Entrevista a Miquel Amorós: cómo desmantelar la industria

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Miguel Amorós es un joven crítico que acaba de jubilarse. Joven porque su crítica anti desarrollista crece y crece en las jubiladas ciudades. Este historiador, teórico y militante coetáneo de Guy Debord, partícipe en las luchas autónomas de los 70, ha impregnado a su obra un carácter continuo de denuncia de la vida administrada, la búsqueda de espacios de autonomía colectiva y un cuestionamiento del progreso alienante y depredador. Jóvenes generaciones han recuperado su testimonio crítico. No son en esencia los males que en nuestra post industrial urbe vivimos diferentes de los que otras generaciones enfrentaron cuatro décadas atrás. Charlamos con Amorós en la urbe –antaño pueblo –  de Castro, Cantabria,  donde ha dado conferencias aquí – organizada por la combativa asociación cultural Roberto El Pirata – y en Santander sobre el desarrollismo urbano.

REVISTA HINCAPIE: Miguel, tu charla en Castro versaba sobre qué es hoy el discurso anti desarrollista. ¿Qué es hoy el discurso anti desarrollista?
MIGUEL AMOROS: Las ciudades se han convertido en conurbaciones. Las urbes cortan el territorio, lo fragmentan. Santander, por ejemplo, se ha expandido hasta otros pueblos, Castro está condicionada en su estética por la impersonalidad urbanística de Bilbao que está a pocos kilómetros. En las conurbaciones, las ciudades se disuelven, perdiendo su identidad. Se orientan principalmente al turismo, esto es, la actividad característica de la sociedad de masas. Hoy se está dando un cambio hacia la gestión optimizada de la conurbación. Santander era una ciudad burguesa que ahora está orientada al turismo asistido por las nuevas tecnologías. La conurbación se gestiona como una empresa. La crítica antidesarrollista hace de puente entre tendencias del pasado: coge de Marx, de Bakunin, de Adorno, de Bataille, de Mumford… Integra críticas, salva las lagunas que separadas tenían esas tendencias. Sin olvidar el precedente de Lemoiz, se puede decir que la primera crítica práctica antidesarrollista se da en los años 90 en Euskalherria, durante la lucha contra la construcción de la autopista de Leizaran. Entonces se vivía como se trabajaba: de manera industrial. En el círculo formado alrededor de la revista EdN hablábamos de luchar contra la nocividad que suponía convertir el territorio en capital. El territorio comenzaba a ser explotado como fuente de energía,  con la instalación de centrales nucleares, renovables, fotovoltaicas, – estas últimas son una tapadera para justificar la primera -, y agredido por urbanizaciones incontroladas. En los debates actuales tratamos de revisitar el pasado agrario y las revueltas campesinas, recordando el momento de la desconexión del campo con las ciudades. El campo no ha sido el mundo de paletos que la burguesía ha pretendido ofrecer, sino un mundo autónomo, rico en saberes, en relaciones sociales  que no tenemos en la actualidad. Fue el jardín y la despensa de la ciudad. Si se arruinara el capitalismo del que dependemos tanto, no seríamos capaces de empezar de cero, porque ignoramos lo básico para sobrevivir.
R.H: Hay un discurso bien pensante de cierta izquierda que habla de decrecimiento.
M.A: El decrecimiento, que nació de la universidad, es una fusión arbitraria de análisis diversos y adolece de enfoque histórico. De tales teorías no se desprende una práctica coherente. Los decrecentistas piensan en el Estado. Serge Latouche, que es su máximo representante, no quiere traumas; tiene pánico a las revueltas. El suyo es el miedo de la clase media asalariada que sustituyó al  proletariado. Por eso su alternativa se basa en recetas. Yo defiendo algo más antagonista, más combativo y realista.
R.H: ¿Es preciso seguir ahondando en la búsqueda de autonomía, al margen de organizaciones partidistas, sindicales o estatales?
M.A: Es preciso. Lo que me parece claro es que el discurso antidesarrollista tiene que pasar a plantearse metas más ambiciosas. Dar cabida a soluciones prácticas que acompañen a los procesos de lucha. La gente se lo está demandando ya espontáneamente. La crisis no ha hecho más que empezar y las alternativas que se plantean al orden parten del mismo orden. Yo apostaría por resultados en el medio plazo.
R.H: ¿Se están abriendo nuevos caminos en las luchas respecto a los que se daban en los 70?
M.A: Son diferentes luchas. Digamos que hay una nueva historia de luchas: contra el fracking, por ejemplo, contra la red de alta tensión, contra el TAV… Todas estas luchas reivindican un nuevo modo de vida. Esta contradicción no la supo ver el movimiento de protesta clásico, anclado en el obrerismo. Fijémonos: esta sociedad no se puede socializar, los medios de producción de nuestra sociedad no son aprovechables. ¿Para qué sirven todos los grandes bloques construidos, las fábricas de coches, o de armas, o de refrescos, la agricultura industrial, las autopistas, etc.?. Lo que plantea la crítica antidesarrollista no es cómo gestionar esto sino cómo desmantelarlo.
R.H: ¿Crees que asistimos al colapso del capitalismo?
M.A: Asistimos a una especie de refuerzo del Estado. El Mercado financiero falló y al final ha sido el Estado quien ha salvado a los mercados. Servirá para frenar también los estallidos sociales, como esta pasando en El Magreb, en Egipto, Turquía, o pasó en los suburbios franceses o americanos.
H.P: Los gestores de la vida administrada: políticos, burócratas, sindicalistas parecen pasar por sus horas más bajas
M.A: Son iguales de corruptos que hace 20 años. Es su modo de vida;  la capacidad de manejar unilateral y opacamente dinero y tomar decisiones que favorecen intereses privados  permite un enriquecimiento rápido. La existencia de una clase mayoritaria conformista favoreció esto. No consideró algo importante la corrupción: lo veía como un sobresueldo de la clase política en la que abdicaba los asuntos públicos. Mientras nada le pasaba a la masa resignada e inmersa en su vida privada, nada pasó. Al verse afectada por la crisis, no acuerda cambiar de modo de vida y tomar en mano sus asuntos, sino que sigue deseando que sean otros los que le saquen de su mala situación. Los movimientos ciudadanistas reclaman esto: el cambio de unos políticos por otros, no un cambio de sistema. Bildu, Podemos, Guayem recogen, de ese empuje, esa misma reivindicación.
H.P: ¿Qué papel juega la cultura en el cambio social?
M.A: Una contestación en pos de una nueva sociedad genera unos valores que son un cambio, aunque ya se hayan dado anteriormente en otras épocas históricas. Por ejemplo, la solidaridad el apoyo mutuo, valores que provienen del anarquismo, que a su vez encontramos en la época gremial.
R.H: No crees que la irrupción de editoriales como Pepitas de calabaza, errata, Melusina, Capitán Swing u otras significa que hay un renacimiento?
M.A: Yo no incluiría a Melusina en la lista, una editorial que explota el filón moderno, sin saber muy bien lo que hace. Y yo añadiría a Virus, un ejemplo de proyecto que lleva más de 20 años de existencia; Ediciones El Salmón, La Felguera, Hoja de lata, Brulot, que es la que edita la revista Raíces, Muturreko… Sí, es cierto que hay un alto nivel editorial, al menos bastante más alto del que hay en Europa.
R.H. Compartes que Debord y Vaneigem son  polos opuestos dentro del situacionismo?
M.A: En absoluto. Los situacionistas pudieron aportar una síntesis de todo lo anterior a ellos, cosa que no hicieron los surrealistas, y así estimularon la intervención política. El 68 fue su éxito y a la vez su canto de cisne. Siempre he estado más por Debord que por Vaneigem. La diferencia entre ellos es que Debord era un artista y Vaneigem un escritor. Debord adivinó luego la revolución portuguesa y la inflexión terrorista del capitalismo en Italia. Su vida se parecía a una partida de ajedrez contra el capitalismo; para el propio Debord, las personas eran sus propios peones en esa guerra, que usaba y tiraba a su antojo. Por contra Veneigem era más nietzcheniano, poco dado a la acción, muy buena persona, fraseador y retórico. Debord dijo malévolamente que escribió el prólogo de una vida que no vivió. Desde su gran Tratado del saber vivir para uso de las jóvenes generaciones, se ha repetido una y otra vez. No ha dejado nunca de escribir el mismo libro.
R.H: Qué proyectos tienes en la actualidad?
M.A: Acabamos de publicar el nº 5 de la revista Argelaga, que comienza a considerarse un referente en el pensamiento antidesarrollista. Estoy también en la edición de un libro sobre el grupo ácrata de Madrid en la universidad madrileña de mediados de los 60, lo que podríamos llamar el 68 español. De aquí a poco deberían salir la biografía de otros nueve  miembros de Los Amigos de Durruti y una ampliación de Durruti en el laberinto.
R.H: Háblanos de ese grupo ácrata del que estás escribiendo. Te refieres a Agustín García Calvo?
M.A: Sí, el grupo se inspiró en él, aunque no participó en sus acciones. Los ácratas reventaron el proceso de renovación de las elites que pretendía acometer el franquismo desde la universidad, creando estructuras seudodemocráticas. El PCE pretendía algo parecido mediante la alianza con los “sectores progresistas” de la Dictadura. Si no hubo un mayo del 68 en la universidad es porque los católicos y comunistas lo evitaron con su control. Sin embargo hubo mucho movimiento no controlado. El primer estado de excepción franquista es a causa de revueltas en la universidad. El grupo ácrata en Madrid practicó y perfeccionó el enfrentamiento con la policía en el campus y llegó a hacer juicios públicos a fascistas parapoliciales. Tuvo una gran actividad, truncada por sucesivas detenciones. Sus miembros siguieron dando guerra en los motines carcelarios y en las protestas parisinas post mayo.
R.H: ¿El último libro que hayas leído?
M.A: Pues uno sobre los Rolling Stones, de Stanley Booth.
R.H: Qué autores crees que aúnn no han sido editados en castellano?
M.A: Diría que Mumford, a pesar de que se están publicando algunas cosas de él, hay para mucho más. Gunther Anders, Jacques Ellul, Clausewitz, Dwight Mac Donald, Siegfried Krakauer