Las cárceles de mujeres

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por Alicia Fiestas Loza (Universidad de Salamanca, 1978)

No cabe duda (aunque no siempre se reconozca así) de que, en la actualidad, la mujer sufre los efectos de una discriminación, apreciables en los más diversos campos: el laboral, el familiar…. y un larguísimo etcétera. Mas lo que ocurre hoy ocurrió también ayer. Y, por supuesto, nuestros siglos XVII y XVIII no constituyen la excepción que confirma tan injusta regla.


Pues bien, entre los aspectos en los que, durante tales siglos, se manifestó más claramente aquella discriminación figura, en lugar destacado, la moral sexual. Valga, como ejemplo de ello, la consideración de que si el varón se creía facultado para gozar de las mujeres “ajenas”, incluidas las etiquetadas como “públicas y malas de su cuerpo”, a las mujeres “propias” (ya fueran esposas, hijas o hermanas) se les exigía una honestidad a toda prueba. Y… ¡ay de las que osaran desobedecer los cánones impuestos por el orgullo masculino!

La desigualdad entre uno y otro sexo tuvo también su reflejo en la esfera de las leyes penales. En efecto, nuestros monarcas, celosos defensores de la fe católica, se preocuparon por encauzar las costumbres de sus súbditos de la manera más acorde posible con los preceptos morales de esa fe. Y así, dictaron toda suerte de disposiciones para reprimir los “escándalos” o “desórdenes públicos” entre hombre y mujers. Ahora bien, al llegar a este punto quizá se pregunte el lector si realmente hubo diferencias de trato, puesto que los “escandalosos” a que afectaban esas medidas eran tanto aquellos como éstas. Pues las hubo. Y grandes, porque, además de que en la práctica se actuaba con un criterio favorable al varón, para el demandado sexo débil (y sólo para él) se ideó, en el siglo XVII, una cárcel que, por semejanza de “las galeras que navegan por el mar”, se denominó “la galera de las mujeres”.

LA GALERA DE MUJERES
Lo curioso es que la inventora de esta galera fue precisamente la fundadora de la “Casa de la Probación” de Valladolid, es decir, una mujer, “virtuosa y opulenta”, según la describen sus contemporáneos (y tal vez “resentida”, añadiría yo). La madre Magdalena de San Jerónimo, este era su nombre, estaba francamente preocupada porque las mujeres de su época habían perdido el temor a Dios y a la justicia y andaban haciendo un tremendo estrago en los “pobres” hombres. Pero… ¿todas las mujeres? Indudablemente, no. Aún las había “buenas y honestas”. Y, para evitar malas interpretaciones, la madre Magadalena enumeraba a las que, en su opinión, merecían el calificativo de “perdidas”. Enumeración a todas luces exagerada, porque en la misma se incluía no ya a las féminas que, llegada la noche, “salían como bestias fieras de sus cuevas a buscar la caza” y hacían caer a los hombres en gravísimos pecados, o, bajo el pretexto de ejercer un oficio homrado, abrían tiendas de “ofensas a Dios”, o, incluso, vendían muchachas “concertando el tanto o más cuanto como ovejas para el matadero”, sino a las que estando sanas para el trabajo daban en pedir limosna, cargadas con criaturas para mover a lástima, “aunque algunas nunca parecieron”, y a las “mozas de servicio”.
Estas últimas, sobre todo, eran el blanco de la santa ira de la madre Magdalena. Y es que ella se había percatado de que si en años anteriores las “mozas” sólo salían de la casa que les había tocado en suerte “para casarse o para la sepultura” en los tiempos que corrían apenas duraban “un mes”. Y las que lo duraban, aparte de estar llenas de vicios, trataban tan mal y ponían tantas condiciones “que más parece que entran para mandar que para servir”. De esta manera, las “mozas” pedían licencia para salir “una o dos noches a la semana”, preguntaban si había niños, si la casa tenía escaleras, si el pozo estaba fuera… Exigencias éstas que si son “inadmisibles” para las señoras de una época como la nuestra, en la que las empleadas de hogar han fortalecido su posición, mucho más lo eran para las damas de una sociedad, como la del siglo XVII, que se caracterizaba, entre otras mil cosas, por una tramenda dureza con el débil -fuera éste quien fuera-, al que identificaba, por sistema, con “el malo”.
¿Cómo remediar, entonces, semejante panorama? La madre Magadalena, tras muchas horas de piadosa meditación, creyó hallar dos soluciones al problema. La primera (y la principal, puesto que atajaba el mal en sus principios) consistía en la creación de unos colegios donde las niñas huérfanas fueran enseñadas con “cristiandad y policía” (obsérvese la extraña mezcla de términos), quitándolas “del peligro de perderse, de los cantares y bailes deshonestos y otras muchas malas inclinaciones” en que se habrían criado. La segunda estribaba en la construcicón de casa-galeras para recluir en ellas a las mujeres ya “perdidas”.

REGLAMENTO ESTRICTO
¿Qué era, cómo funcionaba y qué se pretendía con la “Galera de Mujeres”? La madre Magadalena, precavida y minuciosa (como buena monja), nos detalla todos estos extremos en una obrita que se publicó en 1608 (aunque fue escrita antes) y cuya importancia radica en constituir el primer reglamento formado para las cárceles de mujeres. Sigamos, pues, a la bienintencionada religiosa:
“Hase de tomar una casa -dice- en sitio muy conveniente, pero no muy solo ni muy alejado del pueblo por los grandes inconvenientes que de ello se podría recrecer. Esta casa ha de ser fuerte y bien cerrada de manera que no tenga ventana ni mirador a ninguna parte ni sea sojuzgada de otra casa ninguna”.
En el edificio se habría de poner “poco aparato”: un dormitorio, una sala de labor, una “pobre despensa”, una cárcel secreta “donde en particular sean castigadas las rebeldes incorregibles”, una capilla, un pozo y una pila para lavar.
Por otra parte, la galera debía contar con “todo género de prisiones, cadenas, esposas, grillos, mordazas, cepos, disciplinas de todas hechuras y cordeles y hierros” para que las reclusas, “de sólo ver estos instrumentos”, se atemorizaran y espantaran.
La administración y el gobierno de la cárcel corría a cargo de cinco personas: un hombre “casado de satisfacción”, con nombre y oficio de alcaide; su legítima esposa (“que sea honrada y de caudal”), una rectora, una portera y una maestra.

Construida la galera y nombrado su personal directivo, la justicia de la ciudad correspondiente tenía que dar, con la solemnidad acostumbrada, el siguiente pregón:
“Que ninguna mujer se atreva a andar vagando, ni ociosa, ni estar sin amo: poque la que así se topare será llevada a la galera y castigada conforme lo mereciese, y para que venga a noticia de todas y busquen amo a quien servir se les da de término seis dias. Item, que en entrando cualquiera moza forastera en el tal lugar vaya derecha a la galera a presentarse y a avisar a la mujer del alcaide, cómo buscar casa donde servir y sin haberse ido a registrar estará tres días en la galera en pena y castigo de su descuido.”

EL INGRESO EN PRISIÓN
Transcurrido el mencionado término los alguaciles estaban obligados a prender a “todas las mujeres perdidas que encontraran de noche por las esquinas, contones, portales, caballerizas y otras partes semejantes, y de día en las casa donde se dan limosnas, en posadas, mesones, campos y huertas”, presentándolas ante el corregidor, quien mandaría encerrarlas en la galera durante quince días, un mes o un año, según “la culpa lo demandare”.
Al ingresar en el temible establecimiento, a las pobres mujeres se les quitaban sus vestidos y galas y se les rapaba la cabeza. Estos lamentables trámites constituían el punto de partida de una nueva “vida” (si se le puede llamar así) para las reclusas.
Efectivamente, desde tal instante éstas quedaban sujetas a unos penosos deberes: permanecer en la galera durante el término prefijado por la justicia sin posiblidad alguna de comunicación con el exterior, llevar un ridículo uniforme (integrado por una “escofia de angeo gordo”, un “sayuelo alto” de paño aburielado, una “saltembarca colorada o amarilla” y unos zapatos de vaca o de carnero abrochados) y guardar rigurosamente el orden y la disciplina.
En este último punto la madre Magdalena se mostraba inflexible:
“El alcaide -escribía- y las demás personas a cuyo cargo está el gobierno de la galera han de procurar tener a raya estas mujeres, si quieren valerse con ellas, y así, si blasfemares, o juraren, póngalas una mordaza en la boca; si alguna estuviese furiosa, échenle una cadena; si se quiere alguna salir, échenla algunos grillos, y póngala de pies a cabeza en el cepo, y así amansarán; y dándoles muy buenas disciplinas delante de las otras, escarmentarán en cabeza ajena y temerán otro tanto. Conviene también que de noche duerman algunas de las inquietas con alguna cadena o en el cepo…, porque no estarán pensando sino por dónde irse, o cómo podrán aporrear a las oficialas, o mesarse unas a otras y hacerse cuanto mal pudieren”.
Sin embargo, lo derechos de que “disfrutaban” las reclusas eran mínimos: a la alimentación (consistente en “pan muy bazo y negro” o bizcocho, una tajada de queso o un rábano, una escudilla de berzas o nabos y, alguna vez que otra, un trozo de carne), al equipo carcelario (formado por una cama de tablas, jergón de paja, un cabezal de la misma materia y una o dos mantas pardas) y a su liberación, una vez transcurrido el término señalado.
Las normas para el desenvolvimiento de la vida carcelaria eran bien simples. La custodia interior de los locales estaba encomendada a las mismas personas que tenían a su cargo el gobierno y administración de la galera. Las enseñanzas de las “oraciones y doctrina cristiana” corrían de cuenta de la maestra. Para la asistencia espiritual el alcaide había de pedir -de cuando en cuando- a algunos religiosos que, “de caridad”, vinieran a decir algún sermón y a confesar a las reclusas. No obstante, al capellán, “por más santo que sea”, le estaba absolutamente prohibido hablar con éstas. Y el trabajo penitenciario tenía un doble objetivo: eliminar el ocio y sufragar los gastos de la galera.
Y la madre Magdalena no olvidó tampoco consignar el castigo que habían de recibir las “perdidas” recalcitrantes:
“Cuando alguna de estas mujeres saliere de la galera con mandamiento de la Justicia -expresaba- se le avise con veras que se guarde no volver otra vez a la dicha galera, porque se le dará la pena doblada y será herrada y señalada en la espalda derecha con las armas de la ciudad o villa donde hubiera galera, para que así sea conocida y se sepa haber estado dos veces en ella. Y si alguna fuere tan miserable que venga tercera vez a la galera, el castigo será tresdoblado, con protesta y apercibiemiento que si fuere tan incorregible que venga la cuarta vez será ahorcada a la puerta de la misma galera”.

DUREZA CONTRA EL “PECADO”
El reglamento de las cárceles de mujeres, pues, era duro. Tremendamente duro. Una simple ojeada al mismo basta para convencerse de que sus destinatarias quedaban no ya sometidas a unas espantosas condiciones, sino privadas de derechos tan elementales como puedan serlo la integridad física o la dignidad humana. Sin embargo, su autora, previendo estas críticas y otras semejantes, trataba de justificar tal dureza, alegando para ello ejemplos tomados de las Sagradas Escrituras. Y así, argumentaba: si Moisés desenvainó el cuchillo “cuando vió que los hijos de Israel habían adorado al becerro”, y si el mismo Jesucristo “tomó el azote para castigar a los profanadores del templo”, ¿no sería lícito emplear también el “rigor” en una empresa de la que habían de obtenerse tan extraordinarios resultados?
Y la madre Magdalena hacía una extensa relación de los “frutos” que esperaba de la galera: desterrar el ocio, “fuente y origen de todo pecado”; acabar con los malos ejemplos; tener unas mozas de servicio honestas, fieles y perseverantes; conseguir mejor el fin de la justicia, “que es la enmienda del delincuente y el escarmiento de los demás”; obligar a las mujeres “a bien vivir, por el miedo y horror que cobrarán a este castigo”, y, fundamentalmente, enmendar a las recluidas en la galera, porque “viéndose imposibilitadas de ofender a Dios por la obra, y sin esperanza de poderse sustentar por aquel mal camino, y libres de las ocasiones”, tendrían que marchar forzosamente por el sendero de la virtud. Castigar y corregir a las reclusas, dar ejemplo (atemorizando, claro está) a las demás mujeres “perdidas”, obtener una cierta utilidad: éstos eran, en definitiva, los fines perseguidos por la madre Magdalena.
Hasta aquí, pues, la idea que nuestra monjita tenía de la “Galera de Mujeres”. E inmediatamente surge una pregunta a la que es preciso dar respuesta: estos establecimiento, ¿fueron tal y como los había concebido su inventora? Lo fueron, gracias a la tenacidad de ésta.

LAS GALERAS SE DIFUNDEN
En efecto, la madre Magdalena de San Jerónimo, que en 1604 había dado muestras de gran energía al trasladar desde Flandes a Valladolid las reliquias de San Mauricio y San Pascual (por lo que fue premiada por el ayuntamiento vallisoletano con 200 escudos de oro), se dirigió a la corte con el propósito de entrevistarse con Felipe III. Ignoro los términos en que se desarrolló la entrevista, pero lo cierto es que la monja no volvió a su convento con las manos vacías, ya que consiguió que el rey ordenara la inmediata construcción de dos casa-galeras en Madrid y Valladolid. Y más tarde se fundarían establecimientos semejantes en Granada, Zaragoza, Salamanca, Valencia y otras ciudades importantes.
Inicialmente, las destinatarias de esas galeras fueron, como quería la madre Magdalena,las mujeres «perdidas». Así lo demuestra la pragmática de 5 de marzo de 1644, creando la galera valenciana, en la cual, después de expresarse que se debían eliminar los pecados de “concupiscencia y luxuria”), tanto por los daños que causaban en lo espiritual y temporal como por las atrocidades que de ellos se seguían, se ordenaba que las mujeres “deshonestes, mundanes, escandaloses y de mal viure”, así como «les terceres y alcabotes», dejaran su mala vida o abandonaran la ciudad, so pena de er «capturades y posades en dites Presons del Protal de Cuart y castigades conforme sera de justicia».
También es muy expresivo, en el mismo sentido, un decreto dictado por Felipe IV en 1656, en el que, con motivo de aproximarse la Semana Santa, se mandaba que se recogieran «tantas mugeres y muchachas de pocos años como están perdidas y de asiento en las plazas y puestos públicos») y se las llevara a la galera, «adonde estaran seguras esta Quaresma de hacer ofensas a Dios y se corregiran para adelante»). Decreto éste que, según nos relata don Jerónimo de Barrionuevo en sus célebres Avisos, fue muy bien cumplido, ya que las justicias prendieron inmediatamente a cuantas mujeres andaban «baldías por el lugar»), Ilevándolas «de diez en diez y de veinte en veinte” a la cárcel de mujeres, de manera que la misma llegó a estar «de bote en bote, que no caben ya de pies».
Con el tiempo, sin embargo, la población de las galeras se vio incrementada por las responsables de delitos que merecieran pena superior a la de azotes y vergüenza pública. De esta manera, fueron encerradas en aquellos establecimientos una «dueña» de Zaragoza que había envenenado a 22 individuos, unas gitanas de Granada causantes de fortísimos alborotos, una tal María Ortiz, autora de 17 hurtos domésticos en Madrid, a la que el rey había conmutado la pena capital por la de reclusión de por vida, y un sinfín de desgraciadas, ya que nuestros monarcas absolutos tuvieron la «gentileza» de imponer a las féminas solamente los castigos que pudieran cumplir, liberándolas de aquellos otros, como presidios y arsenales, en los que el trabajo -a su juicio- era excesivo para el esfuerzo físico de las mismas.
Por su parte, las procesadas por otros delitos eran recluidas, generalmente, en los restantes establecimientos penitenciarios, donde no siempre se mantenía la debida «separación de sexos». De otro lado, hay testimonios de que en las galeras se actuó con el rigor que pretendía la madre Magdalena. Y así, el conde de Mora, miembro de la Junta Suprema de Hospitales, de cuyos fondos se sostenía desde 1639 la galera madrileña,. se lamentaba en 1768 de que en la misma existían aún «grillos, esposas y mordazas». Y, por si era poco, el rígor se vio aumentado por el propio alcaide, quien, al decir del marqués de Astorga, no se detenía en «castigar y oprimir a su antojo» a las pobres reclusas.
Pero llegó un momento en que esta triste situación comenzó a cambiar algo. Veamos, por ejemplo, lo que sucedió en Valencia. En 1796, el capitán general don Luis de Urbina recibió, de parte del rey, el encargo de mejorar la casa-galera. Urbina tomó muy en serio su cometido y empezó por poner la cárcel de mujeres a cargo de don Vicente Joaquín Noguera, oidor de la Real Sala del Crimen, quien, en lo sucesivo, tendría que cuidar de «la dirección económica interior y gubernativa» de la galera y de la recaudación de los efectos pertenecientes a la misma, así como del suministro de vestuario (interior y exterior), comida y bebida a las reclusas. Por otra parte, Noguera quedaba facultado no sólo para imponer a éstas las oportunas correcciones, sino también para amonestar o, en su caso, remover al alcaide y demás dependientes del centro.
No contento con ello, el capitán general propuso además la creación de una Asociación de Misericordia, «a semejanza de la de Madrid», para ejercitar la caridad con las presas. La Asociación madrileña, a la que se refería Urbina, había sido creada en 1787 por el padre Portillo, presbítero del Real Oratorio del Salvador. Este sacerdote logró inculcar en el corazón de algunas distinguidas damas un ferviente deseo de ganar para la virtud los «corrompidos corazones» de las reclusas. Las damas se asociaron gustosas para tal fin y dieron comienzo a sus loables ejercicios en la galera, bajo la dirección de la condesa-viuda de Casasola, consiguiendo que las presas «se condujeran con moderación y limpieza y que hayan adquirido tal amor al trabajo que ningún semestre baja de 80 reales». Más tarde, las asociadas, en vista del éxito obtenido, extendieron su beneficiencia a las cárceles de villa y corte, donde crearon enfermerías y asistieron de muy diversas maneras a los presos de uno y otro sexo.
Pues bien, algunas nobles damas de Valencia (entre ellas figuraban las condesas de Peñalva, Almenara, Casal, Orgaz, Berledel, Castellar y Olocan; las duquesas de Almodóvar y Castropignano; la baronesa de Chert, y algunos otros títulos del Gotha «local») aceptaron también el reto de su capitán general y la Asociación de Misericordia de aquella ciudad quedó constituida en unos pocos meses, centrando su labor exclusivamente en la galera.
¿Cuál era y cómo se llevó a cabo esta labor? Según sus propios Estatutos, la Asociación tenía por objeto: hacer útiles a las mujeres «perdidas», inspirarles el temor a Dios y el amor al trabajo honrado, consolarlas en su prisión, enseñarles las labores «propias de su sexo» y suministrarles los materiales precisos para trabajar durante la reclusión.
El gobierno de la Asociación estaba confiado a una directora, una secretaria y una tesorera. Las asociadas se reunían en la galera los miércoles por la tarde. Inmediatamente pasaban a la sala de juntas, donde la directora designaba a dos de ellas para que visitaran a las enfermas y registraran los dormitorios, camas y trastos «a ver si están con aseo, limpieza y orden». Luego subían todas a los «Iaboratorios» para enseñar a las reclusas las labores de mano que estimaran convenientes. Aparte, en la primera junta de cada mes se hacía «revista general» de todas las prendas suministradas por la casa-galera.
Durante su permanencia en ésta las damas quedaban sujetas a unas estrictas normas: no podían dar limosnas; tenían que evitar las «chanzas y risas inmoderadas», así como las conversaciones sobre «novedades de mundo» o «negocios propios»; no deberían practicar diligencia alguna para conseguir la libertad de las reclusas; habían de arrojar fuera de sí todo pensamiento de vanidad, suprimiéndose, en consecuencia, el «tratamiento político» que a cada una le correspondiera e igualándose todas «con el sencillo tratamiento de Vm….y los Estatutos marcaban a las damas el camino a seguir:
«Su trato con las pobres -decían- será afable, lleno de caridad, pero sin bajeza, ni permitiéndoles la menor confianza, como darles la mano, abrazarse, y mucho menos besarse, ni aún poner la mano en las rodillas de las señoras cuando están sentadas, porque de la familiaridad se pasa a la llaneza, de la llaneza a la falta de respeto y, en llegando a este punto, todo se perdió con las pobres reclusas, que, por su desgracia, tuvieron una infeliz educación.”
Probablemente, las cristianas damas, debido a sus múltiples ocupaciones, habían olvidado que, muchos siglos antes, el propio San Pablo había dicho que la verdadera caridad “todo lo excusa”, y «todo lo tolera”. O también es posible que el apóstol de Tarso no estuviera de monja en los aristocráticos salones del siglo X~III.
Aun así, las damas intentaron, a su manera, mejorar las condiciones de la cárcel de mujeres. Por ello, se dirigieron al capitán general solicitando que se encerrara en ella a las prostitutas y alcahuetas y no a «las que han sido procesadas por otros delitos», ya que la poca capacidad del edificio y la cortedad de rentas, unidas a las enfermedades que padecían aquellas mujeres, habían ocasionado “constelaciones que algunos médicos tuvieron por especie de contagio”. Las damas obtuvieron del capitán general una misiva en la que, a pesar de reconocer que “de la mucha miseria” se había originado “una epidemia que se llevó a muchas y que infundió justos recelos de que se comunicase a la ciudad”, el capitán general afirmaba que, por el momento, era imposible mejorar la situación, porque los tribunales «no saben ni tienen otro castigo ni aplicación que dar a las mujeres de esta especie».La vida de la Asociación de Misericordia valenciana fue corta: terminó con la entrada en la península de los ejércitos napoleónicos.
Y, por último, nos queda la cuestión más importante: ¿cuáles fueron los “frutos” obtenidos de las «Galeras de las Mujeres”? Es evidente que la madre Magdalena de San Jerónimo, y con ella nuestros monarcas, consiguieron el castigo de las reclusas y, en muy pequeña escala, la utilidad.
Sobre este último punto hay datos concretos. Por ejemplo: desde el 1 de julio de 1799 hasta el 31 de diciembre del mismo año, en la galera de Madrid se hicieron 7 fajas, 127 calcetas, 14 labores de lana hilada y 356 de lino, 210 trenzas, 903 prendas confeccionadas, 122 bolsillos y 7 alfombras, cuyo importe fue de 3.431 reales de vellón. Y en el mismo semestre de 1803, en la galera de Zaragoza, se cosieron 122 camisas de lienzo, se hilaron 72 libras de cáñamo y 86 de lino, se hicieron 137 redecillas de seda, 2 pares de medias y 2 zagalejos de punto elástico, y se tejieron 468 varas de hilo. El producto de estas prendas ascendió a 1.527,06 reales.
Ahora bien, la pretendida intimidación dejó mucho que desear. Las mujeres “perdidas” no cambiaron su género de vida y, lo que es más, evitaron su reclusión en las galeras mediante la utilización de todo tipo de procedimientos: encontrando “amos”, a quien servir “temporalmente” trasladándose en bandadas a localidades donde no existían establecimientos de semejante especie… Precisamente una de estas ciudades “paradisíacas” fue Córdoba. Según nos cuenta el historiador Dominguez Ortiz, en 1785 el corregidor de la misma, viendo que las inesperadas turistas causaban «un daño a la salud y muchas inquietudes a las justicias y a los padres de familia», propuso “cargar un real por vecino sobre los propios de todo el reino” para crear una casa-galera en la que aquéllas trabajaran para ganarse el sustento.
Y es que, “cuando se llega a cierto nivel de desesperación el miedo no es freno suficiente, sin contar con que se aprende a sortear el peligro al castigo a fuerza de valor y de ingenio”, y algo semejante a lo anteriormente descrito ocurrió con la deseada corrección de las reclusas, quienes, en opinión de don Ventura de Arquellada, miembro de la Real Asociación de Caridad y buen conocedor de las cárceles, consideraban el encierro sólo “como un paréntesis de su depravada vida”.
Así pues, aquellas 2Galeras de las mujeres”, ideadas por la “virtuosa y opulenta” madre Magdalena de San Jerónimo, fracasaron en gran medida. O, al menos, eso es lo que yo pienso. ¿y cuáles fueron los motivos del fracaso? En realidad no hubo múltiples motivos, sino uno sólo, que la monja de Valladolid y nuestros monarcas absolutos no supieron (o no quisieron) descubrir: la subsistencia de las causas económicas y sociales que habían arrastrado a las pobres mujeres hacia la “mala vida”. Mientras existieran esas causas era bastante difícil (por no decir imposible) eliminar no ya la prostitución, sino cualquier tipo de delincuencia. Y así, ¿para qué servía recluir a las mujeres “perdidas” en la galera durante la Semana Santa si, pasado ese tiempo, se veían obligadas de nuevo a comerciar con su cuerpo? Quizá para tranquilizar las conciencias de nuestros elevados personajes. O tal vez ni siquiera para eso.

Nota: Este texto está extraído de uno de los “Cuadernos de Historia 16”, de octubre de 1978, sobre las cárceles en españa, que nos pareció interesante publicar por sus detalladas explicaciones sobre los comienzos y los porques de las cárceles de mujeres, pero no sólo como un documento histórico, sino como reflejo del origen de los actuales métodos represivos (aplicados ahora de una manera más sutil y silenciada), la relación con la institución eclesiástica, el negocio derivado del trabajo en la cárcel (ejemplo del CIRE en Cataluña) y su principal objetivo, es decir, el reencauzamiento de conductas antisociales que no se adecuen a los roles asignados por el orden establecido y que lo puedan poner en cuestionamiento.

Última actualización el Viernes, 12 de Agosto de 2011 17:02

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