Emile Armand
Edición
Ateneo Libertario Ricardo Mella. A Coruña
Ateneo libertario Al Margen. Valencia
Ateneu Enciclopèdic Popular. Barcelona
Ateneo Libertario de Sant Boi
Ateneu Llibertari Poble Sec. Barcelona
Fundació D’Estudis Llibertaris i Anarcosindicalistes. Barcelona
Etcétera. Barcelona
Barcelona, septiembre 2000
Agradecimientos
Este libro no hubiera sido posible sin la colaboración cordial de Vicente Cano, Diego Bugallo y Manuel Aisa i Pàmpols.
Introducción, compilación y traducción del italiano: Adriana Gómez.
Traducción del francés (poesías y “Reflexiones acerca del lenguaje poético y sus modos de expresión”): Claudia Piperno.
Epílogo (“La influencia de Emile Armand en España”) : Dolors Marin i Silvestre.
Prólogo
Emile Armand nació en París, en 1872. Hijo de familia burguesa progresista, recibió una profunda educación anticlerical que, casi con simetría, generó en él una gran pasión místico-religiosa. Su padre luchó en la Comuna de París y debieron exiliarse en Londres. A su regreso ocurrieron varias cosas: se convirtió en soldado de Cristo, empezó a leer libros anarquistas y se hartó de su mujer.
La rebelión de Emile Armand fue prolija y masiva. Se reveló a la manera de una imagen fotográ-fica: los colores fueron apareciendo imprevistamente en medio de una vida gris, virgen, insangüe. Primero se rebeló contra su propio nombre, Ernest Lucien Juin: una institución familiar. Luego contra su credo católico: una obligación moral. Después contra su esposa: una condena social. Y más tarde contra el poder-en-general, debilidad común a todos los hombres y semilla de la desdicha. Entonces dibujó su nombre propio, Emile Armand, tan voluptuoso como el dogma gentil que comenzó a profesar: la camaradería amorosa, precurso-ra combinación de sensualidad y libertad, de amor y respeto. Y asumió una nueva identidad paradójicamente generosa: el individualismo anarquista.
Si la hipocresía es la madre del hombre mediocre y la avidez es el padre, Armand pretendió crear una generación temprana de hijos libres, egoístas alegres, hombres-niño que supieran detectar con su cuerpo la mezquindad del poder justo allí donde éste se acerca en actitud cómplice. Armand no estaba solo, sentía la compañía amistosa de Max Stirner y Han Ryner, reconocidos individualistas que tampoco se llamaban así y que habían recorrido un camino previo muy inspirador para el pensador francés.
Emile Armand fue un hombre completo: ensa-yista, poeta, periodista, editor y traductor. Temía las novelas, los versos alejandrinos y los géneros y espíritus que pretenden fundar la belleza en el estricto cumpli-miento de reglas formales. Por momentos, su escritura se torna pegajosa, algo repulsiva, sentimental, pero este incidente responde a la sinceridad de un hombre que no podía ni quería tomar distancia de su pasión. Ya había tomado demasiada distancia en el pasado: para él era tiempo de estrecharse. Los títulos de algunas de sus publicaciones lo atestiguan: Los Refractarios, Fuera de la Manada, Más allá de la pelea, El Unico.
El prejuicio corriente indica que individualismo es sinónimo de ofuscamiento, escepticismo, melancolía y repulsión. Que si el individualismo fuera animal, sería alimaña, si fuera estación, sería invierno y si fuera habitación sería sótano. Indica también que la sensi-bilidad individualista es en realidad una clausura de los sentidos, un cerramiento egoísta hacia un yo que se cree centro del mundo. Para qué negarlo, para los indivi-dualistas anárquicos es cierto que cada uno es el centro del propio mundo: no hay Una Sola Tierra, por más que la física se siga esforzando en establecer sus coorde-nadas cósmicas. La negación de esta condición unívoca es característica del hombre que, predicando una filan-tropía meramente discursiva, practica con violencia una centralidad irrespetuosa. Eso es lo que observó Armand: ser único no es ser el único, y ser entre otros no es ser cualquiera. El problema es que la “cuestión del centro” ha sido curiosamente malinterpretada por la manada de “altruistas”.
El individualismo de Armand responde con una sonrisa a los prejuicios tradicionales, uno de los cuales es el sexual. Es el individualismo de la alegría. Y la alegría es prima hermana del erotismo. Aún así, es exagerado considerar a Emile Armand como un profeta de la libertad sexual. Claro que él la practicaba y la pregonaba, es cierto, pero éste era un pregón dirigido a unos pocos, unos compañeros de alma que pudieran reconocer el latido de la libertad en sus ricas formas. “El individualista es generalmente un hombre muy sensible, un contemplador, un meditador, un aficionado a la observación social y el análisis personal”, comenta el Georges Palante en La sensibilitá individualista.
Como dijo alguna vez Sainte-Beuve, “si todos nos pusiéramos sólo un minuto a decir lo que realmente pensamos, la sociedad se derrumbaría”. Y Armand quiso derrumbar los prejuicios morales y sexuales de su época para crear un nuevo tiempo. La historia nos dice que ninguna destrucción es demasiado bienvenida, y la suya no fue excepción, pero vale rescatar la valentía de un hombre que, como tantos otros, puso el cuerpo y las ideas fuera de su época.
Cuadro de situación
El ambiente social
Un caos de seres, hechos e ideas; una lucha desordenada, áspera y sin cuartel; una mentira perpetua; una continua sucesión de eventos que transcurren ciega-mente elevando hoy a algunos para mañana aplastarlos sin piedad.
Una masa informe y anónima, ricos y pobres, esclavos de prejuicios seculares y hereditarios: unos porque en ello encuentran provecho, otros porque están sumergidos en la ignorancia más crasa y no tienen la voluntad de escapar. Una multitud que hace culto del dinero y que tiene como ideal supremo al hombre enri-quecido; un gentío embrutecido por los prejuicios, por los métodos de enseñanza, por una existencia artificial, por el abuso del alcohol y los alimentos adulterados y sofisticados; una plaga de degenerados de arriba y de abajo, sin aspiraciones profundas, sin otra meta que “llegar” o vivir tranquilamente.
Lo provisorio amenaza continuamente con trans-formarse en definitivo, y lo definitivo amenaza no dejar de ser más que algo provisorio. Vidas que engañan a sus propias convicciones y convicciones que sirven de trampolín a ambiciones deshonestas. Librepensadores que se revelan más clericales que los mismos curas, y devotos que se revelan vulgares materialistas. Superfi-ciales que quisieran pasar por profundos y profundos que no logran que los tomen en serio.
Este es el cuadro vivo de la Sociedad, y todavía está muy por debajo de la realidad ¿Por qué? Porque en cada rostro sobresale una máscara; porque nadie se preocupa por ser y todos se preocupan por parecer ¡Parecer!, he ahí el ideal supremo, y si se desea tan ávidamente el bienestar y la riqueza es únicamente para tener la posibilidad de parecer. Porque, con los tiempos que corren, ¡el dinero es lo único que nos deja bien parados!
La carrera de la apariencia
Esta manía, esta pasión, esa carrera hacia la apariencia y hacia aquello que la procura devora tanto al rico como al vagabundo, al culto como al iletrado. El operario que maldice al capataz sueña convertirse en capataz; el negociante que hace pompa de su honor co-mercial no se priva de participar en asuntos poco honra-dos; el pequeño mercader, miembro de un comité pa-triota y nacionalista, tiene prisa en hacer encargos a los fabricantes extranjeros porque en ello gana su parte; el diputado socialista, abogado defensor del pobre proleta-riado que se apila en los barrios más sucios de la ciudad, reside en un sitio privilegiado, habita en los barrios señoriales donde el aire es abundante y puro; el revo-lucionario que impreca las persecuciones y se esfuerza por conmover los corazones sensibles mientras la bur-guesía -timón del Estado- lo persigue sin tregua, lo encarcela, le niega la libertad de hablar y de escribir, a él lo encontramos, una vez que logró hacerse del poder, más prepotente, más intolerante y cruel que aquellos a los que reemplazó. El librepensador se casa de buena gana por iglesia y casi siempre bautiza a sus hijos. Sólo cuando el gobierno es tolerante el religioso osa ostentar sus ideas, y calla en cambio donde la religión es puesta en ridículo.
¿Dónde encontrar sinceridad, entonces? Por to-dos lados se extiende la gangrena. Está en el seno de la familia, donde con frecuencia padre, madre e hijos se odian y se engañan aún diciendo amarse. La vemos en los matrimonios, donde marido y mujer, mal atendidos, se traicionan sin osar romper el vínculo que los enca-dena, o, al menos, sin tener el coraje de hablar franca-mente. Ella se muestra en cada agrupamiento en el que alguno intenta suplantar al vecino en la estima del presi-dente, del secretario o del cajero, a la espera de tomar su puesto cuando éstos lleguen al límite de la riqueza. Ella abunda en los actos de abnegación, en las acciones insignes, en las conversaciones privadas, en las decla-raciones oficiales.
¡Parecer, parecer, parecer! Puro, desinteresado y generoso parecer -cuando pureza, desinterés y genero-sidad son vanos embustes-, parecer moral, honesto y virtuoso -cuando la integridad, la virtud y la moral son las preocupaciones menores de aquellos que las profe-san.
¿Dónde encontrar alguien que huya del conta-gio?
La complejidad del problema humano
Se nos objetará que tratamos el problema desde un punto de vista metafísico, que hay que bajar al terreno de la realidad, y que la realidad es ésta: que la Sociedad actual es el resultado de un largo proceso histórico que quizás esté recién en sus inicios; que la humanidad o las varias humanidades van buscando su camino, tantean, pierden la vía, la recuperan, progresan y retroceden. Que resultan sacudidas hasta sus bases más profundas por ciertas crisis; que son arrastradas, lanzadas por la ruta del destino para enseguida aflojar la marcha o, por el contrario, marcar el compás. Que raspando un poco el oropel, el barniz, la superficie de las civilizaciones contemporáneas, se desnudan los balbu-ceos, los infantilismos y las supersticiones de civili-zaciones prehistóricas o quizás pre-prehistóricas.
Desde un punto de vista puramente objetivo se nos dirá que la sociedad “actual” abraza todos los seres, todas las aspiraciones, todas las actividades, todos los dolores y sufrimientos también. Comprende los produc-tores y los ociosos, los desheredados y los privilegiados, los sanos y los enfermos, los sobrios y los borrachos, los creyentes y los incrédulos, los peores reaccionarios y los seguidores de las doctrinas más inverosímiles. La sociedad se modifica, evoluciona, se transforma. Lleva en sí los gérmenes de la disolución y el renacimiento; en algunos momentos se destruye a sí misma y en otros se regenera. Aquí ella es caótica; allá ordenada; más allá caótica y ordenada a la vez. Ella glorifica la abnegación, pero exalta el interés. Está a favor de la paz, pero sufre la guerra. Está en contra del desorden, pero acepta las revoluciones. Ella se atiene a los hechos conocidos, pero adquiere sin pausa nuevos conocimientos. Odia todo lo que turba su tranquilidad, pero sigue de buen ánimo a aquellos hijos suyos que saben disipar su desconfianza, o despertar su curiosidad con promesas de distinto tipo, o calmar sus temores con el aliciente de un espejismo. Impreca contra los poderosos, pero al final toma su modelo, adopta sus costumbres y regula sus aspi-raciones en base a las de ellos. Sacudida por terribles crisis y arrastrada a los peores excesos, se encuentra naturalmente sierva y vasalla apenas se disipa el humo del incendio. Ella es impulsiva como un muchacho, sentimental como una joven, vacilante como un anciano. Obedece a los instintos más primitivos, los instintos que guiaban a las aves cuando no existía sociedad alguna, pero se plega a las disciplinas más rigurosas, a los reglamentos más severos. Exige que sus conductores se sacrifiquen por ella, pero se rebela cuando la explotan. Es generosa y ávida. La rigidez de los hábitos le resulta insoportable, pero ostenta la decencia. Es partidaria del mínimo esfuerzo pero se adapta al trabajo agotador. Huye de la fatiga pero baila sobre los volcanes. Es mayoritaria pero concede a las minorías. Hace reveren-cias a los dictadores pero levanta monumentos en honor de los caídos. Una melodía melancólica la hace llorar, pero el redoblar de los tambores despierta en sus recuerdos algo que suena desde hace muchas genera-ciones: el deseo de masacrar, de destruir, de saquear. Ella es cruel y tierna, avara y pródiga, vil y heroica. Es un crisol inmenso, enorme, en el cual se encuentran y se funden los elementos más dispares, los caracteres más disímiles, las energías más contradictorias; un horno que consume las actividades manuales e intelectuales de sus miembros sólo por el gusto de la destrucción; un campo siempre abonado por las conquistas y las experiencias de generaciones pasadas. Se parece a una mujer en estado de embarazo perpetuo que ignora quién o qué saldrá de su vientre. Es la Sociedad.
Se nos concederá enseguida que no todo es perfecto en la Sociedad, pero ¿no es propio de todo lo actual ser imperfecto? Es a través de la autoridad que ella mantiene los lazos de solidaridad que unen a los hombres -lazos bastante débiles-, pero todavía no se ha demostrado que sin autoridad pudieran subsistir las Sociedades humanas. La hipocresía domina las rela-ciones entre los hombres, en todos los ambientes y to-das las razas; pero todavía no ha sido probado que ella no constituya en realidad una necesidad cuyo origen ra-dica en la multiplicidad de temperamentos, que no sea acaso un expediente instintivo destinado a atenuar los choques y quitar un poco de aspereza a la lucha por la vida.
Las condiciones de producción y distribución de los productos favorecen a los privilegiados y perpetúan la explotación de los que no lo son, pero queda por determinar: 1) si en las circunstancias actuales de producción industrial se podría obtener, sin esa explotación, el rendimiento necesario para el funcio-namiento económico de las sociedades humanas; 2) si cada trabajador no es un privilegiado en potencia, es decir, un aspirante a suplantarlo para disfrutar de sus pri-vilegios.
Se nos dirá todavía que es una locura intentar descubrir y establecer la responsabilidad del individuo; que él está sofocado, absorbido por todo aquello que lo rodea; que sus pensamientos y sus gestos reflejan los de los otros; que no puede ser de otra manera y que, si en toda la extensión de la escala social la aspiración es parecer y no ser, la causa debe buscarse en el estado actual de la evolución general y no en el componente mínimo del ambiente social, minúsculo átomo perdido, derretido en un agregado formidable.
Nosotros no nos dirigimos a los que opinan que no hay más salida que dejar a la “inevitable evolución” seguir su lento curso. Nos dirigimos a los insatisfechos y a los que dudan. A los descontentos consigo mismos, a aquellos que sienten el peso de cientos y cientos de siglos de convencionalismos y prejuicios. A aquellos que tienen sed de verdadera vida, de libertad de movimiento, de actividad real y que no encuentran alrededor más que maquillaje, conformidad y servilismo. A aquellos que quieren conocerse más íntimamente. A los inquietos, atormentados, a los que buscan sensaciones nuevas, a los experimentadores de formas inéditas de felicidad individual. A los que no creen nada de lo que fue demos-trado. La sociedad se ocupa de los otros, todo el mundo los aprecia y habla bien de ellos: son los “satisfechos”.
* Los textos de esta antología, salvo aquellos que se indican especialmente, provienen del libro Iniziazione Individualista Anarchica, Edición de los Amigos de Armand, Florencia, 1956.
El individualismo anarquista
Vivir su vida*
-¿Por qué abandonas el camino abierto para tomar ese sendero tan estrecho y escabroso? ¿Sabes bien, muchachita, adonde te conducirá? Quizás termina en algún abismo insondable. Nadie, ni siquiera los con-trabandistas se atreven a aventurarse en él. Permanece en el camino ancho y espacioso por el que todo el mun-do pasa, en el camino bien cuidado y señalizado kilómetro por kilómetro. ¡Es tan cómodo y grato deam-bular por él!
-Estoy harta de la ruta nacional y del polvo sofocante, de los conductores lentos y de los peatones apresurados. Estoy cansada de la monotonía de los grandes caminos, de las bocinas de los automóviles y de los árboles alineados como granaderos. Quiero respirar libremente, respirar a mi gusto, vivir mi vida.
-No se consigue nunca vivir la propia vida, pobre niña. Es una quimera. Los años te curarán pronto de ese deseo. Vivimos siempre un poco para los demás y éstos, a su vez, viven, en cierta medida, para nosotros. El que siembra no es el mismo que hace el pan. Y el minero no es quien conduce la locomotora. La vida en sociedad es un conjunto de engranajes humanos muy complicados cuyo funcionamiento exige mucha vigilancia, reclama numerosas concesiones e infinitas atenciones.
Piensa, pues, en el caos que se produciría si cada uno quisiera vivir su vida. Es comparable al que reina allá abajo, en aquel sendero que ningún caminante visita, donde las malas hierbas crecen enmarañadas, y que no se sabe a donde conduce.
-Es, ¡oh anciano!, esta complicación de la vida en sociedad lo que me horroriza. Me espanta esta obli-gación de dependencia respecto al prójimo, obligación que siento pesar como una carga sobre mi ser ansioso de vivir a su manera. Y desfallezco ante la idea de vivir la vida de los demás. Deseo poder morder a bocado limpio sin hallarme expuesta a ser calificada de glotona o malcriada. Quiero poder tenderme sobre el césped de los prados sin temor al guardia de campo. Antes las raíces y los animales silvestres, y las zarzas del camino sin salida, que el pan dorado y el palacio en compañía de quien me repugna ¿Qué me importa saber a donde voy? Yo vivo para hoy y el mañana me es indiferente.
-Algunos, ¡oh muchachita!, han hablado un len-guaje idéntico al tuyo y también, como tú, han marchado hacia lo desconocido. Nunca lograron volver de tal viaje. Mucho tiempo después, sobre los senderos, ya alla-nados, y sobre las cumbres desbrozadas, han sido encontrados aquí y allá pequeños montones de huesos: esto era, sin duda, todo lo que quedaba de ellos. Habían vivido su vida, pero ¿a qué precio y durante cuánto tiempo? Contempla esas altas torres de las que se escapan sin cesar espesas nubes de humo: son las chimeneas de las fábricas grandiosas que ha edificado el género humano; es ahí donde millares de hombres, en locales blanqueados, espaciosos y ventilados, manejan esas maravillosas máquinas que dispensan a los huma-nos los artículos de primera necesidad. Y, cuando llega la noche, sencillos, satisfechos de la tarea realizada, conscientes del pan cotidiano ganado con el sudor de su frente, vuelven cantando, esos hombres, a sus hogares humildes donde les esperan los seres queridos. Y ese edificio rectangular, con grandes salas y amplias vidrie-ras, es la escuela, donde maestros abnegados preparan para vencer las dificultades de la vida a los pequeños seres que hasta aquí no encontraron en ella más que ventajas; ¿no oyes el rumor de las vocecitas infantiles que repiten la lección que se les ordenó ayer aprender de memoria?…
Esos toques marciales y esos pasos cadenciosos anuncian que en el recodo del camino aparecerá pronto, con la bandera a la cabeza, una tropa de muchachos a quienes la patria mantiene durante cierto tiempo para enseñarles a defenderla eficazmente si se viera de nuevo amenazada.
Y así evolucionan los hombres hacia el Progreso, obrando cada uno en su propia esfera y de acuerdo a sus propios medios. Hay, sin duda alguna, tribunales y cárceles, pero son los descontentos e indis-ciplinados los que las hacen necesarias. No obstante sus defectos, la implantación de semejante estado de cosas ha requerido siglos. Es la civilización imperfecta pero perfectible, la civilización de cuyo influjo no podrás escapar sino retrocediendo quién sabe hasta qué límite.
-En esos vastos talleres, yo no veo más que rebaños de esclavos ejecutando con monotonía, como si fueran ritos, los mismos gestos ante las mismas má-quinas; esclavos que han perdido toda iniciativa y a quienes la energía individual faltará cada vez más, ya que cada vez menos el riesgo parece constituir una de las condiciones de la existencia humana. De arriba a abajo, en la escala administrativa, circula únicamente esta consigna: ahogar la iniciativa individual.
Cierto que cuando llega la noche oigo cantar a vuestros obreros, pero con voz avinada y después de haberse parado en las innumerables tabernas estable-cidas en las inmediaciones de las grandes fábricas. Las voces que parten de vuestras escuelas son vocecitas de niños tristes y aburridos que apenas pueden dominar el deseo de correr, de saltar las vallas, de trepar los árbo-les. Bajo el uniforme de vuestros soldados no veo más que seres en los cuales se pretende aniquilar todo senti-miento de dignidad individual. Disciplinar la voluntad, matar la energía, restringir la iniciativa, he ahí por qué y a qué precio subsiste vuestra sociedad. Y teméis de tal modo a los que no quieren adaptarse, que los recluís en el fondo sombrío de una celda. Entre vuestro civilizado del siglo veinte, cuya única preocupación parece ser la de evitarse el esfuerzo necesario al sostenimiento de su existencia, y el hombre “vestido con pieles de animales”, ¿de qué lado se inclina la balanza? Este último no temía el peligro; no conocía la fábrica ni el cuartel, ni la taberna, ni el prostíbulo, ni tampoco la cárcel ni la escuela. Vosotros habéis conservado, modificándoles el aspecto, sus prejuicios y supersticiones. Pero no poseéis su energía, ni su valor, ni su franqueza.
-Convengo en que el panorama de la actual sociedad presenta algunas sombras. Pero hay hombres generosos que intentan introducir una mayor equidad y justicia en su funcionamiento. Reclutan partidarios; mañana, quizá, serán los más, la irresistible mayoría. No te vayas, pues, por senderos extraviados; enarbola principios, sigue un método. Cree en mi vieja expe-riencia: el éxito no suele acompañar más que a lo que se realiza sistemáticamente. La ciencia te enseña que es preciso regularizar la vida. Higienistas, biólogos, mé-dicos, te suministran en su nombre las fórmulas nece-sarias a la prolongación y a la felicidad de tu existencia. Carecer de principios, de autoridad, de disciplina y de programa es la mayor de las incoherencias.
-Ni necesito ni deseo vuestra disciplina. En cuanto a mis experiencias, quiero hacerlas yo misma. Es de ellas y no de vosotros de donde sacaré mi regla de conducta. Quiero vivir mi vida. Me inspiran horror los esclavos y los lacayos. Detesto a quien domina y me repugna quien se deja dominar. El que consiente en inclinar la espalda bajo el látigo no vale más que el que lo azota. Amo el peligro y me seduce lo incierto, lo imprevisto. Deseo la aventura y me importa un cuerno el éxito. Odio vuestra sociedad de funcionarios y adminis-trados, millonarios y mendigos. No quiero adaptarme a vuestras costumbres hipócritas ni a vuestras falsas cortesías. Quiero vivir mis entusiasmos en medio del aire puro de la libertad. Vuestras calles trazadas con regla me torturan la mirada, y vuestros edificios uni-formes hacen hervir de impaciencia la sangre de mis venas. Ignoro a donde voy. Y esto me basta. Sigo derecho mi camino, a tenor de mis caprichos, transfor-mándome sin cesar, y no quiero ser mañana semejante a como soy hoy. Deambulo y no me dejo esquilar por la tijera de un comentador único. Soy amoral. Sigo adelante, eternamente apasionada y ardiente, entregán-dome al primer hombre que se me aproxima, al caminante harapiento, pero no al sabio grave y engreído que quisiera reglamentar la longitud de mis pasos. Ni al doctrinario que quisiera suministrarme fórmulas o reglas. Yo no soy una intelectual; soy una mujer. Una mujer que vibra ante los impulsos de la naturaleza y las palabras amorosas. Odio toda cadena y toda traba, me encanta pasear desnuda dejando acariciar mis carnes por los rayos del sol voluptuoso. Y, ¡oh anciano!, me importa muy poco que vuestra sociedad se rompa en mil pedazos con tal que yo pueda vivir mi vida.
-¿Quién eres tú, muchachita sugestiva como el misterio y salvaje como el instinto?
-Soy la anarquía.
* Del libro Realismo e idealismo mezclados, Emile Armand, Ed. Librería Internacional, París, 1926 (versión en castellano).
El anarquismo
Los reformadores religiosos consideran al individuo como una ocasión de la divinidad para mani-festar sus designios; los legalistas lo consideran una función de la ley; los socialistas como un administrado, un instrumento, una especie de máquina de producción y consumo; los revolucionarios como un soldado de la revolución. Unos y otros olvidan al individuo en sí mismo, fuera de toda autoridad. Ellos lo ignoran en cuanto unidad individual sustraída a una dominación, a una coerción de una u otra especie. Este es el vacío que colma el anarquismo.
Anarquía deriva de dos palabras griegas que significan negación o ausencia de gobierno, de auto-ridad, de mando. Muchas veces se la asocia al mero desorden, pero no nos interesa este sentido chato. Es cierto que es un término sustancialmente negativo, pero por extensión se designa con él una concepción filosó-fica de la sociedad que excluye la idea de gobierno y autoridad: el anarquista es el protagonista, el “realizador” de las ideas y los hechos que brotan de la anarquía. El anarquismo es, analizado desde el punto de vista especulativo, práctico o descriptivo, el conjunto de ideas y hechos que manan de la anarquía y conducen a ella. Nosotros consideramos anarquía y anarquismo como sinónimos de antiautoritario y antiautoritarismo.
Prácticamente, se puede considerar anarquista a todo individuo que, a causa de su temperamento o de una reflexión seria y consciente, repudia toda autoridad o coerción externa, sea de orden gubernamental, ético, intelectual o económico. Se puede decir también que es anarquista todo aquel que rechaza conscientemente la dominación del hombre por el hombre, o por el ambiente social, y su corolario económico.
Orígenes del anarquismo
Es difícil precisar el origen histórico del movimiento anarquista. Fue anarquista el primer hombre que reaccionó conscientemente contra la opresión de otro individuo o una colectividad.
La leyenda y la historia citan nombres de anarquistas: el Prometeo de la mitología, el Satanás bíblico, Epicteto, Diógenes y el Jesús legendario pueden ser considerados, bajo diversos aspectos, tipos antiguos de anarquistas. Las sectas derivadas del cristianismo primitivo contaron en su seno con anarquistas propios de la época. Los principios filosóficos del movimiento pare-cen remontarse al Renacimiento, o más precisamente a la Reforma, que sembrando en los espíritus las ideas del libre examen y la búsqueda individual en materia bíblica, superó los objetivos de sus iniciadores y condujo a la difusión del espíritu crítico en todos los campos. Este germen de pensamiento libre, en lugar de desarrollarse y alcanzar la crítica racional de las instituciones y las convenciones, se detuvo en la disección de las palabras pueriles sobre las cuales edifican su fe los creyentes ortodoxos.
Finalmente el movimiento completó su obra de librepensamiento y sometió al análisis leyes y reglamen-tos, morales y programas de enseñanza, condiciones económicas y relaciones sociales de todo tipo. Así, el anarquismo se convirtió en la manifestación de oposi-ción más peligrosa y temible que hayan enfrentado jamás las tiranías gubernamentales.
La Sociedad
Marginales, ajenos a todo partido político, como jóvenes perdidos, antítesis vivientes del socialismo, los anarquistas se encuentran integralmente en desacuerdo con la sociedad actual. Niegan la ley, y si se alzan contra la autoridad de sus representantes, contra los actos del gobierno, es porque afirman que quieren crear sus propias leyes, encontrar en sí mismos la fuerza nece-saria para vivir.
Las Sociedades necesitan, para sobrevivir y perpetuarse, apelar a infinitas clases de autoridad: auto-ridad de los dioses, autoridad de los legisladores, autori-dad de la riqueza, de la respetabilidad, de las tradicio-nes, de los antepasados, de los cabecillas, de los con-ductores, de los programas. Todos los hombres aceptan o reclaman ser determinados por su medio: el anarquista se esfuerza en cambio -con las reservas materiales inevitables- por determinarse fuera de toda autoridad.
El individualismo anárquico
Hemos visto que el anarquismo es la filosofía del antiautoritarismo. El individualismo anárquico es, a su vez, una concepción práctica de esta filosofía y compete a cada uno traducir en la práctica, en la vida cotidiana, esta teoría.
Los individualistas anárquicos fundan su concep-ción de la vida y sus esperanzas en el “hecho individual”. Eso quiere decir que, no obstante y a despecho de todas las abstracciones creadas por los entes laicos o religio-sos y de todos los ideales gregarios, en la base de las colectividades, de las sociedades, las entidades étnicas, territoriales, económicas, intelectuales, morales y religio-sas, se encuentra la célula-individuo. Sin ésta no existi-rían todas aquéllas.
Se nos objetará en vano que en ausencia de un medio social el individuo-célula no podría existir ni desa-rrollarse. No sólo es absolutamente falso en el sentido li-teral, ya que el hombre no siempre vivió en sociedad, si-no que también lo es analizando el problema desde sus múltiples aspectos, porque que no se puede negar este hecho: sin individuos no puede haber ambiente social.
El ser humano es el origen, el fundamento de la humanidad. Es demasiado evidente que el individuo pre-existió al grupo. La sociedad es el producto de adiciones individuales.
Ser individualista no implica necesariamente vi-vir aislado y sin asociarse. Algunos encuentran que ais-lados son más fuertes que en grupo. Ellos dicen que, cuando la autoridad ataca, lo hace más enérgicamente contra las asociaciones que contra los hombres aislados. Y cuando se defiende es más débil. Los individuos soli-tarios sostienen que nunca se sabe con certeza si el compañero no será un traidor, aunque involuntariamen-te. Otros afirman que la asociación permite obtener más resultados, es decir, un mayor rendimiento productivo en menos tiempo y con menor esfuerzo. Para otros, la aso-ciación representa una especie de necesidad instintiva.
El individualista no puede ser considerado sola-mente un negador personal de la autoridad, él es un negador personal de la explotación. El individualista no quiere ser explotador más de cuanto quiere ser explotado.
El dominio del “Yo”
Se puede considerar al hombre como sinónimo del “Yo”. Ahora bien, el individualista no pone límites al desarrollo de su “Yo”, no restringe su personalidad en el plano social, pero se cuida bien de no invadir, de no usurpar el campo en el que se desenvuelve su compa-ñero. El Individualismo, el “dominio del yo”, reivindica esta concepción de las relaciones entre el “Yo” y el “no-yo”: un hombre, por mezquino e insignificante que sea, no puede ser sacrificado a otro cualquiera -por más importante que fuera-, ni a un grupo de hombres, ni a la mayoría, ni tampoco al conjunto social.
Los individualistas y los revolucionarios sistemáticos
En la mayoría de los casos, los individualistas no son revolucionarios en el sentido sistemático y dogmá-tico de la palabra. Sostienen que una revolución no apor-ta, más que una guerra, una verdadera mejora en la vida del individuo. En tiempos de revolución, los fanáticos de los partidos rivales y de las tendencias en lucha se preo-cupan más que nada por dominarse entre sí, y para con-seguirlo se lastiman con una violencia y un odio muchas veces desconocido en ejércitos enemigos. Como la gue-rra, una revolución puede ser comparada con un acceso de fiebre: el enfermo se comporta de una manera muy distinta a la habitual. Pasada la fiebre, el paciente regre-sa a su estado anterior. La historia nos enseña que des-pués de las revoluciones siempre se producen contra-marchas que las apartan de sus objetivos originales. Es necesario, entonces, comenzar por el individuo. Esta no-ción debe propagarse de hombre a hombre: es criminal forzar a alguien a reaccionar de otra forma a la que él cree útil, ventajosa o agradable para su propia vida, su propio crecimiento y su propia felicidad. Que este crimen sea cometido por el Estado, por la ley, por la mayoría o por un individuo solitario no modifica el problema: es el mismo crimen. De hombre a hombre debe comunicarse la idea del “individuo” que reacciona frente a “lo social”. Estas concepciones, como dije antes, deben ser fruto de una reflexión o consecuencia de un temperamento re-flexivo, y no el resultado de una sobreexcitación pasa-jera, extraña a la naturaleza de quien las reivindica.
Condiciones de existencia del individualista
El individualismo anárquico no presenta ningún proyecto, sino que propone un ambiente en el cual el individuo tiene precedencia sobre el agregado humano. Se trata de una nueva orientación del pensamiento y de la sensibilidad más que de la constitución ficticia de un nuevo orden social.
Cuando se pide al individualista que extienda su punto de vista, éste reconoce con franqueza que no podría existir ni desenvolverse en una humanidad donde no funcionaran simultáneamente una infinidad de grupos y de individuos aislados que se rigieran a su gusto y practicaran toda especie de postulados económicos, po-líticos, científicos, afectivos, literarios, recreativos. En definitiva, una selva de realizaciones individualistas y colectivas. Aquí, recibiendo cada uno según sus necesi-dades; allá, adquiriendo cada cual según el propio es-fuerzo. Aquí, el trueque: un producto por otro; allá, el cambio: producto contra valor representativo. Aquí, el productor es dueño del producto; allá, el producto es puesto a disposición de la colectividad. Aquí el omnivo-rismo; allá el vegetarianismo, o cualquier otra tendencia higiénica o culinaria terminada en “ismo”. Aquí la unión sexual y la familia; allá la libertad o la promiscuidad. Aquí, los materialistas; allá, los espirituales. Aquí la ma-dre progenitora; allá los niños criados por el grupo. Aquí la búsqueda de las emociones artísticas o literarias; allá la investigación y la experimentación científica. Aquí las escuelas de voluptuosidad; allá las de austeridad… Siempre que se entienda que todos tienen la posibilidad de migrar de un grupo a otro o aislarse de todo ambien-te. Y esto sin que exista la posibilidad de que los grupos más fuertes se sientan tentados y finalmente absorban a los agrupamientos más débiles, o que cualquier grupo quiera integrar violentamente a individuos aislados.
Nuestro individualista
El individualista, como nosotros lo concebimos, ama la vida y la fortaleza. Proclama y exalta la alegría de estar vivo. Reconoce sinceramente que tiene por ob-jetivo su propia felicidad. El no es un asceta, y la mortificación de la carne le repugna. Es un apasionado. Va hacia adelante sin oropeles, con la frente coronada por pámpanos, y canta gustosamente acompañándose con la flauta de Pan. Se comunica con la Naturaleza a través de su energía, que estimula los instintos y los pensamientos. No es joven ni viejo. Tiene la edad que siente. Y mientras que le queda una gota de sangre en las venas, combate para conquistar su lugar bajo el sol. No se impone, y no quiere que los otros se impongan a él. Repudia los patrones y los dioses. Sabe amar, y sabe arrepentirse. Rebosa de afecto por los suyos, los de “su” mundo, pero le horrorizan los “falsos hermanos”. Es bravo y tiene conciencia de su dignidad personal. Se plasma, se esculpe interiormente y reacciona hacia afuera. Se retira y se prodiga. No se preocupa por los prejuicios y se burla del “qué dirán”. Gusta del arte, de las ciencias y las letras. Ama los libros, el estudio, la me-ditación y el trabajo. Es artesano, no jornalero. Es generoso, sensible y sensual. Tiene sed de experiencias nuevas y sensaciones frescas. Pero si avanza en la vida como un automóvil veloz, lo hace a condición de que sea él quien conduce, animado por la voluntad de determinar por sí mismo cuál es el papel que desempe-ña la sabiduría y cuál el deleite a lo largo de su vida.
AUTORIDAD Y DOMINACION
La ley del progreso continuo
No ignoramos la tesis de los que sostienen la ley del “progreso continuo”. Esta idea no es nueva: hay gérmenes de ella en Grecia y Roma, y más tarde en los místicos del Medioevo. Ellos anunciaban que, como el reino del Hijo sucedió al reino del Padre, luego vendría el reino del Espíritu Santo, en el cual no habría ya error ni pecado. Dejando de lado el misticismo, esta concep-ción se precisa y se afirma filosóficamente primero con Bacon y Pascal; y se generaliza luego con Herder, Kant, Turgot, Condorcet, Saint Simon, Comte y sus sucesores, las escuelas socialistas utópicas y científicas, en defini-tiva, los evolucionistas-finalistas de cualquier especie.
No ignoramos que la idea de la ley del progreso constante e ininterrumpido fue aceptada, exaltada y vul-garizada por poetas, literatos, filósofos, propagandistas y muchos científicos. Ella desempeñó entre los hombres el rol de consoladora que antes -en los siglos en que impe-ró la fe- tuvo la religión. Pero examinándola de cerca se descubre enseguida que no hay nada menos fundado, científicamente hablando, que esta pretendida ley.
Antes que nada, es imposible probar experimen-talmente que los actos de cada unidad humana, de cada raza, de todas las razas, son efectos inmutables e incontestables de circunstancias primordiales. En reali-dad nosotros ignoramos tanto el origen, el punto de partida de la humanidad, como el fin o los fines a partir de los cuales ella procede. Pero incluso conociendo exactamente este punto de partida no poseemos ningún criterio científico que permita distinguir lo que es pro-greso de aquello que no lo es. Podemos constatar un movimiento, un corrimiento, nada más. Los hombres, según sus aspiraciones o el partido al que pertenezcan, definen este movimiento como “progreso” o “regresión”. Eso es todo.
En el fondo de esta concepción del progreso continuo e ineluctable, debajo de su aspecto científico, suena un recóndito pensamiento místico y finalista. Aquí la vemos mezclarse a la idea de que el hombre es la naturaleza que toma conciencia de sí misma. Allá la vemos acompañada por el pensamiento de que toda la evolución animal anuncia, profetiza el bípedo de es-tatura erecta y dueño de la palabra, es decir, el hombre. Se navega en pleno antropocentrismo y se olvida la realidad más simple: sobre uno de los cuerpos más ínfimos que salpican el cosmos, debajo de la atmósfera que lo circunda como un velo diáfano, vegeta, rasguña, se agita una multitud de parásitos. Un accidente cual-quiera sobreexcitó, verosímilmente, la inteligencia de una de las especies parasitarias de este cuerpo -la Tierra- y le permitió dominar sobre todas las otras. ¿Eso ocurrió para fortuna o desgracia de los habitantes del planeta? No lo sabemos. Ignoramos completamente cuál habría sido el resultado si otra especie de vertebrados hubiera prevalecido, el elefante o el caballo por ejemplo, u otras variedades a las que ellos dieran origen. Nada prueba que la naturaleza no hubiera “tomado conciencia de sí” mucho mejor y quizás en una forma superior en estas razas. Nada prueba que un nuevo accidente geológico, biológico o de otra clase no quitará al género humano su cetro, su potencia y su arrogancia.
Pero los hechos son los hechos. Como están las cosas, el hombre parecer ser, desde el punto de vista intelectual, el mejor dotado de los parásitos terrestres. Inclinémonos y regresemos a la ley del progreso conti-nuo, la tesis de la evolución progresiva y necesaria. Ahora bien, no se puede aceptar esta ley sin admitir, al mismo tiempo, no sólo que todos los acontecimientos que tuvieron y tienen lugar fueron y son necesarios, sino que ellos sirvieron y sirven necesariamente al cumpli-miento de la felicidad de la especie humana. A esta conclusión llegó lógicamente Augusto Comte, y Taine la compendió en una frase lapidaria: “lo que es tiene de-recho a ser”. Todo ocurre entonces para bien de la mejor de las evoluciones. En el pasado y el presente. Las violencias aplicadas a los cuerpos y las violencias ejer-cidas sobre las opiniones; la inquisición y los consejos de guerra; las guerras y las epidemias; el estrangulamiento de las conciencias no domesticadas y las hogueras donde ardieron los herejes; los pelotones de ejecución, los líquidos en llamas, los gases asfixiantes, los bom-barderos, la “limpieza” de las trincheras a golpes de bayoneta, el uso de la bomba atómica y la destrucción de Hiroshima, los campos de concentración, los hornos crematorios. Todo es para bien. Los prisioneros de guerra masacrados pese a la promesa de vida, los cristianos de la Roma imperial arrojados como alimento para las bestias, el extermino de los Albigenses y los Anabaptistas, las “lettres de cachet”, la razón de estado y las leyes perversas. La esclavitud, los parias, los ilotas, las cárceles. Los señores del Medioevo que jugaban más fácilmente con la vida de un siervo que con la de un perro. Los monopolizadores y los explotados, los privilegiados y los marginados de la ley. Todo es para bien, todo sirvió, todo concurrió en la marcha del progreso; todo esto facilitó y preparó el devenir de la felicidad ineluctable y universal.
¡No es posible! Nuestra razón se rebela contra esta idea.
Nosotros nos inclinamos sobre la vorágine sin fondo en la que se abismaron las grandes civilizaciones y las edades más famosas; sobre la profundidad en la cual confluyeron los períodos históricos más resonantes y grandiosos; y de estos abismos insondables no oímos subir himnos de alegría y de placer, al contrario, senti-mos un concierto inarmónico y horrendo de protestas, llantos y lamentos; de sentimientos, aspiraciones y nece-sidades desatendidas, mutiladas, ofendidas, reprimidas. Los clamores feroces y un poco forzados de los acomo-dados intentan en vano cubrir, sofocar los gritos de rabia y cólera de aquellos que no tuvieron la ocasión de sentirse satisfechos. Pero no lo logran.
¿Figuras retóricas? ¿Argumentos sentimenta-les? Lo concedo. Pero son ratificados por los datos y documentos de la experiencia histórica. En cada mo-mento del desarrollo de una civilización -cualquiera haya sido la influencia que presidió su crecimiento- los descontentos, los precursores, los marginales de una u otra clase se sublevaron, aislados o en grupo; algunos hombres se erigieron y proclamaron que su felicidad estaba en las antípodas o en los márgenes de lo que definían los dogmas, las convenciones, las leyes, los decretos, las dictaduras y los mandatos de las mentes mediocres; del ambiente o de la elite social. La antorcha de la resistencia y del inconformismo no se apagó nunca por completo, ni aún en los días más tenebrosos de la evolución de la humanidad. Es cierto que la antorcha de la aspiración a una felicidad diferente a la felicidad oficial, a la felicidad del justo medio, no siempre brilló con la misma luz. Pero no por eso alumbró menos el camino de la rebelión y la autonomía individual, la vía sobre la cual transitó siempre la mejor parte del género humano. Si hubiera que atribuir a una ley las mejoras que algunos creen descubrir en las relaciones entre los hombres, esta ley podría ser la de la “persistencia continua” del espíritu de no-conformismo, y no la así llamada ley del “progreso continuo”.
Origen y evolución de la dominación
La dominación fue ejercida en principio de hombre a hombre. El más fuerte físicamente, el mejor armado, dominaba al más débil, al que tenía menos defensas, y lo forzaba a cumplir su voluntad. El hombre que sólo tenía un pedazo de madera para defenderse tuvo que ceder, evidentemente, al que lo seguía con una lanza de punta de silicio, arco y flecha. Más tarde, o qui-zás contemporáneamente, otro factor determinó el eje-rcicio de la dominación: la astucia. Surgieron hombres que llegaron a persuadir a sus pares de poseer ciertos secretos mágicos capaces de hacer mucho daño, de causar grandes inconvenientes a aquellos -y a sus bie-nes- que se resistieran a su autoridad. Puede ser que estos hechiceros estuvieran convencidos de la realidad de su poder. Como sea, la dominación tiene -en todas las épocas y lugares- dos fuentes: la violencia y la astucia.
En las sociedades actuales, la dominación se ejercita raramente -en tiempos normales- con tanta brutalidad. Cuando se practica de tal modo, esto ocurre gracias a la costumbre, la sanción moral o legal, o un estado de cosas irregular. Es cierto que hay madres que pegan a sus hijos porque éstos desobedecen, maridos que pegan a sus mujeres porque éstas rechazan la obediencia legalmente aceptada y hay policías que disparan sobre prisioneros en fuga o viceversa. Pero eso es tolerado por los hábitos o es excepcional. Cuando se ejercita la dominación sobre una colectividad humana en beneficio de un autócrata, esto sucede porque él se apoya en un número bastante grande de cómplices o satélites que están interesados en que subsista tal autoridad, y estos cómplices se hacen ayudar y asistir por una tropa armada, mercenaria, lo suficientemente fuerte para tornar inútil toda resistencia.
La dominación se ejercita raramente a beneficio de un autócrata. Al menos directamente. Siempre es practicada en beneficio de una casta, una clase, una clientela política, una plutocracia, una elite social o la mayor parte de una colectividad. Se apoya en regla-mentaciones de orden político o económico; civil, militar o religioso; legal o moral. Es consagrada por las insti-tuciones regidas por mandatarios
Sobre el “bien” y el “mal”
Para comprender la evolución de la moral gregaria, es indispensable recordar que “bien” es sinónimo de “permitido” y “mal” sinónimo de “prohibido”. Alguien -cuenta la Biblia- “hizo lo que está mal a los ojos del eterno”, frase que se repite en varios pasajes de los libros sagrados de los hebreos, que son también los de los cristianos. Pero es necesario traducirlo mejor: alguien hizo algo que estaba prohibido por la ley religiosa y moral, establecida por interés de la teocracia israelita… En todos los tiempos y en todas las grandes agrupa-ciones humanas se llamó siempre “mal” al conjunto de los actos condenados por la convención, escrita o no, que varía según las épocas y las latitudes.
Así es que está mal adueñarse de la propiedad de aquel que posee más de lo que necesita para vivir bien, está mal mofarse de la idea de Dios o de sus sacerdotes, está mal negar a la patria, está mal tener relaciones sexuales con parientes cercanos. Y como la prohibición no basta, la convención oral se cristaliza en ley, cuya función es reprimir.
Reconozco que la aparición de una diferencia entre el bien y el mal -lo permitido y lo prohibido- marca una etapa en el desarrollo de la inteligencia de las colectividades. Al principio, esta diferencia era social: el individuo no tenía suficientes posesiones hereditarias ni bastante experiencia mental como para evitar someterse a las adquisiciones y a cierta experiencia grupal.
Es comprensible que el bien y el mal estuvieran empapados de connotaciones religiosas. Durante todo el período precientífico, la religión fue para nuestros ante-pasados lo que para nosotros es la ciencia. Los hombres más sabios de entonces concebían sólo una explicación sobrenatural de los fenómenos que no comprendían. El hábito religioso precedió naturalmente al hábito civil.
Por cuanto pueda sorprender, a posteriori, vivir en la ignorancia del bien y el mal convencional es, en el primitivo, un indicio de inteligencia. No es porque él está más cerca de la naturaleza que ignora lo permitido y lo prohibido -y mucho menos porque es un inmoral- sino simplemente porque no razona.
Al contrario, el hombre contemporáneo que se pone individualmente al margen del bien y el mal, que se ubica conscientemente más allá de lo permitido y lo prohibido, alcanza un estadio superior en la evolución de la personalidad humana. El ha estudiado la esencia de la concepción del bien y el mal social; se ha preguntado qué queda de lo permitido y lo prohibido una vez que se descubre su apariencia. Si él prefiere tener como guía el instinto antes que la razón, eso ocurre después de hacer comparaciones y reflexiones cuidadosas. Si cede el paso al razonamiento en confrontación con el sentimiento, o al sentimiento opuesto al razonamiento, lo hace delibe-radamente, después de haber tanteado su tempera-mento. El se separa del rebaño tradicional porque considera que la tradición y el convencionalismo son obstáculos para su expansión. En otras palabras, él es a-moral luego de haberse preguntado lo que vale la “moral” para el hombre. Hay una buena distancia entre este marginal de la moral y el primitivo, a duras penas huido de la animalidad, de cerebro todavía obtuso, incapaz de oponer su determinismo personal al deter-minismo aplastante del ambiente.
Vivir a voluntad
Vale la pena vivir
La vida no puede ser bella sino para quien asume el esfuerzo de vivir la suya propia. La vida sólo es bella considerada individualmente. Hace bien respirar el aire saturado de perfumes campestres, trepar sobre las pendientes de colinas boscosas, sentarse al borde del arroyo que murmura su fresca canción, soñar en la playa; pero a condición de experimentarlo personal-mente, por cuenta propia y no porque está escrito en alguna guía turística.
Pero sólo se disfruta plenamente lo que se pue-de aferrar; porque allí donde se apagan la facultad de apreciación y el sentido de la medida, desaparece tam-bién la libertad. El goce verdadero de la vida es una cuestión de capacidad, de actitud, de adaptación per-sonal.
El “yo” y la alegría de vivir
Las filosofías hindúes, y las que derivan de ellas, creen -las que más, las que menos- que la salud reside en la supresión de la vida individual, es decir, en la unión del sujeto y el objeto, la fusión del “yo” con el “no-yo”. Ahora bien, toda la naturaleza acude para probarnos que justamente en la diferenciación del “yo” y el “no yo” reside el fenómeno vital. Y así como lo hace la natura-leza, la experiencia científica también muestra que cuanto menor es esta diferencia -es decir, cuanto menor es la conciencia que el sujeto posee de estar separado del objeto- tanto menores son las sensaciones y también las manifestaciones de la voluntad. Hay un fenómeno en el que se encuentra perfectamente realizada la fusión del yo y el no yo: el estado particular llamado “muerte”. También aquí la naturaleza y la experiencia enseñan que el simple y puro instinto empuja a los organismos vivos, desde los más ínfimos a los más elevados, a huir de la muerte. Por eso estas filosofías y sus adeptos me parecen atacados de morbosidad.
No niego que el hombre no sea otra cosa que una apariencia, un aspecto o más bien un estado mo-mentáneo de la materia, un pasaje, un puente, una rela-tividad. No ignoro que el yo no es otra cosa, al fin, que la suma de carne, huesos, músculos y órganos diversos contenidos en una especie de saco llamado “piel”. En otras palabras, que bajo esta forma se manifiesta la vida para el ser individual. Admito todo esto. Pero mientras subsista ese puente, ese pasaje, ese estadio, este mo-mento, mientras dure esa relatividad particular dotada de conciencia, mi razón, apoyada por la experiencia cientí-fica, y mi sentimiento, sostenido por el instinto, encuen-tran natural que este compuesto particular de agregados intente sacar el mejor partido posible de todas las facul-tades que posee.
¡Limitar las pasiones! ¿Restringir el horizonte de la alegría de vivir? El cristianismo lo intentó y no lo logró. El socialismo está intentando reducir la humani-dad a un mismo común denominador de necesidad, y fallará también. Fourier vio claro cuando lanzó la expre-sión verdaderamente magistral de la “utilización de las pasiones”. Un ser razonable utiliza; sólo el insensato suprime o mutila. “Utilizar las propias pasiones”, sí, pero ¿a beneficio de quién? A beneficio propio, para hacer de uno mismo alguien “más vivo”, es decir, más accesible a las múltiples sensaciones que ofrece la vida.
¡La alegría de vivir! La vida es bella para cual-quiera que supere las fronteras de la existencia conven-cional, evada el infierno del industrialismo y del comer-cialismo, rechace el hedor de la calleja y la taberna. La vida es bella para quien la construye descuidando las restricciones de la respetabilidad, del miedo al “qué dirán” o de los chismes de comadres.
Vivir por vivir
“Vivir por vivir”, para cumplir la propia función de bípedos de estatura erecta, dotados de conciencia y sentimiento, capaces de analizar emociones y catalogar sensaciones. “Vivir por vivir”, sin más. Vivir para viajar de un lugar a otro, para apreciar las experiencias intelec-tuales, morales y físicas desparramadas en el camino de cada uno; para disfrutarlas; para provocarlas cuando la existencia es demasiado monótona; para poner fin a una experiencia o renovarla. “Vivir por vivir”, para satisfacer las necesidades del cerebro o el reclamo de los sentidos. Vivir para adquirir saber, para luchar y formarse una individualidad desprendida, para amar, para abrazar; para tomar flores de los campos y comer frutos de los árboles. Vivir para producir y consumir, para sembrar y recoger, para cantar al unísono con los pájaros, distenderse al sol en la playa del mar y en la orilla del río.
Vivir por vivir, para gozar ásperamente, profun-damente de todo aquello que ofrece la vida, para saborear hasta la última gota la copa de delicias y sorpresas que la vida tiende a quien toma conciencia de su propio ser. Todo esto, ¿no genera acaso el barullo empírico de los metafísicos laicos y religiosos?
“Vivir por vivir”, eso es lo que quieren los individualistas. Pero ellos quieren vivir en libertad, sin que una moral exterior, impuesta por la tradición o por la mayoría, establezca las fronteras entre lo que es lícito y lo que no lo es, entre lo permitido y lo prohibido.
Vivir por vivir, no ya devanándose los sesos para preguntarse si esa vida es consonante o no con un criterio general de la virtud o del vicio, sino poniendo todo el cuidado en no hacer cosa alguna que disminuya a los propios ojos a aquél que actúa, o que lesione su dignidad individual.
Vivir por vivir, sin oprimir a otros, sin pisotear las aspiraciones o los sentimientos de los demás, sin domi-nar. Seres libres que resisten con toda su fuerza a la tiranía de Uno Solo tanto como a la succión de las multitudes.
Vivir no por la Propaganda o por la Causa o por la Sociedad que vendrá, porque todas esas cosas están dentro de la Vida, sino sólo “por vivir”, en libertad, cada uno la propia vida. Ni patrones, ni gregarios, ni servi-dores: ésas son las condiciones en las que queremos “vivir por vivir”.
No sufrir
Nosotros no tenemos ningún deseo instintivo de sufrir. Huimos por naturaleza del sufrimiento físico. Y en esta repugnancia nos sentimos en perfecta comunión con todos los organismos vivos: con aquellos que están en el escalón superior de la animalidad y con los que se encuentran en lo más bajo de la escala zoológica. Pode-mos, en varios puntos, sentirnos diferentes del resto de nuestros pares, distintos desde el punto de vista de las aspiraciones y los deseos, disímiles en relación a doc-trinas y concepciones de vida; pero tenemos esto en común con todos los seres vivos sanos de cuerpo y espíritu: que no queremos sufrir físicamente.
Cada vez que sufrimos, sufrimos contra el corazón. Y hacemos -cada cual a su modo- todo lo que está en nuestro poder para eliminar o al menos disminuir el sufrimiento, para curarnos. Seguimos un régimen, ingerimos remedios, tomamos precauciones para poner-nos al reparo del dolor y la pena física. Ninguno de nosotros acepta de buen grado sufrir físicamente.
Pues bien, no queremos tampoco sufrir moral-mente. Ninguno de nosotros se ha vuelto mejor persona gracias al dolor, poco importa la parte del ser que éste haya devastado. Nunca encontramos en el dolor una escuela de perfeccionamiento. Cada vez que sufrimos “moralmente”, nuestra salud se altera, y cuando este su-frimiento alcanza un grado agudo no siguen fenómenos “moralizadores”: perdemos el sueño, o el apetito, o el gusto por el trabajo. También cometemos, a veces, ac-ciones en las que nunca hubiéramos pensado; incluso todo nuestro organismo ofrece menor resistencia a las epidemias.
Nunca obtuvimos ningún beneficio, ningún pro-vecho del sufrimiento; al contrario, salimos disminuidos, minusválidos, mutilados por los períodos de dolor que atravesamos por culpa de sucesos, personas o elemen-tos. La idea de complacerse con el propio sufrimiento es una concepción de origen hebreo que manifiesta dos cosas: que el sufrimiento es el resultado de una desobe-diencia a la ley y que por medio del sufrimiento se deben rescatar las propias culpas o las de los demás. Es enton-ces el producto de una autosugestión. Se puede en-contrar por morbosidad que el sufrimiento “tiene algo bueno”. Pero nosotros no somos ni débiles ni místicos.
Nosotros odiamos, detestamos el sufrimiento porque queremos vivir, porque amamos vivir, porque deseamos disfrutar dionisíacamente de los frutos que ofrece la vida de organismos sanos, que no se preguntan -en el momento en que estos frutos se presentan, según su estación- si son buenos o malos, si está bien o mal tomarlos.
Por otro lado, el sufrimiento físico no es distinto del sufrimiento moral. El sufrimiento es indivisible.
Si nosotros deseamos disfrutar físicamente de la vida, de nuestra vida, no lo deseamos como “amateurs”, como diletantes, sino con pasión, intensidad, furor, con perseverancia y con refinamiento, con tanta mayor intensidad cuanto más se alarga nuestra existencia. Poniendo en juego todas nuestras dotes de percepción exterior y comprensión interior; todas nuestras aptitudes para recoger -donde podamos descubrirlos y provo-carlos- los placeres, las alegrías, las ocasiones que cuadran con nuestra propia determinación. Y lo haremos acudiendo a las reservas profundas de nuestra sensi-bilidad.
El individualismo de la alegría
Nuestro individualismo no es un individualismo de cementerio, un individualismo de tristeza y de sombra, un individualismo de dolor y sufrimiento. Nues-tro individualismo es creador de alegría, en nosotros y fuera de nosotros. Queremos encontrar alegría donde sea posible, gracias a nuestra potencia de buscadores, descubridores, realizadores.
Nuestra salud interior se mide así: no estamos nauseados todavía por las experiencias de la vida, estamos siempre dispuestos a intentar una nueva expe-riencia; a recomenzar una que no fue cumplida o que no nos trajo toda la alegría y todo el placer que nos prometía; hay en nosotros un amor, un infinito amor por la alegría. Cuando no es la primavera que canta en nuestro interior, cuando en el fondo, muy al fondo del ser no hay ni flores, ni frutos ni aspiraciones voluptuosas, quiere decir que algo se echó a perder y es tiempo de pensar, me temo, en embarcarse en la oscura calle de donde nadie nunca regresó.
Hay jóvenes que se dicen individualistas, pero su individualismo no nos atrae. Es mezquino, árido, timorato, incapaz de concebir la experiencia por la experiencia; pesimista, pedante a furia de ser documen-talista o documentado; brumoso, neurasténico, incoloro y sin calor; no tiene ni siquiera la fuerza necesaria, una vez enrolado “en el mal camino”, de hundirse hasta el fondo. ¡Ah! ¡El disgustoso individualismo! Que se lo guarden: no los envidiamos.
Existe el individualismo de aquellos que quieren crear la propia alegría dominando, administrando, explo-tando a sus pares, sirviéndose de su fuerza social: gubernamental, monetaria, monopolizadora. Es el indi-vidualismo de los burgueses. Y no tiene nada en común con el nuestro.
Está el individualismo de los bienudos que quieren aplastar a los demás bajo el peso de su superioridad moral, de su cultura intelectual; el indivi-dualismo de los “duros” (con los otros), de los insen-sibles; de los vanidosos que no se agachan a recoger las monedas doradas; de aquellos que no lloran y navegan en el séptimo cielo del más allá de las fuerzas humanas. Temo que éste sea sólo el individualismo de los fatuos y presuntuosos, de los ángeles que un día u otro se termina por encontrar burbujeando en el mar de la uniforme mediocridad; el individualismo de los pavos reales que finalmente se contentan con un caracol para calmar sus ambiciones. Este individualismo tampoco nos interesa.
Nosotros queremos un individualismo que irradie alegría y benevolencia, así como un hogar irradia calor. Queremos un individualismo soleado aún en corazones de invierno. Un individualismo de Bacante despeinada y en delirio, que se extiende, se expande y desborda, sin dueños, sin fronteras y sin límites. Que no quiere sufrir ni cargar fardos, pero tampoco quiere hacer sufrir o imponer cargas a otros. Un individualismo que no se siente humillado cuando lo llaman a curar las heridas que pudo haber causado por descuido. ¡Ah! ¡El rico, el magnífico individualismo!
La astucia como arma de defensa
Se reprocha a los individualistas anárquicos que se sirvan de la astucia como arma de defensa individual. No obstante sin la astucia desde hace mucho tiempo la autoridad los habría humillado o el ambiente los hubiera absorbido. Para subsistir -es decir, para conservar, pro-longar, intensificar y exteriorizar su vida- el indivi-dualista, el-que-está-fuera, no puede, bajo pena de suicidio, recusar ningún medio de lucha, incluida la astucia: ningún medio, salvo el empleo de la autoridad. Y esto es así porque se encuentra en estado de inferioridad en relación al ambiente social, que busca extender siempre un poco más su usurpación sobre lo que él es y sobre lo que tiene.
¿Quién no juega al astuto? ¿Quizás el operario que se guarda muy bien de desvelar sus ideas al patrón; el patrón que sustrae al operario parte del fruto de su trabajo; el “fijador” de manifiestos sediciosos que los pega de noche en la pared de los edificios públicos; el distribuidor de opúsculos subversivos que opera con cautela para que no lo sorprendan? No, ciertamente ellos no. ¿Y por qué desdeñar para el resto el uso de la astucia? ¿Por qué dejar conocer nuestro entero pensamiento a los adversarios? ¿Por qué abrir el ánimo propio al primer llegado? El individualista no vive “de amigo” en el ambiente que lo circunda. El concede a la Sociedad lo menos posible de sí mismo e intenta escatimar lo que está a su alcance, porque no pidió nacer y, una vez sumergido en el mundo, se ejercitó sobre él un acto de autoridad irreparable, que excluye cualquier posibilidad de contrato bilateral.
La resistencia pasiva
Los individualistas anárquicos niegan cualquier valor pedagógico a la violencia. No le reconocen nin-guna utilidad práctica en la solución de los conflictos que enfrentan a hombres y colectividades. El empleo de la violencia no resuelve nada: es sólo un signo de superio-ridad bruta, un procedimiento absolutamente anti-indivi-dualista porque requiere del ejercicio de la autoridad física. La única forma de acción revolucionaria recono-cida por los individualistas anti-autoritarios es una táctica especial comúnmente llamada “resistencia pasiva”.
La resistencia pasiva es un acto de rebelión o un conjunto de acciones insurreccionales ajenas a las mani-festaciones en la plaza, las sublevaciones y la lucha a mano armada. Este tipo de resistencia nunca se apoya en la excitación superficial y pasajera de las multitudes. La resistencia pasiva, que se puede utilizar para cual-quier tipo de objetivos, supone la educación e iniciación preliminar de aquellos que la usan.
Se puede, por ejemplo, sin levantar barricadas, abstenerse de toda actividad, de todo trabajo, de toda función que implique el mantenimiento o la consoli-dación de un régimen determinado; negarse a pagar los impuestos destinados al funcionamiento de instituciones y servicios considerados inútiles e innecesarios, o inclu-so totalmente irracionales: desde el arancel al consumo hasta el impuesto “a la sangre” exigido durante la guerra. Uno puede negarse a mandar a sus hijos a las escuelas de Estado, cuya enseñanza se juzga tendenciosa, uni-lateral, perniciosa para la formación y el desarrollo de la progenie.
Se pueden rechazar profesores o médicos que son tales solamente gracias a un diploma oficial. Se pue-de negar la respuesta a comisarios, jueces, magistrados, tribunales, cortes de justicia civiles, correccionales o criminales. Uno puede negarse a obedecer, a adaptarse a la letra de un decreto, de una ley, de una ordenanza que se considera contraria a la propia concepción de la vida. Se puede rehusar trabajar por un salario que se juzga demasiado bajo o por una cantidad de horas que se considera elevada. Uno puede erigirse contra todas las clases de pretensiones y usurpaciones sociales, administrativas, jurídicas que se consideran capaces de dar un golpe decisivo a la autonomía de la unidad.
Supongamos un movimiento a base de “resis-tencia pasiva” que se desarrolle a gran escala, que no sea digitado por un capo, sino estudiado, premeditado y decidido individualmente por cada uno de los que toman parte. Supongamos un movimiento de resistencia pasiva parcial o general, ¿qué podría hacer -preguntan los individualistas- contra este paro silencioso pero decidido, contra esta abstención, un Estado, un gobierno, una dictadura cualquiera?
Los individualistas afirman que la ausencia del más mínimo tumulto tornaría imposible a un gobierno intervenir con el pretexto de que se perturbó el orden público. No habría cabecillas para arrestar porque cada “resistente pasivo” o “abstencionista” sería individual-mente consciente de su propio gesto. ¿Qué puede hacer el más despótico de los gobiernos contra un “paro de brazos cruzados”, contra un movimiento de resistencia pasiva que comprende centenares de miles o millones de asociados, en medio a los cuales no se podrían verificar sino raras defecciones porque a él sólo se enrolarían los que fueran empujados por su propia voluntad? Masacrar, ametrallar a estos cientos de miles, a estos millones de adherentes no resolvería el conflicto, es más, iría en contra del interés de los mismos dirigentes.
¿Quién no se da cuenta de que la abstención, preparada, madurada y practicada concientemente ten-dría otro valor, otro alcance que una agitación ruidosa, tumultuosa e irreflexiva que arrastra en su rebaño -lo quiera o no- a una cantidad de seguidores listos para huir ante el primer obstáculo serio, unos porque se dejan arrastrar por la corriente y los otros porque nunca habían pensado en las consecuencias que derivan de un paro prolongado? Es natural, dadas estas consideraciones, que la táctica de la resistencia pasiva haya concentrado la atención de los teóricos del individualismo anárquico, y que éstos la consideren el instrumento más apropiado para expresar las propias reivindicaciones.
El riesgo
Quien habla de vida independiente supone “riesgo”. No se podría concebir una vida que se aleje de los caminos trillados, vencidos, sin correr un riesgo eventual y posible con el pensamiento. Puede ocurrir que en una sociedad basada en una organización equilibrada de la producción y el consumo, el riesgo económico sea reducido a un minimum insignificante; pero quedará todavía un campo bastante extenso -el campo de las relatividades psicológicas- en que riesgo persistirá como factor de evolución individual.
Por otra parte, no está en las intenciones de los individualistas descartar el riesgo en su propia vida. A un riesgo menor corresponde una disminución de la iniciativa personal. A una disminución de la iniciativa personal corresponde una autonomía individual decre-ciente. La teoría del mínimo esfuerzo no pertenece a ningún concepto individualista, es la doctrina de los “sin energía” que se dejan arrastrar blandamente por la corriente adormecedora de las convenciones, de los pre-juicios y de las comodidades sociales. La vida concebida fuera de los “arreglos” sociales requiere un esfuerzo. Y no hay esfuerzo sin iniciativa. El retiro de la iniciativa significa la muerte del esfuerzo, vale decir, la desa-parición del impulso hacia una orientación distinta.
La vida en cuanto experiencia. La vida alejada de una moral autoritaria, la vida no condicionada por ninguna gesta previa, que no atiende a las circunstan-cias cambiantes más que para revelar formas nuevas y nuevos aspectos. Esta vida no puede prescindir abso-lutamente del riesgo.
Es con su propio esfuerzo que el individuo debe conquistar el goce de su vida. Allá donde la aventura ha muerto sólo queda lo que está regulado; allá donde no hay más cazadores furtivos, quedan los guardianes de caza. Allá donde el riesgo está vedado, no quedan más que seres recortados o confeccionados sobre un mismo modelo: autómatas, funcionarios, administrados. Allá donde la bohemia ha desaparecido, no hay más que gente ávida y bien ordenada.
Ahora bien, descartar el riesgo de la vida individual equivale a crear autómatas. Sin el riesgo, la vida terminaría por reducirse a un monótono encade-namiento de actos conocidos o previstos, cuyas repe-ticiones tendrían el carácter de una letanía deses-perante. Que aquellos que no ven en el ser humano más que un perfecto productor y un perfecto consumidor, que los “niveladores” persigan el aniquilamiento del riesgo, está bien. Ellos tienen el carácter. Los comunistas y colectivistas no sabrían realizar su ideal de sociedad sin personas que no fueran autómatas ¿Pero que nos digan que los individualistas anárquicos sólo “mencionan” el riesgo? ¡Vamos! La vida libre, la “verdadera vida”, la vida individualista es un riesgo continuo, es un esfuerzo constante, una experiencia que no cesa sino con la muerte.
El día en que el riesgo -bajo cualquier forma- sea desterrado de nuestro pobre y pequeño globo, arrastrará en sus ruinas al último de los individualistas.
Envejecer. La vida compleja
Saber que se envejece; darse cuenta de que los propios cabellos encanecen y la cara se agrieta; sentirse en la flor de la juventud ¿Qué importa, después de todo, que aparezcan cabellos grises o arrugas? Lo que importa es que no me sienta viejo ni envejecido. No se tiene sino la edad que se siente: es viejo el que se siente viejo. Es cierto, existe el ridículo social y las conven-ciones gregarias, pero el que no las puede afrontar está condenado a tener la edad que le dan, o la que le demuestran.
Vivir una vida compleja no es cosa fácil, después de todo. Se podrían contar con los dedos de las manos los hombres aptos para vivir una vida realmente compleja, es decir, vivir contemporáneamente varias existencias sin que éstas se hurten o se confundan. ¡Que florecimiento de facultades en los seres capaces de manifestarse, de expandirse en múltiples actividades que no se estorben! ¡Qué riqueza, qué capital represen-taría esta acumulación de experiencias! Es infinitamente probable que el hombre del mañana no sea hombre de un sólo propósito –the man of one purpose– sino el hombre de las múltiples posibilidades, los múltiples razonamientos, suficientemente potente y enérgico para conducir simultánea y paralelamente varias existencias. Me gusta creer que será maravillosamente ayudado por innumerables asociaciones voluntarias que se darán como objetivo -cada una en su propia esfera- no dejar inexplorado ningún campo en el que sea agradable al hombre realizar investigaciones y experiencias.
Fe
Sin duda los fanáticos, los entusiastas de los siglos en los que imperaba la creencia, tuvieron fe. La fe como ”subsistencia de las cosas que se esperan”, como “demostración de las cosas que no se ven”. Y por la fe, “ellos hicieron grandes cosas”. Perseveraron pese a los tormentos. Fueron lapidados, golpeados, torturados, quemados sin renegar de sus propias creencias, sin que una sola nube ofuscase su visión. En el origen, eran un puñado de hombres. Más caían, más eran legión. Y no fueron solamente los discípulos de un Cakya-Mouni o de un Jesús de Nazareth; o los adoradores de Jehová, o los seguidores de Mahoma. Durante los períodos de gran crisis, en tiempos de represión intelectual, de revolucio-nes, de guerras, siempre hay seres que se elevan, seres que “tienen fe” en un mejor devenir social o en el triunfo final de su patria. Seres que se sacrifican por la libre expresión del pensamiento. Por la concepción de una futura sociedad. Por un ideal que jamás verán al alcance de sus manos. Para conquistar, conservar o perder una libertad que la muerte les impide disfrutar.
Pero ustedes me dicen que han perdido la fe en lo invisible, o, tal vez, que no la tuvieron nunca. O también que “vivimos de buenas sopas y no de bellas palabras”. O más, que “cada felicidad que la mano no alcanza es sólo un sueño”. Que no se quieren sacrificar por un ideal. O hacer el más mínimo esfuerzo por el ignoto mañana. En fin, que quieren vivir enseguida, sin preocuparse por seguir quimeras.
Y se preguntan -reacción atávica- si no son arrastrados en realidad por esa duda que atormenta a los ascéticos. Si por casualidad no han cambiado ama-pola por ortiga. Y se muestran sin energía ni iniciativa. Ningún horizonte se abre, el cielo es bajo y el aire irrespirable. No hay objetivo ¡Y así los encontró el final del día!
Bien, no han sabido leer el libro de la vida. No recuerdan las lecciones más elementales. Vayan, pues, a contemplar la hierba que asoma entre los huequitos del adoquinado; o el arroyo que se hunde y gorgotea de roca en roca; o el pajarito que se ejercita en el vuelo; o la araña que comienza a tejer su nueva red. Suban, entonces, y observen, escuchen. Cada cosa, cada ser les dirá su fe en sí mismo. La fe en el cumplimiento de su razón de ser hasta que exista como cosa, hasta que viva como ser. La fe en su propia obra. Su fatiga presente, por poco importante o insignificante que pueda parecer. Su fe en el resultado de su esfuerzo actual, aún cuando el anterior haya fallado. Una fe tan poderosa y práctica que produjo el milagro de la continuidad de la existencia a pesar de todas las agitaciones geológicas y las modificaciones meteorológicas. A despecho de las destrucciones y las depredaciones de aquel destructor sin escrúpulos que es el hombre.
Tener fe en sí mismo. Fe en aquello que se emprende, en el propio esfuerzo. En la obra a la que nos dedicamos. Actualmente. Por hoy mismo, vale decir, por el pasado que no es más que el presente que acaban de recorrer, y por el futuro en el que penetran a cada instante. Por todo lo que están por ser, porque devienen continuamente. Por todo lo que están a punto de hacer, porque sus pies siempre pisan el estribo ¿Qué importa lo Invisible, lo Indefinido, lo Ideal? ¿No son ustedes la Rea-lidad? ¿La obra de sus manos no es la prueba de que son más que una sombra? Pónganse en movimiento, entonces. El resto -entusiasmo, ardor, perseverancia, tenacidad, búsqueda del riesgo y desprecio por el peligro- vendrá por añadidura.
¿Es esto lo que ustedes llaman vivir?
Levantarse con la aurora. A buen paso, o apro-vechando algún medio de locomoción rápido, ir al traba-jo. Es decir, recluirse en un local más o menos espacio-so, más o menos privado de aire. Sentado delante de una máquina, teclear sin descanso para transcribir cartas de las que no se compilaría ni la mitad si fueran escritas a mano. O fabricar, accionando algún instrumento mecá-nico, objetos siempre iguales. O no alejarse nunca de un motor para vigilar su funcionamiento. O, en fin, mecáni-ca y automáticamente, recto frente a un telar, repetir continuamente los mismos gestos, los mismos movi-mientos. Y esto por horas y horas, sin variar, sin distra-erse, sin cambiar de atmósfera ¡Todos los días!
¿Es esto lo que ustedes llaman “vivir”?
¡Producir! ¡Producir más! ¡Producir siempre! Como ayer, como antes de ayer. Como mañana, si no nos sorprende la enfermedad o la muerte ¿Producir? Cosas que parecen inútiles, pero de las que no es lícito discutir la superficialidad. Objetos complicados de los que no se tiene sino una parte en la mano, y quizá una parte ínfima. Objetos de los cuales se ignora el conjunto de las fases que atraviesa su fabricación ¿Producir? Sin conocer el destino del propio producto. Sin poder negarse a producir para quien no nos agrada, sin poder dar prueba de la más pequeña iniciativa individual. Producir: ahora, rápido. Ser un instrumento de produc-ción que se estimula, se aguijonea, se sobrecarga, que se extenúa hasta el completo agotamiento ¿Eso es lo que ustedes llaman “vivir”?
Partir de mañana a la caza de una jugosa clientela. Perseguir, engatusar al “buen cliente”. Saltar al auto, del auto al colectivo, del colectivo al tren. Rendir cincuenta visitas por jornada. Desangrarse para sobreva-luar la propia mercancía y devaluar la ajena. Volver tarde, sobreexcitado, harto, inquieto, hacer infelices a los que nos rodean, estar privado de toda vida interior, de todo arranque hacia una mejor humanidad.
¿Y es eso lo que ustedes llaman “vivir”?
Secarse entre las cuatro paredes de una celda. Sentir lo desconocido de un futuro que nos separa de los nuestros, los que sentimos nuestros al menos, por afecto o por haber compartido riesgos juntos. Tener, si se está condenado, la sensación de que nuestra propia vida huye, que no hay nada más que podamos hacer para determinarla. Y esto por meses, años enteros. No poder luchar más. No ser más que un número, un juguete, un harapo, una cosa matriculada, vigilada, espiada, explo-tada. Todo en medida mucho mayor a la pena fijada en relación al delito.
¿Y es eso lo que ustedes llaman “vivir”?
Vestir un uniforme. Por uno, dos, tres años, repetir incesantemente el acto de matar hombres. En la exuberancia de la juventud, en plena explosión de virilidad, recluirse en inmensos edificios donde se entra y se sale a horas fijas. Consumir, pasear, despertarse, dormir, hacer todo y nada a horas establecidas. Y todo eso para aprender a manejar instrumentos capaces de quitar la vida a individuos desconocidos. Para pre-pararse a caer muerto un día por un proyectil que viene de lejos, disparado por alguien también desconocido. Entrenarse para morir, o producir la muerte. Ser instrumento, autómata en las manos de privilegiados, poderosos, monopolistas, acaparadores porque no se es privilegiado, ni poderoso ni dueño de hombres.
¿Es eso lo que ustedes llaman “vivir”?
No poder aprender, ni amar, ni estar en soledad, ni derrochar el tiempo a gusto propio. Tener que estar encerrado cuando el sol brilla y las flores emborrachan el aire con sus efluvios. No poder ir hacia el trópico cuando la nieve golpea las ventanas, o hacia el norte cuando el calor se hace tórrido y la hierba se reseca en los campos. Encontrar delante de sí, siempre y donde sea, leyes, fronteras, morales, convenciones, reglas, jueces, oficinas, cárceles, hombres en uniforme que mantienen y protegen un orden de cosas mortificante.
¿Y es eso lo que ustedes llaman “vivir”? ¿Ustedes, enamorados de la “vida intensa”, aduladores del “progreso”, todos ustedes, los que empujan las ruedas del carro de la “civilización”? Yo llamo a eso vegetar. Lo llamo morir.
La villa individualista
Los individualistas siempre han demostrado un interés particular en las llamadas colonias: ambientes libres, realizaciones vitales, trabajo en común.
La razón de este simpático interés se debe a la admiración del esfuerzo que realiza un grupo de hombres más o menos numeroso con el fin de crear, en el seno de una sociedad regida por leyes y por un conformismo general, islas u “oasis” en los que se esforzarán por materializar el propio ideal. Todavía no es posible que estos “oasis” puedan escapar a las imposiciones de la sociedad que los circunda, salvo en casos excepcionales. Los individualistas siempre han observado en sus fundadores, iniciadores y participantes la determinación de liberarse de estas imposiciones o, al menos, reducirlas al mínimo posible con la voluntad de perdurar a pesar de todos los obstáculos y los proble-mas. Que estos intentos hayan tenido un resultado favorable o no, que hayan fundado sus esperanzas en un principio a-religioso o religioso, no tiene mucha importancia. Lo que interesa no es tampoco cuánto tiempo se mantuvieron en pie, sino su resistencia a todos los factores internos y externos que se coligaban -o se coaligan- para minarlos, disolverlos y hacerlos desaparecer.
El problema es que, sacrificando todo al común denominador, estos “comunitarios” se encuentran extra-ñados frente a la concepción de una “unión” basada en la “soberanía del individuo”. ¿No es posible, entonces, imaginar una formación que tenga como objetivo la independencia del individuo y no la preocupación común por el equilibrio entre la producción y el consumo?
Si la preocupación mayor de ciertos “únicos” de “nuestro” mundo consiste en vivir juntos sin sacrificar nada de la propia autonomía individual, ¿cómo se resuelve el problema?
¡Libertad de soledad y libertad de compañía! Respeto absoluto a la persona, a lo que le pertenece y a lo que depende de él; y cumplimiento leal de las conven-ciones libremente fijadas. Esos son algunos de los fun-damentos sobre los que podría apoyarse el funciona-miento y el desarrollo de una villa de este tipo, que no tendría la pretensión de ser ejemplo de nadie ni de prefigurar una sociedad futura, y menos de resolver la cuestión social. El objetivo sería celebrar una reunión permanente en un lugar establecido, una cita de amigos, de compañeros individualistas, de “únicos” ligados unos a otros por pensamientos parecidos, por el mismo desprecio a la hipocresía, al doble juego, a los prejuicios sociales, morales e intelectuales que hacen del ambiente social la morada de la demencia y el asilo de la inco-herencia.
Estas líneas no tienen otro fin que “lanzar” una idea que probablemente tenga un resultado práctico en el futuro, o tal vez caiga en la más completa indi-ferencia.
El peligro mediocrático
Hay un peligro más grave que el reaccionario, el clerical y el social-comunista: el peligro mediocrático. Antes que nada, si los términos mediocracia y mediocrá-tico son comprensibles por sí mismos -la mediocracia es el reino, el régimen, la dominación de los mediocres- ¿qué se entiende por mediocre? El hombre mediocre es el hombre medio, indiferente, apático, menos que común. Es el hombre que teme la originalidad com-bativa, la iniciativa dispendiosa; que se horroriza ante la pasión que absorbe, el esfuerzo que consume, la espontaneidad que exalta, la aventura que forja el carácter, la agudeza imprevista de la intuición y la percepción. Mediocre es el hombre que no es movilizado ni por las fuerzas que lo enalzan ni por las que lo degradan; que acepta de buena gana ser un meneur, un agitador, a condición de que su mentalidad no supere la de sus súbditos, así como acepta ser gregario si su guía no lo asusta con el ardor de su temperamento o la originalidad de sus concepciones. El hombre mediocre siempre está dispuesto a alistarse, matricularse y jun-tarse a condición de que no lo atemoricen con cláusulas estatutarias demasiado gravosas. El está listo a participar en todos los intentos destinados a mejorar su suerte sólo si esos intentos no lo obligan demasiado a reflexionar o cooperar ostensiblemente. No es muy virtuoso y es modestamente vicioso. El es en todo y por todo un mediocre.
La actividad crítica
No hay que engañarse; los individualistas anár-quicos son unos negadores, destructores, demoledores…
Son aquellos que “en nada creen” y “nada res-petan”. Nada, en realidad, es protegido de su crítica disgregadora. Nada es sagrado para ellos.
¿Cuándo criticar?
A cada instante. No hay un suceso, un hecho histórico que no dé pie a la crítica; no hay un sufrimien-to, un dolor, un tormento que no dé la ocasión a la crítica. No hay un drama humano que no ofrezca mate-rial a la crítica.
¿Dónde criticar? En todos los ambientes.
¿Cómo criticar? Con entusiasmo. Con coraje. Con sinceridad. El individualista critica como si dependiera de él la posibilidad de que en ese instante todo su entorno se transformara en individualista anár-quico. Sin preocuparse de las jugadas de los que lo precedieron, de sus errores, de su inanidad. Con la esperanza y la convicción de que el resultado que obtenga mañana valdrá más que el de hoy.
¿Con qué medios?
Con miles de medios. Con todos los medios. Con la palabra, la pluma, la acción. Con el diario, el opúsculo, el libro. Con la discusión, la conferencia, la confrontación. Con una vida de refractario. Con una existencia de marginal. Con el ejemplo.
¿Por qué criticar?
No por diletantismo o snobismo. No para tener secuaces, discípulos. No para hacer número. Sí para hacer tabula rasa. Y una vez desembarazado, liberado; una vez despejados el cerebro, la razón y el sentimiento para vibrar a su gusto, a cada uno le queda la tarea de edificar su propia concepción de la vida, completarse, fabricar la propia Ciudad interior.
Disfrutar físicamente
Yo quiero vivir. Vivir quiere decir apreciar la vida. Individualmente. Por eso sólo me siento vivir a través de mis sentidos. Por medio de ellos: de mi cerebro, de mis ojos, de mis manos, yo concibo el mundo exterior. No me siento vivir más que físicamente, materialmente. Es material la sustancia gris que llena mi cráneo. Son materiales mis músculos, mis nervios, mis venas, mi carne. Alegrías y dolores, emociones y goces mentales, sensuales, gustativos, olfativos, aumentan o restringen el funcionamiento de los órganos esenciales. No hay nada en todo esto que no sea actual, natural, tangible, aún medible.
No tengo otro ideal que el de disfrutar física y materialmente de la vida. No clasifico los goces en superiores o inferiores, buenos o malos, útiles o nocivos, favorables o inconvenientes. Son útiles los que me hacen amar más la vida. Nocivos los que me hacen odiarla o depreciarla. Favorables son los disfrutes que hacen que me sienta vivir más ampliamente, desfa-vorables aquellos que contribuyen a disminuir en mí la sensación vital.
Me siento un esclavo apenas consiento que los demás juzguen mis pasiones. No porque no sea realmente apasionado, sino porque quiero razonar mis pasiones y tornar apasionada mi razón.
La vida sensual. Camaradería amorosa
Por qué las abejas engordan a sus madres en tanto que nosotros sólo lo hacemos con nuestras cantan-tes de ópera. Es una cuestión digna de ser meditada.
Bernard Shaw, Hombre y Superhombre, 1946
Consideraciones sobre la idea de libertad
Antes de exponer el punto de vista individualisa anárquico frente a la cuestión “sexual”, es necesario ponerse de acuerdo sobre la expresión “libertad”. Se sabe que la libertad no podría ser un fin, ya que no hay libertad absoluta; como tampoco hay verdad general, prácticamente hablando. No existen sino libertades parti-culares, individuales. No es posible escapar a ciertas contingencias. No se puede ser libre, por ejemplo, de no respirar, de no asimilar y desasimilar… La Libertad, como la Verdad, la Pureza, la Bondad, la Igualdad, no es más que una abstracción. Y una abstracción no puede ser un objetivo.
Considerada, al contrario, desde un punto de vista particular, dejando de ser una abstracción, tornán-dose una vía, un medio, la libertad se comprende. En este sentido, se reclama la libertad de pensar, es decir, de poder, sin ningún obstáculo exterior, expresar de palabra o por escrito los pensamientos de la forma que se presentan ante el espíritu.
Es precisamente porque sólo existen las libertades particulares por lo que podemos, saliendo del dominio de lo abstracto, colocarnos sobre un terreno sólido y afirmar que “nuestras necesidades y nuestros deseos” -mejor que “nuestros derechos”, expresión abstracta y arbitraria-, han sido rechazados, mutilados o encubiertos por autoridades de diversos órdenes.
Vida intelectual, vida artística, vida económica, vida sexual: los individualistas reclaman para ellas la libertad de manifestarse plenamente, según los indivi-duos, a tenor de su libertad, fuera de las concepciones legalistas y de los prejuicios de orden religioso o civil. Reclaman para ellas, consideradas como inmensos ríos por donde se vierte la actividad humana, que puedan resbalar sin ningún obstáculo; sin que las esclusas del moralismo y el tradicionalismo atormenten o enloden su caudal. Mejor aún, sin que perturben las libertades con sus errores impetuosos, con sus nerviosos sobresaltos, con sus impulsivos retrocesos. Entre la vida al aire libre y la vida de bodega, elegimos la vida al aire libre.
¿Qué es el amor?
El amor es uno de los aspectos de la vida, y el más difícil de definir, porque son muy diversos los pun-tos de vista desde los cuales se puede considerar. Algu-nas veces llaman amor a la satisfacción de la necesidad sexual, a una emoción, a una sensación que escapa a la reflexión; otras veces a un sentimiento que nace de la necesidad espiritual de camaradería íntima y afectuosa, de amistad profunda y persistente. Otras veces es aún, además de todo esto, un acto reflexivo de voluntad del que se presume haber ponderado las consecuencias. El amor es también una experiencia de la vida personal: aquí, experiencia impulsiva, capricho puro; allá, expe-riencia que puede prolongarse muchos años o toda una vida.
Aunque el amor no escapa al análisis más que los otros dominos de la actividad humana, su análisis presenta dificultades. El amor se sitúa “más allá del bien y del mal”. Algunos lo pintan “enfant de Boheme”; otros le atribuyen “razones que la razón ignora”; muchos lo consideran “más fuerte que la muerte”. Es, esen-cialmente, de naturaleza individual. Si es sentimiento, también es pasión. Cuando se vuelve el resorte de una vida afectiva intensa -sentimiento o pasión- influye sobre el carácter, despierta el espíritu, conduce hasta el “heroísmo”; pero trae de la misma forma el desaliento, la tristeza, el sombrío desasosiego. En fin, si el razona-miento y la voluntad pueden, en ciertos casos, canalizar, encauzar la expansión, no quitan por eso al amor su carácter de sentimiento o de pasión.
Las cosas están determinadas de tal modo que el género humano se halla compuesto de seres de sexos diferentes cuya aproximación es indispensable para perpetuar la raza.
Hasta el día en que se pueda fabricar seres -sin sexo, cabe esperar- en los laboratorios de biología, esta indispensabilidad continuará, y como el alba de este día podría tardar demasiado en brillar, sería acaso necesario no tenerlo muy en cuenta para nuestras conclusiones[1].
Pero no solamente la continuación de la especie humana está ligada a la atracción de ambos sexos: la naturaleza ha hecho que los dos sexos se atraigan mutuamente y que el acto sexual sea el manantial de una felicidad voluptuosa que el ascetismo depravado y el puritanismo farisaico intentan deshonrar o tachar de infamia, pero que no lograrán nunca hacerla considerar como malsana, en tanto forme parte de la naturaleza humana.
El hecho mismo de que la procreación pueda ser voluntaria y que su ejercicio sea consecuencia de la libre elección de la mujer no suprime en nada esa atracción sexual.
Los sexos se atraen mutuamente, se buscan naturalmente, normalmente: este es el hecho original, primordial, la base fundamental de las relaciones entre las dos mitades del género humano.
Por otro lado, es una locura querer reducir el amor a una ecuación o limitarlo a una forma única de expresión. Aquellos que lo intentaron se dieron cuenta bien pronto de que habían equivocado el camino. La experiencia amorosa no conoce fronteras. Varía de individuo a individuo.
El ambiente social y las relaciones sexuales
Sensuales, sentimentales o afectivas, se impri-me a las relaciones sexuales una gran duplicidad. Se afecta conocer solamente una especie de amor: el legal, es decir, la unión para toda la vida de dos seres que antes del “matrimonio” no se conocían, que disimulan su verdadero carácter y que, a pesar de la posibilidad del divorcio, difícilmente podrían separarse sin graves inconvenientes económicos o sociales.
La unión libre misma se diferencia muy poco del casamiento cuando se acomoda a las costumbres. Por respeto a las conveniencias, gran número de individuos “volubles” por naturaleza, deben parecer “constantes”. De ahí, cohabitaciones que resultan verdaderas torturas y refugios de hipocresía doméstica. De ahí un refina-miento de bajezas por parte de los cónyuges, que se esfuerzan por ocultarse uno al otro su verdadero tempe-ramento, tramando intrigas que, para ser llevadas a cabo, requieren la metira permanente. Como conse-cuencia: disminución del carácter, reducción general de la personalidad.
¿Hay algo menos normal que las consecuencias prácticas, en la vida de algunas mujeres, de concepcio-nes tales como la castidad y la pureza sexual? ¿La infamia, aceptada por todos, que tolera dos morales sexuales, una para la mujer y otra para el hombre? ¿Existe un dominio donde la mujer sea más esclava, donde se la haga más ignorante y sea puesta más pesadamente bajo el yugo?
Toda sociedad legal y obligatoriamente cons-tituida no puede ser sino hostil al amor irregular. Para considerar el modo de expresión normal del amor, la atracción sexual natural, es necesario que la preocu-pación acerca de la anatomía individual predomine sobre todas las demás.
Al amor esclavo, la única forma de amor que pueden conocer las sociedades autoritarias, el indivi-dualista anárquico opone el amor libre. A la dependencia sexual, es decir, al concepto dominante que exige que la mujer sea, la mayoría de las veces, nada más que carne de placer, el individualista opone la libertad sexual; dicho de otra manera: la facultad para los individuos de ambos sexos de disponer a su antojo de su vida sexual, de determinarla según los deseos y las aspiraciones de su temperamento sensual o sentimental.
Teoría de la libertad sexual
Cuando los individualistas reivindican la libertad sexual, ¿qué quieren decir? ¿Es la “libertad de la violación” o de la depravación que reclaman? ¿Aspiran al exterminio del sentimiento en materia amorosa, a la desaparición de la ternura o del afecto? ¿Glorifican, acaso, la promiscuidad inconsciente o la satisfacción bestialmente sexual? No, cuando reclaman libertad sexual quieren sencillamente que todo individuo pueda disponer a su antojo y durante todas las circunstancias de su vida sexual -según el temperamento, sentimiento o razón propias-. Atención: su vida sexual, que no im-plica la de los otros. No reclaman, tampoco, una libertad sexual ajena a la educación sexual. Creen por el contrario que, gradualmente, en el período que precede a la pubertad, el ser humano no debe ignorar nada de lo que concierne a la vida sexual -en otras palabras: la atracción ineluctable de los sexos-, sea considerada desde el punto de vista sentimental, emocional o fisiológico.
Así, “libertad de la vida sexual” no es sinónimo de “perversión” o de “pérdida de la sensibilidad sexual”. La libertad sexual es exclusivamente de orden indi-vidual. Presupone una educación de la voluntad que permita a cada uno determinar por sí mismo el punto donde cesa de ser dueño de sus propias pasiones o inclinaciones; educación quizás mucho más instintiva de lo que parece a primera vista. Como todas las libertades, la libertad sexual requiere un esfuerzo, no ya de abstinencias -la abstinencia vital es una prueba de insuficiencia moral, al igual que la depravación es un signo de debilidad moral- sino de juicio, de dis-cernimiento, de clasificación. En otros términos, no se trata tanto de la cantidad o del número de experiencias, como de la calidad del experimentador. Para concluir: la libertad de la vida sexual queda unida, en el sentido individualista, a la educación sexual preparatoria y la potencia de determinación individual. Julio Guesde escribía en 1873, en su Catecismo Socialista: “Las relaciones sexuales entre el hombre y la mujer, fundadas sobre el amor o la simpatía mutuas, llegarán a ser entonces tan libres, tan variables y tan múltiples como las relaciones intelectuales y morales entre individuos del mismo sexo o de sexo diferente”. Nosotros, realistas, actualistas, afirmamos esa tesis de que las relaciones sexuales entre el hombre y la mujer (exceptuando, como se comprende, la cuestión de los temperamentos personales), pueden ser desde ahora tan libres, tan variables, tan múltiples, como lo son o deberían serlo las relaciones intelectuales o morales entre los humanos.
La educación sexual
Creemos que los espírutus de vanguardia, los emancipadores, deberían preocuparse de preconizar la educación sexual mejor de lo que lo hacen; no dejar jamás escapar la ocasión de propagar y de afirmar su importancia. No solamente el ser humano debe conocer qué delicias -sentimentales, emocionales, físicas- nos reserva la vida sexual, sino también qué responsa-bilidades implica. Una educación sexual seria no debería ignorar el problema de la procreación voluntaria o la tesis que expone aquello de que “es a la mujer a quien pertenece elegir el momento de la concepción…”. O aún esta opinión extrema: “en una sociedad que no ha puesto a sus mujeres en estado de evitar una maternidad no deseada, ellas tendrían el perfecto derecho de abandonar su prole a los cuidados de la colectividad”. O, en fin, las precauciones a tomar para evitar los peligros temibles de las contaminaciones venéreas. La propaganda de la libertad del amor es indispensable para conducir a cada uno a la reflexión seria sobre este costado de la existencia, comúnmente velado por el misterio o tratado demasiado a la ligera.
Los individualistas no separan “libertad de vida sexual” de “educación sexual”. Y conviene que el que sepa instruya al que ignore. Es de una lealtad elemental.
Contrariamente a los prejuicios de orden religio-so o civil, los individualistas consideran la cuestión de las relaciones sexuales del mismo modo que la cuestión intelectual o cualquier otra cuestión. No excluyen la voluptuosidad sexual de las experiencias de la vida: la colocan sobre el mismo plano que la voluptuosidad intelectual (artística, literaria, etcétera), que la volup-tuosidad moral o la voluptuosidad económica.
Cuando los individualistas reivindican la libertad de la vida sexual -en todas las circunstancias: tanto fuera como dentro de la unión-, no se pronuncian ni a favor ni en contra de la unicidad o la pluralidad en el amor. Dogmatizar en un sentido o en el otro es igualmente antiindividualista.
Los individualistas piden que no se califique de más o menos legítima, de superior o de inferior, la experiencia amorosa, según sea simple o plural. Reclaman que se instruya de todas estas cosas a todos los seres, y que el padre, la madre o el compañero no aprovechen su situación privilegiada para mantenerla ocultas ante quienes tienen una obligada confianza en ellos. A cada uno de los instruidos corresponde deter-minar su vida sexual como le plazca, variar las expe-riencias o quedarse con una sola; en una palabra “disponer a su antojo”.
Haciendo penetrar en las experiencias de la vida cotidiana los fenómenos afectivos, los individualistas no quieren disminuir la importancia del factor “amor” en la evolución de la existencia humana.
Ciertas desilusiones y ciertos disgustos serían ahorrados si algunos hechos de la vida, en vez de ser considerados definitivos, aparecieran como temporales, modificables, revisables: esencialmente variables. Esto que se acepta ya desde el punto de vista científico, intelectual, desde todos los puntos de vista, no sabemos por qué no se puede aceptar desde el punto de vista sentimental, afectivo o sexual. Por otra parte, no basta con aceptar esta idea hipócritamente y practicarla clandestinamente. Los individualistas reclaman para la búsqueda y la práctica de “la libertad sexual” la misma publicidad que para las otras “libertades”, convencidos de que su desarrollo y evolución se hallan ligados no solamente al crecimiento de la fidelidad individual y colectiva, sino además, en gran parte, a la desaparición del régimen autoritario.
La emancipación sentimental
La emancipación sentimental consiste, desde nuestro punto de vista, no en negar, en inferiorizar, en desvalorizar el sentimiento (bella tontería), sino en situarlo en su lugar: el plano físico, fisiológico. En todos los medios hay demasiadas personas inclinadas a poner el sentimiento (la simpatía sexual o amorosa) en un plano metafísico. Es conveniente que el individualista se emancipe de esta ilusión. El sentimiento es la percepción que experimenta, la emoción que siente el Yo puesto en presencia de uno o varios no yo -el yo intuitivo y sentimental, el yo sexual si se quiere-. La impresión sentimental que uno o varios no yo producen puede ser más o menos impulsiva, viva, fuerte, marcada, duradera: esta impresión no es ni rústica ni inexplicable; puede ser perfectamente dilucidada, razonada, analizada. Es una manifestación de los sentidos parecida a las demás: no es ni más ni menos moral; es, simplemente, “más allá del bien y del mal”.
El sentimiento es de orden individual, pero es suceptible de educación, de conversación, de cultura intensiva y extensible, como todo lo que pertenece al dominio de los sentidos, todo lo que empuja a la sensibilidad. Se puede querer ser más sentimental de lo que se es, y esto puede alcanzarse, así como se puede llegar, por medio de cuidados apropiados, a hacer dar a un árbol o a una tierra frutos más bellos o espigas más grandes. Se puede educar con miras a ser amante, tierno, afectuoso, acariciador, como puede educarse para ser marino o asimilar una lengua extranjera. Claro está que es cuestión de temperamento; pero es también cuestión de voluntad: de reflexión, de búsqueda del goce personal.
Así, pues, desde el punto de vista sentimental, se ha emancipado todo el que hace entrar el sentimiento en su cuadro, el cuadro de las manifestaciones de la sensibilidad individual, entre los productos de la consti-tución vital de la personalidad. Se ha emancipado, sentimentalmente hablando, todo el que considera al sentimiento como un producto suceptible -como todos los productos de la sensibilidad humana- de perfeccio-namiento, de desarrollo, de intensificación o viceversa.
La ruptura
Las palabras SIEMPRE y NUNCA tienen una apariencia demasiado dogmática para formar parte del vocabulario individualista.
La experiencia de camaradería amorosa comienza en el momento en que dos seres se gustan, si no en detalle, al menos a grosso modo. Generalmente esto ocurre sin preocuparse del porvenir, y puede también producirse después de una larga reflexión. Puede tener lugar cuando uno ama en general y el otro desea en particular. Desde el momento en que uno de los participantes declara de antemano que no considera la experiencia amorosa como un capricho, el ensayo se prolonga bastante tiempo para saber realmente si se está o no de acuerdo. Entre nosotros existe demasiado espíritu científico para sacar una conclusión de un encuentro fortuito. Sabemos perfectamente que, del mismo modo que una golondrina no hace la primavera, una o dos horas de amor tampoco revelan todo lo que sus protagonistas son capaces de manifestar.
Teóricamente, la experiencia amorosa puede durar una hora, un día, diez años. Puede durar el espacio de un instante o prolongarse una vida entera. Prácticamente, ella cesa cuando los que la vivieron están de acuerdo en ponerle fin, o cuando el que manifiesta el deseo de interrumpirla obtuvo la adhesión sincera de su coexperimentador. Imponer a un compa-ñero la ruptura de la experiencia amorosa es un acto de autoridad -voluntario o no-, como también es un acto de autoridad imponer el fin de la cohabitación. Hacer aceptar una ruptura amorosa requiere un tacto refinado, una delicadeza extrema, precauciones varias. Las palabras perversas, las insinuaciones malévolas, los reproches agrios son armas a las que los individualistas no acudirán jamás. Su mayor preocupación será evitar el sufrimiento de los que pretenden abandonar. La práctica del amor plural permite, además, la prolongación de la experiencia amorosa y evita toda brusquedad. De cualquier forma, siempre es entre compañeros que se pone fin a la experiencia amorosa: sin ofensa, con dulzu-ra; entre compañeros dispuestos a volver a empezar mañana, si fuera el caso. Entre nosotros ninguna expe-riencia, de ninguna clase, se acaba definitivamente.
Las naturalezas inconstantes, si se declaran enseguida, dan oportunidad a los que temen sufrir de saber cómo comportarse, a qué atenerse. De tal modo, no hay posibilidad de disimulo, de fraude, de engaño. Un compañero puede amar, por ejemplo, a “A” con intención de prolongar la experiencia amorosa y vivir juntos; amar a “B” con el mismo espíritu pero exclu-yendo la cohabitación; y a “C” y “D” por puro capricho. Lo que importa es dar a conocer las propias intenciones.
Si para los individualistas imponer la ruptura en materia amorosa puede considerarse una función de la conservación de la independencia de la personalidad, esa ruptura no puede efectuarse en perjuicio del compañero al que se le impone. Algunos individualistas llegan a sostener que aquel que desea el alejamiento debe asegurarse de que el otro haya encontrado un equivalente a la pérdida o, caso contrario, procurárselo. El método de la equivalencia, dicen ellos, es el único científico: responde a la idea de la compensación de las energías. Cierra el camino a la arbitrariedad. Sin él, el elemento compensador estalla en las “represalias”, inadmisibles entre buenos compañeros.
Dicho esto, es claro que, en último análisis, resulta cómodo imponer una ruptura. Pero no todas las personas reaccionan de la misma manera. Algunos aceptan la situación sin objeciones y otros se sienten empujados a presentar y hacer valer consideraciones de naturaleza particular. Estos últimos pueden alimentar la profunda convicción de que su amado se halla bajo el imperio de una influencia extraña o retrógrada. El indivi-dualista podrá defender su causa ante el compañero, y éste atenderá sus argumentos; examinará si éstos no son capaces de hacer modificar su decisión. El individualista podrá esforzarse en persuadir; si se siente empujado por su determinismo, volverá a la carga; insistirá, como hace con la propaganda cotidiana para atraer a los demás a las ideas que profesa. Y de esta insistencia no debemos extrañarnos.
Pero en ningún caso el que quiere imponer la ruptura y el que se opone recurrirán a la sanción legal o a la violencia física. El empleo de uno u otro de estos expedientes los excluirá ipso facto del medio indivi-dualista anárquico.
PASTILLAS DE LIMON* (Aforismos)
Hasta las nueve y cuarto, usted encontraba a la persona con quien había cohabitado durante tanto tiempo dotada de toda clase de atributos y cualidades sin rival; al escucharle, se diría la encarnación de un ideal, casi un ángel enviado desde el cielo para acompañarle y hacerle soportable la existencia terrestre. A las nueve y veinte se entera de que este ser único, extraordinario, perfección de perfecciones, ha dormido con alguien más -ayer, o la semana pasada, o hace un mes, o seis meses o hasta un año-. A las nueve y veinticinco -se necesitan cinco minutos para volver en sí- esta perfección de perfec-ciones se ha trocado para usted en un monstruo, quizá el más repugnante que la tierra haya encerrado; su presencia se le hace de repente odiosa, y para contra-rrestar la buena nueva no ve otro recurso que abandonar para siempre el techo bajo el cual han vivido juntos tantas horas de gozo y de aflicción.
Yo no sé en qué razones de orden moral -laicas, jurídicas o religiosas- pueda usted basarse; mas en cuanto a mí, le declaro francamente que no puedo concebir su conducta de otra forma que dictada por tres móviles: la ignorancia, la maldad o la demencia. Ahora bien, yo no deseo la compañía de ignorantes, malvados o dementes.
Seré cínico. Mantengo que la procacidad sexual -que nada tiene que ver con la libertad sexual- no produciría, si llegara a universalizarse, más males y miserias que la manera de concebir el matrimonio actual.
Por ser partidarios de la libertad sexual, el burgués nos juzga indiferentes, insensibles, vacunados contra el dolor o la pena resultante de la incompresión, equivocaciones, rupturas, separaciones. Y esto es conocernos mal. Aun-que debiéramos pasar por los sufrimientos más atroces, ser crucificados sentimentalmente, no queremos dictadu-ras en materia amorosa como no las queremos en materia política, económica, moral, intelectual; y no aceptamos en el dominio del amor la potestad del hombre sobre la mujer, como tampoco la de la mujer sobre el hombre.
Al tratarse de asociacionismo o de camaradería en el dominio intelectual, económico, científico o recreativo, todos los anarquistas o cada uno de ellos presentan sus proyectos, planes y sugerencias. Al tratarse de asocia-cionismo en materia sexual o de camaradería amorosa, los semblantes se ven apesadumbrados, los compañe-ros nos miran como a invasor inoportuno, las compa-ñeras como a un depravado.
El nacionalismo, el chauvinismo o la patriotería, la belicosidad, la explotación y la dominación se encuen-tran en germen en los celos, en el acopio, en el exclusivismo amoroso, en la fidelidad conyugal. La moralidad sexual aprovecha siempre a los partidos retrógrados, al conservadurismo social. Moraliteismo y autoritarismo están enlazados uno a otro como la hiedra al roble.
No es que quiera la muerte del amor, pero tengo miedo del amor muerto. A éste opongo el amor que vive, el que rompe las cadenas del prejuicio, echa abajo el antifaz del pudor, sale al paso con desdén; el amor por encima del bien y el mal, desembridado, suelto y desenfrenado, ebrio, afrodisíaco, silénico, plural, generoso, que no se niega. Lo opongo al amor pálido, achinelado, limitado, escaso, timorato, ignorante de la pasión y la aventura, pegado a la unicidad como un caracol a su concha, mezquino y que no se da porque es poco lo que puede ofrecer.
“Respetables” en materia de anarquía, al encontrarse se han mirado y susurrado: pornógrafo. Los pornógrafos, amigos míos, son aquellos que no pueden oír hablar de sexualismo, leer una descripción erótica o sentirse presa del deseo amoroso sin que esto les repugne, sin experimentar un sentimiento de repulsión. Los pornó-grafos son aquellos que se sienten asaltados en su interior cuando una nuca fresca, una garganta palpitante, una piel fina, unas caderas torneadas hacen bullir su sangre. Los pornógrafos son aquellos que se creen bajo el imperio del pecado cuando ante sus ojos pasa alguna visión de lujuria. ¡Ay, los impuros! ¡Ay, los esclavos!
La pareja que ignora “los amores laterales” termina por compenetrarse en la manera de ver las cosas, de sentir, hasta en las manías de uno y otro. Aquí su individualidad desaparece, su personalidad se anonada, se quedan sin iniciativa propia. Llegan a temer de tal forma la expe-riencia por sí misma que, anarquistas verbales, apenas si su vida difiere de la de los conservadores sociales más acabados.
Para mí la cuestión primordial es saber: la propaganda en favor del pluralismo amoroso, la conquista de la facultad de amar pluralmente, en su triple forma intelectual, sentimental y carnal, ¿no valora más la unidad humana? ¿Es que si acaso el individuo se permite conocer a otros más íntimamente, dejarse conocer más íntimamente por otros, no resplandece más ampliamente, no vibra con más intensidad, no aprecia con más holgura de espíritu los esfuerzos de sus camaradas, no se vuelve menos pobre, menos corto, menos mezquino en los contactos que determina la vida cotidiana? He ahí lo que a mí me interesa como realizador anarquista convencido de que la indigencia sentimental, la pobreza de lustre amoroso y el dogmatismo conyugal constituyen terrenos excelentes para el cultivo del espíritu ortodoxo o arquista.
No sé por qué la búsqueda de un placer sentimental por la satisfacción que pueda procurar, los refinamientos en el goce amoroso por el deleite que puedan dispensar, son considerados por algunos individualistas (!) como menos puros, menos elevados y hasta menos nobles que ir tras el placer intelectual por el contento cerebral que pudiera proporcionar. No comprendo cómo un anarquista se las arreglaría para componer una lista jerárquica de los diferentes goces: catalogar este gesto, catalogar tal o cual parte corporal como digna o indigna. Sin duda soy un gran “perverso” -a menos que no sea muy “puro”-; mas no llego a ver la menor diferencia cualitativa entre la mejilla o las nalgas de un hombre o de una mujer. No comprendo, pues, por qué ha de estar “bien” para los anarquistas descubrir las mejillas y “mal” poner las nalgas al desnudo.
No comprendo por qué entre algunos anarquistas es “elevado” el placer que se experimenta escuchando la bella música y “vil” el placer por el que nos guste sentir la carne estremecerse al contacto de nuestros besos. ¿Cómo podrá hacerse acordar una concepción anárqui-ca de la vida y una jerarquía de las sensaciones? Esto es lo que yo no alcanzo a entender.
¿Qué se entiende por camaradería amorosa? Una concepción de asociación voluntaria que engloba las manifestaciones amorosas, los gestos pasionales y voluptuosos. Es una comprensión más completa del compañerismo que el que sólo comporta camaradería intelectual o económica. Nosotros no decimos que la camaradería amorosa es una forma más elevada, más noble, más pura; decimos simplemente que es una forma más completa de compañerismo. Toda camara-dería que comprende tres, es, se diga lo se quiera, más completa de la que solamente comprende dos.
Individualistas, anarquistas materialistas y deterministas, dicen o escriben que ir tras el goce por el goce, el placer por el placer, es una equivocación, una ilusión. Nada espero después de la muerte, lo reitero, y no considero ni como una equivocación ni como una ilusión contemplar, al borde del mar, oír el murmureo de la ciudad; en un vergel, hacer crujir las manzanas a dentelladas. No considero tampoco una ilusión ni un engaño sentir en mis labios la presión de los labios de una mujer. Mi vida es demasiado corta -como la tuya- para que renuncie a la ocasión que se presenta de gozar de quien se ofrece, o provocar la oportunidad si fuera necesario.
Oigo decir que la monogamia es superior a otra forma cualquiera de unión sexual. Diferente, sí; superior, no. La historia nos muestra que los pueblos no monógamos en nada ceden, en cuanto a literatura o ciencia se refiere, a los monógamos. Los griegos eran disolutos, incestuosos, homosexuales, enaltecían a la cortesana. Observen la obra artística y filosófica que realizaron. Comparen la producción arquitectónica y científica de los árabes polígamos con la ignorancia y la tosquedad de los cristianos monógamos de la misma época. Además, no es cierto como se presume que la monogamia o la monandria sean naturales. Por el contrario, son artificiales. Donde quiera que sea, si el arquismo no interviene o da rienda suelta a su severidad (el arquis-mo, es decir, la ley y la policía) hay impulso a la promiscuidad sexual. Represéntense las bacanales, saturnales, florales de la Antigüedad -fiestas carnava-lescas medievales, kermeses flamencas, clubs eróticos del siglo de los enciclopedistas-, verbenas contempo-ráneas. Son reacciones que pueden gustarme o no, pero reacciones al fin. Lo que pasa es que el ambiente humano aguanta con mucho trabajo la sujeción mono-gámica o monándrica, y esa forma de unión sexual no es más que exterior. Esa es la verdad.
Yo no niego -no ha habido nadie que lo niegue- que la monogamia conviene a ciertos -pongamos muchos- temperamentos. Mas basándome en el estudio que he hecho de estas cuestiones, me reservo proclamar que la monogamia o la monandria empobrece la personalidad sentimental, estrecha el horizonte analítico y el campo de adquisición de las personas.
Practicar la “camaradería amorosa” quiere decir para mí ser un camarada más íntimo, más completo, más próximo. Y por el mero hecho de estar ligado por la práctica de la camaradería amorosa a tu compañero o tu compañera, tú serás para mí una o un camarada más cercano, más alter ego, más querido. Entiendo además servirme de la atracción sexual como de una panacea de compañerismo más amplia, más acentuada. Tam-poco he dicho nunca que esta ética estuviese al alcance de todas las mentalidades.
Se nos dice que es necesario indicar a qué puerto ha de ir a parar el individualista anarquista que se lanza al océano de la diversidad de las formas de vida senti-mental o sexual. El medio individualista anarquista al que yo pertenezco sustenta otro punto de vista. Nosotros pensamos que es a posteriori y no a priori, según la experiencia, la comparación, el examen personal, que el individualista debe decidirse por una forma de vida sexual antes que otra. Nuestra iniciativa y criterio existen para que nos sirvamos de ellos sin dejarnos disminuir por la diversidad o pluralidad de las experiencias. La tentativa, el ensayo, la aventura NO NOS DA MIEDO. Embarcarse trae consigo riesgos que conviene calcular, hay que mirar bien de frente antes de tomar el barco. Una vez sobre el mar, ya veremos por dónde empuja el viento; lo esencial es que fijemos los ojos en la brújula a fin de quedar con la completa lucidez, aptos siempre a faire le point. Calcular dónde estamos. Consideramos la vida como una experiencia, y queremos la experiencia por la experiencia misma.
* Fragmentos del libro La camaradería amorosa, Ed. Sarmiento, Buenos Aires, 193?.
Males mayores
La castidad
Vale la pena analizar el prejuicio de la castidad por el apoyo que proporciona a la concepción estatista y autoritaria del medio social actual. Doy el nombre de “prejucio” a la castidad porque, colocándonos desde el punto de vista de la razón y de la higiene biológica, es absurdo que un hombre o una mujer imponga silencio al funcionamiento de una parte de su organismo, renuncie a los placeres o gustos que este funcionamiento puede procurar, rehuse necesidades que son las más naturales. Desde este punto de vista, se puede atrevidamente afirmar que la práctica de la castidad, la observancia de la abstinencia sexual es una anormalidad, un expediente contra natura
En una revista inglesa, ya desaparecida, “The Free Review”, una mujer, Hope Clare, describió en términos sorprendentes las consecuencias de la castidad sobre la salud del elemento femenino de la humanidad:
“Diariamente se nos facilitan pruebas de los males físi-cos que engendra una virginidad larga o constante. La falta de uso debilita, trastorna todo órgano. Sólo los constituyentes pervertidos de las civilizaciones en deca-dencia se vedan el ejercicio de las funciones sexuales… Los primitivos son a este respecto mucho más sensatos que los civilizados. La naturaleza castiga con el mismo rigor tanto el abuso como la abstinencia. ¿Es realmente imparcial el asunto? Un disoluto puede pasar por una larga carrera de intemperancia sin que por ello su salud se resienta mucho; pero la virgen no sale tan fácil de los inconvenientes. El histerismo, la forma más conocida de enfermedad crónica, es el resultado casi inevitable del celibato absoluto. Se le encuentra con bastante más fre-cuencia en la mujer que en el hombre, y los especialistas más expertos están de acuerdo en reconocer que nueve veces de diez la continencia es la primera causa de esta afección. La menstruación, de importancia tan grande en la vida de una mujer, no se efectúa sin perturbaciones entre las vírgenes. Muy a menudo viene acompañada de padecimientos. El desarreglo tan profundo de la salud que se ceba en numerosas solteras no tiene otra razón de ser, llegando a originar gravísimas inflamaciones de los órganos de la reproducción. El estado de célibe es morboso: predispone el cuerpo a la enfermedad y al padecimiento. La anemia, la clorosis, son los resultados frecuentes de la virginidad continua. Cada día se cruza uno por las calles con las víctimas de esta violación de la naturaleza, fáciles de reconocer por sus rostros pálidos o amarillentos, ojos hundidos, miradas sin calor, paso flemático, sin agilidad. Se asemejan a flores marchitando prematuramente por la falta de un sol vivificante, pero que se abrirían si a tiempo fueran trans-portadas a una atmósfera de amor…”
Estas líneas justifican con plenitud el calificativo de “prejuicio” aplicado a la castidad. Este puede ser examinado tanto desde el punto de vista religioso como civil.
Los religiosos de la antigüedad consagraban al culto de sus dioses un cierto número de sacerdotes y sacerdotisas que hacían voto de no tener relaciones sexuales con nadie, y la violación de este voto se castigaba con atroces sanciones. Es evidente que la importancia que ocupa la vida amorosa en la existencia de los hombre los aleja de los “deberes” para con la Divinidad, les crea obligaciones y les procura dis-tracciones que van en perjuicio del culto que las entidades religiosas se ven en el caso de exigir a sus criaturas. Lo natural fastidia siempre a lo espiritual, lo físico a lo metafísico. Esta es la razón por la que los místicos consideran los gestos sexuales y el amor en general como llevando en sí un elemento de impureza, porque un “pecado” -el pecado por excelencia- hace bajar, establece el cielo sobre la tierra, lo divino en lo humano. Esta idea llega a su apogeo sobre todo el cristianismo: el amor sexual, carnal, es el pecado, y a título tal, desagradable a la santidad de la Divinidad. Además, el fundador, supuesto o real, del cristianismo, es un célibe, o, al menos, como tal nos lo presentan. El apóstol San Pablo, el gran propagandista cristiano, ve muy bien que, como último recurso, es mejor ceder al impulso sexual, es decir casarse, que “abrasarse”, pero a los ojos de Dios el estado de virginidad es lo más recomendable. Como es necesario otorgar a “la obra de la carne”, aunque sólo sea para asegurar la prolongación de la especie se autoriza en “matrimonio solamente”, y entonces el matrimonio llega a ser un sacramento, la unión de dos cuerpos y dos almas a un mismo tiempo; una unión basada en los votos perpetuos de fidelidad sexual, bendecida por el representante terrestre de la Divinidad y con el único fin de la procreación.
La concepción civil del matrimonio es una traducción laica de la idea religiosa. El oficial de estado civil no ejerce más que la simple función del sacerdote laico. Hasta que el magistrado no haya sancionado las relaciones sexuales por medio del matrimonio, el ciuda-dano debe, teóricamente, permanecer casto. Si se conduce de otra forma está expuesto a la desconsi-deración del medio social, especialmente en lo que se refiere a las damas. El Estado tiene, en efecto, un gran interés por que las relaciones sexuales tengan como corolario el establecimiento de la familia, porque ésta es la imagen reducida de la sociedad autoritaria. Autori-zados por leyes al respecto, los padres imponen a los seres que han echado al mundo -sin consultarles- un contrato cuyos términos les está prohibido discutir y que contiene en germen todo el contrato social: es en familia que el niño aprende a obedecer sin discutir, sin criticar, que se pone en la necesidad de contentarse con res-puestas evasivas o sin respuesta alguna cuando pide una explicación cualquiera; es en familia que se inculca al niño el interés de ser un colegial aplicado, buen soldado, trabajador, buen ciudadano. Cuando este niño deja la familia para fundar una nueva, posee ya todas las cualidades que se requieren para ser dominado o do-minar, ser explotado o explotar. Es decir, ser un buen sostén del Estado.
Ahora bien, la castidad en que se ha mantenido a la mujer y en la que ella misma se ha sostenido, la ha predispuesto admirablemente a representar su papel de buena madre de familia, de buena educadora, de buena ciudadana. Desde el momento en que lo natural está pa-ra minar o poner en peligro lo artificial, hay que renun-ciar a lo natural sujetándose a lo artificial. A esto condu-ce la práctica de la castidad en la mujer.
Allí donde el prejuicio de la castidad ha desapa-recido, en lo individual como en lo colectivo, los otros prejuicios antinaturales sobre los que reposan las con-venciones sociales no tardarán en desplomarse. La pros-titución se resquebraja igualmente si el medio social no se encuentra en la necesidad de consagrar una parte más o menos grande de su población a satisfacer las existencias anormales.
Los celos
Los sentimientos se hallan sujetos a enferme-dades, al igual que todas las facultades o funciones le-sionadas o desgastadas. La indigestión es una enferme-dad de la función nutritiva llevada al exceso. El cansan-cio es el surmenage producido por el ejercicio. La tisis pulmonar es la enfermedad del pulmón lesionado. El sacrificio es la ampliación de la abnegación. El odio es, a menudo, una enfermedad del amor. Los celos, otra.
Los celos revisten varios aspectos. Hay celos propietarios. Es la enfermedad del amor legal, sancio-nado o no por el código. Uno de los cónyuges considera al otro como “su propiedad”, como “cosa” suya, una “costumbre” de la que no puede escapar. Y no concibe ni que “su cosa” se retire ni que le quiten su poder. Esta forma de celo puede complicarse bajo la influencia de heridas de amor propio o agravarse bajo el imperio de consideraciones económicas.
Hay “celos sensuales” cuando uno de los par-ticipantes de la experiencia amorosa se halla “dis-minuido” por el cese de las relaciones amorosas que lo vinculaban con la persona que él ama todavía. Com-plicado con el deseo, el padecimiento se acrecienta ante el conocimiento de que un tercero disfruta los placeres que el enfermo se había reservado para él.
Existen también los “celos sentimentales”, que proceden del sentimiento de una disminución de la intimidad, un achicamiento de la amistad, un debilita-miento de la dicha. Sea o no explicable el eclipse del afecto que le produce la persona amada, el paciente siente que aquel amor del cual era objeto decrece, enferma y amenaza con apagarse. Entonces su moral y su físico se resienten. Se altera, incluso, su salud general.
Los celos sensuales o sentimentales pueden considerarse también como una reacción del instinto de conservación de la vida amorosa contra lo que amenaza su existencia.
Los “celos propietarios”, que no tienen nada de interesante desde el punto de vista individualista, van ligados a la desaparición de la idea de que un ser pueda pertenecer a otro como si se tratase de un bien mueble o un objeto cualquiera. Los “celos sensuales” se curan, generalmente, en cuanto el paciente encuentra otro individuo con el cual revive emociones y sensaciones más o menos semejantes a las perdidas con el ser que lo ha dejado.
Algunos hechos demuestran que los “celos sentimentales” son de mal curar, y a veces incurables. Se han visto seres recibir tal golpe de un desengaño amoroso que toda su vida quedó alterada. Se han visto hombres que edificaron sobre un afecto toda su vida sentimental y que, habiéndolo perdido, se sintieron a tal punto desconcertados que se dieron la muerte.
Los individualistas no niegan los celos más que la fiebre. Pero si es verdad que las experiencias sexuales difieren unas de otras, ¿cómo los celos, -forma morbosa más que enfermedad de amor- pueden existir? Un individuo, sujeto u objeto de una experiencia amo-rosa, ¿puede lamentarse o desolarse razonablemente por carecer de cualidades, de atributos necesarios para atraer a otro semejante? Una cosa es la experiencia sentimental, otra la experiencia sensual, y aún otra la elección de un procreador. Puede darse que el hombre que una mujer elija como procreador no sea aquel por quien ella siente su mayor afecto, y que busque en él ciertas cualidades físicas que le son indiferentes en el otro. ¿Puede uno estar razonablemente celoso del otro?
¿Se puede afirmar que, en la mujer, los celos sean prueba del amor? ¿No son, al contrario, el resultado de tantos siglos durante los cuales el sacerdote y el legislador no dejaron de repetirle que era posesión o cosa del hombre, que debía, a cambio, ser solamente suya, y que a su dueño le estaba prohibido tener a la vez dos cosas de su misma especie?
Si es cierto que el amor, una vez apagado, no vuelve a encenderse, no se puede negar que no haya dureza y hasta crueldad en abandonar al aislamiento y al dolor al ser que ama sinceramente y al cual se dio el motivo para contar con ser retribuido en su sentimiento. Casi siempre -cuando se trata de hombres conscientes, que hacen intervenir, en sus experiencias afectivas, la reflexión y la voluntad-, una explicación leal, seria, hace desaparecer las causas de la enfermedad.
Cuando el amor ha desaparecido realmente, la curación se obtiene con el razonamiento más que con la piedad. La piedad -que no hay que confundir con la benevolencia- es uno de esos remedios inciertos y equí-vocos que, en lugar de curar las enfermedades, las perpetúan.
Con frecuencia encontramos en la sociedad desgraciados que recurren a la violencia o a la intimi-dación para conservar el amor de quien pretenden amar. Cabe preguntarse qué puede quedar de un afecto que se prolonga bajo la amenaza del revólver. No se com-prende qué puede ganar quien mata a la persona amada. Sin premeditación, es un gesto de locura; pre-meditado, es una venganza. Ahora bien, sobre todo en el dominio de las cosas del corazón, la venganza es una acción vil.
A los “celosos convencidos”, que afirman que los celos son una función del amor, los individualistas les recuerdan que el amor, en su sentido más elevado, puede también consistir en “querer, por encima de todo, la felicidad de quien se ama”, en encontrar “la propia alegría en la máxima realización de la personalidad del objeto amado”. Este pensamiento, en quienes lo comparten y alimentan, termina casi siempre por curar los “celos sentimentales”.
En el fondo existe el temor de que estos diversos medios de emoción sean meros paliativos y no curen el mal más que superficialmente. En amor, como en todo lo demás, es la abundancia lo que aniquila los celos y la envidia. He aquí por qué la fórmula del amor en libertad, todos a todas, todas a todos, está llamada a ser la preferida del medio anarquista.
La coquetería en el amor
Tengo horror de la coquetería en el amor. Y no me simpatiza la mujer que, aún deseosa, se deja desear. Una resistencia prolongada me hiela la sangre y me alejo definitivamente cuando entran en juego las manio-bras destinadas a enmascarar la agudeza de la necesi-dad sexual. Ni la ingenuidad ni el concimiento son excu-sas suficientes para mí. Si no considerase el respeto y la estima como valores en desuso, éstos le cabrían a la mujer que se da. Que se da, no que se niega o que hace mercado de sí misma. Que se da, simplemente. Sin afeites, sin astucia, sin cálculos, sin sobreentendidos, sin fines ocultos. Sin pensar la fidelidad ulterior en términos de garantía. Sin interrogar al destino. Sin preocuparse si volverá a ver alguna vez a su amante. Que se aban-dona. Que dona su cuerpo. Y no sólo su cuerpo, sino sus caricias, su pasión, su sensibilidad. Sin una ostentación que contrasta con la intimidad natural del amor. Pero también sin un temor pueril respecto de la buena o mala opinión que su don puede generar. Dándose. Porque ama en general o desea en particular. A quien le gusta y a quien ella gusta. Algunas veces, juntos; otras, uno sin el otro. Por una hora, un día, diez años. Sin ninguna preocupación mezquina de estado civil o de condición social. Este es el carácter de la amante, de la verdadera enamorada. La coqueta no se dona, no se vende, no se comercia: se exhibe. Es una enamorada en frío. Es una máscara, la figura contrahecha de la verdadera amante. Es el antídoto del amor.
Caricatura burguesa del amor libre
Se encuentran, y en bastante número, “bur-gueses” que practican el “amor libre”, o mejor dicho, su caricatura. Entre ellos, esta práctica va acompañada del flirteo, de la coquetería, de sabias maniobras destinadas a disfrazar la agudeza de la necesidad sexual. Entre ellos se miente, se aparenta, se calcula, se engaña, se alimentan intenciones recónditas. Se hace entrar en juego los intereses pecuniarios, cuando no directamente la venalidad. “Amor libre” es para ellos sinónimo de “prostitución libre”, se paga en moneda al que creyó en las declaraciones de amistad o simpatía. Se manifiesta un temor pueril ante la buena o mala opinión que puede generar el “don” del propio cuerpo. Se filtra la pasión, se vierte la emoción con cuentagotas, se destila la sensibilidad. Se hace creer lo que no es. Se promete fácilmente sin tener la intención de cumplir con lo prometido; se desilusiona con maldad después de haber dado razones para ilusionarse; se quita cruelmen-te la palabra dada después de haber permitido crecer el afecto; se juega malignamente a ofrecerse y retacearse. Se llega incluso al punto de deleitarse con el dolor de quien está atormentado y oprimido porque se le rechaza su amor. En una palabra, se hace sufrir con la mayor indiferencia.
Obscenidad, pudor y emancipación sexual
No es extraño toparse con personas de ideas avanzadas, lectores de periódicos vanguardistas o miembros de agrupaciones extremistas que se escan-dalizan si se habla de sexualidad sin observar ciertas precauciones de lenguaje o de estilo. Para ellos, los órganos genitales son siempre partes “vergonzosas”. No hay que extenderse demasiado sobre lo que se refiere al acto sexual y al goce que lo estimula. Olvidan que sin la atracción de la voluptuosidad no estarían en este bajo mundo. “¡Cubran ese seno!”.
La vida de los sentidos desempeña un papel considerable en la existencia de los hombres. ¿Por qué ignorar su influencia? ¿Por qué no concederle, al con-trario, el lugar que le pertenece? La verdadera emanci-pación sexual consiste en insistir sobre este punto: que los deseos sexuales son algo natural y que perderán su carácter de anomalía cuando se hable y se escriba a plena luz sobre las experiencias, las satisfacciones y los refinamientos a los cuales pueden conducir.
La obscenidad consiste en la intriga, en las “puertas cerradas” que rodean las variadas manifesta-ciones de la vida sexual.
No se puede concebir que haya algo de malsano en contemplar el espectáculo de un acoplamiento de dos seres o las caricias que se prodigan. No es más perjudicial que contemplar un cuadro que representa un labrador que siembra un campo, o a los vendimiadores en su tarea. Lo malsano es el prejuicio que quiere que estos espectáculos se escondan bajo el mantel y se hagan circular furtivamente.
¿Qué es, por otra parte, el pudor? ¿Qué es la obscenidad? El diccionario define “obscenidad”: lo que es contrario al pudor; y “pudor”: el sentimiento de “temor o timidez que hace sentir aquello relativo al sexo”. Esta definición vuelve a decir que la obscenidad es de orden puramente convencional, y que un libro, un espectáculo, un grabado, una conversación pierden todo carácter de obscenidad cuando la persona que lee, mira, percibe u oye, no siente, cumpliendo estas acciones, “ni temor, ni sentimiento de timidez”.
Entonces la obscenidad no reside en el objeto que se mira, en el escrito que se lee, en los hábitos que se llevan, en las palabras que se escucha, sino, en todo caso -si la hay- está en quien observa, examina, oye. No hay más obscenidad en el volumen que detalla el acto amoroso o en el vestido que deja entrever ciertas partes del cuerpo, que en el espectáculo que ofrece el pavo real haciendo la rueda, o la amapola que se alza en medio de un cesto de flores; no la hay más que en la lectura de un manual de álgebra o en la audición de una opereta.
En todos los dominios, la expresión y el espec-táculo suscitan deseo. No es más “obsceno” el deseo de poseer a una mujer cuya falda permite ver una pierna bien torneada que el de codiciar algunas confituras, que mirar con fruición un árbol cargado de excelente fruto o instalar un corral de aves después haber observado a una gallina poner su huevo. Son asociaciones de ideas completamente normales.
La escotadura de un talle, la botamanga de un pantalón, la adherencia de un maillot a la piel y la desnu-dez de un cuerpo humano no tienen nada de reprensivo en sí. No sólo no siento desarrollarse en mí ninguna clase de repulsión, de temor o timidez, sino que jamás noté rastro de tal sentimiento en las personas de inteli-gencia normal. He hallado gente a la que no agradaba la ausencia de “pudor” en los espectáculos, pero nunca hallé quien pudiera demostrarme que un espectáculo o una expresión sean obscenos por sí mismos.
La obscenidad es un sentimiento puramente re-lativo al individuo que se siente herido o escandalizado. Objetivamente, no vive fuera de él. Es decir, ella no existe, de la misma forma en que no existe el pudor. El seno de Dorine no es impúdico: es Tartufo quien pre-tende ver en él la impudicia. Luego Tartufo es un hipó-crita. Dada la mentalidad jesuítica de nuestros medios sociales contemporáneos, se puede apostar que el noventa y nueve por ciento de los que censuran o denuncian con mayor vehemencia las lecturas, los espectáculos y los gestos “impúdicos”, no padecen ningún “sentimiento de temor, ni de timidez” ante los pensamientos que éstos les pueden sugerir. Son unos hipócritas, como Tartufo, su modelo.
El estímulo sexual no es peor que el estímulo clásico, matemático, literario, artístico. Existe una infinidad de libros que tratan, con profusión de detalles, de las combinaciones y refinamientos a que puede dar lugar la práctica de las ciencias exactas o las bellas artes. ¿Por qué no hay cursos de voluptuosidad amo-rosa, orales y escritos, donde fuesen enseñadas todas las combinaciones a que puede dar lugar la práctica de las relaciones amorosas? Como estos cursos no circulan ad libitum, la descripción de prácticas voluptuosas se considera obscena. Y no por otra razón.
Los parásitos
Encontramos en la vida dos tipos de hombres que repudian el esfuerzo, unos por interés, otros porque no son aptos. Los primeros son los “parásitos” -los que no trabajan-, es decir, los que quieren vivir aprove-chando el trabajo de otros, no tanto por su incapacidad para el esfuerzo sino porque les resulta más cómodo, menos fatigoso, dejarse arrullar por el dolce far niente. El parásito no es solamente el acomodado, el que vive de renta o el afortunado heredero: se lo encuentra en cada etapa de la vida y en todos los campos de la actividad humana. Opera en todos los ambientes. Proteiforme, tiene mil nombres diferentes: tanto como vagabundo puede ser poeta, artista, propagandista, operario sin trabajo, trabajador especializado y quizás laborioso. Pero se puede ser todo eso sin ser de ningún modo parásito. Razón por la cual el parásito es difícil de desen-mascarar. Con un poco de habilidad se alcanza a reconocerlo: su trabajo está hecho de plagios, su actividad y su propaganda están plagadas de lugares comunes y de masticaduras ajenas. Parásito es también -no lo olvidemos- el proletario que aprovecha los esfuerzos de los demás para mejorar su propia suerte, guardándose bien de tomar parte en la lucha.
Parásitos, lo confesamos, somos un poco todos. Pero, en un sentido general, ¿qué cosa, de todo lo que existe, no es parásita de la Tierra? Y la vida planetaria ¿no es ella misma un parasitismo? Nosotros aprove-chamos, claro, las conquistas de nuestros predecesores, pasamos a través de las brechas que ellos nos abrieron, nutrimos nuestros cerebros con sus ideas. Si nos limitamos a eso, no somos más que vulgares parásitos; y en ese caso haríamos mucho mejor si nos calláramos y nos recluyéramos en nuestra nulidad más que andar divulgando, como si fuera harina de nuestro saco, lo que otros dijeron antes y mejor que nosotros. Solo a condición de ir más allá, de continuar la obra de quien nos precedió, a nuestro riesgo y peligro, sirviéndonos de sus obras y resultados como de señales que conducen a nuevas luchas y experiencias, nosotros dejamos de ser parásitos. Los parásitos abundan en el terreno de la producción. ¿Quién dirá el número de operarios inútiles? Y todos los que aceptan y perpetúan -aún condenán-dolas- las condiciones de vida de la sociedad actual no son ni siquiera los peores parásitos: los que comprenden la necesidad del esfuerzo y lo rehúyen porque temen los riesgos que comporta.
Prostitución
En una de nuestras tarjetas postales figura la máxima siguiente: “Prostituir su cerebro, su brazo o su empeine, es siempre prostitución o esclavitud”. Pero esto no es una apología sexual. Muy por el contrario. Lo que quiere decir es que el trabajador que se deja explo-tar cerebral o muscularmente, cometería tamaño error si se imaginara “moralmente” superior a la meretriz calle-jera atrapando viandantes. Porque o se es hostil o favorable a la explotación. Que sean facultades cerebra-les, fuerza muscular u órganos sexuales lo que se haga explotar, es sólo una cuestión de detalle. Un explotado será siempre un explotado, y todo adversario de la explotación que se deja explotar, se prostituye. No veo en qué pueda ser superior a la “ramera” o la mujer mantenida el humano que, adversario de la explotación, pasa toda una jornada de trabajo en una máquina realizando un gesto de autómata, o va a ver si arranca algunos pedidos para su principal de una parroquia de mercantes. El estado de prostitución no tiene que ver con el género de oficio que se tenga, es el hecho de ganarse la vida por un procedimiento contrario a las opiniones que se profesan o que refuerza el régimen que se quiere combatir.
La vida plena
El desnudismo
Nosotros hemos considerado siempre el desnu-dismo como una reivindicación de orden revolucionario. Debemos añadir que es únicamente como medio individual de emancipación que nos interesa. Lo que no quiere decir que no comprendamos se practique la desnudez con un fin terapéutico o para aproximarse a un estado de cosas “naturista”. Desde el punto de vista individualista, la práctica del desnudismo es algo más que un ejercicio higiénico que realza la cultura física.
Consideramos la práctica de la desnudez como:
Una afirmación.
Una protesta.
Una liberación.
Una afirmación. Reivindicar la facultad de vivir desnudo, de desnudarse, de deambular desnudo, de asociarse entre nudistas sin tener otra preocupación al descubrir el cuerpo que la resistencia a la temperatura, es afirmar el derecho a la entera disposición de la individualidad corporal. Es proclamar la indiferencia a las conveniencias, las morales, los mandamientos religiosos y las leyes sociales que niegan al hombre o la mujer, con pretextos diversos, disponer de las diferentes partes del cuerpo. Contra las instituciones societarias y religiosas que aseveran que el uso o desgaste del cuerpo humano está subordinado a la voluntad del legislador o del sacerdote, la revindicación desnudista es una de las manifestaciones más profundas de la libertad individual.
Una protesta. Reivindicar y practicar la libertad de la desnudez es protestar, en efecto, contra todo dogma, ley o costumbre que establezca una jerarquía de partes corporales; que considere, por ejemplo, que la exhibición de la cara, las manos, los brazos, la garganta, es más decente, más moral, más respetable que poner al desnudo parte de las nalgas, los senos o el vientre. Es protestar contra la clasificación de las partes del cuerpo en nobles e innobles: la nariz, por ejemplo, considerada noble, y el miembro viril sumamente innoble. Es pro-testar, en sentido más elevado, contra toda intervención (legal o como sea) que exige que “no obliguemos a nadie” a desnudarse “si no le gusta”, y que nosotros estemos “obligados a vestirnos”, ¡si así conviene a otros!
Una liberación. Liberación de la vestimenta, de la sujeción de llevar una ropa que jamás ha sido ni puede ser otra cosa que un disfraz hipócrita, puesto que la importancia se traslada a lo que cubre al individuo -por consiguiente, a “lo accesorio”- y no a su cuerpo, cuya cultura, sin embargo, constituye lo esencial. Liberación de una de las principales nociones sobre las que se basan las ideas de “permiso”, “prohibición”, “bien” y “mal”. Liberación de la coquetería, de la pasiva acepta-ción de ese dorado marco artificial que mantiene la diferencia de clases. Rescatarse, en fin, de ese prejuicio de pudor que no deja de ser más que “la vergüenza del cuerpo”. Librarse de la obsesión de “obscenidad” que actualmente cultiva el tartufismo social.
Sostenemos que la práctica de la desnudez es un factor de “mejor camaradería”, de “compañerismo menos escaso”. Un compañero, o una compañera, nos es menos distante, más caro, más íntimo, solamente por el hecho de darse a conocer a nosotros sin segunda intención intelectual o ética, y más aún sin el menor disimulo corporal.
Los detractores del desnudismo nos dicen que la vista de lo desnudo, la frecuentación entre desnudistas de los dos sexos exalta el deseo erótico. En realidad, la “exaltación” erótica engendrada por las realizaciones desnudistas es “pura, natural e instintiva” y no puede ser comparada a la “excitación” ficticia producida por el semidesnudo, la ligereza del vestido galante y todos los artificios del tocado y los afeites de que se sirve la sociedad vestida, o a medio vestir, en que nos hallamos.
La reciprocidad
Existe un método cuya aplicación absoluta repararía, a aquellos que la adoptasen como base de sus relaciones y acuerdos, de cualquier lesión, perjuicio, engaño o trampa económica; de cualquier disminución o herida de la dignidad personal: el método de la reciprocidad.
Predicado con lealtad, en cualquier campo de la actividad humana, el método de la reciprocidad implica equidad, tanto en la esfera económica como en la de las costumbres, en el campo intelectual como en cuestiones sentimentales. En efecto, no hay nada que pueda escapar a los efectos de la reciprocidad. Este es un modo de comportarse con los demás que tiene un potencial de irradiación verdaderamente universal. Es muy sencillo de exponer, porque se resume y consiste en recibir lo equivalente a lo que se ha dado, tanto en lo que concierne al individuo aislado como al asociado.
A cambio del producto de tu esfuerzo, te ofrezco el mío. Lo recibes y quedamos a mano. Si, al contrario, no te satisface, no lo sostienes equivalente a lo que das: en este caso conservamos cada uno el suyo y buscamos otra persona con la que podamos llegar a un mejor acuerdo. De esta manera, ninguno de nosotros será deudor.
Se objetará que precisamente un aspecto de esta concesión de la reciprocidad es que termina por colocar al hombre en actitud de bestia feroz. Por ejemplo, tú me juzgas, y con razón; pero yo también te juzgo y con las mismas armas; no huirás. No me ahorras las críticas, y no tendré cuidado en ahorrarte las mías; me has causado un daño, me has ofendido, y yo te ofenderé, te haré igual daño, o peor; te mostraste cruel, despiadado, inexorable, yo reaccionaré de la misma forma. Esta es justamente la manera en la que no somos ni seremos pares. Aún practicado en toda su crudeza, el método de la reciprocidad logra automáticamente realzar, restablecer la dignidad, afirmarla y colocarla sobre un pedestal indestructible.
Sin duda, apoyadas en la reciprocidad, las relaciones y los acuerdos entre los hombres excluyen el engaño. Sin duda el método de la reciprocidad implica la ley del talión: pero ella no opera más que a condición de que, en cualquier tasación, nos pongamos en un plano de equivalencia en lo respecta a nuestra dignidad personal. Es cierto que discutiremos y nos trataremos tal cual somos. Mi determinismo no es el tuyo; las cosas que me empujan a reaccionar no son las mismas que te inducen a la acción: muy a menudo, allí donde es tu razonamiento el que te hace mover, el sentimiento me sugiere a mí el camino a seguir. Pero tal cual soy yo, en mi terreno, sostengo que valgo; y no me pretendo tu igual: quizás soy menos musculoso, las capacidades de tu cerebro son tal vez superiores a las mías, quizás seas más sensible a ciertas emociones que a mí no me turban. Pero tal cual soy no puedes arrancarme ni adueñarte de mi producto si creo que lo que me ofreces no es lo que te pido. Entonces quedamos a mano, sea que acordemos o no, sea que intercambiemos el producto de nuestro esfuerzo o no. Yo sigo siendo yo y tú quedas como eras.
El amor proteiforme
Porque yo tenía la apariencia de vida, y vegetaba. Porque era una especie de muerto-vivo, no me he preocupado del amor. He cerrado los ojos y el oído de mi entendimiento. He impuesto silencio a los latidos de mi corazón. Me he dicho que el amor no florece más que en la plenitud, en la exuberancia de la vida. Que es a la vida lo que la espina dorsal es al cuerpo. Que es para la vida lo que la energía es para la materia. Y que durante estos largos meses, meses interminables de destierro, desecharé todo pensamiento, toda preocupación relativa al amor.
Y no he hecho excepción por ninguno de los aspectos en que el amor se manifiesta al espíritu o a los sentidos.
Que sea el amor bajo su aspecto esencial. Noble, elevado, místico. El amor más fuerte que la muerte. Acuerdo de dos voluntades. O de dos con-ciencias. O de dos evoluciones, dando la misma nota cuando el choque de los acontecimientos los hace vibrar; cuando el colmo de los imprevistos les hace resonar, de goce o de dolor, de pena o de alegría. En los abismos de su destino, cumplido o por cumplirse el amor que se realiza por el encuentro, o como una fusión de dos afinidades que se llamaban. Por encima de los montes y los mares, de las separaciones y de las lejanías. Y que se han precipitado uno hacia otro desde que han podido conocerse. Y reconocerse. El amor que no existe ni se comprende él mismo. Sin una compren-sión absoluta de lo que ama, una comprensión de todas las horas. Que no deja sitio a ningún secreto, a ningún misterio. No el amor inquisitorial. O suspicaz. O celoso. O quisquilloso. O preguntón. Sino el amor que se ha asimilado a quien ama tan completamente que ningún pensamiento, ningún acto de parte suya puede sorpren-derle, o encontrarle inadvertido, o desamparado.
O bien que sea el amor bajo su aspecto senti-mental, puro, delicado, fiel, infinito, profundo. El amor que para crecer necesita un terreno, cuyo elemento primordial es el cariño, la ternura afectuosa, persistente, obsequiosa, que para desarrollarse necesaria una atmósfera de apego recíproca. El amor que hace conmover a los acentos de la amada, a la voz del amado. Que una de sus miradas hace estremecer hasta la médula. Que no resiste una palabra amable, un gesto de dulzura verdadera. Pero que tiembla como una hoja del álamo en cuanto adivina el paso de un extraño. El amor que se alienta con su propia llama. Que encuentra siempre alguna ofrenda al placer sobre el altar; ofrenda tomada de un fondo de reserva inagotable cuando el fuego que arde sobre el altar amenaza disminuir su intensidad. Amor que no sabría subsistir sin el don continuo de su yo. El amor que desea gustar. Que no tiene libro mayor, que no establece la cuenta de sus pérdidas y ganancias. El amor que sufre, se lamenta y llora con la idea de infligir sufrimiento y causar lágrimas. El amor que las heridas o los naufragios o las priva-ciones no pueden debilitar, abatir o desalentar. El amor que perdona, no siete, sino setenta veces. El amor que consuela, que cura las plagas y acoge a los pródigos festejando su vuelta. El amor que la desgracia hace más vigoroso, que se liga a un destino como la hiedra se enrosca al roble, humilde y perfumado como la violeta de los prados. El amor cierto que perdura, el amor que al amor hace nacer. Que se sustenta de amor. Que muere de amor. Y que a veces sucumbe al exceso de amor.
O que en fin sea el Amor en su aspecto mariposero, veleidoso, vagabundo. Que no conoce más ley que su capricho, que sigue su capricho aunque tuvie-ra que fenecer en él. El amor que devora la flor sin es-perar a que madure el fruto; el amor apasionado, hierro al rojo vivo, incoherente. Que no tiene sentidos más que para su viveza en inflamarse y su prontitud en apagarse. Que gusta de placeres vedados, de goces prohibidos, de caricias reprobadas, de aventuras proscriptas.
El amor pícaro, canalla, orgiástico, indecente, sin freno, sin modestia, sin pudor, terror de los co-diciosos y de la gente de buen sentido. El amor que no consulta los registros del estado civil; el amor al que, en su búsqueda, le importan un bledo todas las barreras, que se agazapa entre las pieles falaces o se refugia en los recodos de los callejones oscuros. El amor para quien son desconocidos los remordimientos, los pesares, la fidelidad, la constancia; que olvida ayer e ignora mañana; que jamás se ha preocupado de secar las lágrimas que causó. El amor ligero, frívolo, irónico, alegre, burlón, revoltoso; el amor fauno, sátiro, el amor, hijo de bohemia, el amor gitano.
Vaya, pues, no he hecho excepción de ninguno de los aspectos bajo los cuales el amor se manifiesta al cerebro, al corazón y a los sentidos.
Y como me había impuesto no consagrar un solo pensamiento al amor, el amor se me ha aparecido más fértil, más tremendo, más potente. ¡Qué desierta una existencia en donde el amor ha dejado de florecer y fructificar! ¡Qué debilidad una existencia donde el amor ha dejado de desafiar a las fuerzas que se disputan la orientación de la voluntad! ¡Qué impotencia una vida que ignora los recursos de creación, de originalidad, de frescura que resplandecen alrededor del Amor!
Variaciones sobre la voluptuosidad*
Sé que la voluptuosidad es un tema del que no agrada que se hable ni que se escriba. Hablar de ella produce extrañeza o provoca burlas de mal gusto. Hay libros en cualquier biblioteca que abrazan casi todos los aspectos de la actividad humana. Tenéis diccionarios y enciclopedias. Quizás se cuenten cien volúmenes sobre una sola especialidad de la producción manual. Y no hablo de los libros políticos o sociológicos. Pero no hay en los estantes ni una sola obra consagrada a la volup-tuosidad. Hay periódicos que se ocupan de numismática, de filatelia, de heráldica, de la pesca con caña o del jue-go de bochas. La menor tendencia poética o artística tie-ne su órgano. El más insignificante ismo tiene su boletín. Las novelas de amor abundan, y hasta se encuentran li-bros que hablan del amor libre y de la higiene sexual. Pero ni un sólo periódico se consagra a la voluptuosidad, mirada con franqueza, sin ninguna reserva, como uno de los manantiales del esfuerzo de vivir, como una felici-dad, como un estimulante en lucha por la existencia.
Largos estudios circulan sobre el saber en pintura, en escultura; en el trabajo sobre madera, sobre piedra o metales. Busco en vano artículos documen-tados que consideren la voluptuosidad como un arte, que expongan los refinamientos viejos y propongan otros inéditos. No es que la voluptuosidad les sea indiferente. Pero solamente interesa en la clandestinidad, en la som-bra, a puertas cerradas. Solamente entonces se habla de ella. ¡Como si la naturaleza no fuese sinceramente vo-luptuosa! ¡Como si el calor del sol y el aroma de los prados no convidasen a la voluptuosidad!
No ignoro, ciertamente, las razones de esa acti-tud. Las conozco en el origen. El virus cristiano infecta el cerebro. El veneno cristiano corre por vuestras venas. El reino de vuestro Dueño no es de este mundo. Y ustedes son los súbditos de ese reino. Sí, ustedes, socialistas, re-volucionarios, anarquistas, que se tragan sin pestañar cien columnas plásticas de demolición o de construcción social, pero que les “obsesionan” y escandalizan dos-cientas líneas de llamamiento a la experiencia volup-tuosa. ¡Oh esclavos!
* En Amor libre y sexualismo subversivo – La procre-ación voluntaria, Biblioteca Editorial “Generación cons-ciente”, Valencia, 193?.
Arte y ciencia
La época contemporánea es notable por la existencia de una especie humana que tiende cada vez más a ves-tirse y alimentarse de la misma manera, a alojarse en habitaciones construidas sobre un mismo molde: una humanidad que piensa del mismo modo sobre todos los temas y en el seno de la cual, si no se reacciona vigo-rosamente, las personalidades distintas y los tempe-ramentos originales, las mentes inventivas y creadoras serán cada vez más raras hasta constituir verdaderas anomalías.
Emile Armand, Iniciazio-ne Individualista Anarchica, pág. 385.
El arte por el artista*
Que no nos hablen de la inutilidad del arte, porque constituye un vehículo de afirmación y mani-festación personal. Sí, el arte es inútil cuando es “social”, cuando sus intérpretes se prostituyen, es decir, intentan gustar, se someten a la opinión corriente. Es realmente nociva cualquier teoría que quiera colectivizar, para uso y felicidad de todos, aquellas sensaciones que sólo hacen la felicidad de algunos.
El arte verdadero, el arte para el artista, no es nocivo. Desarrolla al artista, suscita deseo y apetito en el espectador, despierta la voluntad de intensificar y pro-fundizar hasta donde sea posible la afirmación del propio “Yo” en toda su obra.
¿Quién puede sostener que la naturaleza produce siempre cosas útiles o nocivas? Por imperfecta que sea, siempre produce algo agradable.
No le pido al artista, creador o intérprete, que me agrade. Me siento capaz de determinar aquello que, en las manifestaciones artísticas, no vibra al unísono conmigo; aquello que no podría procurarme satisfac-ciones. Le pido al artista que haga arte: que ponga “toda su alma” en la obra, que se afirme en ella intensamente, con tanta sinceridad y pasión como la que muestra un gallo cuando lanza su quiquiriquí triunfal, o el pavo cuando hace la rueda.
Lo que pido al artista no es que se case con mi concepción de lo bello, sino que se revele ante mí tal cual es cuando pinta, esculpe, danza, juega o declama. Es la idea que el artista se hace de la belleza femenina lo que me interesa descubrir en esta Venus esculpida en mármol de Paros. Me interesa su visión de la puesta del sol reproducido con tanta orgía de colores en este cuadro que la multitud displicente no alcanza a ver. Es el grito de su corazón despedazado por el abandono de la mujer amada que invade y satura este poema. Es su interpretación personal de este vals de Strauss. Lo que me interesa en el artista es la individualidad original, la manifestación creadora, la afirmación iniciadora. Es, en una palabra, su manera personal de restituir el arte.
O el arte por el artista, o el artista por el arte. O la obra de arte en la que el artista describió, plasmó su visión interior, en la que derramó toda su imaginación y sus experiencias: la obra de arte como acto de creación. El arte por el artista, porque el arte no existe sin él: el arte como medio, como instrumento de revelación individual, como vehículo de manifestación de las emociones y las sensaciones más íntimas. O el artista por el arte: el artista-servidor de una fórmula, esclavo de una técnica, un menesteroso que antepone la perfección de la ejecución a la sinceridad de una impresión. El artista por el arte: el que persigue un fin “social”, que escribe, pinta, esculpe para obtener el consenso de otros, para convencer y persuadir; el artista que sacrifica su sinceridad de percepción a la necesidad de ser comprendido por la alteridad… ¡No! El arte por el artista, o nada.
Se puede poseer a fondo la técnica de un arte y permanecer falaz, es decir escribir, pintar, esculpir para producir un efecto, para ser renombrado, para ganar dinero, en otras palabras, para ser todo lo contrario a un artista. Por otra parte, se puede ser un artista grandioso sin haber producido nunca una obra de arte: En otros términos, se puede ser un soñador, un artista interior para toda la vida.
Exigir la “perfección” en la propia obra no revela siempre un espíritu creador, un temperamento de iniciador. Puede connotar, es cierto, excelentes, precio-sas dotes de habilidad y capacidad, puede ser prueba de las propias cualidades de operario calificado; pero, por mi cuenta, es la fuerza, la potencia, la originalidad la que pretendo en una obra, no la terminación de los detalles y la preocupación constante, sofocante, por la perfección formal. Pido a una obra que conmueva mi sensibilidad hasta arrancarme las lágrimas, que ponga a prueba mi capacidad de comprensión, que haga nacer en mí un huracán de contradicciones. Quiero ver en cada producción un ensayo, un boceto, no un objeto definido, fuera de concurso, tan limitado, tan perfecto que su creador ya no puede superarlo.
* Del libro Iniziazione Individualista Anarchica, 1956, pág. 254.
Reflexiones acerca del lenguaje poético
y sus modos de expresión*
Los que han estudiado la cuestión, están casi todos de acuerdo en reconocer que la poesía precedió a la prosa: que antes de componer libros de historia o de geografía, tratados de gramática o de filosofía, el hom-bre se expresó en versos o declamó rapsodias. El haedo antecedió al gramático. Esto se comprende si se admite que la poesía es “la canción íntima del alma humana”, como lo quieren los románticos. Si se admite también que el idioma poético es el más apropiado para traducir las crisis de dolor y de alegría, los arranques de ternura y de odio, los accesos de fe y de duda, los sueños que consuelan y las decepciones que desesperan. La prosa es demasiado disciplinada y dependiente de la forma gramatical para servir de vehículo a la descripción de las pasiones que libran combate en el ser humano, a la expresión de los sufrimientos y los goces que llenan nuestros días. Hasta aquí no nos apartamos para nada del punto de vista clásico. Donde nosotros dejamos de estar de acuerdo con la escuela es cuando ese carácter propio de la poesía se completa con el anuncio de que el lenguaje poético está sujeto a cierta medida, a ciertas combinaciones rítmicas, sometido a reglas donde el código es denominado “Arte poético”.
La poesía, ¿es la traducción, la representación de las emociones que sacuden, que hacen vibrar al ser humano? Si respondemos que sí, no veo bien cómo se acomoda ésto a una colección de reglas: embarazarse con medidas y cadencias que constituyen trabas a la sinceridad de la expresión. Si la poesía es un proce-dimiento literario sujeto a la observación de ciertas reglas fijas, ella cesa de traducir, de manifestar lo que aflige al alma, no es más que una manera de escribir tan convencional como la prosa… No podría reflejar ya la agitación de los sentimientos que habitan en el hombre más que a través de un dédalo de combinaciones rítmicas en el cual se deforman singularmente tanto la espontaneidad y la verdad como las emociones mismas.
No es que aquí queramos negar el aspecto arquitectónico de un poema compuesto de muchos cantos, cada uno de los cuales comprende un número regular de alejandrinos rimando, alineados sistemá-ticamente; ni tampoco poner en duda el carácter monumental de una pieza de teatro regularmente ordenada en escenas, meticulosamente articulada, des-plegando majestuosos monólogos, privada de infracciones a las tablas de reglamentos del arte poético. No se trata de desconocer el talento, la manera de elaborar del que ordena, y de su genio mismo. Sin embargo, está lejos de esa forma que “va a la deriva”, abandonada a la casualidad, de ese estilo impetuoso que distingue la poesía de las otras expresiones del pensamiento y del sentimiento humano. En lugar del famoso “bello desorden”, yo no percibo más que preceptos, niveles, cadena de arpegios, hilo a plomada…
Sin duda una forma, ciertas formas, son nece-sarias para la materialización de la producción cerebral. Es necesario revestir de una forma el pensamiento para que pueda ser comprensible o multiplicarse. El papiro, la pasta de trapo, la de madera, los papeles, los colores, los pinceles, los lápices, la tela, las tijeras, el mármol, los caracteres de imprenta son otros tantos intermediarios de los cuales un productor intelectual o un artista no pueden privarse. Lo que yo niego es que la medida y la rima sean la única forma del habla poética. Me podrían objetar en vano que ha sido así hasta hoy -o más o menos hasta hoy- en todas las literaturas de los pueblos dichos civilizados, cuyas producciones poéticas, aún cuando no utilizan el verso rimado, sí emplean la métrica calcada de los griegos y los latinos. El tema pediría un estudio más profundo. Responderé con rapidez que únicamente están allí la fuerza de la tradición y de la costumbre, el prejuicio intelectual y las influencias de una educación unilateral.
Tampoco es cuestión de negar los efectos que se pueden lograr con la rima y la métrica, sino constatar que ellas no pueden dar carácter poético al trozo de literatura que no lo contiene ya. Un excelente rimador puede ser un poeta detestable. Lo que distingue la poesía de la prosa no es que ésta última no se exprese con frases uniformemente cadenciosas, que no contenga un número determinado de sílabas rimadas sucediéndo-se en cierto orden. Lo que distingue la poesía de la prosa es que la forma de hablar poética es mucho más distin-tiva, mucho menos artificial que la manera de escribir prosaica. La poesía no puede ser envarada como la prosa, no se preocupa tanto de la sintaxis, atiende poco a las conveniencias de estilo: es menos clara y más tumultuosa, se presta más a las licencias, a los neologismos, a las inversiones. En breve, hay entre la prosa y la poesía la misma diferencia que entre un canal y un torrente que desciende de una montaña.
No se trata de una crítica de mala fe, ni de falta de gusto, ni de una ineptitud para la comprensión de los grandes poetas clásicos o románticos, ni de cierto desprecio por los parnasianos. Se sabe: los Corneille, los Racine, los Boileau, los Molière, los Lamartine, los Musset, los Victor Hugo, los Leconte de Lisle, etc., han producido versos de una amplitud, un ritmo, una sonoridad, una sentimentalidad innegable. Temo, sin embargo, que en ellos el talento haya dañado el impulso creador y la sinceridad. Temo que en muchos casos el talento no se pueda distinguir de la habilidad y la sutileza. Viendo desfilar los versos majestuosos de los grandes clásicos del siglo XIV, se me aparece la imagen de filas de caballeros magníficamente adornados y cuidadosamente alineados en un salón de Versailles, esperando el paso y las sonrisas del Rey-Sol. Del mismo modo que, al leer los poemas de la primera mitad del siglo XIX, me parece oír un eco que hace rodar la palabra de los prestigiosos oradores como si fueran formidables abogados de un juzgado.
Pertenece a quien crea, a quien inicia, a quien hace una obra de la nada determinar “la forma” más acorde a sus aspiraciones. Si es por intermedio de alejandrinos o de versos de diez pies que el poeta logra volcar con más sinceridad “la canción íntima de su alma”, ¿qué habría que objetar? Pero entonces que se deje de mirar como inferior al poeta que se sirve de frases que trascurren según un arreglo propio, que comportan un ritmo, una disposición de palabras que son personales y le parecen mejor que las frases cadencio-sas y rimadas. La aliteración, la repetición buscada de ciertas palabras, la acentuación, la puesta en relieve de ciertas partes de la frase son procedimientos técnicos cuyo valor depende del talento del creador y también de su proyecto.
El poeta original, creador, que se preocupa ante todo de “cantar” sus emociones, de dar libre curso a lo que siente, que se ha puesto como meta traducir poéticamente los arranques, los resortes, las crisis, los recules y titubeos del hombre que está frente a las dificultades de la lucha por su vida; no se someterá nunca a una forma impuesta, aunque esté consagrada por la tradición, la regla o la escuela.
* Del libro Ainsi chantait un “en dehors”, 1925. Los poemas que siguen son de esta misma publicación.
Poemas
El sueño
Sueño un país que ignore el sufrimiento,
en el cual nadie de soledad padezca
y los corazones se atrevan a la esperanza
sin que un manto oscuro sus deseos ennegrezca.
Un país ignorando lágrimas y tristezas,
donde el bienestar desplace a los tormentos,
sueño un país que ignore el sufrimiento,
en el cual se pueda vivir con entereza.
Sueño un país en el que todo hedor de miseria
sea imposible; donde ni hambre ni frío
nadie deba sufrir; en el cual libre, plena,
brillante, la vida se pueda finalmente vivir.
Sueño un país donde la ciencia fecunda
genere en todos un deseo noble y hermoso:
el deseo de saber, sin que, pesado y gravoso,
ningún límite confine el vuelo de la mente.
Sueño un país donde sin diferencia alguna,
sin el fin grosero del oro y los honores,
bajo el único estímulo del acuerdo común
se vean cumplir las más diversas labores.
No es en el cielo donde ese país se encuentra.
Es en nuestro mundo, de errores y prejucios lleno,
y del que quisiéramos huir hacia otra meta,
es sobre este mundo amargo donde su fundación espera.
Es entre los cansados de demoras y enredos,
entre los decididos a actuar aquí y ahora
que brillará, radiante, el sol de nuestros sueños
siempre que nuestra voluntad se funda en una sola.
Sensibilidad
Prefiero temblar en fragor de batalla,
oír del cañón el rimbombante espanto
junto a moribundos segados por metralla
que ver, bien lo sabes, tus ojos humedecer en llanto.
Prefiero enfrentar un bandido que me asalte
de noche, en pleno bosque, ver cruzar por los cielos
estremecedores rayos. Pero no puedo resistir un instante
las perlas tristes que tallan tus ojos.
Y si otros opinan que es pura flaqueza,
que soy un niño que la emoción quiebra,
no debo responder, eso no me hiere.
No guardo rencor a los fríos de alma,
pero no comprendo quienes puedan ver llorando
a la mujer amada, insensibles y en calma.
¿Progreso o demencia?
Porque afiebrado él dice: “Soy capaz de ir más rápido,
y quiero elevarme más alto: Como sombrío prisionero
recorro la tierra que en todo sentido me es estrecha
para languidecer en ella. Ni siquiera ya acepto
los torrentes empedrando su idilio tan lento
y los trinos antiguos del ruiseñor galante
no son ya de mi tiempo. Quisiera algún invento
hacia lo nuevo, lo imprevisto… O encontrar en mí mismo
un rincón aún secreto. Montes, mares, llanuras,
ríos, desiertos, bosques, lagos, se han vuelto
tan comunes. Necesito extensiones futuras,
conocer los temblores aún vírgenes del azul infinito”.
Porque él dice:”Quiero elevarme tan alto como el cóndor
hacia donde las ciudades huyan de mis ojos
y no ver más el amarillo de los campos segados
ni el ondular de las espigas a vientos caprichosos”.
Porque él invade los dominios alados
y así penetra cada día más en los cielos,
ustedes imaginan destinos gloriosos
para el hombre, y deifican sus audaces gestos.
Deténganse, deliren, adoren la imprudencia,
ornen de flores el altar de este culto nuevo,
¿quién sabe si es progreso, retroceso o demencia?
Yo prefiero cantar a la tierra fértil y fragante.
No creo que nunca la áspera voz de los motores
valdrá la más tímida canción del trovador,
ni el pacífico refrán de fuentes cristalinas,
ni el sonido de la siega cuando abate las mieses.
Comentarios sin pretensiones*
… Hay que tener la audacia de decir mierda a la ciencia con tono seco, como decía Jarry, porque la ciencia de un mundo sin conciencia no puede conducir al hombre más que a su ruina…
Gilbert Lamireau, en Propos d’un mal-pensant
Yo no desdeño las llamadas aplicaciones de la ciencia. Cuando contrasto la complejidad de la vida actual -tal y como se vive en las grandes alglome-raciones humanas- con la existencia sencilla que se podía obtener renunciando a todas las cosas no indispensables para la vida en buena salud moral y física, no se debe interpretar que yo crea que debamos permanecer desarmados frente a las adquisiciones mecánicas que nos rodean. Puesto que vivir es luchar, es decir, resistir a cuanto tienda a disminuir y automa-tizar al hombre, es indispensable hacerlo contando con el máximo de posibilidades de éxito. Yo no me cuento, pues, entre los fanáticos de la “vida en plena natu-raleza”, por la sencilla razón de que en nuestras regiones superpobladas es muy difícil. Algunos días de evasión hacia lugares en que la civilización, pese a todo, no está ausente, seguidos del retorno al medio habitual, urbano, agitado, enfebrecido, no pueden significar un “regreso hacia la naturaleza”. No dudo, no obstante, que sea posible vivir una vida sencilla, relativamente, al margen de la civilización, si uno consiente soportar los inconve-nientes inherentes.
Hace algún tiempo recibí una carta de algunos compañeros que vacacionaban en una isla de las Cicladas, donde no había ni electricidad ni otros medios de transporte que los animales. Esos compañeros se hospedaban en las casas de los insulares axiomáti-camente hospitalarios y supongo que el problema de la alimentación no debía provocar grandes trastornos.
A despecho del sol constante y del cielo azul, interesaría saber no solamente -en el caso de una estancia prolongada- si esos compañeros hubieran podido adaptarse a esa existencia, al parecer muy simplificada; se trata, además, de saber si aquellas gentes los hubieran adoptado, pues, según los informes son, al parecer, presa de los prejucios religiosos, esclavas de las costumbres que a diario denunciamos.
Renunciar a la civilización para someterse mudos y silenciosos a pueriles supersticiones que recuerdan el medioevo nos parece incompatible con la aspiración a la emancipación individual del cerebro y del cuerpo, condición sine qua non de nuestra interpretación de la vida.
Desde luego, lo que precede es una digresión. Trazando estas líneas pensaba en los compañeros que se prodigan tanto para vulgarizar lo que ellos dan en llamar “los últimos progresos” de la ciencia. Observo que todos estamos obligados a depositar nuestra confianza en una “elite” de personas privilegiadas que poseen instrumentos de los que carecemos, excepto algunas herramientas o aparatos de fácil adquisición. Pero cuando se trata de aparatos delicados que nuestras posibilidades no impiden obtener (a condición de que su acceso sea libre, lo que no es el caso para ciertos aparatos), debemos forzosamente remitirnos a los resultados obtenidos o descritos por miembros de la “elite” citada. Nosotros no poseemos, por ejemplo, ni microscopios electrónicos, ni laboratorios, ni telescopios gigantes. Si se nos afirma que tal rayo luminoso emitido por la nebulosa NNN ha invertido XXX miles de millones de años-luz para llegar hasta nosotros, no podemos ni contradecir estas cifras ni las afirmaciones prodigadas por tal o cual profesor que, como se suele decir, “está de vuelta”, en relación a la eficacia curativa de tal o cual vacuna o suero. Se nos habla de hechos constatados, por ejemplo, en el campo nuclear, pero nosotros no tenemos ninguna posibilidad de controlar detalladamente las operaciones que han permitido la fabricación de un cohete o de un satélite artificial, etc. Forzosamente debemos confiar en la buena fe de los técnicos. Hojeaba últimamente un libro que trata de la cibernética, lleno de fórmulas algebraicas, y tuve que confesarle sin reparos al amigo que me lo había prestado que, como él, no comprendía ni una gota de aquel texto.
Podría multiplicar los ejemplos. Pero queda en pie el hecho de que los compañeros que se preocupan por vulgarizar las constataciones o las hipótesis cientí-ficas no pueden, como yo mismo, controlarlas ni contro-vertirlas. Nos sentimos relegados a un plano de in-ferioridad (Por ser gratuita, nuestra aprobación no equi-valdría a nada).
A la hipótesis emitida por tal ilustre profesor, a consecuencia de experiencias que no podemos verificar, no podríamos oponer otra hipótesis, a menos de aven-turarnos a que se nos objetara que nuestra hipótesis no merece ningún examen en razón de los fantásticos estudios realizados por los maestros de las facultades.
Es, pues, imposible dudar de la capacidad de los sabios, de su sinceridad, de su independencia de espíritu, de su probidad intelectual, etc. Ellos constituyen un producto fuera de concurso. Frente a ellos nos hallamos en la misma situación del hombre primitivo frente al “brujo”. En su libro “Ciencia Falsa y Falsa Ciencia”, Jean Rostand nos cuenta la fantástica historia de los rayos N, que muchos sabios ahora admiran sin que hayan existido jamás. He aquí, nos dice el brujo, mi forma de curar a los enfermos: debes creer en mis gestos y en mis sentencias. Así te curarás de tu enfermedad, a menos que de ella no mueras. El pobrecito no puede hacer sino inclinarse. Es lo que hacemos humildemente ante el terapéutico diplomado cuando nos receta un medicamento cuya composición escapa a nuestro examen o control, y no es motivo para alabar su eficacia si consideramos satisfactorio su uso. Nuestra función no es la de controlar, sino la de aceptar lo que la ciencia nos enseña como verdad irrefutable, al menos por el momento. Pienso a menudo en las controversias de las que son objeto la doctrina de la evolución, la mutación (o trasmutación), la constitución de la materia, la expansión del universo, la formación del sistema planetario, la aparición de la vida sobre la Tierra, e incluso la existencia de las estrellas, etc… Somos muy ingenuos al esperar que el porvenir nos aporte una verdad científica, a la cual, más tarde, sucederá otra hipótesis. Todo ello incontrolable, desde luego. Ninguna necesidad, pues, de atravesar los mares para hallar al “brujo-rey” y al “hombre primitivo”, puesto que los tenemos al alcance de nuestra mano, con la diferencia de que nosotros llamamos nuestro “primi-tivismo” civilización y a nuestros “brujos” sabios.
Está lejos de nosotros la idea de que el sabio pueda tener mala fe, o que se deje influenciar por consideraciones morales o sociales, políticas o religio-sas, económicas inclusive, sino por la aspiración a los honores y a una buena situación -cosas, ambas, que no tienen que ver con su trabajo-. Pero si apareciera en nosotros un asomo de duda, nos hallaríamos despro-vistos, incapaces de hacer fracasar ambiciones que no tienen nada que ver con la búsqueda científica; impo-tenetes para formular una opinión cualquiera, faltos del material indispensable para pasar por el cedazo de un veredicto imparcial las experiencias convincentes y las que no lo son tanto. Es ínfimo lo que nosotros podemos realizar por nuestros propios medios, y eso nos obliga a aceptar, pese a todo, un argumento que no ofrece alternativas, cosa intolerable para los individualistas (como, desde luego, para todos los anarquistas).
¿Existirá siempre una aristocracia, una clase de sabios, propietarios absolutos del herramental necesario para el conocimiento y un proletariado de haraposos, reducidos a la mínima porción en lo que se refiere a la posesión de los instrumentos indispensables para la verificación y control serios de las investigaciones científicas, donde poco importa, para permanecer en este dominio, la aprobación de un instituto cualquiera? Lo ignoro absolutamente. Pero comprendo que se aspire a formar parte de un medio social menos complicado, menos diferenciado, más sencillo, en el que se ignorara tanto el sub como el super-desenvolvimiento. El error reside en creer que se dé realidad a este deseo mediante una permanencia forzosamente limitada al margen de la civilización. Apenas se ha vuelto la espalda a la llanura, a la montaña, a la playa (de donde no estaba ausente), ella nos aprisiona, nos envuelve y nos lanza a las técnicas e invenciones de las que somos el juguete perpetuo. A los compañeros que se esfuerzan en iniciarnos en los progresos de la ciencia pertenece, ante todo, difundir aquello que sea provechoso para la formación ética de la individualidad, la voluntad de ser uno mismo, la posesión de una conciencia dilecta e incontestable de su existencia.
* Artículo publicado en la revista Cenit, Nº 98, febrero de 1959.
Epílogo
La influencia de Emile Armand en España
Emile Armand (1872-1962) anarquista individualista francés fue un activista muy popular en su tiempo y no se explica hoy su desconocimiento ya que fue muy popular en España dentro de algunos círculos libertarios ligados al eclecticismo, al naturismo, al vegetarianismo y a las opciones comunitarias de vida. Su influencia fue mucho mayor de lo que a simple vista nos pueda parecer. Armand divulgó en los medios obreros, con sus revistas y libros, las ideas más avanzadas en torno a la sexualidad, las comunas y la posición del individualista autodidacta y crítico contra el autoritarismo y la explo-tación. Hijo de un “communard”, hombre de una notable vitalidad fundó en 1901, un órgano de tendencia tolstoia-na o anarquista cristiano, llamado L ‘Ere Nouvelle. Diri-gió durante algún tiempo el periódico L’Anarchie, cola-boró en Le Libertaire de Sebastian Faure y fue el anima-dor de la revista l’En Dehors, aparecida en Orleans desde 1922 hasta 1939 con un total de 335 números (1). Esta revista toma el subtítulo en 1926 de: “Organo de práctica, de realización, de camaradería individualista anarquista”. Fue también animador de su continuadora: L’Unique, también de Orleans y que apareció desde 1945 a 1956 con un total de 110 números (2).
Armand pasó de un cristianismo militante al individualismo anarquista pacifista y no-violento aunque siempre defendió desde sus revistas a todos los liber-tarios incluso a los partidarios de la expropiación, tan comunes dentro del movimiento libertario europeo de entre-guerras. Su defensa del “ilegalismo” en las revistas anarquistas le valió no pocos enemigos dentro del mis-mo movimiento, de sectores más “calmados” entre ellos el mismo Jean Grave que acusa a Armand, Andrè Loru-lot, Alberto Libertad, Paraf-Javal y varios más que están en el entorno de L’Anarchie, de desviación ideológica y de provocar con su vida disoluta -a los ojos de Grave- la desmoralización del movimiento en general (3). Tam-bién Max Nettlau dedicará adjetivos no muy agradables al nucleo de individualistas franceses en su Anarquia a través de los tiempos. De todas maneras, la virulencia de su escritura, sus posiciones antirreduccionistas, su amplitud de miras y su constante provocación de la ortodoxia -aunque fuera anarquista- dotaron al movi-miento anarquista europeo de una nueva vitalidad. También de nuevos aires de renovación que paradóji-camente enlazaban con sus inicios y con la agrupación espontánea en células afinitarias de sus individuos a la usanza bakuninista. Los individualistas, gracias a la pro-paganda escrita, pusieron en movimiento a algunos sec-tores escleróticos del sindicalismo revolucionario ya que lo dotaron de un pensamiento y una filosofia más acorde con las ideas de autoeducación y critica que preconi-zaban.
El corpus teórico de Armand gira alrededor de tres ideas clave: el individualismo anarquista, la camaradería amorosa o sexualidad sin trabas y la libre agrupación de individuos en comunas, llamadas comunmente a princi-pios de siglo por los anarquistas: “milieux libres”.
Toda esta corriente de pensamiento de Armand fue muy difundida en España a partir de la mitad de los años veinte, por sus compañeros individualistas anar-quistas. Aparecieron artículos suyos en La Revista Blan-ca barcelonesa y en la valenciana Estudios. Armand se dio a conocer en el público español en 1903 cuando publicó en la Revista Blanca un largo estudio sobre Tols-toy: Tolstoy, los anarquistas cristianos. Los anarquistas idealistas. No luce para todos el comunismo libertario. Entró rápidamente en polémica con Carlos Malato y ésta duró varios años, involucrando también a Federico Urales que desde entonces será un fiel lector de las obras de Armand que incluso llegan a inspirarle obras como su famoso: Aventurero del Amor entregado en fascículos en la Revista Blanca de la segunda época (4).
Con todo, su traductor más fiel fue José Elizalde, animador del grupo “Sol y Vida” del barcelonés barrio del Clot, secretario de la Federación de Grupos Anarquistas, previa a la FAI de 1927, y colaborador de dos de las revistas más importantes del individualismo anarquista español: Etica e Iniciales ambas de Barcelona. Los promotores de Etica, con José Elizalde a la cabeza, publican la revista mensualmente desde enero de 1927 hasta enero de 1929. A partir de este momento se convierte en Iniciales: revista mensual ecléctica de educación individual. Su esfuerzo editorial se vió com-plementado con una iniciativa original pero no de-sencaminada desde el punto de vista libertario: la publicación de una revista para niños que aparece en enero de 1928 bajo el significativo título de Floreal y que es al mismo tiempo el portavoz de la escuela Natura, apodada familiarmente “La Farigola” por los propios alumnos. La singularidad de Etica radica en que nunca se definirá como revista anarquista o libertaria -hay que tener en cuenta que el país se encuentra bajo una dicta-dura militar y con cientos de militantes anarquistas en prisión preventiva o en el exilio- pero se define como: Revista de educación individual, filosofía, literatura, arte y naturismo.
En el número 6 de Etica, en junio de 1927, se pu-blica un comentario apóstrofo sobre la obra Amor libre de Armand: “Desgraciadamente, son pocas las mujeres que le leen y conocen; pero Armand, nado en la teoría del sembrador, va llenando el surco que florecerá paula-tinamente y que ya retoña en lontananza, como reman-so de dicha. Ël se ha propuesto defender la práctica del Amor Libre, que tanto obsesiona a los que de verdad sienten la manumisión de la mujer”. En el siguiente número ya se publica un texto muy significativo de Armand, titulado “Combatamos los celos” que desatará una fuerte polémica y un gran interés. La gran divul-gación de Armand se hizo en España sobretodo a partir de sus articulos en la prensa, aunque en 1936 el servició de libreria de Iniciales, que pone en marcha una peque-ña editorial, recomienda comprar su publicación: Anarquismo-Nudismo.
La idea internacionalista caló también en el idea-rio de Armand y fue un defensor de las lenguas planifica-das como el Esperanto o el Ido que según él harían borrar las diferencias de entendimiento entre los indivi-duos. José Elizalde, su amigo y traductor, fue también director de la revista idista Ad-Avane! en línea con E. Armand que defendía las tesis del idioma Ido frente a su rival el Esperanto. Elizalde mantendrá una fuerte polé-mica con Saljo -militante esperantista- en las páginas de La Revista Blanca; la polémica no es nueva ya que se había iniciado en Tierra y Libertad en 1917-1918 y se había continuado en Tierra Libre, Generación conscien-te. Elizalde no obstante se anuncia como profesor de ambas lenguas en el Ateneo Naturista Ecléctico del Clot en clases nocturnas para obreros de carácter gratuito.
Tenemos constancia de la publicación por la Li-breria Internacional de Paris, en 1926 aproximadamente de un libro de Armand en español: Realismo e idealismo mezclados: reflexiones de un anarquista individualista. También en los años treinta aparece de la mano de Orto en Valencia uno de sus volúmenes más escandalosos: Libertinaje y prostitución: grandes prostitutas y famosos libertinos: influencia del hecho sexual en la vida política y social del hombre. En 1934 aparece en Madrid en la misma editorial Orto, Biblioteca de Documentación Social, uno de los libros mas difundidos de Armand en español y que había aparecido en 1931 en Francia: “Formas de vida en común sin Estado ni autoridad. Las experiencias económicas y sexuales a través de la Historia”. El grueso volumen, de 400 páginas recoge las experiencias de los “medios libres” o Comunidades que motivan en su tiempo una amplia discusión sobre su viabilidad, o no, en los medios anarquistas. La mayoría de la información proviene de la extensa corres-pondencia que mantenía Armand desde su revista l’En Dehors, ya que era un foro abierto a la narración y a la comunicación de todas estas experiencias. En el prólogo, Armand razona sobre su obra: “Desde el punto de vista individualista del anarquismo, parece difícil mostrarse hostil a seres humanos que, contando sola-mente con su vitalidad individual, intentan realizar todas o parte de sus aspiraciones… Además de que muchas Colonias han prolongado su existencia durante muchas generaciones, habría que preguntarse por qué motivo quieren, los adversarios de las Colonias, que éstas duren indefinidamente, niegan su utilidad y no las consideran convenientes. Toda Colonia que funciona en el medio actual es un organismo de oposición, de resistencia, cuyos componentes pueden ser comparados con las células; cierto número no son apropiadas para el medio y se eliminan, desaparecen… No hay que olvidar que, los miembros de las Colonias, han de luchar no sola-mente con el enemigo exterior (el medio social), sino también, en las actuales condiciones, contra el enemigo interior: prejuicios mal extinguidos que renacen de sus cenizas, laxitud inevitable, etc… Por otra parte, no puede comprenderse esta necesidad de duración indefinida, si se considera la Colonia por lo que ella significa: un medio, no un fin… Es igualmente un “medio” educativo (una especie de propaganda práctica), individual y co-lectiva.” El autor después de interesantes reflexiones sobre estos experimentos colectivos pasa a hacer una historia de estos intentos y nos ofrece una densa lista de todas estas experiencias y su localización en el globo terrestre. Pasa revista a una serie de “medios libres” no solamente anarquistas sino también de origen religioso o ateo, cooperativo: owenistas, fourieristas, henrigeorgis-tas; comunistas libertarios o colectivistas o individualis-tas asociacionistas. Armand escribe y recaba testimonios de los habitantes de las comunas, y lo que es más importante, populariza entre los medios obreros la posi-bilidad de nuevas formas de asociación y cooperación alternativas a la familia.
Armand con sus obras introduce en Europa algu-nas de las corrientes anarquistas comunitaristas y paci-fistas más alejadas del sindicalismo revolucionario fran-cés que había sido el que clásicamente más había influ-enciado todo el movimiento anarquista del estado español. Gracias a él se recuperan las líneas de pensa-miento de Benjamin Tucker (1854-1939), del stirneriano John-Henry Mackay (1864-1933), de Morris Hillquit, Josiah Warren, etc.Y también, gracias a él, se recupera toda la larga tradición del comunitarismo libertario europeo dejada de lado en el movimiento obrero euro-peo a partir de la descalificación marxista del llamado “Socialismo científico” contra lo que se dio en llamar “Socialismo Utópico”. Armand revitaliza las ideas de Cabet, Owen y sobre todo de Charles Fourier al dar noticias sobre las comunas creadas a partir de sus ideas. Es más, podríamos afirmar que todas las ideas de Armand sobre la libertard en materia sexual arrancan de las ideas del creador de la “Teoría de los Cuatro Movi-mientos” que fuera tan desprestigiado por algunos anar-quistas “puritanos” como el mismo Proudhon. Fourier explica que el hombre ha de seguir los patrones dictados por un universo marcadamente sexual y que siempre se mueve en armonía, Fourier propone una nueva orga-nización del mundo amoroso en que cada cual podrá expresar su individualidad en una pluralidad de encuen-tros que van a permitir todas las formas de amor de todos los tipos y asociaciones imaginables. Fourier abo-ga también por la liberación y promoción de la mujer y la equipara totalmente con el hombre adelantándose en mucho a su época. Sus ideas pasarán desapercibidas hasta que sean retomadas por algunos utopistas americanos y por E. Armand que las relanza dentro de una órbita en la que permanecían en estado embri-onario.
Armand establecerá fructíferas polémicas con otros individualistas anarquistas partidarios de la libertad sexual sin restricciones, un contrapunto interesante serán las polémicas con la librepensadora anarquista brasileña Maria Lacerda de Moura y con varios escrito-res más. A su manera, prosigue con sus experiencias de juventud como animador de las causeries libertaires de los anarquistas franceses A. Libertad y Paraf-Javal. Su incansable actividad como provocador y agitador del pensamiento ácrata europeo en línea con Fourier, Stir-ner, Tucker y MacKay está aún por recuperar.
(1) Sobre Armand puede consultarse: MAITRON, Jean: Le Mouvement Anarchiste en France, Maspero. París, 1983. Una pequeña biografía en: BEKAERT, Xavier: Anarchisme violence non-violence. Ed. Monde Libertaire-Alternative Libertaire. París-Bruxelles, 2000. También sobre autoritarismo en LEWIN, Ro-land: Sébastien Faure et “La Ruche” ou L’Education libertaire. De. Ivan Davy coop… Vauchrétien, 1989.
(2) L’Unique hace constar que es un “Boletín interior exclusi-vamente destinado a los amigos de E. Armand. No puede ser vendido al público”. Este subtítulo desaparece en marzo de 1947. Al fin de la vida de la revista en julio-agosto 1956, ésta tendrá una continuidad en un boletín dentro de “Defense de l’homme” que se mantendrá entre 1957 y 1962.
(3) Ver las acusaciones bastante exageradas de GRAVE, Jean: Le Mouvement libertaire sous la 3e. République: souvenirs d’un révolté. París 1930, pag, 184 y ss.
(4) Sobre el tema ver URALES, Federico: La evolución de la Filosofía en España. Barcelona, 1968, pag. 51 y ss.
SUMARIO
Prólogo 3
Cuadro de situación 5
El ambiente social
La carrera de la apariencia
La complejidad del problema humano
El individualismo anarquista 11
Vivir su vida (fábula)
El anarquismo
Orígenes del anarquismo
La sociedad
El individualismo anárquico
El dominio del “yo”
Los individualistas y los revolucionarios sistemáticos
Condiciones de existencia del individualista
Nuestro individualista
Autoridad y dominación
La ley del progreso continuo
Origen y evolución de la dominación
Sobre el “bien” y el “mal”
Vivir a voluntad
Vale la pena vivir
El “yo” y la alegría de vivir
Vivir por vivir
No sufrir
El individualismo de la alegría
La astucia como arma de defensa
La resistencia pasiva
El riesgo
Envejecer. La vida compleja
Fe
¿Es esto lo que ustedes llaman vivir?
La villa individualista
El peligro mediocrático
La actividad crítica
Disfrutar físicamente
La vida sensual. Camaradería amorosa 45
Consideraciones sobre la idea de libertad
¿Qué es el amor?
El ambiente social y las relaciones sexuales
Teoría de la libertad sexual
La educación sexual
La emancipación sentimental
La ruptura
Pastillas de limón (aforismos)
Males mayores
La castidad
Los celos
La coquetería en el amor
Caricatura burguesa del amor libre
Obscenidad, pudor y emancipación sexual
Los parásitos
Prostitución
La vida plena
El desnudismo
La reciprocidad
El amor proteiforme
Variaciones sobre voluptuosidad
Arte y Ciencia 77
El arte por el artista
Reflexiones acerca del lenguaje poético
y sus modos de expresión
Poemas (El sueño, Sensibilidad y
¿Progreso o demencia?)
Comentarios sin pretensiones (sobre la ciencia)
Epílogo. La influencia de Emile Armand en España 89
[1] Hoy valdría agregar esta posibilidad a nuestras conclusiones, ya que la técnica de clonación, la fecundación in vitro y la biogenética no encuentran obstáculos morales demasiado firmes para su desarrollo. (Nota de la traductora)