A lo largo de la avenida risueña van y vienen los transeúntes, hombres y mujeres perfumados, elegantes, insultantes. Pegado a la pared está el mendigo, la pedigüeña mano adelantada, en los labios temblando la súplica servil.
─¡Una limosna por el amor de Dios!
De vez en cuando cae una moneda en la mano del pordiosero, que éste mete presuroso en el bolsillo prodigando alabanzas y reconocimientos degradantes.
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