Divorcio entre la ciencia y el oficio
En los antiguos tiempos, los hombres de ciencia, y en particular aquellos que más han hecho a favor del crecimiento de la filosofía natural, no despreciaron el trabajo manual: Galileo, se hizo con sus propias manos sus telescopios; Newton, aprendió en su juventud el arte de manejar herramientas, ejercitando su infantil imaginación en la construcción de aparatos muy ingeniosos, y cuando empezó sus investigaciones en óptica estaba en condiciones de poder pulimentar los lentes de sus instrumentos y hacer por sí mismo el gran telescopio, que, dada aquella época, era un obra de mérito. Nosotros hemos cambiado todo eso: con pretexto de la división del trabajo, hemos separado violentamente el trabajo intelectual del manual. Los hombres de ciencia, por su parte, deprecian el trabajo manual. ¿Cuántos podrían hacer un telescopio u otro instrumento menos complicado todavía? La mayoría no son capaces ni aun de dibujar un aparato científico, y cuando dan una vaga idea al constructor, dejan al cuidado de éste el inventar lo que ellos necesitan.
Pero hay más aún: han elevado sus menosprecio por el trabajo manual a la altura de una teoría: «El hombre de ciencia -dicen- debe descubrir las leyes de la naturaleza, el ingeniero, el aplicarlas y el obrero ejecutar en madera o acero, en hierro o en piedra, los dibujos y formas trazadas por aquél; debiendo trabajar con máquinas inventadas para que las use, pero no por él. Nada importa que no las entienda ni pueda mejorarlas; el hombre de ciencia y el ingeniero científico cuidarán del progreso de la ciencia y la industria».
¿Qué significa, sino, ese grito que se levanta al mismo tiempo en Inglaterra, Francia, Alemania, Estados Unidos y Rusia, pidiendo la educación técnica, como no sea el disgusto general que produce la división actual en científicos, ingenieros y trabajadores? Escuchen a los que conocen la industria, y verán que la base de sus quejas es ésta: «El obrero cuyo trabajo ha sido especializado por la división permanente de la faena, ha perdido todo interés intelectual en ella, lo que principalmente ocurre en la gran industria, así como sus facultades inventivas. En otro tiempo inventaba mucho; los trabajadores manuales, y no los hombres de ciencia, ni los ingenieros, son los que han descubierto o perfeccionado los primeros motores y toda esa masa de maquinaria que ha transformado la industria durante los últimos cien años; pero desde que la gran fábrica se ha electrolizado, el obrero, deprimido por la monotonía del trabajo, ha dejado de inventar. ¿Qué puede inventar el tejedor que tiene a su cargo cuatro telares, sin saber una palabra respecto a sus complicados movimientos, ni de qué modo ha de progresar el mecanismo hasta alcanzar su estado actual? ¿Qué puede aprender un hombre condenado por toda su vida a enlazar los extremos de dos hilos con la mayor celeridad, y no sabe más que hacer un nudo?».
«En los comienzos de la industria moderna, tres generaciones de obreros inventaron; pero ahora han dejado de hacerlo. Y en cuanto a los adelantos introducidos por los ingenieros, instruidos especialmente para idear máquinas, o les falta el ingenio o resultan poco prácticos. Esos, casi nada, de los que una vez habló sir Frederich Bramwell, en Baht, faltan en sus inventos; esas insignificaciones, que sólo pueden aprenderse en el obrador, y que permitieron a Murdoch y a los trabajadores de Soho hacer una máquina completa del engendro de Watt. Únicamente el que conoce la máquina, no sólo en el dibujo y el modelo, sino en su constante trabajo y funcionamiento, y que sin querer piensa en ellas mientras se halla a su lado, es quien verdaderamente puede mejorarla. Smeaton y Newcomen, es indudable que eran excelentes ingenieros, y sin embargo, en sus máquinas un muchacho tenía que abrir la válvula del vapor a cada golpe del pistón, siendo uno de estos niños quien ideó el relacionar la válvula con el resto de la máquina para que se abriera automáticamente, y él pudiera irse a jugar con sus compañeros. Más en la maquinaria moderna no ha quedado espacio para inocentes descubrimientos de esa clase. Una educación científica en escala elevada se ha hecho necesaria para poder realizar nuevos adelantos, y ésta se le niega a los trabajadores: así que no hay medio de salir del atolladero, a menos que no se combinen juntas la educación científica y el arte mecánico; a menos que la integración de los conocimientos vengan a reemplazar la actual división».
Educación técnica
Tal es, en sustancia, el verdadero significado del presente movimiento a favor de la educación técnica; pero en vez de presentarse a la consideración pública las causas, tal vez inconscientes del descontento actual, en lugar de elevar la discusión y prestar a la cuestión toda la amplitud que merece, los porta-estandartes del movimiento no la sacan de los límites más reducidos. Algunos de ellos hacen uso de un lenguaje con pretensiones de patriótico y en realidad ridículo, hablando de dejar fuera de combate toda industria extranjera, mientras los demás no ven en la educación técnica más que el medio de mejorar algo a la máquina humana de la fábrica, y permitir que algunos obreros puedan ascender a una clase superior. Semejante ideal puede satisfacer a tales gentes, pero no a aquellos que no pierden de vista los intereses combinados de la ciencia y la industria, y consideran a ambas como un medio de elevar a la humanidad a más alto nivel: nosotros sostenemos, pues, que en interés de las dos, así como de la sociedad en general, todo ser humano, sin diferencia de nacimiento, debiera recibir una educación que le permitiera, ya fuera varón o hembra, combinar un verdadero conocimiento científico con otro, igualmente profundo, del arte mecánico.
Reconocemos sin reservas la necesidad de la especialización de los conocimientos; pero mantenemos que ésta debe venir después de la educación general, la cual debe comprender la educación general tanto a la ciencia como al trabajo manual. A la división de la sociedad en trabajadores intelectuales y manuales, nosotros oponemos la combinación de ambas clases de actividades; y en vez de «la educación técnica», que impone el mantenimiento de la presente división entre dos clases de trabajos referidos, proclamamos la educación integral o completa, lo que significa la desaparición de esa distinción tan perniciosa. Claramente expresada, la aspiración de la escuela bajo este sistema debería ser la siguiente: dar una educación tal, que al dejar las aulas a la edad de diez y ocho o veinte años, los jóvenes de ambos sexos se hallaran dotados de un capital de conocimientos científicos que les permitiera trabajar con provecho para la ciencia, dándoles al mismo tiempo un conocimiento general de lo que constituyen las bases de la enseñanza técnica, y la habilidad necesaria en cualquier industria especial para poder ocupar su puesto dignamente en el gran mundo de la producción manual de la riqueza.
La pérdida del tiempo es el rasgo más característico de nuestro sistema actual; no sólo se nos enseña una multitud de cosas útiles, sino que, hasta lo que no lo es, se nos enseña de tal modo, que es causa de que empleemos en aprenderlo mucho más tiempo del necesario. Es indudable que los años de la niñez no debieran emplearse tan inútilmente como hoy sucede; habiendo demostrado los maestros alemanes hasta qué punto los juegos de los niños pueden servir de instrumentos para dar a su entendimiento algún conocimiento concreto, lo mismo en geometría que en matemáticas.
Matemáticas
Los niños que han hecho los cuadros del teorema de Pitágoras con pedacitos de cartón de colores, no lo mirarán cuando lleguen a él en geometría como un simple instrumento de tortura ideado por el maestro para martirizarlos, y con tanto menos motivo, si lo aplican en la forma que lo hacen los carpinteros. Problemas muy complicados de aritmética, que tanto nos fatigan en la infancia, se resuelven fácilmente por criaturas de siete y ocho años, si se les presenta bajo una forma atractiva e interesante.
Es casi imposible imaginar, sin haberlo experimentado, cuantos conocimientos útiles, hábitos de clasificación y gusto por las ciencias naturales pueden inculcarse en la mente del niño; y si una serie de cursos concéntricos adaptados a las varias fases del desarrollo del ser humano se aceptara generalmente en la educación, los primeros conocimientos en todas las ciencias, exceptuando la sociología, podrían enseñarse antes de la edad de diez o doce años, de modo que se diera una idea general del universo, de la tierra y sus habitantes, y de los principales fenómenos físicos, químicos, sociológicos y botánicos, dejando el descubrimiento de las leyes de aquéllos a una nueva clase de estudios más profundos y especiales. Por otra parte, todos sabemos lo que les gusto a los niños hacer por sí mismos sus juguetes, y con qué placer imitan el trabajo de las personas mayores, si las ven ocupadas en el taller o en la obra; pero los padres, o estúpidamente paralizan esa pasión o no saben cómo utilizarla: la mayor parte de ellos desprecian el trabajo manual, y prefieren enviar sus hijos a estudiar historia romana o el método de Franklin, para hacer dinero, antes de verlos dedicados a un trabajo que sólo es propio de «las clases inferiores». Así hacen lo posible para aumentar las dificultades de los estudios posteriores.
Después vienen los años de colegio, y de nuevo se vuelve a perder el tiempo de un modo increíble. Tomemos, por ejemplo, las matemáticas, que todos deberían saber, porque es la base de toda educación ulterior, y que tan pocos aprenden en nuestras escuelas: en geometría se pierden lastimosamente el tiempo, usando un sistema que tan sólo consiste en confiarlo todo a la memoria; en los más de los casos, el niño lee una y otra vez la prueba de un teorema hasta que su memoria ha retenido la sucesión de los razonamientos. Por cuya razón nueve niños de cada diez si se les pregunta que prueben un teorema elemental dos años después de haber salido de la escuela no podrán hacerlo, a menos que se hayan dedicado especialmente a las matemáticas.
Además, cada verdad geométrica abstracta debe imprimirse igualmente en el entendimiento en su forma concreta: tan pronto como los alumnos hayan resuelto algunos problemas en el papel, deben hacer lo mismo en el terreno dedicado al recreo, con unos palos y una cuerda, y luego aplicar sus conocimientos en el taller. Sólo entonces, las líneas geométricas adquirirán un significado concreto en la mente de los niños. Sólo entonces, las líneas geométricas adquirirán un significado concreto en la mente de los niños; sólo entonces verán que el maestro no bromea, cuando les dice que resuelvan los problemas con la regla y el compás, sin necesidad de acudir a otros medios; sólo entonces sabrán geometría «De los ojos y la mano al cerebro», éste es el verdadero principio de la economía de tiempo en la enseñanza.
Al obligar a nuestros hijos a estudiar cosas reales, de meras representaciones gráficas, en vez de procurar que las hagan ellos mismos, somos causa de que pierdan un tiempo muy precioso; fatigamos inútilmente su imaginación; los acostumbramos al sistema más malo de aprender; matamos en flor la independencia del pensamiento, y rara vez conseguimos dar un verdadero conocimiento de lo que nos podemos enseñar. Un carácter superficial, el repetir como loros, y la postración e inercia del entendimiento, son el resultado de nuestro método de educación: no los enseñamos el modo de aprender; y hasta los principios mismos de la ciencia se les dan a conocer por medio del sistema tan pernicioso, habiendo muchas escuelas en las que se enseña hasta la aritmética en su forma más abstracta, llenándose las cabezas de las pobres criaturas solamente de reglas.
Ciencia y práctica
Mientras que la industria, especialmente desde fines del siglo pasado y durante la primera parte del presente, ha estado inventando en tal escala, que bien puede decirse ha transformado la faz misma de la tierra entera, la ciencia ha ido perdiendo sus facultades inventivas: los hombres científicos han dejado de inventar, o lo hacen en muy pequeña escala. ¿No es verdaderamente notable que la máquina de vapor, aún en sus principios fundamentales; la locomotora, el buque de vapor, el teléfono, el fonógrafo, el telar mecánico, la fotografía en negro y en colores, y miles de otras cosas menos importantes, no hayan sido inventadas por científicos de profesión, aun cuando ninguno de ellos hubiera tenido inconveniente en asociar su nombre a cualquiera de esas invenciones?
Hombres que apenas habían recibido alguna instrucción en la escuela y sólo recogió las migajas del saber de la mesa del rico, teniendo que valerse para hacer sus ensayos de los medios más primitivos; el oficial de notario Smeaton, el instrumentista Watt, el constructor de carruajes Stephenson, el aprendiz de platero Fulton, el constructor de molinos Rennie, el albañil Telford, y centenares de otros de quienes ni aun los hombres se conocen, fueron, como con razón dice Smiles, «los verdaderos autores de la civilización moderna», en tanto que los científicos de profesión, provistos de todos los medios de adquirir conocimientos y de experimentar, representan una parte insignificante del cúmulo de instrumentos, máquinas y primeros motores que han mostrado a la humanidad el modo de utilizar y manejar las fuerzas de la naturaleza. El hecho es significativo, y, sin embargo, su explicación es bien sencilla: aquellos hombres -Los Watts y los Stephenson- sabían algo que los sabios ignoran; sabían valerse de sus manos; el medio en que vivían estimulaba sus facultades inventivas; conocían las máquinas, sus fundamentos y su acción; habían respirado la atmósfera del taller y de la obra.
Sabemos lo que contestarán a esto los hombres de ciencia. Ellos dirán: «Nosotros descubrimos las leyes de la naturaleza; que otros las apliquen; la cuestión no es más que una simple división del trabajo.» Pero estas respuestas no estarían basadas en la verdad: lo contrario precisamente es lo que sucede; pues de cada cien casos contra uno, el invento mecánico vienen antes que el descubrimiento de la ley científica. La teoría dinámica del calor no vino antes que la máquina de vapor, sino después. Cuando miles de máquinas transformaban ya el calor en movimiento, ante la vista de centenares de profesores, durante medio siglo o más; cuando miles de trenes, detenidos por poderosos frenos, desprendían calor y lanzaban numerosas chispas sobre los rails al acercarse a las estaciones; cuando en todo el mundo civilizado los pesados martillos y las perforadoras daban un ardiente calor a las masas de hierro, sobre las cuales actuaban, entonces, y sólo entonces, un doctor, Mayerm se aventuró a anunciar la teoría mecánica del calor, con todas sus consecuencias; y sin embargo, los científicos poco menos que lo volvieron loco, aferrándose obstinadamente al misterioso fluido calórico, calificando al libro de Joule, sobre la equivalencia mecánica del calor, de «poco científico».
Cuando todas las máquinas demostraban la imposibilidad de utilizar todo el calor emitido por una cantidad determinada de combustible quemado, vino entonces la ley de Claudio. Y cuando en todo el mundo ya la industria transformaba el movimiento del calor, sonido, luz y electricidad, y recíprocamente, fue sólo cuando apareció la teoría de Grave sobre la «Correlación de las fuerzas físicas». No fue la teoría de la electricidad la que nos dio el telégrafo: cuando éste se inventó no conocíamos respecto a ella más que dos o tres hechos presentados más o menos inexactamente en nuestros libros; su teoría aun no está formulada, y aguarda todavía a su Newton, a pesar de los brillantes esfuerzos de estos últimos años. Aun estaba en su infancia el conocimiento empírico de las leyes en las corrientes eléctricas, cuando algunos hombres de valor tendieron un cable en el fondo del océano Atlántico, a pesar de las críticas de las autoridades científicas.
No fue la teoría de los explosivos la que condujo al descubrimiento de la pólvora; hacía siglos que éste se usaba antes que la acción de los gases de un cañón se sometiera a un análisis científico. Y así sucesivamente: el gran proceso de la metalurgia, las aleaciones y las propiedades que estas adquieren por la adición de una pequeña cantidad de algún metal o metaloide; el reciente impulso que ha tomado el alumbrado eléctrico, y aun las predicciones referentes a los cambios del tiempo, que con razón merecieron el calificativo de «anticientíficas» cuando fueron inauguradas por el viejo marino Fitzroy, todo esto podría mencionarse como ejemplo en apoyo de lo manifestado. No por eso se ha de negar que, en algunas ocasiones, el descubrimiento o la invención no ha sido más que la simple aplicación del principio científico, como el descubrimiento del planeta Neptuno, por ejemplo; pero en la inmensa mayoría de los casos. Lo contrario precisamente es lo que ha ocurrido. Es evidente que cada invento se aprovecha de los conocimientos acumulados previamente y formas de su manifestación; pero en general se sobrepone a lo que se sabe; da un salto a lo desconocido, y de ese modo abre una nueva serie de hechos que ofrece a la investigación.
Es evidente, sin embargo, que todas las personas no pueden gozar igualmente en ocupaciones puramente científicas, pues la variedad de inclinaciones es tal, que muchos encontrarán más placer en las ciencias, otros en las artes, y otros también en algunas de las innumerables ramas de la producción de la riqueza; pero cualquiera que sea la ocupación que prefiera cada uno, el servicio que cada cual pueda prestar en lo que haya preferido, será tanto más grande cuanto mayor sea su conocimiento científico. Así como, ya sea hombre de ciencia o artista, físico o cirujano, químico o sociólogo, historiador o poeta, ganará grandemente si empela una parte de un tiempo en el taller o la granja (el taller y la granja), si se pusiera en contacto con la humanidad en su trabajo diario, y tuviera la satisfacción de saber que él también, sin hacer uso de privilegios de ninguna clase, desempeñaba su cometido como otro cualquier producto de la riqueza. ¡Cuánto mejor conocimiento tendría de la humanidad el historiador y el sociólogo, si aquel lo obtuviera, no sólo en los libros o en algunos de sus representantes, sino en su conjunto, en su vida, su trabajo y sus relaciones diarias! ¡Cuántos más acudiría la Medicina a la higiene que a la Farmacia, si los jóvenes doctores fueran al mismo tiempo enfermeros, y éstos, a su vez, recibieran la misma instrucción que los médicos actuales!
Ventajas que puede derivar la ciencia de una combinación de trabajo intelectual con el manual
La llamada división del trabajo es hija de un sistema que condena a las masas a trabajar todo el día entero y toda la vida en la misma monótona faena; pero si tenemos en cuenta los limitado del número de los verdaderos productos de la riqueza de nuestra actual sociedad, y de qué modo se malgasta su trabajo, habremos de reconocer que Franklin tenía razón al decir que cinco horas de trabajo diario bastarían, por lo general, para proporcionar a cada individuo, en una nación civilizada, las comodidades de que ahora solo pueden gozar los menos, con tal de que todos tomaran una parte en la producción. Más de entonces acá algo se ha progresado, aun en la rama más atrasada hasta ahora de la producción, como queda indicado en las páginas precedentes; aun en ella, la productibilidad del trabajo puede aumentarse inmensamente, haciéndose éste fácil y atractivo.
Más de la mitad de la jornada de trabajo quedaría así libre para que cada uno la dedicase al estudio de las ciencia y las artes, o cualquiera ocupación a que diera la preferencia; y su labor en este terreno sería tanto más provechosa cuando más productivo fuera el trabajo realizado en el resto del día, si el dedicarse a la ciencia y el arte fuera el producto de la inclinación natural y no cuestión de conveniencia e intereses. Por lo demás, una comunidad organizada bajo el principio de que todos fueran trabajadores, sería lo bastante rica para convenir en que todos sus miembros, lo mismo varones que hembras, una vez llegados a cierta edad, por ejemplo, desde los cuarenta en adelante, quedasen libres de la obligación moral de tomar una parte directa en la ejecución del trabajo manual necesario, pudiendo así estar en condición de dedicarse por completo a lo que más le agradara en el terreno de la ciencia, del arte o de un trabajo cualquiera. Y los adelantos de todo género y en todos sentidos, surgirían con seguridad de tal sistema; en una comunidad semejante no se conocería la miseria en medio de la abundancia ni el dualismo de la conciencia que envenena nuestra existencia y ahoga todo noble esfuerzo, pudiéndose libremente emprender el vuelo hacia las más elevadas regiones del progreso compatibles con la naturaleza humana.
Resumen del capítulo VIII del libro “Fábricas, Campos y Talleres” de Piotr Kropotkin, el cual pueden consultar completo en el siguiente Link, http://www.kclibertaria.comyr.com/lpdf/l159.pdf
El siguiente texto es una propuesta de resumen del capítulo VIII del libro “Fábricas, Campos y Talleres” de Piotr Kropotkin, el cual pueden consultar completo en el siguiente Link, http://www.kclibertaria.comyr.com/lpdf/l159.pdf