“Nosotros en el pasado hemos podido hacer -y realmente lo hemos hecho- minúsculos disturbios insurreccionales que no tenían ninguna posibilidad de éxito. Pero entonces éramos verdaderamente pocos, queríamos obligar a la gente a discutir, y nuestras tentativas eran simplemente medios de propaganda. Ahora ya no se trata de insurgirse para hacer propaganda. Ahora que podemos vencer -y que por consiguiente lo queremos-, no hacemos tentativas si no nos parece que podemos tener éxito.
Naturalmente podemos equivocarnos y por cuestiones de temperamento, podemos creer que el futuro esta maduro mientras esta todavía verde.
Pero admitamos que nuestra preferencia esta con aquellos que quieren ir demasiado rápido frente a aquellos que quieren siempre esperar, aquellos que dejan incluso pasar las mejores ocasiones y quienes, por miedo a recoger un fruto no lo bastantemente maduro, lo dejan pudrir todo.”
E. Malatesta, Umanita Nova, 6 de septiembre 1921
Cuando una revuelta social de una amplitud totalmente inhabitual estalla a tu lado, como fue el caso de Noviembre del 2005, no es raro que carezcamos de las palabras precisas. Así se puede fácilmente balancear entre una apología pura y dura, guiada por el entusiasmo o una voluntad de agitación inmediata y una toma de distancia ultra critica, guiada por el miedo o por las experiencias históricas (es decir, mas honestamente, por derrotas del pasado).
Frente a la tentación de calificar demasiadamente rápido los hechos, nos acordamos también que nombrar una realidad, es ya reducirla, que reducirla es rápidamente traicionarla. Así mientras el Estado puede, por ejemplo, definir actos o personas como terroristas en función de la relatividad de sus intereses, los revolucionarios tienden a menudo tendencia a adherir a las revueltas en curso sus deseos y su propia proyectualidad. No solo el lenguaje no es para nada neutro, sino que a menudo sirve para esconder los verdaderos objetivos en juego de la cuestión.
En efecto, cuando el Estado crea categorías de rebeldes, es para aislarles mejor y después reprimirles, mientras que cuando los anti-autoritarios intentan analizar una explosión en curso, están movidos a menudo por una voluntad de mover la subversión.
Si los pasos de estos dos enemigos irreductibles se oponen totalmente -tanto en términos de objetivos como de sinceridad-, la operación reviste, sin embargo, en los dos casos un carácter político, mientras que la batalla retorica se reduce a una querella de definiciones. Estas últimas no harán sino aumentar en todas formas, la separación entre si mismas y la realidad de la guerra social.
Los emeutiers [1] se convierten así en “chusma” o en “jóvenes proletarios que se equivocan de objetivo”, son “irresponsables” o “desesperados”, “inmigrantes que hay que expulsar” “o victimas post-coloniales”, “destructores de coches y de escuelas inocentes” o “rebeldes de los que tenemos que aprender todos”. Para nosotros no se trata de poner etiquetas, ni de lanzarse ciegamente a la batalla, ni menos aun de cumplir un deber revolucionario. Pensamos simplemente que participando de la conflictividad -a fortiori en el momento en que ella se desarrolla-, tenemos mas posibilidades de comprender lo que sucede en ella, con el fin de aportar las propias perspectivas de un mundo libre de toda dominación.
La cuestión candente ya no es tanto “¿quien es esta gente?” o “¿que apoyo necesitan?”, sino “¿que posibilidades trae consigo esta revuelta?” y “¿que contenidos deseamos desarrollar nosotros en ella?”.
Falsas cuestiones
Cuando Noviembre del 2005 exploto, los debates en caliente entre compañeros sobre las diferentes intervenciones en llevar a cabo nos han dejado a menudo la impresión de una impotencia colectiva. Si vemos fácilmente lo que inmediatamente hace al Estado volverse hostil hacia estos acontecimientos y su necesidad de golpear de forma precisa y fuerte en nombre de la preservación del orden, estamos por otro lado más desconcertados frente a compañeros que analizar al mínimo detalle lo que sucede antes que aportar su contribución. Podríamos fácilmente colocar esta impotencia en la cuenta de la imposibilidad o del rechazo a formular hipótesis revolucionarias, mas allá de la apología del caos y de la guerra de todos contra todos.
Pero ha sido producida más ampliamente por el sentimiento de exterioridad planteado en ese momento por el conjunto del movimiento anti-autoritario: un movimiento cuya relación con los disturbios fue más espectacular que practica y que estaba además empantanado en una concepción movimentista de la revuelta, es decir, en búsqueda de los sujetos a los cuales sumarse. Como si una revuelta estuviera solidificada en el tiempo o petrificada en sus formas y objetivos inmediatos, y sobre todo como si no fuera el fruto de todos aquellos que deciden alimentarla, lejos de todo determinismo que sería casi sociológico. Y como si las complicidades no pudieran tejerse en el interior de la conflictualidad, en el camino.
Frente a una situación de revuelta social cuyo alcance (por su duración, su difusión o sus formas) ofrece posibilidades inéditas, mas que encerrarla en una definición de entomólogo (quien participa, sobre qué bases, para hacer que), +porque no sería imaginable tomar lo que nos habla en ella, aquello en lo que nos reconocemos?. No para unirse acríticamente a “iracundos” o “insurrectos” mitificados allí donde se encontraban ellos antes, sino para intensificar la ruptura de la normalidad y profundizar su expresión ahí donde nos encontramos nosotros. Y en este caso, +que queremos nosotros realmente (mas allá de las clásicas consignas), y que es lo que estamos dispuestos a poner en juego, noche tras noche, día tras día?. Como desarrollar desde el interior de la revuelta, si no espacios comunes, al menos una dialéctica rica en promesas y complicidades entre aquellos que la sustentan… He aquí algunas de las reflexiones que han atravesado demasiado poco las discusiones entre compañeros (mas allá de los reducidos grupos de afinidad), incluso cuando se evidencio que el gigantesco incendio no iba a apagarse tan pronto. Entonces, si no estamos a la búsqueda de excusas individuales para preservar una comodidad (teórica, practica o emocional), sino de pistas colectivas para subvertir la totalidad de este mundo; si ya no se trata de los mecanismos de representación dentro de un movimiento sino de un salto hacia lo desconocido de las posibilidades insurreccionales, no será sino desprendiéndonos de todas las falsas cuestiones de la costumbre militante en que podremos encontrar algún principio de respuestas.
Y algunas respuestas
“Lo que es “contraproducente”, no es quemar su barrio podrido, es ver en ello solamente actos carentes de “sentido histórico”, de “condiciones objetivas” y otros bla bla de marxistas de la comodidad, en definitiva, de no considerar estos acontecimientos sino a través del prisma mediático o de una cuadricula de análisis obsoleta”
La esencia / gasolina de la revuelta, folleto de la Section Cosaques-Jabots de bois, Nantes, 18 de Noviembre del 2005
Las tres semanas (27 de Octubre – 24 de Noviembre) iluminadas noche tras noche por el fuego contagioso en toda Francia han sido rápidamente percibidas de una manera que indicaba muy bien desde que lugar hablaban sus autores.
Las organizaciones izquierdistas o libertarias por ejemplo han visto en ellas una “ausencia de conciencia moral” (Lutte Ouvriere, 7 de noviembre), “comportamientos irresponsables” (CNT Vignoles d’Aquitaine), una violencia que “golpea al azar” (Federación anarquista, 10 de noviembre), actos “de desesperación” (LCR, 7 de noviembre) o de “autodestrucción” (Coordinadora de grupos anarquistas (CGA), 9 de noviembre), inscritos en una “lógica suicida” (No pasaran, 11 de noviembre) [2]. La federación anarquista asimismo se asocio el 13 de noviembre a los partidos de izquierda (verdes, PC, MJS), de extrema izquierda (LCR, LO) y a los sindicatos (CGT, UNEF, UNSA, Solidaires, sindicato de la magistratura), para firmar una convocatoria común para una manifestación, intentando recuperar la revuelta en el mismo momento en que esta comenzaba a marcar el paso. Todas estas buenas almas precisaron “cesar las violencias que pesan sobre las poblaciones que aspiran legítimamente a la calma, es evidentemente necesario”. Para muchos de estos grupúsculos izquierdistas o libertarios, si fingimos olvidar que se movieron en un principio por la hostilidad y la incomprensión frente al carácter incontrolado de los acontecimientos, habría faltado una dimensión política de clase (es decir en sus palabras una “conciencia” y una “organización”), al menos el inicio de una voluntad constructiva (es decir “reivindicaciones”).
Nos es sorprendente por tanto que ninguno de estos profesionales de la política haya mostrado solidaridad con los emeutiers durante largas semanas, antes al contrario, algunos participaron en rondas ciudadanas para interponerse entre la policía y los rebeldes o directamente para proteger la propiedad privada, tal y como aconsejo el líder histórico de la LCR.
En un segundo tiempo, cuando las cenizas ni siquiera estaba tibias, todo este bonito mundo (y otros también) se precipito para ejercer su habitual chantaje anti-represivo reclamando una “amnistía” para los emeutiers. Y es así que muchos de los que no habían tomado parte en el conflicto -en el mejor de los casos como espectadores y en el peor como pacificadores-, decretaron unilateralmente el fin de las hostilidades (recordemos que la amnistía es el momento que marca una derrota y que esta acordada bajo forma de gracia por el vencedor en intercambio de un reconocimiento de superioridad y legitimidad). Olvidando a propósito que lo que había sucedido no fue sino un episodio de la guerra social cotidiana, sin duda más caluroso que de costumbre y abriendo posibilidades que se habían cuidadosamente despreciado en su momento, estos cadáveres demostraron una vez más que los rebeldes no les interesan solo cuando están muertos o encarcelados.
Cuando la tormenta ya estaba por acabar, algunos compañeros se precipitaron a su vez al clásico apoyo militante a los presos, tal vez por despecho por no haber podido encontrar otras formas de participar en la revuelta, pero siempre manteniendo una relación de exterioridad con ella. El “comité de apoyo a los presos” de Tolouse, el “colectivo estado de emergencia” de Lyon, individuos en Grenoble o la asamblea reunida en la Bolsa de Trabajo de Montreuil empezaron a asistir a las audiencias en los juzgados. Mas allá de las cuestiones materiales desde luego útiles, no tenían nada mas que decir a parte de: “la (vuestra) revuelta es legítima”. Un texto distribuido en la asamblea de Montreuil después de la manifestación del 3 de diciembre en las cites de esa ciudad desarrollara por ejemplo esta crítica: “Creo que la asamblea no puede fundarse tan solo en el santo y seña de la liberación de los presos, aunque sea solo porque es la forma de solidaridad habitual y bien rodada sobre la cual nos replegamos a falta de algo mejor, no en el sentido de que no tenemos nada mejor que hacer, sino porque ponerse de acuerdo para apoyar a rebeldes detenidos parece mas simple que discutir juntos las maneras en las que podríamos expresar nuestra rabia. Es a mi juicio esta posición de apoyo la que plantea las cuestiones de interioridad y exterioridad entre un “ellos” y un “nosotros”… si fue la rabia lo que se expreso y aquello contra lo que ella se ha expresado que nosotros compartimos, hagámonos la pregunta de que es lo que podemos hacer de manera ofensiva…”.
Por otro lado, el Estado movilizo gran parte de sus medios policiales (entre ellos siete helicópteros equipados con las ultimas tecnologías en Lille, Tolouse, Strasbourg, Rennes y en la región parisina) y decreto el estado de emergencia utilizando una ley de 1955 que databa de la guerra de Argelia. Anunciado el 8 de Diciembre por el jefe de Estado, entra en vigor desde el día después por doce días con un toque de queda en 25 departamentos (por simples decretos). El 21 de Noviembre será prolongado a tres meses después de una votación en el parlamento y no será el 4 de Enero del 2006 que será levantado.
Recordemos la declaración y después el voto del estado de emergencia autoriza especialmente un gran número de medidas de policía administrativa (es decir, fuera de todo procedimiento judicial), entre ellas registros por la noche, denegación de residencia a cualquier persona que “busque entorpecer, de la manera que sea la acción de los poderes públicos”, el cierre de lugares públicos (incluidos bares, restaurantes, salas de espectáculos o de debate) y la prohibición de circulación de personas o vehículos en los lugares y horas fijadas por decreto. El recurso al estado de emergencia nos vino a recordar que en caso de problemas sociales persistentes, el poder dispone no solo de hombres armados, sino de todo arsenal legislativo democrático adaptado permanentemente para amordazar, confinar e… internar a civiles “sospechosos” en masa. Si esta medida fue en realidad poco aplicada mas allá del toque de queda, vista la evolución de la revuelta, ni siquiera alcanzaba lo que reclamaban varios alcaldes de todas tendencias (como el socialista Michel Pajon en Noisy-le-grand o el comunista Andre Guerin en Vesissieux), es decir, la intervención directa de todo el ejercito!
Sin detallar mas el resto de dispositivos, precisemos no obstante que, conjugando como de costumbre el tolete con el conjunto de las otras mediaciones, el Estado ha utilizado el resto de su arsenal: llamadas a la calma venidas ya sea de los partidos de izquierda como de las autoridades religiosas (como la Fatwa lanzada contra los emeutiers por la Unión de organizaciones islámicas de Francia el 6 de Noviembre), peinado de los barrios por los mediadores municipales, los hermanos mayores [3], y otros padres-ciudadanos, promesas de aumento de subvenciones a las asociaciones locales, incluso tomas de posición mediáticas de futbolistas o raperos “que comprendían las razones” de la revuelta pero por supuesto condenaron su expresión.
En cuanto a nosotros, después de varios insomnios voluntarios y de la busqueda a veces desesperada de cómplices, queremos ahora regresar a este episodio no para magnificarlo, sino para intentar sacar de el algunas experiencias y reflexiones sobre la famosa posibilidad abierta o no en aquel momento.
Pasificación y revuelta en el Hexágono
Pensando en particular en los compañeros que luchan en otros lugares del mundo [4], vamos a volver rápidamente al contexto francés en el cual esta revuelta se ha inscrito, y desarrollar algunos aspectos de estas tres semanas. En efecto, pocos textos se escribieron en el momento mismo y sobre todo muy pocos fueron redactados a continuación, al menos desde una perspectiva anti-autoritaria. Esto demuestra una incapacidad bastante generalizada para pensar las luchas en las que tomamos parte y a veces una facilidad que consiste en lanzarnos a la lucha siguiente en una especie de frenesí activista -la del contrato del primer empleo empezó en la primavera del 2006- sin tomar el tiempo para hacer un balance de nuestras actividades y profundizar.
Sin ninguna pretensión de exhaustividad, y lanzando una mirada hacia atrás el decenio post-68 fue mas bien conflictual en Francia, aunque esta no conociera, como lo hizo Italia, aquella generación que quiso ir al asalto del cielo. Pensamos por ejemplo en su diversidad en el movimiento anti-nuclear, en la huelga de alquiles, en las residencias Sonacotra en 1976, o incluso en toda esa parte del proletariado que rechazo ir a la fabrica como sus padres y se las arreglo para sobrevivir de otra forma. Sin embargo hay que constatar que aquel decenio abrió las puertas a las diferentes alternativas socio-culturales o ecologistas como otras tantas herramientas de integración y llevo a una nueva clase dirigente al poder con la llegada de gobiernos de izquierda en 1981. La reestructuración económica que siguió durante dos decenios bajo el signo de la pacificación social se tambaleo lógicamente por hogueras circunscritas, pero mas allá de las bolsas de resistencia de ciertos sectores obreros liquidados (como los siderúrgicos de Lorena y los de Vireux Note) o reestructurados (como las huelgas de los ferroviarios de 1986 y en 1995), los episodios de disturbios y desordenes vinieron sobre todo de sectores de la población ya desclasados.
“Vaulx-en Velin: Revuelta. Nueve años después de Venissieux, la enfermedad de los disturbios no se ha curado todavía”
Le progres de Lyon, 8 de octubre de 1990
Uno de los primeros “disturbios de los suburbios” que hará después historia sucedió en 1979, tras de una ejecución sumaria por parte de la policía en Vaulx-en Velein (barrio de la Grappiniere), en la región lionesa. Sera seguido de cerca por los acontecimientos de octubre de 1980 en Marsella, donde los jóvenes de los barrios norte se enfrentan con la policía y saquean una parte del centro después del asesinato de uno de los suyos por un CRS (granaderos). En 1981, es en Venissieux (barrio de Minguettes) también cerca de Lyon donde estalla la revuelta que creara el standard mediático de este tipo, con su corte de periodistas embarcados filmando enfrentamientos y coches quemados. Los años 80 y 90 siguieron también marcados por los disturbios en estas zonas periféricas, a menudo después de otros asesinatos policiales, esta forma en adelante banal de gestión del territorio. Por la segunda parte de este periodo, la cronología clásica contempla por ejemplo los de octubre de 1990 una vez mas en Vaulx-en-Velin, los de marzo de 1991 en Sartroville (Y velines), de 1993 en el distrito 18 de Paris, de 1994 en Arles, de diciembre de 1997 en Dammarie-les-lys, de diciembre de 1998 en Tolouse o de abril del 2000 en Lille. Estos disturbios duraban a menudo varios días y cada asesinato policial no a encontrado una respuesta como tal cada vez. Precisemos igualmente que, al lado de estos movimientos específicos, aquellos y aquellas a los que el futuro radiante prometido a través de la promoción por la escuela y la integración por el trabajo aparecía siempre mas ilusorio manifestaron también su rabia durante estas ocasiones caracterizadas por numerosos enfrentamientos, incendios y saqueos: en 1996 bajo pretexto de una reforma universitaria, o en 1994 contra un enésimo contrato precario (en los dos casos los liceos técnicos destacaron particularmente).
A través de estos ejemplos que no son exhaustivos, no pretendemos solo demostrar la evidencia de la continuación de la lucha de clases o de la guerra social, sino también que el Estado francés esta acostumbrado a gestionar disturbios de periferias pobres y de una parte de la juventud. Se trata de formas de contestación que, aunque “radicales” hacen parte desde hace tiempo del modo de regulación de la conflictualidad social. La historia reciente de los conflictos obreros (y a veces campesinos), con secuestros de ejecutivos, incendios y saqueo de stokers, peleas con la policía, amenazas de hacer volar la fabrica con bombas de gas, destrozos de subdelegación de gobierno u otros ejemplos dan testimonio de ello. Por otro lado, cuando el conflicto amenaza con golpear seriamente el pais, podemos recordar que el ejército ha ya intervenido, como en el invierno de 1986 para romper la huelga del metro parisino y del RER -trenes de la periferia- (transportando a los “usuarios” en camiones del ejército), o en 1992con sus maquinas de ingeniería para desbloquear los peajes a los camiones que amenazaban con paralizar la economía del país.
Entonces, cuando algunos se extasían sobre las formas colectivas (disturbios, saqueos, bloqueos) que a veces puede tomar la contestación social aquí, nosotros deseamos simplemente reinscribirlas en el seno de las relacione sociales en las que la forma no presagia priori nada de fondo. Lo que a veces marca la diferencia no es tanto la cuestión de los medios empleados para llegar a sus fines, sino los fines en si mismos.
El sindicalismo informal (el “derecho a”) o los disturbios reivindicativos de “movimientos sociales a la francesa” tanto como pueda serlo el reformismo armado en otros contextos, han siempre topado con los mismos escollos. Haciendo del Estado su interlocutor, le ofrecen a este una puerta de salida para hacer cesar los desordenes y negociar alguna cosa. Se sitúan en una relación de pedir más que de tomar y formulando reivindicaciones precisas, empiezan por hablar el lenguaje del poder. Poco importa después que estas formas resulten de un juego entre las bases y los aparatos sindicalistas o que ellas dependan mas de un proceso de autoorganizacion (como fue el caso con las famosas coordinaciones de estudiantes, ferroviarios, enfermeras) que desbordaba a los profesionales de la cogestión de la fuerza de trabajo. La correlación de fuerzas que se instaura entre dos adversarios que se reconocen mutuamente y desean llegar a un acuerdo se apoya sobre una lógica muy diferente a la de un movimiento de rabia o de revuelta que, extendiéndose podría desembocar en una subversión de las relaciones sociales.
Precisemos que estos movimientos arrancan generalmente para oponerse a una medida del poder y no para arrebatar un poco mas que las migajas y cuestionar a trozos enteros el orden social (como pudo ocurrir en 1968). Desde luego también hablamos de un periodo de fuerte reestructuración donde la operación fordista de post-guerra que consistía en obtener mejoras (salario, condiciones de trabajo, paro o vacaciones) a cambio de la paz social esta fuertemente puesta en tela de juicio en beneficio del capital. Esta claro entonces que los movimientos sociales son mas propensos a intentar salvar los inmuebles que a conquistar algo mejor. Estos distintos elementos, que explican a la vez el carácter globalmente defensivo de estas movilizaciones y el apego al Estado como mediador ilusorio del conflicto capital / trabajo, no deberían hacer pasar la forma (a veces “radical”) por el contenido.
Yuxtaponer voluntariamente las explosiones de los suburbios y los disturbios de fracciones de la juventud con los movimientos de huelgas y de enfrentamientos de distintos sectores salariales, permite de inmediato desechar la idea de cualquier especificad “radical” que estaría preservada a una categoría particular de protagonistas de la guerra social. Pero esto permite sobretodo subrayar una tensión mucho mas interesante: al lado de este movimiento reivindicativo de asalariados que tendía esencialmente a preservar sus condiciones de supervivencia contra una degradación constante y que aspira todavía a una gestión de izquierda del capitalismo, se ha desarrollado en efecto otro movimiento, más difuso y que ha podido igualmente cruzarse con el primero.
Está ligado tanto a una rabia contra una situación de mísera sin fin (con la figura con frecuencia del hijo de inmigrante de suburbio o de obreros de zonas desindustrializadas destinando a empleos subalternos y precarios alternados con el paro), como, mas generalmente, a una revuelta contra una realidad angosta y carcelaria. Algunos en efecto han comprendido poco a poco sobre su propia piel, que se encuentran frente a una guerra total que ya no arremete únicamente contra un aspecto u otro de las condiciones de vida, condiciones que todavía se podrían cambiar o reformar (paro, racismo, educación, policía). Que ya es el hecho mismo de existir lo que es atacado, el hecho de formar parte de esa masa de pobres superfluos para el proceso productivo y destinados a pudrirse in situ.
Este movimiento se ha vuelto mas visible a partir de los años 90 y se ha afianzado mucho estos últimos años, pero existe todavía antagonismo en aquellos que esperan todavía algo del poder (un buen trabajo y una formación adaptada, una policía respetuosa y una justicia igualitaria) o luchan contra las categorías y limites de este (reivindicaciones, colectivos representativos, delegación) y los otros. Un antagonismo que atraviesa igualmente a cada individuo y que hará que si la rabia continua presente la revuelta pueda, según el caso, ser comparada con migajas o ser conducida tras los barrotes.
“El futuro parecía sombrío y estábamos lejos de imaginar que el despertar vendría de los estudiantes de secundaria. Percibíamos esta generación como prematuramente prudente y conformista, atrapada entre la tecnología y la moda, respetuosa de la autoridad y que, en los movimientos pasados, tenía el aire de querer pedir más “lápices y mas vigilantes para estudiar en buenas condiciones” sin un cuestionamiento de las instituciones. Nos vemos obligados a reconocer que estamos equivocados. Este movimiento estudiantil dura ya tres meses…”
Cuatro páginas de Alertad a los bebes, junio 2005
Acerca de Noviembre del 2005, hay que confesar que algo ha cambiado. O más bien, como en una historia que avanzaría a saltos, que algunas prácticas se han vuelto a extender: movilidad salvaje, enfrentamientos esporádicos, difusión de grupos afinitarios, una cierta complementariedad entre los modos de manifestarse. Como si el movimiento de los enfurecidos se hubiera extendido, o hubiera contaminado finalmente una parte de aquellos que, hasta entonces, no habían tomado nota de que bien pocos lograría hacerse un lugar al sol. En el transcurso de este periodo, algunos espacios se reabrieron ofreciendo, mas allá de las formas especificas, un nuevo reparto posible: que la rabia común se transforme en revuelta.
Desde la primavera, es decir, algunos meses apenas antes de Noviembre, el conjunto del movimiento estudiantil contra la ley Fillon desarrollo modos de expresión menos encuadrados (manifestaciones salvajes en pequeño numero, bloqueos móviles de ejes de carreteras o de estaciones de tren), permitiendo a muchos encontrarse en el, pero también de crear una diversidad de prácticas mas allá de las ocupaciones de institutos o de los saqueos, como en la estación de tren de Lyon. Mas generalmente, estos encuentros -o más bien esta convivencia todavía confusa entre una reivindicación cualquiera y una rabia que no tiene otro objetivo que armar un desmadre-, desde entonces se ha multiplicado: además del movimiento de estudiantes de la primavera del 2005, podríamos citar también el mes de primavera del 2006 en numerosas ciudades contra la enésima reforma de la enseñanza, o los días de enfrentamientos de mayo del 2007 tras la elección presidencial de Sarkozy.
Si la revuelta de Noviembre del 2005 marcara entonces, mas que antes la reapertura de nuevas posibilidades, no será tanto a la luz de una perspectiva insurreccional (vista su limitación en el tiempo y espacio, sus límites en términos de implicación de categorías mas amplias y sobre todo las referida a una ausencia de perspectiva en positivo), sino mas bien de una intensificación de la guerra social en un contexto particular. Es hora ya de entrar un poco mas en los detalles.
Una revuelta generalizada de los suburbios?
Todo el mundo recordara quizás que la revuelta partió de la periferia parisina en Clichy-sous-Bois, tras la muerte de Zyed y Bouna (17 y 15 años) el 26 de octubre del 2005. Perseguidos por la policía, se refugiaron en un transformador eléctrico, donde cayeron fulminados. Metin, escondido con ellos se salvo a pesar de las graves quemaduras. Este acontecimiento no tiene nada de excepcional en zonas controladas totalmente por una policía que no duda en hostigar a la población a golpe de humillaciones, controles, cacheos, palizas o tiros con balas de goma. Y la continuación podría haberse desarrollado también como ordinariamente: coches quemados y lanzamientos de piedras contra la policía de la zona, una manifestación organizada por los allegados y forzosamente silenciosa (parece que callándonos respetamos a los muertos… y no vengándolos ruidosamente), un eventual encuentro con las autoridades, algunas promesas a la familia (un trabajo, un piso) a cambio de un llamamiento a la calma. Y la vida de marginación que continua como si nada hubiera pasado.
Casi todo esto ha sucedido, pero esta vez la historia no se ha quedado ahí. Las tres primera noches centenares de personas de Clichy se enfrentaron a la policía con piedras y petardos, arremetieron contra el ayuntamiento o la Poste (Correos frances), coches y paradas de bus. La segunda noche tirarían incluso balas contra los CRS (granaderos). A partir de la cuarta los jóvenes del pueblo vecino de Montfermeli incendian el parking de la policía municipal en solidaridad y a partir de la quinta se queman los coches en el departamento de Seine st Denis, mientras que estallan enfrentamientos contra la policia. Al cabo de diez días, perdemos la cuenta de los suburbios de toda la región Ile-de-France y después de todo el país, de norte a sur (empezando por Begles, Orleans, Rouen, Roubaix, Evreux, Perpignan) que se suman poco a poco al movimiento. Esta extensión geográfica continuara a lo largo de tres semanas. El gigantesco incendio que desgarro estas largas noches partio claramente de ciertos suburbios en un movimiento en espiral que sale de Clichy hacia los pueblos vecinos, luego se extiende al departamento y a la región antes de tocar otras ciudades de Francia, e incluso algunos barrios de Bélgica y de Alemania. Sin embargo, reducir simplemente este movimiento a una “revuelta de los suburbios” sería un error, probablemente ligado a la impresión que dejaron los quince primeros días.
La banlieue no es más que el nombre genérico de los barrios periféricos de las grandes ciudades. Incluye por lo tanto también los banlieues de ricos como numerosas zonas de chalets que no han seguido la revuelta mas que en la televisión, o a veces en la calle, pero a menudo para efectuar rondas ciudadanas e impedir la llegada hipotética de las “hordas de barbaros”. Precisamos también, para los compañeros extranjeros, que las banlieues no son siempre a la imagen de la gran corona parisina, con sus inmensos edificios concentrando a decenas de miles de habitantes aislados geográficamente en medio de ninguna parte y encerrados entre vías rápidas, autopistas y red ferroviaria. Los enrabiados han sabido aprovecharse del hecho de que ciertos barrios no están siempre construidos muy lejos del centro de la ciudad como en Lillie y en Tolouse y que estos pueden incluso inscribirse en una continuidad urbana que ofrece numerosas posibilidades incendiarias (como en la región norte o en la banlieue mas cercana a Paris).
Al contrario, numerosas banlieues pobres no participaron en la fiesta. Lo que especialmente abre un interrogante es que barrios que salen regularmente en los titulares a menudo no juzgaron oportuno alimentar esta revuelta, incluso en sus momentos mas intensos, cuando había quedado claro que iba a durar. Pensamos aquí en la segunda ciudad del país, Marsella, mientras que muchas otras metrópolis regionales estaban ya implicadas (lLille, Tolouse, Strasbourg, Nimes, Lyon, Pau, Greno,…) y en un cierto número de ciudades de la banlieue parisina. Las tentativas de explicación se contestan sin duda caso por caso, aunque podemos citar desordenadamente la imposición de relaciones mafiosas ligadas a la gestión municipal o las diferentes formas de ilegalismos y de dificultades reales practicas, como en el caso de Paris intramuros, que estaba literalmente blindada por la policía. Otro elemento es que existen igualmente zonas en las que los emeutiers estaban demasiado aislados y eran demasiados conocidos por una vecindad demasiado hostil como para participar plenamente en los acontecimientos: si muchos habitantes fueron claramente solidarios a pesar de los famosos coches quemados -sin los que esta revuelta no habría podido durar tanto en muchos lugares-, no es suficiente ser pobre par sublevarte o simplemente compartir la práctica del incendio voluntario. Lo sabemos de sobra.
Finalmente, y es este uno de los aspectos fundamentales de lo que paso en Noviembre del 2005, la revuelta se extendió mas allá de las banlieues. Los periódicos, bien inspirados por los informes cotidianos de la jefatura de policía, tenían por su puesto interés en focalizarse día tras día sobre esas zonas, a fin de apuntar la monstruosidad del antagonismo. Una toma de distancia hecha posible por la figura del sujeto fantasmal de la revuelta, una especie de bárbaro hiper violento, sin racionalidad, de origen inmigrante y… de la bnlieue. Sin embargo, e incluso a través de sus informes cotidianos (en particular de la prensa regional), encontramos incendios en pueblos pequeños o en ciudades sin banlieues. Lo mismo de entre los compañeros noctámbulos en lugares mas alejados no son pocos los que se han cruzado con otro pequeño grupo en el transcurso de sus diambulaciones.
Claro, a fin de cuentas, visto que llevar una gorra (como llevan frecuentemente los jóvenes de la banlieue) no es siempre indispensable para poder servirse de un encendedor, ¿que tendría de raro que una parte de la población se apropie de este método universal de expresar la cólera: el fuego? Y ya que la práctica del sabotaje en los lugares de trabajo es también un arma tradicional en la lucha de clases, o que ciertos obreros no han dudado en otro tiempo a incendiar (o amenazar con hacerlo) la famosa herramienta de producción (Moulinex, Cellatex, ACT,…), ¿que tendría de sorprendente que una parte de ellos se hubiera aprovechado a su vez de la ocasión? Por otro lado, entre las personas que desgraciadamente fueron condenadas por haber incendiado empresas, muchos eran, o habían sido, empleados de estos establecimientos.
Y no olvidemos la suma de venganzas personales contra el concejal, el fascista del lugar o servicios sociales cada vez mas tacaños.
Al final está claro que los cerca de 10.300 vehículos incendiados (de los cuales muchos pertenecían a servicios públicos, mas los buses quemados en aparcamientos enteros, coches de empresas de alquiler o concesionarios) y las centenas de edificios atacados (de los cuales 233 era edificios públicos y 74 privados, destruidos), en mas de 300 municipios, según as cifras oficiales, sin duda minimizadas, no han afectado exclusivamente a las banlieues, ni el hecho fue exclusivo de incendiarios que vivían en esas zonas. Si la revuelta se inicio ahí, esta empezó a enriquecerse a partir de la tercera semana, de forma interesante, con nuevos cómplices.
Un lenguaje común: la destrucción
“Fueron los helicópteros alrededor de nuestras cabezas por la noche, el toque de queda y porque no el ejercito. Para acabar la guerra. O entonces arrojar dinero a todo el circulo asociativo, o sino trabajos de criados para esperar. Pero no pedimos un trabajo, es la vida entera que queremos tomar”
C7H16, numero único, 2006
La superación de las mediaciones tradicionales y la ausencia de reivindicación en esta revuelta ha perturbado manifiestamente y no poco, a los especialistas a sueldo en disecar las palabras de otros. Ciertamente los micrófonos encontraron por aquí y por allá bufones a los que pudieron calificar de banlieue, dispuestos a exponer su idea sobre lo que podría haber motivado este incendio aparentemente sin pies ni cabeza. Pero a menudo su respuesta ha sido tan irrisoria que nadie podía darle algún crédito seriamente. Lo que escapado a todos los recuperadores huérfanos de palabras es precisamente este lento movimiento que corría desde hace dos decenios, alimentado por la existencia creciente de pobres que no solo no se hacen mas ilusiones sobre lo que este mundo puede ofrecerles, -ya tienen experiencia- sino que llevan también dentro una palabra y un asco que ninguna palabra alcanza a contener.
Así se nos ha dicho que los rabiosos no hablan y sin embargo su revuelta se ha extendido como un reguero de pólvora en pocos días, recorriendo miles de kilómetros. Se nos ha dicho que los rabiosos no entendían ni escuchaban nada y sin embargo han conseguido tener en jaque a la policía de ciudades enteras noche tras noche. El lenguaje del fuego ha sido mas claro que cien palabras y ha sido comprendido por miles de personas. Lo que Noviembre del 2005 ha mostrado de forma clamorosa es que mientras exista un sentido común (incluso negativo) ligado a una condición similar, no hay ninguna necesidad de consignas (ni siquiera un consensuado y demagógico “Sarkozy degage”!-Sarkozy lárgate!) o de organización colectiva formal para atacar de forma eficaz; es que el lenguaje puede muy bien pasar de reivindicaciones para transformarse en actos, incluso actos bien dirigidos y repetidos a gran escala.
Sin comprenderlo algunos fueron a la caza de las supuestas causas de la revuelta -bajada de las subvenciones a las asociaciones en tal lugar, falta de empleo en las ciudades de la periferia en las zonas francas, dificultados en el aprovisionamiento de cannabis, etc.- sin poder imaginar que los objetivos apuntados por los sublevados decían mucho: es el conjunto de las estructuras del Estado (comisarias y escuelas, ayuntamientos y oficinas de hacienda, centros culturales y la Poste, transportes y ANPE (INEM francés) y privadas -zonas francas y grandes almacenes, centros comerciales y cedes políticas) que fueron entregadas a las llamas de forma continua.
Durante estas tres semanas, había algo mucho mas fuerte que las reivindicaciones: la afirmación social de que no hay nada que mejor en este mundo, nada que reformar, sino todo que destruir. Que nada de lo que se nos “ofrece” (tanto el gimnasio como la escuela, la empresa como el supermercado) es para preservar, aunque pueda desagradar a todos aquellos que rechazan por ejemplo “ver la opresión en los servicios públicos del Estado”. La relación social que se materializo en esta ocasión no podía ser más clara: en sus peregrinaciones, las decenas de miles de sublevados de hecho no han atacado una injusticia o una desigualdad particulares (el urbanismo penitenciario, los asesinatos policiales o el racismo y la exclusión de los habitantes de la banlieue) sino todo aquello que produce su condición misma de individuos superfluos, es decir el conjunto de un mundo colocado bajo la regla de la atomización y de la masificación.
Y si esta relación ha podido parecer radical, en tanto que no persigue nada “en positivo” (y menos aun en el corto plazo de esta revuelta), no fue ni por su grado de “violencia”, ni por sus consecuencias sociales. En un mundo basado en la violencia de la explotación y de la dominación, en efecto, no se puede decir verdaderamente que el grado de “violencia” de los sublevados sea un criterio de radicalidad. En cuanto a las consecuencias sociales, sin prejuzgar un futuro (es decir los frutos y los encuentros adquiridos durante esta experiencia) es mas bien al parcial aislamiento de todos los revoltosos de Noviembre a lo que hemos asistido. Su carácter radical es más bien la dimensión general que ha planteado que le ha dado: la de una crítica despiadada de los que hace este mundo, una crítica basada en la destrucción ( y no en la autogestión por ejemplo) y llevada por la condición real de amplias franjas de la población pobre, sin ilusión. Por otro lado es incluso esto lo que ha permitido a otros miles a encontrarse, aunque su número fuese en último termino limitado.
Señalaremos también en este sentido que apresar de las numerosas ocasiones que se presentaron, pocos comercios y empresas fueron finalmente saqueadas y esto forma parte de prácticas habituales en la normalidad de la supervivencia cotidiana. La mayoría fueron presas de las llamas. Cuidándonos de no interpretar esto con ojos de ideólogos para ver ahí demasiado rápido una crítica clara a la mercancía (“el paso del consumo a la consumación” como alguien dijo en referencia a los disturbios en watts en 1965), no es menos cierto que esta tensión entre saqueo e incendio ha basculado en favor del segundo en el curso de estas tres semanas… La existencia misma de esta tensión y su conclusión provisional eminentemente practica, dice igualmente bastante sobre la crítica social elaborada en ese momento, sin concentración, por la totalidad de los revoltosos.
Grupos de afinidad e incendio voluntario
El ultimo punto que falta por abordar es por tanto justamente el de las formas de auto-organización en el interior de este movimiento. Si hablamos de revuelta y no simplemente de clásicos disturbios, es para empezar, porque esta ha superado una zona y una fracción precisa de la población, y después porque su contenido a superado la oposición a algunos aspectos limitados de la dominación para arremeter en contra de una condición de lo existente mas general. Pero también es porque si el disturbio se encarna tradicionalmente en formas colectivas como grandes enfrentamientos cara a cara con la policía o en saqueos y destrozos en masa en un terreno dado, es obligado constatar que han sido mas bien en otras formas las que ha prevalecido esta vez. No es por casualidad que ha habido relativamente pocos policías heridos, apenas 224 de los 11700 desplegados y en cambio muchos incendios. E incluso allí donde los enfrentamientos han tenido lugar, ya no se trataba tanto de mantener un lugar para afirmar la fuerza de un barrio frente a otros o para tomar tiempo para organizarse, sino de desarrollar una “guerrilla urbana” cuyo objetivo principal entre otras cosas era herir al máximo numero de uniformados (emboscadas, disparos de arma de fuego). El ejemplo mas exitoso en esta materia de desarrollara dos años mas tarde en Villiers-le-Bel tras dos nuevos muertos (15 y 16 años) cuando 118 policías serán heridos por 81 tiros de armas de fuego en apenas dos noches (del 25 al 27 de Noviembre del 2007).
Las otras formas se desarrollaron adaptándose por un lado a las delgadas posibilidades dejadas por el enemigo en los barrios mismos (el despliegue policial de noche y la ocupación permanente de día tras el toque de queda) y por el otro en función de la ubicación de los objetivos elegidos por una mayor parte de los sublevados.
Una vez destruido todo aquello que podía serlo inmediatamente (es decir, no gran cosa en aquellas zonas), desde coches a los raros comercios y equipamiento urbano y no pudieron enfrentarse frontalmente a los uniformados que ganaban terreno con agilidad como en superioridad numérica y material noche tras noche, la inteligencia colectiva en efecto se oriento de forma espontanea hacia la movilidad y la multiplicación de grupos autónomos. Si ya hemos visto como esto ha podido modificar la graduación de los enfrentamientos mientras estos se producían, la consecuencia principal de estas practicas fue que los centenares de grupos que abandonaron la defensa casi militar y centralizada de su territorio ( a la que los policías querían conducirles) se fueron a propagar el incendio a quilómetros de allí: en las zonas francas pobladas de franjas industriales y en las zonas comerciales, en las partes accesibles de las ciudades vecinas y en barrios administrativos.
Si estas formas se han mantenido colectivas, han sido generalmente mas organizadas en torno a pequeños grupos difusos de individuos móviles que a oleadas de emeutiers concentrados. Grupos que por tanto se auto-organizaron mas por afinidades (compañeros de instituto o de futbol) que por “bandas étnicas”, según el cichle racista en boga.
Cuando se trata de llevar el ataque mas allá de sus bases, lo que fue el caso a menudo de los revoltosos de mas edad (mientras los mas jóvenes se dedicaban a multiplicar el incendio de vehículos y a los destrozos), las relaciones de confianza, de amistad y de experiencia común sobrepasan rápidamente aquellas de simple convivencia forzada o de falsa pertenencia. Añadimos a esto que otros grupos e individuos de distintas edades mas aislados o que habitan simplemente en zonas distintas, han alimentado a su vez por todos lados el debate en curso recorriendo a grandes pasos lugares más inesperados (desde lugares de producción -como ese estudio de producción televisiva que alberga los decorados de TF1 en Asnieres/Seine- a esos coches de policía aparcados en el recinto del palacio de policía en Burdeos).
Con su armada de CRS y de gendarmes para “saturar el terreno” , sus medidas administrativas (estado de emergencia, toque de queda para los menores, prohibición de vender gasolina al menor y sin carnet de identidad) y sus unidades móviles de la BAC (brigada anti-criminal) para detener a los emeutiers en acción, el primer balance de la represión no podía sino ser importante: en octubre del 2006, el ministro del interior reivindicara cerca de 4700 detenidos en “delito fragrante”, mas unos 1300 en el marco de las investigaciones judiciales después de los hechos. El de justicia se jactara de 1328 encarcelaciones (108 de los cuales eran menores, mas 494 presentados ante un juez para jóvenes).
En cuanto a los famosos extranjeros, de cuya expulsión Sarkozy hizo bandera en caso de detención el 9 de Noviembre, será 83 los encarcelados (es decir, la misma proporción que ellos representan en la población, un 6%) y unos cuantos acabaran amordazados y esposados en la parte trasera de un avión, por ejemplo un malines de 22 años el 3 de febrero del 2006 y un habitante de Benin de 20 años el 25 de febrero. Todo esto no impedirá que toda la propaganda siga desencadenándose, jugando a gusto con las distintas de enemigos internos creados a propósito, para continuar asociando el concepto de “chusma” al de habitante de la banlieue y de este al inmigrante y para rizar el rizo, de inmigrante a terrorista en potencia.
Noviembre del 2005 y la cuestión insurreccional
“Si la violencia nos debía servir solamente para rechazar la violencia, si no le asignamos fines positivos, mas valdría renunciar a participar como anarquistas en el movimiento social, mas valdría librarse a su faena educacionista o adherirse a los principios autoritarios de un periodo transitorio. Pues yo no confundo la violencia anárquica con la fuerza pública. La violencia anárquica no se justifica por un derecho; ella no crea leyes; ella no condena jurídicamente; no tiene representantes regulares; ella no se ejerce no por agentes ni por comisarios, incluso si son del pueblo; ella no se hace respetar ni en las escuelas ni por los tribunales; ella no se establece, se desencadena, ella no detiene la Revolución, la hace avanzar sin parar; ella no defiende a la sociedad contra los ataques del individuo: ella es el acto del individuo afirmando su voluntad de vivir en bienestar y libertad”
La revue anarchiste, 1922
Con todos estos elementos una constatación se impone: este movimiento de revuelta ya no corresponde al viejo movimiento obrero y a la visión pasada de la insurrección. En nuestros clásicos anarquistas teníamos de un lado la teoría de una clase que debía a la vez afirmarse para enfrentarse al capital mientras era obligada a negarse en cuanto a tal para abolirlo y por otro lado, individuos que se organizaban en su seno para lanzar insurrecciones aprovechando relaciones de fuerza menos desfavorables, contando con llegar a estas a través de su aspecto ejemplar y compartiendo sus objetivos. El lenguaje tenia un papel importante (propaganda oral y escrita) y los terrenos susceptibles de llevar a un punto de ruptura eran varios: radicalización de ciertas reivindicaciones obrera, agitación en torno al coste de la vida, fraternización de la tropa con los sublevados, toma de territorio… Ahora que las revueltas que nos ha tocado vivir aquí y que llevan un contenido radical (y no únicamente formas) están mas movidas por una rabia o un asco, es decir por una negatividad, mas que por una aspiración en común que haría de la destrucción del viejo mundo un momento de apertura (nosotros no hablamos por supuesto del horror de un programa), ¿podemos analizarlas todavía de la misma manera?
Si seguimos el esbozo de definición de la presentación del dossier [N5], lo que diferenciaría una revuelta generalizada de una insurrección seria especialmente el hecho de “llevar un sueno revolucionario”, el sueno de otro mundo, de desarrollar una crítica social que contiene los gérmenes de una sociedad futura. Si pensamos por ejemplo en los sublevados de 1948, en los de la comuna de Paris de 1871, en los españoles de 1936 y de antes, en los sublevados de Budapest en 1956, está claro que también peleaban en positivo: podemos decir que por un mundo de igualdad y de libertad, de compartir y de justicia, por retomar sus palabras. Lo que ha cambiado desde entonces no es ciertamente la dominación, que continua sembrando la mísera y la muerte por los cuatro rincones del planeta en nombre del provecho de unos pocos. Sus últimos desarrollos Tecno-industriales le han conducido incluso a penetrar dentro de nuestros cuerpos y a devastar la tierra de forma irreversible, haciendo planear una amenaza de catástrofe mayor permanente con, por ejemplo, la multiplicación de instalaciones nucleares.
¿Entonces? Lo que ha cambiado en los paraísos de la mercancía democrática occidental, no es solo el grado de alienación y de adhesión a este sistema, produciendo una relativa pacificación social, sino sobre todo la dificultad de imaginar un mundo diferente: ya no hay comunidades campesinas ni clase obrera, es decir, algo común sobre lo que empezar a construir. No queda más que lo negativo, la oposición a la comunidad del capital a partir de ella misma, es decir, destruir todo aquello que nos convierte en explotados. Como expresión material de esta negatividad en marcha, el movimiento de Noviembre del 2005 nos muestra a la vez sus límites y posibilidades. Pues si no ha sido un clásico movimiento de banlieues, aunque haya surgido como tal, no ha sido tampoco un movimiento pre-insurreccional. Ha sido más bien una revuelta social difusa que se agoto por falta de participantes, de tiempo y espacio.
Su corta duración sin duda no ha permitido a un buen número de personas unirse a esta revuelta, ni desarrollar en esta otras formas que fuesen mas allá de la destrucción incendiaria nocturna. Si una superación de sus componentes sociales iníciales (jóvenes de periferias urbanas, parados, rebeldes) estaba sin duda en germen, unas pocas semanas se revelaron como un lapso de tiempo demasiado corto para que una parte de aquellos que, pudiendo compartir sus razones se decidieran a implicarse en ella. De hecho este mismo limite, que evidentemente no era debido a los sublevados, ha explotado también en la cara de todos aquellos que no, reconociéndose en las formas desarrolladas en Noviembre, no consiguieron aportar contribuciones por otros medios (manifestaciones, huelgas, ocupaciones, sabotajes, desordenes). A fin de cuentas, esto refleja claramente la profundidad del desastre de la atomización (¿con quién tomar iniciativas?) y de la perdida de autonomía (¿como organizar algo y que?), que son unas de las marcas de nuestra desposesión.
Esta dimensión temporal implica igualmente un segundo aspecto, que no es solamente reducible la duración: la transformación del tiempo social en un momento de ruptura, con el fin de que deje de ser únicamente el de la competencia, las obligaciones y el aburrimiento y que se convierta -aun provisionalmente- en el de una libertad que permita la imaginación practica y el entusiasmo proyectual, la discusión y la auto-organización. Para disponer de este tiempo diferente hay que arrancarlo a los imperativos sociales. Por ejemplo, asumiendo que la huelga general es todavía una condición necesaria, no podemos olvidar que esta permitió en mayo de 1968 a millones de personas romper con la rutina de la supervivencia y empezar a “estar por encima de si mismos”. Ya que hablamos de romper el curso de la normalidad para crear este tiempo necesario, esto significa, para empezar, provocar una ruptura con el ritmo cotidiano del capital, el de los asalariados, el de la escuela o el de la televisión.
Otro aspecto crucial que falto a esta revuelta fue el surgimiento de un nuevo espacio social que solo puede empezar a romper la separación de roles y jerarquías. Seria vano esconder un límite de este Noviembre del 2005, que fue la reproducción de los roles sociales. Sin duda que una gran parte de las zonas implicadas simpatizaban con la revuelta (para ofrecer protección, reabastecimiento, o movilidad a los emeutiers), pero tuvo lugar sin que los papales hombre/mujeres, padres/hijos, grandes/pequeños hermanos hayan sido cuestionados. Del mismo modo, las separaciones artificiales creadas, alimentadas y reproducidas entre los explotados han sido poco superadas, lo que ha permitido ampliamente al poder aislar a los protagonistas iníciales de la revuelta jugando con todos los clichés y todos los miedos. Sobre todo, estos ha impedido a un gran número de explotados críticos reconocerse en esta revuelta, a pesar de la claridad de los blancos a los que se apuntaba. La irrupción de un nuevo espacio social, entendido como terreno de experimentaciones y de encuentros inesperados y no únicamente como espacio físico ligado a una experimentación de territorios, es de crucial importancia. Si partimos de la constatación precedente de lo “negativo” donde la única comunidad que queda es la del capital, el signo de un comienzo de emancipación efectiva será el inicio del trastorno de estos roles y separaciones, es decir, atreves de una subversión de las relaciones sociales. Incluso si cada uno parte como es lógico, de aquello que es, la extensión de la revuelta significa no solamente que son numerosos aquellos y aquellas que se reconocen en ella mas allá de las categorías sociales, sino también que se instaura una dialéctica real entre estos distintos rebeldes. Y para que esto último se produzca mas allá del tiempo arrancado que permite auto-organización y comienzo de proyectualidad, se necesita un espacio de confrontación. Si hemos escuchado a menudo que en un mundo totalizador, atacar uno de sus nudos corresponde inmediatamente a tocar la totalidad, la ruptura del curso de la normalidad ofrece un ejemplo suplementario: desde el comienzo de una revuelta, el bloqueo de transportes de carreteras y trenes, o la perturbación de transmisiones eléctricas, ofrece a los insurgentes a la vez la posibilidad de acelerar el tiempo histórico y de provocar la apertura de este espacio que les son vitales.
En un mundo que empuja sin para hacia la guerra civil, una gran parte de la población se aferra todavía al Estado con la esperanza de preservar lo poco que le queda. En noviembre del 2005, los encuentros generados por la intensificación dela guerra social y capaces de conducir a una revuelta generalizada no se han dado. En diciembre del 2008 en Grecia estos se han buscado. En los dos casos, hemos asistido a una explosión de rabia que se ha transformado en revuelta, pero la extensión social de esta ultima cada vez ha tropezado con esta misma falta de tiempo y espacio, oxigeno indispensables para una subversión de las relaciones sociales. Lo que ha faltado quizás en los dos casos es por tanto ese pequeño punto que apenas ha encontrado partidarios, a pesar de la gran cantidad de incentivos voluntarios: la ruptura con la rutina de la explotación para una gran parte de la población, como consecuencia del sabotaje relevante de infraestructuras de transporte y de comunicación.
Una cuestión queda sin embargo en suspenso: el paso de las revueltas generalizadas a la insurrección, es decir, la superación de lo meramente negativo contra ciertos aspectos de la dominación, así como también “el sueño de otro mundo”.
Excepto algunos conceptos específicos en los que una continuidad del movimiento revolucionario y una historia particular de luchas hacen todavía esta aspiración posiblemente difusa, los únicos proyectos críticos “en positivo” ya parecen estar más del lado de la reacción: el retorno a una Edad de Oro (encarnada en formas comunitarias precoloniales o precapitalistas que nunca han tenido un gusto demasiado pronunciado por la libertad de los individuos) o una restauración de la peste religiosa (vehiculada por ciertas sectas protestantes como por los que sostienen un islam radical).
Frente a esto, algunos podrían tranquilizarse diciéndose que el problema de la revuelta de noviembre del 2005 ataño mas aun su generalización que a su contenido (aunque también limitado) y que no hay ahondar en esta dirección para buscar un “positivo” común y emancipador. No obstante, no podemos decir que nos encontramos en Francia en un periodo de intensa conflictividad -los años 70 quedan lejos- y esta revuelta por ahora es bastante excepcional. También podemos afirmar que una de las cuestiones a plantear no es tanto “¿por que ha estallado?” si no mas bien “¿porque no estalla mas a menudo?”. De hecho la dominación toma cada vez mas ventaja del antagonismo, lo que le permite por ejemplo multiplicar las medidas preventivas (extensión de la videovigilancia, formas de encarcelamiento cada vez más diversificadas y masivas, penalización mas dura de “incivismos” y creación de nuevos delitos, aumento incesante de guardianes de la paz social, preparación para operaciones conjuntas policía/ejercito). Y lo que es mas, experiencia histórica y lucidez acerca de las expresiones cotidianas de rabia que le obligan, sabemos bien que la tensión guerra de todos contra todos/guerra social atraviesa a toda la sociedad, pero también a cada individuo: en una situación de disturbios, lo peor o lo mejor se puede producir y una misma persona puede realizar tanto lo uno como lo otro en función de los momentos y situaciones.
La revuelta de Noviembre del 2005 en Francia no nos deja sin embargo huérfanos, aunque la observación de la conflictualidad -al menos en Europa- nos lleva más bien a prever una diseminación de disturbios y un antagonismo privado de proyectualidad que puede estallar en cualquier dirección.
Esta revuelta ofrece incluso una hipótesis preciosa a los analistas más pesimistas de lo real: lo negativo de la revuelta no fue enteramente absorbido por lo que algunos reducen al nihilismo de la dominación. Mejor, si la explosión de Noviembre del 2005 no fue la excepción que confirma la regla, sino la expresión todavía mas balbuceante del retorno de una crítica social radical de todos los aspectos de lo existente (sin que se apoye en ningún sueno), es seriamente posible, al menos aquí, pensar en obrar en el seno de lo negativo con vistas a mantener y compartir nuestros sueños. No es el retorno de los Cosacos, sino un horizonte que es alcanzable: el de una revuelta difusa que podría transformarse en una forma de insurrección todavía inédita, si esta consigue encontrar espacio y tiempo suficientes. Un espacio y un tiempo que los anarquistas pueden sin duda contribuir a profundizar si no renuncian a su ética individual frente a situaciones de revuelta cada vez mas ambiguas, ni a su proyectualidad en nombre de la complejidad de las formas actuales de dominación.
[Fuente : Negacion #4.]
http://es.contrainfo.espivblogs.net/files/2014/10/negacion4.pdf
Notas
[1] La palabra émeute puede ser traducida al castellano mas o menos como disturbio o motín cuando tiene lugar en la cárcel. En francés el imaginario relacionado con émeute va mas alla del mero enfrentamiento con la policía: históricamente ligado a las barricadas o a los tumultos populares. Hoy en día se asocia sobre todo con una práctica de destrucción colectiva en las calles (tanto de destrozos como de incendios).
[2] Aquí cabria apuntar las palabras de Braulio Ornedo mediante su periódico “motín” (México) donde en un artículo absurdo sobre las revueltas en Francia 2005, sin cesar repitió lo mismo que sus compinches Franceses de la Federación anarquista y los otros grupúsculos mas aquí mencionados. Así como los colectivos que en su tiempo integraron lo que ahora se conoce como la Federación Anarquista de México (FAM), especialmente la cúpula “dirigente”.
[3] Grands freres: literalmente “hermanos mayores”, este concepto esta ligado al control social en los barrios ejercido por personas dotadas de un poder informal (debido a una supuesta autoridad moral que podría estar basada en un pasado delinquente, como en una religiosidad reconocida o en un éxito personal) o formal ( a sueldo de las autoridades locales para tareas sociales, culturales o deportivas).
[4] Donde faltaron las informaciones, sin duda, pero donde la deformación producida, bien por el prisma televisado, bien por ciertos textos disponibles no ayudo. Pensamos especialmente en España con los fantasmas de Miguel Amoros (la cólera del suburbio en golpes y contragolpes) en el 2oo5 y en Alemania con las necedades periodisticas-sociologicas aparecidas en Banlieues.
A estos dos ejemplo le súmanos México donde el poco material disponible fue el mismo libreto del marxista Amoros y un nefastísimo artículo aparecido en el periódico “motín” donde se repetía el mismo discurso de “actos vandálicos” y se proponía que en vez de “quemar coches y demás desmanes” se crearan cooperativas en los barrios, sindicatos de trabajo, ect. La misma propuesta integradora de estos voluntarios reformadores y recuperadores de lo existente. Esperamos este articulo ayude a resolver algunas dudas al respecto y llenar el vacío de ignorancia que dicho artículo dejo en el entorno anarquista y anarcopunk -activo en ese tiempo- en este país.
La révolte incendiaire de novembre 2005 en France et l’hypothèse insurrectionnelle
« Nous avons pu faire dans le passé – et nous l’avons réellement fait – de minuscules émeutes insurrectionnelles qui n’avaient aucune chance de réussir. Mais nous étions alors vraiment bien peu, nous voulions obliger les gens à discuter, et nos tentatives étaient tout simplement des moyens de propagande. A présent, il ne s’agit plus de s’insurger pour faire de la propagande. A présent que nous pouvons vaincre – et que par conséquent nous le voulons –, nous ne faisons de tentatives que lorsqu’il nous semble qu’on peut y réussir.
Naturellement, nous pouvons nous tromper et, pour des questions de tempérament, on peut croire que le fruit est mûr alors qu’il est encore vert. Mais avouons que notre préférence va à ceux qui veulent aller trop vite face aux autres, ceux qui veulent toujours attendre, ceux qui laissent même passer les meilleures occasions et qui, par peur de cueillir un fruit pas assez mûr, laissent tout pourrir »
E. Malatesta, Umanità Nova, 6 septembre 1921.
Lorsqu’une révolte sociale d’une ampleur tout à fait inhabituelle éclate à côté de soi, comme ce fut le cas en novembre 2005, il n’est pas rare que nous manquions de mots précis. On peut ainsi facilement tanguer entre une apologie pure et simple, guidée par l’enthousiasme ou une volonté d’agitation immédiate, et une mise à distance ultra critique, guidée par la peur ou les expériences historiques (c’est-à-dire plus honnêtement par les échecs du passé). Face à la tentation de qualifier trop rapidement les faits, on se souvient aussi que nommer une réalité, c’est déjà la réduire, que la réduire c’est rapidement la trahir. Ainsi, tout comme l’Etat peut par exemple définir des actes ou des personnes comme « terroristes » en fonction de la relativité de ses intérêts, les révolutionnaires ont souvent tendance à plaquer leurs désirs et leur propre projectualité sur les révoltes en cours. Non seulement le langage n’est bien sûr pas neutre, mais il sert souvent à cacher les véritables enjeux de la question posée.
Certes, lorsque l’Etat crée des catégories de révoltés, c’est pour mieux les isoler puis les réprimer, tandis que lorsque les anti-autoritaires tentent d’analyser une explosion en cours, c’est souvent mus par une volonté d’étendre la subversion. Si la démarche de ces deux ennemis irréductibles s’oppose entièrement – tant en terme d’objectifs que de sincérité –, l’opération revêt pourtant dans les deux cas un caractère politique lorsque la bataille rhétorique se réduit à une querelle de définitions. Ces dernières ne feront de toute façon qu’augmenter la séparation entre soi et la réalité de la guerre sociale. Les émeutiers deviennent ainsi des « racailles » ou des « jeunes prolétaires qui se trompent de cible », ils sont « irresponsables » ou « désespérés », « immigrés à expulser » ou « victimes post-coloniales », « destructeurs de voitures et d’écoles innocentes » ou « rebelles dont nous avons tout à apprendre ». Il ne s’agit pour nous ni de poser des labels, ni de se lancer aveuglément dans la bataille, pas plus que d’accomplir un quelconque devoir révolutionnaire. Nous pensons simplement qu’en participant à la conflictualité – a fortiori au moment où elle se développe –, on a bien plus de chances de comprendre ce qui s’y passe, afin d’y avancer ses propres perspectives d’un monde débarrassé de toute domination. La question brûlante n’est alors plus « qui sont ces gens ? » ou « de quel soutien ont-ils besoin ? », mais « quelles possibilités porte cette révolte » et « quels contenus souhaitons-nous y développer ? »
Fausses questions
Lorsque novembre 2005 a explosé, les débats à chaud entre camarades sur les différentes interventions à mener nous ont souvent laissé l’impression d’une impuissance collective. Si on voit aisément ce qui rend l’Etat immédiatement hostile à ces événements, et sa nécessité de frapper juste et fort au nom de la préservation de l’ordre, on est par contre déjà plus embarrassé face à des camarades qui analysent dans les moindres détails ce qui se passe avant d’apporter leur contribution. On pourrait facilement mettre cette impuissance sur le compte de l’impossibilité ou du refus de formuler des hypothèses révolutionnaires, à part l’apologie du chaos et de la guerre civile. Mais elle a été plus largement produite par le sentiment d’extériorité posé à l’époque par l’ensemble du milieu anti-autoritaire : un milieu dont le rapport aux émeutes était alors plus spectaculaire que pratique, et qui était aussi englué dans une conception mouvementiste de la révolte, c’est-à-dire à la recherche de sujets auxquels se greffer. Comme si une révolte était figée dans le temps ou pétrifiée dans ses formes et ses objectifs immédiats, et surtout comme si elle n’était pas également le fruit de tous ceux qui décident de l’alimenter, loin de tout déterminisme qui serait quasi sociologique. Et comme si les complicités ne pouvaient pas également se nouer à l’intérieur de la conflictualité, chemin faisant.
Face à une situation de révolte sociale dont l’ampleur (par sa durée, sa diffusion ou ses formes) offrait des possibilités inédites, plutôt que de chercher à la cerner dans un rapport d’entomologiste (qui y participe, sur quelles bases, pour faire quoi ?), pourquoi n’était-il pas imaginable d’accueillir ce qui nous parlait en elle, ce dans quoi nous nous reconnaissions ? Non pas pour rejoindre acritiquement des « enragés » ou des « révoltés » mythifiés là où ils se trouvaient déjà, mais pour intensifier la rupture de la normalité et approfondir son expression, là où nous nous trouvions ? Et dans ce cas, qu’est-ce que nous voulions vraiment (au-delà des slogans classiques), et qu’est-ce que nous étions prêts à mettre en jeu, nuit après nuit, jour après jour ? Comment développer de l’intérieur de la révolte, sinon des espaces communs, au moins une dialectique riche de promesses et de complicités entre ceux qui la portent ? Voilà quelques-unes des réflexions qui n’ont que trop peu traversé les discussions entre camarades (au-delà des groupes affinitaires restreints), y compris quand il est devenu évident que le gigantesque incendie n’allait pas s’éteindre de sitôt.
Alors, si on n’est pas en quête d’excuses individuelles pour préserver un confort (théorique, pratique ou émotionnel), mais bien de pistes collectives pour subvertir l’entièreté de ce monde ; si ce n’est plus de mécanismes de représentation dans un milieu dont il s’agit, mais d’un saut dans l’inconnu du possible insurrectionnel, ce n’est qu’en se débarrassant de toutes les fausses questions de l’habitude militante qu’on pourra rencontrer quelques débuts de réponses.
…et quelques réponses
« Ce qui est « contre-productif » , ce n’est pas de cramer son quartier pourri, c’est de n’y voir que des actes manquant de « sens historique » , de « conditions objectives » et autres blas blas de marxistes de confort, bref de ne considérer ces événements que par le bout de la lorgnette médiatique ou d’une grille d’analyse obsolète »
L’essence de la révolte, tract de la Section Cosaques-Jabots de bois, Nantes, 18 novembre 2005
Les trois semaines (27 octobre-24 novembre) qui se sont illuminées nuit après nuit d’un feu contagieux à travers toute la France ont rapidement été perçues d’une manière qui indiquait trop bien d’où parlaient leurs auteurs.
Les organisations gauchistes ou libertaires y ont par exemple unanimement vu une « absence de conscience morale » (Lutte Ouvrière, 7 novembre), des « comportements irresponsables » (CNT-Vignoles d’Aquitaine), une violence qui « frappe au hasard » (Fédération anarchiste, 10 novembre), des actes « de désespoir » (LCR, 7 novembre) ou d’« autodestruction » (Coordination des groupes anarchistes, 9 novembre) inscrits dans une « logique suicidaire » (No Pasaran, 11 novembre). La Fédération anarchiste s’est de même associée le 13 novembre aux partis de gauche (Verts, PC, MJS), d’extrême-gauche (LCR, LO) et aux syndicats (CGT, UNEF, UNSA, Solidaires, Syndicat de la magistrature) pour signer un appel commun tentant de récupérer la révolte, au moment même où celle-ci commençait à marquer le pas. Toutes ces bonnes âmes préciseront que « faire cesser les violences, qui pèsent sur des populations qui aspirent légitimement au calme, est évidemment nécessaire » . Pour beaucoup de groupuscules gauchistes ou libertaires, si on feint d’oublier qu’ils étaient d’abord mus par l’hostilité et l’incompréhension face au caractère incontrôlé des événements, il aurait manqué une dimension politique de classe (c’est-à-dire, dans leur sale bouche, une « conscience » et une « organisation » ), et au moins le début d’une volonté constructive (soit des « revendications » ). Il n’est donc pas étonnant qu’aucun de ces professionnels de la politique n’ait témoigné de solidarité avec les émeutiers pendant de longues semaines, certains participant même à l’inverse à des rondes citoyennes pour s’interposer entre les flics et les révoltés, ou directement pour protéger la propriété privée, comme s’en est vanté le leader historique de la LCR.
Dans un deuxième temps, alors que les cendres n’étaient même pas tièdes, tout ce beau monde (et d’autres encore) s’est précipité pour exercer son habituel racket anti-répressif en réclamant une « amnistie » pour les émeutiers. Et c’est ainsi que beaucoup de ceux qui n’avaient au mieux pris part au conflit qu’en spectateurs, – au pire en pacificateurs –, ont décrété unilatéralement la fin des hostilités (rappelons que l’amnistie est le moment qui marque une défaite et qu’elle est accordée sous forme de grâce par le vainqueur en échange d’une reconnaissance de sa supériorité et de sa légitimité). Oubliant à dessein que ce qui s’était passé là n’était qu’un des épisodes d’une guerre sociale quotidienne, certes plus chaleureux qu’à l’ordinaire et ouvrant des possibles qu’ils ont soigneusement dédaignés sur le moment, ces cadavres tenaient une fois de plus à marquer que les révoltés ne les intéressent que morts ou embastillés.
L’orage sur le point de passer, certains camarades se sont engouffrés à leur tour dans le classique soutien militant aux emprisonnés, peut-être par dépit de n’avoir pas trouvé d’autres moyens pour participer à la révolte, mais en continuant surtout de maintenir un rapport d’extériorité avec elle. Le « comité de soutien aux prisonniers » de Toulouse, le « collectif état d’urgence » de Lyon, des individus à Grenoble ou l’assemblée réunie à la Bourse du Travail de Montreuil ont donc commencé à assister aux audiences des tribunaux. Au-delà des questions matérielles certes utiles, ils n’avaient souvent pas beaucoup plus à dire que : « la (votre) révolte est légitime » . Un texte distribué à l’assemblée de Montreuil suite à la manifestation du 3 décembre dans les cités de cette ville développera par exemple cette critique : « Je pense que l’existence de l’assemblée ne peut se fonder sur le seul mot d’ordre de Libération des prisonniers, ne serait-ce que parce que c’est la forme de solidarité coutumière et bien rodée sur laquelle nous nous replions faute de mieux, non pas dans le sens où nous n’aurions pas mieux à faire, mais plutôt parce que se mettre d’accord pour soutenir des révoltés interpellés semble parfois plus simple que de discuter ensemble des manières dont nous pourrions exprimer notre rage. C’est à mon sens cette position de soutien qui pose d’emblée les questions d’intériorité et d’extériorité entre un « eux » et un « nous » … Si c’est la rage qui s’est exprimée et ce contre quoi elle s’est exprimée que nous partageons, posons-nous la question de ce que nous pouvons en faire de manière offensive ».
En face, l’Etat a mobilisé une grande partie de ses moyens policiers (dont sept hélicoptères équipés des dernières technologies à Lille métropole, Toulouse, Strasbourg, Rennes et en région parisienne) et décrété l’état d’urgence, en utilisant une loi d’avril 1955 datant de la guerre d’Algérie. Annoncé le 8 novembre par le chef de l’Etat, il entrera en vigueur le lendemain pour douze jours avec un couvre-feu dans 25 départements (sur simples décrets). Le 21 novembre, il sera prolongé pour trois mois suite à un vote au Parlement, et ce n’est que le 4 janvier 2006 qu’il sera levé.
Rappelons que la déclaration puis le vote de l’état d’urgence autorise notamment un grand nombre de mesures de police administrative (c’est-à-dire en dehors de toute procédure judiciaire), dont les perquisitions de nuit, les interdictions de séjour ou assignations à résidence de toute personne « cherchant à entraver, de quelque manière que ce soit, l’action des pouvoirs publics » , l’interdiction de toute « réunion de nature à provoquer ou entretenir le désordre » , la fermeture de lieux publics (y compris cafés, restaurants, salles de spectacle ou de débat), et l’interdiction de la circulation de personnes ou de véhicules dans les lieux et heures fixés par arrêté. Le recours à l’état d’urgence est venu rappeler qu’en cas de troubles sociaux persistants, le pouvoir dispose non seulement de ses hommes en armes, mais en permanence de tout l’arsenal législatif démocratique adapté pour museler, confiner et… interner tout civil « suspect » à grande échelle. Si cette mesure fut en réalité peu appliquée en dehors des couvre-feu, vu l’évolution de la révolte, elle était pourtant encore en deçà de ce que réclamaient de nombreux maires de toutes tendances (comme le socialiste Michel Pajon à Noisy-le-Grand ou le communiste André Guérin à Vénissieux), c’est-à-dire l’intervention directe de l’ensemble de l’armée !
Sans détailler plus avant le reste de ses dispositifs, précisons tout de même que, conjuguant comme d’habitude la matraque avec l’ensemble de ses autres médiations, l’Etat a utilisé tout le reste de son arsenal : appels au calme venus aussi bien des partis de gauche que des autorités religieuses (comme cette fatwa lancée contre les émeutiers par l’Union des organisations islamiques de France le 6 novembre), quadrillage des quartiers par les médiateurs municipaux, grands frères et autres parents-citoyens, promesses d’augmentation de subventions aux associations locales, voire prises de position médiatiques de footballeurs ou de rappeurs « comprenant les raisons » de la révolte tout en condamnant bien sûr son expression même.
Quant à nous, après de nombreuses insomnies volontaires et la recherche parfois désespérée de complices, nous voulons revenir à présent sur cet épisode non pas pour le magnifier, mais pour tenter d’en tirer quelques expériences et réflexions sur le fameux possible ouvert ou pas à ce moment-là.
Pacification et révolte hexagonales
Pensant en particulier aux compagnons qui luttent ailleurs dans le monde [1], nous allons revenir rapidement sur le contexte français dans lequel cette révolte s’est s’inscrite, et développer quelques aspects de ces trois semaines. Peu de textes ont en effet été écrits ici sur le moment même, et surtout bien peu ont été rédigés par la suite, en tout cas dans une perspective anti-autoritaire. Cela témoigne d’une incapacité assez générale à penser les luttes auxquelles nous prenons part, et parfois de la facilité consistant à nous jeter dans la lutte suivante en une sorte de frénésie activiste – celle contre le Contrat Première Embauche a commencé dès le printemps 2006 –, sans prendre le temps du bilan de nos activités et de l’approfondissement.
Sans aucune prétention d’exhaustivité, et en jetant un bref coup d’œil dans le rétroviseur, la décennie post-68 a été plutôt conflictuelle en France, même s’il elle n’a pas connu comme en Italie cette génération qui a voulu monter à l’assaut du ciel. Qu’on pense par exemple dans leur diversité au mouvement anti-nucléaire, à la grève nationale des loyers dans les foyers Sonacotra de 1976, ou encore à toute cette partie du prolétariat qui a refusé d’aller à l’usine comme ses pères et s’est débrouillée pour survivre autrement. Pourtant, il faut bien constater que cette décennie a ouvert les portes aux différentes alternatives socioculturelles ou écologistes comme autant d’outils d’intégration, et porté une nouvelle classe dirigeante au pouvoir avec l’arrivée de gouvernements de gauche à partir de 1981. La restructuration économique qui a suivi durant deux décennies sous le signe de la pacification sociale a été logiquement ébranlée par des embrasements circonscrits, mais au-delà des poches de résistance de certains secteurs ouvriers liquidés (comme les sidérurgistes lorrains et ceux de Vireux) ou restructurés (comme les grèves de cheminots en 1986 et 1995), les épisodes émeutiers et de perturbations sont surtout venus de franges de la population déjà déclassée.
« Vaulx-en-Velin : l’émeute. Neuf ans après Vénissieux, la maladie des banlieues n’est toujours pas guérie »
Le Progrès de Lyon, 8 octobre 1990
Une des premières « émeute de banlieue » qui fera date après une exécution sommaire par la police remonte à 1979 à Vaulx-en-Velin (cité de la Grappinière), dans la région lyonnaise. Elle sera suivie de près par les événements d’octobre 1980 à Marseille, où les jeunes des quartiers nord affrontent la police et saccagent une partie du centre-ville à la suite du meurtre d’un des leurs par un CRS. En 1981, c’est à Vénissieux (cité des Minguettes), toujours près de Lyon, qu’éclate l’émeute qui créera le standard médiatique du genre, avec sa cohorte de journalistes embarqués filmant affrontements et voitures cramées. Les années 80 et 90 continueront aussi d’être marquées par les émeutes dans ces zones périphériques, souvent suite à d’autres assassinats policiers, cette forme désormais classique de gestion du territoire. Pour la deuxième partie de cette période, la chronologie classique retient par exemple celles d’octobre 1990 encore à Vaulx-en-Velin, de mars 1991 à Sartrouville (Yvelines), de mai 1991 à Mantes-la-Jolie (Yvelines), de 1993 à Paris-18e, de 1994 en Arles (Bouches-du-Rhône), de décembre 1997 à Dammarie-les-Lys, de décembre 1998 à Toulouse ou d’avril 2000 à Lille. Ces émeutes duraient souvent quelques jours, et chaque assassinat policier n’a pas trouvé chaque fois de telles réponses. Précisons également qu’à côté de ces mouvements spécifiques, celles et ceux à qui l’avenir radieux promis à travers la promotion par l’école et l’intégration par le travail apparaissait toujours plus illusoire ont aussi manifesté leur rage lors d’autres occasions ponctuées par de nombreux affrontements, incendies et pillages : en 1986 au prétexte d’une réforme universitaire, ou en 1994 contre un énième contrat précaire (dans les deux cas, les lycées techniques se sont particulièrement distingués).
A travers ces quelques exemples qui n’épuisent pas la réalité, nous n’entendons pas démontrer l’évidence de la continuité de la lutte de classe ou de la guerre sociale, mais que l’Etat français est habitué à gérer des émeutes de banlieues pauvres et d’une partie de la jeunesse. Il s’agit de formes de contestation qui, bien que « radicales » , font partie depuis longtemps du mode de régulation de la conflictualité sociale. L’histoire récente des conflits ouvriers (et parfois paysans), avec séquestration de cadres, incendies et saccage de stock, bagarres avec les flics, menaces de faire sauter l’usine à la bonbonne de gaz, mise-à-sac de sous-préfecture ou autre en témoigne plus généralement. De même, quand le conflit menace de bloquer sérieusement le pays, on peut rappeler que l’armée est déjà intervenue, comme l’hiver 1986 pour briser la grève du métro parisien et du RER (en transportant les « usagers » dans ses camions bâchés), ou en 1992 avec ses engins du génie pour dégager des péages les camions de routiers qui menaçaient de paralyser l’économie du pays.
Alors, quand certains s’extasient sur les formes collectives (émeutes, pillages, blocages, sabotages) que peut parfois prendre la contestation sociale ici, nous souhaitons tout simplement les réinscrire au sein de rapports sociaux où la forme ne présage a priori rien du fond. Ce qui fait souvent la différence, ce n’est pas tant la question des moyens qui vont être employés pour parvenir à ses fins, mais bien ces fins elles-mêmes.
Le syndicalisme informel (le « droit à ») ou l’émeute revendicative de « mouvements sociaux à la française » , au même titre que le réformisme armé dans d’autres contextes, ont toujours buté sur les mêmes écueils. En faisant de l’Etat leur interlocuteur, ils lui offrent une porte de sortie pour faire cesser les troubles et négocier quelque chose. Ils se posent dans un rapport de demander plutôt que de prendre et, en formulant des revendications précises, ils commencent par parler la langue du pouvoir. Peu importe ensuite que ces formes résultent d’un jeu entre la base et les appareils syndicaux, ou qu’elles relèvent davantage d‘un processus d’auto-organisation (comme ce fut le cas avec les fameuses coordinations d’étudiants, de cheminots, d’infirmières) qui déborde les professionnels de la cogestion de la force de travail. Le rapport de force qui s’instaure entre deux adversaires qui se reconnaissent mutuellement et souhaitent parvenir à un accord repose là sur une logique très différente de celle d’un mouvement de rage ou de révolte qui pourrait déboucher sur une subversion des rapports sociaux en s’étendant.
Précisons enfin que ces mouvements démarraient généralement pour s’opposer à une mesure du pouvoir, et non pas pour arracher un peu plus que des miettes, voire pour contester des pans entiers de l’ordre social (ce qui avait pu être le cas en 1968). Bien sûr, les mobilisations collectives partent en général d’un quotidien, d’une situation matérielle concrète, et pas nécessairement de grandes idées sur le monde. Bien sûr aussi, on parle d’une période de forte restructuration où le compromis fordiste d’après-guerre qui consistait à obtenir des améliorations (salaire, conditions de travail, chômage ou congés) en échange de la paix sociale est fortement remis en cause au profit du capital. Il est donc clair que les mouvements sociaux sont plus enclins à tenter de sauver les meubles qu’à conquérir quelque chose de mieux. Ces différents éléments, qui expliquent à la fois le caractère globalement défensif de ces mobilisations et l’attachement à l’Etat comme médiateur illusoire du conflit capital/travail, ne devraient pas faire passer la forme (parfois « radicale » ) pour le contenu.
Juxtaposer volontairement les explosions des banlieues et les émeutes de fractions de la jeunesse avec les mouvements de grèves et d’affrontements de divers secteurs salariés, permet d’emblée d’évacuer une quelconque spécificité « radicale » qui serait réservée à une catégorie particulière de protagonistes de la guerre sociale. Mais cela permet surtout de souligner une tension autrement plus intéressante : à côté de ce mouvement revendicatif de salariés qui tendait essentiellement à préserver ses conditions de survie contre une dégradation constante, et qui aspire encore à une gestion de gauche du capitalisme, s’est en effet développé un autre mouvement, plus diffus, et qui a également pu croiser le premier.
Il est lié aussi bien à une rage contre un sort de misère sans fin (la figure souvent ressassée du fils d’immigrés de banlieue ou d’ouvriers de zones désindustrialisées promis à des emplois subalternes et précaires alternant avec le chômage), que plus généralement à une révolte contre un existant rétréci et carcéral. Certains ont en effet compris petit à petit sur leur propre peau qu’ils sont face à une guerre totale qui ne s’en prend plus uniquement à un aspect ou l’autre des conditions de vie, conditions qu’on pourrait encore changer ou réformer (chômage, racisme, éducation, police). Que c’est désormais le fait même d’exister qui est attaqué, le fait de faire partie de cette masse de pauvres superflus pour le processus productif et destinée à pourrir sur place.
Ce mouvement est redevenu plus visible à partir des années 90 et s’est beaucoup affirmé ces dernières années, mais il ne va pas non plus sans antagonisme entre ceux qui attendent encore quelque chose du pouvoir (un bon travail et une formation adaptée, une police respectueuse et une justice équitable) ou luttent avec ses catégories et limites (revendications, collectifs représentatifs, délégation), et les autres. Un antagonisme qui traverse également chaque individu, et fera que si la rage reste toujours présente, la révolte, elle, pourra selon les cas s’acheter contre des miettes ou conduire derrière les barreaux.
« L’avenir semblait sombre et l’on était loin d’imaginer que le réveil viendrait des lycéens. On percevait cette génération comme sage et conformiste avant l’âge, coincée entre technologie et mode, respectueuse de l’autorité et qui, lors de mouvements passés, avait l’air soucieuse de demander « plus de crayons et plus de pions pour étudier dans de bonnes conditions » , sans remettre en cause les institutions. Bien obligé de reconnaître qu’on s’est gourré. Le mouvement lycéen dure depuis trois mois »
Quatre pages de Alertez les bébés, juin 2005
Autour de novembre 2005, il faut bien avouer que quelque chose a changé. Ou plutôt, comme dans une histoire qui avancerait par bonds, que des pratiques se sont à nouveau répandues : mobilité sauvage, affrontements sporadiques, diffusion de groupes affinitaires, une certaine complémentarité entre les modes de manifester. Comme si le mouvement des enragés s’était étendu, ou avait désormais contaminé une partie de ceux qui, jusqu’alors, n’avaient pas encore pris acte que bien peu parviendraient à se faire une place au soleil. Au cours de cette période, des espaces se sont réouverts en offrant, au-delà des formes spécifiques, un nouveau partage possible : que la rage commune devienne révolte.
Dès le printemps, soit quelques mois à peine avant novembre, l’ensemble du mouvement lycéen contre la loi Fillon développait des modes d’expression moins encadrés (manifestations sauvages en petits nombres, blocages mobiles d’axes routiers ou de gares), permettant à beaucoup de se et de s’y retrouver, mais aussi de créer une diversité de pratiques au-delà des occupations de lycées ou des pillages, comme à Gare de Lyon. Plus généralement, ces rencontres – ou plutôt cette cohabitation encore confuse entre une quelconque revendication et une rage qui n’a d’autre objectif que de foutre le bordel –, se sont depuis multipliées : en plus du mouvement lycéen du printemps 2005, on pourrait aussi bien citer les mois du printemps 2006 dans de nombreuses villes contre une énième réforme de l’enseignement, ou les jours d’affrontements de mai 2007 suite à l’élection présidentielle de Sarkozy.
Si la révolte de novembre 2005 marquera alors plus qu’avant la réouverture de nouvelles possibilités, ce ne sera pas tant au regard d’une perspective insurrectionnelle (vu sa limitation dans le temps et l’espace, ses limites en terme d’implication de catégories plus larges, et surtout celles liées à son absence de perspective en positif), que de l’intensification de la guerre sociale dans un contexte particulier. Il est temps à présent d’entrer un peu plus dans le détail.
Une révolte généralisée des banlieues ?
Tout le monde se souvient peut-être que la révolte est partie de la périphérie parisienne, à Clichy-sous-Bois, suite à la mort de Zyed et Bouna (17 et 15 ans) le 26 octobre 2005. Poursuivis par la police, ils se sont réfugiés dans un transformateur électrique, où ils ont été fulminés. Metin, caché avec eux, s’en est sorti malgré de graves brûlures. Cet événement n’a rien d’exceptionnel dans ces zones quadrillées par des flics qui n’hésitent pas à harceler la population à coups d’humiliations, de contrôles, de fouilles, de tabassages ou de tirs de flash-balls. Et la suite aussi aurait pu se dérouler comme à l’ordinaire : des voitures brûlées et des jets de pierres contre la police du coin, une marche organisée par les proches et forcément silencieuse (il paraît qu’en se taisant, on respecte les morts… et pas en les vengeant bruyamment), une éventuelle rencontre avec les autorités, quelques promesses à la famille (un boulot, un appartement) en échange d’un appel au calme. Et la vie de relégation qui continue comme si de rien n’était.
Presque tout cela a eu lieu, mais l’histoire n’en est cette fois pas restée là. Les trois premières nuits, des centaines de personnes de Clichy affrontent les flics avec des pierres et des feux d’artifice, s’en prennent à la mairie ou à la Poste, aux voitures et aux abribus. La deuxième nuit, les CRS se font même tirer dessus. Dès la quatrième, les jeunes de la ville voisine de Montfermeil incendient le garage de la police municipale en solidarité, et dès la cinquième des voitures brûlent dans tout le département de Seine St Denis, tandis qu’éclatent des affrontements avec les flics. Au bout de dix jours, on ne compte plus les banlieues de toute l’Ile-de-France puis de tout le pays, du nord au sud (à commencer par Bègles, Orléans, Rouen, Roubaix, Evreux, Perpignan), qui rejoignent peu à peu le mouvement. Cette extension géographique se poursuivra tout au long de ces trois semaines. Le gigantesque incendie qui allait déchirer ces longues nuits est donc clairement parti de certaines banlieues dans un mouvement en spirale qui part de Clichy vers les villes voisines, puis s’étend au département et à la région, avant de toucher d’autres cités de France, et même des quartiers de Belgique ou d’Allemagne. Toutefois, simplement réduire ce mouvement à une « révolte des banlieues » serait une erreur, certainement liée à l’impression qu’ont laissée les premiers quinze jours.
La banlieue n’est que le nom générique des quartiers périphériques des grandes villes. Il inclut donc aussi bien des banlieues de riches que de nombreuses zones pavillonnaires qui n’ont suivi la révolte qu’à la télévision, ou parfois dans la rue, mais souvent pour y effectuer des rondes citoyennes et empêcher l’arrivée d’hypothétiques « hordes de barbares » . Précisons aussi, pour les camarades étrangers, que les banlieues ne sont pas toujours à l’image de celles de la grande couronne parisienne, avec ses immenses barres concentrant des dizaines de milliers d’habitants isolés géographiquement au milieu de nulle part, et enfermés entre voies express, autoroutes et réseau ferroviaire. Des enragés ont ainsi pu profiter du fait que certaines cités ne sont pas toujours repoussées très loin des villes, comme à Lille ou à Toulouse, et qu’elles peuvent même s’inscrire dans une continuité urbaine qui offre de nombreuses possibilités incendiaires (comme dans le Nord ou en proche banlieue parisienne).
A l’inverse, de nombreuses banlieues de pauvres n’ont pas participé à la fête. Ce qui pose notamment question, c’est que des quartiers qui défraient régulièrement la chronique n’ont pas jugé bon (ou quasi pas) d’alimenter cette révolte, même à ses moments les plus intenses, et lorsqu’il était clair qu’elle allait durer. On pense ici à la deuxième ville du pays, Marseille, alors que beaucoup d’autres métropoles régionales étaient désormais concernées (Lille, Toulouse, Strasbourg, Nîmes, Lyon, Pau, Grenoble,…), et à un certain nombre de cités de la banlieue parisienne. Les tentatives d’explication relèvent certainement du cas par cas, bien qu’on puisse citer en vrac la prégnance de rapports mafieux liés à la gestion municipale ou aux différentes formes d’illégalismes, et de réelles difficultés pratiques, comme dans le cas de Paris intra-muros, où elles étaient littéralement blindées de keufs. Un autre élément, est qu’il existe également des zones où les émeutiers étaient trop isolés et trop connus d’un voisinage immédiatement hostile pour participer pleinement aux événements : si beaucoup d’habitants ont été clairement solidaires malgré les fameuses voitures qui partaient en fumée – sans quoi cette révolte n’aurait pu tenir aussi longtemps dans beaucoup d’endroits –, il ne suffit pas d’être pauvre pour être révolté, ou simplement partager la pratique de l’incendie volontaire, sinon on le saurait depuis longtemps.
Enfin, et c’est là un des aspects fondamentaux de ce qui s’est passé en novembre 2005, elle s’est étendue au-delà des banlieues. Les journaux, bien inspirés par les comptes-rendus quotidiens des préfectures de police, avaient bien entendu intérêt à se focaliser jour après jour sur ces zones, afin de pointer la monstruosité de l’antagonisme. Une mise à distance rendue possible par la figure du sujet fantasmé de la révolte, une sorte de barbare hyper violent, sans rationalité, d’origine immigrée et… banlieusard. Pourtant, y compris à travers ses bilans quotidiens (en particulier dans la presse régionale), on trouve trace de nombreux incendies dans des villages ou des petites villes sans banlieues. De même, les compagnons noctambules dans des endroits excentrés ne sont pas rares à avoir croisé d’autres petits groupes au cours de leurs déambulations.
Car, en fin de compte, vu que le port de la casquette n’est toujours pas indispensable pour pouvoir se servir d’un briquet, qu’y aurait-il de si étrange à ce qu’une partie de la population s’approprie cette méthode universelle d’exprimer sa colère : le feu ? Et puisqu’aussi bien la pratique du sabotage sur les lieux de travail est une arme traditionnelle de la lutte de classe, ou que certains ouvriers n’ont pas hésité par le passé à incendier (ou à menacer de le faire) le fameux outil de production (Moulinex, Cellatex, ACT,…), qu’y aurait-il de si étonnant à ce qu’une partie d’entre eux se soit à son tour saisi de l’occasion ? D’ailleurs, parmi les personnes ayant malheureusement été condamnées pour avoir incendié des entreprises, plusieurs étaient, ou avaient été, employées de ces établissements. Et n’oublions pas non plus la somme de vengeances personnelles contre l’édile du village, le facho du coin, ou des services sociaux toujours plus chiches.
Au final, il est clair que les près de 10 300 véhicules incendiés (dont beaucoup appartenaient à des services publics, plus des bus cramés par parking entiers, des voitures d’entreprises de location ou de concessionnaires) et les centaines de bâtiments touchés (dont 233 bâtiments publics et 74 privés détruits) dans plus de 300 communes, selon des chiffres officiels certainement minimisés, n’ont pas concerné exclusivement des banlieues, ni été le fait exclusif d’incendiaires vivant dans ces zones. Si la révolte y a débuté, elle commençait à partir de la troisième semaine à s’enrichir de façon quelque peu intéressante de nouveaux complices.
Un langage commun : la destruction
« Ça a été les hélicoptères autour de nos têtes la nuit, le couvre-feu et pourquoi pas l’armée. Pour finir la guerre. Ou alors balancer du fric à toute la clique associative, des boulots de larbins pour faire patienter. Mais on ne quémande pas un boulot, c’est la vie entière que l’on veut bouffer ».
C7H16., revue à numéro unique, 2006.
Le dépassement des médiations traditionnelles et l’absence de revendication dans cette révolte a manifestement pas mal perturbé les spécialistes stipendiés pour disséquer la parole des autres. Certes, les micros ont bien trouvé ici ou là des bouffons, si possible labellisés « banlieue » , prêts à exposer leur idée sur ce qui pouvait bien motiver ce grand incendie apparemment sans queue ni tête. Mais leur réponse a souvent été si dérisoire que personne ne pouvait sérieusement y accorder quelque crédit. Ce qui a échappé à tous ces récupérateurs orphelins de mots est précisément ce lent mouvement qui courait depuis deux décennies, alimenté par l’existence croissante de pauvres qui non seulement ne se font plus d’illusions sur ce que ce monde peut leur offrir – expérience oblige –, et qui portent aussi en eux une rage et un dégoût qu’aucun mot ne suffit à contenir.
On nous a ainsi dit que les révoltés ne parlent pas, et pourtant leur révolte s’est répandue comme une traînée de poudre en quelques jours, parcourant des milliers de kilomètres. On nous a dit que les révoltés n’entendaient et ne comprenaient rien, et pourtant ils ont réussi à mettre en échec la police de villes entières nuit après nuit. Le langage du feu a donc été plus clair que cent paroles, et a été compris par des dizaines de milliers de personnes. Ce que novembre 2005 a alors montré de façon éclatante, c’est que lorsqu’existe un sentiment commun (même négatif) lié à une condition similaire, il n’est nul besoin de mots d’ordres (pas même un consensuel et démagogique « Sarko dégage ! » ) ou d’organisation collective formelle pour attaquer efficacement ; c’est que le langage peut très bien se passer de revendications pour se transformer en actes, et même en actes très ciblés et répétés à grande échelle.
Faute de le comprendre, certains sont allés à la pêche aux causes supposées de la révolte – baisse des subventions aux associations à tel endroit, manque d’embauche de personnes de la cité dans les zones franches, difficultés dans l’approvisionnement en cannabis, etc. –, sans pouvoir imaginer que les objectifs visés par les révoltés en disaient long : c’est l’ensemble des structures étatiques (commissariats et écoles, mairies et perceptions, centres culturels et Poste, transports et ANPE) et privées (zones franches et entrepôts, centres commerciaux et permanences politiques) qui ont été livrés aux flammes de façon continue.
Pendant ces trois semaines, il y avait quelque chose de bien plus fort que des revendications : l’affirmation sociale qu’il n’y a plus rien à améliorer dans ce monde, plus rien à réformer, mais tout à détruire. Que rien de ce qui nous est « offert » (le gymnase comme l’école, l’entreprise comme le supermarché) n’est à préserver, n’en déplaise à tous ceux qui refusent par exemple de voir l’oppression dans les « services publics » de l’Etat. Le rapport social qui s’est matérialisé à cette occasion était on ne peut plus clair : dans leurs pérégrinations, les dizaines de milliers de révoltés ne se sont de fait pas attaqués à une injustice ou à une inégalité particulières (l’urbanisme pénitentiaire, les assassinats policiers ou le racisme et l’exclusion des banlieusards), mais à tout ce qui produit leur condition même d’individus superflus, c’est-à-dire à l’ensemble d’un monde désormais placé sous le règle de l’atomisation et de la massification.
Et si ce rapport a pu sembler radical, tant il ne recherche rien « en positif » (du moins pas sur la courte durée de cette révolte), ce ne fut ni par son degré de « violence » , ni pour ses conséquences sociales. Dans un monde basé sur la violence de l’exploitation et de la domination, on ne peut en effet pas vraiment dire que le degré de « violence » des révoltés soit un critère de radicalité. Quant aux conséquences sociales, sans préjuger du futur (c’est-à-dire des fruits et des rencontres acquis lors de cette expérience), c’est plutôt à l’isolement partiel de tous les révoltés de novembre auquel on a assisté. Son caractère radical, c’est plutôt la dimension générale qu’il a soulevé qui le lui a donné : celle d’une critique impitoyable de ce qui fait ce monde, une critique basée sur la destruction (non pas sur l’autogestion par exemple), et portée par la condition réelle de larges franges de la population pauvre, sans illusion. C’est même d’ailleurs ce qui a permis à des milliers d’autres de s’y retrouver, même si leur nombre est resté limité.
On notera aussi dans ce sens que malgré les nombreuses occasions qui se sont présentées, peu de commerces et d’entreprises ont finalement été pillés, et bien que cela puisse être une pratique banale dans la normalité de la survie quotidienne. La plupart ont été livrés aux flammes. Tout en se gardant d’interpréter cela avec des lunettes d’idéologues pour y voir un peu rapidement une franche critique de la marchandise (« le passage de la consommation à la consumation » comme disait l’autre à propos des émeutes de Watts de 1965), il n’en demeure pas moins que cette tension entre pillage et incendie a largement basculé en faveur du second au cours de ces trois semaines… L’existence même de cette tension, et sa conclusion provisoire éminemment pratique, en dit également assez long sur la critique sociale élaborée à ce moment-là, sans concertation, par l’ensemble des révoltés.
Groupes affinitaires et incendie volontaire
Le dernier point qu’il reste à aborder est donc justement celui des formes d’auto-organisation à l’intérieur de ce mouvement. Si nous parlons de révolte, et pas simplement d’émeutes classiques, c’est d’abord parce qu’elle a dépassé une zone et une fraction précise de la population, et ensuite parce que son contenu a dépassé l’opposition à quelques aspects limités de la domination pour s’en prendre à une condition d’existant plus générale. Mais c’est aussi parce que si l’émeute s’incarne traditionnellement dans des formes collectives comme de grands affrontements en face-à-face avec les flics ou des pillages et saccages de masse sur un territoire donné, force est de constater que se sont plutôt d’autres formes qui ont prévalu cette fois. Ce n’est d’ailleurs pas pour rien qu’il y a eu relativement peu de flics blessés, à peine 224 sur les 11 700 déployés, et par contre beaucoup d’incendies. Et même là où ces affrontements ont eu lieu (Clichy/Montfermeil, Toulouse, Grigny, Lyon, Aulnay,…), il ne s’agissait plus tant de tenir un endroit pour affirmer la force de son quartier face aux autres ou pour prendre le temps de s’organiser, mais de développer une « guérilla urbaine » dont l’objectif principal était de blesser un maximum de bleus (guets-apens, tirs d’armes à feu). L’exemple le plus abouti en la matière se déroulera deux années plus tard à Villiers-le-Bel suite à deux nouveaux morts (15 et 16 ans), lorsque 118 flics seront blessés par 81 tirs d’armes à feu en à peine deux nuits (25 au 27 novembre 2007).
Ces autres formes se sont développées en s’adaptant d’un côté aux maigres possibilités laissées par l’ennemi dans les quartiers mêmes (le déploiement policier de nuit et l’occupation permanente de jour suite au couvre-feu), et de l’autre en fonction de l’emplacement des objectifs choisis par la plupart des révoltés. Une fois détruit tout ce qui pouvait l’être immédiatement (c’est-à-dire pas grand chose dans ces zones là), des voitures aux rares commerces et matériel urbain, et ne pouvant tenir frontalement face à des uniformes qui gagnaient en agilité comme en supériorité numérique et matérielle nuit après nuit, l’intelligence collective s’est en effet spontanément orientée vers la mobilité et la multiplication des groupes autonomes. Si on a déjà vu comment cela a pu modifier la teneur des affrontements lorsqu’ils se sont produits, la conséquence principale de ces pratiques fut que les centaines de groupes qui ont délaissé la défense quasi militaire et centralisée de leur territoire (à laquelle voulaient les acculer les flics) sont partis répandre l’incendie à des kilomètres de là : dans les zones franches peuplées d’entrepôts et dans les zones commerciales, dans les parties accessibles des petites villes avoisinantes et dans les cités administratives.
Si ces formes sont bien sûr restées collectives, elles ont été généralement plus organisées autour de petits groupes diffus d’individus mobiles que par vagues d’émeutiers concentrés. Groupes alors logiquement plus volontiers auto-organisés par affinités (comme copains de bahut ou de foot) que par « bandes ethniques » , selon le cliché raciste en vogue. Lorsqu’il s’agit de porter l’attaque plus loin de ses bases, ce qui était souvent le cas des plus âgés des révoltés (les petits s’exerçant à l’inverse à multiplier les incendies de véhicules et les dégradations), les rapports de confiance, d’amitié et d’expérience commune dépassent rapidement ceux de simple cohabitation forcée ou de fausse appartenance. Ajoutons à cela que d’autres groupes et individus d’âges divers, plus isolés ou habitant simplement des zones différentes, ont à leur tour alimenté un peu partout le débat en cours en arpentant des endroits plus inattendus (des lieux de production – comme ce studio de production télévisuelle abritant les décors de TF1 à Asnières/Seine –, à ces voitures de police garées dans l’enceinte du palais de justice de Bordeaux).
Avec son armada de CRS et de gendarmes pour « saturer le terrain » , ses mesures administratives (état d’urgence, couvre-feu pour les mineurs, interdiction de la vente au détail de carburant et sans pièce d’identité) et ses unités mobiles de BAC pour serrer les émeutiers en action, le premier bilan de la répression ne pouvait qu’être pesant : en octobre 2006, le ministère de l’Intérieur revendiquera près de 4 700 arrêtés en « flagrant délit » , plus 1 300 dans le cadre d’enquêtes judiciaires après les événements. Celui de la Justice se vantera de 1 328 incarcérations (dont 108 mineurs, plus 494 présentés à un juge pour enfants).
Pour donner quelques exemples de peines, de types de délits et de la diversité des villes, voilà un triste tableau qui parle de lui-même : 2 mois ferme plus 6 avec sursis pour des jets de projectiles à Bobigny le 31 octobre, 8 mois ferme pour jets de projectiles à Toulouse le 7 novembre, plusieurs condamnations de 8 à 12 mois ferme pour violence volontaire à Evreux le 7 novembre, deux condamnations à 8 mois et 1 an ferme pour fourniture d’essence à des mineurs à Nanterre le 8 novembre, deux condamnations à 4 mois ferme pour l’incendie d’une voiture à Nancy le 8 novembre, deux condamnations à 3 et 4 mois ferme pour fabrication et transport d’un molotov à Nantes le 8 novembre, 13 mois ferme pour jet d’un engin incendiaire contre un tram à Grenoble le 10 novembre, 1 an ferme pour incendie d’un transformateur EDF à Vallauris le 10 novembre, 2 ans ferme et deux fois 18 mois ferme pour trois incendiaires d’un bâtiment public à Caen le 14 novembre, 4 ans ferme pour incendie de deux grands magasins (But et St Maclou) à Arras le 15 novembre, 3 ans ferme pour destruction au molotov de trois bus à Vienne le 17 novembre, 2 ans ferme et 1 an avec sursis pour l’incendie de treize voitures à Cholet le 18 novembre. D’autres procès liés à la révolte de novembre 2005, souvent encore plus pesants, se dérouleront plusieurs années après. Un des cas le plus emblématique des peines distribuées par la suite dans l’indifférence générale est peut-être ces émeutiers du quartier de Pontanézen, à Brest, dont trois seront condamnés à 6 ans, 2 ans et 18 mois en appel le 31 mars 2009, accusés d’avoir tirés sur des flics le 7 novembre. Un quatrième, en fuite, prendra quant à lui 4 ans ferme dans la même procédure pour l’incendie d’une école maternelle.
Quant aux fameux étrangers, dont Sarkozy agitait l’expulsion en cas d’arrestation le 9 novembre, ils seront 83 à être incarcérés (soit la même proportion qu’ils représentent dans la population, 6 %) et quelques uns finiront pour l’exemple baîllonnés et menottés à l’arrière d’un avion, dont un Malien de 22 ans le 3 février 2006, et un Béninois de 20 ans le 25 février. Cela n’empêchera pas toute la propagande de continuer à se déchaîner, jouant volontiers sur diverses catégories d’ennemis intérieurs créés à dessein, pour continuer d’assimiler « racaille » à banlieusard, banlieusard et immigré, et pour boucler la boucle, immigré à terroriste en puissance.
Novembre 2005 et la question de l’insurrection
« Si la violence devait seulement nous servir à repousser la violence, si nous ne devions pas lui assigner des buts positifs, autant vaudrait renoncer à participer en anarchistes au mouvement social, autant vaudrait se livrer à sa besogne d’éducationniste ou se rallier aux principes autoritaires d’une période transitoire. Car je ne confonds pas la violence anarchiste avec la force publique. La violence anarchiste ne se justifie pas par un droit ; elle ne crée pas de lois ; elle ne condamne pas juridiquement ; elle n’a pas de représentants réguliers ; elle n’est exercée ni par des agents ni par des commissaires, fussent-ils du peuple ; elle ne se fait respecter ni dans les écoles ni par des tribunaux ; elle ne s’établit pas, elle se déchaîne ; elle n’arrête pas la Révolution, elle la fait marcher sans cesse ; elle ne défend pas la Société contre les attaques de l’individu : elle est l’acte de l’individu affirmant sa volonté de vivre dans le bien-être et dans la liberté »
La revue anarchiste, 1922.
A l’aune de tous ces éléments, un constat s’impose : ce mouvement de révolte ne correspond plus au vieux mouvement ouvrier et à la vision passée de l’insurrection. Dans nos classiques anarchistes, on avait en effet d’un côté la théorie d’une classe qui devait à la fois s’affirmer pour se confronter au capital, tout en étant obligée de se nier en tant que telle pour l’abolir, et d’un autre côté des individus qui s’organisaient en son sein pour lancer des insurrections en profitant de rapports de force moins défavorables, comptant y parvenir à travers leur côté exemplaire et le partage de leurs objectifs. Le langage y tenait une part importante (propagande orale et écrite, armée ou non), et les terrains susceptibles de mener au point de rupture restaient divers : radicalisation de revendications ouvrières, agitation autour de la vie chère, fraternisation de la troupe avec des révoltés, prise de territoire,… Or, à présent que les révoltes qu’il nous est donné de vivre ici et qui portent un contenu radical (et non pas uniquement des formes) sont plus mues par une rage ou un dégoût, bref par une négativité, que par une aspiration commune qui ferait de la destruction du vieux monde un moment d’ouverture (nous ne parlons bien entendu pas de l’horreur d’un programme), peut-on encore les analyser de la même manière ?
Si on suit l’esquisse de définition de la présentation du dossier de ce numéro, ce qui différencierait une révolte généralisée d’une insurrection serait notamment le fait de porter « un rêve révolutionnaire » , le rêve d’un monde autre, de développer une critique sociale qui contienne les germes de la société future. Si on pense par exemple en partie aux insurgés de 1848, à ceux de la Commune de Paris en 1871, aux Espagnols de 1936 et d’avant, aux partisans dans de nombreux pays en 1944/45, ou encore aux insurgés de Budapest en 1956, il est clair que c’est aussi en positif qu’ils se battaient : on pourrait dire que c’était pour un monde d’égalité et de liberté, de partage et justice pour reprendre leurs mots. Ce qui a changé depuis, ce n’est certainement pas la domination, qui continue de semer la misère et la mort aux quatre coins de la planète au nom du profit de quelques uns. Ses derniers développements techno-industriels l’ont même conduit à pénétrer nos corps et à ravager la terre de manière irréversible, tout en faisant planer une menace de catastrophe majeure permanente, avec par exemple la multiplication d’installations nucléaires.
Alors ? Ce qui a changé dans les paradis marchands de la démocratie occidentale, c’est non seulement le degré d’aliénation et d’adhésion à ce système, produisant une relative pacification sociale, mais c’est surtout la difficulté à imaginer un monde différent : il n’y a par exemple plus de communautés paysannes ou de classe ouvrière, c’est-à-dire de commun, pour en poser les bases. Il ne reste que le négatif, l’opposition à la communauté du capital à partir d’elle-même, c’est-à-dire détruire tout ce qui nous fait exister en tant qu’exploités. Expression de ce négatif à l’œuvre, le mouvement de novembre 2005 nous en montre à la fois des limites et des possibles. Car s’il n’a pas été un classique mouvement de banlieues, bien qu’il en soit parti, il n’a pas été non plus un mouvement pré-insurrectionnel. Il a plutôt été une révolte sociale diffuse qui s’est épuisée faute de participants, de temps et d’espace.
Sa courte durée n’a d’évidence pas permis à bon nombre de personnes de rejoindre cette révolte, ni d’y développer d’autres formes que la destruction incendiaire nocturne. Un dépassement de ses composantes sociales initiales (jeunes de périphéries urbaines, chômeurs, révoltés) était certes en germe, mais quelques semaines semblent manifestement un laps de temps encore trop court pour qu’une partie de ceux qui pouvaient partager ses raisons ne se décident à l’investir. D’autre part, cette même limite qui n’était évidemment pas du fait des révoltés, a aussi explosé à la face de tous ceux qui, tout en ne se retrouvant cette fois pas dans les formes développées en novembre, n’ont pas réussi à y apporter des contributions par d’autres moyens (manifestations, grèves, occupations, sabotages, perturbations). En fin de compte, cela ne reflète que trop clairement la profondeur du désastre de l’atomisation (avec qui prendre des initiatives ?) et de la perte d’autonomie (comment organiser quelque chose, et quoi ?), qui sont une des marques de notre dépossession.
Cette dimension temporelle comporte également un second aspect, qui n’est pas immédiatement réductible la durée : la transformation du temps social en un moment de rupture, afin qu’il cesse d’être uniquement celui de la concurrence, des obligations et de l’ennui, et qu’il devienne – même provisoirement – celui d’une liberté qui permet l’imagination pratique et l’enthousiasme projectuel, la discussion et l’auto-organisation. Pour disposer de ce temps différent, il faut l’arracher aux impératifs sociaux. Par exemple, même sans penser que la grève sauvage générale est encore un préalable nécessaire, on ne peut négliger qu’elle a permis en mai 1968, volens nolens, à des millions de personnes de rompre avec la routine de la survie et de commencer à « être au-dessus de soi-même » . Lorsqu’on parle de briser le cours de la normalité pour créer ce temps nécessaire, cela signifie donc d’abord provoquer une rupture avec le rythme quotidien du capital, celui du salariat, de l’école ou de la télévision.
Les transformations et restructurations de l’appareil productif conjuguées au progrès de la domestication éloignent désormais toujours davantage les possibilités d’une paralysie, même partielle, par la grève générale illimitée. Par contre, vu que des masses de pauvres ne sont plus tant liés ici par leur concentration dans de vastes bagnes industriels ou sur leurs territoires attenants, il n’est pas étonnant que la piste du blocage (des rues, des gares, des axes de contournement des villes ou des zones marchandes) se voit réexplorée dans les luttes un peu partout à travers le monde, des piqueteros argentins aux paysans grecs. Si peu de révoltés se sont attaqués en novembre 2005 à la circulation des marchandises et aux infrastructures qu’elles impliquent, on verra par contre cette pratique se développer juste après, lors du mouvement du printemps 2006, dont le blocage de l’économie était d’ailleurs devenu un des axes de lutte.
Un autre aspect crucial qui a manqué à cette révolte pour qu’elle déploie toutes ses ailes, a été l’émergence d’un nouvel espace social, qui seul peut commencer à briser les séparations, les rôles et les hiérarchies. Il serait ainsi vain de cacher une limite de ce mois de novembre 2005, qui fut la reproduction des rôles sociaux. Bien sûr qu’une grande partie des zones concernées sympathisait avec la révolte (pour offrir protection, ravitaillement ou mobilité aux émeutiers), mais cela eut lieu sans que les rôles hommes/femmes, parents/enfants ou grands/petits frères soient par exemple beaucoup remis en cause. De la même façon, les séparations artificielles créées, alimentées et reproduites entre les exploités ont été peu dépassées, ce qui a largement permis au pouvoir d’isoler les protagonistes initiaux de la révolte en jouant de tous les clichés et de toutes les peurs. Surtout, cela a empêché nombre d’exploités critiques de se reconnaître dans cette révolte, malgré la clarté des cibles visées.
L’irruption d’un nouvel espace social, compris comme terrain d’expérimentations et de rencontres inattendues, et pas uniquement comme espace physique lié à une libération de territoires, est d’importance cruciale. Si on part en effet du constat précédent du « négatif » où la seule communauté qui reste est celle du capital, le signe de tout début d’émancipation effective sera dans l’amorce du bouleversement de ces rôles et séparations, c’est-à-dire à travers une subversion des rapports sociaux. Même si chacun part forcément de ce qu’il est, l’extension de la révolte signifie non seulement que nombreux sont celles et ceux qui s’y reconnaissent au-delà des catégories, mais aussi que s’instaure une dialectique réelle entre ces différents révoltés. Et pour que cette dernière se produise, au-delà du temps arraché qui permet auto-organisation et début de projectualité, il y a nécessité d’un espace de confrontation. Si on a souvent entendu que, dans un monde totalisant, attaquer un de ses nœuds revient immédiatement à toucher l’ensemble, la rupture du cours de la normalité en offre un exemple supplémentaire : dès le commencement d’une révolte, le blocage des transports routiers et ferroviaires, ou la perturbation des transmissions électriques (des commerces, administrations, entreprises), numériques et aériennes (des radars, téléphones, radios/télévisions) offre aux insurgés à la fois la possibilité d’accélérer le temps historique et de provoquer l’ouverture de cet espace qui lui sont vitaux.
Dans un monde qui pousse sans cesse à la guerre civile, une grande partie de la population se raccroche encore à l’Etat dans l’espoir de préserver le peu qu’il lui reste. En novembre 2005, les rencontres permises par l’intensification de la guerre sociale et qui peuvent aboutir à une révolte généralisée se sont peu produites. En décembre 2008 en Grèce, elles se sont cherchées. Dans les deux cas, on a assisté à une explosion de rage qui est devenue révolte, mais l’extension sociale de cette dernière s’est à chaque fois heurtée à ce même manque de temps et d’espace, oxygène indispensable pour une subversion des rapports sociaux. Ce qui a peut-être manqué dans les deux cas est alors ce petit rien qui n’a guère trouvé de partisans, malgré la quantité d’incendies volontaires : la rupture avec la routine de l’exploitation pour une grande partie de la population, suite au sabotage conséquent d’infrastructures de transport et de communication.
Une question reste toutefois encore en suspens : le passage de révoltes généralisées à l’insurrection, c’est-à-dire le dépassement du seul négatif contre certains aspects de la domination, et « le rêve d’un monde autre » .
Exceptés quelques contextes spécifiques où une continuité du mouvement révolutionnaire et une histoire particulière des luttes rendent encore cette aspiration possiblement diffuse, les seuls projets critiques « en positif » semblent désormais être plus du côté de la réaction : le retour à un Age d’Or (incarné dans des formes communautaires précoloniales ou précapitalistes qui n’ont jamais eu un goût très prononcé pour la liberté des individus), ou une restauration de la peste religieuse (véhiculée par certaines sectes protestantes comme par les tenants d’un islam radical).
Face à cela, certains pourraient se rassurer en se disant que le problème de la révolte de novembre 2005 a plus concerné sa généralisation que son contenu (bien que limité), et que c’est donc dans cette direction qu’il faut creuser pour chercher un « positif » commun et émancipateur. Cependant, on ne peut pas dire que nous nous trouvions en France dans une période d’intense conflictualité – les années 70 sont loin –, et cette révolte reste pour l’heure assez exceptionnelle. On peut bien aussi affirmer qu’une des questions à soulever n’est pas tellement « pourquoi ça a explosé ? » mais plutôt « pourquoi ça n’explose pas plus souvent ? » , il demeure que la domination prend toujours plus d’avance sur l’antagonisme, ce qui lui permet par exemple de multiplier les mesures préventives (extension de la vidéosurveillance, formes d’incarcérations toujours plus diversifiées et massives, pénalisation plus lourde d’ « incivilités » et création de nouveaux délits, augmentation incessante de gardiens de paix sociale, préparation à des interventions conjointes police/armée). Qui plus est, expérience historique et lucidité sur les expressions contemporaines de rage obligent, on sait bien que la tension guerre civile/guerre sociale traverse toute la société, mais aussi chaque individu : dans une situation d’émeute, le meilleur comme le pire peut se produire, et une même personne peut accomplir l’un comme l’autre en fonction des moments et des situations.
La révolte de novembre 2005 en France ne nous laisse pourtant pas tout à fait orphelins, y compris si l’observation de la conflictualité – au moins en Europe – nous porte plutôt à parier sur une dissémination d’émeutes, c’est-à-dire sur un antagonisme privé de projectualité qui peut exploser dans n’importe quelle direction. Elle offre même une hypothèse précieuse aux analystes du réel les plus pessimistes : le négatif de la révolte n’a pas été entièrement rattrapé par ce que d’aucuns réduisent au nihilisme de la domination. Mieux, si l’explosion de novembre n’était pas l’exception qui confirme la règle mais l’expression encore balbutiante du retour d’une critique sociale radicale de tous les aspects de l’existant (le rêve en moins), il reste sérieusement envisageable, au moins ici, de penser œuvrer au sein du négatif en vue de maintenir et de partager nos rêves. Ce n’est pas le retour des Cosaques, mais un horizon qui reste accessible : celui d’une révolte diffuse qui pourrait peut-être se transformer en une forme d’insurrection encore inédite, si elle parvient à rencontrer suffisamment d’espace et de temps. Un espace et un temps que les anarchistes peuvent certainement contribuer à approfondir s’ils ne renoncent ni à leur éthique individuelle face à des situations de révolte toujours plus ambiguës, ni à leur projectualité au nom de la complexité des formes actuelles de la domination.
[Paru dans A Corps Perdu n°3, août 2010.]
Notes
[1] Où les informations ont certes manqué, mais où la déformation produite aussi bien par le prisme télévisé que par certains textes disponibles n’a pas aidé. Nous pensons notamment à l’Espagne avec les fantasmes de Miguel Amorós (La cólera del suburbio in Golpes y contragolpes, ed. Pepitas de calabaza & oxigeno, Logroño, décembre 2005, pp. 83-95) et à l’Allemagne avec les inepties journalistico-sociologiques parues dans Banlieues. Die Zeit der Forderungen ist vorbei, Assoziation A, Berlin/Hambourg, septembre 2009, 280 p.
http://www.non-fides.fr/?La-revolte-incendiaire-de-novembre