“Sí. ¡fuera las mujeres!
¿La razón? Ante todo, las mujeres en la administración no son todas obreras. Hay muchas mujeres en otras categorías de empleos (mucho más alto) que de la palabra proletariado tienen un sacro horror y que en las agitaciones fueron siempre las que traicionaron la causa o las que comprometieron seriamente el éxito final: los telefonistas y los bancarios tienen la palabra a este respecto. Considérese que las mujeres en las oficinas no representan ninguna unidad activa, sino ciertamente un elemento de continua discordia, con consideraciones distintas para uno y otro sexo. Hágase un plebiscito entre todos los que están condenados a trabajar con elemento femenino y el “Avanti!” se convencerá, como también todos los socialistas, que hay una adversión justificadísima hacia esa mano de obra que no sirve más que de competencia al hombre y de elemento facilísimo a la defección y por esto tenido para contrabalancear los movimientos que se pueden verificar en la clase proletaria.
Una empleada no podrá ser nunca una buena madre de familia: o una cosa o la otra; no se puede estar en dos puestos.
Téngase en cuenta que la mujer por sus especiales condiciones físicas no puede ser empleada en servicios pesados, nocturnos o de gran responsabilidad (telégrafo, ferrocarriles, etc.). De aquí el mal humos de la otra parte obligada a servir de tapadera a cubrir las deficiencias de este personal.
Pues, al hogar las mujeres a educar mejor a sus hijos y póngase en su puesto a toda esa juventud desocupada que diariamente es rechazada. ¿Por qué se prefiere la hermana al hermano? ¿Es propiamente caballerosidad?!! ¿Es ideal socialista? ¡No! Nosotros no lo creemos porque la mujer pulula precisamente en los grandes institutos burgueses y en las oficinas del Estado, donde es tenida como material para contraponer a nuestras sagradas reivindicaciones y no sólo por ello sino sobre todo porque tiene la sonrisa más simpática y la condescendencia más fácil que el sexo masculino.
No hablemos del rendimiento que pueden dar: ellas están enfermas las más veces por los naturales trastornos a que se ven sujetas las mujeres y especialmente cuando están en cinta ya no aparecen por seis meses”.
Dejando aparte las consideraciones de orden fisiológico y social sobre la productividad y la misión social de la mujer que nos llevarían a una discusión que no cabe en este artículo, ¿quién podría negar razón a gente que tiene hambre, que ve languidecer a sus hijitos y cuya sola esperanza de ocuparse es la de hacer echar a otro del puesto que ocupa si con envidia y rabia compara su posición desgraciada con la de trabajadores (o trabajadoras) más afortunados y procura, aunque sea también con argumentos que sirven a los patrones, hacerlos echar con el fin de sustituirlos?
Pero entonces no dejan tampoco de tener razón aquellos desventurados que por una u otra causa no consiguen jamás quitarse el hambre sino cuando hay huelga y pueden por poco tiempo hacer de crumiros.
No dejan de tener razón los obreros de un país cuando se oponen a la entrada y a la ocupación de los extranjeros.
No dejan de tener razón los obreros hábiles cuando procuran reducir a monopolio su oficio y no quieren aprendices, no quieren mujeres, no quieren compañeros que no sean de su corporación, etc.
No deja de tener razón la ama de llaves cuando maldice a los ferroviarios, si por culpa de una huelga de éstos debe pagar las patatas más caro que de costumbre.
No dejan de tener razón todos los que miran a las necesidades urgentes, a los daños y a las ventajas inmediatas y que por esto traicionan la causa general, la causa del porvenir.
Y no dejan de tener razón tampoco aquellos que, tímidos, perezosos o satisfechos, se la toman con los revolucionarios que trastornan su tranquilidad.
Y nosotros no negamos razón a ninguno de éstos.
Nosotros comprendemos a los empleados telegráficos cuando envidian las medias de seda de las señoritas, pero comprendemos también a la señorita que no quiere quedar más en casa para hacer de sirvienta al señor macho, que tal vez vuelve borracho a casa y la apalea.
Comprendemos al huelguista que golpea con santa razón al crumiro (¡pero cuanto mejor haría golpeando al patrón!), pero comprenderíamos igualmente al desagraciado que pudiese decir a los huelguistas: vosotros no os ocupábais de mí cuando me moría de hambre, vosotros no pensábais en dividir el trabajo conmigo cuando estaba desocupado; hoy yo no me cuido de ayudaros a vencer una huelga cuyo resultado será para mí un agravamiento de mi miseria.
La verdad es que en una sociedad como esta que sufrimos, fundada sobre el egoísmo individual, sobre la lucha de cada uno contra todos y de todos contra cada uno, no es cierto, en tanto nos quedemos dentro de los límites de la moral y del orden burgués, que los intereses de los trabajadores sean solidarios, no es cierto que la lucha por la vida sea naturalmente una lucha de clases.
Los intereses de los trabajadores se vuelven solidarios cuando ellos aprenden a amarse entre sí y quieren estar todos bien: la lucha de cada uno para sí se vuelve lucha de clase cuando una moral superior, un ideal de justicia y una mayor comprensión de las ventajas que la solidaridad puede procurar a cada individuo viene a fraternizar a todos aquellos que se encuentran en una posición análoga.
Naturalmente, en régimen individualista, en régimen de competencia, el bien de uno está hecho del mal de los demás. Si una categoría de trabajadores mejora de condición los precios de sus productos aumentan y todos aquellos que no pertenecen a su categoría se ven perjudicados. Si los obreros ocupados consiguen impedir que sean licenciados por los patrones y se convierten así en algo parecido a propietarios de sus puestos los desocupados ven disminuidas las probabilidades de empleo. Si por nuevas invenciones, o por el cambio de las modas, o por otras razones, un oficio decae y desaparece unos serán perjudicados y otros favorecidos; si un artículo viene del exterior y se vende a un precio inferior al que cuesta producirlo en el país los consumidores ganan, pero los que fabrican este artículo se ven en la ruina. Y en general todo nuevo descubrimiento, todo progreso en los métodos de producción, aunque en el porvenir pueda llegar a ser aprovechado por todos, comienza siempre por producir un desarreglo de intereses que se traduce siempre en sufrimientos humanos.
Ciertamente tienen razón los telegrafistas de Génova. En el trabajo y en las recompensas se debiera tener en cuenta las necesidades y ocupar con preferencia a quienes más necesitan de una ocupación; pagar más a quienes tienen más personas, hijos, ancianos padres o parientes inhabilitados que mantener; dar los trabajos más livianos a los más débiles, los más fáciles a los menos dotados, proporcionando la compensación no a la productividad sino a las necesidades de los trabajadores.
Pero esta es moral que no podrá encontrar su aplicación más que en una sociedad comunista — comunista más en el espíritu que en las formas concretas de organización.
Y es por esto que nosotros, persuadidos de que los antagonismos entre hombre y hombre no podrán superarse sino transformando completamente el sistema social y aboliendo la posibilidad de explotación del trabajo ajeno, nos interesamos mediocremente en las luchas gremiales, en las luchas económicas cuando ellas no se elevan a cuestiones de reivindicaciones de orden moral y de intereses generales.
Tiene razón cada uno en defender su pan cotidiano y en procurar hacerlo lo menos escaso posible; tiene razón cada uno en querer comer y estar lo mejor posible desde ahora, sin esperar la revolución; pero nosotros que no representamos intereses particulares de individuos o de gremios nos ocupamos con preferencia de las agitaciones, de los movimientos que tienden a extender el sentimiento de solidaridad y a preparar la revolución.
Francamente: los empleados telegráficos que hacen antifeminismo porque el antifeminismo conviene a sus intereses no nos resultan simpáticos.
Admiramos, en cambio, a aquellos trabajadores que saben unir a la lucha por sus intereses actuales e inmediatos la lucha por intereses generales y la lucha por razones ideales.
Así los ferroviarios y los trabajadores del mar que, con riesgo propio se rehúsan a transportar hombres y elementos que sirven a fines liberticidas; así aquellos trabajadores de los campos o de las fábricas que por medio de propias oficinas de colocación y de la limitación de la jornada de trabajo intentan hacer participar a todos en el trabajo disponible; así aquellos trabajadores que, como hoy los mineros ingleses, mientras exigen e imponen a los patrones aumentos que sean tomados de la ganancia patronal y no sean descargados sobre las espaldas de los consumidores; así todos aquellos obreros que se rehúsan o se rehusaran a hacer trabajos nocivos, a fabricar casas que se desmoronan para desgracia de los pobres y sólidas prisiones y cuarteles en provecho del gobierno, a adulterar sustancias alimenticias, a imprimir mentiras contra sí mismos y sus amigos, etc., etc.
Todo esto sirve para elevar la consciencia de los trabajadores y para preparar la revolución moral y material que debe iniciar el mundo nuevo.
Las luchas, en cambio, inspiradas en mezquinos intereses y combatidas con medios mezquinos son dañosas a la preparación revolucionaria y ni siquiera sirven después, en la práctica, para resolver las cuestiones inmediatas.
Los empleados telegráficos no lograrán hacer expulsar a las mujeres, como los carreros no lograrían eliminar los camiones o los ferrocarriles. Podrían lograr, en cambio, hacer emplear a los desocupados si recurrieran, solidarizándose con todos los trabajadores rebeldes, a medios enérgicos, capaces de preocupar seriamente al gobierno.
Errico Malatesta Fuente: http://noticiasyanarquia.blogspot.com.es/2015/05/contra-el-antifeminismo-en-el.html