facultad creadora de actos de bondad. Por esto, quien no crea en sí esas ideas de afecto, de ternura, de bondad, no puede llamarse humano aunque sea un sabio. El hombre afectuoso, que es el que ha creado en sí una idea-sentimiento de afecto, al actuarla, al ponerla en movimiento para hacerla efectiva, es el hombre por excelencia.
No hay ni un anarquista, no puede haberlo, que no tenga idea del bien, pero lo que en él lucha para no poner en práctica ese bien, que él no considera necesario, es lo que le queda como residuo de la fuerza animal, de predatorio, de fuerza antianárquica. Su voluntad para el bien y su idea del bien no forman pareja, y la idea del bien carece por sí sola de toda eficacia.
Las ideas-fuerza de Fouilleé, teoría aceptada y pregonada por Kropotkin, y cuyo precursor fue Proudhon al asegurar que la idea de justicia era, por sí, y en sí, una fuerza, es hipótesis falsa, total y completamente falsa. La idea necesita del sentimiento, y ambos de la voluntad para moverse y ser fecundos. Donde no hay voluntad todo es impotencia, aunque haya anidado la idea en un cerebro. Tenemos, pues, que ser dueños de nuestros actos, siéndolo antes de nuestras voliciones, y aún antes, si queremos ser los directores de nosotros mismos, tenemos que crear, con el carácter, la facultad de dirigirnos a voluntad, dominando nuestras pasiones, arrancando de nosotros lo que consideremos que no nos sirve para ser cordiales, determinando nuestras acciones y regulando nuestra vida. Es decir, dominando las ideas-fuerza de Fouillée y de Proudhon hasta reducirlas a nuestro vasallaje, pues si hemos negado en nuestro corazón a todos los dioses, no podemos aceptar, ni aun en nombre de la anarquía, otras fuerzas espirituales de las que tengamos que volvernos esclavos, puesto que según los creadores de tal teoría esas ideas-fuerza nos gobiernan aun contra nuestra voluntad. Y tenemos aquí otro nuevo determinismo —una especie de dios— y otra nueva debilidad.
Sólo iremos hacia el bien, queriendo, no siendo empujados, pues sólo así podremos trabajar con conciencia por la armonía humana y universal, ya que los que no quieren ser humanos, es decir, bondadosos, son antianárquicos por antiarmoniosos.
Cumbres humanas
Leo y releo, devorando libros; miro y remiro, deseando que la mirada de mis ojos angustiados penetre en los corazones; escucho y vuelvo a escuchar, esforzándome en querer percibir entre los insultantes desafíos que unos hombres dirigen a otros, la palabra clara que dé luz a mi mente y la dulce que llene de ambrosías mi corazón, y por más que afino mis sentidos para captar acciones y palabras cordiales, sólo llegan a mí algarabías de los que llenan de malsonantes ruidos el planeta, voceríos que levantan tormentas de iracundias y jadeos maldicientes de los que viven en perpetua pelea. Contemplando el mundo parece que los hombres se complacieran en hacer de la vida un estercolero, tal olor tienen a veces las palabras, y que con sus acciones quisieran hacer aparecer a los lobos como biotipos de lo que debe ser la humanidad. Disparan las frases, como lava hirviente, con la intención de herir o destruir, y escriben con cieno, como si se quisiera no sólo ensuciar el nombre escrito, sino el ambiente para ponerlo todo a tono con el ruido monocorde de la ametralladora y darle también el color y el olor de las almas que llevan en su entraña preñeces de odios, y el mal se agranda, y lo que fue humanidad se bestializa, y yo me repliego en mí para descuajar odios, si alguno quedase todavía en mi corazón, plantando en el huequecito que dejó la extirpada planta olorosas yerbecillas de bondad para que neutralicen un poco los olores que hasta mi retiro envía a bocanadas la barbarie. Luego busco un libro bueno de un autor que sea o haya sido también un hombre bueno, y me entretengo en llenar mi mente de pensamientos claros y mi corazón de sentimientos dulces, bajando hasta las raíces de la vida para saber qué savias de bondad y de belleza alimentaron las primeras plantas de humanidad, que fueron nuestros lejanísimos abuelos, y qué savias nuevas necesitaremos crear los actuales si queremos dejar noble herencia a los hombres futuros, hijos de nuestra mente y de nuestra entraña. Y para ello, sobre mi mesa de trabajo acumulo uno tras otro los mejores libros de los mejores hombres, habiendo puesto bien al alcance de mi mano los de Tolstoi y los de Reclús, que fueron dos cumbres humanas que derramaron sobre los hombres clarísima luz de humanidad, en la que me baño, cada vez más sediento de bondad y de belleza.
Cuando los leo, cuando me baño en su luz, cuando gusto sus bondades, cuando me esfuerzo en seguir el vuelo de sus mentes para comprender sus pensamientos, siento una inefable dicha de ser hombre y de poder llamar guías y compañeros a estos dos ejemplares que abrieron rumbos de luz a los hombres de todas las edades. Cuando los leo me digo en mi corazón que habiendo tanto que hacer por los caminos de la concordia, es una idiotez malgastar la vida en cosas tan feas e infecundas como las de producir rencores y reyertas, y queriendo que la palabra compañero tenga en mis labios purísimos sones de hermandad, retozando dentro de mí al inundarme de alegría, me esfuerzo para que mis palabras no desentonen de aquellas músicas humanas que ambos crearon, ni mis sentimientos choquen con aquellos fraternos que ellos forjaron, porque la disgregación de los sentimientos superiores, cual es el del amor, no sólo representa falta de cohesión mental, sino pobreza de personalidad, decadencia, y yo deseo mantenerme en plenitud humana, en plenitud de sensibilidad y de bondad.
Dos maneras de salirse de este caos en el que impera lo brutal: o por la hombría a lo Reclús, o por el misticismo a lo Francisco de Asís. (Entre estos dos polos, luchando unas veces por lo humano y otras por lo divino, se halla Tolstoi.) Francisco distribuye sus bienes entre los pobres para vivir él en pobreza: pero lo hace, luego después lo supe, no por amor al hombre, sino por ser grato a Dios, porque ganar la gloria representaba para él el bien eterno. Para lograr el bien apetecido, Francisco se deshumaniza, por lo cual deja de preocuparse del dolor humano que le circunda, ni le molesta ser un parásito que vive a expensas de los que trabajan, porque el dolor de los demás no le causa a él dolor. En cambio, Tolstoi, cuando olvidando a Dios, se acerca al hombre, siente la alegría del trabajo por saber que es fecundidad y bienestar, y viste las ropas del mujik y empuña la mancera y siembra los campos. Y, por si fuera poco, por las noches, aquellas eternas y heladas noches del invierno ruso, arregla el calzado de los labriegos, a los que llama hermanos, temblando de emoción al pensar que por las bocas abiertas de las botas rotas entran el hielo y el frío que muerden las carnes. Fue entonces cuando, humilde, aprendió a leer en las almas de los mujiks al escuchar sus sencillas narraciones, que él hace bellas y universales con su arte, y fue entonces cuando lo humano adquirió vuelos de excelsitud, creando la escuela de Yasnaia Poliana, donde la cumbre se inclina, amorosa, no sólo para enseñar a aquellos hombres el alfabeto, sino para enseñarles a amar con objeto de que se pongan a tono con la belleza universal del amor. Entonces, Tolstoi es el hombre en plenitud; el hombre que ama la vida y quiere hacerla hermosa para que los demás aprendan a quererla y a gozarla; el hombre que ha acumulado el caudal de la bondad del mundo, vaciando el tesoro entre sus hermanos; el hombre que por haber escalado la excelsa jerarquía de la humildad, se perpetuará ascendiendo con las generaciones venideras hacia la eternidad.
Reclús coopera con el cosmos.
Pocos pasearon, como él, por los viejos caminos de la eternidad pretérita, comprendiendo y queriendo a los que nos antecedieron, y pocos, como él, supieron ser rayo de luz que se disparó hacia la eternidad futura para alumbrar el camino de los desventurados.
¿Ignoró, acaso, que existían la maldad y el crimen? Lo sabía, pero comprendiendo que no es fecundo vivir en fealdad, explicó las cosas más deliciosas y bellas en la más rica prosa que viera el siglo XIX, e hizo hablar a la montaña, al arroyo, a la flor, a la Tierra, enseñándonos a comprender y amar los más variados fenómenos de la naturaleza. Por su cerebro desfilaron generaciones y generaciones —nadie pintó como él las migraciones de nuestros padres—, por lo cual el dolor que estremece sus carnes es dolor humano.
Diferentes ambos, cada uno a su manera recogió en su corazón la corriente de bondad que venía del fondo de la vida, acrecentándola con sus acciones, por lo que desde que ellos vivieron, la bondad ha crecido en el mundo, aunque necesita vivir escondida y en silencio porque la maldad se ha desarrollado en forma alarmante. Sí, desde que ellos vivieron, y precisamente porque ellos vivieron, la bondad es más buena.
No obstante, Tolstoi y Reclús encarnan dos polos de la vida bondadosa (la anarquía es libre actuación del bien o palabra vana): el primero, el inmenso Oriente; el segundo, el pequeño Mediterráneo. Tolstoi es asiático, podríamos decir lo asiático, por lo cual abre su pecho al dolor, que es gemido en las inmensidades de la enorme Asia, y Reclús es mediterráneo, pues lo mediterráneo luce en sí todavía más que su gran cultura universal, uniendo estas dos cumbres la bondad, que es la que unirá al mundo cuando sea aplicada a la criatura humana y ejercida en beneficio del hombre.
En las tierras que riegan el Ganges y el Brahmaputra se hallan los ancestros del asiático: revueltas simientes de hombres y divinidades, y sobre él, partícula desprendida de las altas crestas del Himalaya, pisaron dioses milenarios, dejándole marcada la huella de su planta. En su frente, y por haber vivido tan en lo alto y tan en lo bajo: polvo de estrellas y cenagosa tierra, refulgen ideales divinos y humanos, corriendo hacia su corazón las aguas que desbordaron de todos los manantiales del dolor, aumentado el caudal con sus propias lágrimas, por lo cual hay en él ecos de todas las palabras de bondad y maldición que se pronunciaron durante milenios en la extensión del Asia, desde el suspiro hecho plegaria que no oyeron los labios, hasta el tifón que descuajó creencias dejando bajo el légamo del nuevo diluvio destructor semillas de religión nueva. Por eso, sólo él podía haber sido y fue el heredero de los dukoboros,[15] lo más puro asiático que floreció en las tierras de Buda, batidas por todos los odios, cuando los helados vientos esteparios del más crudo desamor empujaron los hombres hacia la Atlántida.
Reclús es mediterráneo, y, contraste de contrastes, por ser mediterráneo es planetario, que el hombre mediterráneo fue corazón del mundo: corazón y cerebro, sentimiento que recogió el dolor y pensamiento que lo clarificó, lágrima y centelleo, palabra y ala, verbo y luz.
Si el hombre mediterráneo no hubiera existido, la especie, todavía en período asiático —período de los dioses—, se compondría de brahmanes e intocables, de marajás y parias, de brujos y creyentes. La humanidad fue porque la crearon los griegos que venían trabajando por ser luz. Un día, el viejo cínico agarró su linterna para buscar los hombres, que todavía no lo eran —¡qué bello símbolo!—, y como no los hallase, él y otros gigantes de la hombría crearon la forja. La luz de humanidad alumbró por primera vez en Atenas y, a poco, no tan sólo la luz sino la humanidad circuía el mar haciéndolo más bello. Lo demás fue germen de humanidad aun después de haber nacido Buda.
Reclús, el mediterráneo Reclús, como buen griego, recogió las simientes de estrellas que habían dejado esparcidas sus abuelos y, al purificadas, y hacerse él también luz, la luz humana desbordó el Mediterráneo e inundó el planeta. No hubo nunca mejor sembrador de bellezas. El fue el ruiseñor de más puro gorjeo humano que nació, creció y floreció en las riberas del Mar Claro.
Como sus abuelos de la antigua Atenas, Reclús enseñó al hombre a ser bello en el pensar, en el hablar y en el vivir, porque este hombre magnífico no se contentó con alumbrar la Tierra con la luz de su ingenio para que sonriera, sino que hizo sonreír al Mundo, habiéndolo logrado porque supo levantarse por encima de todos los odios de su época. Cuando los futuros quieran conocer los tiempos reclusianos, se imaginarán que fueron de luz porque sólo verán el manto de estrellas con que él cubrió los días grises y arropó a los hombres decadentes.
Reclús ríe: es la risa griega; Tolstoi gime: es el dolor del Asia. En Reclús se halla el Hombre, del cual tiene conciencia; en Tolstoi se encuentra muchas veces el martirizado que besa con unción las piedras del templo. Es que Reclús, como buen hijo de los griegos, recogió de sus padres las ideas de humanidad, que aquéllos crearon, y las embelleció y engrandeció haciéndolas cósmicas: por eso lleva al mundo en su corazón; mientras que Tolstoi se halla envuelto en la nebulosa de dioses milenarios, aunque sintiendo en sus carnes el dolor, también milenario, de los hombres sometidos al yugo. Así, la vida de Reclús es un eterno cantar de gracia que hace sonreír a los mundos, y la de Tolstoi es un lamento. Por eso puede escribir: Pienso cada vez más en la muerte y siempre con nuevo placer: todo lo calma, y Reclús se produce todos los días como un nuevo florecer, como si quisiera llenar de aromas y de alegrías el planeta. De ahí que mientras el uno vive preparándose para el bien morir, el otro, hasta el día de su muerte, hace una constante gimnasia para el bien vivir, sabiendo, como sabe, que el aprendizaje de la muerte se paga con la vida.[16]
Muchas veces piensa Tolstoi en la posibilidad de un Bien Eterno, y entonces pasea durante interminables noches sin poder dormir, interrogándose. En esas horas de dolorosa inquietud, de angustioso interrogante, Tolstoi se abruma, y su conciencia, olvidada de la humanidad, se entrega a la oración. Son esas sus desesperantes horas de infecundidad y también de infelicidad. Durante esas horas, en las que quiere y no puede darse cabal cuenta de lo que considera Conciencia Universal, interroga a Dios, y al no responderle ni poder responderse, nota que no es feliz, apareciéndosele su vida como algo que, sin asidero, flotara, vacía, en los espacios, no hallando, por consiguiente, solución que le plazca al problema de su vivir. Es entonces cuando se entabla en su cerebro la gran lucha entre la claridad humana, que él intuye, conoce y practica, y la tenebrosidad de dioses ancestrales que le subyugan y paralizan. ¡Ay si esta mente hubiera recibido el beso de las brisas mediterráneas![17] Reclús es el patriarca de su propia vida. Por eso puede trasponer, a voluntad, las fronteras del mal, instalándose en el único clima donde puede crearse la belleza: en el clima del bien. Y si Tolstoi puede ser comparado al Himalaya, Reclús se sale del planeta porque su conciencia es conciencia cósmica que conoce las causas. ¿Sucedería ello porque Reclús se lanzó a los espacios desde las cumbres griegas? Posiblemente. Pero lo reclusiano no es ya sólo lo griego, ni lo mediterráneo, sino la suma de lo anterior y de lo suyo, porque al humanisferio conocido antes de su llegada, este hombre sabio y magnífico agregó nuevas rutas por él descubiertas.
Y estas rutas reclusianas son las que, a mi entender, deberíamos seguir, agrandándolas y embelleciéndolas, si es que queremos escalar las cumbres de la hombría, que es donde se hallan la serenidad y la dulzura, tan necesarias hoy.
La personalidad
En estos tiempos de regresión es muy saludable hacer un esfuerzo para no permitir que nos arrastre la corriente de la barbarie, y si no pudiéramos avanzar, porque la riada es cada día más impetuosa amenazando con destruirlo todo, nos mantendremos en nuestra posición de dignidad, no permitiendo que nos enloden las revueltas aguas del odio, que, al arrastrar tierra de las orillas, hacen más cenegosa la corriente, y al depositar cieno en sus riberas, hacen el aire irrespirable.
Ya llegarán, ya llegarán los días en que podremos reemprender nuestro camino, pues tras la tempestad viene siempre la calma; pero mientras llegan, nos dedicaremos, como el labriego que no puede fecundar los campos en temporal de invierno, a fortalecer nuestra persona, a remozar nuestras ideas y a echar alas para emprender, cuando llegue el momento, nuevo vuelo. Lo fundamental es que no nos lleve la corriente que, impetuosa, pasa al pie de nuestra vivienda y ruge vega abajo; lo esencial es mantenernos, por ahora, al abrigo del bárbaro ciclón de despotismo que sacude el planeta, no permitiendo que el desbordado río arranque las plantas de nuestro jardín —claros pensamientos de ensueño—, porque levantemos dique de contención para que sus cenagosas aguas no invadan nuestras limpias praderas, ya que entre su cieno quedarían simientes de abrojos, prontas a fecundar.
Tarea ardua será la de mantenernos serenos cuando todo cruje y se descuaja; pero sólo tienen valor las acciones que necesitan del bien templado acero de la personalidad para ser realizadas, no las de los que obran como gota de agua o grano de polvo que el ciclón coge en sus hercúleos brazos para estrellarlos contra lo que le estorba; no las de los que olvidan que son humanidad para que, arrastrados por la barbarie, sean obligados a obrar como fuerzas ciegas de destrucción, que el odio dispara.
En casa de nuestros abuelos, cuyos forzados herederos somos, dije en mi libro Más allá del dolor, se cultivaron plantas de humanidad, el aroma de cuyas flores hemos respirado, y se forjó el idioma, gracias al cual nos ha sido posible razonar, estando obligados a aumentar los bienes heredados para que el legado que hagamos a los hijos sea superior al recibido.
Tras previa selección, tan sabia como meticulosa, fueron uniendo imágenes e ideas, soldándolas más bien, resultando de tal unión palabras nuevas, gracias a las cuales podemos nosotros dar a conocer hoy nuestros pensamientos. Entre otras muchas, y como necesitasen expresar al hombre como ser diferente a los demás seres, salió de los crisoles de su ingenio la palabra persona, formada por per, que significó excelencia, y el substantivo sonus, que equivale a sonido. Es decir, la idea que presidió la formación de la palabra persona —¡qué audacia representa la sola concepción de tan bello vocablo y qué sencilla sabiduría demuestra la noble soldadura!—, fue la de sonido excelente, porque excelente representa moral, por lo cual persona viene a ser el sonido humano que el hombre le da a su palabra, la que ha de responder no sólo a una actitud mental, sino a una conducta limpia que concuerde con lo excelente del son del individuo hombre, ya que persona no es sólo palabra para nombrar a un ser, sino que además es virtud, porque significa pensamiento y voluntad y razón y conciencia limpia. Ahora bien, como sin persona no puede haber personalidad, y sólo tienen persona los de sonido claro y excelente, se dice que una persona tiene personalidad cuando sus bellas prendas la hacen distinguirse entre todas, cuando sus cualidades realzan su hombría, cuando, en fin, sus sones son puros y limpios por ser sones de hombre.
Demás está que digamos que no tienen persona los que carecen de sonido humano por no poseer las cualidades y virtudes que dan brillo a la hombría; demás está decir que carecen de personalidad los que se ríen de la palabra hombre, despreciándola por no haberla gustado, al carecer, ¡pobrecillos!, de esas prendas excelentes que permiten que el individuo de la especie homo borre la distancia que separa al animal del hombre.
Cuando se dice que el odio ciega, se dice una verdad, parque el odio, que siempre va acompañado de la ira, produce una sacudida, una exaltación, un trastorno en el sistema nervioso, un empuje hacia la acción animal, que es la acción violenta, obligándonos a desconocer hasta lo evidente, ya que el odio no permite el razonamiento y para que la razón funcione es necesario gozar de augusta calma. Podemos asegurar, pues, que el odio rebaja y aun anula la personalidad, el sonido excelente, el son humano, y que el que actúa bajo la pasión del odio, falsifica los sentimientos del que declara enemigo, porque el que odia vive en estado de falsedad humana, ya que, por ceguera mental, se halla incapacitado para la percepción de sentimientos nobles, imaginándose que todo es feo y oscuro, porque él vive en fealdad y en tinieblas. Y es que bajo la presión del odio, no puede actuar la conciencia con libertad, no puede razonar serenamente el hombre por prohibírselo la irascibilidad, por lo cual todas cuantas acciones realice el individuo mientras se halla bajo los efectos de ese nocivo alcohol, han de ser acciones nefandas, carentes en absoluto de sonido humano, porque el que las realizó, perdió, si es que lo tuvo, el carácter de hombre, carácter o temple que debe estar en la hondura, en la superficie y en toda la trama psíquica de la criatura para obrar como humano en todos los momentos, dominando pasiones y prohibiéndose atentar contra el hombre, pues cuando realiza el atentado es porque no puede dar sonido claro, porque no es persona, porque: ese odio, que no puede extirpar de sí, lo ha convertido en un producto adulterado, en un ser que no es hombre.
Por eso, esta criatura de personalidad adulterada, que vive en estado de falsedad humana, no posee sentimientos, por lo cual se halla incapacitada para reaccionar noblemente ante las congojas de los demás hombres. Este producto adulterado, fanático y verdugo en todas las iglesias, es un ser insensible por carencia de afectos, y cuando adquiere el hábito de moverse, no a intervalos, por fogonazos de odio, sino por una acción permanente del odio, en la que no son posibles ya saludables intermisiones, cae en la crueldad, porque desciende hasta lo átono humano, donde se encuentra lo apersonal.[18] De ahí que sea posible ver y analizar el gran daño que causan los que odian, y más todavía los que predican odios, pues si un caso de odio individual puede ser casi siempre un caso de locura curable, un caso en que lo personal adulterado adquiera, por feliz tratamiento de dulzura, el tono humano, la carencia de sentimientos colectivos, por exaltación de la crueldad en la masa (falsos hombres), puede conducir a la humanidad a una horrible regresión por olvido de todo lo noble, de todo sonido excelente, de todo lo bueno personal.
Y he aquí donde debe entrar en funciones la gran labor anárquica. Sí, compañeros que os atrevéis a leerme: henos aquí en el preciso momento en que debemos emprender la gran labor anárquica, estimulando a los hombres a que adquieran la hombría, a que den sonido excelente, a que tengan persona, procurando por todos los medios a nuestro alcance que la masa (estado de falsedad humana) se desintegre para formar unidades valederas que sean capaces de vivir en nobleza y en libertad, porque un conjunto de seres carentes de sonidos humanos, un conjunto de falsos seres humanos, de adulterados seres humanos, puede conducimos a sufrir la más grande crueldad de todos los siglos, mientras que un conjunto de verdaderos seres humanos, de seres que se ingenien y estimulen para adquirir con redoblado empeño el sonido excelente que da la hombría, puede conducimos al vivir armonioso, que es el vivir anárquico.
Por eso hace falta que revisemos todo lo anterior a nosotros, ¡todo!, Y por eso es necesario que creemos y recreemos todos los días conceptos anárquicos, porque por esa creación y re-creación permanente será posible que la anarquía nazca en nosotros también todos los días, manteniéndola así en todo su frescor, ya que anarquía es hija y no madre nuestra, producto de nuestro cerebro y de nuestro corazón, suma de nuestras virtudes, compendio claro y preciso de lo que dan nuestras personas, siendo mejor y más limpia cuanto mejores y más dignos seamos nosotros. Si no hiciéramos así, si no diéramos vida a acciones anárquicas diariamente, a la vez que nos vamos creando y recreando (irnos creando vale tanto como hacernos mejores a voluntad, teniendo cada día sonido más excelente), ni el concepto ni nosotros tendrían otro valor que el de una cosa fría y muerta, ya que el concepto no puede valer si nosotros no valemos, es decir, que no podemos crear ideas limpias mientras nosotros no vivamos limpiamente, pues el valor de la idea está siempre en relación con el valor del hombre. Porque no puede negarse, so pena de caer en el sofisma religioso, que somos nosotros los reguladores de nuestra actividad moral, siendo los administradores de nuestros conceptos, ya que hemos afirmado que somos sus creadores. Por eso es exacto que en la personalidad más pujante existe más riqueza de ideal, y por eso es también axiomático que los que no se esfuerzan en tener personalidad, los que no se preocupan por acumular riquezas morales para poder dar, en su momento, excelente sonido, no pueden ser y no son hombres anárquicos, porque no han salido todavía del estado de falsedad humana.[19] ¡Pobres los que no obren con plena conciencia de sí, poniendo su voluntad en querer ser buenos, en querer tener sus propios son es de dulzura, dominando hasta esa misma voluntad, que debe obrar como y cuando el anarquista quiere, ya que la voluntad no es un ser autónomo que vive dentro de otro ser autónomo, que es el hombre, sino una facultad o potencia que el anarquista hace actuar como bien le place!
Pero pocos, ay, son dueños de sí mismos; pocos dan el sonido excelente que quieren dar; pocos se atreven a ser creadores de sus acciones poniendo su voluntad a su propio servicio. Por haber tan pocos, el mundo vive en estado de falsedad humana, en estado de locura ahumana, en estado de permanente beodez en el que el alcohol que se apetece o bebe es sangre de hombres. Pero aunque todos vivan en estados ahumanos, sin ser dueños de sí, el anarquista deberá ser siempre su propio dueño —única manera de que su persona pueda dar excelente sonido—, si es que quiere obrar con reflexión y calma.
El anarquista no bebe alcohol porque trastorna sus facultades y él quiere mantenerlas constantemente alerta, conservando claras y limpias ideas y conducta; pues por las mismas causas no debe beber odio, porque si no puede considerarse hombre libre y digno el que actúa bajo los efectos del alcohol, tampoco puede ser considerado como tal el que actúa bajo los efectos de pasión tan corrosiva y mala como el odio, ya que las dos perturbaciones atentan contra la brillantez de la persona, prohibiéndole el sonido excelente, que es el sonido humano. Y debe hacer eso queriendo hacerlo por sí y ante sí, ya que no puede ignorar que la libertad es una constante conquista de sí mismo, una continuada labor de dominio de sí, venciendo a lo circundante pero también a lo interior para no ser juguete ni de lo que está en el ambiente ni de sus vicios corporales. Claramente: para no ser determinado, arrastrado o empujado por fuerzas extrañas, para no ser movido como un pobre muñeco de guignol.
Conocido esto por el anarquista, o sea por el digno, por el noble, por el bueno, por el de personalidad destacada y sonido claro y excelente, recibe las injurias de los adulterados con un estoicismo y una serenidad inalterables, ya que no ignora que los adulterados no pueden dar productos nobles, siendo como son, en sí, una corrupción, una desvirtuación, una falsificación del hombre. Los corrompidos mueven a compasión al anarquista, y cuando recibe de ellos una injuria, piensa que hace falta trabajar mucho en la tierra hasta conseguir que todos tengan sonido claro, por lo que se entrega cada vez con más redoblado celo a la enseñanza. Si él contestara al insulto con la grosería, o a la fiereza con el crimen, no sería anarquista, es decir, hombre de sonido excelente, sino que estaría entre los adulterados, entre los que viven, para su desgracia y desgracia ajena, sin haber podido adquirir la luz de la hombría.
Por algo nos atrevimos a decir un día que el anarquista es un ser de excepción: no se conforma con dominar su voluntad y sus pasiones, sino que domina hasta sus tejidos, pues si por casualidad, al recibir una descarga de odio sus manos se crispasen, él, por un esfuerzo consciente en el que toman parte todas las potencias de su ser, hace que la crispación nerviosa cese cuando él lo decide, y que la palabra dura, pronta a brotar de los labios, se trueque en sonrisa, o por lo menos en hermosa calma, porque no puede consentir, sin negarse como hombre de sonido excelente, que su filosofía del amor sea anulada por la irascibilidad animal, oscureciendo su razón y eclipsando sus ideas de fraternidad humana. Es decir, que producido un trastorno orgánico por la ira, el anarquista recobra la calma, dominando su propio organismo, que a tanto alcanza la voluntad de dominio de sí, queriendo como quiere conservar siempre su personalidad sin mancha, sin adulteración, con sonido excelente, pues su razón le dice que si no acepta la dictadura de los hombres sobre sí, menos todavía ha de aceptar la dictadura de sus más bajas pasiones empobreciendo su organismo.
No tiene necesidad alguna el anarquista de conquistar a nadie; pero sí tiene necesidad de conquistarse a sí, y de conquistarse todos los días, porque el ambiente conspira constantemente contra él, contra su libertad, contra la belleza de su personalidad y de su vida. Por eso su esfuerzo debe ser continuado para poder hacer cada vez más rica, bella y libre su personalidad, manteniéndose siempre en la hombría, que es jardín en el que se cultiva la bondad, y no bajando nunca a la animalidad, que es matorral en donde se crían todos los vicios. Para mantenerse en firme posición humana deberá unir estrechamente sus ideas humanas con su conducta humana, vinculándolas tan fuertemente que cuando piense en bondad obre bondadosamente, pues el acto fraternal brotará espontáneamente de su corazón, traducido en palabras suaves y en actos que sean caricias.
Es necesario, por lo tanto, educarse a sí mismo hasta adquirir hábitos de dominio sobre el propio organismo, relacionando los pensamientos del bien con la acción del bien, las ideas de libertad con las acciones de libertad, los conceptos de fraternidad con el cariño, o, por lo menos, con el respeto a las personas, uniendo, y más que uniendo, soldando las ideas de la mente con las acciones de nuestros órganos. Así, la conciencia se sentirá en calma, y, libre de hipocresías, podrá elaborar juicios serenos.
Y, quizá candorosamente, es como considero que irá formándose poco a poco, es verdad, una humanidad nueva, formada a su vez por ricas personalidades anárquicas. Por eso estimulo a que todos desarrollen los fundamentos de su personalidad, a que tengan sonido claro y excelente, a que los anarquistas sean los más dignos, los más nobles y los más buenos de los hombres, porque ya vemos adonde nos ha conducido esta subhumanidad compuesta por hombres adulterados que viven en estado de falsedad humana.
Afirmación
En cada hombre hay algo que ningún otro ve ni verá nunca: ni los que vivieron con él en comunión de pan, ni los que desde afuera trataron de zahondar en su vida, ni los que pudieron amarlo y no le amaron, ni los que por no poder quererle lo aborrecieron. Sin embargo, con ese algo virginal y mío voy dibujando este libro en el que va quedando, aunque escondida en su entraña, bien impresa mi vida, la vean o no la vean los que conmigo vivieron, los que no pudieron o no quisieron quererme y los que me quisieron, que no siempre el querer anda por la vida con los ojos abiertos. Lo que sí digo a todos es que al escribir el libro y al imprimir en él mi vida, no lo hice para resaltar mis virtudes y menos todavía para deslustrar las de quienes no compartieron conmigo ni mi sal ni mi idea, pues cuando critico al violento lo hago solamente para pedirle que no dispare su arma, ya que al alcance de sus dardos pasa una criatura inocente que podría ser muerta o herida. De ahí que mi crítica no sea nunca censura, sino siempre ruego.
Por eso, pasito a paso, si bien contento y satisfecho, he llegado hasta aquí, pues buscaba una explanada en la que, sin obstáculos de visibilidad y a cielo abierto, pudiera tender o extender las experiencias que durante mi largo caminar fui extrayendo de las cosas de los hombres, de los hombres y de la vida que fui viviendo a su lado o que fui sufriendo cuando no fueron lo buenos ni lo libres que yo deseaba y esperaba. Así, bien extendidas, podré estudiarlas con más detenimiento, formándome de ellas un más acabado juicio del que me había formado.
Confieso que los paisajes a que presté más atención fueron todos morales, vale decir que se referían a modos de proceder, a estilos de vivir, a maneras de ser y de actuar de aquellos hombres que traían en sus manos mandamientos que ofrecían a las gentes sencillas como si fueran panacea que había de curar sus llagas, sus dolores y sus miserias. Y porque en esos mandamientos se habla de proceder —y eso es la moral—, quiero hurgar en los diferentes procederes a que obligan los diferentes mandamientos que, como observé y diré, no son de libertad, que tanto necesita nuestro hermano hombre.
Y como analizar es descomponer metódicamente un todo en sus partes, estudiando cada una de ellas en particular para conocerlo mejor —y el análisis es el mismo cuando se trata de un cuerpo físico que de una idea o un conjunto de ellas—, será tan bueno como útil comparar algunas palabras que no teniendo parentesco alguno entre sí, se esfuerzan no pocos en presentárnoslas como hermanas gemelas, quiero decir, como sinónimas, lo que da lugar a que sea oscuro lo que se pretendió que fuera tan claro como luz meridiana. Esa confusión ocurre, por ejemplo, con socialista y anarquista, libertario y anarquista, comunismo libertario y anarquismo, anarco-sindicalismo y anarquismo, aunque existen otras varias que carecen en absoluto no sólo de igualdad en su significado —no hay en nuestra lengua dos palabras que expresen justamente la misma idea—, pero ni aun de parentesco o sinonimia.
Tal sucede con anarquismo y socialismo, siendo, no extraño, sí lógico, que el socialista no quiera ser llamado nunca anarquista —tiene de él la idea que aprendió en los diccionarios—, en tanto que algunos anarquistas se llaman indistintamente socialistas o anarquistas, sucediéndoles con ello como a aquel campesino que nombrándose Juan se hacía llamar Pedro, por lo que no contestaba cuando alguno lo llamaba por su nombre, pero se hacía presente cuando lo nombraban con el postizo, lo que daba lugar a que lo rechazasen los Juanes por no querer ser llamado como ellos, y los Pedros porque en realidad no pertenecía a su círculo, no sabiendo ya sus paisanos a ciencia cierta si su vecino era Juan o era Pedro, pareciéndoles que, por falta de nombre seguro y claro no era ni uno ni otro, ya que se le veía frecuentemente en compañía de los Jacintos.
Que el socialista no quiera llamarse anarquista es tan deseable como natural, pues apeteciendo el gobierno de sus congéneres, no puede decir que no lo quiere porque se quedaría sin él, dando lugar a que el engaño en que había querido envolver a sus amigos y camaradas lo envolviera a él, quedándose sin gobierno, sin camaradas y sin nombre, que era lo peor que le podía pasar; pero lo no natural, lo extraño es que el anarquista, que dice no querer gobernar, se llame socialista, ya que el socialismo es exacerbado apetito de gobierno. Y él lo sabe y conoce. Siempre que empiezo a escribir sobre anarquismo, salta una pregunta de mis labios, pregunta que yo mismo he de contestarme, porque quien escribe es como si estuviera tejiendo un soliloquio. Y la pregunta es ésta: para hablar de anarquía ¿es preciso sentirse anarquista, es decir, tener y mantener un profundo y emocional sentimiento anárquico? Y siempre también, después de hacerme la pregunta y recapacitar sobre ella, me contesto que sí: para hablar de anarquismo es necesario saberse anarquista, sentirse anarquista. Porque si un mahometano activo, valga el ejemplo, no puede hablar de catolicismo sin que la religión católica sea desvirtuada, cuando uno de esos anarquistas que hoy se llama Juan y mañana Pedro, habla de anarquismo, preciso es pesar y medir bien sus palabras, porque de suponer es que en el camino que va hacia la libertad el anarquista verdadero ha andado mucho más, y de ese trecho que el anarquista-socialista no anduvo; no puede hablar con conocimiento de causa, o sea que no puede dar a conocer experiencias que no obtuvo ni sentimientos que no vivió ni gozó. Porque la anarquía se siente y se goza, y ese sentir y ese gozar son como el resumen de su valoración. Y por esa valoración que a sí mismo se concede, el anarquista que tiene por nombre Juan, se llama siempre Juan, por lo que, con razón, dudan los hombres del que hoy se llama Juan y mañana Pedro, o sea, hoy anarquista y mañana socialista y viceversa.
Con estos actos de negación de nombre, que presencio todos los días, y en virtud de los últimos aconteceres que han tenido lugar en mi conciencia, he necesitado preguntarme: ¿existe en el hombre cabal, en todo hombre cabal, un noble y justo y necesario sentimiento de libertad? Si existe, la libertad no es una mera expresión ni aun sólo un pensamiento, sino algo esencial, substancial, propio, sentimental, carnal e intelectual del sujeto. y siendo así, como realmente es, puedo afirmar que ese sentimiento gemelo, éste sí, del sentimiento moral, el hombre cabal los hermana en su mente para regular u ordenar su conducta, dando como resultado que según sea la exuberancia y fertilidad de esos sentimientos, el individuo acuse una personalidad anárquica más o menos rica, más o menos oscilante, más o menos floja.
Y continúo preguntándome: de esos sentimientos que, apenas nacidos, se transforman en juicios, ¿toma la conciencia parte directa en ellos, no ya únicamente para darles forma y poder expresarlos, sino también para vivirlos, entendiendo que un sentimiento Se vive cuando, por imprimirle movilidad, el hombre lo convierte en acto? (Y téngase en cuenta que esos sentimientos no los toma el hombre de la naturaleza, que es a-sentimental, sino que los crea el individuo por tener facultad para ello).
Estas preguntas que me hago en soledad, bueno ha de ser que las repita aquí en voz alta, pues si debo contestármelas, espero, y esto es muy importante, que los lectores sean tan amables que me ayuden a encontrar para ellas la contestación adecuada y justa, pues todos hablamos mucho de libertad, notando con alegría que nacen en las mentes muchos deseos de ensanchamiento de los valores personales, aunque también con tristeza de ver que se usan disfraces bajo los cuales se ocultan ansias dictatoriales contra las personas, prohibiéndoles hablar libremente y hasta que vivan en libertad. Y sabido es que el sentimiento de libertad que el hombre crea y alberga, lleva implícita la necesidad de que se actúe, de que se transforme en acto, de que se viva, cometiendo delito de humanidad los que se oponen a ello de algún modo o manera. Yo no digo ni quiero decir que ciertos anarquistas, que hoy se llaman Juanes y mañana Pedros, entiendan o no entiendan lo que anarquismo sea, que eso del entender es cosa de cada quien; lo que sí afirmo es que su interpretación aunque sea anárquica por aquello de que cada uno es libre, si su voluntad y su mente se lo permiten, de interpretar las cosas como le dé la gana; lo que sí digo es que su anarquismo no es anarquismo. Y esto de que lo que es no es, merece explicación que sea satisfactoria y clara.
Si el anarquista no puede, sin borrarse el nombre, ejercer dominio (gobierno) sobre su semejante, bien queriendo obligarlo a pensar de diferente manera a como piensa o a obrar de modo diferente a como obra, el que ejerce dominio (gobierno) sobre otro, no es anarquista, aunque se lo llame, o deja de serlo aunque hasta entonces lo hubiera sido, porque cuando acepta que an-arquía es no-gobierno, no ha de referirse solamente a la desaparición o no existencia del gobierno de un pueblo, cosa no muy fácil de lograr en tanto vivan en él hombres que apetezcan gobernar y hombres que permitan ser gobernados; se refiere primordialmente al hecho de prometerse a sí mismo que no ejercerá dominio sobre otro, tordendo su voluntad para que piense o ejecute actos que no le agraden. Ese acto de respeto hacia el hombre es siempre individual, de individuo a individuo, de hombre a hombre, de criatura humana a criatura humana, considerando el que así piensa y obra, que por extensión y aumento de las personalidades morales que respeten a sus semejantes, puede llegarse a un entendimiento cordial y libre entre los hombres, única forma de establecer voluntaria y firmemente una convivencia armoniosa entre las criaturas de nuestro linaje. Y eso, sólo eso tan sencillo y difícil es anarquismo. No es sistema de vida, creado por los ideólogos para que a él se sometan los hombres, lo que sería tiranía; es trato afable y respetuoso, libertad de pensar, obrar y tener, evitando pregonar a toque de tambores el sofisma de que la propiedad es un robo, pues si no es propietario el hombre, ha de serlo el gobierno, y eso es socialismo, antes bien gritando a pulmón lleno que comete crimen contra sí mismo el que no se hace propietario de lo que necesita, pues si lo del robo es en sí coacción moral contra los que apetecen mantenerse honrados, lo segundo es estímulo para que el individuo trabaje para él, proporcionándose pan para sus hijos sin tenerlo que pedir a nadie. El hincapié que sin cansancio debe hacer el anarquista es el de que nadie debe explotar a nadie, ningún hombre a ningún hombre, porque esa no-explotación llevaría consigo la limitación de la propiedad a las necesidades individuales. Ahora bien, a la vez que se lanzaba al aire la idea de que nadie explote a nadie, se gritaría en calles, plazas y campos su complementaria: la de que ningún hombre trabaje para otro, la de que ninguna criatura humana permita ser explotada por otra; de modo que si unos hombres iban desarrollando en sí la idea moral —sentimiento más bien— de no ser explotadores, paralela a ella iba creciendo otra idea de dignidad humana por la que el hombre se sentía tan elevado, que no aceptaba ser tratado por nadie como animal de trabajo y de carga. Allá los que se asocien con otros, ya que hay trabajos que no pueden ser llevados a feliz término por un hombre solo; allá también los que, solos, completamente solos, arreglen su vida para vivir, como Diógenes, en total libertad. Lo principal, lo esencial y fundamental para el anarquista, hombre extraordinariamente moral, es que la propiedad no les sirva a unos para esclavizar a otros. (Y de la propiedad en colectividad y en comunismo libertario hablaré más adelante).
La tarea del anarquista es, pues, la de respetar a su prójimo en su manera de pensar y, por consiguiente, de ser y de vivir. Y viene a pelo citar aquella frase —qué frase, pensamiento, y mayúsculo, ya que es tan amplio como una enciclopedia-: No deseo llevar la convicción, sino despertar la duda. Me complace que vuestro intelecto siga funcionando después del mío, aunque sea contra el mío, fruto, y bien maduro, del cerebro de Rafael Barrett, el hombre que huyendo de la civilización europea, se refugió entre las tribus guaraníes que pueblan el Paraguay para bañarse en las aguas vírgenes de la cultura. Porque civilización y cultura no son hermanas gemelas, ni aun sinónimas las palabras con que se nombran.
Y escribo, más para los que mantienen viva la idea de que anarquía es caos, como les dicen los diccionarios, que para los que saben que anarquía es orden, el único orden hasta ahora posible en el mundo, porque el desorden, el caos, los producen o desatan los que dicen sentir horror a la anarquía, aunque, bien mirado, desde que el mundo es mundo y el gobierno existe, no hubo jamás orden en la Tierra, y no precisamente porque fueran culpables de ello los anarquistas, sino porque lo fueron los que impusieron su orden.
(Si hoy, primeros días de junio de 1968, tendemos nuestra mirada al mundo, veremos quiénes son los que en nuestra casa promueven desórdenes, ya que parece que el planeta va a estallar en pedazos. Y frente a tal desenfreno y barbarie, los anarquistas, que no intervienen en esas locuras, sienten y sufren).
Comunismos
Entre Marx, soñando que un día desaparecerá el gobierno de unos hombres sobre otros, y Kropotkin, preconizando que han de vivir fraternalmente en libertad, no existe una gran diferencia conceptual, ya que ambos entrevieron la posibilidad de un mundo anárquico en el que los individuos vivirían como hermanos, sin gobiernos que los explotaran y oprimieran. Pero si coincidieron en ese sueño de más o menos lejana y feliz libertad —¡qué hombre no sueña con esos paraísos humanos de concordia y de belleza!—, se trazaron diferentes caminos para poder llegar a alcanzar el bien imaginado, sin apartarse, por supuesto, del que ambos consideraron como inconmovible cimiento de la vida de relación con las personas: el comunismo, idea substantiva y germinal de ambos.
Llegaron a concebir esa idea en virtud de meditaciones y sondeos en la vida de los hombres, y si Marx se dedicó al estudio de las relaciones no humanas de unos hombres con otros a través de las edades, viendo cómo los poderosos explotaban indignamente a los desventurados, los amos a los esclavos, Kropotkin, observador de la naturaleza, creyó comprobar las relaciones de afecto existentes entre los animales. Así, el uno partió del mal comprobado entre los hombres para ir al bien soñado para ellos, en tanto que el otro llegó de la idea de afecto vista por él (quizá sentida) en las especies animales, a la idea de respeto cordial entre los hombres. Esa idea le llevó a elaborar su teoría del apoyo mutuo como factor de evolución. Porque Kropotkin era, a su modo, un evolucionista.
Para que los hombres pudieran alcanzar la feliz etapa del anarquismo que soñó, Marx no halló otra solución que la dictadura, considerando que por medio del Estado director, y una vez establecido éste por el triunfo de una revolución en la que los proletarios dominasen y destruyesen a los burgueses, se crearía el clima adecuado para que los triunfadores llegasen, con el correr del tiempo, a sentir la satisfacción de vivir en comunidad, puesto que la obligada educación y la forzada convivencia irían haciendo que apareciesen poco a poco las capacidades y desarrollando los gustos que necesita el hombre para vivir armónicamente con el hombre, y como el origen de todos los males, según creía Marx, radicaba en la propiedad, causa y fuente de todos los egoísmos y explotaciones, se imaginó que aboliendo la propiedad individual, el ansia de poseer desaparecería de la mente humana, partiendo voluntariamente unos con otros el pan y la sal que el Estado tutelar les suministraría generosa y desinteresadamente.
Como los actuales hemos visto y comprobado con el establecimiento del comunismo marxista en varios pueblos, el sueño de Marx fue sólo una utopía, la más grande y desgraciada utopía que inventó la mente humana, y, como tal, no sólo no pudo cumplirse, sino que al practicarla se causó grandes males a los hombres por los que se decía trabajar para hacerles el obsequio de la felicidad.
Kropotkin es, como Marx, comunista; como él, proletarista u obrerista; como él, divide a la humanidad en dos partes: los que explotan y los que son explotados; como él también, revolucionario, creyendo buenamente que para establecer el ambiente humano en el que se pueda vivir en comunismo fraternal por haber desaparecido las clases burguesa y proletaria, es necesaria, urgente, imprescindible, una revolución niveladora. Como Marx, declara que, para que eso pueda suceder, la propiedad individual es un estorbo. El individuo no debe ser propietario, porque, según Proudhon, cuya definición aceptan ambos, aunque no lo proclaman, la propiedad es un robo.
Ahora bien, como la riqueza existe, porque está en la naturaleza y la crea y apetece el hombre, si el individuo humano ha de vivir sin ser propietario ni de su cuerpo ni de la riqueza que produce, preciso es que haya algo o alguien que disponga de esa propiedad de las cosas para distribuirlas entre los necesitados de ellas —pan, vestido, casa—. En Marx, ese algo o alguien es el Estado, qué no sólo es el poseedor de la riqueza, su administrador y distribuidor, sino el que como cabeza visible (la sociedad es acéfala), ordena lo que se le ha de dar a cada uno y vigila que sus órdenes sean cumplidas, para lo que dicta leyes y nombra a individuos que obliguen a cumplirlas. A poco esforzarse, el hombre normal ve claro que lo han convertido en pobre de solemnidad, quedando envuelto en las mallas del Estado, siendo su prisionero, su esclavo. En Kropotkin… lo veremos más adelante, ya que no es muy clara la solución que da a la tenencia y disfrute de la propiedad.
En cuanto a coincidencias, Marx y Kropotkin, los dos grandes teóricos del comunismo, dictatorial uno, libertario otro, mantienen: 1) el comunismo, del que parten ambos como de firme, sólido y único cimiento sobre el que levantar con seguridad el edificio social; 2) la sociedad, conjunto de criaturas humanas, ligadas entre sí por indisoluble lazo, sin el cual no podrían existir; 3) la revolución, necesaria e ineludible para cambiar la estructura social; 4) la abolición de la propiedad privada, pasando toda la riqueza a ser, no individual, sino social; 5) abolición de las clases sociales, por lo que en beneficio del bien social todos los hombres han de ser trabajadores, obreros, proletarios.
Las discrepancias, menos fundamentales de lo que a simple vista parecen, son: Marx, dictadura del proletariado para ir convirtiendo al proletario en hombre libre, única manera posible de llegar un día, aunque lejano, al anarquismo, en tanto que Kropotkin afirma que por la revolución social el proletario al tomar la riqueza en sus manos se convierte de explotado en hombre libre, o sea, de proletario en hombre comunista libertario, ya que la revolución ha de preparar para él un clima de libertad, en el que vivirá contento y satisfecho.
Pero vayamos despacio, con calma y con tiento. Primero, para echar una ojeada a las coincidencias de estos dos hombres; segundo, para ver y analizar sus discrepancias.
¿Existió el comunismo en los pueblos antiguos? Si se considera como comunismo el de los incas, póngase como ejemplo, sometidos, como estuvieron, a una casta de príncipes guerreros que los envilecieron al someterlos a trabajos forzados e indignos, el comunismo existió, aunque no pueda ser tomado como ideal de vida ni aceptarse que el que adquirió hábitos de sumisión pudiera sentirse un día hombre libre, anárquico; si como modelo de comunismo ponemos el de los esenios, del cual se habla con frecuencia, diremos que el comunismo de aquel pueblo, rama de los antiguos hebreos, era estrictamente monástico, vale decir, religioso; que renunciaban al matrimonio, siendo de tal manera reservadas sus comunidades que no ha sido posible la investigación. Podemos incluirlo, pues, entre el comunismo religioso de nuestros monjes actuales, que también se someten a la comunidad de bienes dentro de su orden y viven en el más completo celibato; pero también decir que no puede ser tomado como ideal del hombre libre, porque vivían sometidos a una terrible disciplina conventual; quiero decir, que a Marx le sirvieron de ejemplo y de guía los más desgraciados acontecimientos de la vida del hombre, extrayendo las más caprichosas deducciones, al considerar que por medio de una violenta tiranía pueden cambiarse la mentalidad y la cultura de un pueblo, pues la dictadura obliga a obedecer y prohíbe pensar, y la historia nos enseña que los pueblos más impiadosamente sometidos fueron siempre los menos cultos y los más ineptos para una vida de respeto a sus prójimos y de sosiego entre ellos; y si pudo servirle de modelo Esparta, afirmamos que aquel pueblo fue creado y criado para la guerra, o sea, para la depredación, para el saqueo de otros pueblos, sirviendo sus conquistas y robos no para el bienestar de sus unidades componentes, sino para acrecentar la riqueza de sus dirigentes. No es posible saber, porque no lo consignó en sus textos, si la idea de hombre-masa, de masa-humana, se le vino a las mentes a Marx al contemplar imaginativamente al pueblo espartano en el que no se pudo distinguir nunca una unidad humana de valor. Porque el comunismo de los espartanos les fue impuesto por medio de una brutal e inmisericorde dictadura, como se les impuso al ruso, al chino y al cubano.
Kropotkin ve las cosas de diferente manera, pues aunque conocedor de la historia, no funda sus ejemplos, no los toma de grupos humanos, sino de los rebaños o manadas de animales. Por ello dice: A medida que adquirimos un conocimiento más exacto del hombre primitivo, se fortalece nuestro convencimiento de que en los animales con los cuales vivía en estrecha, comunidad encontró el hombre las primeras lecciones de espíritu de sacrificio para sus semejantes y el bien de su grupo, de infinita afección paternal y de reconocimiento de la utilidad de la vida en común, convencimiento suyo que no nos convence a nosotros, porque no existe comprobación alguna de que el hombre haya vivido alguna vez en estrecha comunidad con los animales, ya que para vivir, para convivir así, es necesario que exista en los que forman o componen la comunidad un igual o aproximado grado de desarrollo mental, y en los animales no existió jamás tal grado de desarrollo intelectual porque tanto ayer como hoy los animales carecieron y carecen de mente, en tanto que en el hombre existía y se desarrollaba. Por ello fue imposible que los hombres vivieran en estrecha comunidad con los animales, ni que éstos pudieran reconocer la utilidad de la vida en común, reconocimiento del que no gozaron ni los hombres primitivos que formaron las primeras tribus, que se agruparon, como los animales, no por conocimiento del bien que les reportaba la unión, sino por instinto de protección y defensa. El hombre primitivo tribal careció del conocimiento de sí, pues formaba un todo con su tribu de manera inconsciente. Así, lo que pudo ver en los rebaños de animales fue lo que vivía dentro de él. Cuando ascendió en la escala de los seres, cuando creó el lenguaje, pensó y sintió con conciencia, cuando quedó formado el homo sapiens, que fue cuando estuvo en condiciones de aprender, no tuvo como maestro al animal, porque lo domesticó, sometiéndolo, dominándolo. Si los animales hubieran podido dar lecciones de la utilidad de la vida en común, hubiera sido porque se hallaban en un grado superior de discernimiento, porque su mente estaba más desarrollada que la de sus discípulos, lo que hubiera dado como resultado que los animales maestros hubieran esclavizado a los hombres, sus discípulos. Y pensarlo solamente sería, más que un contrasentido, una aberración de la mente del fundador de la teoría.
Lo mismo podemos decir de la afirmación de que las aves construyen sus nidos después de repartirse entre ellas praderas y acantilados, porque ello presupone entendimiento y para que pudieran repartirse la tierra, preciso les hubiera sido razonar, juzgar, realizar operaciones mentales, y nada de eso ha sido no sólo no probado, pero ni aun imaginado siquiera, porque hubiera equivalido a reconocerles inteligencia que, por lo menos, hubiera corrido parejas con la humana. Y por mucho que los observadores han observado y los investigadores investigado, no les ha sido posible comprobarlo.
Lo que sucede es que algunas aves, no todas, por instinto se separan de las otras para cuidar sus huevos y atender sus crías cuando éstas nacen. Es decir, no se reparten la tierra, sino que se esconden en ella para mejor proteger su célula sexual y después sus crías, siempre en peligro de ser devoradas por otros animales. Y esto nos habla no de la utilidad de la vida en común, sí de la huida de la comunidad, porque dentro de ella peligra la continuidad de la especie. Pero ni aun las que hacen sus nidos en las mismas arboledas o en los mismos acantilados viven en comunidad, sino juntas, protegiéndose, por instinto, de otros animales rapaces.
De modo, y es a lo que quería llegar, que el comunismo no existe en la naturaleza, porque ni las hormigas, ni las abejas ni las grullas tienen conciencia de su vida, pues la comunidad es creación del hombre, y no, nunca, del hombre anarquista, porque comunismo es tiranía, y en ese clima no puede nacer la libertad.
Comunismos
Pero dejemos tranquilos a los animales en sus praderas y acantilados, en donde ni viven ni vivieron nunca en comunidad, sino en rebaños, manadas o bandadas, y continuemos con el comunismo humano, que Marx se imaginó haberlo descubierto en pueblos anteriores y que Kropotkin creyó haber hallado entre los animales, y sean cuales fueren sus ensoñaciones, que no comprobaciones, podemos asegurar que ni el uno lo encontró en los pueblos antiguos, que vivieron bajo el más irrefrenable autoritarismo, ni el otro en la naturaleza, pues si hubiera sido una manera de vivir natural, el hombre, también naturaleza, lo hubiera heredado, y lo que heredó como función natural de todos los organismos vivos, fue la libertad, sin la cual la vida languidece, cuando no desaparece.
Porque no existe en la naturaleza, ni es tampoco predisposición humana, los dos más conspicuos sostenedores de la teoría comunista (sólo es una teoría, un sistema, una lucubración humana), se vieron forzados a hablar a los hombres de revolución, o sea de imposición, única manera de obligarlos a ser comunistas a la fuerza, abandonando el deseo de ser propietarios por haberles prometido la felicidad a cambio de la libertad que dentro del sistema comunista perderían —el marxista Lenin les dijo quela libertad es un prejuicio burgués, y los pobres lo creyeron—, y fue tal la propaganda que los comunistas convencidos desarrollaron en el mundo, argumentando que lo que perdieran en libertad lo ganarían en sosiego por no tener que preocuparse de sus necesidades que el gobierno cubriría, que la idea de revolución cundió en el mundo, especialmente entre los proletarios, cuyo dominio se disputaron los de las dos tendencias, la marxista y la kropotkiana.
Bien está que Marx hablase de la dictadura como de una etapa necesaria para que el hombre alcanzara su bienestar, considerando esa tapa como de escuela para que aprendieran todos a vivir en comunismo, que nadie sabe nunca lo que es, porque, según lo estamos viendo, cambia de acuerdo con las ideas de sus directores; pero mal está que los kropotkinianos, partidarios de un comunismo libertario, al cual no pocas veces llaman anarquismo, aceptasen obligar a los hombres por medio de una violenta e inhumana revolución, a que abandonasen sus posiciones de hombría, ya que todo anarquista sabe que lo que más estima el hombre normal es su libertad: amar en libertad, trabajar en libertad, comer en libertad, para lo cual necesita disponer libremente de su vida y de lo necesario para su subsistencia y la de su familia.
Porque la revolución violenta no puede ser anárquica en ningún caso, los que la desencadenan no pueden ser anarquistas, pues si anarquismo es no-gobierno, no-imposición de un hombre contra otro o sobre otro, el revolucionario que impone su criterio o por medio de las armas, no sólo no puede llamarse anarquista, pero ni aun hombre moral, so pena de que en estos tiempos de tergiversación de valores morales humanos al crimen se le llame ética.
Redactar unos mandamientos para que los hombres se sujeten a ellos, es tarea fácil —los cristianos lo hicieron, y, siguiendo sus huellas, también lo hizo Marx-; pero obligar a que cumplan con lo ordenado, vale como sujeción, y el encadenamiento mental, que eso es obligar a unos hombres a que compriman su vida en el molde ideológico imaginado y servido por otros, es tiranía, y ningún tirano puede ser anarquista, aunque él se lo llame. Y molde imaginado, por no ser tendencia natural de la especie, es el comunismo, llámese como quiera llamársele.
Y conste, aunque no necesitaría decirlo, que yo no tomo parte en las diferencias de credo de los hombres, pues yo sostengo, y así obro, que el anarquista, que es hombre universal, no toma partido ni por uno ni por otro, ni por el guerrero a favor de la guerra, ni por el pacífico a favor de la paz, ya que unirse a A contra B o a B contra A, es tanto como declarar la guerra a uno o a otro. ¿Que aquél es socialista? Enhorabuena. ¿Que éste es libertario? Enhorabuena. ¿Que ése es católico? ¿Y por qué no también enhorabuena, si todos y cada uno de ellos me respeta? Yo no me uno a éste contra aquél ni a ése contra el otro. Yo voy por mi camino, solo si nadie quiere acompañarme, aunque mucho me gusta la compañía, pues considero compañero al que me acompaña, pero no al que quiere imponérseme obligándome a que beba en la fuente ideológica en que él bebe sin tener en cuenta ni mi sed ni mis predilecciones, pues a ése le llamo tirano. Y el tirano, sea él quien fuere, es nocivo para mi salud corporal, mi salud mental, mi libertad y mi cultura.
Por eso repito que malo, muy malo y antianárquico es ejercer dominio (gobierno) sobre una persona viva; pero ¿qué más terrible dominio puede haber que el de matar al que se quiere dominar y no permite ser dominado? De ahí que a los que, con el ánimo de imponerse, matan, no pueda llamarles yo anarquistas, pero tampoco a los que pregonan la matanza, que eso son las revoluciones violentas: ¡matanzas de hombres!
Las recetas de todos los que, sintiéndose médicos sociales quisieron curar a la fuerza a la humanidad, fueron todas equivocadas; por eso, cuando la humanidad, o parte de ella, tomó la pócima comunista, se envenenó agravando su mal. No obstante, aun viéndola enferma, los ideólogos sociales aconsejan que siga tomando el brebaje, y los jóvenes y los viejos se ven atacados por la misma violenta locura, sin que nadie se preocupe de su curación, antes al contrario invitándolos a que continúen destruyéndose unos a otros sin tregua ni medida.
Porque no nos sirven las palabras si en ellas vemos solamente su significado; nos sirven cuando nos figuramos las escenas que representan o pueden representar, o sea, si nos imaginamos verlas en actividad, cumpliendo su función. Así, no nos damos cuenta de lo que es comunismo si nos limitamos a decir que es vida en común, porque aun siendo verdad que eso es, conviene saber, para ver al comunismo funcionando, que dentro de ese régimen el individuo es como cosa a la que se mueve sin tomarle parecer, que se le ordena sin saber si puede o no cumplir la orden recibida, que se le castiga por faltas que sólo ha cometido en la imaginación de los guardianes. Y es que en comunismo lo que se aprecia y tiene en cuenta es el régimen, no el hombre, no el individuo, y porque sólo es el régimen lo que se considera bueno, sólo los que lo encarnan o dirigen pueden conceder o restringir derechos, señalar atribuciones, trazar derroteros por los que obligatoriamente tiene que ir el individuo, al que, convertido en masa, se le despoja de todas sus pertenencias incluida en el despojo su propia persona, de la que no puede disponer nunca libremente, porque régimen equivale a regimiento, y quien puede regimentar forma escuadrones de guerra. Por eso, los que se hallan dentro de esos regímenes se llaman militantes, y militante quiere decir que milita, que es militar, cosa que puede ser movida y lanzada a la muerte cuando lo quiera el jefe, el de mayor graduación, el de mando superior.
El anarquista, que ni es ni quiere ser comunista, no puede, por propio y humano sentimiento, considerar a los hombres como a cosas, como a útiles, como a mílites de los que puede valerse para acrecentar el poder de un régimen, sea el que fuere, o para medro de su persona. Y como el sentimiento no puede expresarse en segunda ni en tercera persona, diré en primera que mi dignidad de hombre anárquico, de hombre moral, de hombre bueno, me prohíbe obrar como obra el comunista. O mejor, me lo prohíbo yo, hombre libre, no comunista, no gobernante, y me lo prohíbo yo porque no sujeto a nada ni a nadie, puedo prohibírmelo, pues yo soy además de mi propia persona, mi propia dignidad, que no actúa jamás fuera de mí. Y es que yo no trato a los hombres ni aun como les pido ser tratado por ellos, sino que sin tener en cuenta su trato, les presto mi asistencia como mejor sé y puedo. ¿Que por qué? Porque no veo, como el comunista, en otro hombre una cosa de utilidad para mi régimen ni un mílite que ha de defenderlo, sino que veo y siento en él un yo. Es decir, me veo y me siento en otro hombre. Le doy el trato que a mi yo, que, aun ampliado, es mi yo mismo.
¿Quiero libertad para mi yo? Indudablemente. Pues si la quiero para mi yo personal, la quiero de la misma manera para mi yo ampliado, prolongado, mayor, porque el yo con el cual me con-penetro, es como mi mismo yo, porque al penetrarlo, lo convierto en mi yo, persona mía. Porque lo he penetrado, lo comprendo, y porque lo comprendo, lo quiero. Es ya, para mí, más que un hombre, más que una unidad humana, mi mismo yo. No masa, ni cosa, ni mílite, ni útil. Yo. Por esa relación de mi yo con los otros yo que componemos la humanidad, y en los cuales me veo y me siento, porque vivo, compenetrándome con ellos, ni puedo ser comunista ni desear para ellos el comunismo, ya que para mí deseo libertad tanto como para ellos y el comunismo no puede darnos lo que no tiene porque es contrario a su esencia.
¿Que es difícil concebir así a la humanidad? No debe ser tan difícil cuando yo la concibo, y no como un inmenso rebaño, sí como un gran conjunto de seres, de yo, de sin plural, que penetran a otros yo para mejor quererlos y ayudarlos, porque anarquismo es ayuda. Y esa concepción figura entre las pocas concepciones anárquicas que de la humanidad puede tener un yo anárquico, ya que cava todavía más hondo en la vida humana que la fraternidad.
Pero eso equivale, se me dirá, a ser atletas del pensamiento. Y así es. Pero no sólo atletas del pensamiento, sino del sentimiento, y del bien obrar.
Comunismo libertario
Cuando pronuncio o escribo esas dos palabras juntas —comunismo libertario— para expresar con ellas una actitud de los hombres frente a la vida, y cuando las aplico a una determinada manera de su vivir, comunismo es el nombre, lo substantivo y principal, y libertario el adjetivo, lo circunstancial, lo secundario. O sea: al acto de vivir los hombres en común le llamo comunismo, y ese nombre es entonces claro, rotundo, inconfundible, porque es el que nombra, marca y señala, en tanto que a la cualidad, clase, condición o manera de ser de ese comunismo le digo adjetivo, pues mientras el nombre es fijo, monolítico, incambiable, el adjetivo es cambiante, porque puedo permutarlo, modificarlo, reemplazarlo. Así, al inamovible comunismo, yo puedo aplicarle, además del de libertario, otros adjetivos: inca, esenio, espartano, marxista, religioso, ya que, vivido por los incas, los esenios y los espartanos, lo viven actualmente millones de hombres en pueblos que se llaman a sí mismos marxistas, o sea, seguidores de Marx, y lo practican otros en no pocos conventos.
Ahora bien, inca, esenio, espartano, marxista y religioso son adjetivos bien aplicados porque expresan, sin lugar a equívoco, lo que se proponen expresar con ellos quienes los emplean. Pero ¿sucede igual con libertario, aplicado o unido a comunismo? ¿Expresa ese adjetivo realmente libertad, como desean, se proponen y dicen los comunistas libertarios?
Comunismo es liga, y liga es unión de fuerza, porque ligar es atar. Pero el que se liga queda más sujeto todavía que el que lo ata, porque un compromiso ideológico ata más que una cuerda, por lo que esos compromisos no permiten al hombre ser libre.
Además, si comunismo es, en sí, administración, ordenamiento, gobierno, en suma, de las cosas y de los hombres, porque éstos, que carecen de cosas; quedan de por sí atados a los que las tienen, ¿pueden unirse, con lógica, las dos palabras comunismo y libertario, que significaría gobierno libertario?
He dicho antes que hace falta, para comprender bien, no fijarse solamente en el significado mondo y escueto de las palabras, sino imaginárnoslas en funciones, en actividad, viviendo; de esa manera, si miro al comunismo en actividad, funcionando, llámese inca, esenio, espartano, marxista o religioso, lo veo desenvolviéndose siempre dentro de un marco inhumano de despotismo. De nada me sirve que me diga el comunista libertario que triunfante la revolución social el proletario tiene la riqueza en sus manos, porque eso es solamente una afirmación, y hasta quizá un buen deseo, pues para que exista el comunismo, hasta el llamado libertario, y de él hablamos, preciso es que desaparezca la propiedad individual, y tan ha de desaparecer que no se le permitirá al individuo ninguna libertad de acción cuando insista en mantenerse como propietario. De modo que en ese comunismo libertario, y por considerarse inmoral poseer, al individuo le es prohibido tener, y quien se lo puede prohibir es porque tiene fuerza para ello. A esa fuerza, que obra contra el hombre insumiso, llámesele comité, consejo, cabildo, y disfrácese como se disfrace, siquiera sea de libertaria, debe llamársele gobierno, pues las palabras hermosas sirven muchas veces para encubrir hechos desdorosos.
Hay recomendaciones comunes tanto al comunismo marxista como al libertario que más que recomendaciones son disposiciones, pues alguien o algunos las pusieron en circulación verbal y han de ser puestas en práctica apenas el comunismo libertario se halle actuando, quiero decir, apenas esas dos palabras juntas entren en funciones de vida. Esas disposiciones, que al aplicarlas se han de transformar en órdenes, son: de cada uno según sus fuerzas y a cada uno según sus necesidades, que son herencia de aquellas otras viejas ordenanzas tribales a cada uno según sus merecimientos o a cada uno según su comportamiento, con las que se premiaba la sumisión y acatamiento al jefe. Saint Simón, creyendo ser más justo, habla de que debe exigirse de cada uno según su capacidad, fórmula que sirve también para premiar su trabajo, y quien tiene atribuciones para exigir no es nunca compañero de aquel a quien exige, como el que premia no lo es del premiado. Aun disfrazado por el palabrerío social, en el que exige y en el que premia, por mucho que las tapen, se ven asomar las orejas del gobernante, porque gobierno, quiérase o no, es el que ha de poner en marcha el comunismo libertario que, como régimen de vida, ha de aplicarse a un pueblo.
Porque dígase lo que se diga, tras la implantación de esos comunismos, o antes, han de llegar las ordenanzas, las leyes, y con las leyes, los jueces que han de interpretarlas y los policías encargados de obligar a que sean cumplidas, y como el hombre es rebelde por naturaleza —la rebeldía sí que es natural—, las cárceles en donde han de encerrarse a los que no las cumplan y los carceleros que no han de permitir que los presos huyan, por lo que se tendrá el cuadro completo de lo que se quiso o trató de abolir: el gobierno con todo su aparato represor, aunque se continúe llamando a ese estado de cosas comunismo libertario.
Sin embargo, yo no tengo nada que oponer a los que quieran vivir en comunismo libertario; lo que sí pido es que, para evitar confusiones, no llamen comunismo anarquista a ese comunismo porque anarquista y libertario no son sinónimos, pues si anarquismo es no-gobierno, o sea no-dominio de una persona sobre otra, el comunismo, aun el más benigno, tiene siempre un bien marcado tinte gubernamental, pues gobierno es, aunque quiera taparse, el dar a cada uno según sus necesidades y exigir de cada uno según sus capacidades, porque eso habla de que unos disponen de todo —son como los dueños—, en tanto que otros no disponen de nada- son como los esclavos-, pues ¿quién podrá medir la necesidad de cada criatura humana? ¿Y quién aquilatar su capacidad? Si los comunistas libertarios, para obrar con justicia —la Justicia es uno de sus principales postulados—, se esforzasen en querer exigir equitativamente de cada uno según su capacidad para dar también a cada uno según su necesidad, se verían obligados a crear un enorme cuerpo de jurisperitos, que aumentaría terriblemente la burocracia. Porque, ¡ahí es nada, justipreciar lo que cada organismo con su complejo de mente e inteligencia, necesita!, ¡y valorar estrictamente lo que cada uno puede dar de trabajo productivo a la comuna, por lo que habría que tener muy en cuenta su lozanía, su desgaste y su decrepitud, a más de su voluntad, que nadie sabría cómo la habría de medir! Además, habría que contar de antemano con que los jueces fuesen justos, estrictamente justos, para no tolerar que algunos trabajasen menos de lo que debían trabajar o recibiesen más de lo que debían recibir. Y pensándolo detenidamente se comprende que eso es imposible, por lo que los individuos tendrán que ser reducidos a masa, es decir, que es preciso, para bien del régimen, que los individuos pierdan su individualidad, los hombres su personalidad.
En fin, ni objeto ni quiero objetar nada a los comunistas libertarios, siempre que para implantarlo no desencadenen una revolución violenta que habría de costar infinidad de vidas, pues los que no quisieran ser comunizados opondrían resistencia armada al ataque armado, quiero decir que la guerra que se desataría entre unos y otros sería brutal, sanguinaria. Y esa guerra y la imposición que, caso de triunfar los revolucionarios, se instauraría, ni tiene ni tendría nada que ver con el anarquismo, pues toda codificación de los actos del hombre es gobierno y del peor carácter, aunque afirmase Proudhon que el hombre tiene como principal finalidad no el amor (no la ayuda), sino la ley, que es más elevada que el amor. ¡Y esa definición es muy gubernamental, pero muy poco anárquica!
No puede negarse una gran verdad, que está en la superficie de ese comunismo y debe estar en la conciencia de cada individuo: quien pueda dar a cada uno lo que necesite será porque de antemano se haya apoderado de toda la riqueza, dejando sin ella al hombre, y quien pueda exigir a cada uno que trabaje según sus fuerzas, será también por haber concentrado en él toda la autoridad.
¿Comunismo libertario? Enhorabuena, que yo puedo vivir con los hombres en las condiciones más inverosímiles que se les e antoje implantar -¿no estuve viviendo en los campos de concentración, y no vivo en esta sociedad en la que la barbarie anda suelta cometiendo desmanes?-; pero no se me diga que ese comunismo es anarquismo, porque con ello se desprestigia a los anarquistas, que son personas morales, presentándolos ante las gentes como seres anormales que no persiguen otro objetivo que el de la violencia, que engendra el caos.
Con razón, cierto comunista libertario gritaba desde la prensa que debían borrarse el nombre de anarquistas para poder hacer una propaganda que llegase al alma de los trabajadores, ya que el nombre de anarquista les prohibía acercarse a ellos.
Confusión
Dicen los diccionarios que anarquía es desorden, confusión, desconcierto, incoherencia, barullo, caos. Pero como ése es el espectáculo que hoy ofrece el mundo y los promotores y actores no son anarquistas, sino presidentes de naciones, reyes, jefes de religiones, generales, ministros, filósofos, ideólogos, y muchos otros etcétera, a ese desorden, a ese desconcierto y a esa confusión no puede llamársele con propiedad anarquismo, sino gobiernismo, porque los que han llevado el mundo a esta ruina moral, colocando a los hombres al borde de la locura, son gentes de gobierno, o sea que fueron ellos los que guiaron a los pueblos dándoles normas y leyes por los que debían regirse y se eligieron, y siendo así, como así es, podría definirse a ese gobiernismo, que es el nombre que mejor le cuadra, ya que gubernamentalismo es palabra elegante y sabia, como promotor de desórdenes, desconciertos, desmanes, incoherencias y confusiones que mantienen a los hombres en una terrible situación de nerviosidad y crimen. Y si gobiernismo es todo eso, y los gobernantes fueron los definidores de anarquía, se puede asegurar con la lógica en la mano, que lo hicieron para tapar sus fallas, desviando la atención de las gentes al achacar a los anarquistas lo que ellos hacen. Así podemos decir nosotros ahora, descubierto su juego, que gobierno es desorden, desequilibrio, inmoralidad y caos, en tanto que anarquía es todo lo contrario: orden, equilibrio, moral, claridad, porque el anarquista es el creador de la moral del respeto y de la tolerancia, sin los cuales no es posible la convivencia armoniosa entre las criaturas de nuestro linaje.
Porque todo esto lo sabían los griegos que vivieron antes de Cristo, crearon la palabra anarquía, porque se hallaban, como nosotros hoy, necesitados de ella, pues si han cambiado los tiempos, no los procederes de los gobernantes, ya que los modos y maneras que emplean, no dejando a nadie ni en paz ni en sosiego, se parecen como una gota a otra gota a los que empleaban sus antecesores.
Claro que la invención de la palabra significaba más que protesta contra aquellos males, determinación formal de no ser como aquellos perniciosos coaccionadores eran, de no actuar como ellos actuaban y vivían, lo que dio como resultado no sólo un atisbo de moral nueva, sino visión clara de hombre nuevo. Y el hombre nuevo fue ayer, como lo es hoy, un estorbo para los que gobiernan, porque su incorruptible moral fue y es una muda pero permanente acusación contra los inmorales. ¿Cómo no utilizar contra aquellos primeros anarquistas el desprestigio? ¿Y cómo no valerse hoy de las mismas armas, echando mano de la calumnia y culpando a los anarquistas de los males que ellos cometen?
La situación actual del mundo, hija de otras anteriores que se perpetuaron, por herencia, a través de los milenios, no tiene enmienda, o, mejor, corrección ni remedio, pues todos los remiendos que se le pusieron a otras anteriores parecidas a ésta, no les sirvieron, habiendo sido más bien contraproducentes, ya que si no agravaron el mal, lo estabilizaron, lo hicieron crónico, pues si en los tiempos antiguos existía la esclavitud, viviendo los filósofos, los poetas y los sabios como asalariados, cuando no como esclavos, los sabios y los filósofos y los poetas de hoy viven, igual que los de ayer, a sueldo de los actuales poderosos y como esclavos de los que por tener el poder en sus manos, disponen también de la riqueza, que poder y riqueza anduvieron siempre de la mano, sucediendo no pocas veces que para que no hablen en favor de las clases jornaleras, que éstas sí que no tienen ni pan, ni casa, ni libertad, viviendo en verdadero estado de esclavitud, los poderosos pagan, como a empleados suyos, a los filósofos y a los sabios para que se callen.
Si buceamos en la historia, veremos que el mal fue siempre continuado, de modo que los que parecieron cambios, fueron sólo remiendos, parches para que el gobierno continuara; así el parche último, que fue el del comunismo, trajo las últimas catástrofes, de las que todavía no hemos salido, porque esto presente es producto de todo lo anterior.
Y no sirve de nada quejarse, sino poner manos a la obra para cambiar, no la vida, cosa imposible, sí las maneras de convivir los hombres, cosa más fácil a poco que ellos quieran. O sea, que si el gobiernismo falló después de miles y miles de años de prueba, esforzarse para que el gobiernismo desaparezca, dando paso a algo más noble y moral que no sea imposición de un hombre a otro, porque esas imposiciones, todas dolorosas para quienes las sufren, dejan en las mentes rencores que un día estallan en venganzas sangrientas.
Para evitarlas es necesario pensar en un cambio radical y profundo ante el rotundo fracaso del régimen gubernamental, y pensar, no a la ligera, sino con conciencia, porque va en él la tranquilidad y el bienestar de los habitantes del planeta.
De los cuatro puntos cardinales nos llegan voces gritando que el capitalismo y el comunismo han fracasado —el capitalismo es sólo el efecto del gobierno; desaparecido el gobierno, el capitalismo cae de su pedestal vertiginosamente-[20]; pero no se escucha un juicio sereno acerca de lo que es necesario que los hombres preparen. Y no se escucha porque no está en las mentes, y si acaso estuviera, no asoma a los labios. Los más atrevidos hablan de una nueva concepción de la sociedad, de una nueva estructuración de ella, sin pensar que una nueva sociedad llevaría consigo, como obligatoria, la creación de un nuevo derecho y que han sido precisamente los llamados hombres de derecho, que fueron y son a la vez hombres de gobierno, los que han llevado el mundo humano a la situación presente de desequilibrio moral en que se halla, habiendo perdido el hombre el respeto a su hermano hombre.[21]
La democracia, bello sueño de gobierno del pueblo por el pueblo y para el pueblo, fue un rotundo fracaso, porque adueñados unos cuantos demócratas profesionales de la dirección de la cosa pública, las gentes del pueblo bajo no intervinieron jamás en su funcionamiento, y si no intervinieron, no la dirigieron, y si no la dirigieron, no la gozaron. El goce y el gozo fueron para los que salieron de las universidades preparados para dirigir, pues los que viven de su trabajo tuvieron que conformase con hacer frente a las onerosas cargas de la administración demócrata con paciencia aunque a regañadientes. De modo que si la democracia fracasó, no se debió a las gentes sumisas que trabajaron, votaron y pagaron, sino a los gobernantes profesionales que oficiaron siempre de esquilmadores.
Igualmente ha fracasado el comunismo, sufrido por el mundo laborioso con las funestas encarnaciones de Lenin, Trotsky, Stalin y Mao, y hasta el socialismo, del que fueron intérpretes a su modo Hitler y Mussolini, que llenaron el planeta de horror, siendo posible todo ello porque el socialismo es un teocratismo que considera el Estado como inmisericorde dios terrestre al que debe someterse la voluntad del hombre. Fracasaron, pues, todos los regímenes de sometimiento y violencia, porque se desconoció siempre al hombre como ser determinante de su vida, concediéndose valor, en cambio, a la institución, al molde en el que se le obligó a vivir.
Como un gran hallazgo, o un buen remiendo, trajo el socialismo a la palestra la idea de planeación o planificación de la vida, sosteniendo que no hay edificación posible sin un plan previo al que hayan de someterse las obras a ejecutar, y todos esos planeamientos, trazados en el papel por comunistas o comunizantes, por socialistas o socializantes, unos fracasaron y otros se hallan en vías de fracaso, porque esos planes, trazados por hombres de gobierno totalmente deshumanizados, se engendraron fríamente por economistas sin tener en cuenta a los hombres que habían de llevarlos a la práctica, y como esos comunistas-socialistas tienen más en cuenta a la institución que a quienes producen riqueza, su in-humanismo dio como resultado que no salvaron a las instituciones, pero sí esclavizaron al hombre, por lo que éste, como mejor pudo y supo, conspiró contra el plan que le mortificaba, y lo hizo abortar. De modo que esas nacionalizaciones de grandes empresas industriales, que en sí son socializaciones, ninguna marcha bien por lo que los gobiernos que las planearon deben estar cubriendo sus déficit, aunque, bien mirado, quienes los pagan son los que trabajan, pues los gobernantes crean leyes, pero no riqueza.
El carro del Estado esta, pues, en un atolladero, y no hay carretero ni tiro de mulas que lo desatasque.
¿Transformación?
Contemplando el mundo de los hombres… No, no, que el mundo sólo podemos contemplarlo con los ojos de la imaginación, y como anda tan hundido en el caos, todo se ve oscuro, no pudiendo hacer acerca de él ni deducciones precisas ni predicciones claras.
Pero algo nos hacen ver los corresponsales de periódicos que nos envían noticias y comentarios desde todos los puntos del planeta, si bien todos confusos, contradictorios, pues juzgando los acontecimientos del mundo, lo mismo hablan de anarquismo que de socialismo, de democracia que de comunismo, de cristianismo que de nacionalismo, todo mezclado, revuelto, confuso, embarullado, lo que demuestra que confusión y embarullamiento hay en las mentes de los que promueven tumultos y motines, pero también en los que de esos motines hablan.
Peligroso es que los que parecen ser autorizados pregoneros porque por sus altas posiciones en los gobiernos son escuchados por muchas criaturas, hablan de la muerte de las ideologías, y es peligroso porque estos hombres son los mismos que suministraron a los proletarios la idea de abandonar sus anhelos de libertad para cambiarlos por una mejor y más segura pitanza, y la pitanza que recibieron no cubrió sus necesidades y la libertad la perdieron, convirtiéndose en esclavos, no de las instituciones socialistas, sí de los pregoneros. Y aquellas falsas e incumplidas promesas fueron ideologías, ya que ideólogos fueron los que les hicieron tales ofrecimientos.
Esos ideólogos, que enmudecieron durante un tiempo, porque los esclavos habían perdido la facultad de hablar, dicen ahora que se hallan envueltos en las negruras que ellos mismos crearon porque hablan los esclavos pidiendo más pan, que hay que purificar el socialismo lo que equivale a confesar que es impuro, infecto, aunque bien mirado y mejor comprendido, la impureza estuvo y está más que en el sistema, en quienes lo crearon, pues los hombres crean solamente lo que en sí mismos llevan: los puros, purezas; impurezas, los impuros; los buenos, caminos lisos por donde pueda irse a la armonía, los que no son cordiales, desarmonías.
Confirmando la tesis de la impureza del socialismo, Marcuse, el nuevo ideólogo marxista-cristiano, nos habla de un socialismo humanizado, lo que en verdad ya no sería socialismo, pues sólo puede humanizarse el hombre, del que ni Marcuse ni los otros ideólogos se acuerdan, pues todos hablan de sociedad, y la idea de sociedad es siempre tiránica, porque exige que el hombre se le entregue, se le rinda.
Si nos sirviera para medir la calidad del marxismo existente en Francia —el de Rusia no puede ser medido por ser dolor oculto— el hecho de que a la sombra de los estudiantes se declararon en huelga diez millones de obreros socialistas, veríamos que volvieron sumisos al trabajo en cuanto el gobierno les prometió aumentar su ración de comida, comprendiendo ahora, ante tal espectáculo, no la muerte de las ideologías, de que han hablado los comunistas checos, sino la domesticación de los hombres que los socialistas convirtieron en masa, porque por haber desterrado de sus mentes los pensamientos, se acostumbraron a no pensar, a obedecer. ¡Para qué pensar —se dijeron— si nuestros jefes piensan por nosotros!
Asomándonos, ahora sí, a ese mundo que parecía ayer convulsionado y es hoy un lago de agua lisa que los gobernantes llevan a donde les parece por los canales políticos que cavan en las carnes humanas que, descerebradas, el socialismo convirtió en bolsas estomacales, podremos preguntar a los que hablan de transformación o cambio: ¿Se ha producido un cambio en las conciencias y en las ideas con respecto al presente gubernamental del mundo humano o, por el contrario, las mentes continúan habitadas por los mismos pensamientos de liderazgo y de gobierno, pensando por delegación y permitiendo que, también por delegación, les lleven los comestibles a sus alacenas? Si es así, y así es, ¿qué cambios beneficiosos pueden esperarse de los que no piensan y de los que por pensar piensan como jefes?, ¿y qué cambios pueden ofrecer al mundo los estudiantes, en los que algunos depositaron sus esperanzas, si esos jóvenes explosivos, llenos de rebeldías, andan totalmente desorbitados en cuanto a rumbos que han de seguir ellos y los hombres, sus hermanos en humanidad, en desorientación y en desesperanzas?
Bueno, muy bueno que, al parecer, los jóvenes no se hayan adherido a un determinado partido político, porque con tal adhesión hubieran demostrado que eran rebaño, que no tenían nada nuevo en sus mentes, que eran masa. No obstante, algunos se llaman socialistas, otros comunistas, en un grupito de jóvenes iracundos y fanáticos se habla de línea dura, es decir, violenta, sin respeto ni compasión para nada que signifique bondad ni humanidad, y varios son democristianos, como si la democracia pudiera aliarse en algún momento con la religión, que lleva en su entraña la hierocracia; pero la mayoría son descontentos, nada más que descontentos que no aceptan de buen grado la herencia de sus mayores.[22] ¿Anarquistas?, se preguntan algunos esperanzados, en tanto que otros se hacen esa misma pregunta con horror. Y bien podría ser, aunque no pueda asegurarse. Significativo es que en la Sorbona sonara, sin asombro, la palabra anarquía, y más significativo que bajo los pliegues de la bandera negra se sentaran varios estudiantes, considerando ese negrismo como símbolo anárquico. Pero el anarquismo no tiene bandera —y si la tuviera, seria de luz—, porque no es un movimiento social colectivo en el que los hombres se arrebañan, sino un particularísimo estado individual de conciencia que lleva al hombre, que en sí lo crea y mantiene y cultiva, a no querer ejercer dominio sobre ninguna otra criatura humana. Por esa actitud, permanente en él, puede decirse que el anarquista es el hombre por excelencia. Alguna vez dije que anarquismo es una orquestación del ser, porque el anarquista no quiere desafinar nunca con sus semejantes, pero menos todavía consigo mismo, preocupándose por ello de que su vida sea una sinfonía.
¿Conocían esto los jóvenes que en la Sorbona lanzaron al viento la palabra anarquía y se sentaron, como buscando amparo, bajo los pliegues de la bandera negra? No lo sé, ni creo que así fuera, imaginándome más bien que, a lo sumo, tenían de anarquía el concepto de que es subversión constante y eterno estado de insurrección, idea que obliga a que los anarquistas sean temidos y no queridos. Y anarquismo no es eso, sino trabajo, orden, respeto, bondad, amor, sin cuyas prendas morales llevadas a la práctica, no es posible que los hombres vivan en paz y en armonía.
¿Transformación? Sí, sí, todos la apetecemos. Pero para transformar es preciso que llevemos en nuestras mentes ideas nuevas y sentimientos de respeto a nuestro hermano hombre, porque no se puede llegar a una convivencia armoniosa si en nosotros no viven y proliferan ideas y sentimientos de concordia, que solamente los anarquistas llevan hoy en sus mentes y en sus corazones.
Violencia
¿Podríamos afirmar con tanta gallardía como honradez, que respetándonos los hombres hasta el punto de no ejercer unos dominio sobre otros, podría encauzarse la humanidad, saliendo de este caos en que los gobernantes la han hundido? Sí, honradamente podemos afirmarlo, pues la práctica de imponerse unos a otros, pretendiendo que vivamos todos de manera antinatural por inhumana, produce constantes desequilibrios, ya que la humanidad (las criaturas que la componen) necesita salir de este marasmo en que se la obliga a vivir, para respirar a gusto en libertad. A los esfuerzos de los hombres para restablecer el equilibrio perdido llaman algunos fenómenos sociales, aunque la humanidad, que es una realidad, no tiene que ver nada con lo social, que es un concepto.
Yo no digo, ni quiero ni puedo decir que los hombres de gobierno, todos los hombres de gobierno, sean personas deshonestas y malvadas, porque ni debo ni quiero dividir a la humanidad en dos partes antagónicas: malos y buenos, gobernantes y gobernados. Por amor a mí mismo y a mi libertad, sentimiento mío, consubstancial con mi persona, declaro que no soy ni puedo ni quiero ser comunista, ni soy ni puedo ni quiero ser religioso, porque el comunismo exige, como la religión, que se crea en él y se viva y se obre de acuerdo con lo que ordenan sus códigos morales, y yo ni puedo ni quiero convertirme en voluntario esclavo; pero afirmo —lealtad obliga—, por haber convivido con algunos de ellos, que hay comunistas muy dignos y religiosos honorabilísimos. De modo que lo que digo es que el ejercicio del gobierno, del mando, seca el corazón, y que la costumbre de someter a otros contra su voluntad mella los mejores sentimientos humanos cuando no los descuaja. Por eso repito con frecuencia, haciendo sinónimas las palabras gobierno y dominio, que régimen de gobierno es igual a régimen de dominio, y que el ejercicio de dominar hombres, de imponerse a ellos, es perturbador tanto para los que dominan, que se convierten en entes pasivos de los regímenes que sirven, como para los dominados, a los que los dominadores transforman en cosas. Y si los convertidos en entes y los transformados en cosas perdieron sus atributos de hombría, no se hallan en condiciones de concertar con los demás hombres una convivencia armoniosa. El orgullo de los que se consideran superiores a los sometidos, su arrogancia, su altanería, su soberbia, les obliga a ser despóticos, atrabiliarios, irrespetuosos con sus prójimos, y siempre y en todas sus manifestaciones, violentos. Y la violencia separa, no une; enemista, no suelda voluntades.
Viendo actuar a los violentos, aunque no sea más que a la ligera, se comprenderá que la violencia no se manifiesta en la criatura humana más que cuando uno trata de imponer a otro su conducta o su creencia. De ese querer imponerse nace, por lógica, la reacción natural a sacudir el yugo, y cuando uno insiste en oprimir y el otro en no querer ser oprimido, se produce un choque: explota la violencia que podríamos llamar libertadora, para sacudir la que llamaremos opresora. Y eso sucede en los hogares chocando unos hermanos con otros, en la calle al rechazar la preponderancia que un amigo pretende tener sobre su amigo, y entre los pueblos cuando, como aves de rapiña, unos gobernantes tratan de apoderarse del territorio de otros o imponerles creencia o tributo. La insurrección de diez o de cien hombres se fundamenta éticamente en las mismas causas que la insurgencia de un oprimido contra su opresor.
Cuando esa insurrección cunde y los insurreccionados ganan las calles con sus protestas y voceríos, los gobernantes llaman a los insurrectos gentualla, plebe, turba, sin tener en cuenta que esos indignos apelativos deberían ser ellos los que se los aplicasen, porque ellos fueron los que obligaron a los sometidos a ganar las calles, cansados ya de sumisiones y despojos. Y a eso es a lo que los socialistas llaman fenómenos sociales cuando ellos no ocupan el poder, e insurrección ilegal cuando son los gobernantes, que así son apreciadas las acciones según sean instigadores o sufridores de ajenas instigaciones, ya que en los vaivenes políticos unos sufren hoy las presiones e injusticias de otros, y éstos promueven mañana tumultos contra los que ayer los promovieron. En medio de esos vaivenes, sin apoyo, sufriéndolos a todos, se encuentran los llamados por unos y por otros gentualla cuando los amotinados no responden a sus fines políticos. Es decir, en medio de esos vendavales de odio, que desatan los hombres del poder o los que lo apetecen, sufriendo encontronazos, desprecios y ultrajes se hallan los hombres del trabajo, a los que todos hacen promesas y nadie cumple.
Hay quien asegura —un filósofo marxista, Marcuse— que el aumento de violencia en el mundo se debe a la tecnificación; pero eso sucedería cuando los técnicos gobernasen, cuando la tecnocracia se hubiera impuesto en el planeta, porque el hombre hubiera quedado sometido a los gobiernos formados por técnicos, y aun en tal caso no se debería culpar a la técnica que, por sí, no dice ni hace, sino a los técnicos, que no es cosa igual. El técnico, aliado del hombre de ciencia, cuando no su intérprete, no es violento ni como tal técnico necesita serlo; lo es cuando quiere imponer su criterio a otro, cuando quiere obligarlo a su manera de interpretar y hacer, en cuyo caso desaparece el técnico para dar paso al hombre atrabiliario y despótico. La técnica, como instrumento del hombre, puede ser y es un eficacísimo auxiliar suyo, pero sólo personalizando a la técnica, considerándola como un diablillo díscolo y maligno, puede decirse que la técnica hace al hombre violento. Han pasado los tiempos de los dioses y de los diablos y sólo en el hombre debemos buscar cuanto al hombre atañe, lo beneficie o lo perjudique.
¿Que la violencia aumenta? Es muy natural. ¿Que los jóvenes, descontentos, promueven disturbios y algaradas? Es de perfecta lógica. La violencia aumenta por haber aumentado antes la dominadora presión de los gobiernos, por haber cometido los gobernantes contra sus gobernados —leamos oprimidos— desmanes tras desmanes, por haber llevado a cabo contra las unidades humanas crímenes y más crímenes. Porque seamos francos y tengamos el valor de decirlo: ¿qué fueron esas dos últimas guerras universales, declaradas por unos gobernantes paranoicos, sino un monstruoso atentado contra la humanidad, puesto que el crimen alcanzó cifras que ensombrecen las mentes, ya que murieron más de cincuenta millones de jóvenes que se hallaban en la flor de la edad? Y el marxismo ¿qué es sino la opresión elevada a la máxima potencia? Desde que el marxismo se hizo sistema de gobierno, los gobernantes marxistas han cometido más atentados contra el género humano que cometieron antes de ellos todos los déspotas de la tierra. Así, resulta un pobre infeliz Iván el Terrible al comparado con Stalin, y el ario Atila un loco inofensivo cuando lo medimos con el ario Hitler. Y no sirve de disculpa afirmar que Hitler era un loco, pues si Stalin estaba en su sano juicio, la monstruosidad del ruso no la alcanza a concebir la mente humana, porque, según se asegura, durante su reinado hizo asesinar a treinta millones de infelices criaturas.
De modo que el socialismo, que es una exacerbación del poder, no sólo no pudo resolver el problema de la armoniosa convivencia humana, sino que no podrá resolverlo jamás. Sin embargo, son estos hombres fríamente violentos los que hablan de paz, cuando no es posible hablar honradamente de ella si ese sentimiento de respeto que la engendra no tiene nido en las mentes de los hombres.
Y ahí, en ese esbozo ligerísimo, puede encontrar quien sepa buscar y quiera analizar, los fundamentos de la violencia actual. ¿No se escuchan hoy entre las ráfagas de las ametralladoras los quejidos de las criaturas que en Vietnam la guerra destroza y mata? ¿Y no llegan hasta nosotros los ronquidos que salen del fondo de la China milenaria, cuyos ochocientos millones de habitantes están sufriendo bajo la bota del endiosado Mao?
Dejemos de echar la culpa de nuestros males a imponderables, como lo es en este caso la técnica, y cantemos el mea culpa para que así estemos en condiciones de hacer también propósito de enmienda de arrancar de nuestras mentes toda idea de gobernar a otros y todo mal deseo de imponemos a hombres que son nuestros hermanos.
Porque ahí está el mal, todo el mal. Aunque mi hermano el Papa diga lo contrario.
Anarquismo
Respeto a todos los hombres, a todos, hasta a los más protervos, ya que no me siento capaz de condenar y menos destruir a ningún ser humano. Pero si los respeto en su integridad personal, no así en sus ideas, porque esas ideas, aunque algunas floridas, son no pocas veces como anofeles que transmiten fiebres palúdicas. Sin embargo, hasta cuando tropiezo con hombres de ideas febricientes, mi palabra no es nunca pedrada, aunque tampoco pueda ser caricia. ¿Sé yo, acaso, los motivos por los cuales el llamado malvado hace mal a su prójimo? Lo que veo, lo que paladeo y gusto y siento es el mal, como cuando el ladrón me roba mi hacienda o mi libertad, que tanto valor tiene para mí una que otra. Porque me robaron mi hacienda no pocas veces, conozco el dolor que el robado siente, y porque sufrí en mis carnes al arrancarme mi libertad, no me es extraña la angustia de los que la pierden. ¿Cómo convertirme yo también en ladrón porque otros me robaron, si con mi robo produciría dolor a una criatura, aumentando el dolor que en el mundo existe?, ¿ni cómo poder ser juez, policía o verdugo arrancando a otro hombre su libertad o su vida, si a la gran angustia que hay en el mundo de los humanos, agregaría yo más angustia hasta llenar de oscuridad y desesperanza la vida de los otros? Porque no quiero robar a mi hermano hombre, soy honrado; porque no quiero arrancar a ninguna criatura humana su libertad, soy anarquista. Se hermanan, pues, en mí, porque yo así lo quiero, dos sentimientos, honradez y anarquismo. O mejor: los hermano yo porque son míos, nacidos de mi entraña, mis hijos. Con lo que quiero decir que anarquía es un sentimiento del hombre honrado que se niega en su corazón a hacer mal a su prójimo. ¿Sencillo? Sencillísimo, como todo lo hermoso que hace el hombre moral; como todo lo bello que el cerebro del hombre crea cuando piensa en él y en su hermano.
Sabida esta sencillísima verdad, ya no te asustarás, lector, como ayer te asustabas cuando oías hablar de anarquismo, porque ahora conoces que anarquismo vale como bondad, porque es bueno respetar al prójimo. E intuyes más: que cuando todos podamos, por honrados y dignos, ser bondadosos, viviremos también todos en anarquía, porque, ya lo sabemos, anarquismo es conducta honrada. Ni más, ni menos. Y es bastante, ya que tanto escasea la honradez.
Pero para que anarquismo sea exponente de buena conducta, que es conducta recta, noble y honrada, el anarquista, que es el que lo crea, tiene que ser un hombre florido, cabal, completo; un hombre en quien por su honradez confíen en él todos; un hombre que por su personal prestancia invite, sin palabras, a que los demás tengan una bien definida personalidad. Y por ello, porque el anarquista es una invitación constante al bien pensar, al bien hacer y al bien querer, como si fuera su más preciada joya, cuida con todo esmero su propia estimación, pues de su noble conducta es él el primero que con ella disfruta.
¡La estimación propia! Sólo los hombres nobles y buenos pueden estimarse, sólo ellos. Y porque se estiman, se observan y vigilan para no cometer nunca actos desdorosos, porque su mayor desventura sería para ellos considerarse indignos. Y si indignidad cometería quien se convirtiera en voluntario esclavo, en mayor aflicción se hallaría el que, aun sin proponérselo, redujera a algún hombre a esclavitud, y esclavizar es influir en otro hombre de tal manera que pierda su voluntad al no ejercitarla por cumplir ciegamente mandatos o designios de otro.
Y vamos viendo cómo anarquía no es confusión ni desorden ni desconcierto, sino, al contrario, claridad, orientación, arreglo, de modo que si los gobernantes condujeron el mundo humano al borde de este caos en que nos debatimos, son los anarquistas los únicos que pueden trabajar en honradez para que se vaya alejando de él al recobrar en libertad su perdida salud. Y son los únicos porque sólo ellos viven moralmente respetando a su prójimo, ya que se niegan a imponer a nadie su conducta o su idea.
¡Y hemos tropezado con el nudo del gran problema de la armonía humana: la imposición! Porque debemos decir nuestra palabra, lanzarla al viento, pregonarla, pero no imponerla, que toda imposición es ofensa que causa molestias y desazones, y toda desazón irrita y solivianta. Y el soliviantado no se halla en condiciones de aplacar iras.
Para no imponerse, el anarquista se ha dicho en su corazón: no quiero explotar (dominar) a criatura alguna. Así, cuando él solo no ha sido capaz de hacer algo que estaba más allá de sus fuerzas, ha buscado a otro hombre que, interesado también en su proyecto, se asociara con él. Y como le repugna explotar, tanto como ser explotado, con su socio, con su igual, con el hombre elegido, al que trata como a sí mismo, sin explotarlo y sin ser explotado, ha concertado un pacto de trabajo, que ha sido en no pocos casos pacto de vida.
Ahora bien, quien no quiere explotar, no compra el trabajo de otro hombre a bajo precio, y esa actitud es de alta moral; pero tampoco malbarata su trabajo a empresario alguno. O sea: ni compra hombres —quien compra el trabajo de otro, lo compra a él—, ni se vende. Es decir, considerando inmoral que un hombre trabaje para otro, como un esclavo, tiene igualmente por indigno esclavizarse él. Y no lo hace. Hará lo que necesite hacer, pero para sí, no para otro. De modo, que si a ese otro le es necesario trabajar para su subsistencia y no pudiera realizar su tarea, tendrá que asociarse con otro o con otros, pero en igualdad de condiciones, sin que ni el uno ni los unos sean los amos, ni el otro ni los otros los asalariados, porque el hombre que adquiere conciencia de sí ni paga ni recibe salario, ni se impone como dueño ni acepta imposición de dueño. Y hacia eso vamos. Porque a eso, convertido en realidad, se le llama anarquía.
Como ves, lector, la idea va desenvolviéndose, desarrollándose, pero conservando su claridad, su nitidez, pues en todo ves actuar al hombre, porque el anarquismo es, como atributo de la criatura, algo sencillo y limpio. Es decir, el anarquismo no habla, no dice, no establece reglas ni ordenanzas, sino que es —y nada más— la conducta honrada del hombre honrado, su manera de ser y de obrar. Y no pretende, ni desea ni quiere el anarquista que esa conducta se preestablezca, se ordene, se reglamente, porque entonces perdería su encanto al no poder obrar el hombre como mejor le cuadrase o se le ocurriera, y siempre habría de ocurrírsele obrar bellamente, gozando al ver la satisfacción retratada en el rostro del que recibió el beneficio.
Pero dirás en tanto vas leyendo que eso de no querer trabajar para otro ni de que otro trabaje para ti ni para mí, equivale a acabar con la civilización presente. Y no vas mal encaminado, no, aunque mi idea penetra todavía más en la hondura: acabar con la civilización presente, pero también con la cultura actual, ya que no se cultiva el ego, el hombre, que es lo que debe cultivarse. Si comparamos civilización y cultura, veremos que civilización es lo que está en la superficie, lo que pica e infecta, lo que desazona y perturba, como el ácaro; así se dice que hay civilización donde hay gobierno y códigos y cárceles, o sea donde se regulan y codifican los actos del vivir; mejor dicho: donde no existe la libre libertad de hacer. Cultura, en cambio, tiene más profunda raíz, porque se refiere a los actos del pensar y del querer: al arte, a la ciencia, al respeto, al amor. Personificándolas en hombres de los que todos tenemos noticias, podemos señalar a Napoleón como representante genuino de la civilización: oropel, bambolla, soberbia, crimen, y como digno exponente de la cultura a Einstein: sabiduría, modestia, humanismo. Por eso llamamos hombre culto no sólo al que cultiva su inteligencia, sino al que también cultiva sus sentimientos, en tanto que podemos llamar civilizado al que conoce el alfabeto y sabe llevar un traje con aire ciudadano.
Y vamos conociendo lo que es anarquismo porque vamos entablando relación personal con el hombre anarquista, que es serio, honrado, trabajador, parco, sobrio, mesurado, prudente, bondadoso, prendas personales tan estimables, que bien podríamos asegurar que son virtudes, pues si nos imaginamos a un hombre que careciese de ellas —seriedad, honradez, laboriosidad, parquedad, sobriedad, bondad, medida y prudencia—, ¿qué quedaría de él?
Pero volvamos a lo de civilización y cultura, porque he visto la perplejidad reflejarse en tu cara cuando te dije que había que acabar con ellas. Y te repito: acabar, sí, para empezar de nuevo, pues si civilizado puede ser solamente el cortés y pulido, y cultura es ciencia, arte, lealtad, conducta humana, porque es cultivo de la persona para estimularla a que sea cada día no sólo más sabia sino más bondadosa, tenemos que afirmar, aunque con pena, que ese cultivo no se hace ni en los liceos ni en las universidades, donde se enseña a los jóvenes unas cuantas cosas, pocas de las cuales les sirven para su ulterior vida, pero sí que en los que se llaman templos del saber se cultivan con todo esmero el orgullo y la soberbia, cuyas más dilectas hijas son la jactancia y la fatuidad, considerando los que allí aprendieron esas asignaturas que por el hecho de haberlas aprendido tienen derecho a todos los honores y a todas las consideraciones y recompensas. Y a esa ansia de honores se le llama ambición, que busca el mando, y a ese deseo de recompensa, avaricia, que apetece dinero.
No piensan que por haber dedicado los días de su vida a adquirir conocimientos, son deudores de quienes por haber entregado su tiempo al trabajo, no lo tuvieron para aprender, pagando, en cambio, de sus pobres ingresos, tributo para que otros aprendieran, por lo que los educados no pueden, en justicia, sentirse acreedores de quienes no dispusieron de horas para adquirir conocimientos y pulimento, pero ni aun pan ni casa.
No es, como ves, un remiendo lo que necesita la vida, es un cambio radical, total, completo, porque es preciso cambiar antes que cosa alguna la mentalidad del hombre que sabe algo y, por saber, pretende que los menesterosos que poco o nada saben le rindan pleitesía.
Pero volvamos al trabajo.
Circuló por el mundo una sentencia que rezaba: El que quiera comer, que trabaje, y aunque el adagio causara pavor a los que vivían sin trabajar, por lo cual fueron enterrándolo para que se olvidase, su valor moral es innegable, y el hombre anarquista lo desenterró y lo hizo suyo, porque cuando alguien no trabaja, otro alguien tiene que trabajar para que coma el quídam que no trabaja, y si es inmoral que los quídam no trabajen, es inhumano que otros trabajen para que los quídam vivan, porque ese sistema de vivir unos a expensas de otros tiene su nombre, esclavitud, y los hombres no quieren ser ya esclavos.
Por eso decía que el individuo que se estima no debe trabajar para otro, porque el quídam o zángano que, como regalado, recibe el sustento, se convierte a poco en director, en gobernante, en amo que esclavizará cada momento más al que para él trabaja.
¿Que si eso sucediese sufriría la industria tal desequilibrio que la hundiría en el caos? Sí, claro que sí; caería en tal desorden que podría hundirse arrastrando a los industriales a tan temido caos; pero ¿puede eso importar mucho a los que con su trabajo sostienen la industria y no se benefician con ella, porque ni se ilustran ni comen lo que necesitan? ¿Puede importarles mucho que la industria se hunda a los que bajan a las minas a extraer el mineral de hierro o el carbón y viven una vida que más parece de alimañas que de seres humanos, en tanto que los que se aprovechan de la riqueza que la mina rinde, viven señorialmente? Si quieren que la industria no se desequilibre, que los dueños de las grandes industrias, que explotan a millares de seres y atesoran millones de pesos, establezcan un pacto de trabajo, que ha de tener el valor de un pacto de vida, con los hombres que trabajan y han de ser sus socios y no sus explotados; que establezcan con los que trabajan y sufren un pacto de trabajo y de vida de tú a tú, de igual a igual, de hombre a hombre, para que todos trabajen y todos gocen y todos coman.
¿Que los dueños tienen más conocimientos porque estudiaron más y deben beneficiarse de esos derechos que les concede la cultura, disfrutando, como compensación a sus estudios, de privilegios? En primer lugar, debemos afirmar que la cultura no da derechos a nadie, pero que si de dar se ocupara, daría obligaciones, porque obligados deben sentirse los que gozaron de los beneficios de la cultura para con los que no disfrutaron de esos goces. Y se irán acabando, no ha de tardar mucho, esos privilegios, porque en lo sucesivo escuelas, liceos y universidades han de ser para todos, porque llegará el día en que tendrán que trabajar los ahora estudiantes antes de ir a estudiar, como estudiarán todos los que son ahora jornaleros después de trabajar. Y se acabarán los estudiantes puros, que se consideran seres privilegiados, como se acabarán los puros jornaleros, elevándose unos y otros a la humana jerarquía de hombres, pues se van despertando tan aceleradamente las conciencias que todos quieren alcanzar tan excelsa jerarquía. Para lograrlo, quieren tener también todos la propiedad en sus manos, porque los que la tienen, comen, visten y descansan en buena cama, en tanto que los que carecen de ella viven como ilotas.
Continúan existiendo actualmente los estamentos como en la Edad Media, aunque ahora se les llame clases, y es preciso que desaparezcan estamentos y clases para que en esta Tierra, que es la casa de todos, haya sosiego y paz, pues hemos llegado a tal situación de enemistad y odio, que lo mismo podemos ir hacia un derrumbe que hacia una resurrección, entendiendo por resurrección tomar el camino de la libertad, que es el de la moral, y, a la vez, el de la comprensión y el respeto, pues si no pudiéramos queremos, porque el amor necesita también de aprendizaje, que sepamos al menos respetarnos.
Y que los hombres del trabajo vayan formando conciencia de su hombría para negarse a ser por más tiempo obreros, palabra indigna que no nombra al hombre sino a su obra, porque ha de desaparecer el obrero para que en su lugar se levante la criatura humana, rica y culta, ya que puede haber más riqueza de la que hay, y más cultura de la que exista, porque cambiadas las universidades en verdaderos centros de docencia, para todos, se harán en ellas nuevos y verdaderos cultivos de hombría.
¿Cómo hacer eso, y más que ha de ocurrírseles a los hombres que vienen? Nadie puede saberlo, y menos resolverlo, pues sería ofender a los jóvenes y a los que todavía no han llegado, dar una solución a su vida como si ellos no tuvieran claro discernimiento.
Lo cierto y principal para que la humanidad enderece sus pasos hacia una verdadera paz, es que los hombres adquieran conciencia de sí, y demostrarán haberla adquirido cuando unos se nieguen a explotar a sus semejantes, pero más todavía cuando los explotados no permitan que nadie los explote.
¿Lo propiedad? ¡Bah! No es problema. Porque cuando nadie trabaje para nadie, el acaparador