El 23 de julio de 1936 García Oliver se dirigió por radio a los obreros aragoneses, con un discurso incendiario, incitándolos a la lucha:
“Salid de vuestras casas. Arrojaos sobre el enemigo. No aguardéis un minuto más. En este preciso instante habéis de poner manos a la obra. En esta tarea han de destacarse los militantes de la CNT y de la FAI. Nuestros camaradas han de ocupar la vanguardia de los combatientes. Y si es preciso morir, hay que morir (…). Os decimos que Durruti y el que os habla -García Oliver- partirán al frente de las columnas expedicionarias. Mandamos una escuadrilla de aviación para bombardear los cuarteles. Los militantes de la CNT y de la FAI han de cumplir con el deber que exige la hora presente. Emplead toda clase de recursos. No aguardéis a que yo finalice mi discurso. Abandonad vuestras casas, quemad, destruid. Batid al fascismo”.
El anuncio de que se estaban organizando columnas obreras para marchar sobre Aragón suscitó enorme entusiasmo en Barcelona. Los obreros acudieron a sus respectivos sindicatos para inscribirse como voluntarios y los Comités de Barrio comenzaron a tomar la iniciativa de instruir a los voluntarios en los campos de fútbol, u otros terrenos, en las normas más elementales de la lucha, así como en el lanzamiento de bombas de mano y el funcionamiento del fusil.
Entre los inscritos los había de todas las edades, yendo desde los catorce hasta los sesenta años. Y prevalecían activos y competentes militantes obreros y jóvenes libertarios. Inmediatamente se tomó conciencia de que si lo más capaz y mejor preparado de la CNT y de las Juventudes Libertarias salían para el frente, la retaguardia quedaría en manos de los últimos llegados, lo que podría poner en peligro el proceso de autogestión que se estaba llevando a cabo por los obreros, y que se extendía como mancha de aceite. El entusiasmo hubo de frenarse, reflexionando que si bien era importante pegar tiros, aún era más vital triunfar en la expropiación colectiva que se estaba llevando a término, y salir airosos en la nueva etapa económica y social, puesto que de ella dependería, en última instancia, el triunfo de la revolución con la afirmación de la capacidad política y económica de la clase obrera.
Esta movilización obrera era única en su género. No había sido decretada por nadie y brotaba directamente de la base. Los voluntarios discutían entre sí sobre la mejor manera de organizarse, porque no se quería resucitar ni el espíritu militarista ni la jerarquía de mando. Y fue de esas conversaciones entre los futuros combatientes que apareció la estructura y organización de las milicias, que se conservaría hasta la militarización general en marzo de 1937. La organización ideada era simple: diez hombres constituirían un grupo que nombraría un delegado; diez grupos formarían una centuria que elegiría a su vez su delegado de centuria; y cinco centurias formarían una Agrupación a cuya cabeza se situaría a un responsable que, junto con los delegados de centurias, formaría el Comité de Agrupación.
Pérez Farràs, en tanto que militar y asesor técnico que sería de la Columna Durruti que se estaba formando, inmediatamente mostró su desacuerdo sobre esa forma de organización, manifestándose pesimista sobre su valor combativo. Durruti se apercibió pronto que Pérez Farràs no sería mucho tiempo su asesor técnico-militar, y eligió al sargento de artillería Manzana, que comprendía mejor la psicología de los anarquistas hostiles a todo cuanto significara la práctica piramidal militar de manda y obedece. Como asesores, a Manzana y a Carreño, un maestro de escuela, Durruti les confió la tarea de dotar a la Columna con piezas de artillería, municiones y un cuerpo sanitario con médicos y enfermeras, dotados de un quirófano de urgencia.
Manzana, sin muchas explicaciones, comprendió pronto lo que Durruti deseaba de él, y se las compuso a las mil maravillas para cumplir su misión. Conocía a varios soldados de los que se incorporaron a la formación de la Columna, y también a algunos oficiales, y, contando con el apoyo de Durruti y con la idea de que pudieran servir de auxilio instructor a los demás, toda esa gente fue introduciéndose por entre los grupos formados, pero sin violencias, fraternalmente.
Sin embargo, por su lado, Pérez Farràs continuaba pensando de la misma manera, y terminó por plantear la cuestión directamente a Durruti:
“-Con ese método no se puede combatir”.
Y Durruti le repuso:
“-Ya lo dije, y vuelvo ahora a repetirlo: durante toda mi vida me he comportado como anarquista, y el hecho de haber sido nombrado delegado responsable de una colectividad humana no puede hacer cambiar mis convicciones. Fue bajo esa condición que acepté cumplir la tarea que me ha encomendado el Comité Central de Milicias. Pienso -y todo cuanto está sucediendo a nuestro alrededor confirma mi pensamiento- que una milicia obrera no puede ser dirigida según las reglas clásicas del Ejército. Considero pues, que la disciplina, la coordinación y la realización de un plan, son cosas indispensables. Pero todo eso no se puede interpretar según los criterios que estaban en uso en el mundo que estamos destruyendo. Tenemos que construir sobre bases nuevas. Según yo, y según mis compañeros, la solidaridad entre los hombres es el mejor incentivo para despertar la responsabilidad individual que sabe aceptar la disciplina como un acto de autodisciplina.
Se nos impone la guerra, y la lucha que debe regirla difiere de la táctica con que hemos conducido la que acabamos de ganar, pero la finalidad de nuestro combate es el triunfo de la revolución. Esto significa no solamente la victoria sobre el enemigo, sino que ella debe obtenerse por un cambio radical del hombre. Para que ese cambio se opere es preciso que el hombre aprenda a vivir y conducirse como un hombre libre, aprendizaje en el que se desarrollan sus facultades de responsabilidad y de personalidad como dueño de sus propios actos. El obrero en el trabajo no solamente cambia las formas de la materia, sino que también, a través de esa tarea, se modifica a sí mismo. El combatiente no es otra cosa que un obrero utilizando el fusil como instrumento, y sus actos deben tender al mismo fin que el obrero. En la lucha no se puede comportar como un soldado que le mandan, sino como un hombre consciente que conoce la trascendencia de su acto. Ya sé que obtener esto no es fácil, pero también sé que lo que no se obtiene por el razonamiento no se obtiene tampoco por la fuerza. Si nuestro aparato militar de la revolución tiene que sostenerse por el miedo, ocurrirá que no habremos cambiado nada, salvo el color del miedo. Es solamente liberándose del miedo que la sociedad podrá edificarse en la libertad”.
Durruti se había expresado con suma claridad, y su propósito no era otro que unir la teoría con la práctica y viceversa. Como anarquista él deseaba continuar siendo fiel a sus concepciones libertarias, a pesar de asumir la responsabilidad de dirigir una columna obrera que partía en lucha hacia el frente de Aragón.
Mientras tanto, los preparativos de la expedición a Zaragoza proseguían avanzando. Y pronto, en tierras de Aragón, iban a librarse batallas importantes, tanto en el frente de la guerra como en el frente de la revolución campesina. En Zaragoza se encontraba el cuartel general de la V División Militar bajo el mando del general Miguel Cabanellas. Las fuerzas que este general mandaba en Zaragoza comprendían:
“Dos Brigadas de Infantería: la IX (cuartel general, Zaragoza) y la X (cuartel general, Huesca), más una Brigada de Artillería, la V (Zaragoza), con cuatro Regimientos de Infantería, dos de Artillería, un Batallón de Ingenieros y los Servicios correspondientes. Había, además, como unidades no divisionarias, un Regimiento de Carros, otro de Caballería, un Destacamento del Depósito de Remonta, un grupo de Defensa contra Aeronaves, un Parque de Cuerpo de Ejército, un Batallón de Pontoneros y una Comandancia de Sanidad. Como mandos principales se encontraban los generales don Miguel Cabanellas (V División), Alvarez Arenas (IX Brigada), De Benito (X Brigada) y don Eduardo Martín González (V de Artillería). No deben olvidarse aquí las fuerzas de Orden Público. A las de Asalto de Zaragoza, había que agregar dieciocho compañías de la Guardia Civil y cinco de Carabineros. Los efectivos de las unidades del Ejército se encontraban muy mermados, pero, como compensación, puede decirse que, desde sus jefes más altos a los más subalternos, se encontraban, casi sin excepción, magníficamente dispuestos en favor de los planes del general Mola.”
José Chueca, refiriéndose a la pérdida de Zaragoza, se pregunta:
“¿Pudimos haber hecho más de lo que hicimos? Es posible. Fiamos excesivamente en las promesas del gobernador civil (Vera Coronel) y concedimos demasiado valor a nuestras fuerzas; no quisimos prever que frente a una acción violenta, como la que podía desencadenar el fascismo, hacía falta algo más contundente que treinta mil obreros organizados en las Sindicatos”.
Y Martínez Bande escribe:
“En la misma noche del 17, y nada más tenerse conocimiento de lo ocurrido en Marruecos, masas muy decididas de extremistas se adueñaron de las principales calles. Transcurrió en una tensa expectativa todo el día 18, en que numerosos grupos de voluntarios acudieron a los cuarteles, proclamándose en la madrugada del 19 el Estado de Guerra. Contra esta medida reaccionó la CNT, declarando el mismo día la huelga general revolucionaria, que el 22 quedaba estrangulada, gracias a las enérgicas resoluciones de las autoridades militares y no sin diversos choques.
En Calatayud, el coronel Muñoz Castellanos declaró el Estado de Guerra el día 20, sin incidentes; pero bastantes pueblos tuvieron que ser rescatados por destacamentos del Ejército, fuerzas del Orden Público y paisanos voluntarios. Al norte del Ebro, fueron siete pueblos, en las riberas, cuatro, y al sur del Ebro, diez con Belchite”.
En las condiciones en que habían caído Zaragoza y Calatayud, cayeron también en manos de los sublevados Huesca y Teruel. Como un islote quedaba Barbastro en manos de los soldados que mandaba el coronel republicano Villalba.
Este era el cuadro que ofrecía el territorio aragonés, cuando Durruti, al frente de unos dos mil milicianos, se propuso conquistar Zaragoza.
El 24 de julio, a las diez de la mañana, la Columna Durruti debía salir del Paseo de Gracia en dirección Zaragoza, vía Lérida. A las ocho de la mañana, Durruti habló por radio dirigiéndose a la población obrera de Barcelona para pedirles que contribuyeran con artículos alimenticios al abastecimiento de la Columna. Esta llamada insólita sorprendió a todo el mundo. Y, lógicamente, había motivo para ello. La distribución de los alimentos estaba a cargo, en parte, de los Comités de Barrio, del Sindicato de la Alimentación y del Comité Central de Milicias Antifascistas. Por tanto ¿es que dichos organismos negaban a Durruti la posibilidad de constituirse una intendencia? Pronto Durruti satisfizo la curiosidad:
“-El arma más potente de la revolución es el entusiasmo. En la revolución se triunfa cuando todo el mundo está interesado en la victoria, haciendo de ella cada uno su causa personal. La respuesta a mi llamada -les dijo a los que mostraron su sorpresa- nos dará la medida del interés que pone la ciudad de Barcelona en la revolución y su victoria. Además, esto es una manera de situar a cada uno frente a su propia responsabilidad, una ocasión para que todo el mundo tome conciencia de que nuestra lucha es colectiva y que su triunfo depende del esfuerzo de todos. Este y no otro es el sentido de nuestra llamada”, concluyó Durruti.
Poco antes de salir la Columna Durruti fue cuando su delegado, que se encontraba discutiendo en el Sindicato Metalúrgico sobre una cuestión de blindaje de camiones, recibió al periodista del Toronto Star, Van Passen, que publicaría un reportaje bajo el título: “Dos millones de anarquistas luchan por la revolución”. En el mismo comienza inmediatamente por poner a Durruti ante el lector:
“Es un hombre alto, moreno, de rasgos morunos. Hijo de humildes campesinos. Su voz aguda, casi gutural”.
Van Passen le preguntó si él consideraba ya aplastados a los militares rebeldes:
“-No, todavía no los hemos vencido” contestó francamente. Y agregó: “Ellos tienen Zaragoza y Pamplona. Ahí es donde están los arsenales y las fábricas de municiones. Tenemos que tomar Zaragoza y después saldremos al encuentro de las tropas compuestas de Legionarios Extranjeros, que ascienden desde el Sur, mandadas por el general Franco. Dentro de dos o tres semanas nos encontraremos entregados en batallas decisivas.”
-“¿Dos o tres semanas?” preguntó intrigado el periodista.
-“Dos o tres semanas o quizá un mes” -afirmó Durruti-. “La lucha se prolongará como mínimo todo el mes de agosto. El pueblo obrero está armado. En esta contienda el Ejército no cuenta. Hay dos campos: los hombres que luchan por la libertad y los que luchan por aplastarla. Todos los trabajadores de España saben que si triunfa el fascismo vendrá el hambre y la esclavitud. Pero los fascistas también saben lo que les espera si pierden. Por eso esta lucha es implacable. Para nosotros de lo que se trata es de aplastar al fascismo, de manera que no pueda levantar jamás la cabeza en España. Estamos decididos a terminar de una vez por todas con él, y esto a pesar del Gobierno…”
-“¿Por qué dice usted a pesar del Gobierno? ¿Acaso no está este Gobierno luchando contra la rebelión fascista?” pregunté sorprendido.
-“Ningún Gobierno en el mundo pelea contra el fascismo hasta suprimirlo” -me respondió Durruti-. “Cuando la burguesía -agregó- ve que el poder se le escapa de las manos, recurre al fascismo para mantener el poder de sus privilegios. Y esto es lo que ocurre en España. Si el Gobierno republicano hubiera deseado terminar con los elementos fascistas, hace ya mucho tiempo que hubiera podido hacerlo. Y en lugar de eso, temporizó, transigió y malgastó su tiempo buscando compromisos y acuerdos con ellos. Aún en estos momentos, hay miembros del Gobierno que desean tomar medidas muy moderadas contra los fascistas. ¡Quién sabe -dijo Durruti, riendo- si aún el Gobierno espera utilizar las fuerzas rebeldes para aplastar el movimiento revolucionario desencadenado por los obreros!”
-“¿Entonces -preguntó Van Passen- usted ve dificultades aun después que los rebeldes sean vencidos?”
-“Efectivamente. Habrá resistencia por parte de la burguesía, que no aceptará someterse a la revolución que nosotros mantendremos en toda su fuerza, contestó Durruti.”
El periodista le señaló la contradicción en que se encontraba la revolución que mantenían los anarquistas:
“-Largo Caballero e Indalecio Prieto han afirmado que la misión del Frente Popular es salvar la República y restaurar el orden burgués. Y usted, Durruti, usted me dice que el pueblo quiere llevar la revolución lo más lejos posible. ¿Cómo interpretar esta contradicción?”
“-El antagonismo es evidente” -me respondió-. “Como demócratas burgueses, esos señores no pueden tener otras ideas que las que profesan. Pero el pueblo, la clase obrera, está cansado de que se le engañe. Los trabajadores saben lo que quieren. Nosotros luchamos no por el pueblo sino con el pueblo, es decir, por la revolución dentro de la revolución. Nosotros tenemos conciencia de que en esta lucha estamos solos, y que no podemos contar nada más que con nosotros mismos. Para nosotros no quiere decir nada que exista una Unión Soviética en una parte del mundo, porque sabíamos de antemano cuál era su actitud en relación a nuestra revolución. Para la Unión Soviética lo único que cuenta es su tranquilidad. Para gozar de esa tranquilidad, Stalin sacrificó a los trabajadores alemanes a la barbarie fascista. Antes fueron los obreros chinos, que resultaron victimas de ese abandono. Nosotros estamos aleccionados, y deseamos llevar nuestra revolución hacia adelante, porque la queremos para hoy mismo y no, quizá, después de la próxima guerra europea. Nuestra actitud es un ejemplo de que estamos dando a Hitler y a Mussolini más quebraderos de cabeza que el Ejército Rojo, porque temen que sus pueblos, inspirándose en nosotros, se contagien y terminen con el fascismo en Alemania y en Italia. Pero ese temor también lo comparte Stalin, porque el triunfo de nuestra revolución tiene necesariamente que repercutir en el pueblo ruso.”
Van Passen recapitula:
“Este es el hombre que representa a una organización sindical que cuenta aproximadamente con dos millones de afiliados y sin cuya colaboración la República no puede hacer nada, incluso en el supuesto de una victoria sobre los sublevados. Yo quise conocer su pensamiento porque para comprender lo que está sucediendo en España es preciso saber cómo piensan los trabajadores. Por esa razón he interrogado a Durruti, porque por su importancia popular es un auténtico y característico representante de esos trabajadores en armas. De sus respuestas resulta claramente que Moscú no tiene ninguna influencia ni autoridad para hablar en nombre de los trabajadores españoles. Según Durruti, ninguno de los Estados europeos se siente atraído por el sentimiento libertario de la revolución española, sino deseosos de estrangularla.”
-“¿Espera usted alguna ayuda de Francia o de Inglaterra, ahora que Hitler y Mussolini han comenzado a ayudar a los militares rebeldes?” pregunté.
-“Yo no espero ninguna ayuda para una revolución libertaria de ningún gobierno del mundo” respondió Durruti secamente. Y agregó: -“Puede ser que los intereses en conflictos de imperialismos diferentes tengan alguna influencia en nuestra lucha. Eso es posible. El general Franco está haciendo todo lo posible para arrastrar a Europa a una guerra, y no dudará un instante en lanzar a Alemania en contra nuestra. Pero, a fin de cuentas, yo no espero ayuda de nadie, ni siquiera, en última instancia, de nuestro Gobierno.”
-“¿Pueden ustedes ganar solos?” pregunté directamente.
Durruti no respondió. Se tocó la barbilla, pensativamente. Sus ojos brillaban. Y Van Passen insistió en la pregunta:
-“Aun cuando ustedes ganaran, iban a heredar montones de ruinas” -me aventuré a interrumpir su silencio.
Durruti pareció salir de una profunda reflexión, y me contestó suavemente, pero con firmeza:
-“Siempre hemos vivido en la miseria, y nos acomodaremos a ella por algún tiempo. Pero no olvide que los obreros son los únicos productores de riqueza. Somos nosotros, los obreros, los que hacemos marchar las máquinas en las industrias, los que extraemos el carbón y los minerales de las minas, los que construimos ciudades… ¿Por qué no vamos, pues, a construir y aún en mejores condiciones para reemplazar lo destruido? Las ruinas no nos dan miedo. Sabemos que no vamos a heredar nada más que ruinas, porque la burguesía tratará de arruinar el mundo en la última fase de su historia. Pero -le repito- a nosotros no nos dan miedo las ruinas, porque llevamos un mundo nuevo en nuestros corazones”, dijo, murmurando ásperamente. Y luego agregó: “Ese mundo está creciendo en este instante”.
Hacia las diez de la mañana, los voluntarios que iban a integrar la Columna Durruti comenzaron a afluir al Paseo de Gracia, donde un numeroso público había acudido también a presenciar la marcha de aquella extraña caravana, compuesta de camiones, autobuses, taxis y turismos. El entusiasmo era inmenso. El triunfo rápido en Barcelona autorizaba el optimismo. Y esa expedición hacia Aragón era concebida por muchos como un rápido paseo.
Hacia el mediodía, la columna compuesta de unos dos mil hombres se puso en marcha en un delirio de vivas, de puños levantados y de estribillos de cantos revolucionarios, sonando el más potente de “¡A las Barricadas!” el himno de la CNT-FAI.
A la cabeza iba un camión con una docena de jóvenes, entre los cuales destacaba la hercúlea figura de José Hellín blandiendo una bandera rojinegra, que por defenderla en Madrid morirá el 17 de noviembre, haciendo saltar a bombazos las tanquetas italianas. Detrás seguía la centuria que llevaba como delegado al metalúrgico Arís. Luego cinco centurias, que pronto iban a destacarse como una verdadera fuerza de élite como dinamiteros: eran los mineros de Figols y Sallent; y también los marineros del Transporte Marítimo, que se destacarían como guerrilleros, llevando siempre en la delantera al marinero Setonas.
Como delegado de la III Centuria iba El Padre, viejo luchador que había formado en las filas de Pancho Villa en la revolución mexicana. La IV Centuria llevaba como delegado al obrero del textil Juan Costa; y la V, formada exclusivamente de obreros metalúrgicos, la representaba el joven libertario Muñoz, de 19 años.
Entre dos autocares marchaba un “Hispano”, en el que iban Durruti y Pérez Farràs. Durruti iba silencioso, extraño y ajeno a los vivas y los puños levantados. Sentía la responsabilidad que las circunstancias le habían deparado. El setenta por ciento de los hombres que componían su columna era la flor y nata de las juventudes anarquistas de Barcelona. Jóvenes, y menos jóvenes, todos conocieron antes y durante el 19 de julio los combates callejeros y los enfrentamientos contra la Fuerza Pública. Pero no conocían la lucha en terreno descubierto, es decir, la guerra.
Antes de salir de Barcelona, Durruti se dirigió a los hombres de la Columna con un discurso en el cuartel Bakunin. En él quiso prevenir a todos sobre la diferencia que existía entre la lucha que ellos conocían y la que se iba a afrontar en Aragón. Pero él sabía que las palabras no pueden sustituir a la experiencia. Habló de los bombardeos de la aviación y de los cañonazos que precedían a los ataques. De los combates cuerpo a cuerpo con arma blanca. Y sobre todo insistió en la diferencia que existía entre un ejército burgués y el proletariado en armas, en su comportamiento con los campesinos y las poblaciones de retaguardia.
Seguía aún en pie el problema del mando. Su posición había sido netamente expuesta ante el Comité Central de Milicias Antifascistas, y repetida más tarde a Pérez Farràs. Durruti conocía la confianza que le otorgaban sus compañeros, y que yendo él delante todos le seguirían, incluso si los llevaba a la muerte. Pero la muerte no era el fin que perseguía Durruti, sino la vida. Un militar puede, desde su puesto de mando y sin ningún escrúpulo, enviar a la gente a la muerte; reemplaza las bajas y asunto concluido. Pero Durruti sabía que la mayor parte de los hombres que le seguían eran militantes revolucionarios, y tales hombres son irremplazables. En su reflexión entraban unas palabras que pronunciara Néstor Makhno en su presencia:
“La diferencia que existe entre un militar que manda y un revolucionario que dirige, reside en que el primero se impone por la fuerza, mientras que el segundo no dispone de más autoridad que la que se deriva de su propia conducta”.
Vicente Guarner juzga a los dos hombres que iban al frente de la Columna:
“Durruti, el jefe, a quien traté personalmente, era de una personalidad impresionante. De unos cuarenta años, decidido, de mirada penetrante e infantil, de estatura más que mediana, había sido obrero ferroviario. Pérez Farràs, leridano, era de un valor impulsivo, vehemente en sus opiniones, alto de estatura, de frente despejada y con talento natural, oscurecido por momentáneas obcecaciones…”
A medida que la Columna avanzaba, y al pasar por los pueblos, la gente se agolpaba para ver pasar la caravana. Más de uno exclamaba, al ver a Durruti:
“-¡Pero, no puede ser un jefe! ¡No lleva galones!”
Otros, mejor informados, replicaban “que un anarquista nunca es jefe y, por la tanto, no lleva galones”.
En otros lugares, los campesinos recibían a la Columna con gritos de alegría y vivas a la CNT-FAI. En todos los lugares donde la Columna hacía un alto, y los campesinos se arrimaban en tomo de los llegados, Durruti descendía del coche para hablar con los vecinos del pueblo:
“-¿Habéis organizado ya vuestra colectividad? No esperéis más. ¡Ocupad las tierras! Organizaos de manera que no haya jefes ni parásitos entre vosotros. Si no realizáis eso, es inútil que continuemos hacia adelante. Tenemos que crear un mundo nuevo, diferente al que estamos destruyendo. Si no es así, no vale la pena que la juventud muera en los campos de batalla. Nuestro campo de lucha es la revolución”.
De este modo iba naciendo, al paso de la Columna, y antes de emprender la batalla contra los militares fascistas, un mundo nuevo, porque ése y no otro era el objetivo del combate.
En Caspe hubo un primer encuentro con los fascistas. El capitán de la Guardia Civil, Negrete, había dominado el pueblo. Desde el día 23 de julio, un grupo importante de milicianos que habían salido por su cuenta y riesgo de Barcelona, entre los que se encontraban los hermanos Subirats, presentaron batalla; ya estaban entregados a ella cuando llegó la Columna allí, y gracias a su intervención se liberó Caspe. Con esa conquista, la Columna fue ya engrosándose y detrás de ella fueron quedando los pueblos de Fraga, Candasnos, Peñalba, La Almanda, etc., llegando a Bujaraloz el día 27 de julio, donde, provisionalmente, se instaló el Comité de Guerra.
Al día siguiente, la Columna se puso en marcha hacia el Ebro, con objetivos en Pina y Osera para alcanzar Zaragoza. Al poco de ponerse en marcha, y a unos kilómetros de Bujaraloz, la Columna entró en contacto con la realidad de la guerra. La aviación fascista salió a su encuentro bombardeándola, acción que desmoralizó a no pocos de los milicianos que, llenos de pánico, echaron a correr. La reacción era lógica. El bombardeo, por su sorpresa, había sido mortífero, causando una docena de muertos y más de veinte heridos, entre ellos el comandante de Artillería Claudín, que mandaba las tres baterías de la Columna.
Un grupo de los que componían la Columna, obrando por instinto, se interpuso a los que corrían y con su prestancia de ánimo impidieron que se contagiara el pánico y terminar aquella expedición en una lamentable retirada. Ante aquel choque, Durruti comprendió que era preferible dar marcha atrás e informarse mejor sobre las posiciones del enemigo, evitando con ello caer en una emboscada. En ese retorno hacia Bujaraloz, Durruti se enteró que en uno de los camiones se encontraba Emilienne, enrolada también como miliciana. La miró sonriendo, sin hacer comentario alguno. Sobre este encuentro, Mimi escribe:
“Fue en ese pueblo (Bujaraloz), hoy ya histórico, donde encontré a mi compañero, después de dos semanas de separación. Pasada la primera emoción, organizamos inmediatamente el Cuartel General de la Columna. En una habitación sombría y húmeda, comenzamos las primeras tareas y sin material organizamos la primera administración de esta Columna de mil hombres que iba rápidamente a crecer. Fue de ese pequeño pueblo, triste y austero, de donde salió toda la formación de nuestra Columna, bien imperfecta al principio, pero que poco a poco estuvo en la medida de dar satisfacción a las enormes necesidades de varios miles de hombres”.
Vueltos ya a Bujaraloz, Durruti tuvo una primera discusión con Pérez Farras. Como militar profesional que era éste, y no aprobando los métodos que Durruti empleaba, aprovechó la circunstancia habida para recomendarle que estructurara mejor la Columna y revisara su plan de ataque a Zaragoza. En cualquier otro momento Durruti hubiera acogido las observaciones de Farras de buen grado, pero entonces sintió un punzante orgullo herido, ya que comprendía que esas observaciones no eran desinteresadas sino que nacían de una crítica al modo de organización libertaria. Durruti le repuso que cualquiera que no fuese libertario hubiera corrido también despavorido ante el citado ataque. Pero que existía la diferencia de “que esos hombres que habían corrido hoy, mañana se batirían como leones, pero sólo si se les trataba como obreros sorprendidos y no como soldados desertores ante el enemigo”.
Desde el balcón de la alcaldía de Bujaraloz, Durruti se dirigió a los hombres de la Columna que se habían concentrado en la plaza. Pronunció un discurso duro; quizá, según confesión de uno de los oyentes, el más sentido discurso que Durruti había pronunciado en su vida militante:
“Amigos, nadie ha venido a esta Columna forzado. Es cada uno de vosotros que habéis elegido libremente vuestra suerte, y la suerte de la primera columna de la CNT y de la FAI es muy ingrata. García Oliver lo anunció por radio en Barcelona: salíamos para Aragón a conquistar Zaragoza o dejar la vida en el intento. Yo repito la misma cosa: antes que retroceder, hay que morir. Zaragoza está en manos de los fascistas, y allí se encuentran centenares, miles de obreros bajo la amenaza de los fusiles, que pueden dispararse a cada instante ocasionando la muerte de nuestros hermanos. ¡¿Para qué hemos salido de Barcelona, sino es para liberarles?! Ellos nos esperan y nosotros, ante el primer ataque enemigo, echamos a correr. ¡Hermosa manera de mostrar al mundo y a nuestros compañeros el coraje de los anarquistas que se llenan de miedo ante tres aviones!
La burguesía no nos permitirá implantar el comunismo libertario simplemente porque ése es nuestro deseo. La burguesía resistirá porque ella defiende sus intereses y sus privilegios. El único medio que tenemos nosotros para implantar el comunismo libertario es destruyendo la burguesía. El camino de nuestro ideal es seguro, pero hay que seguirlo con coraje. Esos campesinos que hemos dejado tras nosotros, y que han comenzado a poner en práctica nuestras teorías, lo han hecho tomando nuestros fusiles como garantía de su cosecha. Si dejamos el camino libre al enemigo, eso quiere decir que esas iniciativas tomadas por los campesinos son inútiles, y lo que es peor aún, los vencedores les harán pagar su audacia asesinándoles. Es éste y no otro el sentido de nuestro combate. Lucha ingrata que no se parece a ninguna de las que hemos librado hasta ahora. Lo que ha pasado hoy no es nada más que una simple advertencia. Ahora la lucha va a empezar de verdad. Nos enviarán toneladas de metralla y tendremos que defendemos con bombas de mano y hasta con cuchillos. A medida que el enemigo se sienta cercado nos morderá como una bestia acorralada. Y morderá duramente. Pero aún no ha llegado a ese punto, y ahora se bate para no caer bajo el peso de nuestras armas. Y es más, él cuenta con el apoyo de Alemania y de Italia, y nosotros contamos nada más que con la fe en nuestro ideal, pero contra esa fe se han quebrado los dientes todas las represiones. Y hoy se los tiene que quebrar también el fascismo.
Nosotros contamos a nuestro favor la victoria que hemos conseguido en Barcelona, y debemos aprovechar con rapidez esa ventaja, porque si no la aprovechamos, el enemigo, abastecido por los alemanes e italianos, será más fuerte que nosotros y nos impondrá la dura ley del vencido.
Nuestra victoria depende de la rapidez de nuestra acción. Cuanto más pronto ataquemos, más posibilidades tenemos de triunfo. Hasta este momento, la victoria está de nuestro lado, pero no será consolidada si no tomamos inmediatamente Zaragoza… Mañana no puede repetirse lo de hoy. En las filas de la CNT y de la FAI no hay cobardes. No queremos entre nosotros gente que se asusta ante los primeros disparos…
A los que han corrido hoy, impidiendo a la Columna avanzar, yo les pido que tengan el coraje de dejar caer el fusil para que sea empuñado por otra mano más firme… Los que quedemos proseguiremos nuestra marcha. Conquistaremos Zaragoza, libertaremos a los trabajadores de Pamplona, y nos daremos la mano con nuestros compañeros mineros de Asturias y venceremos, dando a nuestro país un nuevo mundo. Y a los que vuelvan, después de estos combates, yo les pido que no digan a nadie lo que ha ocurrido hoy… porque nos llena de vergüenza”.
Y un testigo presencial comenta:
“Nadie soltó el fusil, pero aquellos que habían corrido lloraron de rabia ante sus compañeros. La lección había sido dura, pero esos hombres renacieron aquel día. Muchos de ellos fueron excelentes guerrilleros, y muchos también murieron en el transcurso de los treinta y dos meses de lucha desesperada”.
La Columna Durruti emprendió su marcha hacia el Ebro, tomando Pina y Osera en combates bastante empeñados. Llegó hasta unos veinte kilómetros de Zaragoza, pero quedó detenida por el río y por la resistencia que opusieron las tropas de la capital aragonesa, estableciendo las tropas de Durruti una buena y eficaz red de trincheras y nidos de ametralladoras en sus últimas posiciones. Desde el Comité Central de Milicias se dio orden a esta Columna de detener su avance y estabilizarse, para esperar que la columna Ortiz, en el sur del Ebro, dominase Quinto y Belchite. Días antes vadearon con bastante dificultad este río fuerzas de dicha Columna, e hicieron prisioneros por sorpresa a una fuerza de caballería con un capitán y dos tenientes en el pueblo de Quinto, rechazándose con bastante frecuencia los contraataques de las tropas zaragozanas.
“Era de gran utilidad la información obtenida por esta Columna. Casi cada noche salían obreros de Zaragoza y entraban milicianos armados en la ciudad. Y así pudimos enterarnos de que muchos oficiales navarros habían sido instruidos en Italia y que, a finales de julio, al general Cabanellas le había sucedido en el mando de la V División el general Germán Gil Yuste”.
La importancia de la cita anterior reside en el hecho de que, por una vez, se nos aclara de dónde partió la orden que detuvo la marcha de la Columna a veinte kilómetros de Zaragoza. Los técnicos militares todos son coincidentes en apreciar que era indispensable esperar la llegada de las Columnas que partían de Barcelona, para poder atacar frontalmente Zaragoza. Durruti, después de discutir en Bujaraloz con el coronel Villalba {oficial de confianza del C.C. de M.A. en Aragón) y otros jefes militares, pareció aceptar dicha teoría, mejorando sus posiciones entretanto con la conquista de Pina y Osera y entregándose a la vez a una reestructuración de la Columna. Sin embargo, los más destacados militantes de Aragón, como José Alberola, juzgaron erróneo el que la Columna no se lanzara a la conquista de Zaragoza, basándose en dos factores: primero, en la explotación del momento psicológico, que daba el hecho de la victoria de Barcelona y Cataluña y, segundo, que el ataque no debía ser frontal, sino por Calatayud, por la izquierda de Zaragoza y por Tardienta a su derecha. Más tarde, cuando se evidenció ya imposible la conquista de Zaragoza, Durruti hubo de reconocer su error, que él lo justificó señalando el riesgo que entrañaba un ataque en el que podía quedar completamente diezmada la Columna y, con ello, el sacrificio estéril de los compañeros que la integraban.
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El profundo proceso revolucionario abierto en España atrajo hacia su tierra a infinidad de personas de las más variadas características: militantes, intelectuales, periodistas, políticos, historiadores, y, por supuesto, también a intrigantes y aventureros. La mayoría traía un cliché determinado, y bajo él deseaban apreciar los sucesos de la Península, por lo que sin conocer la historia de nuestro país ni las razones por las cuales se había producido aquella guerra, lo juzgaban todo con aires de suficiencia, observando a los españoles como bichos raros. A ese prejuicio se agregaba el hecho de que el anarquismo, que iba de capa caída en el mundo, se mantuviera lozano en España. Y, en consecuencia, como del anarquismo se tenía un falso concepto, no se podía aceptar que en España pudiera jugar un papel predominante en la vida del país como fuerza organizadora. Además, por una coincidencia histórica, en España se iba a replantear el debate que iniciaron, setenta años atrás, Carlos Marx y Miguel Bakunin. Era lógico que los seguidores de Carlos Marx se entregaran por sectarismo y siguiendo las órdenes de Stalin a denigrar cuanto no fuese obra de ellos, particularmente si los realizadores eran anarquistas. En el aspecto concreto del frente de Aragón, con relación a la organización de las milicias, los elementos de obediencia estalinista o trotskista intentaron imprimir un carácter castrense a sus fuerzas milicianas, pero hubieron de renunciar ante la oposición de los propios milicianos, aunque éstos no fueran voluntarios. El POUM intentó codificar la vida de las milicias bajo reglamento castrense, y hubo de renunciar. Aragón, con sus cuatrocientas colectividades agrícolas y los dieciséis mil combatientes de la CNT-FAI, había cambiado la fisonomía de su territorio en lo tocante a las relaciones sociales, y ya era imposible volver atrás.
La estructura “militar” de las milicias no satisfacía a los visitantes extranjeros, que la juzgaban ineficaz y condenada al fracaso. Koltsov, corresponsal ruso del diario bolchevique Pravda de Moscú, que visitó el frente de Aragón a mediados de agosto, se burlará de este sistema de milicias proletarias de la misma manera que sus colegas burgueses. No obstante, escritores y otros hombres mejor preparados para la comprensión de los problemas que presentaba la Revolución, rindieron homenaje a esas fuerzas revolucionarias que habían hecho retroceder a las fuerzas armadas insurrectas.
Entre estos últimos testimonios el más significativo de todos es el de George Orwell, combatiendo en Aragón, y no precisamente entre las fuerzas anarquistas:
“Los periodistas que se burlaban del sistema de las milicias pocas veces recordaban que éstas tuvieron que contener al enemigo mientras el Ejército Popular se adiestraba en la retaguardia. Y el mero hecho de que las milicias hayan permanecido en el frente constituye un tributo a la fuerza de la disciplina revolucionaria, pues, hasta junio de 1937, lo único que las retuvo allí fue la lealtad de clase”.
Orwell podía incluso ser más concreto, preguntando a esos periodistas: ¿Qué hubiera sucedido si esos milicianos, cuando se produjo la sublevación militar, en vez de salir hacia Aragón se hubieran metido en un cuartel para aprender la “instrucción” militar y marcar el paso? No hay que ser un lince para saber que, licenciado el Ejército por la República el 20 de julio, y pasadas las tres cuartas partes de los oficiales del mismo al bando enemigo, los rebeldes se hubieran adueñado de España en 24 horas, porque no existía un Ejército para impedírselo. Fueron esas milicias las que pararon, como pudieron, el avance de los sublevados. Cuando después de un año de lucha se contaba ya con un medio Ejército, infiltrado de estalinistas, fue, como escribe Orwell, el momento de atacar no a las milicias, sino a las bases sobre las cuales descansaban esas milicias.
“Más tarde se puso de moda criticar a las milicias y sostener que los fallos debidos a la falta de armamento y de adiestramiento eran el resultado del sistema igualitario… En la práctica, el estilo revolucionario de la disciplina merece más confianza… En un Ejército compuesto por obreros, la disciplina tiene que ser voluntaria… En las milicias, los abusos que son inherentes al Ejército no se hubieran tolerado un solo momento… Los castigos militares existían, pero eran aplicados en casos muy graves… La disciplina revolucionaria depende de la conciencia política, de una comprensión de por qué deben obedecerse las órdenes; necesita tiempo para formarse, pero también se necesita tiempo para convertir a un hombre en un autómata dentro de un cuartel. Dentro de las milicias se intentó crear una especie de modelo provisto de la sociedad sin clases…”.
En los primeros días de agosto, aunque no puede hablarse de inactividad, la actividad que se llevaba a cabo no satisfacía a Durruti. El no era hombre de estar sentado, ni tampoco partidario de pasar su tiempo en inocuas conversaciones, que son las que se desarrollan generalmente cuando se espera algo que no llega. Iba de un lado para otro, visitando los puestos avanzados e interesándose por todos los detalles que pudieran informarle del movimiento del enemigo. El amanecer era el momento más importante en la vida de Durruti, porque era a esa hora cuando llegaban los compañeros que habían salido en misión especial al campo enemigo o a la ciudad de Zaragoza; los informes que traían eran aprovechados para mejor reforzar las líneas defensivas de la Columna, y cuando eran de orden general, se retransmitían al Comité Central de Milicias Antifascistas.
Los golpes de mano en campo enemigo daban también sus frutos: bien fuera realizando prisioneros, haciendo saltar con dinamita posiciones enemigas o agenciándose armas o munición que comenzaba ya a escasear de manera alarmante. Pero todo esto era insuficiente para dejar satisfecho a Durruti. y fue entonces cuando fijó su atención en las colectividades campesinas que iban brotando por todo el Aragón liberado con una espontaneidad asombrosa. Las relaciones que se habían establecido entre las colectividades en el sector que ocupaba la Columna y la Columna eran sumamente fraternales. Los campesinos visitaban la Columna, bien fuera para traer víveres o para pedir a Durruti que visitara la colectividad y les diera su opinión de cómo marchaban allí las cosas. Durruti, generalmente, accedía de buen grado, y si no podía enviaba a Carreño u otro compañero, de los tantos que había en la Columna, que pudieran dar su opinión sobre la marcha de la Comunidad visitada.
En el curso de las visitas que efectuó Durruti a las diversas comunidades, valoró la importancia que dicha obra colectivista podía tener para la expansión revolucionaria, y también estimó los peligros a que esa expansión colectivista estaba expuesta si no llegaba a constituir una fuerza unida, y sugirió a los campesinos que crearan una federación que comprendiera todas las colectividades formadas en Aragón. Esa federación -les dijo- no sólo os dará una fuerza organizativa, sino que os permitirá también elaborar planes de conjunto que puedan poner en marcha una economía socialista libertaria. Eso era, según Durruti, tanto más urgente por cuanto había, por parte de los elementos que constituían algunas columnas estalinistas, un propósito deliberado de hacer la vida imposible a los colectivistas. Con la federación, pensaba Durruti, se crearán condiciones nuevas en las que la solidaridad entre los campesinos será la mejor arma de defensa contra los enemigos del colectivismo.
A la vuelta de una de esas visitas a las colectividades, propuso al Comité de Guerra que se diera a conocer a los milicianos la obra que se estaba realizando, y que en vez de permanecer ociosos colaborasen con los campesinos en esa época de la cosecha del trigo. Además, los que estuvieran mejor informados, podrían discutir con los campesinos sobre la sociedad libertaria y sus organismos económicos. Se recogieron varias iniciativas que se pasaron, en forma de volante, para su discusión en las centurias, a fin de que todo el mundo tomara conciencia de la obra que estaba naciendo en Aragón. Los resultados de esa iniciativa fueron altamente positivos. Grupos de jóvenes libertarios fueron los primeros en presentarse como voluntarios para llenar el papel de combatientes-productores. y ése fue el comienzo de lo que en breve sería la Federación de Colectividades Aragonesas, del Consejo de Defensa de Aragón.
Pero no todo era idílico. La guerra existía en su aspecto brutal, y Durruti era el primero que más conciencia tenía de ello, porque el modo de vida que la guerra impone termina por degradar hasta al más revolucionario.
“El fin del hombre no es acechar y matar, sino ¡vivir!, ¡vivir!…”, prorrumpía a veces Durruti, mientras daba grandes pasos por la sala en que se había instalado el Comité de Guerra. “Si esta situación se prolonga, terminará con la revolución, porque el hombre que salga de ella tendrá más de bestia que de humano…
Tenemos que darnos prisa, mucha prisa, para terminar cuanto antes”.
Estas reflexiones hacían nacer en Durruti una impaciencia devoradora. Muchas noches, sin poder alcanzar el sueño, abandonaba el jergón donde dormía y “se iba hasta los puestos de vanguardia, pasando junto a los centinelas horas enteras contemplando fijamente las luces de Zaragoza. Muchas veces el día le sorprendía en aquella actitud”.
A estas preocupaciones venían a agregarse otras que se derivaban de su función de delegado de Columna. Escuchar quejas de campesinos, que se lamentaban por el comportamiento de algunos hombres de su Columna en el pueblo. En general eran cosas mínimas, pero era el signo evidente de los vicios que provoca la guerra en el soldado, aunque sea miliciano, Cuando esto ocurría, trataba de llamar la atención del interesado ante la mayor cantidad posible de gente como medio de hacer reflexionar a la colectividad…
Pero a veces no bastaba la simple reprimenda. Un día encontró a un delegado de Centuria lejos de su sector, y preguntado qué hacía allí, le respondió que cinco hombres de su centuria habían abandonado la guardia y que les buscaba. Al fin se les encontró en un pueblo vecino, entretenidos en beber vino. Durruti se dirigió a ellos:
“¿Os dais cuenta de la gravedad del acto que habéis cometido? ¿No habéis pensado que los fascistas hubieran podido pasar por el puesto que habéis abandonado, y realizar una masacre entre los compañeros que os han confiado su seguridad? ¡Vosotros no sois dignos de pertenecer ni a la Columna ni a la CNT! ¡Dadme vuestros carnets!”
Los interpelados echaron mano a sus bolsillos y le dieron sus carnets, Aquello era lo último que de Durruti podía esperarse:
“-¡Vosotros no sois cenetistas, ni obreros; sois mierda, nada más que mierda! ¡Causáis baja en la Columna! ¡Iros a vuestra casa!”
Lejos de sentirse conmovidos, más bien parecían satisfechos y esa actitud exasperó aún más a Durruti:
“-¿Sabéis que las ropas que lleváis pertenecen al pueblo? Quitaos los pantalones”.
Y en calzoncillos fueron conducidos a Barcelona.
Durruti tenía la facultad de pasar de la irritación extrema a la calma más perfecta, debido a que no era una naturaleza mezquina. Llegado al Comité de Guerra, le dijo a Mora que llamara a Barcelona por teléfono porque deseaba hablar con Ricardo Sanz:
“-Ricardo, ¿estás enterado de que hay en Sabadell un partidillo político que tiene en su local ocho ametralladoras escondidas? Te doy 48 horas de tiempo para que me sean enviadas esas ametralladoras… Escucha, envíame también con ellas tres agrónomos”.
Y colgó el teléfono, ante la extrañeza de Mora y, seguramente, aún más de la de Ricardo Sanz, que no podía compaginar eso de ametralladoras con agrónomos. Aquel día Durruti había visitado varias colectividades, y en todas se lamentaban de no disponer de personal técnico. Algunas de ellas pedían agrónomos y otro personal técnico que pudiera orientarles sobre ensayos agrícolas que querían hacer sobre nuevos cultivos; y otras, en fin, se quejaban de que los militantes de mayor capacidad habían abandonado la colectividad para enrolarse en la Columna. Durruti tomó el nombre de los militantes reclamados que se habían inscrito en su Columna. Y los mandó llamar al Comité de Guerra. Cuando los tuvo presentes, les dijo:
“-Vuestros servicios no son necesarios en la Columna”.
Y viendo el efecto que habían causado sus palabras en aquellos campesinos cambió de tono y les dijo sonriendo:
“-No, no se trata de eso que vosotros pensáis. Yo sé que os batís bien. Que sois valientes y generosos, pero los compañeros de vuestros pueblos os reclaman, os necesitan para poder llevar adelante la obra que habéis comenzado… ¿Qué quedará, después de la guerra, de los tiros que pegamos? La obra que estáis realizando en vuestros pueblos es más importante que el hecho de matar fascistas, porque lo que vosotros matáis con esa obra es el sistema burgués. y lo que seamos capaces de crear en ese sentido será sólo lo único que registrará la historia”.
Textos están extraídos de la biografía Durruti en la revolución española escrita por Abel Paz. Fundación Anselmo Lorenzo 1996.