Al poner en tela de juicio el fenómeno delictivo, habremos de cuestionar necesariamente la legalidad que lo reprime en aras del llamado bien común, ese «bien común» que el delincuente destruye y que se consigue con la explotación económica a la que la clase obrera está sometida y con la marginación de ciertos sectores de la sociedad. Con su conducta, el delincuente no sólo explicita de una manera propia la lucha de clases, sino que, como marginado que rompe con la legalidad, apunta el doble juego del Estado: crear el delito y reprimirlo. Como libertarios, nuestra postura ha de basarse en la denuncia de ese «bien común» que se mantiene, no sólo con las porras de la policía, sino también con la complicidad y la modorra del resto de la sociedad, en la denuncia del Estado como único delincuente.
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