La imagen que se tiene de la tortura en nuestros contextos remite a algo esporádico que atañe únicamente a una serie de sujetos, los torturadores, que se han extralimitado puntualmente. Frente a esta lectura autocomplaciente, este libro trata de argumentar el modo en que la tortura responde a una práctica político-punitiva que está incrustada en el funcionamiento del aparato estatal.
Ello no supone admitir que estemos ante una práctica sistemática pero sí que el ejercicio punitivo del estado ha habilitado las condiciones de posibilidad para su ejercicio. Desde esta consideración, se abre una exigencia para dar cuenta de ella allí donde acontece. Ello requerirá transitar por las geografías de la tortura, los distintos espacios que articulan el área de privación de libertad gestionada por el estado, pero también por aquellas subjetividades sobre las que se proyecta, unas subjetividades que encarnando la amenaza y/o la exclusión quedan marcadas por su torturabilidad. Confrontarnos así con la inquietante cercanía de la tortura, despojarla del silenciamiento que la envuelve, de la individualización que la circunscribe al torturador. Pensar la permanencia de la tortura, sus violencias simbólicas y materiales, para articular por último una crítica incondicional de la misma.
La práctica político-punitiva de la tortura