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«El individuo se erige por encima de cada moral, de cada regla y cada esencia inmutable, y se vuelve un Yo autofundante que no reconoce nada más allá de su propio poder y el esplendido egoísmo de las estrellas: la continua destrucción de lo Sagrado es, para Camus, una avalancha que arrastra, derriba y destroza todo, que no tendrá fin hasta que resplandezcan las ruinas del mundo, paisaje desolado donde se oye la risa del único-rey. Al obrar de este modo, el Único stirneriano descrito por Camus es necesariamente implacable y criminal en su constante tentativa de quebrantar todo lo que obstaculiza la búsqueda de su Yo, de su autenticidad, en un proceso de destrucción tanto del más allá exterior que limita la potencia del individuo (el Estado, el Capital, Dios…), como del más acá interior que, con mayor sutileza, prohíbe incluso percibir dicha dependencia.
La muerte de lo trascendente autorizaría por tanto al Yo stirneriano, a liberarse de todos aquellos principios morales considerados autosuficientes y que desde siempre encadenaron el Único a atávicas mentiras, en cuyo nombre lo sacrificaron; igualmente, el hombre, ahora finalmente libre de dichas abstracciones, sacrificaría a su vez el mundo para su propio goce.
Desde luego Camus da en el blanco al atribuir a Stirner una voluntad destructora de cualquier idea de universalidad y eternidad, de todo aquello que no sea el propio Único, incluyendo no sólo las entidades exteriores al individuo sino, sobre todo, la presencia de todas aquellas «ideas fijas» o «fantasmas», que el Único ha interiorizado y que ejercen una fuerza aún mas persuasiva sobre él porque se consideran dotadas de una existencia independiente de su voluntad».
EL IMPLACABLE ÚNICO
Uno de los críticos más severos y lúcidos de Max Stirner ha sido sin duda Albert Camus; a pesar de que en su clásico El hombre rebelde dedique al filosofo alemán sólo unas pocas páginas (en el pasaje «La afirmación absoluta»), lo provee sin embargo de una importancia que vuelve como un eco a lo largo de toda su obra literaria: el «implacable Único» es, de hecho, según Camus, el iniciador de todo nihilismo extremo y satisfactorio .
Con El Único y su propiedad, Stirner habría despejado el terreno para la muerte no tanto de Dios, promesa ésta ya cumplida tras el Siglo de las Luces, sino de toda creencia en lo trascendente, inaugurando por lo tanto la fase más extrema y aterradora del nihilismo, es decir, la de la justificación del crimen, según la convicción de que:
La historia universal no es más que una larga ofensa al principio único que yo soy, principio vivo, concreto, victorioso, al que se ha querido doblegar bajo el yugo de abstracciones sucesivas, Dios, el Estado, la sociedad, la humanidad.
Stirner sería, así, el gran destructor de la ontología, el primer antiplatónico, el enemigo jurado de toda Verdad: el implacable Único deshonra cualquier esencia, cualquiera realidad que no sea él solo, derriba todo lo que se le pone como traba que no sea su propiedad, hasta llegar a contemplar el propio crimen como la consecuencia más coherente de su antiontologismo. El individuo stirneriano, en la lectura de Camus, es pues afirmación del sí mismo y desnadificación total de todo lo demás, es decir, negación de cuanto niega al individuo y glorificación de todo lo que lo exalta y sirve a sus propósitos, incluso el crimen:
La rebeldía desemboca en la justificación del crimen. Stirner no sólo ha intentado esta justificación (en este aspecto, su herencia directa no sólo se halla en las formas terroristas de la anarquía), sino que se ha embriagado visiblemente con las perspectivas que abría así
El individuo se erige por encima de cada moral, de cada regla y cada esencia inmutable, y se vuelve un Yo autofundante que no reconoce nada más allá de su propio poder y el esplendido egoísmo de las estrellas (expresión stirneriana): la continua destrucción de lo Sagrado es, para Camus, una avalancha que arrastra, derriba y destroza todo, que no tendrá fin hasta que resplandezcan las ruinas del mundo, paisaje desolado donde se oye la risa del único-rey.
Al obrar de este modo, el Único stirneriano descrito por Camus es necesariamente implacable y criminal en su constante tentativa de quebrantar todo lo que obstaculiza la búsqueda de su Yo, de su autenticidad, en un proceso de destrucción tanto del más allá exterior que limita la potentia del individuo (el Estado, el Capital, Dios, etc.), como del más acá interior que, con mayor sutileza, prohíbe incluso percibir dicha dependencia.
La muerte de lo trascendente autorizaría por tanto a lo inmanente (el Yo stirneriano) a liberarse de todos aquellos principios morales considerados autosuficientes y que desde siempre encadenaron el Único a atávicas mentiras en cuyo nombre lo sacrificaron; igualmente, el hombre, ahora finalmente libre de dichas abstracciones, sacrificaría a su vez el mundo para su propio goce.
Desde luego Camus da en el blanco al atribuir a Stirner una voluntad destructora de cualquier idea de universalidad y eternidad, de todo aquello que no sea el propio Único, incluyendo no sólo las entidades exteriores al individuo que puedan ser quebrantadas en tanto dotadas de una existencia claramente dependiente del sujeto observador (es decir, de creación suya) sino, sobre todo, la presencia de todas aquellas «ideas fijas» o «fantasmas»que el Único ha interiorizado y que ejercen una fuerza aún mas persuasiva sobre él porque se consideran dotadas de una existencia independiente de su voluntad.
El nihilismo stirneriano, esto es, el esfuerzo constante de aniquilar la tiranía del objeto obra, pues, en los dos niveles: el de la realidad exterior y el más obsceno y escondido de la realidad interior: el mundo interiorizado por el individuo, el mundo en el cual la ontología se vuelve más peligrosa por ser menos evidente, allí donde el arranque del Único se hace más arduo en la tentativa de distinguir lo que le ha sido impuesto pero que, sin embargo, cree autosuficiente: los valores morales.
Según Camus, es precisamente este esfuerzo stirneriano de doble derrocamiento continuo que exige el Único, en cuanto sola realidad experimentable, lo que se arroja feroz contra las falsas realidades (los ya nombrados «fantasmas» o «ideas fijas»), exteriores e interiores: dicha destrucción perpetua no contempla lindes que separen lo correcto de lo equivocado, y el propio principio de justicia, una vez muerto Dios, se vuelve vago e impreciso. Pues el hombre no dispone de más balanzas y medidas, de ahí que incluso el crimen esté permitido si «le sirve al individuo», si es útil para su deleite o provecho:
Nada puede frenar ya esta lógica amarga e imperiosa, nada salvo un yo alzado contra todas las abstracciones, vuelto abstracto e innombrable a fuerza de ser secuestrado y cortado en sus raíces. Ya no hay más crímenes ni faltas, ni, por tanto, pecadores. Somos todos perfectos. Puesto que cada yo es, en sí mismo, fundamentalmente criminal con el Estado y el pueblo, sepamos reconocer que vivir es transgredir. A menos de admitir matar, para ser único.
Bajo interpretación camusiana, la rebeldía en Stirner es nihilista en el sentido de que anula lo que no pertenece propiamente al individuo, lo que lo encierra y encadena a una Esencia a él trascendente: el rebelde no se arrodillaría entonces a ningún otro principio salvo al de la unicidad de su ser, en cuyo nombre todo estaría permitido, desde la blasfemia al crimen.
Como esbozábamos antes, el Único, durante demasiado tiempo sacrificado, a su vez sacrificaría el mundo para tornarse, precisamente, Único: rechazando cada Verdad que no le esté sometida y calificándola de “sagrada”, queda desprovisto de cualquier pívot a él exterior, que reconozca entonces intocable (como la prohibición de matar) y por eso desembocaría en el crimen como una de las muchas actividades con las que afirmar el sí mismo. Irónicamente, el dicho protagoreo “El hombre es la medida de todas las cosas” se llenaría en la boca de Stirner de un sentido oscuro y amenazante, cargado de un énfasis destructor que quiere decir “todo me está permitido porque no hay otra realidad autosuficiente fuera de mí”.
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