Excesos y negligencias: el incendio de San Miguel en la voz de un sobreviviente

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Que el fuego no empezó a las 5 sino que a las 4 de la mañana. Que los gendarmes estaban en estado de ebriedad. Que había al menos un muerto antes de que empezara el fuego. Que el reconocimiento de los cuerpos lo hizo un reo. Que no son 13 los sobrevivientes, sino que 65. A cuatro años del incendio en la Cárcel de San Miguel, uno de sus protagonistas cuenta la historia no oficial de la tragedia carcelaria más grande de la historia de Chile.

Por Victoria Viñals | Diario U. Chile

“Todas las noches los pacos (gendarmes) se curaban y empezaban a gritarnos “Me voy pa’ la casa” o “Voy a ir a ver tu señora” y cosas por el estilo. Ellos tomaban todos los días y los fines de semana sobre todo. Siempre andaban curaos en la marquesina. Incluso a veces tiraban balazos al aire. La noche del incendio estaban curaos. Nosotros gritábamos que nos ayudaran, que se estaba quemando todo el piso y ellos, que estaban como a 20 o 30 metros de distancia nos respondían: ‘Muéranse hijos de la perra’”, relata Manuel, uno de los 65 reos que sobrevivieron al incendio que azotó la cárcel de San Miguel la madrugada del 8 de diciembre del 2010.

El cuarto piso de la Torre 5 tenía dos sectores separados por rejas, ubicadas a unos cuatro metros de distancia entre sí. Cada una de las alas, la norte y la sur, tenían una pieza chica y un baño común. Manuel llevaba casi dos años preso por asaltar una shopería y había cumplido toda su condena en el ala sur. Eso, hasta los primeros días de diciembre cuando gendarmería decidió reubicar a un gran número de internos, agudizando los problemas que existían entre banda rivales.

Ese día se estaba llevando a cabo una rueda de chicha. Era víspera de feriado y en la mañana recibirían visitas. Son la 4 de la mañana en el piso cuarto norte y Manuel despierta sobresaltado por los gritos. La pelea entre los presos del cuarto sur se veía venir. Manuel se levantó y le advirtió a sus compañeros de pieza que mejor se vistieran todos, porque en cualquier momento llegaba gendarmería. No era la primera vez que había peleas entre los presos. Cuando eso ocurría el procedimiento era siempre el mismo: los gendarmes abrían las puertas y los bajaban a palos por la escalera hasta el patio, donde los formaban mientras allanaban las piezas. Al que le encontraban algo como droga, alcohol, celulares o armas, lo mandaban castigado.

Manuel camina al baño, mira hacia el ala sur y se sorprende por la magnitud de la pelea. Habían encerrado a unos amigos suyos en la pieza chica y estaban peleando con lanzas y fuego. Las lanzas eran armas hechizas hechas con los fierros de las literas. Vio a uno de sus amigos meterse a la pieza chica a salvar a su hermano, que también estaba preso y que no tenía nada que ver con la pelea. Vio cómo lo apuñalaron primero de frente, luego en el piso y en el corazón, varias veces.

En medio del griterío notó cómo de a poco se empezaron a encender las cosas de la habitación: las frazadas, los biombos, los colchones. Lo peor, dice Manuel, fue cuando uno de los reos sacó un lanzallamas, un arma hechiza construida con un balón de gas y un tubo. Del cuarto norte la gente empezó a gritar: “Loco, no peleen, no peleen, se van a matar entre ustedes. Conversen a lo vío”.

Manuel relata que, contrario a las informaciones oficiales, el fuego comenzó a propagarse a eso de las 4:20 de la mañana. “Se veían salir amigos prendidos de la pieza chica gritando ‘No me quiero morir, quiero irme para mi casa, quiero estar con mi familia’”, relata. Los reos del ala norte movían baldes de agua, mojaban los pisos, las paredes, los barrotes de su lado. Llevaban varios minutos gritando por las celosías invertidas de la cárcel de San Miguel.

Afuera estaba todo oscuro y se podían escuchar los gritos ahogados que pedían auxilio. Manuel dice que el grupo de gendarmes a cargo del penal estaba cerca. A unos 30 metros de distancia. Dice que vieron el humo, que los oyeron gritar, y que les respondían: “muéranse hijos de la perra”.

Todos los que vivieron para contar esa experiencia, dicen que estuvieron en el infierno. Que se estaban muriendo y que no podían hacer nada. Les caían cosas prendidas en el cuerpo, líquidos hirviendo, plásticos derretidos. El humo negro y espeso ocupaba todos los rincones. Algunos resistían de pie, otros de rodillas. Se escuchaba el sonido de los cuerpos caer pesadamente sobre el piso de la cárcel. Manuel se sacó la ropa para no incendiarse, y se puso un polerón como capucha sobre la cara, para hacerle frente al humo tóxico.

A eso de las 5:40 am llegaron los primeros gendarmes. Recién ahí, dice Manuel, notaron la magnitud del incendio. Miraron y se fueron. Llegaron algunos minutos después, equipados con una suerte de escopetas con químicos para disipar el foco. Increíblemente al disparar el polvo blanco sobre el fuego las llamas se intensificaron.

Desesperados, los reos del cuarto norte piden que les abran las puertas, que por favor no los dejen morir ahí. Los gendarmes siguen tratando de apagar el fuego y no hacen nada con las puertas. Del cuarto sur ya no se escuchan gritos de auxilio.

A esas alturas las llamas alcanzaban el cuarto norte. Los presos seguían con el agua en las paredes, cuando notaron que los cables de la corriente eléctrica se estaban incendiando. Los tomaron y los cortaron con las propias manos. Estaban seguros que la más pequeña llama era el final.

“SE ACABÓ”

Manuel fue al baño a llenar un balde con agua y se perdió. La espesa cortina de humo no dejaba ver nada. Trató de salir y pese a estar al lado de la puerta, no pudo. Recorrió la pared hacia el lado contrario. Se dio la vuelta completa y se devolvió, absolutamente desorientado. No supo qué hacer. Se sentó en el piso del baño y pensó que todo se acabaría. No hay escapatoria ni al humo, ni al fuego, ni al infierno que se estaba viviendo.

Manuel levanta la cabeza y ve las llamas. Se para como puede y sin pensarlo corre hacia ellas, hacia la única salida posible. Se encuentra con uno de sus amigos y sujetándose de los hombros salen juntos del baño.

Manuel dice que meses después del incendio, mientras trabajaba para gendarmería haciendo méritos para salir en libertad, se enteró que los bomberos llegaron mucho antes de que subieran al piso cuatro. Al llegar gendarmería los habría retenido en el hall central del edificio por casi 30 minutos.

Manuel y su amigo Carlos salieron del baño al mismo tiempo que aparecían los bomberos. “Ahí todos empezamos a gritar ‘Tírennos agua por favor, nos estamos quemando’, y ellos para no tener esa presión ahí nos dijeron ‘Váyanse pal fondo, no se preocupen, si los vamos a salvar a todos’”. Manuel trató de avanzar hacia el fondo, siguiendo la instrucción de bomberos. Dio tres pasos y no pudo continuar adelante, por el humo. Su amigo Carlos logró llegar hasta el fondo, donde murió. Todos los que hicieron caso, murieron. Todos. Manuel se quedó en la pieza chica, arriesgándose a ser alcanzado por las llamas y morir, como el resto de sus compañeros, calcinado.

“Un paco que nos tenia buena a nosotros arriesgó su vida para sacarnos. Fue el cabo Muñoz, “el Chimbombo”. Por él no más nos salvamos los que alcanzamos a salir”. El cabo Muñoz no estaba esa noche de turno, pero según cuenta Manuel, el gendarme vivía en un departamento dentro del recinto penitenciario. Esa noche, habría llegado vestido de civil a prestar ayuda. En el ala sur, el cabo Muñoz, cortó el primer candado y logró doblar una de las esquinas de la puerta por donde alcanzaron a escapar 5 personas.

En el ala norte, el candado estaba al rojo vivo y estaban seguros de que no se podía hacer nada. Los internos del piso de abajo le pasaron una frazada mojada con la que se envolvió el cuerpo y subió con un napoleón, a tratar de cortar los candados. Con el humo, era imposible ver dónde estaban exactamente, por lo que el cabo Muñoz trataba de romperlos recordando su ubicación de memoria. Llegaba, lo intentaba y cuando las llamas iban a alcanzar su frazada, bajaba corriendo por otra y volvía a intentarlo. Manuel dice que tiene que haberlo hecho al menos unas 10 veces, hasta que lo consiguió y pudieron salir, los que quedaban con vida, claro.

VIVIR.

Manuel bajó las escaleras como pudo. Desorientado, asfixiado, tambaleándose, mojado, desnudo, con el cuerpo lleno de quemaduras. Cuando llegó abajo, se cayó al suelo y soltó un espeso vómito negro. Estuvo así hasta que se desmayó. Cuando recuperó la conciencia, sus amigos trataron de llevarlo a la enfermería, pero él se negó: estaba seguro de que había compañeros mucho peor que él.

“Yo creo que el que no salió en ese momento cooperó porque después no fue nadie a rescatar gente. Creo que más de una persona, si hubieran ido a hacerle primeros auxilios en ese momento, se hubiera podido salvar”, relata el sobreviviente.

Algunos minutos después Manuel estaba un poco más repuesto. Junto con otros sobrevivientes trató de subir a buscar a sus compañeros que habían quedado en el piso, desmayados. El personal antimotines de gendarmería les impidió el paso. Les dijeron que no, que ellos no podían hacer nada, que había gente trabajando en eso. A cambio de la insistencia, les ordenaron formarse como si se tratara de un motín, uno encima del otro.

Para Manuel y sus compañeros esa formación era sencillamente imposible. Estaban llenos de quemaduras en brazos y piernas y tocarse intensificaba los dolores. Manuel se acercó a uno de los funcionarios y le gritó “Mira estoy todo quemado, como querí que me forme, no estai viendo”, y el funcionario le respondió con un golpe en la cara. En ese momento todos los reos del gimnasio, evacuados el resto de los pisos, gritaron de rabia e indignación y se aventaron contra los antimotines. Ahí apareció el comandante a cargo y solicitó la retirada de los antimotines, quedando a cargo sólo personal de San Miguel.

RECONOCER.

Eran cerca de las 10 de la mañana y los sobrevivientes fueron repartidos hacia distintos lugares. Algunos al hospital penal, otros a la posta central. Los cinco o quizás seis sobrevivientes que se quedaron en el gimnasio junto con Manuel, fueron atendidos por personal de derechos humanos. Les preguntaron qué querían y ellos pidieron tres cosas: una televisión para saber lo que estaba pasando, un teléfono para llamar a sus familiares, y un vaso de agua con azúcar.

A eso de las 11 de la mañana salió la primera lista de los fallecidos. “Cuando salieron los cabros muertos en la tele, fue terrible. Primero once confirmados, después van veinte, van treinta, van cuarenta, van cincuenta, van sesenta… imagínate, amigos tuyos, hermanos tuyos. Uno llevaba tiempo viviendo con ellos, compartiendo. Uno compartía un vaso de bebida o después de la visita te contaban como estaba su familia ¿cachai? era un roce diario, de jugar a la pelota, a las cartas, de vivir juntos. Esa relación es mucho más cercana que las que se dan en la calle, porque ahí tu trabajai no más y no veís a tu familia en todo el día. Es fuerte. Es como perder 81 familiares en un par de horas. Porque pasan a ser tu familia estando allá adentro tanto tiempo. Y es cierto que hay peleas fuertes, de vida o muerte, pero es por las propias condiciones de la cárcel”, cuenta Manuel.

El Pepe llevaba un montón de años preso y los conocía a todos. Tiempo antes del incendio había empezado a trabajar con el suboficial Medel. Por eso, ese día lo llamaron a él para que reconociera los cuerpos. Pepe los identificó uno a uno. Algunos por las cadenas, otros por los anillos. Los con mejor suerte pudieron ser reconocidos por los tatuajes. El mismo contó días después de la tragedia, que encontró las puras cadenas tiradas en el piso sobre los cuerpos calcinados.

Mientras tanto, afuera de la cárcel se libraba otra batalla. Cientos de familiares se agolpaban entre las calles San Francisco y Ureta Cox. Prendían velas, lloraban, gritaban, tiraban piedras y botellas hacia dentro. Las marcas de las llamas en las ventanas y el olor de los cuerpos quemados, aumentaban la incertidumbre y el dolor.

Los días posteriores al incendio fueron confusos y estuvieron llenos de pena y rabia. De los 146 reos que había en el cuarto piso de la torre cinco, 65 sobrevivieron al incendio. El cuarto piso quedó inhabitable y tal como quedó esa noche, durante meses. Incluso el olor se mantuvo intacto. Casi un año más tarde, el lugar fue remodelado y habilitado como celdas para mujeres.

TAPAR EL SOL CON UN DEDO.

La noche del incendio Manuel perdió un ojo. Tenía un trasplante de córnea que, como dice él, se le derritió con el calor. Recibió tratamiento en el Hospital Sotero del Río y en el Hospital Penal, y pese a que le aliviaron el dolor, nunca más recuperó la vista de ese ojo.

También les prestaron ayuda psicológica. Aunque Manuel se apura en aclarar que no les sirvió de nada: “Estuvimos dos años yendo al psicólogo, pero era una consulta penitenciaria no más. La sesión duraba cinco minutos. El psicólogo te preguntaba si teniai problemas para dormir, te recetaba pastillas y chao. Alprazolam y Clonazepam eran las más frecuentes. A todos nos daban lo mismo, era para que no nos quejáramos, para tenernos dopados”. Después del psicólogo, a algunos los mandaron al psiquiatra, pero fue lo mismo, mucha pastilla y casi nada de terapia.

Pese a todo, gendarmería realizó algunos esfuerzos por distraer a los sobrevivientes. Los llevaron a jugar con Palestino, y con Audax Italiano para que jugara con ellos. También a Fallon Larraguibel, integrante de un programa juvenil, para que les hiciera un show. Organizaron un campeonato de fútbol y hasta la ANFP les llevo copas y medallas. “¿De qué nos servían esas cuestiones? Eran puras distracciones, si nosotros lo que queríamos era la calle. Era estar con nuestros hijos, con nuestras familias”, dice Manuel.

EL JUICIO.

El 30 de abril de 2014 y luego de más de tres años de proceso, el Sexto Tribunal de Juicio Oral en lo Penal de Santiago, absolvió a los 8 gendarmes que estaban a cargo la noche del incendio. En la lectura del fallo, los jueces dijeron que los responsables no eran los imputados; que las cárceles estaban en “paupérrimas condiciones” y que no pudieron hacer más. Además, los jueces acusaron a la Fiscalía de llevar a cabo una investigación desprolija y llena de “omisiones y contradicciones”.

Tras el fallo, la Fiscalía presento un Recurso de Nulidad, el que fue rechazado por la Corte de Apelaciones de San Miguel, dejando firme la sentencia absolutoria. En este procedimiento, se hicieron partícipes los familiares de los 81 y sólo 13 de los 65 sobrevivientes. Manuel, pese a haber quedado ciego de un ojo, no fue parte en este juicio.

Según relata Manuel, la abogada Rocío Berríos, representante de los 13 sobrevivientes que fueron parte de la querella, no habría querido incluirlos a todos en el caso: “Ella dijo que no nos podía representar a todos, y que si yo quería podía incluirme pero tenía que pagarle mensualmente gastos de representación”. Radio Universidad de Chile trató insistentemente de comunicarse con la abogada, pero no se obtuvo una respuesta.

SOBREVIVIR.

Cesar Pizarro, vocero de 81 Razones por Luchar, la organización que reúne a los familiares y amigos de los presos, dice que no entiende por qué no fueron incluidos los demás sobrevivientes en la demanda. Explica que como organización tienen contacto con varios de ellos, y que les preocupa que muchos de siguen presos y con secuelas permanentes, tanto físicas como psicológicas.

“Los sobrevivientes no han tenido un trato digno por parte del estado chileno. La mayoría sigue preso, enfermo y con secuelas. A cuatro años del incendio algunos dicen que todavía tosen con sabor a ceniza, a las cenizas que quedaron de los cuerpos de sus compañeros. Tienen pesadillas, depresiones y el estado lo único que ha hecho a través de gendarmería ha sido darles pastillas, sin tratamientos pertienentes para tenerlos atontados”, afirmó Pizarro.

Manuel dice que nunca va a olvidar lo que pasó. Que la pena y la injusticia de esos días quedarán por siempre en él. Que el estado los dejó morir y que se salvo gracias a gente que como él, actuó por las suyas, al margen de las órdenes y de la negligencia de la burocracia estatal.

Dice que no le importa no ser parte del juicio, que no quiere la plata cochina del Estado de Chile.

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