El problema de la conciencia y la relación entre clase, autonomía y la autogestión de las luchas

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Gustavo Rodriguez

Resolver la contradicción de clase no es resolver automáticamente todas las contradicciones. Suponer lo contrario es afiliarse a una concepción limitada de la historia, a una concepción determinista que no admite la institución consciente de la sociedad y es, además, sostener una noción de sociedad basada en la existencia de un mecanismo central determinante.

El problema de la construcción comunista así como el de la lucha de clases, parecen remitirnos a un enigma que los antecede lógica e históricamente pero que sólo puede encontrarse en la circularidad que lo devuelve enriquecido a esa tensión refractaria y a esa vocación de enfrentamiento: el problema de la conciencia. Sobre el tema, quizás sea bueno comenzar con un ejemplo que puede resultarnos familiar; pero que, al mismo tiempo, encuentra parentescos obvios en infinidad de circunstancias similares alrededor del mundo.

La crisis financiera originada en Estados Unidos inició a mediados de 2007con una grave crisis crediticia e hipotecaria que obligó a los bancos centrales a intervenir para facilitar liquidez al sistema bancario. Después de un largo período de debilidad y pérdida de empleos, el fenómeno colapsó entre 2007 y 2008, provocando la quiebra de medio centenar de bancos y entidades financieras. A finales de 2008, las dificultades aumentaron con la bancarrota de distintas entidades financieras relacionadas con el mercado de las hipotecas inmobiliarias empujando al gobierno norteamericano a intervenir con una inversión de cientos de miles de millones de dólares. México –como consecuencia lógica de su dependencia de la economía norteamericana– no tardó en resentir los efectos de la crisis económica del vecino del norte registrando la caída del PIB, debido a la contracción de la actividad industrial, de los movimientos del sector de la construcción y del sector terciario, lo que incitó al gobierno a la búsqueda de “soluciones” a múltiples áreas de conflicto, una de las cuales se constituyó en torno a la reducción de puestos de trabajo en el sector turístico y en la banca como consecuencia de la reorganización de las firmas del sector. 1 Varios miles de empleados del sector turístico y de la banca quedarían sin trabajo y los patronos buscarían la forma de financiamiento que les permitiera solventar las indemnizaciones por despido de los mismos. La salida visualizada por el gobierno consistió en aumentar los aportes tributarios como el Impuesto al Valor Agregado, el Impuesto Sobre la Renta e instaurar impuestos nuevos a las telecomunicaciones. La inmediata respuesta patronal pareció bastante obvia: la reducción de los negocios “obligaba” a las entidades empresariales a reducir sus costos para mantener, al menos en términos relativos, su margen de ganancia y, por lo tanto, las medidas a adoptar deberían orientarse, desde su punto de vista, a la disminución de los salarios, a la reducción de los montos correspondientes a las prestaciones y, simultáneamente –sobre todo en el caso del sector turístico–, al aumento de las “contrataciones informales” evadiendo el pago de impuestos y prestaciones sociales y pagando muchísimo menos de lo establecido en los tabuladores.

He aquí, según las concepciones clásicas, las bases estructurales de la lucha de clases en estado puro y como un juego de suma cero: unos pierden lo que otros ganan, el interés inmediato de los contendientes se verifica en torno a la maximización de los ingresos de cada cual y las formas embrionarias de la conciencia encuentran la materia de sus desarrollos futuros. Pero el problema que gira en torno a la formación y el desarrollo de la conciencia no puede limitarse a un abordaje tan desprovisto como éste. De lo contrario –y habida cuenta de que la apropiación del excedente no puede reducirse siempre y en todos los casos a un diseño de tanta simplicidad sino que presenta en los hechos múltiples y complejas variantes; incluso haciendo momentáneamente al margen todos aquellos procesos económicos que directamente no generan tal excedente– nos encontraríamos con tantas expresiones de la conciencia social como diagramas de distribución del producto y posiciones dentro de los mismos hubiera, ya se apliquen a las situaciones nucleares de litigio o a sus sucesivos niveles de agregación.2 Lo que hay que concluir ipso facto es que la existencia –al menos si ésta es entendida exclusivamente a partir de ciertos referentes estructurales productivos– no determina la conciencia sino que ésta sólo podrá ser aprehendida en un cuadro de complejidades que ahora corresponderá analizar específicamente.

No se tratará, por cierto, de ubicar el estallido original, ese big-bang originario en el que todo habrá de encontrar su lejano principio. Pero sí habremos de estar de acuerdo, arbitrariamente, que una de las formas razonables de abordaje del problema de la conciencia es en tanto conciencia de sí y, por lo tanto, a partir de esa cuestión que habitualmente responde a la noción de identidad. Se trata, por lo tanto, de un reconocimiento de las cualidades, de los rasgos propios y de cómo éstos se manifiestan en un grupo de iguales con los cuales identificarse y a los cuales unir las vivencias, las acciones y los proyectos colectivos. Esto por sí sólo nos está planteando en este mismo instante dos encadenamientos que no tienen por qué converger ni, mucho menos, presentar inexorablemente una superposición perfecta: mientras las clases responden a, y se definen por, una situación estructural compartida que no requiere de mayores consideraciones adicionales, los productos de la elaboración discursiva en torno a aquella afinidad básica devienen en resultados típicos que reclaman una apropiación específica y que son los que realmente habrán de incorporarse de tal modo en una dinámica política dada.3

En otras palabras: los procesos identitarios nos obligan a distinguir entre las clases y los movimientos a que dan lugar y, al mismo tiempo, a admitir que éstos últimos pueden conformarse también a partir de aproximaciones que tal vez no guarden relación alguna con la definición restrictiva y economicista de aquéllas. Pero no ha llegado el momento todavía de abordar estos extremos y por ahora debemos conformarnos con un avance más lento y continuar reflexionando a partir de esa configuración identitaria peculiar que es la identidad de clase; haciéndolo, además, como elemento detonante de lo que constituye nuestro problema central en este apartado y que no es otra cosa que el gran tema de la conciencia en tanto sustrato explicativo de un proyecto comunista y de las luchas que pretenden encarnarlo y anticiparlo.

En este momento, lo que interesa subrayar es que no necesariamente hay una determinación o una asociación o una proyección mecánica y automática entre la posición que se ocupe en cierta estructura productiva y las identidades que puedan justificarse y elaborar su discurso a partir de ella. Del mismo modo, dicha posición –sea cual sea– tampoco explica la emergencia inmediatamente tangible de intereses antagónicos configurados como tales ni, mucho menos todavía, de intereses “históricos” que se expresen a través de un proyecto revolucionario “clasista”. Antes que eso, las identidades –y, junto con ellas, los discursos que las expresan– pueden asumir formas diversas que, a nuestros efectos, podemos considerarlas como poseedoras de cierta autonomía respecto a la posición estructural originaria: las identidades se ubican en cierto contexto temporal y desarrollan una historia propia; y, lejos de fundarse exclusivamente sobre una relación rígida e inmutable, requieren ser tratadas como identidades en construcción y en movimiento.

Las identidades, a la sazón, se construyen y se mueven tanto como lo hacen las relaciones de las que forman parte: sólo es posible construir un espacio de igualdades a partir de un espacio de diferencias, definirse a sí mismo y “completar” el auto-entendimiento también a partir de alteridades y hacerlo en el contexto de relaciones permanentemente dinámicas y en proceso de cambio. Y el espacio de relaciones delimitado por las identidades en presencia puede asumir tanto formas integrativas, asociativas o cooperativas como revelar y configurar un imaginario colectivo de competencias, asimetrías y antagonismos. La lucha de clases, entonces, no puede ser concebida más que como una posibilidad y como una elección: ya no son las clases en abstracto y por sí mismas, con prescindencia de su historia y de su formación identitaria, las que se ubicarán en un espacio de beligerancias, sino que habrán de ser sus inevitables pero, al mismo tiempo, contingentes mediaciones conscientes las que se reclamen en tanto protagonistas y sujetos de su porvenir.

Que una “clase” se ofrezca o no como escenario de una asunción colectiva de ese tipo exige, por lo tanto, de un proceso de formación identitaria y, simultáneamente, requiere también de cierta y básica autonomía; prescindiendo momentáneamente de aquellas evaluaciones que nos permitan calibrar si la misma habrá de manifestarse en un sentido débil o si adquirirá la mayor fuerza posible. En definitiva, hablar de, y distinguir entre, “intereses inmediatos e históricos” no es otra cosa que ocultar y desfigurar en medio de una espesa niebla estructuralista los que no son más que resultados político-prácticos de una experiencia colectiva compartida que sólo puede ser comprendida en el marco social, cultural y de la época que le es propio.

En otros términos: definir, estudiar y comprender las clases en el sentido estructural podrá ser, efectivamente, un momento necesario y quizás insoslayable; pero esto no sólo no agota, ni de chiste, la definición, el estudio y la comprensión de las luchas contra la dominación sino que exige de estos últimos movimientos del pensamiento en este campo peculiar de confrontaciones para que ellos mismos se vuelvan reales y posibles en aquel espacio original de preocupación. Y ello no puede dejar de estar asociado, como lo hemos insinuado en reiteradas ocasiones, a ese proceso histórico por el cual la conciencia “de clase” tiene, en principio, una expresión de afinidad identitaria que no se deduce de manera biunívoca de la clase misma e, inmediatamente después, da lugar a una conformación autonómica de intensidad variable.

A estas alturas, cabrá que nos demos la licencia de un extenso y gracioso paréntesis que permite ilustrar los variados desatinos a que da lugar ocasionalmente la conciencia “de clase” que estamos intentando discutir. Recurramos, entonces, a aquel mítico “mayo francés” como escenografía del siguiente relato:

“Otro grupo esquizofrénico de esa tarde, más patético si cabe, será la UJC ml, uno de los dos partidos pro-chinos, el menos dogmático, dirigido por Robert Linhart y un puñado de alumnos de Louis Althusser, en la Escuela Normal Superior de la rue Ulm. Desde que el 2 de Mayo algunos estudiantes de Nanterre se burlaron de sus pretensiones militares para defender el campus contra los fascistas, los pro-chinos miran los acontecimientos con un ojo cada vez más crítico. ¿Qué significa esta revolución llevada a cabo por estudiantes pequeño burgueses? Su impresora no se cansa de sacar octavillas sobre el tema «y ahora, a las fábricas» y sus militantes de pedir que la revolución se dirija hacia los «barrios populares». Robert Linhart está instalado día y noche en la Normal Sup, difundiendo sin descanso su brillante discurso. Esta tarde del 10 de Mayo ha prohibido a sus militantes que bajen a la calle. Porque el asunto es grave: la pequeña burguesía –en este caso los estudiantes–, arrastra a la clase obrera –es decir, a los centenares de jóvenes del extrarradio que se han unido a los estudiantes desde el primer día–, a una trampa tendida por la socialdemocracia, aliada al poder gaullista –los CRS–. A fuerza de ser genial, Robert Linhart acaba por desvariar. Llama a Waldeck Rochet, el secretario general del PC, para informarle del complot que amenaza a la clase obrera. Escribe a Mao Tse Tung. Huye de la rue Ulm, en el corazón de la zona de las barricadas, creyendo que lo persiguen. Toma el tren. Salta en marcha. Empieza una cura de sueño.”4

Obsérvense en esta demencial escalada “teórica” algunas cuestiones que son de nuestro especial interés. En primer lugar, parece claro que Linhart jamás comprendió las luchas de las que formaba parte –a pesar de sus libros, a la vez “rojos” e incoloros– y sólo pudo realizar atribuciones mecánicas de “conciencia” a partir de las posiciones estructurales de clase. En segundo término, evidentemente Linhart está impedido de captar la conciencia como proceso inacabado de formación identitaria y como recorrido; es decir, como un viaje difícil y tortuoso y no como un lugar en un mapa afectado por glaciaciones ideológicas eternas. Por último, Linhart está especialmente inhabilitado para explicar esos “extraños” enroques de la práctica política, no puede recurrir a conceptos ajenos a sus manuales aristotélico-tomistas –por ejemplo, la simplísima categoría de “jóvenes del extra-radio”– y no encuentra otro recurso más tranquilizador que el de inventarse trampas de la socialdemocracia y complots “pequeño-burgueses” contra la “clase obrera”. En definitiva, si su destino inmediato resultó ser la cura del sueño, esto fue posible porque la etiología de su enfermedad se correspondía con una infinita y aburrida somnolencia.

Por el contrario, el escenario más común contemporáneo no es otro que el de un espacio caótico de identidades en el que queda subsumida la conciencia “de clase” en su hipotético estado de pureza. Si la lógica pretende definir un espacio de propiedades cerrado en sí mismo, capaz de admitir una clasificación completa de categorías recíprocamente excluyentes, las identidades múltiples y contradictorias entre sí le responderán que dicha operación carece de sentido y que, desde el punto de vista de los ajetreos políticos, es cada vez menos relevante.5 La resolución del problema encontrada por las concepciones clásicas consistió en el ingenioso supuesto de que una cierta identidad –para el caso, la identidad de clase definida a partir de sus raíces estructurales– podía adquirir un peso específico y una centralidad tales que la constelación de identidades restantes quedara absorbida o al menos mediatizada por esa fuente de toda luz posible.

En los hechos, a los efectos prácticos, lo que se afirmaba entonces era que el proletariado liberaba a todas las clases al liberarse a sí mismo y que la expropiación y posterior socialización de los medios de producción era la piedra de toque para la resolución de cualquier otro problema concebible. Al mismo tiempo, en un plano teóricamente más sofisticado, la tesis básica radicó en una representación de la sociedad según la cual ésta se hallaba organizada a partir de un mecanismo central determinante que configuraba directa o indirectamente el conjunto de relaciones, quehaceres y problemas. Por tanto: la liberación del proletariado por obra y gracia de la socialización de los medios de producción y la consiguiente desaparición del salariado resolvía, en su imparable onda expansiva, toda contradicción habida y por haber, clausurando definitivamente la prehistoria de la humanidad.

Gustavo Rodríguez

San Luís Potosí, 17 de diciembre de 2011

1Según las poco fiables cifras oficiales, a partir del mes de julio de 2008 se observó un repunte del desempleo abierto en la República Mexicana alcanzando el 4,15% de la población. En julio de 2009, la tasa ya adquiría el 6,12%. De acuerdo con los datos arrojados por la Encuesta Nacional de Ocupación y Empleo (ENOE) realizada por el Instituto Nacional de Estadística, Geografía e Informática de México, entre julio y noviembre de 2008 más de 316 mil personas perdieron sus trabajos en el país. Así, en noviembre de 2008, más de un millón 900 mil personas se encontraban en paro forzado Cfr., Encuesta Nacional de Ocupación y Empleo. ENOE, 2008, INEGI, México, 2009 y Encuesta Nacional de Ocupación y Empleo. ENOE, 2009, INEGI, México, 2010. El año 2009 fue especialmente difícil para la economía mexicana; después de la epidemia de gripe AH1N1se empezó a hablar de una afectación de la actividad económica en el país, particularmente en el caso del sector turístico –que es la tercera fuente de divisas para el país–. El secretario de la Sectur, Rodolfo Elizondo Torres, pronosticaba en mayo de 2009 una pérdida de más de 100 mil empleos en el sector. Cfr., Susana González G., Influenza desploma el turismo. La Jornada, sábado 2 de mayo de 2009, México.[]

2La teoría marxista de la plus-valía es, precisamente, un intento fallido en la dirección de situar un interés objetivo y cuantificable de clase, que permitió hablar incluso de una tasa de explotación. Las dificultades de esta empresa ya fueron intuídas en origen, pues muy penoso habría de ser el destino de la conciencia de clase si ésta dependiera únicamente –en forma directa o inversamente proporcional de acuerdo a los cánones de época– de los desempeños cuantitativos de la plus-valía. La operación por la cual se intentó soltar de este rígido corset consistió en distinguir el interés inmediato del interés histórico –la clase en sí de la clase para sí–, pero esto no podría siquiera pensarse sin apoyarse en una concepción determinista de la historia, algo a todas luces insostenible bajo cualquier aspecto.

3Debería ser obvio que, cuando aquí nos referimos a las clases, estamos abarcando también a las que habitualmente han sido denominadas como sub-clases o fracciones de clase en la medida que las mismas también se definirían a partir de una situación estructural compartida.

4Joaquín de Salas Vara de Rey; Louis Althusser (una bio-bibliografía inocente y subalterna) donde remite a La primavera de París de Michel Sitbon; Muchnik, Barcelona, 1988.

5Esto puede verse fácilmente a través de un ejemplo sencillo. Supongamos un espacio definido a partir de la propiedad de los medios de producción y ordenémoslo según las dos categorías resultantes más obvias: propietarios y no-propietarios. Como se aprecia fácilmente, las identidades con las que habremos de toparnos en cualquier escenario razonablemente concebible no se agotan ni de chiste en las anteriores y no sólo porque haya identidades que impliquen grados mayores de especificación al interior de cada una de esas categorías. Una miríada de conflictos y de luchas nos hablan de afinidades identitarias que ni siquiera se construyen en ese espacio de atributos: mujer, joven, indígena, afrodescendiente, etc. Cada una de esas identidades –ubicadas en diferentes espacios de atributos– puede superponerse perfectamente con las restantes; y la imagen de conjunto que se nos ofrece es precisamente la de un espacio no ordenado y caótico por cuanto carece de un único principio de organización.

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