APUNTES SOBRE EL ILEGALISMO-REVISTA INFIERNO 9

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Se podría definir al ilegalismo como una serie de prácticas y corrientes de pensamiento anarquistas que surgieron, fundamentalmente, en ɐıɔuɐɹɟ y ɐɔıƃlǝq(expandiéndose posteriormente a ɐuɐdsǝ,snuɐıl˙ɐʇı,ɐıɐuɐɯǝlɐ y ɐızns) a finalesdel siglo XIX y se extendieron hasta finalizada la I Guerra Mundial.

Una influencia decisiva, tanto teórica (filosófica) como práctica la aportaron los/as nihilistas rusos/as exiliados en Francia y Bélgica. Ellos/as dieron el impulso definitivo a un compendio de métodos que se venían gestando desde los tiempos de la propaganda por los hechos (1876 – 1909) acordada en los primeros congresos anarquistas.

Los y las ilegalistas sostuvieron la llama de ese espíritu, de esas prácticas, pero fueron los nihilistas los que conceptualizaron y llevaron más allá la filosofía del anarquismo más combativo. En palabras de Victor Serge:

«De Rusia se esparcían por el mundo hombres y mujeres moldeados por los combates sin merced, que no tenían más que una meta en la vida, que respiraban el peligro; y la comodidad, la paz, la campechanería de Occidente les parecían sosas, los indignaban tanto más cuanto que habían aprendido a ver, funcionando al desnudo, los engranajes de la máquina social en los que nadie pensaba en esos países privilegiados… Tatiana Leontieva liquidaba en Suiza a un señor al que confundía con un ministro del zar; Rips disparaba sobre la guardia republicana en la plaza de la República; un revolucionario ejecutaba en un cuarto de hotel de Belleville al jefe del servicio secreto de la Ojrana de Petersburgo.

En un barrio mísero de Londres, unos anarquistas rusos sostenían un cerco en el sótano de una joyería y los fotógrafos sacaban una placa del señor Winston Churchill, joven ministro, dirigiendo el cerco. En París, en el Bosque de Bolonia, Swoboda, probando sus bombas, era despedazado por ellas. “Alexandre Sokolov”, en realidad Vladimir Hartenstein, pertenecía al mismo grupo que Swoboda.

En su cuartucho, había instalado un laboratorio perfecto, a dos pasos de la Biblioteca Real, donde pasaba una parte de sus días escribiendo para sus amigos de Rusia y de Argentina, en caracteres griegos, pero en español. Eran tiempos de paz pletórica, extrañamente electrizados, en la víspera de la tormenta (la tormenta de 1914…).» Victor Serge. La prehistoria de la banda Bonnot, fragmento de sus Memorias.

Tras la gran conflagración, estas corrientes perdieron casi toda su fuerza e influencia y si bien no llegaron nunca a morir, pues de hecho perduran más o menos transmutadas en nuestros días, sí que llegaron a verse significativamente mermadas.

Pero dentro del ilegalismo habría varias prácticas y modos de ver la realidad.

Uno afirma, bien entroncado en la tradición ácrata y sin mucha distinción, al menos en la teoría, del resto de corrientes anarquistas, que de la ley nada se puede esperar por ser un instrumento de dominación al servicio de quienes tienen el Poder, y por lo tanto hay que atacar ese instrumento, no sólo ignorarlo, rebelándose sin la más mínima contemplación, mediante la palabra olas armas.

En esta corriente ilegalista se podría ubicar la propaganda por los hechos (serie de atentados contra miembros de la alta burguesía y el aparato del Estado cometidos por anarquistas en distintos países, que se sucedieron entre las dos últimas décadas del siglo XIX y la primera del siglo XX), o diversas insurrecciones obreras y campesinas en la Europa Mediterránea a finales del XIX.

Otro ilegalismo, el más discutido, afirmaría que quebrantar la ley sería no sólo una forma de lucha sino una forma de vida (prestando especial atención en el quebrantamiento de la ley por mediación de la expropiación individual).

Con formulaciones éticas más discutibles y unas propuestas más «amorales», se inscribirían en esta corriente la mítica banda Bonnot, y los anarquistas Ravachol y Henry. Esta visión defendería violar sistemáticamente la ley por ser ésta la expresión en la esfera política de la dominación, principalmente las leyes referidas a la propiedad, que en esa época significaban el grueso de la legislación.

A esta visión se ha contestado a menudo desde sectores anarquistas, e incluso ilegalistas, aduciendo que, aun compartiendo gran parte del planteo, lo que un día puede ser legal al día siguiente puede no serlo, con lo que, sin defender nunca la ley (con independencia de si en un momento puntual beneficia a los oprimidos o no, pues lo que se critica más es que una ley es un acto del Estado, una delegación del propio poder de los individuos en manos de una estructura opresiva por encima de ellos, con la finalidad de, precisamente, oprimir), no se trataría tanto de violar sistemáticamente la ley como de llevar a cabo lo que se considera correcto en un momento dado sin contemplar si viola o no la ley.

A parte de estas polémicas tampoco ayudó el hecho de que, como ocurre en todo tiempo y lugar y en todo cuerpo de ideas, una serie de individuos se ampararon en una supuesta teoría para justificar toda una serie de actos de dudosa justificación (pese a lo radical y a veces confuso de este planteo ilegalista ningún ilegalista «serio» y consecuente propuso jamás violar niñas, por poner un ejemplo, pese a que esto en las sociedades de la época, en muchas ocasiones era ilegal).

Apología del Ilegalismo

Si la furia del pueblo igualara a su paciencia, nadie se atrevería a convertirse en gobernante
R.F.R.

Abúlicos y decepcionados; cínicos y arrogantes; melancólicos e introvertidos, incluso confiados y, aparentemente, satisfechos; vivimos todos nosotros sumi¬dos en el más profundo de los temores. Hay miedo al futuro, al porvenir, a lo que nos deparará un inexistente «destino», al ensañamiento con que podría tratarnos la vida. También hay miedo al pasado, a lo pretérito, a los «esqueletos del armario», a la descodificación de nuestros «demonios»… y en cada uno de esos casos se repite una constante: Miedo al Castigo.

La ingenuidad —que no perdemos ni en nuestra vejez— consiste, precisamente, en el supuesto desconocimiento de dicho fenómeno.

Tenemos miedo a que nos reprueben por lo que «podemos» llegar a hacer, y miedo a que nos fustiguen por lo que «hemos» hecho. No nos importa comprender «porqué» se nos castiga, ni descubrir «quién» lo hace, ni cuestionar la «superioridad» de quien se arroga el derecho de aplicarnos la férula. Si se nos castiga: «algo habremos hecho para merecerlo», quien nos castiga «es siempre un organismo que vela por el orden y la seguridad», su «superioridad» reside «en que los individuos que lo componen son un dechado de virtudes, con una solvente y elevada catadura moral»… sí, a estas mamarrachadas llega la dialéctica jerárquica.

No queremos cuestionar la dudosa belleza de estos eufemismos; nos atreveremos, sin embargo, a remover su fondo. Si se nos castiga «es únicamente porque alguien obtiene un rédito de ello», quién nos castiga «es siempre un organismo represor que fomenta el abotargamiento y el miedo», y su «superioridad» reside «únicamente en la fuerza bruta», es esta, y no otra, la «virtud augusta» sobre la que reposa su cetro.

Sin temor a caer en «dogmatismos» hacemos nuestras las palabras de Albert Libertad: «Todas las leyes son malvadas, todos los juicios son inicuos, todos los jueces son malos, todos los condenados son inocentes».

Interroguémonos detenidamente ¿Acaso quienes nos castigan son mejores que nosotros? No; sencillamente sus intereses —por cierto, nada altruistas— son distintos que los nuestros: nuestra igualdad material mermaría radicalmente sus ganancias, nuestra expansión creativa aboliría su mecanicismo industrial, nuestra voluntad paralizaría la rueca que hace girar su sistema, nuestra felicidad consciente y autosuficiente invalidaría su tutela, y en definitiva, nuestra Libertad erradicaría su Poder.

Insalvablemente estas antinomias deberían de emplazarnos al conflicto, sin embargo, el hecho de que el Estado haya sabido ceñirse como una correa al cuello de la Sociedad, y que esta correa haya sido «sabiamente» manejada, tanto por los «prohombres» del capital «blanco», como por los «próceres» de la política «roja», es lo que ha determinado que sus intereses hayan prevalecido sobre los nuestros. Es esta dinámica la que establece, tal y como decía Stirner, «que nuestra violencia sea un crimen y la suya un derecho», que nuestros atentados contra la propiedad sean un «robo» y que su habilidad para esquilar a los «rebaños humanos» sea considerada «iniciativa empresarial».

Ya Sade les conminaba a «abrir las cárceles o a suministrar la prueba, imposible, de su virtud», hace más de 200 años de aquello y aún no han pasado ninguna de las dos cosas… será menester entonces empezar a «tomar»; y tildar de imbéciles a todos aquellos que sigan esperando «recibir».

No queremos encubrir nuestro llamamiento: convocamos a todo Individuo a violar todas y cada una de las leyes y preceptos que se le impongan y que no estén en plena concordancia con su propia sensibilidad. Nosotros no queremos teorizar, ni resignarnos, ni aguantar los latigazos con la esperanza futura de que nos cubra una «Gran Noche».

Nosotros queremos Vivir. No hace falta cultivarse, ni fortalecerse, ni «reflexionar fríamente»; llevamos siglos de «reflexión», de «aprendizajes» y «gimnasias», lo que queremos es, llanamente, Existir, con toda la fuerza de la palabra. Si esto incluye todas las demás cosas, hagámoslas sin más, pero que no sean estas un prerrequisito para la vida, lo que pretendemos es todo lo contrario: queremos que todas esas cosan sirvan como un medio para facilitar y hacer más gozosa la vida; y no que la vida sea un medio para lograr alcanzar todas esas cosas.

Queremos aullar allí donde nos apetezca, queremos pensar en todo aquello que deseemos, y queremos poder expresarlo de la forma que mas gustemos; queremos escribir, cantar, pintar, y danzar tal y como se nos antoje; queremos comer, beber, dormir y vivir tal y como decidamos, y queremos que todas estas cosas puedan estar al alcance de todos y cada uno de nosotros.

Tal y como decía Kropotkin: «Nuestra acción debe ser la rebelión permanente con la palabra, con la letra impresa, con el puñal, con el fusil, con la dinamita. Como rebeldes que somos, actuamos consecuentemente y nos servimos de todas las armas para golpear. Todo es bueno para nosotros, excepto la legalidad».

Este planteamiento adquiere sus tintes más prácticos en estos días de hambres y censuras. Queremos que el nómada tome posesión de un techo, sin más prescripción que su Voluntad. Queremos que el famélico asalte los insultantes expositores de abundancia, y que el sediento satisfaga sus pulsiones biológicas allá donde le plazca. Queremos poder maldecir, una y mil veces, a quienes negocien con la cultura, que no contentos con vaciarnos el estómago pugnan por vaciar nuestras cabezas.

Queremos poder condenar al tártaro a todos los abortos cortesanos que día tras día sigue vomitando la Monarquía, queremos poder recomendar la guillotina para una institución que ya nació bajo el signo de la caducidad y la decadencia, queremos poder gritar que Juan Carlos I debe también ser el último, y que su cabeza debería descansar dentro de una cesta; y no debajo de una corona.

¿Os suenan fuertes estas palabras? Pues he aquí, ante vuestros ojos, una prueba fehaciente de ese miedo «invisible» del que antes os hablaba.

¿Os da miedo el Ilegalismo? sí, a todos vosotros, esos que clamáis por la «Revolución y la Redención Humana», entonces desterrad de vuestros labios esos términos, pues, parafraseando a Mauricius, «¿Qué es la Revolución más que un acto de Ilegalismo en masa?».

(extraido da INFIERNO n. 9)