CONTRA LA DERROTA

R-2657541-1295285615

No venimos de la nada

El presente es un espejo del pasado, en él podemos leer los cambios acontecidos, los momentos que desembocaron en los días actuales. Es un espejo deformado, eso sí, que necesita mirarse con cuidado. Los recuerdos quedan lejanos, las peleas por apoderarse de la historia lo deforman, lo transforman, lo ningunean, y así la mirada hacia atrás está cada vez más enturbiada, más obnubilada.

Muchas miserias actuales responden precisamente al resultado de las luchas del pasado. Nuestro presente es la herencia de todas aquéllas que lucharon por un cambio radical en las relaciones sociales, es la herencia de la trayectoria revolucionaria, y ésta es la historia del fracaso, de la derrota.

Hay algo distinto en el final del asalto proletario de los años 60 y 70, ya que se trata de una derrota que no se basó tanto en el exterminio físico del proletariado en lucha1, –como ya había sucedido en la mayoría de los enfrentamientos de clase, por ejemplo en la Unión Soviética de los años 20 o en la posguerra del Estado español–, como de una abdicación de sus principios y valores y de una paulatina integración en la mentalidad moderna, en los códigos y comportamientos que generalizaba el Capital.

Sobra decir que en toda guerra hay muertes, por supuesto, pero de lo que hablamos es de que esta derrota consistió, sobre todo, en la asunción de una manera de pensar que negaba la cultura y la tradición obrera hasta entonces desarrollada, y alababa y se sometía a la de su hasta entonces enemigo de clase, el Capital.

El campo de batalla en el que pelearon las proletarias era un mundo en constante transformación, un mundo que cambió vertiginosamente su imagen hasta que no se reconoció, un mundo que se travistió e hizo perder a todo el mundo en su falsa novedad, un mundo al que una nueva intelectualidad llamó posmoderno cuando en realidad no se cambió esencialmente nada.

Lo que filósofas, sociólogas y otras intelectuales llamaron transición de la modernidad a la posmodernidad es un conjunto de cambios que no operan en un momento concreto, sino que son, en realidad, el desarrollo del capitalismo, el curso de su progreso. La evolución y transformación del tejido productivo, la ciencia, el saber, la técnica, la velocidad a la que circula la información y el nuevo papel que la entroniza, etc., son el resultado de una acumulación de conocimiento para incrementar la rentabilidad, la eficiencia y la máxima solvencia productiva; así pues, son una mejora del capitalismo. Estos cambios económicos favorecieron la mutación paralela de la mentalidad de la gente: sus costumbres, sus creencias, sus valores, el ocio, la manera de relacionarse con una misma y con las demás, etc.

Hemos asistido a una transformación económica, social, política y cultural, pero ¿qué significado tiene? De estos cambios decimos que no representan un nuevo sistema, una nueva sociedad o nada que se le asemeje, no son una ruptura clara con lo que se definía como modernidad. El orden que reina actualmente es el mismo que nació de la mano de la burguesía, sus fundamentos son los mismos: preservar la sociedad dividida entre aquéllas que dirigen y aquéllas que obedecen, reproducir el individualismo como unidad indiscutible, extender e imponer por todas partes las relaciones económicas que permiten la mercantilización de todo y la acumulación de capital. Evidentemente que la sociedad ha cambiado, pero sobretodo lo que ha cambiado es la manera de pensar y hacer de las personas, y con ello se ha favorecido la victoria aplastante del capitalismo.

El presente como derrota

Los códigos y comportamientos que caracterizaron y definieron al proletariado en lucha contra el Capital –su solidaridad, reciprocidad y apoyo mutuo, su vida social en el trabajo y los barrios, su visión del mundo que dotaba a las cosas y bienes de un carácter totalmente social en lugar de económico, etc.– son los de una comunidad de iguales que se oponía a la sociedad capitalista. Con su derrota, con la desaparición de la clase obrera se diluyó también su comunidad, las individuas volvieron a ser sólo eso y las relaciones que habían tenido se tornaron extrañas, hasta que desaparecieron y sólo se pudieron ver puntualmente caricaturizadas.

Todos estos cambios que definen al ser occidental actual, su modo de actuar, su modo de ver el mundo, son analizados por las intelectuales del Capital. Una parte importante de este pensamiento posmoderno niega la revolución, de hecho, más que negarla deja de hablar de ella, asumiendo en este gesto que ninguna ruptura real es posible. Este pensamiento, al abandonar toda empresa revolucionaria, se limita a describir el mundo, sus capilaridades, sus complejidades y «los dispositivos que operan en sus intersticios», por hablar en sus propios términos. No podemos negar sus valiosas aportaciones en este campo aunque tampoco podemos negar que tales aportaciones son dadas a las revolucionarias, a las más interesadas en perpetuar las condiciones de dominación así como también a aquéllas que aspiran a hacer menos doloroso el sufrimiento haciendo, en muchos casos sin darse cuenta, que éste pueda perpetuarse.

Hablan de sociedad del riesgo, sociedad líquida, de la comunicación, sociedad-red… y se evita, a toda costa, hablar de la continuación de aquello que no ha cambiado: las relaciones de producción y reproducción capitalista. Se evita hablar del trabajo y se habla del consumo, de las emociones, de la precariedad o de la liquidez, pero nunca de la explotación. Se habla de todo menos de capitalismo.

Aun así, pensamos que podemos aprovecharnos de algunos de sus planteamientos para explicar cómo, en algunos casos, hacen una propaganda descarada del mundo que defienden y, en otros casos, cómo aciertan en ciertas miserias que se han generalizado y que debemos destapar para poder superarlas y alejarnos unos pasos de esta derrota que sufrimos.


Se nos dice que ha habido la revolución del individuo a la que llaman la emancipación de lo individual de la tiranía de las masas. Gracias a la oferta del mercado neoliberal la gente puede más que nunca elegir un modo de vida acorde a las necesidades y gustos individuales (ropa, música, comida, modo de vida, deportes, aficiones, etc.)2 y no sujeto a las reglas y normas colectivas. La elección ahora recae en cada persona que es libre de elegir su propio estilo de vida. La vida uniforme y dirigida, donde la mayoría de elecciones se tomaban en base a lo que pensaba la mayoría ha desaparecido.

Ante todo, lo que quieren es convencernos de que somos totalmente libres. De lo que no hablan tanto es de que esta supuesta libertad está sujeta a una tarjeta de crédito y que las elecciones que nos permiten hacer se reducen a las mercancías que nos venden. Estos diferentes estilos de vida no se refieren obviamente a que podamos adoptar las costumbres de, por ejemplo, los guayaquis del Paraguay. Está claro que si durmiésemos todas juntas en cabañas, fuéramos polígamas, nos dedicáramos a cazar jabalíes y recoger lo que nos viniera en gana para luego hacer grandes festines en plaza Sant Jaume acabaríamos en prisión. Entonces, cabe preguntarse a qué se reducen esas elecciones que nos permiten hacer y si realmente esta cultura individualista es algo propio o bien responde a una educación/domesticación feroz desde nuestros primeros años de vida. Vivimos sujetas y subordinadas a la necesidad de acumulación del Capital, y las empresas, el gobierno, las diferentes instituciones y organizaciones que integran esta sociedad estimulan, conminan, seducen, obligan para que esto sea así. Si la libertad, en un mundo basado en el dinero y la mercancía, se reduce a poder vestir de punk o llevar un fular verde que no haga juego con un jersey amarillo a topos rojos; o bien poder hacer esquí en los Alpes suizos y surfear en la costa cantábrica, nosotras decimos que eso no es ser libre porque siempre se está sujeto a las necesidades y exigencias del capitalismo. Porque estos deseos, estas modas, estas elecciones se refieren a algo superficial, no a lo esencial, no al modo como queremos vivir. Porque desde muy pequeñas nos han invitado, lobotomizado, domesticado para que tuviéramos unas necesidades que nunca fueron nuestras sino las que le convenía a la forma económica y de gobierno que ordena y dirige el mundo que habitamos.

En nuestros ambientes esto se reproduce en la medida que creamos un mundo donde en lugar de emanciparnos de estas necesidades impuestas nos limitamos, generalmente, a convertirlas en más baratas. Hay más interés en pagar un euro por una cerveza o ver un concierto gratis que en formarnos y aprehender otras formas de socializar y estar. Muchas de nosotras nos dejamos seducir también por las posibilidades que nos brinda el dinero: viajar, tocar instrumentos, hacer serigrafía, integrarnos en una cooperativa de consumo ecológico, etc. Precisamente en la satisfacción de muchas de estas posibilidades nos entregamos al culto a una misma, a este narcisismo que tanto criticamos y al final también reproducimos. Éste es uno de los motivos por el cual para muchas de nosotras es más importante enriquecerse espiritualmente viajando a Kuala Lumpur que seguir pegando carteles; son mucho más importantes las clases de judo que una asamblea mal puesta un miércoles por la tarde. Con esto no queremos hacer apología del carácter militante del sacrificio y el ascetismo existencial, sino que queremos señalar que con la excusa de la satisfacción de deseos y necesidades, creamos una brecha entre la política y la vida, en lugar de percibir todas las actividades que hacemos en esta pelea política por una vida donde nosotras seamos sus dignas soberanas. Y no, no sólo queremos ser libres para escoger individualmente qué actividades hacer, queremos ser libres para poder discutir y participar de la vida en común.

Y cuando «hacemos política», ¿cuántas veces lo hacemos para adquirir ese rol que da sentido a un malestar existencial? ¿Cuántas veces hemos reproducido esa necesidad que tenemos para afirmarnos cuando no atendemos en una asamblea y sólo esperamos nuestro turno para escucharnos a nosotras mismas a gusto? ¿Cuantos proyectos se han ido al garete porque una relación ya satisface nuestras necesidades o bien porque conseguimos un trabajo bien pagado?

Ante esta confusión general y la ausencia de conciencia, caemos en formas de militancia acordes con estos tiempos que vivimos. No hacemos lo que nos parece necesario, no tenemos una visión global, hacemos únicamente aquello que nos gusta o apetece. La crítica a la militancia nos ha servido a muchas y en muchos momentos para justificar nuestra inacción tras una supuesta inutilidad del encartelar, repartir octavillas o colgar pancartas que, cierto es, no dan un resultado inmediato a nuestros esfuerzos. El culto a lo inmediato y el hedonismo se ven reforzados por la dificultad de incidir directamente sobre una realidad que nos supera. Cuando toda perspectiva de un cambio real se hace tremendamente difícil, cuando todo está por crear, lo político da paso a lo terapéutico. Cuando no sabemos cómo confrontar la realidad, cuando desconocemos qué es lo que puede superarla y, por tanto, hacia qué o por qué luchar, sólo nos queda adaptarnos, de la manera menos traumática posible a esta –aparentemente inmutable– realidad. Flores de Bach, risoterapia, teatro, psicofármacos, huidas puntuales a escalar a los Pirineos, la discoteca o la cafeta del próximo viernes… terapias tenemos todas, la cuestión es que seamos conscientes de cómo éstas nos permiten sobrevivir en este mundo sin necesidad de mutarlo, y de cómo si no intentamos superarlas acabaremos acomodándonos a éste.

El fin de las utopías y de las grandes ideologías. Se acabó el tiempo en el que se pensaba globalmente, en sistemas sociales que pusieran fin a los problemas de forma integral. Ahora asistimos no tan sólo a un generalizado desengaño y descrédito de la clase política sino que somos incapaces de creer que este mundo pueda llegar a cambiar de manera radical. Así pues, dedicamos nuestros esfuerzos a problemas parciales motivados por nuestra particular sensibilidad y que responden a intereses personales: ecologismo, consumismo, desastres naturales, el hambre en el Congo, etc.

Si bien es cierto que hoy en día se han extendido ciertos aspectos positivos alrededor de la política como la desmitificación de los líderes o de las grandes organizaciones (hasta ahora incuestionables), también es cierto que este cambio de mentalidad se ha basado más bien en una apatía generalizada y en un dejar hacer que en otra cosa, un desencanto político relacionado sobretodo con una renuncia a un cambio real.

Entre muchas de nosotras este aplastante ambiente de victoria capitalista se ha traducido en creer imposible la revolución. Por eso nos hemos vuelto tan humildes en nuestras exigencias y conflictos políticos y tan celosas de nuestra pequeña parcela de libertad individual. Esta impotencia hace que nuestros proyectos sean tan endebles como nuestra apuesta por una sociedad diferente.

El relativismo ha sustituido a los ideales e ideas absolutas. En la modernidad se tenían unos valores y unas creencias que no se podían transgredir y que se pensaban que eran (o debían ser) universales e incuestionables. Hoy día, en cambio, asistimos a una gran tolerancia y respeto por los distintos modos de entender y hacer en el mundo, se elogia la diferencia, la pluralidad y la multiculturalidad como valores positivos. Ya no estamos seguras de que exista una verdad sino que todo se reduce a puntos de vista. El etnocentrismo y eurocentrismo han perdido fuelle frente al pluralismo.

Desde el Poder este relativismo se da siempre y cuando se limite a la charlatanería. Aunque vemos que desde ciertos sectores se estimula esta tolerancia respecto a los distintos modos de entender el mundo y la vida, parece que se haga más bien como espectáculo: es hipócrita ver que en un momento como el que vivimos, donde se ha aniquilado toda forma alternativa a la dominante, se nos invite a pensar en algo diferente. Lo cierto es que sí se ha difundido una extraña idea acerca de lo inteligente, culto o progresista que se es cuanto más respetuoso con los distintos modos de pensar, cuanto más se reduzca todo a meras interpretaciones, posibilidades, acerca de una única realidad. De ahí la idea de que no existen «buenos» ni «malos», de que todas somos responsables, como si cualquiera de nosotras tuviera la misma responsabilidad ante el mundo que el gabinete de dirección del Banco Santander. Nos han desarmado frente a los discursos del Poder, mientras ellas siguen teniendo una verdad absoluta amparada en sus leyes, cárceles, policía, etc., se han difuminado nuestras indicaciones políticas, nuestros principios que constituían nuestra integridad y dignidad. Ahora nos limitamos a opinar y nos negamos a reclamar nuestras verdades como si eso fuera una cosa de dogmáticas de izquierda de los años 20 o 70. No debería haber ninguna vergüenza en proclamar que ciertas verdades están de nuestra parte.

Vivir el presente sin pensar en el futuro. Se ha desarrollado una cultura del presente que se ha traducido, sobretodo, en el éxito de la novedad, el consumo de modas, el seguir atropelladamente lo nuevo haciendo tabla rasa cada vez con lo que ha quedado rápidamente desfasado; la búsqueda del placer inmediato; el culto a lo joven y el aborrecimiento por lo viejo, etc.

Sencillamente, esto responde a una necesidad de mercado, de consumo. Cuando a los cuatro vientos se nos dice que vivamos y disfrutemos del presente no se nos conmina a hacer nada más que a gastar nuestro dinero, a derrochar, olvidando el esfuerzo que requiere conseguir todo eso que desechamos. Como si cada día tuviera que ser el último, vivir a tope, gastando a tope, como si en la vida no pudiera haber sitio para el silencio, para no hacer nada, para meditar, etc. Esta lógica del carpe diem es una mamarrachada propagandística para uso de la economía. Si no, ¿por qué los miles de anuncios y estímulos que recibimos para vivir al día se tornan mensajes de cautela cuando no se tiene un duro? Entonces llaman a la responsabilidad, a la austeridad, a hacer planes de futuro.

Deberíamos fijarnos en cómo también nosotras caemos en ello y en cómo esta «cultura del vivir el momento» se traduce en nuestra insatisfacción permanente por no poder ver los resultados de nuestra acción política de forma instantánea; en la imposibilidad de tener una estrategia a medio y largo plazo, limitándonos, demasiadas veces, a hacer sólo aquello en lo que veamos efectos inmediatos.

El desencanto por la ciencia y el progreso, en la esperanza racionalista. Hoy en día existe un descrédito de la razón como motor para la mejora social al mismo tiempo que existe un culto irracional por los miles de fetiches tecnológicos que produce.

Si bien es cierto que la fe en la «cultura» y la razón para la mejora de las condiciones sociales han entrado en crisis no es tan cierto que exista un descrédito general de la ciencia y el progreso. Básicamente lo que ha cambiado respecto al racionalismo es la perspectiva. Antes había la esperanza de reducir el tiempo de trabajo asalariado y las condiciones que tiranizan nuestro tiempo en pos del beneficio capitalista, ahora se cree que la tecnología y la ciencia nos salvarán de todos los males que ellas mismas provocan: la crisis ecológica y alimentaria, las enfermedades, etc.

El fetichismo por la tecnología ha dado pie entre muchas de nosotras a la apología del ciberactivismo. Si bien es cierto que hay herramientas con ciertas ventajas como la inmediatez de la información o la mayor capacidad de difusión, intentar hacer un alarde de mayores posibilidades como las macroasambleas o referendums internáuticos nos parece cómico, cuando no peligroso. Las imágenes pueden resultar ilustrativas cuando queremos hacer alguna campaña de denuncia como también pueden resultar ilustrativas para un juez cuando nos condena3. Internet puede ofrecer ventajas para difundir informaciones pero es la conciencia de la gente, la receptora del mensaje, lo que verdaderamente permite la difusión, si no se convierte en un patio de colegio donde el ruido nos imposibilita entender las palabras que se gritan.

Incremento de las capacidades técnicas de control y disminución de la sociedad disciplinaria. Vivimos en una sociedad que gestiona las desviaciones de los comportamientos con mucha más voluntad terapéutica que coercitiva. Las técnicas de control social despliegan dispositivos cada vez más sofisticados y humanos. Las coacciones y el uso de la fuerza bruta, la represión para reeducar han disminuido al mismo tiempo que se ha desarrollado unas técnicas correctoras más bien basadas en la comprensión y la libre disposición de las máximas elecciones posibles. Las instituciones tienden a persuadir más que a obligar y se adaptan a las motivaciones y deseos de sus ciudadanas. Incitan a la participación, promueven y habilitan el tiempo libre y el ocio.

En el intento de explicar esta sociedad como la más libre que pueda llegar a existir, nos dicen que la represión como antaño se ejercía ha disminuido. A pesar que efectivamente las técnicas de control han cambiado, se han modernizado, hoy en dia existen muchos más dispositivos coercitivos y la voluntad represiva es la misma de siempre. Las poderosas guardan su mundo con el mismo celo que antes y hechos como la normativa de control del espacio público o el endurecimiento del código penal así lo avalan. Centros de menores, centros para migrantes, expulsiones, cárceles, estadísticas de delincuencia, despidos por indisciplina, etc. La represión es clara y habla por sí sola. Lo que sí que podemos afirmar es que la lógica capitalista se ha insertado tanto en la mentalidad de la población que la represión desde fuera se ha visto cada vez más complementada, que no suplida, por la represión desde dentro, actuando cada una como policía de sí misma. Como señalamos, no se trata de un desplazamiento total de la modalidad de represión sino tan sólo de un perfeccionamiento, de una ampliación y/o de una coexistencia.

Contra la derrota

El proyecto moderno entiende la historia como una evolución lineal, en la que por medio de la razón se progresará continuamente hasta una meta definitiva. El sentido de la historia era la realización de la civilización, entendida por la burguesía como la libertad individual para el libre cambio y el derecho de igualdad ante la ley contra la opresión estamental. Desde la formación del Estado moderno tras la Revolución francesa, intentan legitimar el capitalismo como una forma natural de relación social y no como un artificio. Sus teóricas sostienen que a lo largo de la historia, si las individuas se relacionaban libremente el orden social que de forma espontánea siempre resultaba era el intercambio de mercancías. Por este motivo, si la victoria de la burguesía en la revolución garantizaba la «naturalidad de las relaciones sociales», en realidad ponía las bases para alcanzar la meta definitiva en cuanto su proyecto se extendiera a todas las partes del planeta. Había existido una historia, pero estaba llegando a su fin.

Sin embargo, el desarrollo del movimiento obrero, tanto de tendencia anarquista como marxista, al reivindicar y luchar por otro tipo de relación social, y después de la victoria de la Revolución rusa y de la experiencia revolucionaria en la Península ibérica hasta 1937, evidenciaba que el capitalismo era un producto histórico concreto, una creación de los propios seres humanos y, por lo tanto, modificable. Su supuesta naturalidad era sólo un juego ideológico para justificar una validez universal y eterna. Pero esta esperanza en la revolución, en superar esta etapa histórica para llegar a una nueva meta también reclamada como definitiva, se ha ido desvaneciendo a medida que el Capital se imponía militarmente. La derrota en la guerra civil tanto española, como en la italiana, griega o portuguesa, las dictaduras militares en América Latina, la represión al movimiento autónomo en los 70 y el descomunal fracaso de la Revolución rusa, allanaron el camino para una implantación totalitaria del capitalismo. Al haber dejado de existir algún tipo de oposición real u otra alternativa, y junto con el triunfo de la sociedad de consumo, proclaman desde 1989 que a partir de ahora viviremos en este eterno presente. El fin de la historia, de las utopías o de las ideologías es la negación absoluta de una nueva revolución. Pero si bien representa la característica definitoria de la posmodernidad, en realidad constituye la fase más perfecta del propio proyecto moderno, del triunfo del Capital a escala planetaria y de la democracia como su forma política más amable, justa y participativa.

A medida que en Occidente aumentaba el nivel de vida y aparecía la gran clase media, es decir, con la llegada de la sociedad de consumo y el estado del bienestar, el enfrentamiento contra el sistema perdería paulatinamente el sentido del proyecto histórico de la lucha de clases. A partir de entonces, se dejaría de combatir «contra» la explotación del capitalismo y comenzarían a aparecer una multitud de movimientos «a favor de», empezando en los años 60 por los derechos civiles de la población negra en los Estados Unidos, y apareciendo o integrándose luego el movimiento feminista, el de gais y lesbianas, el pacifista, el ecologista, el vegetarianismo, o más recientemente el de consumo ecológico4. Es decir, la derrota de la anterior lucha utópica dio lugar al pluralismo de la actualidad. La posmodernidad en el ámbito de las luchas políticas de antaño es el desconcierto provocado por la crisis y posterior desaparición de una alternativa concreta, la cual ha generado la aparición de multitud de luchas sociales, una heterogeneidad de críticas parciales que al atender generalmente a su problema particular, muchas veces pierden de vista contra quién se están enfrentando. La estrategia del fin de la historia se encarga de promover que la lucha de clases ha acabado. En los tiempos actuales, difunden que el agente revolucionario sería «la no clase de no trabajadores»5, sustituyendo la noción de clase por la de sujeto individual. Ahora el enfrentamiento es de mujeres contra hombres, estudiantes contra profesoras, negras contra blancas, gais y lesbianas contra heterosexuales, etc. En definitiva, lo que buscan es que los movimientos sean interclasistas, que las identidades no puedan ser definidas por nuestra condición de explotadas, sino por lo que consumimos cuando salimos del trabajo. Es decir, el objetivo del sistema es negar que el capitalismo tenga algo que ver en la opresión de nuestras vidas.

Los movimientos sociales actuales, al haber nacido durante la derrota, generalmente han asumido la parcialidad posmoderna, y sus luchas dejan de englobarse en un conflicto constante contra el Estado y el Capital. De la misma manera que los sindicatos dejaron de hablar de la transformación del mundo y que los partidos de izquierda renunciaron al marxismo, la integración y la disolución de la lucha de clases también ha afectado a las antagonistas. No creemos que eliminando el capitalismo eliminaremos todas las formas de dominación, y es evidente que para la construcción de una sociedad más libre es necesario combatir el patriarcado, el racismo, o la homofobia. Pero el problema consiste en que si estas luchas se toman de forma fragmentada y parcial, el único resultado que se obtiene es el propio perfeccionamiento, mejora o humanización de este sistema6. La prueba de esto nos la da el hecho de que estos «derechos» han sido más reconocidos en países donde el capitalismo se encuentra más desarrollado, como en Holanda donde el líder del partido de extrema derecha es homosexual, o como en Inglaterra donde el veganismo tiene su propia industria, mientras que en Grecia o en Sudamérica, con su carne y su machismo, continúan enfrentándose a la explotación diaria del Capital7.

Lo plural, lo fragmentado o la diversidad no existe cuando se trata de dirigir el mundo. El capitalismo moderno es uno sólo y cada vez está más presente en todos los ámbitos de nuestras vidas. Es mucho más que una estructura económica, y tanto el Estado como la democracia no pueden entenderse fuera de él. Es universal, único, y actualmente estamos viviendo su etapa más perfecta de dominación. Lo único que ahora está fragmentado, dividido y se considera plural son los movimientos en oposición o por la mejora del sistema. Lo único que ahora es heterogéneo son las críticas al Poder, pero éste está más fuerte que nunca. Es por esto que la posmodernidad, por mucho que se difunda que reacciona ante el proyecto moderno, es su propia culminación, extendiendo la democracia del Capital como la única realidad posible en el mundo.

Aunque algunas pensemos que llevamos dentro el germen de una sociedad futura al intuir alguna posible forma de superar la realidad, lo cierto es que ésta se encuentra enteramente dominada por la compra y venta de mercancías y que nosotras mismas llevamos otro germen mucho mayor, mucho más extendido, sobre las múltiples capas que conforman nuestro imaginario: el germen del individualismo capitalista, de la separación entre economía, política y vida. Aunque intuimos que es posible otra forma de existir, tan sólo somos capaces de pensarla en el reflejo de aquello que negamos, conformándonos demasiadas veces, por ejemplo, con la búsqueda de «otra economía» en vez de una crítica radical de la economía y de las relaciones que de ella se desprenden, volviendo así recuperable cualquier discurso que de entrada parezca antagónico. Es la retícula sobre la que se apoyan nuestros gestos la que está impregnada de la cultura capitalista, cualquier proyecto que se apoye en ésta está condenado a aumentar los márgenes de nuestra derrota.

Pero ¿cómo la superamos? Más allá de nuestra asumida pluralidad individual, deberíamos reconocer que hoy, al igual que antes, lo único que nos iguala a la gran mayoría es nuestra condición de explotadas, ya sea mediante un trabajo asalariado separado de la vida que queremos vivir o bien encontrando mecanismos para huir de él. Somos conscientes que el Poder ha desprestigiado tanto a las críticas utópicas que hoy día es tabú pronunciarse en este sentido. Planteamos la necesidad de relacionar la multitud de luchas parciales, pero con el objetivo de quitarles su demanda de mejora de valores y de condiciones individuales. Para que las luchas antipatriarcales, contra la homofobia, antidesarrollistas o por el cooperativismo económico sean irrecuperables, no deben plantearse como una apuesta por la educación, o la sensibilización de cara a crear unos nuevos valores sociales, sino que debe enmarcarse en una lucha conjunta que apueste por la eliminación del Estado y del capitalismo. Incluso algunas posmodernas lo dejan claro: «vamos a estar permanentemente en el presente, y quienquiera que quede insatisfecho ha de saber que una negación absoluta del presente terminará con toda probabilidad en una total pérdida de libertad o en una destrucción total»8. No queremos mejorar el presente, no asumimos el fin de la historia. Nuestros comportamientos o ideas no serán modificados por la crítica intelectual, mediante la concienciación, sino sólo mediante la transformación práctica de las relaciones sociales existentes. Que no la crítica, sino la revolución es la única fuerza que poseemos para alterar el curso de la historia.

__________________________________________

Notes

1 Nos estamos refiriendo a las luchas revolucionarias desarrolladas en el seno de las llamadas democracias occidentales. Exceptuamos, por ejemplo, el caso de América latina donde sí se desarrolló una aniquilación sistemática de la disidencia política.

2 Esta idea se desarrolla extensamente bajo el nombre de proceso de personalización en La era del vacío de Gilles Lipovetsky.

3 Varios casos represivos se han desarrollado en la ciudad de Barcelona a raíz de las imágenes tomadas por periodistas. Un ejemplo de ello fue la manifestación en apoyo al Forat de la Vergonya realizada en octubre del 2006. Una de las pruebas para poder acusar a una de las detenidas es la secuencia fotográfica que una periodista estuvo haciendo desde el principio de la manifestación. ¿Hasta cuándo seguiremos tratando con respeto a estas chivatas?

4 Si bien este proceso de auge comienza en los años 60, es a mediados de los 80 cuando se asienta definitvamente para llegar a la amalgama de «movimientos» existentes.

5 Groz André, Farewell to the working class, South End Press, Boston, 1982.

6 Y esto también nos puede pasar si encaramos el anticapitalismo sólo como la lucha contra sus aspectos económicos. Es por esto que entendemos por capitalismo no únicamente un sistema de dominación económica sino el conjunto de relaciones sociales que ha sabido integrar para su perfeccionamiento a esas dominaciones que, aún pudiendo existir sin él, en su combinación se han transformado en una versión aún más compleja y perfecta.

7 Aunque seguramente esta aclaración sobre, aquí intentamos reflejar una realidad y no hacer una escala de valores.

8 Agnes Heller y, Ferenc Feher, Políticas de la posmodernidad, Península, Barcelona, 1989, p. 161

(extraido da Terra Cremada n. 2,)