IN MEMORIAN
A Emile Armand, anarquista individualista, como ofrenda de profunda admiración y gran cariño.
M. G. I.
Hoy, día 23 de junio de 1956,
Hace cien años que murió Juan Gaspar Schmidt,
Nacido en Bayreuth, Alemania,
El 25 de octubre de 1806.
Este hombre singular dio a luz el libro más original y atrevido que vieron los siglos, El Único y su Propiedad, firmándolo con el nombre de Max Stirner.
Como homenaje de agradecimiento a quien me ofreció un manantial de pensamiento virgen, en el cual abrevé, suena como mi palabra, quizá sola en el mundo.**
Miguel Gimenez Igualada.
VIBRACIÓN
(A manera de prólogo)
Cuando por primera vez vibró la materia humana, vibró el Universo entero; al vibrar, el hombre se concibió y, al concebirse, adquirió el conocimiento de sí y de la obra creada.
Decir hombre es decir cosmos: creador, criatura, ambiente y obra.
Sin el hombre no hubiera habido bondad en el cosmos, ni belleza ni alegría. El creó el llanto y la risa, el dolor, el placer, la justicia, la religión y la ciencia. Por él viven dios y el fósil. De él dependen lo humano y lo inhumano, lo político, lo religioso y lo ateo.
Se creó al crear y creando se aumenta, se aumenta, se ensancha, se agranda, se eleva – última y más importante dirección dimensional del hombre que quiere ser unidad, conjunto, Todo.
Porque sólo en el hombre vibra el cosmos, sólo él puede expresarlo. Lo que él no expresa, no existe.
Existe Dios porque el hombre lo creó. Fue una lucubración suya, un deseo, un ensueño, un concepto. Quizá por temor a caer en egolatría, lo hizo ideal de sí mismo, personificando el ideal en ser de su creación.
Es que a cuanto vio o soñó, ve o sueña, el hombre le comunica su vida, su vibración.
Creó el tiempo y el espacio, lo finito y lo infinito, y no hay tiempo, ni espacio ni límites para él. Su pensamiento, única afirmación de su vida, se proyecta en el espacio, destruye las barreras que limitan y barrena el infinito.
La palabra que puso en labios de Cristo, y que hizo hablar antes a Buda, es la expresión de sus mensajes de luz, luz de mañana que ha de alumbrar los siglos que serán, y luz de ayer que alumbró los siglos que pasaron. Y es que los pasos del hombre traspasan la prehistoria y se pierden en el tiempo, hacia el futuro.
Por eso, sólo el hombre es capaz de poetar, es decir, de crear, y sólo él puede hurgar en el bagaje que otro hombre, su antecesor, fue dejando en las tinieblas del ayer, para exponerlo al hoy que él alumbra, hoy en que hace resumen de lo pretérito y transforma en pedestal para lanzarse al mañana.
No todas las criaturas han vibrado; no todas, para nuestra desgracia, vibrarán; no todas alcanzan ni han alcanzado el poder de traspasar el tiempo y el espacio. Algunas sólo son, están ahí, sin conciencia de sí mismas, sin vida, sin vibración. Son dolor y no están capacitados para transformar el dolor en placer.
Porque sólo es hombre y creador el que tiene conciencia de ser unidad de valor dentro del cosmos, sintiendo vibrar en su unidad.
CAPÍTULO I
PARTOS DEL SIGLO XIX
Una cabeza que forja pensamientos, es algo que no admite comparación. Pues ¿qué nido de águilas puede hacerse en altura que el hombre no escale, ni qué montaña llenar los firmamentos que él no llene?
Preñez de hombres traía el siglo XIX en su matriz fecundada, por lo que no podía desaparecer sin dejar plantados en la vida a dos de sus hijos, encargados de lanzar a sus hermanos los mensajes que extrajeron de las canteras de la hombría.
Así, a poco de llegar, y destinándolo a sacudir los cimientos de una sociedad en decadencia, da a luz su primer hijo, Stirner, y, en seguida, para quitar las telarañas que podría haber dejado el primero en los cerebros crédulos, pare a su segundo, Darwin. Por ellos, el siglo XIX será de conmoción: volcán que lanzará pensamientos como larvas hirvientes.
Después del parto sonríe contento y satisfecho: no será un siglo oscuro, como lo fueron tantos y tantos de sus hermanos, sino un siglo que marcará una época: en medio de criaturas que, como ceros humanos, vegetan y mueren sin nombre y sin luz, ha plantado, para que alumbren los siglos venideros, dos hombres que traen las alforjas bien servidas.
Los siglos anteriores, los de la decadencia griega, pusieron en circulación un ensayo de hombre: Jesús; pero este doble parto es una realidad: la hombría ha desbordado por haber adquirido su máxima potencia. Stirner y Darwin son dos faros que alumbrarán un mundo en tinieblas por haber recogido en sí la luz que no pudo brillar desde Tales acá.
Su primer estallido, su primera erupción, terremoto que sacude el planeta y los espacios, se produce en 1844, cuando el siglo está en su madurez, con la aparición de El Único y su propiedad, obra de su primer hijo; las segundas y terceras tienen lugar, una en el año 1859 al aparecer El Origen de las Especies, que clava un hito en la historia de las ciencias biológicas, y otra en 1871, en el que Darwin habla al mundo de El Origen del Hombre, echando no sólo del paraíso a Adán y a Eva, sino fuera del mundo, al demostrar que sólo fueron una entelequia y no los padres del género humano.
¡Qué conmoción se produce en el planeta! ¡Qué discusiones se oyen por todas partes! ¡Qué maldiciones brotan de los labios creyentes!
Es que el siglo ha parido dos hombres y, por consiguiente, las obras y proezas que han de realizar se salen de la Tierra para llenar el Cosmos, pues pensamientos cósmicos pueblan los cerebros de esos únicos.
Porque Sócrates, Platón y Aristóteles no son helenos, sino precursores del Dios Uno y Trino, entierran todo cuanto al individuo pertenece, cosiéndole los labios para que ni pueda hablar ni pueda reír, pues si con Tales y los filósofos de su escuela el hombre es incitado a entablar lucha con el mundo para dominarlo, con Sócrates, con Platón y con Aristóteles se invita a los hombres al desprecio de los bienes terrenos, a creer en la Idea y a adorar a Dios.
Unos y otros representan las dos corrientes que el mundo ha de seguir, los dos caminos por los que va a andar, los dos principios o conceptos sobre los que los hombres van a normar su vida. Triunfadores los últimos, a poco andar va desapareciendo la gracia helena y con ella la alegría del vivir, sucediendo las terracotas de Tanagra a los majestuosos mármoles de Fidias.
Y llega el Cristo, se prohíbe pensar y se empequeñece al hombre, entrando en la Edad Media con su cortejo de oscuridad. Y aunque se produce una especie de Renacimiento, la vida cae en el sopor. Se rumia lo pensado, no se piensa. Cristo impera, y con él entran e imperan en el mundo Sócrates, Platón y Aristóteles, sus precursores.
Pero como la corriente de la hombría no puede ser detenida ni desviada, aunque proscritos, los hombres trabajan en la sombra, en la clandestinidad, cavando un túnel en el tiempo por el que se asoman al siglo XIX.
Por eso, Stirner, heredero de los Tales y los Anaximandro, se esfuerza, como ellos, en poner el mundo al servicio del hombre, para lo cual se sale de la Tierra, se eleva a los espacios, hallando en todo un inmenso vacío: el dios aristotélico, al que tanto se teme, es un fantasma creado por imaginaciones calenturientas; los caminos del hombre están libres de estorbos y puede recorrerlos sin temores.
¡Cómo hubiera gozado Stirner, si hubiera vivido, con las afirmaciones de su hermano Darwin! En potencia y en verdad, la gloria estaba en la Tierra, llenándola toda, y lo estaría mañana en realidad si unas criaturas tras otras fueran abandonando sus falsas posiciones de ceros de la especie para adquirir la jerarquía de unidades, de individuos, de hombres, de únicos.
Porque si no hay dioses, podemos entendernos los que vivimos en esta tierra, que ya no debe ser valle de lágrimas.
CAPÍTULO II
EL HOMBRE
Dame frentes anchas y despejadas que sean como cielos limpios y abiertos por los que circulan mundos de luz.
No se conoce a Stirner. Los filósofos, que deberían conocerle, sienten pánico ante el irreverente que se levanta contra todos los dogmas divinos y humanos, y los libertarios, que no debían ignorarlo, sólo han leído extractos intencionalmente tergiversados de su portentosa obra o mal hilvanadas críticas de quienes no pudieron comprenderle.
Hoy hace cien años que Stirner murió, y como el mundo de la hipocresía, y el de la barbarie, y el de la cobardía siguen siendo los mismos que cuan él escribió, sus pensamientos, de los que extrajeron grandes enseñanzas los grandes libertarios que le sucedieron, parecen, por lo frescos, claros y puros, como si acabaran de ser fundidos.
Pero mirémosle que está ahí, ante nosotros.
Por ser hijo del siglo, fue éste, su gran padre, quien le dio marca y nombre. Marca, porque le obsequió una frente despejada y hermosa; nombre, para que realzara sus atributos.
En la pila bautismal lo adoptaron Juan Gaspar, es decir, cero, nada; el siglo, no conforme, lo bautizó con la luz. Su nombre sería Stirner, el de la frente bella y luminosa: era su hijo predilecto y no podía consentir que tuviera nombre cristiano, porque no sería un seguidor de Cristo.
Y como tampoco tenía antecedente, porque se habían extinguido el árbol genealógico de los Mileto, no le era preciso el patronímico. Stirner, hijo del Tiempo, llenaría de luz los siglos venideros.
Porque bullen los pensamientos dentro de aquella gran caja craneana, sus jóvenes amigos le llaman como el siglo, y en la Universidad se le conoce por Stirner, el de frente hermosa. Sin duda ven o adivinan lo que hierve aquella cabeza sin igual.
Necesitando el lenguaje como instrumento necesario, precioso y seguro para expresar con belleza y galanura los pensamientos que anidan en su cerebro joven, se hace filólogo, anhelante de saber lo que en sí lleva cada palabra, su formación y origen, puesto que por las palabras que legaron al mundo puede conocerse a los hombres que les dieron vida; porque necesita saber discurrir acerca de las cosas y de los hechos que engendran las cosas, estudia filosofía. Con esas armas, que sólo el único sabe y puede esgrimir, arremete contra las ideas de Dios y de Estado, consideradas por él como las más nocivas que puede albergar en su cerebro la criatura humana.
Estudia con Hegel en la Universidad de Berlín; pero pronto se enfrenta a su maestro, metafísico con grandes visos de racionalismo. ¡Quién hubiera podido imaginar entonces que aquel joven de ancha frente, ojos azules y mirada clara y soñadora habría de ser el mayor inconformista que, hasta su llegada, conociera el género humano!
Michelet, que figuraba entonces a la cabeza de la izquierda hegeliana, da unos cursos en la Universidad de Berlín, y, sabedor de ello, allá corre Stirner, ansioso de beber en la fuente el pensamiento puro. Pero tampoco le satisface, tampoco le conforma. Se ha producido un divorcio entre maestros y discípulos, y aquella mente poderosa anda trazando camino nuevo.
En 1835 aparece La Vida de Jesús, de Strauss, produciendo honda conmoción en las esferas del intelectualismo alemán. Eran momentos en que parecía que en el jardín de la vida intelectual las creencias en la divinidad florecían por última vez; pero Strauss, que poetiza las leyendas religiosas, haciéndolas más atractivas y bellas, refuerza la idea de Dios. En La Vida de Jesús, el Cristo es más dios no más hombre que en la leyenda bíblica. Y es que el racionalismo de Hegel, reforzado por Bruno Baüer, Strauss y Feuerbach, es en el fondo una exacerbación del teologismo.
Se dice que Hegel ha sido superado, que el concepto de libertad individual, y aun de individuo, van a florecer, pero el protestantismo, que baja a Dios de las alturas para sentarlo en cada hogar a que presida las reuniones familiares, refuerza, que no destruye, la idea de divinidad.
Por eso, los teólogos terminan por abrazarse al Hombre-Dios de Strauss, y los pocos que se atreven a escudriñar en la Biblia, unos aceptan como verdades las leyendas que otros poetizan, y aquéllos prestan oídos a las herejías que ayer les asustaron. Así, muchos creen, pocos piensan y todos discuten, en tanto Marx y Engels, que merodean por aquellos cenáculos, hacen suya la dialéctica hegeliana, que tanta falta ha de hacerles para apoyar sus teorías del Dios-Estado.
De aquella época se conservan tres libros: La Vida de Jesús, de Strauss, La Esencia del Cristianismo, de Feuerbach y El Único y su Propiedad, de Stirner. El más firme, recio, enjundioso y rico, el que se mantiene más seguro, es El Único y su Propiedad, que es el que con mayor empuje conmueve los cimientos de lo viejo; el que, por su mayor originalidad, encierra en sus páginas más pensamientos nuevos y audaces; el que obliga a pensar. Strauss y Feuerbach son cristianos, aunque el último se llame ateo. Stirner, que no necesita hacer gala de ateísmo, es el supremo negador de Dios.
En el libro de Feuerbach, que encarna el ateísmo racionalista de aquellos años, germina el socialismo -Lasalle y Feuerbach son amigos, coincidiendo en las aspectos teóricos de la teología racionalista-, que, por no poder ser negador absoluto de la divinidad y, por consiguiente, de la autoridad, traslada ambas a la Tierra, conservando para la Sociedad, convertida por ellos en Diosa, las mismas prerrogativas terrestres que se le conceden a Dios en el cielo.
El socialismo es, pues, aunque negador del Cristo, una secta cristiana: niega al Dios de las alturas, pero erige altares al Estado, que es su Dios, y hasta tiene su iconografía. Así, puede decir Lenin que “la libertad es un prejuicio burgués”, como es también un prejuicio para los socialistas ser propietario. Como el antiguo cristianismo, su antecesor, el socialismo llega a ser la religión de los indigentes, de los que ni quieren ser ni apetecen tener. Las grandes casas colectivas de hoy son las sucesoras de las iglesias, casas colectivas de ayer, y la familia proletaria es la misma familia cristiana que ha cambiado de nombre. Por eso, si ayer se quemaba a quien negaba a Dios, hoy se fusila a quien niega al Estado, porque ni en la casa de Dios ni en la casa del Pueblo caben los hombres.
¿Qué los socialistas se ríen de la ley mosaica? Es cierto, es cierto; pero no es menos verdad que obligan a que se acepte la ley del Estado, y que los mandamientos de éste, de origen tan dudoso como los de Moisés, son igualmente imperativos e inexorables, así como las contribuciones e impuestos son tan onerosos como los diezmos y primicias, sirviendo unos para mantener gordos y lustrosos a los jerarcas políticos, como sirvieron otros para mantener lustrosos y gordos a los obispos.[1]
Un ministros socialista actual pide para sí los fueros de un cardenal, y los gobernadores de provincia se equiparan a los viejos epíscopos. De ahí que invoquen los mismos derechos -¡oh los derechos divinos y humanos cómo se confunden!- para dirigirse a la masa, disputándose fieramente su catequización. Y no se catequizan hombres, tengámoslo por seguro, sino espectros de hombres, ceros humanos. La orden, que no máxima, de Ignacio de Loyola se acepta y práctica igualmente por cristianos y socialistas: serás como bordón de ciego que carece de voluntad para moverse.
Y como reformar es reforzar, refuerza quien reforma. De ahí que, con justicia, al luteranismo se llame Reforma: Lutero reformó y reforzó la idea de Dios, que se difuminaba, se deshacía, se perdía en la Edad Media. Por eso, bien mirado, ésta no termina en 1459 con la caída de Constantinopla en manos de los turcos dando así fin al Imperio Bizantino, sino que es Lutero quien la entierra, porque con él es con quien se produce la ruptura con la época anterior. El día en que Lutero (1517) clava en las puertas de la Iglesia de Wittenberg sus noventa y cinco tesis contra el catolicismo, empieza la Reforma y, por consiguiente, nueva época histórica, ya que la caída de Bizancio no representa en sí más que un episodio, una escaramuza guerrera con suerte para el turco y desgracia para el bizantino. Con él, pues, con Lutero, muere la Edad Media y empieza la Moderna, que es la del Socialismo, o sea la de lo colectivo o común contra la unidad humana; la del rebaño contra el individuo; la de la masa contra el hombre.
Forzosamente tuvo que nacer el marxismo en la tierra abonada por el protestante, pues Carlos Marx es tan luterano como Lutero, su padre putativo, tan protestante y tan reformador y tan reforzador como él. Pensándolo con detenimiento y examinando con cuidado y atención el movimiento intelectual de la Alemania del siglo XIX, se explica fácilmente que el socialismo naciera en la patria de Lutero, y que Marx, hijo de un judío alemán, fuera quien le infundiera aliento y le prestara vida. Israel y Alemania son dos pueblos que se consideran los elegidos, y Marx, criado y cultivado en ese doble ambiente de religión y autoritarismo, creyó, como nuevo Mesías descendiente de Moisés y de Wotan, que era el elegido para reencarnar al nuevo Dios Estado. En el fondo de la conciencia de Marx germinaba un fuerte sentimiento religioso -religo-, por lo cual, pensaba, debían unirse (supeditarse, esclavizarse voluntariamente, que es la más abyecta de las esclavitudes) las criaturas al Estado. La idea de Dios no llegó a alcanzar tal desarrollo en la Edad Media como el socialismo (marxismo) ha alcanzado en la actual, habiendo superado al luteranismo, del que es un descendiente directo, legítimo.
Decía el luterano Hegel que el Estado era la realidad de la vida moral, porque era la manifestación de Dios en la Tierra. De ahí que necesitara hacer también patente la idea del Príncipe, de Primero, encarnado en él la idea de Estado, siendo el Príncipe una especie de Dios frente al cual las criaturas son ceros sin valor. No tiene nada de extraño que en aquella Alemania creyente triunfara Hegel, máximo cantor del despotismo. El gobierno prusiano pagó su celo haciendo que la filosofía hegeliana llegara a ser, obligatoriamente la filosofía oficial del Estado. Hegel coincidió con Calvino en que la Iglesia y el Estado eran instituciones divinas, y con Marx en que el Estado es el regulador de la vida. Los grandes déspotas “doctrinarios” Lenin y Stalin, Hitler y Mussolini pensaron de igual modo. Y es que no hay diferencia alguna entre la concepción hegeliana del Estado, la concepción hitlerista, la marxista y la mussoliniana, aunque llegaran a ella por diferentes caminos. El Estado, única fuerza moral, es el regulador de la vida (Wotan). No en balde Marx fue un hegeliano, no en balde Hegel fue un fervoroso luterano, y no en balde Mussolini e Hitler fueron, y hasta que desaparecieron, después de llenar el mundo de los hombres, de angustia, de dolor y de lágrimas, unos socialistas convencidos, componiendo entre ellos el alto clero del Socialismo.[2]
Solo, desafiante, erguido frente a todos, levanta Stirner su potente voz negando a dioses, papas, príncipes y gobiernos sus derechos divinos y humanos, señalando con su índice acusador a los teólogos de todos los pelajes y creencias que, amparados en falsos principios, que erigen en doctrinas sagradas, esquilman a los hombres.
Ante su potente voz, todo tiembla; ante su piqueta, todo se desmorona.
Y con ello se explica que todos los religiosos lo odien: entre los rebaños. Stirner es el hombre; entre los ceros humanos, Stirner es la unidad de valor; entre los que permiten que se les divida., Stirner es el individuo, el indiviso; entre los que, por miedo, permanecen mudos, Stirner es el que habla, y por lo tanto, el rebelde, el insumiso, el Único, el que envía a los hombres, sus hermanos, el mensaje de libertad que no había sido escuchado nunca en el planeta.
CAPÍTULO III
LA OBRA
No es oficio de hombre el de conquistar cuerpos para someterlos y después devorarlos, que eso es propio de animales rapaces; el oficio del hombre es el de crear luz. Por eso dijo Stirner: “Soy como una vela que alumbra y se consume”. Una vela, es decir, una luz. Y ese fue su oficio.
Quien abra El Único y su Propiedad, lo primero que leerá es lo siguiente: “Yo no he basado mi causa sobre nada”, título del proemio; pero si al empezar a leer se asusta, mejor que tire el libro, porque El Único no fue escrito para gentes miedosas, creyentes en Dios, en la Ley, en el Estado, en la Justicia, en la Verdad, en el Príncipe, en el Espíritu o en la Patria, causas en las que todos o casi todos fundan o cimentan su propia causa, sino para los que creen en sí, pues termina su corto proemio con estas palabras:
“¡Malhaya toda causa que no es entera y exclusivamente mía!… Yo soy mi causa, y no soy ni bueno ni malo, porque para mí esas son palabras”.
Ya sabemos, pues, que Stirner basa su causa en él, ya que su causa “no es divina ni humana; no es lo verdadero ni lo justo ni lo libre; es lo mío; no es general, sino única, como yo soy único”.
Por eso, páginas más adelante, y después de arremeter contra el Espíritu -idea de espíritu-, exclama: “Para mí nada está por encima de mí”. “Y no me asusta la blasfemia, porque no tengo miedo”, pues si “lo divino mira a Dios y lo humano mira al hombre”, yo me miro a mí.
Hasta que Stirner llegó nunca se pronunciaron tales irreverencias, de aquí que se le pague con el desprecio, echándole los creyentes mil maldiciones que él escucha siempre con olímpico desdén.
Al hablar de la Moral, diosa que también exige sus sacrificios, dice:
“Sócrates, hombre perfectamente moral, desprecia los ofrecimientos de Critón para que se escape de la cárcel, y por sometimiento a la Moral, Sócrates muere”. Y es que Sócrates -decimos nosotros- no podía hacer otra cosa porque el sofista carecía de sentido de libertad y hasta del de personalidad, aferrado como estaba a la Moral. En Sócrates, la Moral era una religión por la cual moría. Con su renuncia a la vida pretende que quede a salvo el principio moral -salvar las ideas aunque perezca el hombre, principio del religioso Platón-, y la Moral no triunfa y el hombre muere. La causa de Sócrates es la causa de la Moral, Dios impiadoso que, como los demás dioses, exige sacrificios.
Y es que “el fanatismo -continúa Stirner- es propio especialmente de las gentes cultas, porque la cultura de un hombre está en relación con el interés que toma por las cosas del espíritu, y este interés, si es fuerte y vivaz, no puede ser más que fanatismo, interés por lo sagrado (fanum)”.
Y debemos preguntarnos nosotros para ver cómo, aunque cambiamos en lo exterior, que no en su entraña, se perpetúan las ideas socráticas. ¿No ponen nuestros demócratas de hoy, y nuestros socialistas, y nuestros comunistas, y nuestros sindicalistas y nuestros conservadores tanto fanatismo en sus acciones como los jesuitas? Como Sócrates, todos están dispuestos a morir por su causa, que es Dios. No obstante, todos se llaman hombres libres, ya sean liberales que hablan, como Feuerbach, del hombre-dios, ya comunistas que hablan del hombre-masa.
Al referirse a la libertad, siempre tan juicioso como irreverente, Stirner dice:
“¿No aspira el espíritu a la libertad? – ¡Ay!, no es sólo mi espíritu, es toda mi carne la que arde sin cesar en el mismo deseo”.
Y pone un ejemplo:
Cuando piensas en lo que los demás tienen y tú no disfrutas, “lo que quieres no es libertad de tener esas bellas cosas, porque la libertad no te las da; lo que quieres son esas mismas cosas, llamarlas tuyas, poseerlas en propiedad. ¿De qué te sirve una libertad que nada te da? Si te libras de todo, no tendrás nada, porque la libertad está, por esencia, vacía de todo”.
“No encuentro nada que desaprobar en la libertad; pero te deseo más que libertad: que tengas lo que necesitas y apeteces, porque no te basta ser libre, debes ser más: propietario”:
“La libertad es la doctrina del cristianismo. Así dice: “Sois llamados, queridos hermanos, a la libertad”.
“¿Pero debemos rechazar la libertad porque se revela como ideal cristiano? No debemos perder nada; sólo debemos hacer propio lo que se nos presenta como ideal de libertad”.
“¡Qué diferencia entre la libertad y la individualidad! Porque se puede estar sin muchas cosas, pero no se puede estar sin nada. La libertad no existe más que en el mundo de los sueños; pero la individualidad, propiedad mía, es, en cambio, mi exigencia y mi realidad. Soy libre de lo que no tengo; soy propietario de lo que está en mi poder”.
“Entregando en servidumbre a un dueño, no pongo mis miras más que en mí… y como no tengo la mira más que en mí, cogeré la primera ocasión que se me presente y aplastaré a mi dueño. Y estaré libre de él y de su látigo. Y mi acción será la consecuencia de mi egoísmo”.
“Piensa maduradamente en ello y decide si inscribirás en tu bandera la palabra libertad, un sueño, o el individualismo, una realidad. La libertad activa tus cóleras contra todo lo que no sea ustedes; el egoísmo te llama al goce de ustedes mismos, a la alegría de ser; la libertad es una aspiración, una esperanza cristiana de porvenir, la individualidad es una realidad que por sí misma suprime toda traba a la libertad”. “El individuo es radicalmente libre; el libre es un soñador”. “Mi libertad no llega a ser completa más que cuando es mi poder; por este último tan sólo ceso de ser libre para hacerme individuo, poseedor”.
Y más adelante, continuando con el mismo tema, ya que los cambios no significan más que mayor exaltación del individuo, afirma:
“El hombre es un ideal; la especie, un pensamiento. Para mí, ser hombre es ser individuo… Yo soy quien soy… porque soy sin regla, sin ley, sin modelo. Quizá pueda hacer poco, pero ese poco vale más que lo que pudieran hacer de mí una fuerza extraña: Dios, la Moral, la Religión, la Ley o el Estado”.
«… los reformadores sociales me dicen que el individuo no tiene más derechos que los que la Sociedad le otorga, es decir, que tiene derechos si vive no como individuo, sino como persona legal. Y lo mismo me dicen los cristianos, y los comunistas, y los socialistas, y los libertarios, ignorando o queriendo ignorar que quien me da derechos puede quitármelos cuando le plazca, pues si no me someto, la Sociedad, el Estado, el Príncipe o el Presidente pueden declararme fuera de su ley, acumulándome cualquier crimen social o de lesa patria. Y es que en Sociedad forzoso es decir como decía Eurípides: “Nosotros servimos a los dioses, cualesquiera que sean. Es decir: la ley, sea la que sea; dios, sea el que sea. Y en eso estamos como hace seis mil años”».
Lo anterior explica por qué “mi voluntad individual es destructora del Estado; así, él la deshorna con el nombre de indisciplina. La voluntad individual y el Estado son potencias enemigas entre las que no es posible la paz”, porque “el poder del Estado se manifiesta bajo poder de compulsión: emplea la fuerza. Esa fuerza, cuando la emplea el Estado contra mí la llama derecho, y cuando la empleo yo contra el Estado, la llama crimen”.
“Ahora bien, cuando el individuo considera que el Estado es un Dios al que debe respeto, o sea que el Estado es sagrado, lo respeta y acata; pero si el individuo se considera por encima del Estado, trata de destruirlo. Los bárbaros emperadores romanos hablaron del sacram autoritatem, y Augusto, sagrado él mismo, convierte a Roma en la Urbs sacra. Bruto, que no respeta las investiduras sagradas, atenta contra el César”.
CAPÍTULO IV
CRÍTICA
Hombre: abre la ventana de tu intelecto a todos los vientos y cuando te hayas bañado en ellos, juzga y dinos, con criterio sereno, cuál fue el más puro.
Para comprender a Stirner no nos sirve el lenguaje del cristianismo, porque muchas veces da a las palabras un significado que, aunque real y lógico, el cristianismo no acepta: tal ocurre con individuo, personalidad, egoísta, autónomo, autócrata, quiere decir que se gobierna a sí, y ese autocratismo, y no otro, es el que recomienda, sabiendo como sabe, que no puede ser egoísta -cultivador de su ego- más que el que es dueño y señor de sí mismo. Por eso, la asociación de que él habla es una asociación de autócratas, de autónomos, de señores de sí, de anarquistas, de únicos, entendiendo por anarquistas no sólo el que no acepta gobierno exterior o fuerza exterior que lo gobierne, sino el que se niega a imponer su voluntad a nadie. De ahí que llame a los hombres -la sola llamada que registra la historia, porque es la llamada de una conciencia sin par- a que sean unidades de valor, no a parecerlo, porque solamente entre individuos de altura, entre únicos, puede haber entendimiento y comprensión, y porque solamente entre ellos, entre egoístas, cultivadores de su personalidad, puede disfrutarse de verdadera libertad.
Y ése es el motivo de no dar a sus conclusiones carácter de doctrina, como hacen los que se consideran creadores de ideas, partidos, organizaciones o religiones, pues la doctrina liga y obliga, y él desea que nadie se halle investido de poderes para organizar y dirigir la vida de otro. Así, cuando busca a los hombres -goza grandemente con el trato de las gentes-, quiere hallar en cada uno un único con deseos propios, con particulares necesidades, con singulares pensamientos; busca únicos con voluntad de serlo, amándose a sí mismos lo suficiente para no envilecerse poniendo su salvación en manos ajenas, por lo que se niegan a jerarquizar las actividades del hombre, no apeteciendo amos ni esclavos; busca a los hombres como asociados -“tómame, dice, y gástame en tu beneficio, como yo te tomo y te gasto en el mío”-, no como cosas sobre las que encaramarse para alcanzar el poder, pues aunque quiere ser poderoso -poder de sí y en sí, fuerza interior y propia-, no lo ansía para obligar a persona alguna a que piense o actúe como a él le plazca, sino para que ningún poder divino ni humano pueda acallar su voz ni torcer su pensamiento. De ahí que cuando exalta la fuerza no se refiere a la fuerza de someter, sino, al contrario, a la fuerza que no permite ser sometido.
Considerando que el ser y el tener son iguales -no es, para él, el que no posee la propiedad de su individualidad, que es el mayor tesoro, y no tiene el que no es personal o sea individual-, les dice a los hombres: “No serás más que cuando seas propietarios y no tendrás propiedad más que cuando pierdas el respeto a la propiedad, del mismo modo que los esclavos dejan de serlo y se hacen hombres cuando en su señor pierden el respeto al señor”. Y como los individualistas, libres en plenitud de gozo, no llegarían a serlo en tanto tengan que alquilar su inteligencia o sus brazos, invita a los hombres a no desertar del trabajo, pero sí a no trabajar para otro. “Trabaja para ti, dice, y no para ninguna otra persona que no seas tú; para tu asociación y no para otra a la que tú no le hayas dado vida y de la que formes parte como socio interesado”.
“Si trabajas para ti, no tendrás señor que te ordene ni amo que te explote, pues el señor llega a serlo cuando tú, humilde y reverente, lo eriges en tal, y deja de serlo en cuanto te niegas a arrodillarte ante él. Pon, pues, a tu servicio tu propia voluntad y no al servicio de persona alguna”.
¿Pueden hablar así nuestros sindicalistas, cualquiera que sea su posición ideológica o doctrinaria, como ellos la llaman? No, no pueden, porque si algún día llegaran a hablar así sería porque habían dejado de ser pastores de rebaños humanos.
Si a los obreros se les aconsejara no la producción, sino la insumisión; si se les hiciera desear la propiedad y gustar la hombría, en lugar de trabajar para el burgués, trabajarían para ellos, y el burgués, que lo será mientras tenga asalariados a su servicio, tendría que asociarse con los que se hallan capacitados para producir. Y entonces desaparecerían los sindicatos, esa tiranía, como desaparecerán las iglesias en cuanto desaparezca el temor a Dios.
Compréndase por qué se pronuncia la palabra individualista con desprecio y por qué quiere hacerse sinónima de inhumano. Se llega a la unicidad, o sea a la hombría, cuando se hacen resaltar las potencias de la individualidad; cuando no se vive en dependencia de nadie, hombre o dios, ideo o sociedad; cuando se quiere ser y se apetece tener: pan e ideas, pan propio que a nadie se le deba e ideas propias que hayan germinado en el propio cerebro. Porque no hay individualidad en la humanidad tomada en su conjunto; hay individualidad en el ego. De uno a uno puede haber entendimiento y comercio, en tanto que pueblo nadie puede entenderse con nadie, porque el único estorba al Estado y al pueblo le es necesario. Entre individuos, el individuo se une a otro, porque un egoísta puede unirse a otro egoísta y entre varios formar una asociación.
“Yo no pretendo -y es Stirner el que habla- tener o ser nada particular que me haga pasar antes que los demás; yo no quiero beneficiarme a sus expensas de ningún privilegio; pero yo no me mido con la medida de los demás, y si no quiero sinrazón en mi favor, no quiero tampoco ninguna clase de derecho. Yo quiero ser todo lo que puedo ser, tener todo lo que puedo tener. Que los otros sean o tengan algo análogo, no me importa. Tener lo que yo tengo y ser lo que yo soy, no lo pueden”.
Y ruego a los lectores presten atención a las siguientes palabras:
“Porque, he descubierto en ti el don de iluminar mi vida, he hecho de ti mi compañero. Tómame a mí como yo te tomo a ti y empléame como yo te empleo. Yo hago de ti mi propiedad, haz tú de mí la tuya”. Pero para ello es preciso que empieces por ser propietario de ti mismo. “Mi individualidad -continúa diciendo-, es decir, mi propiedad soy yo mismo. Yo soy en todo tiempo y en todas circunstancias mío, y desde el momento que entiendo ser mío, no me prostituyo”. No te prostituyas tú y podremos hacer el camino juntos, de la mano.
¿Quién habla así? El anarquista individualista Stirner; el hombre que sin llamarse moral dio al mundo la moral más recia y elevada que el mundo viera.
Stirner mató en él los odios, todos los odios, hasta los rencores, porque colocado al margen de todas las creencias que enseñan a odiar a quienes no aceptan sus dogmas políticos o religiosos, él se siente libre, total y completamente libre. Por ser libre y vivir al margen de esos odios, comprende a quienes viven dominados por esas pasiones. De ahí su sentido de libertad plena. Se liberta de todas las tutelas doctrinales ajenas y hasta de las que él pudiera darse. Por eso es egoísta, individualista y anárquico; único.
CAPÍTULO V
MANANTIAL
Será locura, aunque bella locura, plantear el problema del armonioso vivir humano; pero es posible, y magnífico, resolverlo en sí mismo.
Quien, sin miedo, hubiera terminado de leer El Único y su Propiedad habrá comprobado que ese libro, a los ciento veinticuatro años de su publicación, continúa siendo una fuente que mana la linfa siempre virgen del pensamiento puro, por lo que en ella bebieron y beben los filósofos y revolucionarios del presente siglo y del pasado y continuarán bebiendo las generaciones venideras.
La negación afirmativa -valga la expresión- de Bakunin “destruir es crear”, fue agua clara de la fuente stirneriana: “todo cuanto destruimos en nosotros de prejuicios fantasmales, enaltecemos nuestra personalidad”.
No en Hegel, como han afirmado torpemente algunos, sino en ese canto a la voluntad de vencer, que es El Único y su Propiedad, se apoyaron los nihilistas rusos para llevar a cabo aquellas formidables campañas de exterminio contra el absolutismo zarista, y cuando en San Petersburgo o en Moscú “volaba” un zar o un gran duque, el dinamitazo era, ni más ni menos, la voz de Stirner, el de la frente amplia y soñador mirar, que hablaba al mundo a través de la interpretación que hicieron de sus ideas los nihilistas rusos.
De él, y no de otro alguno, brota la Internacional, pues cuando nadie había soñado hablar a los obreros como a hombres, él les habla, y cuando todos encuentran justo que el trabajador viva muriendo envuelto en su miseria, él llama al único que puede haber en germen o dormido en cada hombre para que se rebele contra su explotador. Bakunin y Marx, que oyeron sus palabras, fueron los torpes artesanos de lo que soñó el genio.
Kropotkin, que ante Stirner siente una especie de terror doctrinario -Kropotkin es un moralista socrático-, hace suyo un principio de Stirner, que es la ley vital: la evolución del hombre y la tendencia de todo organismo vivo hacia una existencia más feliz.
Guyau, pensador y moralista, hace suya la misma afirmación considerada por él como apetencia que liberta a la especie. Stirner dijo: “Es necesario desterrar la pena para que en su lugar crezcan la satisfacción y la alegría”. Y tiempo después. Guyau dice: “El dolor aproxima a la muerte; la alegría conduce a la vida”.
Tucker, el culto individualista anarquista, enamorado del pensamiento stirneriano, propaga, como legado o herencia del gran egoísta, su egoísmo libertario.
Pero… ¿conoció Owen las ideas de Stirner? Posiblemente, aunque no se pueda afirmar. Owen dio a conocer sus ideas cooperativistas en el año 1844, mismo en que apareció El Único y su Propiedad. Antes había hablado Stirner de sus ideas sobre la “asociación de individuos” que se negaran a trabajar para los señores, y aunque la cooperativa sea sólo una caricatura de la asociación entre individualistas, no tiene nada de particular que la idea de Owen tuviera su raíz en Stirner. (La participación de los obreros en las ganancias de las empresas, que se hace pasar como idea o conquista socialista, no es más que un disfraz de lo que Stirner planteaba al decirle al único: “trabaja para ti y forma la asociación de únicos en la que ni explotes ni seas explotado”.)
¿Y Nietzsche no es acaso un no confesado discípulo de Stirner? Su evolución, mejor, cambio radical ¿no tiene su antecedente en El Único y su Propiedad? ¿No existe analogía entre el superhombre -hombre superado- y el único stirneriano? La nietzschiana voluntad de poder ¿no se halla relacionada directamente con la voluntad de poder de Stirner, hasta tal punto de ser las dos anárquicas, ya que no significan ni una ni otra poder de dominio, sino poder para no permitir ser dominados? La exaltación de la individualidad de Stirner? La acometida de Nietzsche contra el cristianismo ¿no pudo tener su origen en la arremetida de Stirner contra la idea de divinidad? Y el aristocratismo del gran filólogo ¿no es hijo del autocratismo del otro gran filólogo?
Presentan tales analogías estos dos pensadores, que sería bueno y curioso poder investigar la influencia que Stirner pudo tener sobre Nietzsche, lo que hubiera sucedido si se hubiera podido hurgar libremente en los seis mil kilos de cuartillas que el solitario de la Engandina dejó en los sótanos de su vivienda; pero ¿quién que conoce a Stirner no pensará que fue mirándolo a él como Nietzsche escribió Así hablaba Zaratustra, si bien fue concebido y escrito cuando ya Nietzsche había perdido el juicio?
En fin, y para terminar, hasta el pietismo de Tolstoi tiene un parentesco, y no lejano, con aquél venero inmenso de pensamientos y sugerencias que fue Stirner.
Enamorado Mackay de su temple y fortaleza, de su talento y su profundidad, recopila sus obras, y Armando dio a conocer constantemente desde l’ en de hors trozos de la producción del que fue, sin lugar a dudas, el padre del anarquismo. Así, por él sabemos que, a más de El Único y su Propiedad, Stirner publicó una traducción, en ocho tomos, de las principales obras de J. B. Say y Adam Smith, una Historia de la Reacción debida a su pluma y un ensayo de J. B. Say sobre El capital y el Interés. En Pequeños escritos Mackay recogió sus estudios y contestaciones a las críticas que se le hicieron.
Murió -el 23 de junio de 1856 se cumplirán 112 años- en pobreza, si por pobreza entendemos la no posesión de oro, en riqueza, si por riqueza puede comprenderse el dominio de sí, viviendo sus ideas, sintiéndose único en medio del torbellino de los hombres-cero que, horros de pensamientos, se lanzan unos contra otros con las fauces abiertas. Pudo haber pedido una cátedra al Estado, pero prefirió andar buscando candidatos a quienes dar libremente una lección de hombría.
México y abril de 1968.
* Digitalización: KCL.
** Debió de haberse editado este homenaje en la fecha indicada, pero extraviado por un cambio de domicilio, di por perdido el manuscrito. Hoy, 1º de abril de 1968, lo encontré en el fondo de un viejo y abandonado baúl y me apresuro a publicarlo. M. G. I.
[1] El clero socialista, como el cristiano, se considera a sí mismo como el heredero directo de Dios, si bien, al dios socialista le llama Sociedad.
[2] Los socialistas actuales ofrecen al mundo la segunda edición de las luchas que sostuvo la Iglesia entre los imperios de Oriente y Occidente. No debe olvidarse que los cruzados católicos saquearon a sus hermanos de Constantinopla.
STIRNER (26 octubre 1806 – 23 de junio 1856) x Miguel Gimenez Igualada