Bakunin: ‘Escrito contra Marx’

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(…) una explotación y necesariamente, también, para una comprensión solidaria a través de todas las diferencias políticas actualmente existentes entre muchos Estados.

Siendo la explotación burguesa solidaria, la lucha contra ella también debe serlo; y la organización de esta solidaridad militante entre los trabajadores del mundo entero es el único fin de la Internacional. Este objetivo tan simple y tan bien expresado por nuestros primeros estatutos generales, los únicos legítimos y los únicos obligatorios para todos los miembros, secciones y federaciones de la Internacional, ha reunido bajo la bandera de esta Asociación, en el lapso de ocho años apenas, mucho más de un millón de adherentes y la ha convertido en una verdadera potencia; una potencia con la cual los monarcas más poderosos de la tierra se ven, hoy en día, obligados a contar.

Pero toda potencia atrae a los ambiciosos y el señor Marx y compañía, que pareciera que jamás se han dado cuenta de la naturaleza y las causas de esta potencia a la vez tan joven y tan prodigiosa de la Internacional, se han imaginado que podrían hacer de ella un trampolín o un instrumento para la realización de sus pretensiones políticas. Marx, que ha sido uno de los iniciadores de la Internacional -he aquí un titulo de gloria que nadie podrá discutirle- y que durante ocho años ha constituido prácticamente solo todo el Consejo general, hubiera debido comprender sin embargo, mejor que nadie, dos cosas que saltan a la vista, y que sólo la ceguera inherente a la ambición vanidosa ha podido hacerle desconocer:

1.° Que la Internacional no ha podido desenvolverse y extenderse de una manera tan maravillosa sino porque ha eliminado de su programa oficial y obligatorio todas las cuestiones políticas y filosóficas; y 2.° que no ha podido hacerlo sino porque, fundada principalmente en la libertad de las secciones y las federaciones, carecía de todos los beneficios de un gobierno centralizador, capaz de dirigir, es decir, de impedir y paralizar, su desenvolvimiento; no habiendo sido el Consejo general hasta 1870 precisamente en el período de mayor desarrollo de la Asociación más que una especie de rey Yvetot, que siempre razonaba después de golpear, y se dejaba llevar, no por falta de pretensiones ambiciosas sino por impotencia y porque nadie le hubiera escuchado, a remolque del movimiento espontáneo de los trabajadores de Bélgica, Francia, Suiza, España e Italia.

En cuanto a la cuestión política, todo el mundo sabe que, si ha sido eliminada del programa de la Internacional, ello no es en absoluto responsabilidad del señor Marx. Como podía esperarse de parte del autor del famoso programa de los comunistas alemanes, publicado en 1848 por él y su amigo, su confidente, su cómplice, el señor Engels, no ha dejado de plantear esta cuestión en primer término en la proclamación inaugural publicada en 1864 por el Consejo general provisional de Londres, proclamación de la cual Marx ha sido el único autor. En esta proclama o circular dirigida a los trabajadores de todos los países, el jefe de los comunistas autoritarios de Alemania no ha vacilado en declarar que la conquista del poder político era el primer deber de los trabajadores; en ella incluso ha puesto de manifiesto su tendencia pangermanista, agregando que actualmente el fin político principal de la Asociación Internacional de Trabajadores debía ser combatir contra el Imperio de todas las Rusias, fin sin duda muy legítimo y noble -al cual como amigo del pueblo ruso que soy suscribo con todo mi corazón, persuadido como estoy de que ese pueblo no dejará de ser in miserable esclavo, mientras ese Imperio exista-, pero que en principio no debería convertirse, sin desnaturalizar completamente su carácter y objeto, en el de la Asociación Internacional de Trabajadores, y que, en segundo lugar, para ser planteado de una manera verdaderamente justa, seria y útil para la causa de los trabajadores, debería determinarse de otra manera.

Si Marx hubiera declarado la guerra a todos los estados, o al menos a los estados monárquicos, despóticos, militares, como los de Prusia, Austria, como la Francia Imperial o incluso la actual Francia republicana, si hubiera dicho que era necesario poner en primer lugar entre ellos al Estado Modelo, el Imperio de todas las Rusias, no hubiéramos podido acusarle de pangermanismo. Pero haciendo abstracción del despotismo alemán, un despotismo muy insolente, muy brutal, muy glotón, y excesivamente amenazante para la libertad de los pueblos vecinos, como todo el mundo puede verlo hoy en día, y esforzándose por volver la indignación de los trabajadores de todos los países contra el despotismo ruso, con exclusión de todos los otros, pretendiendo inclusive que era la única causa de aquello que siempre ha reinado en Alemania desde que ésta existe atribuyendo en fin, todas las vergüenzas y todos los crímenes políticos de ese país de la ciencia y la obediencia proverbiales a las inspiraciones de la diplomacia rusa, Marx se ha manifestado en principio como un historiador muy deficiente y poco verídico, y además, no como un revolucionario socialista internacional, sino como un ardiente patriota de la gran patria de Bismarck.

Se sabe que el primer Congreso de la Internacional, que tuvo lugar en Ginebra en 1866, ha hecho justicia a todas esas veleidades políticas y patrióticas de aquel que se constituye hoy en día en dictador de nuestra gran asociación. Nada de ello ha quedado en el programa ni en los estatutos votados por ese Congreso, y que conforman en lo sucesivo la base de la Internacional. Tomaos el trabajo de releer los magníficos considerandos que se encuentran a la cabeza de nuestros estatutos generales, y no encontraréis más que estas palabras en que se hace mención a la cuestión política.

“Considerando:

Que la emancipación de los trabajadores debe ser la obra de los mismos trabajadores; que los esfuerzos de los trabajadores por conquistar su emancipación no deben tender a constituir nuevos privilegios, sino a establecer para todos los mismos derechos y los mismos deberes.

Que el sometimiento del trabajador al capital es la fuente de toda servidumbre: política, moral y material.

Que, por esta razón, la emancipación económica de los trabajadores es el gran objetivo al cual debe subordinarse todo movimiento político, etc.”

He aquí la frase decisiva de todo el programa de la Internacional. Ella ha “cortado el cable”, para servirme de la expresión memorable de Siéyes, ha quebrado los lazos que encadenaban al proletariado a la política burguesa. Reconociendo la verdad que expresa y profundizándola cada día, el proletariado ha vuelto resueltamente la espalda a la burguesía, y en lo sucesivo cada paso que avance acrecentará el abismo que los separa.

La Alianza, sección de la Internacional en Ginebra, ha traducido y comentado ese párrafo de los considerandos en los siguientes términos:

“La Alianza rechaza toda acción política que no tenga por objetivo inmediato y directo el triunfo de los trabajadores sobre el capital”, en consecuencia, se pronuncia por la abolición del Estado, de todos los Estados, y la organización de la “asociación universal de todas las asociaciones locales por la libertad”.

Por el contrario, el Partido de la democracia socialista de los obreros alemanes, fundado en el mismo año (1869) bajo los auspicios del señor Marx, por los señores Liebknecht y Bebel, anunciaba en su programa que la conquista del poder político era la condición previa de la emancipación económica del proletariado, y que en consecuencia el objeto inmediato de ese partido debía ser la organización de una amplia agitación legal para la conquista del sufragio universal y de los demás derechos políticos; su objetivo final es el establecimiento del gran Estado pangermánico y autodenominado popular.

Entre esas dos tendencias, como vemos, existe la misma diferencia, el mismo abismo que entre el proletariado y la burguesía. ¿Puede sorprendernos, después de esto, que ellas se hayan reencontrado en la Internacional como dos adversarios irreconciliables, y que continúen combatiéndose bajo todas las formas y en todas las ocasiones posibles, inclusive hoy en día? La Alianza, tomando en serio el programa de la Internacional, había rechazado con desprecio toda transacción con la política burguesa, por radical que se diga y por socialista que se proclame, recomendando al proletariado como la única vía de emancipación real, como la única política verdaderamente saludable para él, la política exclusivamente negativa de la demolición de las instituciones políticas, del poder político, del gobierno en general, del Estado, y, como consecuencia necesaria, la organización internacional de las fuerzas dispersas del proletariado en una potencia revolucionaria dirigida contra todos los poderes constituidos de la burguesía.

Los demócratas socialistas de Alemania recomiendan, muy por el contrario, a los trabajadores que tienen la desdicha de escucharlos, adoptar, como fin inmediato de su asociación, la agitación legal para la conquista previa de los derechos políticos; subordinan, en consecuencia, el movimiento de la emancipación económica al movimiento en principio exclusivamente político y, con esa ostensible inversión de todo el programa de la Internacional, han anulado de un solo golpe el abismo que la misma había abierto entre el proletariado y la burguesía. Pues es evidente que todo este movimiento político predicado por los socialistas de Alemania, dado que debe preceder a la revolución económica, no podrá ser dirigido más que por burgueses, o, lo que sería aún peor, por obreros transformados por su ambición o por su vanidad en burgueses y pasando en realidad, como todos sus predecesores, por encima del proletariado, ese movimiento lo condenará nuevamente a no ser más que un instrumento ciego e infaliblemente sacrificado en la lucha de los diferentes partidos burgueses entre sí por la conquista del poder político, es decir, del poder y del derecho a dominar sobre las masas y explotarlas. A quien pudiera dudarlo, le mostraríamos lo que ocurre hoy en Alemania, donde los órganos de la democracia socialista cantan himnos de alegría viendo a un congreso de profesores de economía política burguesa encomendar al proletariado de Alemania a la alta y paternal protección de los Estados, y en las partes de Suiza donde prevalece el programa marxista, en Ginebra, en Zurich y en Basilea, donde la Internacional ha descendido hasta el punto de no ser más que una especie de urna electoral en provecho de burgueses radicalizados. Esos hechos incontestables me parecen más elocuentes que todas las palabras.

Pero son reales, y son lógicos, en el sentido de que aparecen como un efecto natural de triunfo de la propaganda marxista y es por eso que combatimos la teoría marxista a ultranza, convencidos de que si los marxistas pudieran triunfar en toda la Internacional, no vacilarían en acabar con su espíritu, como lo ha hecho ya en gran parte en los países que acabo de citar.

Hemos deplorado mucho, sin duda, y continuamos deplorando profundamente hoy, la inmensa perturbación y desmoralización que esas ideas pangermánicas han provocado en el desenvolvimiento tan bello, tan maravillosamente natural y triunfante de la Internacional. Pero ninguno de nosotros ha soñado jamás prohibir a Marx ni a sus fanáticos discípulos propagarlas en el seno de nuestra gran Asociación. Hubiéramos creído faltar a su principio fundamental, que es el de la libertad más absoluta de la propaganda, tan política como filosófica.

La Internacional, no admite censura, ni verdad oficial en nombre de la cual se pudiera ejercer esta censura; no las admite porque nunca hasta ahora se ha comportado como Iglesia, ni como Estado, y es precisamente por no haberlo hecho, que la rapidez increíble de su extensión y su desenvolvimiento han podido asombrar al mundo.

He aquí lo que el Congreso de Ginebra, mejor inspirado que el señor Marx, habría comprendido. Eliminando de su programa todos los principios políticos y filosóficos, no como objetos de discusión y de estudio, sino en tanto que principios obligatorios, ha fundamentado la fuerza de nuestra Asociación.

Es cierto que en segundo Congreso de la Internacional, realizado en 1867 en Lausana, amigos desafortunados, no adversarios, que no se daban cuenta aún de la verdadera naturaleza del poder de esta Asociación, han intentado volver a poner sobre el tapete la cuestión política. Pero muy felizmente sólo concluyeron con esta declaración platónica, que la cuestión política era inseparable de la cuestión económica, una declaración que cada uno de nosotros puede suscribir, ya que es evidente que la política, es decir la institución y las relaciones mutuas de los Estados, no tienen otro objeto que asegurar a las clases gobernantes la explotación legal del proletariado, de lo cual resulta que, desde el momento en que el proletariado quiere emanciparse, está obligado a considerar la política, para combatirla y derribarla. No la entienden así nuestros adversarios; lo que ellos han querido y quieren es la política positiva, la política del Estado. Pero al no haber encontrado terreno favorable en Lausana, sabiamente, se han abstenido.

La misma sabiduría les ha inspirado un año más tarde en el Congreso de Bruselas. Por otra parte, Bélgica, con su historia comunalista, antiautoritaria y anticentralista, no les ofrecía ninguna oportunidad de éxito y, una vez más, se han abstenido sabiamente.

¡Tres años de derrotas! Esto era demasiado para la ambición impaciente del señor Marx. Por ello ordenó a su ejército un ataque directo, que se ejecutó efectivamente en el Congreso de Basilea (1869). La oportunidad le parecía favorable. El Partido de la democracia socialista había tenido tiempo de organizarse en Alemania bajo la dirección de Liebknecht y Bebel, había extendido sus ramificaciones por la Suiza alemana, Zurich, Basilea, e incluso por la sección alemana de Ginebra. Era la primera vez que los delegados alemanes se presentaban en tan gran número a un Congreso de la Internacional. El plan de batalla, aprobado por Marx, el general en Jefe del Ejército, había sido combinado entre Liebknecht, jefe del cuerpo alemán, y Bürkli y Greulich, comandantes del cuerpo suizo; Amand Goegg, Philippe Becker y Rittinghausen -el inventor de la votación directa de leyes y de constituciones por el pueblo, el tudesco plebiscitario-, se alienaban junto a ellos como auxiliares voluntarios. Además, estaban de su lado algunos alemanes del Consejo general, adheridos a la política del señor Marx, y algunos ingleses del mismo Consejo completamente ignorantes de la cuestión, pero que votaron con los marxistas siguiendo una mala costumbre que hoy en día parece haberse superado completamente.

Así organizados, los marxistas libraron la gran batalla y la perdieron. La cuestión de la legislación directa por el pueblo, presentada por Bürkli, defendida con mucho calor y mucha insolencia contra nosotros por Liebknecht, con muchas reticencias diplomáticas por Philippe Becker, que nunca gusta de pronunciarse claramente antes de saber a qué bando corresponderá la victoria, y con un énfasis heroico por Amand Goegg, fue enterrada y eliminada en la confección del programa del Congreso. Constituyó una derrota memorable para Marx, una derrota que no nos perdonará jamás.

Su cólera fue muy grande, y aún hoy no se conocen todas sus consecuencias.

A partir de septiembre de 1869 el Consejo general -o más bien Marx, Quos ego de ese pobre Consejo-, saliendo de su sopor obligado y tan saludable para la Internacional, emprende una política militante. Sabemos cómo se manifiesta en principio. Fue un torrente de injurias innobles y de calumnias odiosas vertidas contra todos aquellos que habían osado combatirla, y propaladas por los diarios en Alemania y en otros países, por medio de cartas íntimas, circulares confidenciales, y toda clase de agentes ganados de una u otra manera para la causa del señor Marx. Vino inmediatamente la Conferencia de Londres (septiembre de 1871) que, preparada de antemano por Marx, votó todo lo que él quiso: la cuestión política, la conquista del poder por el proletariado como parte integrante del programa obligatorio de la Internacional, y la dictadura del Consejo general, o lo que es lo mismo: la de Marx en personal, y en consecuencia, la transformación de la Internacional en un inmenso y monstruoso Estado, del cual él vino a ser el Jefe.

Al impugnarse la legitimidad de esta conferencia, Marx, prestidigitador político muy hábil, empeñado en probar al mundo que, a falta de Chassepots y de cañones, se podía gobernar a las masas con la mentira, con la calumnia, con la intriga, organizó su Congreso en la Haya. Apenas habían pasado dos meses desde este Congreso, y en toda Europa -menos Alemania donde los obreros son sistemáticamente enceguecidos por sus jefes, y por sus diarios, cuyos redactores están comprometidos con la mentira- en todas las Federaciones libres, belga, holandesa, inglesa, americana, francesa, española, italiana, sin olvidar nuestra excelente Federación del Jura, sólo había un grito de indignación y desconfianza contra esta cínica comedia a la que se había osado dar el nombre de un Congreso de la Internacional. Gracias a una mayoría ficticia, compuesta casi exclusivamente por miembros del Consejo general, de alemanes disciplinados a la prusiana, y de blanquistas franceses ridículamente manejados por Marx, todo fue allí tergiversado, falsificado, brutalizado, y violado: justicia, buen sentido, honestidad. Allí se ha inmolado sin vergüenza, sin piedad, el honor de la Internacional, se ha puesto en juego su existencia misma, a fin de afirmar mejor y sin dudas el poder dictatorial del señor Marx. No era solamente un crimen, sino una locura. ¡Y Marx, que se considera a si mismo como el padre de la Internacional y que ha sido indiscutiblemente uno de sus principales fundadores, ha permitido que todo esto ocurriera! He aquí a donde conducen la vanidad personal, la adoración de sí mismo, y sobre todo la ambición política. Con todos estos hechos y actos deplorables de los cuales ha sido la gran fuente de inspiración y el único autor, Marx, al menos, ha prestado un gran servicio a la Internacional, demostrándole de una manera completamente dramática y vívida que si alguna cosa pudo matarla, es la introducción de la política en su programa.

La Asociación Internacional de Trabajadores, he dicho, no ha alcanzado una inmensa extensión sino porque ha eliminado de su programa obligatorio todas las cuestiones políticas y filosóficas. La cosa es tan clara que nos sorprende verdaderamente que todavía debamos probarla.

No creo que haya necesidad de demostrar que para que la Internacional sea y siga siendo una potencia, debe ser capaz de incluir en su seno y de abrazar y organizar a la inmensa mayoría del proletariado de todos los países de Europa y América. Pero ¿cuál es el programa político y filosófico que pueda jactarse de reunir a millones bajo su bandera? Sólo un programa excesivamente general es decir, indeterminado y vago, puede hacerlo, pues toda determinación en teoría corresponde fatalmente a una exclusión, a una eliminación en la práctica.

Por ejemplo, no puede haber hoy en día una filosofía seria que no tome como punto de partida, no positivo sino negativo (devenido históricamente necesario, como negación de los absurdos teológicos y metafísicos) el ateismo. ¿Pero podemos creer que si se hubiera escrito esta simple palabra, “ateismo”, sobre la bandera de la Internacional, esta asociación hubiera llegado a reunir en su seno algunas centenas de miles de adherentes? Todo el mundo sabe que no; no porque el pueblo sea realmente religioso; sino porque cree serlo; y creerá serlo en tanto que una buena revolución social no le proporcione los medios de realizar todas sus aspiraciones aquí abajo. Es cierto que si la Internacional hubiera puesto el ateísmo como un principio obligatorio en su programa, hubiera excluido de su seno a la flor del proletariado, y por esa palabra yo no entiendo, como lo hacen los marxistas, el estrato superior, más civilizado y más esclarecido del mundo obrero, ese estrato de obreros casi burgueses de los cuales ellos quieren precisamente servirse para construir la cuarta clase gubernamental, y que es verdaderamente capaz de conformarla, si no se les controla en el interés de la gran masa del proletariado, porque, con su bienestar relativo y casi burgués, está, por desgracia, profundamente penetrado por todos los prejuicios políticos y sociales y las estrechas aspiraciones y pretensiones de los burgueses. Se puede decir que este estrato es el menos socialista, el más individualista de todo el proletariado.

Por flor del proletariado entiendo sobre todo esa gran masa, esos millones de no civilizados, de desheredados, de miserables y analfabetos que Engels y Marx pretenden someter al régimen paternal de un gobierno muy fuerte, sin duda como han sido establecidos todos los gobiernos, más para su propia salud que en el propio interés de las masas. Por flor del proletariado entiendo precisamente esta carne de gobierno eterno, esta gran canalla popular, que siendo casi virgen de toda civilización burguesa, lleva en su seno, en sus pasiones, en sus instintos, en sus aspiraciones, en todas las necesidades y miserias de su posición colectiva, todos los gérmenes del socialismo del futuro, y que por sí sola es lo suficientemente poderosa hoy en día como para inaugurar y hacer triunfar la Revolución social.

Y bien, en casi todos los países, esta canalla, en tanto que masa, rehusaría adherirse a la Internacional si hubiéramos escrito en su bandera, como consigna oficial, la palabra ateísmo. Y este sería un prejuicio demasiado grande pues, si volviera la espalda a la Internacional, lo haría con toda la potencia de nuestra gran Asociación.

Ocurre absolutamente lo mismo con todos los principios políticos. No existe uno solo -por más que luchen Marx y Engels no cambiarán ese hecho que es hoy patente en todos los países- no existe ningún principio político, digo, que sea capaz de movilizar a las masas. Fracasaron, después de una experiencia de algunos años, inclusive en Alemania. Lo que las masas quieren en todas partes, es su emancipación económica inmediata, pues es allí donde realmente reside para ellas la cuestión de la libertad, de la humanidad, de la vida o la muerte. Si hay todavía un ideal que las masas hoy en día puedan adorar con pasión, es el de la igualdad económica. Y las masas tienen mil veces razón, pues mientras la igualdad económica no haya reemplazado al régimen actual, todo el resto, todo lo que constituye el valor y la dignidad de la existencia humana, libertad, ciencia, amor, acción inteligente y solidaridad fraternal, seguirá siendo para ellas una horrible mentira.

La pasión instintiva de las masas por la igualdad económica es tan grande que, si pudieran esperar recibirla de manos del despotismo, indudablemente y sin mucha reflexión, como lo hacen a menudo, se entregarían al despotismo. Afortunadamente la experiencia histórica ha servido de algo a las masas. Hoy comienzan en todas partes a comprender que ningún despotismo puede tener ni la voluntad ni el poder de dársela. El programa de la Internacional es felizmente muy explícito a este respecto: La emancipación de los trabajadores no puede ser sino la obra de los mismos trabajadores.

No es sorprendente que el señor Marx haya creído posible insertar sobre esta declaración tan precisa, tan clara, y que probablemente haya redactado él mismo, su socialismo científico, es decir la organización y el gobierno de la nueva sociedad por los socialistas eruditos, ¡los peores de todos los gobernantes despóticos!

Gracias a esta querida gran canalla popular que se opondrá por sí misma, impulsada por su instinto invencible y justo, a todas las veleidades gubernamentales de la pequeña minoría obrera ya disciplinada y encasillada como es necesario transformarse en el soporte de un nuevo despotismo, el socialismo ilustrado del señor Marx seguirá siempre en el estado de sueño marxista. Esta nueva experiencia, más triste quizá que todas las experiencias pasadas, será evitada a la sociedad, porque el proletariado, en general y en todos los países, está animado hoy en día de una desconfianza profunda contra lo que es política y contra todos los políticos del mundo, sea cual sea su color, ya que todos por igual les han engañado, oprimido, explotado, tanto los republicanos más rojos como los monárquicos más absolutistas.

Con semejantes disposiciones realmente presentes entre las masas, ¿cómo esperar que se las pueda atraer con un programa político cualquiera? Y suponiendo, como es en efecto el caso hoy día, que ellas se dejasen atraer a la Internacional por otro incentivo, ¿cómo esperar que el proletariado de todos los países, encontrándose en condiciones tan diferentes de temperamento, de cultura, y de desarrollo económico, pueda uncirse al yugo de un programa político uniforme? Al parecer, no sería posible imaginarlo sin demencia. Pues bien, el señor Marx no se ha entretenido solamente en imaginarlo, ha querido ejecutarlo. Rompiendo un golpe de mano despótica el pacto de la Internacional, ha querido, pretende aún hoy, imponer un programa político uniforme, su propio programa, a todas las Federaciones de la Internacional, es decir, al proletariado de todos los países.

Esto ha tenido como resultado un gran desgarramiento en la Internacional. No hay que hacerse ilusiones, la gran unidad de la Internacional ha sido puesta en cuestión, y esto, lo repito una vez más, únicamente gracias al partido marxista que, por medio del Congreso de La Haya, ha tratado de imponer el pensamiento, la voluntad, la política de su jefe a toda la Internacional. Es evidente que si las resoluciones del Congreso de la Haya debían ser consideradas como la última palabra, o aunque más no fuera, como una palabra seria, no falsificada, de la Internacional, nuestra grande y bella Asociación no tendría más que una cosa por hacer: disolverse. Pues es necesario ser realmente insensato para imaginarse que los trabajadores de Inglaterra, de Holanda, de Bélgica, de Francia, del Jura, de Italia, de España, de América, sin hablar ya de los trabajadores eslavos, quisieran someterse a la disciplina marxista.

Y sin embargo, si se cree, con los políticos de la Internacional de todas las clases, con los jacobinos revolucionarios, los blanquistas, los demócratas republicanos, sin olvidar los demócratas socialistas o marxistas, que la cuestión política debe formar parte del programa de la Internacional, será necesario confesar que Marx tiene razón. No pudiendo la Internacional constituir una potencia más que siendo una, será absolutamente necesario que su programa político sea uno, el mismo para todos, pues de otra manera habría tantas Internacionales como programas diferentes. Pero como evidentemente es imposible que los trabajadores de tantos países diferentes se unan libre y espontáneamente bajo un mismo programa político, y siendo la Internacional hoy en día el instrumento necesario para la emancipación del proletariado, y no pudiendo esta Internacional mantener su unidad sino bajo la condición de reconocer un único programa político, será necesario imponerlo. Para no aparentar imponerlo despóticamente, por un decreto del Consejo general o marxista, será necesario chapucear un Congreso marxista que, demostrando de una manera totalmente nueva cuanto hay de verdad en el sistema representativo y en el sufragio universal, en nombre de la voluntad libre de todos, decretará la esclavitud de todos. Esto es en realidad lo que ha hecho el Congreso de la Haya.

Este Congreso representó, para la Internacional, la batalla y la rendición de Sedán, la invasión triunfante del pangermanismo, no bismarkiano, sino marxista, imponiendo el programa político de los comunistas autoritarios o demócratas socialistas de Alemania y la dictadura de su jefe al proletariado de los demás países de América y Europa. Para ocultar mejor su juego y para dorar un poco la píldora, ese memorable Congreso ha montado en América un simulacro de Consejo general, elegido y expurgado por Marx mismo, y que, obedeciendo siempre a su dirección oculta, asumirá todas las apariencias, molestias y responsabilidades del poder, dejando a Marx, protegido por su sombra, el ejercicio real del mismo.

Pues bien, declaro que por repugnante que pueda parecer este juego a las almas delicadas y timoratas, era absolutamente necesario desde el momento en que se había admitido que la cuestión política debía estar determinada en el programa de la Internacional. Desde que se reconoce como necesaria la unidad de la acción política, y al no poder esperarse verla surgir libremente del entendimiento espontáneo de las federaciones y secciones de los diferentes países, ha sido necesario imponerla. Sólo así se ha podido crear esa unidad política tan deseada y predicada, pero al mismo tiempo se ha creado la esclavitud.

Resumo la cuestión: introduciendo el asunto político en el programa obligatorio de la Internacional, se ha puesto a nuestra Asociación ante un terrible dilema, cuyos términos son:

O la unidad con la esclavitud

O la libertad con la división y la disolución

¿Cómo salir de él? Simplemente retornando a nuestros estatutos generales primitivos, que hacen abstracción de la cuestión propiamente política, dejando su desarrollo a la libertad de las federaciones y las secciones. Pero entonces cada federación, cada sección, ¿seguirá la dirección política que quiera? Sin duda. Pero entonces ¿se transformará la Internacional en una torre de Babel? Al contrario, solamente entonces constituirá su unidad real, económica en principio, y a continuación necesariamente política, sólo entonces creará la gran política de la Internacional, emanada no de un cerebro aislado, ambicioso, muy ilustrado y no menos incapaz de abrazar las mil necesidades del proletariado, por más materia gris que posea, sino de la acción absolutamente libre, espontánea y simultánea de los trabajadores de todos los países.

La base de esta gran unidad, que se buscaría vanamente en las ideas filosóficas y políticas del día, se encuentra dada por la solidaridad de los sufrimientos, de los intereses, las necesidades y las aspiraciones reales del proletariado del mundo entero. Esta solidaridad no debe ser creada, existe en los hechos, constituye la vida propia, la experiencia cotidiana del mundo obrero, y todo lo que resta es hacerla conocer y ayudarla a organizarse conscientemente. Es la solidaridad de las reivindicaciones económicas. Haberlo comprendido es, para mí, el único, pero al mismo tiempo, el gran mérito de los primeros fundadores de nuestra Asociación, entre los cuales me gusta recordarlos siempre, Marx ha jugado un papel útil y preponderante, si prescindimos de algunas veleidades políticas y alemanas que el Congreso de Ginebra ha eliminado sabiamente del programa presentado.

Siempre he evitado referirme a Marx y a sus numerosos colaboradores como los “fundadores” de la Internacional, no porque, inspirado por un sentimiento mezquino cualquiera, intente disminuir su mérito, al cual por el contrario me complazco mucho en hacer justicia, sino porque realmente estoy convencido de que la Internacional no ha sido obra suya, sino más bien la del propio proletariado. Ellos fueron de cierta forma los parteros, no los autores. El gran autor, inconscientemente como lo son ordinariamente los autores de las cosas grandes, fue el proletariado, representado por centenares de obreros anónimos, franceses, ingleses, belgas, suizos y alemanes. Fue su vivo y profundo instinto de trabajadores experimentados en la opresión y los sufrimientos inherentes a su posición lo que les ha hecho encontrar el verdadero principio y el verdadero fin de la Internacional: la solidaridad de las necesidades como base ya existente y la organización internacional de la lucha económica del trabajo contra el capital como el verdadero objetivo de esta Asociación. Dándole exclusivamente esta base y este fin, establecieron de un solo golpe todo el poderío de la Internacional.

Ellos abrieron ampliamente las puertas a todos los millones de oprimidos y explotados de la sociedad actual, abstracción hecha de sus creencias, de su grado de cultura y de su nacionalidad. Pues para concebir el deseo y para tener el derecho de entrar en la Internacional, conforme a sus estatutos primitivos, no ha sido necesario no lo es hoy en día nada más que las condiciones que siguen:

1° Ser realmente un trabajador, es decir, experimentar realmente los sufrimientos a los cuales el proletariado se encuentra sujeto en nuestros días, o al menos, si se ha nacido en el seno de una clase privilegiada, querer francamente, sin reticencias y sin segundas intenciones ambiciosas, la plena emancipación del mundo obrero.

2° Comprender que esta emancipación no puede ser un hecho individual, ni local, ni el hecho excepcional de un oficio aislado, cualquiera que este sea, sino que sólo puede realizarse con la condición de abrazar en una acción solidaria a los trabajadores de todas las ramas industriales, comerciales y agrícolas, al proletariado de todas las comunas, de todas las provincias, de todos los países, de todos los continentes, y de formar en consecuencia una poderosa y real organización de la solidaridad internacional de todos los trabajadores explotados del mundo entero contra la explotación sistemática y legal de todos los capitalistas y de todos los propietarios del mundo.

3° Comprender que las clases poseedoras, explotadoras y gobernantes no harán nunca voluntariamente, por generosidad o por justicia, ninguna concesión, por urgente que parezca y débil que sea, al proletariado; porque ello va contra su naturaleza y precisamente contra su naturaleza especial, de tal suerte que no hay un solo ejemplo en la historia de que una clase dominante haya hecho tales sacrificios por su propia voluntad, de que un privilegiado haya más consentido en hacer aún los sacrificios más pequeños a menos de que, superado y amenazado en su existencia misma por la potencia ascendente del proletariado, se haya visto forzado a hacer concesiones. Que, en consecuencia, el proletariado no debe esperar nada de la inteligencia, ni de la equidad de los burgueses, y aún menos de su política, tanto la de los burgueses radicalizados como la de los que se dicen socialistas, ni siquiera de los representantes burgueses de la ciencia, y que la emancipación de los trabajadores no puede ser sino exclusivamente la obra de los mismos trabajadores, como se ha dicho al principio de nuestros considerandos. Lo que quiere decir que los trabajadores no podrán realizar esta emancipación ni conquistar sus derechos humanos sino mediante una dura lucha, por la guerra organizada de los trabajadores del mundo entero;

4° Comprender que para triunfar mejor en esta guerra internacional, los trabajadores de todos los países deben organizar internacionalmente su potencia solidaria, y que ese es el verdadero, el único fin de la Asociación Internacional de los Trabajadores.

5° Comprender que ya que esta organización no tiene otro objeto que la emancipación de los trabajadores por ellos mismos, no puede estar constituida sino directa e inmediatamente por ellos mismos, por su propia acción espontánea, es decir, de abajo hacia arriba, por la vía francamente popular de la federación libre, fuera de todas las combinaciones políticas de los estados, y no de arriba hacia abajo, a la manera de los gobiernos más o menos centralizadores, aristocráticos y burgueses.

6° Comprender que, desde que el proletariado, el trabajador manual, el peón, es el representante histórico del primero y del último esclavo sobre la tierra, su emancipación es la emancipación de todo el mundo, su triunfo es el triunfo final de la humanidad; y que, en consecuencia, la organización del poder del proletariado de todos los países por la Internacional y la guerra que ella promueve contra todas las clases explotadoras y dominantes no puede tener por objeto la constitución de un nuevo privilegio, de un nuevo monopolio, de una clase o de una dominación nuevas, o de un nuevo Estado, sino el establecimiento de la libertad, de la igualdad y de la fraternidad de todos los seres humanos, sobre las ruinas de todos los privilegios, de todas las clases, de todas las explotaciones, de todas las dominaciones; en una palabra, de todos los Estados.

7° Por último, se debe comprender que, ya que el fin último de la Internacional es la conquista de todos los derechos humanos para los trabajadores, por medio de la organización de su solidaridad militante por encima de todas las diferencias de oficios y las fronteras políticas y nacionales de todos los países, la ley suprema, y por así decir, única que cada uno se impone al entrar en esta saludable y formidable asociación, es someterse y someter en lo sucesivo todos sus actos, voluntariamente, apasionadamente, con plena consciencia de causa y en su propio interés tanto como en el de sus hermanos de todo los países, a todas las condiciones y exigencias de esta solidaridad.

He aquí los verdaderos principios de la Internacional. Son tan amplios, tan humanos, y al mismo tiempo tan simples, que es necesario ser un burgués muy interesado en la conservación del monopolio, o estar muy embrutecido por los prejuicios burgueses, para no comprenderlos y no reconocer su perfecta justeza. Para falsificarlos, ha sido necesario ser un demócrata socialista de la escuela de Marx. Pero no hay un solo proletario auténtico, por poco cultivado o por muy ensordecido que esté por esa masa de prejuicios religiosos y políticos que han hecho llover sistemáticamente sobre su pobre cabeza, desde su más tierna infancia, al que con un poco de paciencia y de buena voluntad, no se le pueda hacer comprender todo esto en una conversación de algunas horas. Pues desde ahora lleva todo esto en su instinto y en todas sus aspiraciones cada día más desarrolladas por sus experiencias, por sus dolores cotidianos. Explicándole esos principios, y deduciendo de ellos todas las aplicaciones prácticas, no se hará más que dar una forma, un nombre a eso que ellos son. Esto es lo que atraerá invenciblemente a la masa del proletariado al seno de la Internacional, si la Internacional, desarrollándose y organizándose siempre más, permanece fiel a la simplicidad de su programa y a sus instituciones primitivas. No se puede cometer falta mayor que pedir, sea a una cosa, sea a una institución, sea un hombre, aquello que no pueden dar. Exigiendo más de ellos, se los desmoraliza, se los impide, se los engaña, se los mata. La Internacional, en poco tiempo, ha producido grandes resultados, ha organizado y organizará cada día de una manera aún más formidable, al proletariado para la lucha económica. ¿Es esta una razón para esperar que puedan servirse de ella como instrumento de lucha política?

El señor Marx, por haberlo esperado, ha estado a punto de asesinar a la Internacional, con su criminal tentativa de La Haya. Es la historia de la gallina de los huevos de oro. Ante la llamada a la lucha económica, las masas de trabajadores de diferentes países han acudido para alinearse bajo la bandera de la Internacional, y Marx se ha imaginado que las masas permanecerían en ella, ¿qué digo? que acudirían en cantidades todavía más formidables cuando, cual nuevo Moisés, él hubiera inscrito las sentencias de su decálogo político sobre nuestra bandera, en el programa oficial y obligatorio de la Internacional.

Este ha sido su error. Las masas, sin diferencias de grado de cultura, de creencias religiosas, de países ni de lenguas, han comprendido el lenguaje de la Internacional, cuando ella ha hablado de su miseria, de su sufrimiento y de su esclavitud bajo el yugo del capital y de la propiedad explotadora; han comprendido cuando se les ha demostrado la necesidad de unir sus esfuerzos en una gran lucha solidaria y común. Pero he aquí que vienen a hablarles de un programa político muy erudito, muy autoritario sobre todo, y que, en nombre de la salud, vienen a imponerle, en esta Internacional que debía organizar su emancipación por sus propios esfuerzos, un gobierno dictatorial, provisional sin duda pero entre tanto, completamente arbitrario y dirigido por un cerebro extraordinariamente dotado.

¡A que grado de demencia hacía falta haber sido empujado, por ambición, por vanidad, o por ambas cosas a la vez, para llegar a concebir la esperanza de que se podría retener a las masas obreras de los diferentes países de Europa y de América bajo la bandera de la Internacional en esas condiciones!

Pero ¿acaso el éxito más triunfal no ha dado la razón al señor Marx, y el Congreso de La Haya no ha votado todo lo que él había pedido?

Nadie sabe mejor que Marx en qué escasa medida las resoluciones votadas por ese desdichado Congreso de La Haya expresan los pensamientos y las aspiraciones reales de las Federaciones de todos los países. La composición y la falsificación de ese Congreso le han costado mucho trabajo como para que pueda hacerse la menor ilusión sobre su verdadero significado y valor. Y, por otra parte, aunque él hubiera podido hacerse esta ilusión por un instante, lo que pasa hoy en día es suficiente para disiparla de inmediato. Excepto el partido de la democracia socialista de Alemania, las Federaciones de todos los países, los americanos, los ingleses, los holandeses, los belgas, los franceses, los suizos del Jura, los españoles y los italianos protestan contra todas las resoluciones de ese Congreso nefasto y vergonzoso, más aún, contra esta innoble intriga.

Pero dejemos de lado la cuestión moral, y consideremos solamente la parte principal de la cuestión. Un programa político no tiene otro valor que, saliendo de las vagas generalidades, determinar con precisión lo que propone en lugar de aquello que quiere invertir o transformar. Tal es, en efecto, el programa del señor Marx. Es un andamiaje completo de instituciones económicas y políticas fuertemente centralizadas y muy autoritarias, sancionadas sin duda, como todas las instituciones despóticas de la sociedad moderna, por el sufragio universal, pero no menos sometidas a un gobierno muy fuerte, para emplear la expresión del propio señor Engels, el alter ego del señor Marx, el confidente del legislador.

Pero ¿por qué es precisamente ese el programa que se pretende introducir oficialmente, obligatoriamente, en los estatutos de la Internacional? ¿Por qué no el de los blanquistas? ¿Por qué no el nuestro? ¿Será porque Marx lo ha inventado? No es una razón. ¿O bien porque los obreros de Alemania parecen aceptarlo? Pero el programa anarquista es aceptado, con muy escasas excepciones, por todas las federaciones latinas, y los eslavos no aceptarán jamás otro. ¿Por qué pues el programa autoritario de los alemanes deberá dominar en la Internacional, que ha sido creada por la libertad y que no podrá jamás prosperar sino en la libertad? ¿Será porque los ejércitos alemanes han estado a punto de conquistar Francia? Pero ni siquiera esta sería una razón, más bien, al contrario, un motivo para desconfiar de un programa que nos llegue hoy de Alemania.

¡Es el programa político aplaudido por una democracia socialista semejante a la que, el Congreso de La Haya ha pretendido imponer a las Federaciones libres de todos los países!

¡Es evidente que a menos de querer tiranizar a las Federaciones de muchos países, imponiéndoles ya sea por la violencia o por la intriga, o por ambos medios a la vez, el programa político de un solo país, o, lo que es más probable, a menos de disolver la Internacional, dividiéndola en muchas partes, de las cuales cada una seguirá su propio programa político; para salvar su integridad y para asegurar su prosperidad, no hay sino un solo medio: el de mantener la eliminación primitiva de la cuestión política del programa oficial y obligatorio, la Asociación Internacional de Trabajadores, organizada no para la lucha política, sino únicamente para la lucha económica y rechazando absolutamente por sí misma el servir de instrumento político entre las manos de quien sea. Es así que todas las veces que se quisiera emplearla como una potencia política positiva en la lucha positivamente política de los diferentes Partidos del Estado, la Asociación se desmoralizará inmediatamente, se empequeñecerá, se encogerá y se disolverá de una manera ostensible y acabará por fundirse completamente entre las manos de aquellos que locamente imaginaron poseer ese poder.

Pero entonces ¿estará prohibido ocuparse de las cuestiones políticas y filosóficas en la Internacional? Haciendo abstracción de todo el desarrollo que ha tenido lugar en el mundo del pensamiento tanto como de los acontecimientos que acompañan o que siguen a la lucha política, ya sea exterior o interior a los Estados, ¿la Internacional no se ocupará más que de la cuestión económica? ¿Hará estadística comparada, estudiará las leyes de la producción y de la distribución de las riquezas, se ocupará exclusivamente de la reglamentación de los salarios, reunirá fondos de resistencia, organizará huelgas locales, nacionales e internacionales, constituirá localmente, nacionalmente, internacionalmente los gremios y formará sociedades cooperativas de crédito mutual, de consumo y de producción, en los momentos y en las localidades y países donde creaciones semejantes sean posibles?

Una tal abstracción es absolutamente imposible. Esta preocupación exclusiva por los intereses económicos, sería la muerte para el proletariado. No cabe duda que la defensa y la organización de sus intereses -cuestión de vida o muerte para ellos- debe de constituir la base de toda acción actual. Pero le es imposible detenerse allí sin renunciar a la humanidad, y sin privarse aún de la fuerza intelectual y moral necesaria para la conquista de sus derechos económicos. No cabe duda que en el estado miserable al cual se ve reducido ahora, la primera cuestión que se le presenta es la de su pan cotidiano, del pan de la familia; pero, más que todas las clases privilegiadas hoy en día, es un ser humano en toda la plenitud de esa palabra, y como tal tiene sed de dignidad, de justicia, de igualdad, de libertad, de humanidad y de ciencia, y es consciente de la necesidad de conquistar todo esto al mismo tiempo que el pleno goce del producto integral de su propio trabajo. Pues si las cuestiones políticas y filosóficas no hubieran sido planteadas en absoluto en la Internacional, infaliblemente las plantearía el proletariado.

Entonces, ¿cómo resolver esta aparente contradicción: por una parte las cuestiones filosóficas y políticas deben ser excluidas del programa de la Internacional, y por otra deben ser necesariamente discutidas?

Este problema se resuelve a sí mismo por la libertad. Ninguna teoría filosófica o política debe entrar, como fundamento esencial oficial, y como condición obligatoria, en el programa de la Internacional, porque, como acabamos de ver, toda teoría impuesta devendría, para el conjunto de las Federaciones de las que se compone actualmente la Asociación, o bien una causa de esclavitud, o bien una división y disolución no menos desastrosas. Pero de aquí no se deduce que todas las cuestiones políticas o filosóficas no puedan y deban ser libremente discutidas en la Internacional. Por el contrario, es la existencia de una teoría oficial la que mataría, volviéndola absolutamente inútil, la discusión viva, es decir el desarrollo del pensamiento propio del mundo obrero. Desde el momento en que hubiera una verdad oficial, científicamente descubierta por el trabajo aislado de esta gran cabeza excepcionalmente y por qué no también providencialmente dotada de materia gris, una verdad anunciada e impuesta a todo el mundo desde lo alto del Sinaí marxista, ¿para qué discutirla? No queda más que aprender de memoria todos los artículos del nuevo decálogo.

Por el contrario, si nadie tiene ni puede tener la pretensión de dar la verdad, se la busca. ¿Quién la busca? Todo el mundo, y sobre todo el proletariado que tiene más sed y necesidad de ella que nadie.

Muchos no querrán creer en esta búsqueda espontánea de la verdad política y filosófica por el propio proletariado. Ahora voy a intentar demostrarles como esa investigación se efectúa en el seno mismo de la Internacional.

Los trabajadores, he dicho, no entran en la Internacional y no se organizan en ella, sino con un fin eminentemente práctico, el de la reivindicación solidaria de la plenitud de sus derechos económicos contra la explotación opresiva de la burguesía de todos los países. Observad que por este solo hecho, inicialmente inconsciente si queréis, el proletariado se ubica ya, bajo un doble aspecto, en una situación muy decisivamente, pero también muy negativamente, política. Destruye, por un lado, las fronteras políticas y toda la política internacional de los Estados, en tanto fundada sobre las simpatías, la cooperación voluntaria y el fanatismo patriótico de las masas sometidas y, por el otro, profundiza el abismo entre la burguesía y el proletariado, y sitúa a este último fuera de la acción del juego de todos los partidos del Estado; o sea que al ponerlo fuera de toda política burguesa, lo vuelve necesariamente contra ella.

He aquí pues una posición política muy determinada, en la cual el proletariado se encuentra ubicado, inconscientemente en principio como acabo de decirlo, por el solo hecho de su adhesión a la Internacional. Es cierto que esta es una posición política absolutamente negativa, y la gran falta, por no decir la traición y el crimen, de los demócratas socialistas al encaminar al proletariado de Alemania en las vías del programa marxista, es haber querido transformar esta actitud negativa en una cooperación positiva a la política de los burgueses.

La Internacional, poniendo así al proletariado fuera de la política de los Estados del mundo burgués, constituye un mundo nuevo, el mundo del proletariado solidario de todos los países. Ese mundo es el mundo del futuro: es un por lado heredero legitimo, pero al mismo tiempo el demoledor y el enterrador de todas las civilizaciones históricas, privilegiadas, y como tales completamente agotadas y condenadas a morir; por consecuencia el creador obligado de una civilización nueva, fundada sobre la ruina de todas las desigualdades. Tal es la misión, y por consecuencia tal es el verdadero programa de la Internacional, no oficial -¡los dioses del paraíso pagano y cristiano nos guarden!- sino implícito, inherente a su organización misma.

Su programa oficial, lo repetiré mil veces, es tan simple y en apariencia tan modesto: es la organización de la solidaridad internacional para la lucha económica del trabajo contra el capital. De esta base en principio exclusivamente material debe surgir todo el mundo social, intelectual y moral nuevo. Para que ello ocurra, es necesario que todos los pensamientos, todas las tendencias filosóficas y políticas de la Internacional, naciendo del seno mismo del proletariado, tengan como punto de partida principal, si no exclusivo, esta reivindicación económica que constituye la esencia misma y el fin manifiesto de la Internacional. ¿Es esto posible?

Sí, efectivamente lo es. Cualquiera que haya seguido el desarrollo de la Internacional durante algunos años habrá podido percibir lo que lentamente se efectúa, sin que sea demasiado evidente, ya simultáneamente, ya sucesivamente, y siempre por tres vías diferentes, pero indisolublemente unidas: en principio por la organización y federación de los fondos de resistencia y la solidaridad internacional de las huelgas; en segundo lugar, por la organización y federación internacional de los gremios y finalmente por el desarrollo espontáneo y directo de las ideas filosóficas y sociológicas en la Internacional, acompañamiento inevitable y consecuencia por así decir forzada, de esos dos primeros movimientos.

Consideremos ahora esas tres vías en su acción especial, diferentes pero, como acabo de decirlo, inseparables, y comencemos por la organización de los fondos de resistencia y las huelgas.

Los fondos de resistencia tienen por objeto único obtener los recursos necesarios para hacer posibles la organización y el mantenimiento tan costoso de las huelgas, y la huelga es el comienzo de la guerra social del proletariado contra la burguesía, aún en los límites de la legalidad. Las huelgas son una vía preciosa en un doble aspecto: porque, en primer lugar, electrizan a las masas, templan su energía moral y despiertan en su seno el sentimiento del antagonismo profundo que existe entre sus intereses y los de las burguesía, mostrando cada vez más el abismo que les separará en los sucesivo e irrevocablemente de esta clase; y, en segundo lugar, porque contribuyen inmensamente a provocar y a constituir entre los trabajadores de todos los oficios, de todas las localidades, de todos los países, la conciencia y el hecho mismo de la solidaridad: doble acción, una negativa y la otra completamente positiva, que tiende a constituir directamente el nuevo mundo del proletariado, oponiéndolo de una manera absoluta al mundo de la burguesía.

Es algo digno de señalar que tanto el radicalismo como el socialismo burgués se han declarado siempre antagonistas encarnizados del sistema de las huelgas y han hecho y hacen todavía hoy en todas partes esfuerzos inimaginables para desviar de ellas al proletariado. Mazzini no ha querido oír jamás hablar de las huelgas; y si sus discípulos, por otra parte probablemente desmoralizados, desorientados y desorganizados desde su muerte, toman hoy en día, muy tímidamente por otra parte, su defensa, es porque la propaganda de la Revolución social ha invadido hasta tal punto a las masas italianas, y las reivindicaciones sociales se han manifestado con tal potencia en las diferentes huelgas que han estallado últimamente en muchos puntos de Italia a la vez, que ellos han sentido que si se oponían más tiempo a ese movimiento irresistible y formidable, se encontrarían muy pronto completamente solos.

Mazzini, con todos los radicales y los socialistas burgueses de Europa, había tenido razón en condenar las huelgas -desde su punto de vista, se entiende-. ¿Qué era lo que él quería?, ¿qué quieren todavía los mazzinianos, que estimulan hoy el espíritu de conciliación hasta unirse con los que se dicen radicales del Parlamento italiano? El establecimiento de un gran Estado unitario, democrático y republicano. Pero para establecer ese Estado, es necesario derribar primero el que existe, y para ello el poderoso brazo del pueblo es indispensable. Una vez que el pueblo haya rendido ese gran servicio a los políticos de la escuela mazziniana, se los volverá a ver naturalmente en sus talleres o en sus campos, para retomar allí su trabajo tan útil, bajo la égida no ya paternal, sino fraternal, aunque igualmente autoritaria, del nuevo gobierno republicano. Ahora es necesario, por el contrario, llamarlo a la plaza pública. ¿Cómo sublevarlo?

¿Apelar a los instintos socialistas? Es imposible. Este sería el medio más seguro para amotinar contra sí y contra la república que sueñan a toda la clase de los capitalistas y propietarios, y es precisamente con ellos con quienes se quiere vivir y constituir un nuevo gobierno. No se establece un gobierno regular con las masas bárbaras, ignorantes, anárquicas, sobre todo cuando esas masas han sido soliviantadas en nombre de sus reivindicaciones económicas por la pasión de la justicia, de la igualdad y de su real libertad que es incompatible con cualquier gobierno, sea el que sea. Es necesario, pues, evitar la cuestión social, esforzarse por despertar en los trabajadores las pasiones políticas y patrióticas, gracias a las cuales su corazón podrá batir el unísono con el corazón de los burgueses, y su brazo estará dispuesto a prestar a los políticos radicales de esta clase el servicio preciosos que le demandan, el de derribar el gobierno de la monarquía.

Pero nosotros hemos visto que las huelgas tienen como primer efecto el de destruir esta armonía conmovedora y tan provechosa a la burguesía, recordando al proletariado que existe entre ella y él un abismo, y despertando en su seno las pasiones socialistas que son absolutamente incompatibles con las pasiones políticas y patrióticas. Por lo tanto, Mazzini ha tenido mil veces razón; es necesario condenar las huelgas.

El se ha mostrado en esto mil veces más que los marxistas, jefes actuales del partido de la democracia socialista en Alemania, que también plantean como objetivo inmediato y primero de la agitación legal de su partido la conquista del poder político, y que, en consecuencia, como Mazzini, quieren servirse de la potencia muscular del pueblo alemán, para conseguir ese poder, tan ardientemente codiciado, y ofrecerlo sin duda a su jefe supremo, el dictador de la Internacional, el señor Marx.

Hay actualmente entre el programa político de los marxistas y el de los mazzinianos muchos más puntos de semejanza de los que uno puede imaginarse, y no me sorprendería en absoluto si Marx, decididamente rechazado por todos los revolucionarios socialistas serios y sinceros de Italia, acabara por sellar una alianza ofensiva y defensiva con el partido, con los discípulos de su antagonista irreconciliable, Mazzini. Mazzini, a pesar de todo su idealismo, tan profundo como sincero y que le hizo despreciar los bienes materiales para sí mismo, y haciendo sin duda una concesión necesaria a la brutalidad de las masas, les había hecho todas las promesas económicas y sociales que les hace hoy en día el señor Marx. Llegó incluso hablarles de la igualad económica y de derecho de cada trabajador al producto integro de su trabajo. ¿Pero esta sola palabra no contiene en efecto toda la Revolución social? Mazzini, por las razones que acabo de exponer, no deseaba en lo absoluto, es cierto, el antagonismo de las masas contra las clases. Pero Marx, ¿desea sinceramente este antagonismo, que hace absolutamente imposible toda participación de las masas en la acción política del Estado? Pues esta acción, fuera de la burguesía, no es practicable; no es posible sino cuando se desarrolla en concierto con un partido cualquiera de esta clase y se deja dirigir por los burgueses. Marx no puede ignorar esto, y por otra parte lo que pasa hoy en Ginebra, en Zurich, en Basilea, y en toda Alemania, debería abrirle los ojos, si es que los tiene cerrados sobre este punto, lo que realmente no creo. Me es imposible creerlo luego de haber leído el discurso que hace poco ha pronunciado en Amsterdad, y en el cual ha dicho que en ciertos países, quizás en Holanda misma, la cuestión social podía ser resuelta pacíficamente, legalmente, sin lucha, amigablemente, lo que significa que puede resolverse por una serie de transacciones sucesivas, pacíficas, voluntarias y sabias, entre la burguesía y el proletariado. Mazzini, nunca ha dicho otra cosa.

En fin, Mazzini y Marx concuerdan aún sobre este punto capital: que las grandes reformas sociales que deben emancipar al proletariado no pueden ser realizadas sino por un gran estado democrático, republicano, muy poderoso y fuertemente centralizado, y que para la propia salud del pueblo, para poder darle instrucción y bienestar, es necesario imponer, por medio de su propio sufragio, un gobierno muy fuerte.

Entre Mazzini y Marx existe no obstante una enorme diferencia y es en honor de Mazzini. Mazzini era un creyente profundo, sincero, apasionado. Adoraba a Dios, al cual refería todo lo que sentía, pensaba, hacía. En relación con su propia persona, era el hombre más simple, más modesto, más despreocupado de sí mismo. Su corazón desbordaba amor por la humanidad y benevolencia para con todos. Pero se volvía implacable, furioso, cuando tocaban a su Dios.

Marx no cree en Dios, pero cree mucho en sí mismo, y lo remite todo a sí mismo. Tiene el corazón lleno, no de amor, sino de hiel, y muy poca benevolencia natural para con los hombres, lo que no le impide sin embargo volverse tan furioso como Mazzini e infinitamente más feroz, cuando se osa poner en cuestión la omnisciencia de la divinidad que él adora, es decir el señor Marx mismo. Mazzini quería imponer a la humanidad el yugo de Dios, Marx pretende imponer el suyo. Yo no quiero ninguno de los dos, pero, si me veo forzado a elegir, prefiero al dios mazziniano.

He creído mi deber dar esta explicación, para que los discípulos y amigos de Mazzini no puedan acusarme de injuriar a su maestro comparándolo con Marx. Vuelvo a mi tema.

He dicho pues que, por todas las razones que acabo de exponer, no me asombraría si pronto escuchamos hablar de una reconciliación, de un entendimiento, de una alianza entre la agitación mazziniana y la intriga marxista en Italia. Si no se realiza, será por culpa de los mazzinianos, no de Marx. Entiendo que por poco que el partido marxista, el de la democracia que se dice socialista, continúe marchando en la vía de las reivindicaciones políticas, se verá forzado a condenar tarde o temprano la de las reivindicaciones económicas, la vía de las huelgas, hasta tal punto ambas son realmente incompatibles.

Hemos visto un ejemplo contundente de esta incompatibilidad en 1870 en Ginebra, donde habiendo estallado una gran huelga de obreros de la construcción antes de la guerra, los internacionales ciudadanos de la “fábrica” luego de haber sostenido y aún impulsado esta huelga durante algún tiempo por ostentación, la hicieron cesar de golpe y casi por fuerza, en detrimento de esos desdichados obreros, cuando los jefes del partido radical burgués de Ginebra los intimaron a restablecer el orden. Hemos visto igualmente, hace seis u ocho meses, también en Ginebra, a un abogado perteneciente al partido radical y a la Internacional al mismo tiempo, M. Amberny, aquel a quien Marx, en una carta que le ha dirigido, agradece graciosamente por haber servido a la Internacional de Ginebra, lo hemos visto garantizar públicamente, ante sus conciudadanos burgueses, en nombre de la Internacional, que no habría huelga alguna durante este año.

Se me objetará que en el país donde la organización de las huelgas ha llegado a un grado de potencia desconocido en otros países, me refiero a Inglaterra, los obreros, lejos de permanecer indiferentes a las agitaciones políticas, se interesan mucho en ellas, y se me dirá que la Liga para la conquista del sufragio universal, fundada hace apenas seis años y compuesta en su mayor parte de trabajadores manuales, forma ya el núcleo de una fuerza política francamente popular y tan respetable que los ministros de Su Majestad la reina en persona se ven obligados a contar y a parlamentar con ella.

Todo esto constituye un hecho exclusivo, pero patente, un hecho cuya importancia es imposible negar, por contrario que sea a mis ideas generales. Hay muchos otros hechos aún que se producen en ese mismo país y de una manera tan seria que uno se ve forzado a aceptarlos, o al menos a tenerlos en consideración aunque en apariencia, más que en realidad, se encuentran en completa oposición con el desarrollo lógico de las ideas. Tal es por ejemplo la tendencia manifiesta del proletariado inglés al establecimiento de un estado comunista, banquero único y único propietario de la tierra que administrará en el soberano nombre del pueblo entero, y que hará cultivar, como nos lo ha explicado en el Congreso de Basilea un delegado inglés, miembro del ex Consejo General de Londres, por los obreros agrícolas, bajo la dirección inmediata de sus ingenieros.

Tratemos de explicarnos esta contradicción aparente de un pueblo tan celoso de sus derechos y que espera su emancipación del poder del Estado. No existen más que dos grandes países en el mundo en los que el pueblo disfrute realmente de su libertad y del poder político. Son Inglaterra y los Estados Unidos de América. La libertad es allí más que un derecho político. Es la naturaleza social de todo el mundo, hasta tal punto general que los mismos extranjeros más desheredados, los más miserables, disfrutan de esa libertad plenamente como los ciudadanos más ricos y los más influyentes. La disfrutan sin debérsela en absoluto a los gobiernos de esos países, y sin que esos gobiernos tengan la menor posibilidad de restringir sus derechos, que, en el aspecto de la libertad, son iguales a los derechos de todo el mundo. Sabemos lo que le ha costado, luego del atentado de Orsini, a Lord Palmertson, uno de los ministros más populares que haya habido jamás en Inglaterra, el haber intentado someter la libertad de los extranjeros al arbitraje ministerial. La indignación unánime del pueblo inglés lo hubiera derribado de un solo golpe.

El hecho que acabo de recordar prueba también que esta libertad del pueblo inglés constituye una verdadera fuerza, lo que se denomina la fuerza de la opinión, pero no solamente de la opinión de las clases políticas, o privilegiadas, sino la verdadera fuerza de la opinión popular, fuerza que existe como un hecho social y que actúa como una fuerza siempre latente y siempre presta a hacerse sentir, fuera y por encima de todas las formas políticas y de los derechos explícitamente expresados y consagrados por la Constitución inglesa. No solamente ahora que los derechos electorales se han ampliado considerablemente, sino cuando aún estaban concentrados en manos de una minoría altamente privilegiada, las agitaciones de las masas, los mítines populares inmensos que los ingleses saben organizar tan bien, pesaban de manera considerable sobre la dirección política y las resoluciones del Parlamente inglés.

Se ha querido atribuir ese hecho a la prudente perspicacia y a la alta sabiduría política de la aristocracia y de la rica burguesía. No pretendo discutir esa sabiduría, pero pienso que es necesario buscar la razón principal de este hecho en el temperamento histórico y en los hábitos sociales del pueblo inglés, que, desde hace mucho tiempo, se ha acostumbrado a hacer respetar su libertad y a ejercer esta presión política de su opinión y de sus aspiraciones sobre los actos de los representantes legales de su país. En una palabra, el pueblo inglés no tiene necesidad de conquistar ni su libertad, ni su poder político, los posee ya de hecho, en sus costumbres. Lo que le falta ahora y lo que no dejará de conseguir bien pronto, es la conformidad completa de sus instituciones y sus leyes con el hecho cumplido desde hace largo tiempo. Lo que digo del pueblo inglés se aplica naturalmente aún más al pueblo de los Estados Unidos de América, donde la libertad y la acción política directamente ejercida por las masas alcanza el más alto grado de desarrollo conocido hasta ahora en la historia.

Se puede decir que no existen hoy día en el mundo otros pueblos verdaderamente políticos que esos dos pueblos. Para ellos, la política es un hecho, una realidad bien conocida y ejercida desde hace largo tiempo; para todos los demás, sin exceptuar al pueblo de Francia, es un ideal; para los alemanes una doctrina. El pueblo francés ha tenido sin duda sus momentos políticos, pero no fueron más que momentos, y por esta misma razón apoyaron tantas revoluciones que duraron raramente meses, y más a menudo solamente días. Esos días fueron días de libertad y de fiesta, durante los cuales las masas, ebrias con su victoria, creían haber conquistado el derecho de respirar a pleno pulmón; tras lo cual, por su propio consentimiento, y ayudándose de su propio sufragio, se les puso de nuevo bajo esas máquinas neumáticas que se llaman gobiernos monárquicos o republicanos, el nombre no hace al caso (no cambia nada), pues nadie ignora que tanto los unos como los otros, en Francia como los demás países del continente europeo, jamás han significado otra cosa que la plena opresión de la libertad popular bajo el yugo de una burocracia a la vez religiosa, policial, fiscal, militar y civil.

Si se consideran esas enormes diferencias de temperamento, de desarrollo histórico, de costumbres y de hábitos sociales, se llega a la conclusión de que solamente el pueblo americano y el pueblo inglés tienen conciencia política, y que todos los demás pueblos el continente europeo no la poseen en absoluto. Ahora surge una cuestión: ¿Se puede transmitir esta conciencia por medio de la propaganda a un pueblo que no la encuentra ni en su temperamento, ni en sus hábitos, ni en su propia historia?, lo que equivale a preguntarse, ¿puede hacerse de un alemán o de un francés, un americano o un inglés? Habría quizás otra cuestión para plantear: ¿Es incluso deseable ver despertar la conciencia política en las naciones que han estado privadas de ella hasta ahora, precisamente en una época como la nuestra, en la cual, en los pueblos mismos que la poseen, esta conciencia, llegada a su punto culminante y luego de haber producido todos sus frutos, tiende evidentemente a transformarse en conciencia antipolítica, es decir, socialista revolucionaria?

Pero consideremos en principio la primera cuestión. Una vez resuelta ésta, la segunda se resolverá por sí misma. ¿Puede uno jactarse de dar a las masas populares de una nación, por medio de la propaganda, lo más hábilmente organizada y lo más enérgicamente ejercida, las tendencias, las aspiraciones, las pasiones, los pensamientos que no sean el producto de su propia historia y que en consecuencia, no llevan naturalmente, instintivamente, en su seno? Me parece que a una pregunta así planteada todo hombre consciente, razonable, y que tenga una mínima idea de la manera en que la conciencia popular se desenvuelve, sólo puede dar una respuesta negativa. Y en efecto, ninguna propaganda ha dado jamás a un pueblo el fondo de sus aspiraciones y sus ideas, ya que ese fondo siempre ha sido producto del desarrollo espontáneo y de las condiciones reales de su vida. ¿Qué puede hacer, pues, la propaganda? Aportando una expresión general más justa, una forma feliz y nueva a los limpios instintos del proletariado, puede algunas veces facilitar y precipitar su desarrollo, sobre todo desde el punto de vista de su transformación en conciencia y en voluntad reflexiva de las mismas masas. Puede darles la conciencia de lo que ellas son, de lo que sienten, de lo que quieren ya instintivamente, pero jamás podrá darles lo que no tienen, ni despertar en su seno pasiones que por su propia historia les son extrañas.

Ahora, para decidir esta cuestión, si por medio de la propaganda se puede dar la conciencia política a un pueblo que no la ha tenido nunca hasta aquí, examinemos lo que constituye realmente en las masas populares esta conciencia. Digo expresamente en las masas populares, pues sabemos demasiado bien que en las clases más o menos privilegiadas esta conciencia no es otra cosa que la del derecho conquistado, garantizado y reglamentado de explotar el trabajo de las masas y de gobernarlas en vista de esa explotación. Pero en las masas, que han sido eternamente sometidas, gobernadas, explotadas, ¿qué es lo que puede constituir la conciencia política? No puede ser seguramente más que una sola cosa: la santa rebelión, esa madre de toda libertad, la tradición de la rebelión, el arte consuetudinario de organizar y hacer triunfar la rebelión, esas condiciones esenciales de toda práctica real de la libertad.

Hemos visto que esas dos palabras, conciencia política, desde su mismo origen, y a través de todo el desarrollo de la historia, tienen dos sentidos absolutamente diferentes, opuestos, según los dos puntos de vista igualmente opuestos desde los cuales se las quiere enfocar. Desde el punto de vista de las clases privilegiadas, significan conquista, servidumbre y organización del Estado en vistas de la explotación de las masas sometidas y conquistadas. Desde el punto de vista de las masas, por el contrario, significa rebelión contra el Estado, y, en su última consecuencia, destrucción del Estado. Dos cosas, como se ve, tan diferentes que son diametralmente opuestas.

Ahora se puede afirmar con una certidumbre absoluta que no ha habido jamás pueblo sobre la tierra, por envilecido o maltratado que haya sido por la naturaleza, que no haya sentido, al menos en el origen de su servidumbre, alguna veleidad de rebelión. La rebelión es un instinto de la vida; el gusano mismo se rebela contra el pie que lo aplasta, y se puede decir en general que la energía vital y la dignidad comparativa de todo animal se mide por la intensidad del instinto de rebelión que lleva en sí. En el mundo de los brutos, como en el mundo humano, no hay facultad o hábito más estúpido, más degradante y más relajado que el de obedecer y resignarse. Y bien, pretendo que no ha habido jamás un pueblo tan degradado sobre la tierra, que nunca se haya rebelado, al menos en los comienzos de su historia, contra el yugo de sus conquistadores, de sus avasalladores, de sus explotadores, contra el yugo del Estado.

Pero es necesario reconocer que después de las luchas sangrientas de las Edad Media, el yugo del Estado ha prevalecido contra toda las rebeliones populares y que, con la excepción de Holanda y Suiza, se ha asentado triunfante en todos los países del continente europeo. Ha creado allí una civilización nueva: la del avallasamiento forzado de las masas y de la servidumbre interesada y, en consecuencia, más o menos voluntaria de las clases privilegiadas. Lo que hemos llamado revolución hasta aquí -aún comprendiendo la gran revolución francesa, a pesar de la magnificencia de los programas en nombre de los cuales se ha cumplido- no ha sido en efecto otra cosa que la lucha de esas clases entre ellas por el goce exclusivo de los privilegios garantizados por el Estado, la lucha por la dominación y por la explotación de las masas.

Pero, ¿y las masas? Es necesario reconocerlo, se han dejado desmoralizar, someter, por no decir castrar, profundamente por la acción deletérea de la civilización del Estado. Aplastadas, desgarradas, han contraído el hábito fatal de la obediencia y una resignación borreguil, y en consecuencia se han transformado en inmensos rebaños artificialmente divididos y acorralados, para la mayor comodidad de sus explotadores.

Sé bien que los sociólogos de las escuelas del señor Marx, tales como el viviente Engels o el difunto Lassalle, por ejemplo, me objetarán que el Estado no fue la causa de esta miseria, de esta degradación y de esta servidumbre de las masas; que la situación miserable de las masas, tanto como la potencia despótica del Estado, fueron por el contrario, la una y la otra, los efectos de una causa más general los productos de una fase inevitable en el económico de la sociedad, de una fase que, desde el punto de vista de la historia, constituye un verdadero progreso, un paso inmenso hacia lo que ellos llaman la revolución social.

Es en este punto que Lassalle no ha vacilado en proclamar bien alto que la derrota de la formidable rebelión de los campesinos de Alemania en el siglo XVI, derrota deplorable, si las hubo, y de la cual data la esclavitud secular de los alemanes y el triunfo del estado despótico y centralizado que fue su consecuencia necesaria, constituyeron un verdadero triunfo para esta revolución; porque los campesinos, dicen los marxistas, son los representantes naturales de la reacción, en tanto que el Estado militar y burocrático moderno -producto y acompañamiento obligado de la revolución social que, a partir de la segunda mitad del siglo XVI, ha comenzado la transformación lenta, pero siempre progresiva, de la antigua economía feudal o terrateniente en producción de riqueza o, lo que quiere decir la misma cosa, en explotación del trabajo popular por el capital- fue una condición esencial de esta revolución.

Puede concebirse que, impulsado por esta misma lógica, el señor Engels, en una carta dirigida en el curso de este año a uno de nuestros amigos, haya podido decir, sin la menor ironía, sino por el contrario muy seriamente, que Bismarck, tanto como el rey Víctor Manuel han prestado inmensos servicios a la revolución habiendo creado uno y otro la gran centralización política de sus países respectivos. Recomiendo mucho el estudio y el desarrollo de este pensamiento tan marxista a los franceses aliados o partidarios de Marx, en la Internacional. Materialistas y deterministas, como el mismo Marx, nosotros también reconocemos el encadenamiento fatal de los hechos económicos y políticos en la historia. Reconocemos la necesidad, el carácter inevitable de todos los acontecimientos que suceden, pero no nos inclinamos indiferentemente ante ellos, y sobre todo nos guardamos bien de celebrarlos y admirarlos cuando, por su naturaleza, se muestran en oposición flagrante con el fin supremo de la historia y con el ideal funcionamiento humano que se encuentra, bajo formas más o menos manifiestas, en los instintos, en las aspiraciones populares y bajo los símbolos religiosos de todas las épocas, porque es inherente a la raza humana, la más sociable de todas las razas animales sobre la tierra. Ese objetivo, este ideal, hoy en día más claro que nunca, puede resumirse en pocas palabras: “Es el triunfo de la Humanidad, es la conquista y el cumplimiento de la plena libertad y del pleno desarrollo material, intelectual y moral de cada uno, por la organización absolutamente espontánea y libre de la solidaridad económica y social, tan completa como sea posible, entre todos los seres humanos que viven sobre la tierra.”

Ahora, todo lo que en la historia se muestra conforme a ese fin, desde el punto de vista humano -y nosotros no podemos tener otro- es bueno, todo lo que le es contrario es malo. Sabemos muy bien, por otra parte, que lo que llamamos bueno y lo que llamamos malo son siempre uno y otro resultados naturales de causas naturales, y en consecuencia ambos son inevitables. Pero como, en lo que se llama propiamente la naturaleza, reconocemos muchas necesidades que estamos poco dispuestos a bendecir, por ejemplo la necesidad de morir rabiosos cuando nos ha mordido un perro rabioso, igualmente en esta continuación inmediata de la vida natural que llamamos historia, encontramos muchas necesidades que hallamos más dignas de maldición que de bendición, y que debemos estigmatizar con toda la energía de que somos capaces, en interés de nuestra moral tanto individual como social, a pesar de que reconozcamos que, en el momento en que se dan, los hechos históricos -aún los más detestables- tienen ese carácter de inevitabilidad que define tanto a los fenómenos de la naturaleza como a los de la historia.

Para hacer más claro mi pensamiento, quiero ilustrarlo con algunos ejemplos. Cuando estudio las condiciones políticas y sociales respectivas en las cuales los romanos y los griegos se hallaban en el ocaso de la Edad Antigua, llego a la conclusión de que la conquista y la destrucción de la libertad comparativamente tan humana en Grecia por la barbarie militar y cívica de los romanos, ha sido un hecho lógico, natural, absolutamente inevitable. Pero esto no me impide tomar retrospectiva y muy resueltamente partido por Grecia contra Roma en esa lucha, y entiendo que la humanidad no ha ganado absolutamente nada con el triunfo de los romanos.

Igualmente, considero como un hecho perfectamente natural, lógico, y en consecuencia inevitable, que los cristianos, que eran por la gracia de Dios unos cretinos, hayan aniquilado con el santo furor que sabemos todas las bibliotecas de los paganos, todos los tesoros del arte, la filosofía y la ciencia antigua. Pero me es decididamente imposible discernir las ventajas que de ello han resultado para nuestro desarrollo político y social. Estoy incluso dispuesto a pensar que fuera de esa progresión fatal de los hechos económicos en la cual, si creemos al señor Marx, es necesario buscar, excluyendo cualquier otra consideración, la causa única de todos los hechos intelectuales y morales que se producen en la historia. Estoy profundamente dispuesto a pensar que este acto de santa barbarie, o más aún, esta larga serie de actos bárbaros y de crímenes que los primeros cristianos, divinamente inspirados, cometieron contra el espíritu humano, fue una de las causas principales del envilecimiento político y social, que define esa larga sucesión de siglos nefastos que llamamos la Edad Media. Podemos estar seguros de que si los primeros cristianos no hubieran destruido las bibliotecas, los museos y los templos de la antigüedad, no estaríamos condenados hoy en día a combatir este montón de absurdidades horribles, vergonzosas, que obstruyen aún los cerebros hasta el punto de hacernos dudar a veces de la posibilidad de un futuro más humano.

Siguiendo siempre el mismo orden de protestas contra los hechos que han acaecido en la historia, y cuyo carácter inevitable también yo reconozco, me detengo ante el esplendor de las repúblicas italianas y ante el magnífico despertar del género humano en la época del Renacimiento. Luego veo aproximarse a los dos genios del mal, tan antiguos como la historia, las dos boas constructoras que han devorado todo lo que la historia, ha producido hasta ahora de humano y hermoso. Se llaman Iglesia y Estado, el Papado y el Imperio. Rivales eternos y aliados inseparables, les veo reconciliarse, abrazarse, y devorar y ahogar y aplastar juntos la desdichada y bella Italia, condenarla a tres siglos de muerte. Y bien, encuentro todo esto muy natural, lógico, inevitable, pero no menos abominable, y maldigo al mismo tiempo al papa y al emperador.

Pasemos a Francia. Después de una lucha que ha durado un siglo, el catolicismo, sostenido por el Estado, ha triunfado finalmente sobre el protestantismo. Y bien, ¿no se encuentran todavía hoy, en Francia, políticos o historiadores de la escuela fatalista que, diciéndose revolucionarios, consideran esta victoria del catolicismo -victoria sangrienta e inhumana si la hubo- como un verdadero triunfo para la revolución? El catolicismo, pretende, era entonces el Estado, la democracia, en tanto que el protestantismo representaba la rebelión de la aristocracia contra el Estado y en consecuencia contra la democracia. Es con sofismas parecidos, idénticos por otra parte a los sofismas marxistas, que, consideran los triunfos del Estado como los de la democracia social, con estas absurdidades tan repugnantes como escandalosas se pervierte el espíritu y el sentido moral de las masas, habituándolas a considerar a sus explotadores sanguinarios, a sus enemigos seculares, sus tiranos, los amos y servidores del Estado, como los órganos, los representantes, los héroes, los servidores de votos de su emancipación. ¿Cuándo es el señor Veuillot más franco, más lógico y más verdadero que cuando constata la profunda similitud que existe entre Saint-Barthélemy, por ejemplo, y la masacre de los Comuneros por esos excelentes católicos de Versalles, dirigidos por la Catherine de Médicis de nuestros días, el señor Thiers? Tiene mil veces razón en decir que el protestantismo, no como teología calvinista, sino como protesta enérgica y armada, representaba entonces la rebelión, la libertad, la humanidad, la destrucción del Estado; en tanto que el catolicismo era el orden público, la autoridad, la ley divina, la salud del Estado por la Iglesia y de la Iglesia por el Estado, la condena de la sociedad humana a una servidumbre sin límites y sinfín.

Reconociendo la inevitabilidad del hecho cumplido, no vacilo en decir que el triunfo del catolicismo en Francia en los siglos XVI y XVII fue una gran desdicha para la humanidad en su conjunto, y que tanto Saint-Barthélemy, como la revocación del edicto de Nantes fueron hechos tan desastrosos para la misma Francia, como lo ha sido últimamente la derrota y la masacre del pueblo del París. He llegado a oír a franceses muy inteligentes y muy estimables explicar esa derrota del protestantismo en Francia por la naturaleza esencialmente revolucionaria del pueblo francés. “El protestantismo, dicen, no ha sido sino una revolución a medias y nos hacpia falta la revolución total; es por eso que la nación francesa no ha querido, no ha podido detenerse en la Reforma. Prefirió permanecer católica hasta el momento en que pudiera proclamar el ateísmo, y por esa causa ha soportado con una resignación tan perfecta, tan cristiana, los horrores de Saint-Barthélemy y la tiranía no menos abominable de los ejecutores de la revocación del edicto de Nantes”.

Estos patriotas estimables parecen no querer considerar una cosa. Y es que un pueblo que, bajo cualquier pretexto que sea, sufre de tiranía, pierde necesariamente, a la larga, el hábito saludable de rebelarse y hasta el instinto mismo de la rebelión. Pierde el sentimiento de la libertad, y la voluntad, el hábito mismo de ser libre; y una vez que un pueblo ha perdido todo esto, deviene necesariamente, no sólo por sus condiciones exteriores, sino interiormente, en la esencia misma de su ser, un pueblo esclavo. Es porque el protestantismo ha sido derrotado en Francia que el pueblo francés ha perdido, o, más bien, no ha adquirido las costumbres de la libertad; es porque esta tradición y estas costumbres le faltan que no tiene hoy en día lo que llamamos la conciencia política, y es porque carece de esa conciencia que todas las revoluciones que ha hecho hasta ahora no han podido darle ni asegurarle la libertad política. Con excepción de sus grandes días revolucionarios, que han sido días de fiesta, el pueblo francés sigue siendo, hoy como ayer, un pueblo esclavo. Pasando a otro orden de cosas, llego ala fragmentación de Polonia; en este punto, me siento muy feliz de coincidir al menos por una vez con el señor Marx, pues también él, como yo y como todo el mundo, considera esa fragmentación como un gran crimen. Solamente quisiera saber de qué modo él, que ha establecido su punto de vista fatalista y optimista a la vez, ha podido permitirse, ha podido justificar una condena semejante de un gran hecho histórico cumplido. Proudhon, a quien tanto ama, ha sido más lógico, más consecuente que él. Queriendo a toda costa absolver a la historia, ha escrito un desdichado folleto en el cual, luego de haber demostrado con mucha razón que la Polonia nobiliaria debía perecer, porque llevaba los gérmenes de la disolución en su seno, ha tratado de oponerla al Imperio de los Zares, como representante de la democracia socialista triunfante. Esto ha sido más que un error, no vacilo en decirlo, a pesar del tierno respeto que siento por la memoria de Proudhon, esto ha sido un crimen: el crimen de un sofista que, atrapado por las necesidades de la polémica, no ha temido insultar a una nación mártir en el momento mismo en que, al rebelarse por centésima vez contra sus espantosos tiranos rusos y alemanes, por centésima vez yace abatida bajo sus golpes.

¿Pero por qué azar el señor Marx se ha dejado llevar por una vez a optar por la humanidad en detrimento de la consecuencia de sus propias ideas? La explicación de ese azar no es difícil de dar.

El señor Marx no es solamente un socialista científico, es además un político muy hábil y un ardiente patriota. Como el señor Bismarck, aunque por vías algo diferentes, y como muchos otros de sus compatriotas, socialistas o no socialistas, desea el establecimiento de un gran Estado germánico para la gloria del pueblo alemán y para la felicidad y la civilización, voluntaria o forzada, del mundo. La realización de ese fin se enfrenta con tres obstáculos: 1° la fatal rivalidad de los dos mayores estados germánicos, Prusia y Austria; 2° la celosa potencia de Francia; 3° la amenazante potencia del Imperio de todas las Rusias, que asume el papel de protector de los pueblos eslavos contra la civilización alemana.

Los dos primeros obstáculos han sido en parte descartados por la política tan hábil como poderosa del señor Bismarck. Austria, que ha cometido a los ojos de los patriotas clarividentes de Alemania el gran error de no haber sabido germanizar completamente a los pueblos eslavos sometidos a su yugo, y el de haber permitido, desde el segundo cuarto del siglo, al pensamiento, a la lengua, a la pasión, a la reivindicación eslava despertarse en su seno; Austria ha sucumbido definitivamente bajo los golpes del ejército de Prusia. No se repondrá jamás, todo el mundo lo siente, todo el mundo lo ve. Vanamente buscará en sí misma nuevos equilibrios, apoyándose, alternativamente, ya sobre los magiares, ya sobre los eslavos, ya y nuevamente sobre sus queridos alemanes, quienes, sintiéndola parecer, comienzan a tornarle la espalda para adorar al brillante astro que se levanta en Berlín. Austria no solamente ha dejado de ser un impedimento para Prusia, o, lo que ahora quiere decir la misma cosa, para Alemania; su existencia separada se ha convertido momentáneamente en una necesidad, pues aún no se siente a Berlín lo suficientemente preparada y fuerte como para heredarla, como para tomar en plena posesión todo lo que le pertenece. Si sucumbiera ahora, sería necesario cederle una buena porción al Imperio de Rusia, y esto no estaba del todo previsto en los cálculos del señor Marx o del señor Bismarck.

Contrariamente al señor Marx, el señor Bismarck procura no insultar ni provocar al zar. Durante algún tiempo todavía tendrá gran necesidad de él, y en consecuencia, lejos de insultarlo le halaga y se llama su amigo. Pero en política la amistad no significa nada, y el señor Bismarck sabe tan bien como el mismo Marx que la hora de la gran lucha definitiva entre el pangermanismo, representado por Prusia o por toda la Alemania prusificada, y el paneslavismo personificado en el zar, no puede dejar de sonar. Pero antes de que ello ocurra, es necesario acabar con Francia.

Francia ha sido indudablemente vencida, herida cruelmente, pero aún no está abatida. No está arruinada, sino que se encuentra apenas debilitada. Se diga lo que se diga siempre considerando todas estas cuestiones desde el punto de vista de los Estados, no desde el de la Revolución social, cuya primera consecuencia será barrer con todas las viejas cuestiones, para dejar lugar a problemas nuevos y totalmente diferentes- se diga lo que se diga, Francia no ha olvidado la sangrienta injuria que ha recibido de Alemania. Tomará fatalmente su revancha, sea asumiendo la iniciativa de una terrible revolución social que hará derrumbarse a todos los Estados de Francia y Alemania, y cuya dirección no será probablemente confiada en manos de ningún dictador, sea por una lucha a muerte de Estado a Estado, por duelo entre la República y el Imperio.

El señor Bismarck lo sabe muy bien, y es por eso que aún le resulta necesaria la alianza con el zar, y que todavía hoy dirige sus armamentos casi exclusivamente contra Francia. Pero, como ya he dicho, en su pensamiento, al igual que en el del señor Marx, la lucha con Rusia, la guerra a muerte entre el emperador de Alemania y el zar, estalle más tarde o más temprano, es un hecho cuya inevitabilidad se ha comprendido y su cumplimiento resuelto. Pero el señor Bismarck quiere acabar en primer lugar con Francia porque, como político aún más excelso que el señor Marx, se dice que si toda Alemania concentrada bajo su mano tuviese que luchar contra Francia y Rusia al mismo tiempo, podría muy bien sucumbir. Teme que el gabinete de San Petersburgo le comprenda demasiado tarde, y que, habiéndolo comprendido, el zar se vuelva contra él cuando ataque Francia. Por lo tanto, más sabio en este sentido que el señor Marx, se guarda bien de indisponerse con el zar, se toma todos los trabajos imaginables para moderar sus recelos y sus temores. Trata de ganar su confianza y de asegurarse su connivencia dejándole esperar, como una recompensa a su neutralidad y naturalmente aún más a su cooperación activa, de ser posible, una gran extensión de territorio en detrimento de Turquía o de Austria.

Es evidente que el señor Bismarck dará a Rusia tan poco como pueda. Se guardará bien de aumentar de una manera demasiado real la potencia de un imperio contra el cual se prepara a entrar en combate más tarde. Sin embargo, se verá forzado a hacer algunas concesiones importantes, pero, sin duda, también Alemania las hará al mismo tiempo, y aún más importantes; y como, según todas las probabilidades, el gobierno y la administración germánicas, incomparablemente más capaces y mejor dirigidos que el gobierno y la administración rusas, sabrán extraer de sus conquistas más ventajas que los rusos, el señor Bismarck se dice que, a fin de las cuentas proporcionalmente, el poderío de Alemania, comparado con el de Rusia, devendrá aún mayor, y que, permaneciendo Rusia como su único enemigo, le será mucho más fácil a Alemania vencerla y aplastarla.

Es necesario ser ciego para no ver que tal es, que tal debe ser la política de Bismarck, tanto frente a Francia como frente Rusia. Dadas las relaciones actuales de esos tres grandes estados, Francia, Alemania y Rusia, ello se desprende con la consecuencia rigurosa de una deducción matemática. Y es precisamente porque lo comprende, que Bismarck es un gran hombre de Estado. Su política es la del presente; en cambio, la de Marx, que se considera por lo menos sucesor y continuador, es la del futuro. Y cuando digo que Marx se considera como el continuador del señor Bismarck, estoy lejos de calumniar al señor Marx. Si él no se considerara tal, no habría permitido al confidente de todos sus pensamientos, el señor Engels, escribir que Bismarck sirve a la causa de la Revolución social. La sirve ahora a su manera, Marx la servirá más tarde de otra manera. He aquí en qué sentido él será, más adelante, el continuador, como hoy en día es el admirador, de la política de Bismarck.

Examinemos ahora el carácter particular de la politica del señor Marx. En principio, constatemos los puntos esenciales sobre los cuales se separa de la política bismarckiana. El punto principal, y casi podríamos decir único, es éste: el señor Marx es demócrata, socialista autoritario y republicano; Bismarck es n Junker pomerano, aristócrata y monárquico. La diferencia es pues muy grande, muy seria y por ambos lados igualmente sincera. En este sentido, no hay entendimiento ni reconciliación posibles entre Bismarck y Marx. Aún fuera de las tantas pruebas irrecusables que Marx ha dado durante toda su vida de adhesión a la causa de la democracia socialista, su misma posición y su ambición le dan una cierta garantía. En una monarquía, por liberal que ella fuera, o aún en una república conservadora a la manera del señor Thiers, no podría haber ningún lugar, ningún rol para Marx; con más razón en el Imperio pruso-germánico fundado por Bismarck, con un devoto emperador por jefe, y con todos los barones y todos los burócratas de Alemania por guardianes. Antes de llegar al poder, Marx deberá barrer todo esto. En consecuencia, es forzosamente revolucionario.

He aquí lo que separa a Marx de Bismarck; la forma y las condiciones del gobierno. Uno es aristócrata y monárquico, el otro es demócrata, republicano y, para colmo, demócrata socialista y republicano socialista. Veamos ahora lo qué los une. Es el culto del Estado. No tengo necesidad de probarlo para Bismarck, las pruebas están ahí. Es, de la cabeza a los pies, un hombre e Estado y de nada más que un hombre de Estado. Pero no creo necesitar demasiados esfuerzos para probar que lo mismo ocurre con Marx. Ama a tal punto el gobierno, que ha querido instituir uno incluso en la Asociación Internacional de los Trabajadores; y adora de tal manera el poder que ha querido, que pretende aún hoy, imponernos su dictadura. Me parece que esto es suficiente para caracterizar sus disposiciones personales. Pero su programa socialista y político es la más fiel expresión de las mismas. El fin supremo de todos sus esfuerzos, como nos lo anuncian los estatutos fundamentales de su partido, en Alemania, es el establecimiento del gran Estado popular (Volksstaat).

Pero quien dice Estado, dice necesariamente un Estado particular, limitado, que comprende, si es muy grande, muchas poblaciones y países diferentes, pero que excluye a muchas más. Pues a menos que se sueñe el Estado universal, como hicieron Napoleón y Carlos V, o como el Papado había soñado la Iglesia universal, Marx, a pesar de toda la ambición internacional que le devora hoy en día, deberá, cuando la hora de la realización de sus sueños haya sonado para él -si suena alguna vez- contentarse con gobernar un solo Estado y no varios Estados a la vez. En consecuencia, quien dice Estado, dice un Estado, y quien dice un Estado afirma la existencia de varios Estados y quien dice varios Estados dice inevitablemente competencia, celos, guerra sin tregua y sinfín. La más simple lógica, tanto como la historia, dan fe de ello.

Está en la naturaleza del Estado romper la solidaridad humana y negar de alguna manera la humanidad. El Estado no puede conservarse como tal en su integridad y con toda su fuerza si no se plantea a sí mismo como fin supremo, absoluto, al menos para sus propios ciudadanos, o para hablar más francamente, para sus propios súbditos ya que no puede imponerse como tal a los súbditos de los otros Estados. De allí resulta inevitablemente una ruptura con la moral humana en tanto que universal, y con la razón universal, por el nacimiento de la moral del Estado y de una razón de Estado. El principio de la moral política o de Estado es muy simple. Siendo el Estado el fin supremo, todo lo que es favorable al desenvolvimiento de su poder, es bueno, todo lo que le es contrario, aunque sea la cosa más humana del mundo, es malo. Esta moral se llama patriotismo. La Internacional, como hemos visto, es la negación del patriotismo, y en consecuencia, la negación del Estado. Así pues, si Marx y sus amigos pudieran lograr introducir el principio del Estado en nuestro programa, matarían a la Internacional.

El Estado, para su conservación, debe ser necesariamente poderoso hacia fuera; pero si lo es hacia fuera, lo será infaliblemente hacia adentro. Todo Estado, antes de dejarse inspirar y dirigir por una moral particular, según las condiciones concretas de su existencia, por una moral que sea una restricción, y en consecuencia la negación de la moral humana y universal, deberá velar por que todos sus súbditos, en sus pensamientos y sobre todo en sus actos, no se inspiren sino en los sordos a las enseñanzas de la moral pura o universalmente humana. De allí resulta la necesidad de una censura del Estado; ya que una libertad demasiado grande del pensamiento y las opiniones es, como piensa Marx, con mucha razón por otra parte, desde su puntote vista eminentemente político, incompatible con esta unanimidad de adhesión reclamada por la seguridad del Estado. Que este es, en realidad, el pensamiento de Marx, nos lo prueban suficientemente las tentativas que ha realizado por introducir, bajo pretextos plausibles, bajo máscaras, la censura en la Internacional.

Pero sea cual sea la vigilancia de esta censura, aun cuando el Estado tomara exclusivamente entre sus manos toda la educación y toda la instrucción populares, como ha querido Mazzini, y como lo quiere hoy Marx, el Estado no podrá jamás estar seguro de que los pensamientos prohibidos y peligrosos no se deslizan, bajo la forma del contrabando, en la conciencia de las poblaciones que gobierna. El fruto prohibido es tan atractivo para los hombres, y el diablo de la rebelión, ese enemigo eterno del Estado, se despierta tan fácilmente en sus corazones cuando no han sido suficientemente embrutecidos, que ni esta educación, ni esta instrucción, ni aún esta censura garantizan suficientemente la tranquilidad del Estado. Le hace falta también una policía, agentes adictos que controlen y dirijan, secretamente y sin que se note, la corriente de opinión y las pasiones populares. Hemos visto que el mismo Marx está tan convencido de esta necesidad, que ha creído prudente llenar de agentes secretos todas las regiones de la Internacional, y sobre todo, Italia, Francia, y España.

En fin, por perfecto que sea, desde el punto de vista de la conservación de la censura y de la policía, el Estado no puede estar seguro de su existencia en tanto no cuente, para defenderse contra los enemigos del interior, contra el descontento de los pueblos, con una fuerza armada. El Estado, esto es, el gobierno de arriba hacia debajo de una inmensa cantidad de hombres muy diversos desde el punto de vista de su grado de cultura, de la naturaleza del país o las localidades donde habitan, de su posición, de sus ocupaciones, de sus intereses y de sus aspiraciones, por una minoría cualquiera, aunque esta minoría fuera elegida mil veces por el sufragio universal y controlada en sus actos por instituciones populares; a menos que esté dotada de la omnisciencia, la omnipresencia y la omnipotencia que los teólogos atribuyen a su Dios, es imposible que pueda conocer, prever las necesidades, ni satisfacer, con igual justicia, los intereses más legítimos, más urgentes de todo el mundo. Siempre habrá descontentos, porque siempre habrá sacrificados.

Por otra parte, el Estado, como la Iglesia, por su naturaleza misma, es un gran sacrificador de hombres vivos. Es un ente arbitrario, en el seno del cual todos los intereses vivos, tanto individuales como locales, se encuentran, chocan, se destruyen mutuamente, se absorben en esa abstracción que se llama interés común, bien público, salud pública, y donde todas las voluntades reales se anulan en esta otra abstracción que lleva el nombre de voluntad popular. De allí resulta que esta autodenominada voluntad del pueblo no es nunca otra cosa que el sacrificio y la negación de todas las voluntades de las poblaciones; de la misma manera que el llamado bien público no es otra cosa que el sacrificio de sus intereses. Pero para que esta abstracción omnímoda pueda imponerse a millones de hombres es necesario que sea representada y sostenida por un ser real, por una fuerza viva cualquiera, y bien, ese ser, esa fuerza, siempre han existido. En la Iglesia, se llama clero, y en el Estado, clase dominante o gobernante.

En el Estado de Marx, se nos dice, no habrá clase privilegiada. Todos serán iguales, no solamente desde el punto de vista jurídico y político, sino también desde el punto de vista económico Al menos esto es lo que se promete, aunque dudo mucho que, de la manera en la cual se lo toma, y con el camino que se quiere seguir, se pueda cumplir esa promesa algún día. No habrá, pues, clases, sino un gobierno y, fijaos bien, un gobierno excesivamente complicado, que no se contentará con gobernar y administrar a las masas políticamente, como lo hacen todos los gobiernos actualmente, sino que incluso las administrará económicamente, concentrando en sus manos la producción y la justa distribución de las riquezas, el cultivo de la tierra, el establecimiento y desarrollo de las fábricas, la organización y la dirección del comercio, en fin, la aplicación del capital a la producción por un único banquero, el Estado. Todo esto exigirá una ciencia inmensa y muchas cabezas privilegiadas en este Gobierno. Será el reino de la inteligencia científica, el más aristocrático, el más despótico, el más arrogante y el más despreciativo de todos los regímenes. Habrá una nueva clase, una jerarquía nueva de sabios reales y ficticios, y el mundo se dividirá en una minoría dominante en nombre de la ciencia, y una inmensa mayoría ignorante. Y entonces, cuidado con las masas ignorantes.

Un régimen tal no dejará de provocar muy serios descontentos en esta masa, y, para contentarla, el gobierno iluminador de Marx tendrá necesidad de una fuerza armada no menos importante. Pues el gobierno debe ser muy fuerte, dice Engels, para mantener en el orden a esos millones de analfabetos cuyo levantamiento brutal podría destruirlo y trastocarlo todo, hasta un gobierno dirigido por cerebros de gran inteligencia.

Como podéis ver, a través de todas las frases y todas las promesas democráticas y socialistas del programa de Marx, se reencuentra en su Estado todo aquello que constituye la propia naturaleza despótica y brutal de todos los Estados, sea cual sea la forma de su gobierno. A fin de cuentas, el Estado popular, tan recomendado por Marx, y el Estado aristocrático-monárquico, mantenido con tanta habilidad como fuerza por Bismarck, se identifican completamente por la naturaleza de su objeto tanto interior como exterior. En el exterior, es el mismo despliegue de la fuerza militar, es decir, la conquista; en el interior el mismo empleo de esta fuerza armada, último argumento de todos los poderes políticos amenazados, contra las masas que, fatigadas de creer, de esperar, de resignarse y de obedecer siempre, se rebelan.

Dejemos ahora las consideraciones generales sobre el Estado, y profundicemos más en la política real, nacional, de Marx. Como Bismarck, es un patriota alemán. Quiere la grandeza y el poderío de Alemania como Estado. Nadie podrá por otra parte calificar de crimen el amor a su país y a su pueblo, y ya que él está tan profundamente convencido de que el Estado es la condición sine qua non de la prosperidad del uno de la emancipación del otro, se encontrará natural que desee que Alemania se organice en Estado y necesariamente en Estado muy grande y muy fuerte, ya que los Estados débiles y pequeños corren siempre el riesgo de ser engullidos. En consecuencia Marx, como patriota perspicaz y ardiente, debe querer el poderío y la grandeza de Alemania como Estado.

Pero, por otro lado, Marx es un socialista célebre, y uno de los principales iniciadores de la Internacional. No se contenta con trabajar por la emancipación del proletariado en Alemania únicamente; tiene el honor y considera un deber trabajar al mismo tiempo por la emancipación del proletariado de todos los países, lo que hace que se encuentre en plena contradicción consigo mismo. Como patriota alemán, desea la grandeza y el poderío, es decir, el dominio de Alemania, pero como socialista de la Internacional debe querer la emancipación de todos los pueblos del mundo. ¿Cómo resolver esta contradicción? No hay más que un medio: proclamar, y luego de haberse persuadido a sí mismo, se entiende, la grandeza y el poderío de Alemania como Estado es la condición suprema de la emancipación de todo el mundo, que el triunfo nacional y político de Alemania es el triunfo de la humanidad, y que todo lo que sea contrario al advenimiento de esta nueva gran potencia omnívora es enemigo de la humanidad. Una vez, establecida esta convicción, no sólo está permitido, sino que lo exige la más santa de las causas, hacer servir a la Internacional, comprendidas en ella todas las federaciones de los otros países, como un medio muy poderoso, muy cómodo, muy popular sobre todo, tendiente a la edificación del gran Estado pangermánico. Y es esto precisamente lo que Marx está intentando hacer, tanto por las deliberaciones de la Conferencia de habpia reunido en septiembre de 1871 en Londres, como por las resoluciones votadas por sus amigos alemanes y franceses en el Congreso de La Haya. Si no ha tenido más éxito, no es seguramente por falta de grandes esfuerzos ni de mucha habilidad de su parte, sino probablemente porque la idea fundamental que le inspira es falsa y su realización es imposible.

Esta identificación de la causa de la humanidad con la de la gran patria germánica no es una idea absolutamente nueva. Ha sido explícitamente expresada por primera vez, si no me equivoco, por el gran filósofo y patriota alemán Fitche en una serie de clases que dictó en Berlín después de la batalla de Jena, por así decir bajo la bayoneta de los soldados franceses que tenían su guarnición en la capital de Prusia y que, embriagados con todas sus victorias e ignorantes como conviene a los bravos generales, oficiales y soldados de Francia, se preocupaban poco de lo que pudiera decir un profesor alemán.

Fitche había sido expulsado poco tiempo antes de la universidad de Jena, bajo el muy ilustrado gobierno del duque de Sajonia-Weimar, el amigo de Goethe, a causa de su profesión de fe revolucionaria y atea. Pues bien, fue aeste hombre a quien Stein y Hardenberg, los dos nuevos ministros del rey Federico Guillermo III de Prusia, en el momento en que Prusia, completamente conquistada y respirando sólo por la gracia de su vencedor, se había visto hundida en una miseria mucho más abrumadora que aquella en que se encontrará Francia en 1870 y 1871, fue ese hombre a quien el gobierno de Prusia, ciertamente más inspirado de lo que lo estuviera el del señor Thiers, ha recurrido para levantar, para rehacer la energía moral de la juventud prusiana y alemana.

¡Hecho sorprendente y digno de permanecer en la memoria de las naciones! La verdadera grandeza de Prusia, su potencia nueva, datan de la catástrofe de Jena. Es verdad que muchas causas anteriores, tanto prusianas como alemanas, la habían preparado. Entre las causas exclusivamente prusianas, es necesario citar, en primer lugar, la política perseverante y tortuosa de esta casa de Branderburgo que, continuamente durante tres siglos, de padres a hijos, ha perseguido un solo fin: el de la creación de una gran potencia alemana fundada en parte sobre la servidumbre de las poblaciones eslavas que eran los habitantes primitivos de actual reino de Prusia, y una parte, de las cuales ha conservado sus tratados, sus costumbres y hasta su lengua eslava, a pesar de todos los esfuerzos que se han hecho para germanizarlas. En principio vasallos de la corona de Polonia, los duques de Prusia acabaron por desposeer a su antiguo soberano. Primero se independizaron de él, luego comenzaron a arrancarle una a una sus provincias, finalmente se proclamaron reyes, y de la mano de su poderoso sucesor Federico el Grande, en concierto con Rusia y Austria, dieron por fin el golpe de gracia a esta desdichada Polonia, en otros tiempos soberana.

A menos de demostrar una profunda ignorancia, nadie podrá discutir que toda la fuerza política de Prusia ha sido fundada exclusivamente en detrimento y sobre la ruina completa de Polonia. Esta fuerza data realmente de la división de ese reino-república y de la conquista de Silesia, provincia entonces completamente yo hoy todavía en gran parte polaca. Es bueno recordar este origen que pesa y pesará siempre como una fatalidad sobre el poderío prusiano y también sobre el poderío alemán, en tanto que el poderío alemán es prusiano.

Pero esta fuerza nueva, definitivamente creada por Federico II, no era todavía, por así decir, más que una potencia muy exterior, muy artificial, mecánica, o solamente política. Le faltaba el alma, la sanción nacional. En su mayor parte eslava en el campo, sólo era alemana en las ciudades, en la clase burguesa, en la nobleza, en su burocracia, en sus profesores, en su clero protestante, en fin en la corte, hasta el momento en que Federico II transformó a esta última en una especie de corte francesa, imitando a la manera de los alemanes, esto es, con una gracia un poco pesada, las modas y las maneras elegantes de los franceses.

Para hacerse una idea justa de lo que era la nacionalidad alemana, representada por las clases que acabo de enumerar, no solamente en Prusia, sino en toda Alemania, lo mejor es leer la Historia del siglo XVIII escrita por el gran historiador alemán Schloseer. No puede imaginarse nada más abyecto, más estúpido, más vil. Eran la pobreza, la sequedad, la pedante pesadez de un espíritu carente de movimiento y de vida, unidos a una cobardía de corazón sin límites.

¡Cosa extraña e igualmente digna de no ser olvidada por los pueblos! El protestantismo, que si bien no había creado, había al menos estimulado y acompañado el movimiento emancipador de los pueblos en todos los otros países, en Suiza, Inglaterra, Holanda, Suecia y más tarde en América, en Francia misma en tanto que no fue vencido, en Alemania había producido el efecto contrario. Se convirtió en la religión del despotismo. ¿No hay por ello que concluir que los alemanes son un pueblo verdaderamente predestinado a la creación de un Estado grande y poderoso? La obediencia y la resignación, esas primeras virtudes de un súbdito y esas condiciones supremas del Estafo, se encuentran tan profundamente enraizadas en sus corazones que la Reforma, una revolución religiosa que había sacudido el sopor de tantas otras naciones y que había despertado en su seno el principio de toda libertad, la rebelión, no había producido en Alemania otro efecto que reforzar el sentimiento y la práctica de la disciplina.

En la primera entrega de este escrito he demostrado que la nación alemana, piadosamente absorta en sus sueños, había pasado su adolescencia y juventud, todo el largo periodo de la Edad Media, en la más completa y tranquila esclavitud. He constatado en seguida que, hacia finales del siglo XV, pareció despertarse. A comienzos del siglo XVI, tuvo en efecto algunos años de magnífico progreso: Lucero, Ulrico von Hutten, Franz von Sickingen, Thomas Munzer, y muchos otro aun, parecieron querer llevarla por una senda rica y desconocida de pensamiento, de pasión y de acción: por la senda de la libertad. Electrizadas por sus ardientes prédicas, trémulas de esperanza y de fe, las masas de campesinos, quebrando sus antiguas cadenas, se levantaron al grito de ¡Guerra a loa castillos y paz en las chozas! Saquearon y destruyeron los castillos, y ahorcaron o masacraron a los señores sacerdotes.

“Era la reacción”, dice Lassalle y repiten con él todos los marxistas. Era la reacción, dicen ellos, porque la revolución, que no es tal sino cuando es muy civilizada, muy científica, es decir, muy burguesa, no puede salir de la barbarie del campo. El campesino no puede ser otra cosa que la reacción, de donde resulta que el primer deber de la revolución es impedir, reprimir a cualquier costa, todo movimiento de campesinos, sea el que sea. Dóciles a ese precepto, los burgueses radicales de Alemania los reprimieron, efectivamente, en 1830, igual que en 1848, y es a causa de esto, sin duda, que actualmente disfrutan de tanta libertad. En 1525, el triunfo de esta extraña “revolución” alemana sobre esta “reacción” campesina, fue completo. Los campesinos, abandonados y traicionados por la burguesía de las ciudades, fueron destrozados por los nobles y masacrados y torturados por decenas de miles, después de lo cual toda Alemania volvió a la calma, para permanecer hundida en ella durante más de tres siglos, como Italia, con esta diferencia: que Italia había sido ahogada por la alianza del emperador y del papa, en tanto que Alemania había sucumbido voluntariamente bajo el peso de su propia revolución.

Fue precisamente entonces cuando comenzó a desarrollarse en todo su extraño esplendor en Alemania la potencia creciente y autodenominada progresista y revolucionaria del Estado militar, burocrático y tranquilamente despótico. Los príncipes soberanos reemplazaron al papa y se declararon jefes de sus Iglesias nacionales, para gran satisfacción de un clero cuyo abyecto servilismo sobrepasó todo lo que de semejante se había visto en Alemania hasta entonces. Se convirtieron de alguna manera en dioses de sus Estados, dioses muy groseros, ignorantes como conviene a los príncipes, estúpidamente infatuados de su voluntad soberana y excesivamente depravados; por debajo de ellos una nobleza mediocremente cortesana, sometida a todos los servicios, buscadora de fortuna, de gracias y de amos, que no pedía nada mejor que vender a sus mujeres y sus hijos al primer pequeño sultán que se presentase. Los campesinos, aplastados, diezmados y embrutecidos triplemente por la derrota, por la miseria y por las enseñanzas de sus pastores protestantes, predicadores de la esclavitud cristiana, ya sólo se movieron para llevar, curvados y temblorosos, los frutos de su trabajo al castillo.

La burguesía y los gremios retoman aplaciblemente sus ocupaciones y sus hábitos laboriosos cotidianos, ejercitando como única distracción y consuelo la lectura de la Biblia, y pagando todos los impuestos que se quisiera sin resistencia, sin protestas, sin murmullo.

Alemania se había convertido así definitivamente, e iba a serlo durante tres siglos mortales, en el paraíso de los déspotas, la tierra de la tranquilidad, de la sumisión, de la resignación y de la mediocridad más desoladoras, sí, desoladora en todos los sentidos, pues aún el movimiento económico, el de la industria y el comercio, se había atrasado considerablemente en comparación con la energía y la actividad que había desplegado desde el nacimiento de la Liga Hanseática, entre los siglos XIII y XV. Después de la Reforma, ese movimiento, por así decir, se congela, de manera que Alemania permanece muy lejos, no sólo detrás de países protestantes como Inglaterra y Holanda, sino aun detrás de la Francia católica. De la misma manera se puede decir que a partir del primer cuarto de nuestro siglo ha comenzado a participar del gran movimiento de la industria y del comercio mundial.

Aun hoy, no se ubica sino en el cuarto o quinto puesto, después de Inglaterra, Francia, Estados Unidos y la pequeña pero muy industriosa Bélgica, y al menos desde el punto de vista del comercio marítimo, detrás de Holanda. Así pues, durante tres siglos, incluso en el campo económico, permanece prácticamente estancada, tan pobre de espíritu como de riquezas materiales. De allí ha resultado una especie de virtud relativa o más bien negativa, conocida bajo el nombre proverbial de la honestidad alemana; se le había atribuido sin ningún motivo no sé que fuerza moral, inherente, se creía, al carácter de la nación en tanto que esta virtud no era nada más que el producto natural de esa doble pobreza de la bolsa y del espíritu. Y para convencerse de ello, no hay más que ver con qué rapidez esa honestidad alemana tan ponderada se evapora hoy bajo el soplo depravador y poderoso de la gran especulación bancaria, de las grandes transacciones comerciales y de la gran industria.

Esta honestidad no era pues una fuerza moral, sino el producto de la mediocridad tanto material como intelectual. Era el hábito de los pobres acostumbrados a vivir con poco y a conocer muy pocas necesidades, a llevar una existencia fuera de las grandes pasiones, de los grandes goces y de las grandes tentaciones, tanto del pensamiento como de la vida. Contentarse con poco, he aquí en qué consistía esa virtud -virtud negativa si las hay- y o buscar compensaciones y consuelo sino en la contemplación religiosa y en la lectura de la Biblia, que embriagaba a muy bajo costo esos buenos burgueses protestantes con la comunión con el Espíritu Santo o con la comunión directa con Dios por medio de Cristo. Se concibe que un régimen tal debió formar súbditos muy apropiados para las necesidades del despotismo.

Tal fue, pues, en este extraño país, el efecto de la doble revolución económica que, sobre las ruinas de la propiedad feudal, debía fundar la nueva potencia del capital y de la revolución religiosa que había despertado la vida política en todos los países. En Alemania, este efecto puede resumirse con estas palabras: empobrecimiento y embotamiento material, postración intelectual y moral.

Algunos escritores alemanes, Schiller entre ellos, han buscado explicarse este hecho tan doloroso para su patriotismo atribuyéndolo exclusivamente a los inmensos desastres causados en Alemania por la guerra de los Treinta Años, de la cual fue al mismo tiempo el escenario y la víctima. Pero, los demás países, ¿se salvaron realmente? ¿No fue Holanda asolada por Felipe II, Inglaterra por los Estuardos, Francia por la Liga Católica y por la monarquía absoluta desde el comienzo de las guerras de religión hasta la proclamación del edicto de Nantes? Pues bien, todo esto no impidió a Holanda fundar su libertad y su prosperidad material, a Inglaterra tener su Shakespeare, sus Milton, derribar al despotismo de los Estuardos y dominar al despotismo alemán aportado por la casa de Hannover. En la misma Francia, a pesar del triunfo del catolicismo, a pesar del aniquilamiento y de la proscripción definitivos de los pobladores protestantes, los más industriosos y los más ricos del país, a pesar, finalmente, del establecimiento de una monarquía absoluta al modo oriental, con toda la ostentación insolente de un Rey Sol que resume en su persona a todo el Estado, en Francia desde Rabelais, Montaigne, Descartes, hasta Voltaire y Diderot, a través de la gran liturgia de los siglos XVII y XVIII, se encuentra una corriente ininterrumpida y siempre creciente de libre pensamiento, que inspira a los más nobles espíritus, funda en París salones literarios y filosóficos, Academias de ciencias y de letras, crea una opinión pública opuesta tanto al catolicismo, al dogma cristiano, al Maestro celeste, como al despotismo real, y que, desarrollándose oculta en un principio, extendiéndose poco a poco, por mil ramificaciones subterráneas e invisibles, a todas las clases de la sociedad, acaba por abrazar a la nación entera, proclama la Revolución y arrastra a la guillotina a la diosa terrestre.

Pero en Alemania nada, nada de nada. Desde la muerte de Lutero, hasta la aparición de los primeros escritos de Lessing, es decir durante dos siglos, interrupción incompleta del pensamiento, de todo movimiento intelectual y de la vida moral; a menos que, por piedad de tanta miseria, se quiera considerar como signos de desarrollo intelectual y moral los vagidos enfermizos y sentimentales del pietismo o bien las extravagancias teosóficas de un Jacobo Bome. La misma lengua alemana, de la que Lutero se había servido magníficamente, había caído en desuso: era la lengua de la Biblia, los cánticos y los tratados religiosos; la ciencia desdeñaba servirse de ella, y no había propiamente literatura. Leibniz, uno de los más notables espíritus del siglo XVII, no escribió nunca sino en francés o en latín. En las universidades, la ciencia sólo enseñaba en latín. ¡Y qué ciencias! ¡Qué extraños profesores! La teología ortodoxa luterana lo dominaba todo. Después de ella venía el derecho, uno y otro predicando el poder absoluto del soberano y el deber no menos absoluto de la obediencia pasiva de los súbditos. Era el culto teórico del Estado, base y condición previa del culto práctico que había hecho de Alemania lo que era: la patria de los déspotas y la de los esclavos voluntarios, de los lacayos. Los profesores, pedantes, ridículos, absurdos, cobardes e innobles como lacayos, de rodillas ante todas la autoridades, vendidos de antemano y consagrados en cuerpo y alma al servicio de todos los poderes, a los que adulaban en versos latinos y en prosa, y al mismo tiempo arrogantes, celosos, embusteros, injuriándose, calumniándose, denunciándose mutuamente, e impulsando esta guerra incivil de pedantes, como en las comedias de Moliére, hasta tomarse de los cabellos algunas veces; tales fueron los nobles instructores y educadores de la juventud alemana durante esos dos siglos.

Junto a esas dos ciencias principales, la teología y el derecho, había una tercera, que enseñaba de alguna manera la teoría de su aplicación a la vida práctica: era la ciencia política, la ciencia del Estado, o propiamente la ciencia al servicio del Estado. Englobaba la administración, las finanzas y la diplomacia y debía, tanto como las otras dos, pero de una manera más especial, formar a los burócratas, a los fieles servidores del Estado. Es necesario observar que, en esta época, en Alemania, las palabras “patria” y “nación” eran completamente desconocidas. No había sino el Estado, o más bien una afinidad de Estados, grandes, medianos, pequeños y muy pequeños. No había propiamente más que uno verdaderamente grande, el de Austria, que se encontraba a la cabeza de toda Alemania como Jefe del Imperio, pero que no tenía ni el poder, no aún la voluntad de poner un freno a la arbitrariedad despótica de los soberanos medianos y pequeños en sus Estados respectivos. Para el súbdito, y con mucha más razón para el funcionario, Alemania no existía: Sólo conocían el Estado grande, mediano o pequeño al cual servían y que se resumía para ellos en la persona del príncipe.

Toda la ciencia de la burocracia consistía en esto: mantener el orden público y la obediencia de los súbditos, y sonsacarles tanto dinero como fuera posible para el tesoro de soberano, sin arruinarles completamente y sin empujarlos por la desesperación a la rebelión; peligro que por otra parte no era excesivamente grande para Alemania, que fue entonces, al menos, si no lo es hoy, el país clásico de la sumisión, de la paciencia y de la resignación tanto como de la honestidad.

Se puede imaginar cual debía ser el espíritu de esos hombres, filisteos de la burocracia alemana que, no reconociendo, después de Dios, otro objeto de culto que esa terrible abstracción del Estado personificado en el príncipe, le inmolaban conscientemente, implacablemente todo. Nuevos Brutos, con gorro de algodón y su pipa pendiente de su boca, cada funcionario alemán era capaz de sacrificar a sus propios hijos a lo que ellos llamaban razón, la justicia, el derecho supremo del Estado.

Junto a estos honestos “filisteos” de la burocracia, estaban los taimados, los tunantes patentados y titulados de la diplomacia. La burocracia se puede decir, ha nacido y se ha desarrollado principalmente en Alemania, y se ha convertido a la vez en una ciencia, un arte y un culto. Pero es Italia quien reclama el muy dudoso honor de haber dado origen a la diplomacia. Dividida en una serie de pequeñas repúblicas en la Edad Media, independientes las unas de las otras; y en lucha perpetua las unas contra las otras; amenazada por otro lado por las invasiones periódicas de Alemania, Francia, España y por la traición permanente de los Papas, es Italia quien ha creado, desarrollado y cultivado en su seno este arte infernal de la diplomacia, tan bien descrito por Maquiavelo, y que, después de haber formado e ilustrado a los grandes tunantes históricos conocidos con los nombres de Médicis y Borgia, ha acabado por desmoralizar y desorganizar tan completamente a esa noble nación que vino a ser a la larga incapaz de resistir la doble tiranía de los emperadores y los papas. Las mismas razones que le habían dado origen en Italia debían hacerla prosperar en Alemania, donde cada pequeña corte formaba un foco permanente de cábalas o de intrigas, tanto en el interior como hacia el exterior. En el interior, se trataba del importante asunto del favor del príncipe, que una multitud de nobles criados se disputaban con feroz encarnizamiento, desplegando en esta lucha toda la caballería de la cual la bajeza, la perfidia, la avidez y la vanidad de los cortesanos y las cortesanas son capaces. Cuanto más pequeña era una corte, más incesante esta cábala, que constituía de alguna manera su atmósfera, se manifestaba cínica, ridícula, atroz, repugnante. Casar al príncipe, darle una querida, reemplazarla por otra, despedir un favorito para elevar a otro nuevo, he aquí los grandes asuntos que absorbían a la inteligencia de la juventud nobiliaria de Alemania. Esta cábala interior servía en cierta forma de escuela donde se formaban los hombres de Estado, diplomáticos. Una vez formados, se lanzaban sobre el escenario público de la diplomacia exterior, que se convertía de alguna manera en la ciencia o más bien el arte privilegiado de los nobles en Alemania, al igual que en los demás países.

Se sabe qué es la diplomacia; es el arte y la ciencia de la tunantería legitimado por el servicio del Estado. Se ha dicho con mucha razón que si, en su interés privado, cualquiera que este sea, un individuo quisiera permitirse la décima parte de los actos que los diplomáticos más renombrados de Europa cumplen ante nuestras miradas, se le haría comparecer ante la Justicia y se le condenaría a presidio, a menos que fuera lo bastante rico y poderoso como para evitar lo uno y lo otro. Maquiavelo, el fundador de la ciencia política, en tanto que ciencia histórica y positiva, lo ha demostrado muy bien: el Estado, todo Estado, monárquico o republicano, es la misma cosa, en virtud de existir sólo por la violencia y no siendo en sí mismo nada más que una violencia sistemática o continua, franca o enmascarada, pero siempre impuesta a las masas por una minoría dominante o gobernante cualquiera; el Estado no puede mantenerse sino mediante la violencia también continua y sistemática contra el derecho humano; lo que resulta equivalente a decir que no puede existir sino por el crimen. Pero una vez que el Estado, su integridad, su grandeza, su poderío y en consecuencia también su extensión si es posible, son planteados como el fin supremo al cual todo hombre nacido en su son, todo súbdito, debe sacrificar todo lo demás, es evidente que los crímenes que se comenten en interés del Estado se convierten en otras tantas virtudes. También los hombres de Estado, los diplomáticos que por él s tornan culpables, lejos de ocultarse, se vanaglorian. ¡Cuantos crímenes flagrantes, por ejemplo, no acaba de cometer Bismarck directamente contra Francia e indirectamente contra Alemania! Pues bien, todo el mundo le considera hoy en día como el más grande hombre de Estado de Europa. Ya Thiers, ¿por qué no solamente los monárquicos y los conservadores de Europa y de Francia, sino los mismos republicanos, la ultra izquierda, incluso el hombre del futuro, Gambetta, por qué todos le proclaman como el hombre indispensable y el salvador de Francia? Porque, para la salud del Estado, ha hecho asesinar a cuarenta mil defensores de la Comuna de París, esa negación histórica del Estado, y porque continúa fusilando todavía algunos, como victimas reclamadas por ese gran ídolo del Estado.

Se ve que bajo todas las formas de gobierno, tanto en las monarquías como en las repúblicas, en el momento mismo en que la salud del Estado lo reclama, todos los hombres de Estado sienten, piensan y hacen la misma cosa. En ese terreno, todos se dan la mano, Mouraviev y Hynau, Bismarck y Thiers, Gambetta y hasta el mismo Marx, si alguna vez es llamado a gobernar un Estado.

Sin embargo en nuestros días se ha producido un verdadero progreso. Alguien ha dicho que la hipocresía era un homenaje que el vicio rendía a la virtud: la diplomacia moderna tiende a justificar ese proverbio. Leyendo las proclamas que los hombres de Estado actuales no dejan de lanzar cuando emprenden alguna cosa muy siniestra, se diría que sólo tienen un objetivo: el bien de esta pobre humanidad. Pero, en la época de la que hablo, esa palabra era poco menos que desconocida, tanto en Alemania como en todas partes. Dios era entonces la gran pantalla, el Dios de las batallas y de los reyes, como ha dicho más tarde el gran Federico, el Dios de los grandes batallones. Por otra parte, en esta época no existía siquiera necesidad de pretextos. La tunantería de los cortesanos y los diplomáticos se desplegaba en todo su cinismo, tanto más honrada y festejada cuanto más hábil y feliz resultaba. Se despreciaba tanto al público burgués y a la canalla popular que no se tomaban ni el trabajo de engañarles. Los diplomáticos franceses, que daban ejemplo a los de los otros países, eran refinados libertinos. Uno se puede imaginar lo que deberían ser los diplomáticos de Alemania, igualando y a menudo sobrepasando a sus modelos franceses en todas las cosas, menos en ingenio.

Junto a la burocracia y la diplomacia, había todavía un arte que prosperó mucho en Alemania, era el arte militar. En Alemania nació la manía, la pasión de jugar a los soldados. La verdadera patria de esta noble pasión es Prusia. Se sabe que en el padre del gran Federico se convirtió en verdadera locura; sólo soñaba con uniformes; avaro, sólo gastaba mucho dinero para comprar hermosos soldados, y cuando no podía comprarlos, los robaba y los alistaba por la fuerza. Los príncipes de Alemania que querían halagarlo le enviaban sus más bellos súbditos. No es necesario asombrarse, ya que en la víspera misma de la Revolución Francesa, cuando toda Europa, inundada ya por la luz del libre pensamiento, temblaba a la espera de los grandes acontecimientos que debían perturbarla, cuando los mismos déspotas, como Catalina II, Federico II, José II, y mucho otros, arrastrados por el vértigo del liberalismo universal, creían necesario favorecer a ese espíritu nuevo que había invadido todo el mundo, dos soberanos alemanes, el duque de Brunswick y el conde de Haynau, vendían tranquilamente una veintena de miles de soldados alemanes al rey de Inglaterra, sin tomarse siquiera el trabajo de concluir con ella un tratado de alianza efectiva contra la América insurgente, contra la cual fueron empleados sus soldados, sino haciéndoselos pagar simplemente en dinero constante. Fue una venta de hombres, de soldados y de súbditos alemanes con todas las de la ley. Este hecho caracteriza por sí solo el poder de los príncipes alemanes, la paciencia angelical de sus súbditos, y en particular, el espíritu militar alemán de aquella época.

Era el ideal del soldado-maquina, del hombre embrutecido por la disciplina militar a tal punto que mata o se hace matar, a razón de algunos céntimos por día, sin saber por qué mata ni por qué le matan. En cuanto a los oficiales alemanes, nobles la mayor parte de tiempo, eran verdaderos aventureros que alquilaban sus servicios al soberano que más pagaba, fuese alemán o extranjero, y que en todos los países a los que honraban con sus servicios lucrativos, practicaban la misma fidelidad de perro frente a sus jefes y príncipes ocasionales, la misma dureza para con el soldado, y el mismo desprecio para con el burgués y el pueblo.

Si se reúnen, si se combinan todos los elementos que acabo de examinar uno a uno, se tendrá una idea perfectamente justa de Alemania tal como era al salir de la Reforma y de la Guerra de los Treinta Años, hasta la segunda mitad del siglo XVIII, es decir, durante más de tres siglos. Y ahora, con la mano en el corazón, que cada uno me diga si no he tenido mil veces razón al pretender, contrariamente a Marx, que no ha sido Rusia, sino Alemania, desde el siglo XVI hasta nuestros días, la fuente y la escuela permanente del despotismo de Estado en Europa. De lo que, en los demás países de Europa no ha sido más que un hecho, Alemania ha hecho un sistema, una doctrina, una religión, un culto: el culto del Estado, la religión del poder absoluto del soberano y de la obediencia de todo subalterno frente a su jefe, el respeto del rango como en China, la nobleza del sable, la omnipotencia mecánica de una burocracia jerárquicamente petrificada, el reino absoluto del papeleo jurídico y oficial sobre la vida, en fin, la completa absorción de la sociedad por el Estado, por encima de todo esto, el buen placer del príncipe semidios y necesariamente semiloco, con la depravación cínica de una nobleza a la vez estúpida, arrogante y servil, presta a cometer todos los crímenes para complacerla y, por debajo, la burguesía y el pueblo dando al mundo entero el ejemplo de una paciencia, de una resignación y de una subordinación sin límites.

¿Piensa Marx que un pueblo, por dotado que sea, puede permanecer impunemente en una situación semejante durante un largo período histórico, sin que la esclavitud penetre hasta las últimas ramificaciones de sus venas, y se convierta en un hábito, en una segunda naturaleza? Y si ese pueblo, como se puede decir con plena justicia del pueblo alemán, aun antes de esos tres siglos, no ha conocido ni deseado nunca la libertad, si en medio del movimiento progresista de los pueblos vecinos, ha permanecido como un pueblo estancado, contemplativo, meditativo -trabajando mucho, es cierto, esta es su honra, pero no rebelándose jamás, excepto durante un período muy breve de su vida, al principio de la Reforma-, ¿en qué se ha convertido durante estos tres siglos de inmovilidad y de ausencia absoluta de pensamiento? En un excelente instrumento para todas las empresas del despotismo, tanto hacía dentro como hacia fuera, una base muy sólida para la propaganda, la propagación y la invasión del despotismo en el mundo entero.

Si Alemania no ha sido conquistadora a partir de la Reforma y hasta fines del siglo XVIII, si ha dejado este papel a la Francia de Richelieu y de Luis XIV, no ha sido por falta de disposición, sino únicamente por falta de fuerza. La Reforma había significado un golpe mortal para el Imperio germánico, le había disuelto de hecho, si no de derecho. Alemania estaba infinitamente dividida. La Alemania católica, cortada a su vez en dos partes desiguales por los celos seculares de Austria y Baviera, era mantenida a raya por una multitud de pequeños príncipes protestantes siempre dispuestos a coaligarse y, de ser necesario, a buscar contra ella la ayuda de la católica Francia. Esto reducía naturalmente a toda Alemania a una completa impotencia.

Extraña situación la de un pueblo numeroso, robusto, conquistador e invasor tanto por tradición como por gusto -los eslavos saben algo de esto, los italianos también- dispuestos además a convertirse en excelente instrumento de conquista por su misma esclavitud, por esta disciplina interior, voluntaria y por esta pasión por la obediencia, que lo hacen un pueblo modelo y que, a pesar de todas estas grandes virtudes, se ha visto reducido a jugar durante tantos siglos el papel de un pueblo víctima, oprimido y diezmado más o menos por todos los Estados vecinos, inclusive por la pequeña Suecia, un pueblo que no pedía nada mejor que invadir a diestra y siniestra y por doquier y que, en lugar de ello, se ha visto condenado a ser siempre invadido, pues finalmente la mayor parte de las guerras que ensangrentaron Europa desde la Reforma hasta nuestros días tuvieron a Alemania por escenario, lo que, naturalmente, aunque solo sea desde el punto de vista de la tranquilidad y los intereses materiales, ha debido disgustar mucho a los alemanes, al mismo tiempo que debía herir profundamente su vanidad nacional.

De todo ello ha resultado, muy lentamente y muy imperceptiblemente en principio, es cierto, un sentimiento natural y necesario de reacción contra la causa de toda esta vergüenza y todas estas desdichas, contra la división de Alemania en una multitud de Estados, no contra el Estado en general. No era la reacción de un pueblo que amara y quisiera la libertad contra el despotismo interior del Estado que le impedía disfrutarla, era la de un pueblo que, sintiendo el gusto y el poderío natural de la conquista, aspiraba a una forma política capaz de satisfacer ese deseo instintivo y de poner en acción esa fuerza. Para ello, había una única forma, la del gran Estado unitario, que abrazara patrióticamente toda Alemania, y aún más, todos los países que los alemanes han tomado el hábito a la vez histórico y científico de considerar como partes integrantes de la gran patria alemana. Es aún hoy el sueño de todos los pangermanistas.

Pero para la realización de ese sueño, hacía falta un órgano, y ese órgano no podía ser otro que un Estado alemán desde ya poderoso por sí mismo y que lo sería cada vez más por el acrecentamiento de los medios que recibiría más tarde de toda Alemania. Es evidente que, ya que la unidad, cada vez más deseada desde la segunda mitad del siglo XVIII por los espíritus más patrióticos de Alemania, tenía, de acuerdo con el carácter nacional, por último fin el poderío, es evidente, digo, que esta unificación y centralización nacional de Alemania no podía realizarla sino el Estado, y no un movimiento espontáneo del propio pueblo alemán; un movimiento semejante bien podía producir la prosperidad material y la libertad pero no el poderío político de una nación, a menos que el movimiento popular, inspirado más por esta pasión de la grandeza política que por el amor a la libertad, tendiera y condujera por sí mismo a la reacción del gran Estado, así como lo desean hoy en día los demócratas socialistas de Alemania, que se esfuerzan evidentemente en arrastrarlo por ese camino.

Pero absolutamente imposible que las poblaciones alemanas marcharan espontáneamente en ese sentido. Pues, para fundar el gran Estado unitario, debían abatir primero esa multitud de pequeños Estados, de pequeños príncipes entre los cuales Alemania se encontraba dividida, y esta era una empresa, una acción de la cual lo pueblos alemanes eran, y se demuestra todavía, hasta esta hora al menos, absolutamente incapaces. Para abatirlos mediante su propio movimiento, no tenían, no tienen aún hoy en día sino un único medio, la rebelión, y hemos visto que la rebelión ha sido siempre extraña, por no decir profundamente antipática, a esta excelente naturaleza alemana; llena de respeto, de sumisión y de resignación; llena de una veneración tan instintiva como refleja para con todas las autoridades, y de un amor sin límites para con sus príncipes.

Esta virtud política está tan enraizada en el corazón de la inmensa mayoría de los alemanes, que el gran patriota Ludwing Boerne, escribía, hace apenas cuarenta años, estas terribles palabras: “Los otros pueblos pueden ser esclavos, se les puede poner cadenas y dominarlos por la violencia; pero los alemanes son lacayos, no hay necesidad de encadenarlos, se los puede dejar correr sin peligro (Andere Volker mogen SKLAVEN sein, man mag sie an die fette legen, mit Gewalt darnieder halten, aber die Deutschen sind BEDIENTEN, man braucht sie nicht an die Kette zu legen, man kann sie frei im Hause herumlaufen lassen).”

El doctor Johan Jacoby, igualmente uno de los más grandes patriotas de Alemania, y que es aún hoy uno de los jefes más reconocidos y más venerados del Partido de la democracia socialista, al cual acaba de dar últimamente su plena adhesión, ha repetido muchas veces lo mismo, aunque en términos más parlamentarios y corteses.

He aquí, por ejemplo, las palabras que ha pronunciado ante los electores en Berlín, el 5 de junio de 1848, cuando el movimiento revolucionario de Francia, como siempre, había tomado la iniciativa, y había penetrado incluso en Alemania, y cuando el lenguaje era allí aun muy audaz:

“Por todas partes en Alemania -con la única excepción de Bade- la revolución se ha detenido libremente ante los tronos vacilantes; prueba de que el pueblo alemán, queriendo poner un límite al poder soberano de sus príncipes, no está en absoluto dispuesto a expulsarlos…”

Y diez años más tarde, rico en nuevas y muy crueles experiencias, y más convencido que nunca, veamos las que pronunció en una asamblea de electores en noviembre de 1858, en Koenisberg:

“¡Respeto al rey! Como ninguna otra época, el año 1848 nos ha enseñado hasta qué profundidades el elemento monárquico ha hundido sus raíces en el corazón del pueblo. Rindiendo a la realeza este homenaje que le debemos, no traicionamos el principio de la igualdad de los derechos, solamente damos satisfacción a una exigencia perfectamente justa, fundada en la necesidad de nuestros pueblo con el desarrollo de nuestra patria.”

Las primeras palabras que acabo de citar fueron pronunciadas por el ilustre jefe del Partido democrático de Alemania en medio de la revolución, cuando todos os tronos realmente vacilaban y cuando no hubiera hecho falta má que una simple manifestación de voluntad por parte del pueblo alemán para hacerlos caer. El doctor Jacoby, republicano de espíritu y de corazón, pero al mismo tiempo, observador consciente, testigo activo de todo lo que pasaba a su alrededor, ha constatado, no sin dolor sin duda, que el pueblo alemán, convertido en dueño absoluto de su destino durante esos pocos meses de ebullición nacional, no ha querido ser libre, ha querido por el contrario seguir siendo súbdito de los príncipes -no porque fueran buenos príncipes; todo el mundo sabe hasta qué punto han sido y son ridículos y horribles-, sino porque habían contraído el hábito profundamente nacional de su yugo. Si el doctor Jacoby agrega que el pueblo alemán quería al mismo tiempo plantear las condiciones y los límites a su poder absoluto, no hace falta tomar estas palabras muy en serio. En otro discurso pronunciado mucho más tarde (el 30 de enero de 1868), ante una asamblea de electores en Berlín, dijo: “Hablamos de movimientos populares, del despertar de la conciencia política en el pueblo, de las manifestaciones, resoluciones y reclamos populares, pero debemos sin embargo confesarnos que no es sino una mínima fracción del pueblo (sin duda la burguesía radical, que propiamente se mantiene fuera del pueblo) la que toma parte en nuestras luchas por la libertad.”

En su segundo discurso, pronunciado en Koenigsberg en 1858, es decir diez años después de la revolución de 1848, diez años después de la reacción más terrible que haya reinado jamás en Alemania -y que hubiera sido capaz de fatigar la paciencia y la fe de cualquier otro pueblo que no fuera el alemán-, el venerable patriota constata más explícitamente que nunca la profundidad de las raíces que el sentimiento monárquico, es decir el de la esclavitud voluntaria, ha echado en la conciencia, en la naturaleza del pueblo alemán. Lo llama una necesidad de ese pueblo, y confiesa que s una necesidad del desarrollo de la patria alemana.

En una palabra, con toda clase de reticencias y de miramientos exigidos sin duda tanto por las circunstancias como por los hábitos de un temperamento más tranquilo y un espíritu más contemplativo y menos irascible, el doctor Johan Jacoby ha confirmado completamente la terrible sentencia pronunciada contra el pueblo alemán por su gran compatriota y predecesor el Doctor Ludwin Boerne. Este pueblo nunca ha amado la libertad, y a menos que se produzcan acontecimientos extraordinarios y probablemente exteriores, tales como una revolución social que estallara en Francia o en algún otro país del sur de Europa, o inclusive en Inglaterra, no sólo será incapaz de derribar él mismo a sus tiranos, sino que ni siquiera deseará tal caída. Las razones que lo impedirán serán siempre el culto a la autoridad, al amor por el príncipe, la fe en el Estado y el respeto inveterado por todos los funcionarios y representantes del Estado; en fin, esa disposición de la disciplina voluntaria y la obediencia refleja, desarrollada en él durante toda su historia, y, como acabamos de verlo, sobre todo por los tres últimos siglos, consagrada con la bendición del protestantismo, pero solamente en Alemania; todas esas disposiciones nacionales que hacen del pueblo alemán el pueblo más libremente sometido y el más amenazante hoy en día para la libertad del mundo.

Una vez dados todos estos elementos, se comprende que la unidad de Alemania, si bien necesaria para la realización de su potencia política, no podrá ser sino el resultado de un movimiento liberal espontáneo de la nación alemana, pero sólo el de la conquista, sin duda no de la conquista extranjera, sino de la absorción violenta de todos los pequeños estados de Alemania en un Estado comparativamente más poderoso, y si no igual o completamente, al menos en gran parte germánico. No es éste el lugar de demostrar por qué ni Austria ni Baviera, agotadas y paralizadas por otra parte por sus luchas precedentes tanto como por sus celos mutuos, y heridas de muerte por el principio del ultramontanismo católico al cual, para su propia desgracia, han permanecido fieles, no serán en lo sucesivo capaces de rendir ese gran servicio a Alemania, servicio que reclama la acción de un Estado completamente nuevo, de ninguna manera o muy poco comprometido con la historia. Este Estado nuevo, todo el mundo lo sabe, fue Prusia.

La historia del estado brandeburgo-prusiano, hasta 1807, no fue otra que la de sus príncipes, en principio margraves, electores de Brandeburgo y vasallos de Polonia, convertidos en 1701, en reyes de Prusia, y muy poco después en protectores de Polonia, y en iniciadores indiscutibles de esta división que maldicen hoy en día con más energía que sinceridad los demócratas socialistas de Alemania. Hasta la gran catástrofe de Jena, no había propiamente nación prusiana. Era una aglomeración de poblaciones heterogéneas, en parte eslavas y especialmente polacas, en parte alemanas, y que no estaban vinculadas entre ellas, como por ejemplo las de Bradeburgo con las de Prusia, sino por la persona del soberano [fin del manuscrito]

Mijail Bakunin, 1872