Historia de la Vida de un Proletario

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Bartolomeo Vanzetti

Los Primeros Pasos

Mi vida no puede pretender el honor de una autobiografía. Anónimo yo mismo en el montón de los anónimos, he querido simplemente tomar y reflejar rápidamente un breve momento de la dinámica inquietud ideal que lleva a la humanidad hacia mejores destinos.

Nací el 11 de junio de 1888, de G. Battista Vanzetti y Giovanna Vanzetti, en Villafalleto, provincia de Cuneo, Piamonte. La población, que se levanta sobre la orilla derecha del Magra, al abrigo de una hermosa cadena de cerros, es principalmente una comunidad agrícola. Allí viví hasta los trece años de edad en el seno de mi familia.

Concurrí a las escuelas locales y amaba el estudio. Mis más lejanos recuerdos son los premios ganados en los exámenes escolares, y una segunda distinción en catecismo. Mi padre dudaba entre dejarme proseguir los estudios o enseñarme algún oficio. Un día leyó en la Gazzetta del Popoloque en Turín 42 abogados habían concurrido para ocupar un puesto por 35 liras mensuales. Esta noticia fue decisiva en mi infancia, porque mi padre se resolvió a que yo aprendiera una profesión y fuera comerciante.

Para eso, en 1901, me condujo ante el señor Conino, que dirigía una pastelería en la ciudad de Cuneo, y allí me dejó gustar — por primera vez — el sabor del duro e implacable trabajo. Trabajé como 20 meses, desde las siete de la mañana hasta las diez de la noche, todos los días, menos tres horas de asueto dos veces al mes. De Cuneo pasé a Cavour, y entré en la panadería del señor Goitre, puesto que conservé por tres años. Las condiciones no eran mejores que en Cuneo, con la diferencia de que los momentos libres alcanzaban a cinco horas en dos veces al mes.

No me agradaba el comercio, pero me quedé para satisfacer a mi padre y porque no sabía qué otra cosa elegir. En 1905 abandoné Cavour por Turín, esperando hallar trabajo en la gran ciudad. Malogradas mis esperanzas, fui más lejos, a Courgne, donde me ocupé por seis meses. Luego volví a Turín y trabajé de caramelero.

En Turín, febrero de 1907, caí seriamente enfermo. Sufrí mucho, encerrado, privado de aire, de sol y de alegría, como una triste flor sombría.

Pero llegaron noticias a mi familia y mi padre vino de Villafalleto para llevarme a mi tierra natal. En casa — me dijo él — sería cuidado por mi buena, mi amantísima madre. Y entonces volví, después de seis años de haberme agotado en la fétida atmósfera de las panaderías y de las cocinas de restaurants, donde raramente penetra un soplo de Dios o un rayo de luz de su gloria. Seis años que podrían haber sido hermosos para un muchacho ávido de saber y sediento de contacto vivificador con el ambiente de la simple vida campesina de su aldea. Años del gran milagro que transforma al niño en hombre.

¡Ah! ¡Quién me hubiera dado tiempo para atender al maravilloso desarrollo!

En las tres horas de tren dediqué mis pensamientos a aquellos que han sufrido pleuresía alguna vez. Pero aun a través de la niebla de melancolía pude contemplar la magnífica tierra que atravesaba y que ocupó también mis sentimientos. El verde oscuro de los valles del norte de Italia, que ningún invierno puede agostar, es hasta hoy un recuerdo vivo en mí.

Mi madre me recibió tiernamente, llorando desde lo hondo de sus alegrías y sus tristezas. Me hizo guardar cama -había olvidado casi que las manos pueden acariciar tan dulcemente. Un mes estuve en cama y dos meses después pude andar, apoyado en grueso bastón. Al fin recobré mi salud. Desde entonces hasta que partí para América, estuve en casa de mis padres. Ese fue uno de los más felices períodos de mi vida. Tenía veinte años; la mágica edad de las esperanzas y los sueños, aun para aquellos que, como yo, hojearon prematuramente las páginas del libro de la vida. Me hice de muchos amigos y dí libertad al amor que guardaba en mi corazón.

Ayudaba a cuidar el jardín de mi casa con un entusiasmo que no había tenido nunca en las ciudades.

Pero aquella serenidad fue muy pronto turbada por el más penoso infortuno que puede agobiar a un hombre. Un mal día mi madre cayó enferma. Lo que ella, su familia y yo sufrimos ninguna pluma puede describirlo. El más leve ruido le causaba atroces espasmos. Muchas veces me precipitaba hacia el grupo de jóvenes que se reunían al caer de la tarde a lo largo de la calle a cantar alegremente a las primeras estrellas para implorarles al amor de Dios y la tranquilidad de sus propias madres Muchas veces, por conversar, rogué a los hombres que me acompañaran a cualquier parte.

En las pocas semanas últimas de su vida, sus estertores agónicos fueron tan dolorosos que ni mi padre, ni sus parientes, ni sus más queridos amigos tenían el ánimo suficiente para aproximarse a su lado. Me quedé solo para reconfortarla lo mejor que pude. Día y noche lo pasaba con ella, torturado por el espectáculo de su dolor. Durante dos meses dormí vestido.

Ni la ciencia ni el amor pudieron nada. Al cabo de tres meses de brutal padecimiento expiró en mis brazos. Murió sin haberme sentido llorar. Yo mismo la puse en el ataúd, la acompañé hasta su última morada y fui el primero en arrojar un puñado de tierra sobre sus restos.

Era justo que lo hiciera así, pues era una parte de mí mismo… El vacío que dejara jamás fue colmado. Pero era demasiado ya. El tiempo, lejos de mitigar la pérdida, la hizo más cruel. Ví envejecer a mi padre prontamente. Me tomé solitario, más callado; pasaba los días sin pronunciar palabra, vagando por entre los bosques que bordean el Magra. Muchas veces, al pasar por el puente, me detuve largo rato a mirar las blancas piedras del cauce arenoso, pensando que en aquel lecho ellas no tendrían pesadillas.

Este trance angustioso de mi espíritu me decidió a abandonar a Italia e irme a América.

El 9 de julio de 1908 dejé a los míos. Fue tanta mi tristeza al partir que abracé a mis parientes y los besé sin poder proferir una palabra. Mi padre también había enmudecido en su profundo pesar, y mis hermanas lloraron como al morir mi madre.

Mi partida había llamado la atención del vecindario, y los amigos llenaron la casa. Todos con una palabra de esperanza, una bendición o una lágrima. Luego me acompañaron todos una buena parte de camino, como si un ciudadano hubiera sido desterrado para siempre.

Un incidente está vivo en mi memoria: varias horas antes de la despedida se acercó a darme el adiós una viejecita que conservaba para mí un sentimilmto maternal desde la muerte de mi madre. La encontré en la puerta de su casa con la joven esposa de su hijo.

¡Ah! has venido, -me dijo-; yo te esperaba. Ve, y que el amor de Dios te acompañe siempre. Nunca había visto yo un hijo que hiciera por su madre lo que tú hiciste; que seas feliz, hijo mío.

Nos besamos. Entonces habló la nuera:

¡Bésame también! ¡Te quiero tanto; eres tan bueno! -dijo, enjugando sus lágrimas. La besé y me fui sintiéndola llorar aún tras mí.

Dos días después dejaba Turín por Módano, ciudad limítrofe. Mientras el tren corría hacia la frontera, algunas lágrimas cayeron de mis ojos, tan poco dados a llorar. Así dejé la tierra que me vio nacer; un vagabundo sin patria. Así florecían las bendiciones de aquellas almas sencillas, de aquellos nobles corazones.

En la Tierra Prometida

Después de dos días de ferrocarril a través de Francia y siete por mar llegué a la Tierra Prometida. Nueva York destacábase en el horizonte con todos sus esplendores y esperanzas. Levanté mi vista de la cubierta de proa fatigado de mirar de uno al otro extremo ese portento de la construcción que atraía y amenazaba a la vez a las mujeres y a los hombres en la tercera clase.

En la estación de inmigración tuve mi primera gran sorpresa. Vi a los pasajeros de proa manoseados por los oficiales lo mismo que un montón de animales. Ninguna palabra de benevolencia o de estímulo que aliviara la aflicción que agobiaba pesadamente a los recién llegados a las playas de América. Las esperanzas que llevaban a estos inmigrantes hacia la nueva tierra, marchitábanse así al contacto de torpes oficiales.

Los niñitos, que debían estar alerta con la espera, se prendían a las faldas de sus madres, llorando atemorizados. Tan hostil es el espíritu que predomina en la barraca inmigratoria.

Qué bien recuerdo, estando en la Batery — en el bajo New York — en seguida de mi llegada, solo, con algunas pobres ropas y muy poco dinero. Hasta el día antes había estado entre gentes que me comprendían. Esa mañana me pareció haber despertado en una tierra donde mi lenguaje equivalía, para los naturales del país, poco menos que a expresiones lastimeras de un mundo animal.

¿Dónde ir? ¿Qué hacer?, esta era la Tierra Prometida. Las preguntas quedaban sin respuesta. Los automóviles y los tranvías pasaban a mi lado velozmente sin cuidarse de mí.

Había anotado la dirección de alguien y hasta ella me llevó un compañero de viaje. Era la casa de un paisano, en la calle… cerca de Seventh Avenue. Estuve allí un rato, pero era evidente que no había sitio para mí en aquella casa, que hervía de seres humanos, como todas las casas de obreros. Profundamente triste dejé aquel lugar a eso de las ocho de la noche, para buscar un sitio donde dormir. Volví sobre mis pasos hacia la Batery, donde pedí una cama por esa noche en un sospechoso hospedaje, el mejor que pude hallar. Tres días después de mi llegada, el paisano ya mencionado, que era jefe de cocina en un rico club del Oeste, calle… frente al Hudson River, me encontró una colocación en su cocina como lavaplatos. Allí trabajé tres meses.

Las jornadas eran largas; el tugurio en que dormía era un horno sofocante y los insectos no me dejaban cerrar los ojos. Casi todas las noches pensaba ir al parque.

Al dejar esta plaza hallé la misma clase de ocupación en el restaurant Mouquin. Las condiciones que hay ahora allí no las conozco. Pero en aquel tiempo — hace trece años — la cocina era algo terrible. No había la más pequeña ventana. Cuando la luz eléctrica se apagaba por cualquier causa, aquello quedaba en la oscuridad, al extremo que nadie podía moverse sin tropezar con las cosas. El vapor del agua hirviente con que se lavaban los platos, sartenes y vajillas, formaba grandes gotas en el techo, donde tomaban todo el polvo y la suciedad y caían luego sobre mi cabeza, gota a gota. Durante las horas de trabajo el calor era espantoso. Las sobras de las mesas amontonadas en barriles cerca de la despensa, despedían tufos nauseabundos. Los resumideros no tenían comunicación con las cloacas. Por eso el agua podía rebosar hasta el piso. En el centro de la habitación había un desagÜe. Todas las noches el canal de evacuación se tapaba y subía hasta que chapoteábamos en un barro pegajoso.

Trabajábamos doce horas un día y catorce al siguiente, más cinco horas extras cada dos domingos. Comida fría, casi impropia para los perros; cinco o seis dólares por semana. Después de ocho meses dejé ese trabajo por miedo a la anemia. Aquel fué un mal año. ,Qué trabajador no lo recuerda!

Los pobres dormían en los quicios de los portales y a la mañana se les podía ver revolviendo los cajones de basuras, buscando una hoja de repollo o alguna patata podrida. Durante tres meses exploré Nueva York a lo largo y a lo ancho, sin hallar trabajo. Una mañana, en una agencia de colocaciones, me encontré con un joven más desesperado y desgraciado que yo. Estaba sin comer desde el día anterior y todavía no se había desayunado esa mañana. Lo invité a un restaurant, invertí casi todo lo que me quedaba de mis economías en un almuerzo que comió con voracidad. Una vez satisfecho su apetito mi nuevo amigo declaró que era una tontería permanecer en Nueva York. Si él tuviera dinero — decía — se iría al campo, donde había más probabilidades de hallar trabajo, sin contar el aire puro y el sol que tendríamos gratis.

Con el dinero que me quedaba tomamos, el mismo día, un barco a vapor para Haltford, Conecticut. De Haltford salimos para una pequeña ciudad donde mi compañero había estado una vez, y cuyo nombre he olvidado. Marchamos a pie por el camino y por último nos atrevimos a llamar a la puerta de una cabaña. Un chacarero americano acudió al llamado. Le pedimos trabajo. No tenía nada para darnos, pero le conmovió nuestra miseria y nuestro evidente apetito. Comimos y luego fuimos con él por el lugar, en busca de alguna ocupación para nosotros. Nada pudimos hallar. Entonces, lleno de compasión, nos tomó en su chacra, aunque no necesitaba de nuestra ayuda. Estuvimos allí dos semanas. Nunca olvidaré aquella familia americana — los primeros americanos que nos trataron como a seres humanos, a pesar de que veníamos de la tierra de Dante y Garibaldi.

El espacio no me permite referir los pormenores de nuestro vagabundeo en busca de alguien que nos diera un pedazo de pan y agua a cambio de nuestro trabajo. De ciudad en ciudad, de aldea en aldea, de granja en granja. Golpeábamos a las puertas de las fábricas y éramos despedidos: No hay trabajo… No hay trabajo … Andábamos realmente hambrientos y sin un céntimo en los bolsillos. Nos sentíamos felices cuando hallábamos un establo abandonado para pasar la noche, esforzándonos por dormir. Una mañana tuvimos suerte. En South Glastonbury un campesino piamontés nos invitó a desayunar. ¿Necesito decir cuán agradecidos le quedamos?

Reconfortados, proseguimos nuestra desesperada bÚsqueda. A eso de las tres de la tarde llegábamos a Midletown, Conecticut, cansados, deshechos, hambrientos y chorreando el agua de una marcha de tres horas a pie bajo la lluvia.

Al primero que encontramos le pedimos noticias de algunos italianos del norte (mi i1ustre compañero era exclusivamente parcial hacia su propia región) y se nos indicó una casa cercana. Golpeamos y nos recibieron dos mujeres sicilianas, madre e hija. Pedimos que se nos permitiera secar las ropas al fuego y asintieron gustosas. Mientras esperábamos, preguntamos acerca de las posibilidades de obtener trabajo por la vecindad. Nos contestaron que por allí no había puntada que dar y nos aconsejaron que probáramos en Springfield, donde había tres hornos de ladrillos.

Al observar nuestras caras demacradas y el visible temblor de nuestros cuerpos, las buenas mujeres preguntaron si teníamos hambre. Confesamos que no habíamos probado bocado desde las seis de la mañana. En seguida la muchacha nos acercó un pedazo de pan y un gran cuchillo.

No tengo otra cosa — dijo — y sus ojos se llenaron de lágrimas. Comen en mi mesa cinco chicos y mi abuelita. Mi marido trabaja en los ferrocarriles y no gana más de $ 1.35 al día por hacer las peores tareas, y yo estuve mucho tiempo enferma.

Mientras yo cortaba pan, ella registró la casa en una desesperada exploración y finalmente descubrió varias manzanas que insistió en que comiéramos. Reanimados, salimos en dirección a los hornos.

¿Qué puede ser aquello donde está esa chimenea? — me preguntó mi compañero.

— Sin duda la fábrica de ladrillos. Vayamos y pidamos trabajo.

— ¡Oh, es muy tarde ya! — objetó él.

— Bueno, entonces, vayamos a la casa del dueño. — añadí.

— No, no. Vayamos a cualquier otra parte. Un trabajo como ese te mataría. No hagamos el camino — me respondió.

Era muy claro que en la larga búsqueda infructuosa por hallar ocupación, el compañero había perdido el amor al trabajo. Este es un estado mental no del todo raro. Los fracasos repetidos, los malos tratos, el hambre y las privaciones, desarrollan en las víctimas de la desocupación una cierta indiferencia hacia su propia suerte. Terrible estado de ánimo que hace de los individuos débiles, tipos perdidos para siempre.

Nuevas Peripecias — En la Lucha Social

Casi a la fuerza llevé a mi camarada a la ciudad, donde hallamos trabajo seguro en los hornos, una de las más penosas labores que conozco. No resistió él la prueba. A las dos semanas abandonó el trabajo. Yo me quedé allí diez meses. Las tareas estaban ciertamente por encima de mis fuerzas, pero había muchas alegrías después de la jornada. Existía toda una colonia de naturales de Piamonte, Toscana y Venecia que llegó a ser casi una familia.

Por la noche, las miserias se olvidaban. Algunos tocaban algo el violín, el acordeón o cualquier otro instrumento. Otros preferían entregarse a la danza; — yo, desgraciadamente, nunca sentí inclinación hacia ese arte, y me quedaba sentado mirando. Siempre he gozado de las alegrías de los demás.

Había muchos enfermos en la pequeña colonia, y yo mismo tuve una recaída, con ataques de fiebre que se sucedían en forma intermitente. Raro el día que no cayera alguno enfermo. Desde entonces en adelante tuve algo más de suerte. Fui luego hasta Meriden, Conecticut, donde trabajé en las canteras.

Dos años en las canteras, haciendo la más penosa labor; pero vivía con un matrimonio de ancianos, ambos toscanos, y sentía un gran placer aprendiendo su hermoso dialecto.

Durante los dos años que pasé en Springfield y en Meriden otras muchas cosas aprendí, además del toscano. Aprendí a amar y a simpatizar con aquellos que como yo estaban resueltos a aceptar un salario misero con tal que conservara el cuerpo y dejara en salvo el espíritu. Aprendí que la conciencia de clase no era frase inventada por los propagandistas, sino que representaba una fuerza vital, real, y que aquellos que comprenden su significado no son ya simples bestias de carga, sino seres humanos.

Hice amigos por todas partes, nunca tan conscientemente. Quizás ellos, que trabajaban a mi lado en las canteras y en los hornos, vieran en mis ojos la profunda pena que sentía por sus destinos, y los vastos sueños de un mundo mejor que embargaban a mi mente desde entonces.

Mis amigos me aconsejaron que volviera a mi oficio de pastelero. Los trabajadores inexpertos, insistían, eran los animales más humillados de la organizacion social; no tendría que comer ni sería respetado si persistía en ese trabajo. Un paisano (que estuvo en Nueva York) añadió sus súplicas a las de mis compañeros. De modo que volví a Nueva York, y encontré ocupación inmediatamente como ayudante pastelero del chef del restaurant Sovarin, en Broadway. A los seis o siete. meses fui despedido nuevamente. Entonces supe la razón de estas extrañas destituciones. Los chefs estaban por aquel tiempo en relación con los agentes de colocaciones, de modo que por cada hombre que colocaban recibían una comisión.

Mientras más eran los despedidos, más comisiones cobraban.

Los paisanos que me hospedaban me rogaron que no desesperara. Sigue con tu oficio, protestaron, — mientras tengamos casa, cama y comida que ofrecerte, no te impacientes. Y cuando necesites dinero no vaciles en decírnoslo.

Grandes corazones entre el pueblo, ¡oh, sí, fariseos! Durante cinco meses recorrí nuevamente las calles de Nueva York; imposible hallar ocupación en mi oficio, o siquiera de lavaplatos. Por último di con una agencia en Mulberny Street, que pedía hombres para trabajar con pico y pala. Me ofrecí y fui ocupado. Fui llevado junto con otro montón de harapientos a una barraca en los bosques cercanos de Springfield, Massachussetts, donde había una línea férrea en construcción. Allí trabajé hasta que pude reunir una reserva y pagar una deuda de cien dólares que había contraído durante los meses que anduve desocupado. Entonces me fui con un compañero a otra barraca, próxima a Worcester. Allí estuve algo más de un año trabajando en varias factorías. Adquirí muchas amistades, que recuerdo con profundo e inalterable cariño y la más grande emoción. Había entre ellos algunos obreros americanos.

De Worcester pasé a Plymouth (hace unos ocho años de esto) que fue mi residencia hasta el día que me arrestaron.

Aprendí a considerar con un real afecto aquel lugar, porque con el tiempo fue cada vez más el pueblo preferido por mi corazón, las gentes con quienes comía, los hombres que trabajaban a mi lado y las mujeres que últimamente me compraban la mercancía que vendía por las calles.

De paso, dejadme decir lo grato que es sentir que mis compañeros de Plymouth respondieran con amor el afecto que yo tenía por ellos. No solamente porque ellos han sostenido mi defensa — el dinero después de todo, es insignificante — sino por haberme expresado directa e indirectamente su fe en mi inocencia. Aquellos que se reunieron alrededor de mis buenos compañeros del comité de defensa, no eran solamente obreros, sino también hombres de negocios que me conocieron, y no exclusivamente italianos, pues también había júdíos, polacos, griegos y americanos.

Bien; yo trabajé en la casa Stone, y luego en la Cordage Company, durante ocho meses.

Por mi activa participación en la huelga de obréros cordeleros de Plymouth, era evidente que para mi no podía haber ocupación allí… Como una situación de hecho, por mi participación más frecuente en las listas de oradores de grupos de todas las clases, se me hizo más y más difícil hallar trabajo en ninguna parte. Tanto, que en ciertas fábricas se me consideraba como definitivamente puesto en la lista negra.

Sin embargo, de todos los patrones que tuve, ninguno podrá negar que yo era un obrero industrioso y serio, cuya Única falta grave era que trataba penosamente de acercar un poco de luz a las obscuras vidas de mis compañeros de trabajo.

Por algún tiempo desempeñé una pesada ocupación en la empresa de construcción de Sampson y Douland, en la ciudad. Puedo decir también que he participado en las más importantes obras públicas de Plymouth. Casi todos los italianos de la ciudad, y los mismos capataces de los varios trabajos en que me ocupé, pueden atestiguar mi laboriosidad y la modestia de mi vida durante ese período. Yo estaba profundamente ocupado en aquellos momentos en cosas del espíritu, en la gran esperanza que animaba y anima a mi alma, aun aquí en la sombría celda de la prisión, mientras espero la muerte por un crimen que no he cometido.

Mi salud no era buena. Los años de rudo trabajo y los más terribles períodos de desocupación me habían quitado mucho de mi vitalidad original. Había desechado toda medida saludable para prolongar mi vida.

Unos ocho meses antes de mi detención — más o menos — un amigo que se preparaba para volver a su casa me dijo: ¿Por qué no me compras el carro, los útiles, la balanza, y sales a vender pescado, en lugar de seguir bajo el yugo de los patrones?

Aproveché la oportunidad y me transformé en un vendedor de pescado apasionado por la independencia.

En aquel tiempo, 1919, el deseo de ver una vez más a los míos y la nostalgia de la tierra que guarda a mi madre, inundaron a mi corazón. Mi padre, que no me escribía una carta sin repetirme la invitación, insistió más que nunca, y mi querida hermana Luigia se unió a los deseos de mi padre.

Los negocios no iban muy mal, pero trabajaba como una bestia de carga, sin descanso, día tras día…

En diciembre 24 (1919) vísperas de Navidad, fue el último día que vendí pescado aquel año. Tuve un día de mucha animación, pues todos los italianos compraban anguilas ese día para las fiestas de vigilia. El lector ha de recordar que fue una Navidad sumamente frígida, y que el tiempo riguroso no cesó hasta después de los días festivos.

Empujar un carro no es un trabajo muy animado. Estuve un tiempo algo más fortalecido aunque el trabajo no fuera menos frío.

Encontré ocupación unos pocos días después de Navidad como cortador de hielo en lo de mister Petersen. Un día que éste no tenía trabajo me tomaron en la Electric House, para trabajar en el carbón. Cuando el trabajo del hielo se terminó, obtuve un empleo con el señor Horoland, para cavar fosas, hasta que una tormenta de nieve me hizo otra vez un hombre desocupado. Pero por muy pocas horas. Me contraté en la ciudad para limpiar las calles de la nieve y, terminado esto, ayudé a librar de nieve las líneas férreas. Luego me tomaron nuevamente en la Sampson Construction, que preparaba un acueducto para la Puritan Woolen Company. Permanecí allí hasta que se terminó el trabajo.

Una vez más me encontré sin ocupación. Las huelgas ferrocarrileras habían interrumpido el abastecimiento de cemento, de modo que no podían proseguirse las obras en construcción. Retorné a mi oficio de vendedor de pescado, siempre que pude obtenerlo, porque la venta estaba limitada.

En abril nos pusimos de acuerdo con un pescador para trabajar juntos. Pero no se llegó a nada. Porque el 5 de mayo, cuando preparábamos un gran mitin de protesta por la muerte de Salsedo — obra del departamento de policía — fui arrestado. Mi buen amigo y camarada Nicolás Sacco estaba conmigo.

Otro caso más de deportación, nos dijimos.

Pero no fue así. Las terribles inculpaciones que todo el mundo conoce ahora, eran el motivo. Yo fui acusado de un crimen en Bridgewater, y condenado a los once días de iniciado el proceso, por el más escandalosamente falso de los juicios que jamás haya presenciado, y sentenciado a quince años de prisión.

El juez Webster Thayer, el mismo que presidiera el tribunal asesino, impuso la sentencia. No hubo una sola vibración de simpatía en su acento cuando pronunció la condena. Al escucharlo me sorprendió; ¿por qué me odiaba así? ¿No es posible suponer un juez imparcial?

Pero ahora creo saberlo; yo debía ser para él un extraño animal; un simple obrero; un extranjero, y, además, un extremista. ¿Y por qué ocurría que todos mis testigos, gentes sencillas que estaban ansiosas de decir la verdad eran mal miradas y blanco de burlas y risas? Ninguna confianza merecían sus palabras, porque ellos eran también vulgares extranjeros…

El testimonio de un ser humano es aceptable, merece consideración, pero ¿el del extranjero?… ¡Psh!

Mi Vida Intelectual y Mis Ideas

Necesito volver sobre mis pasos un momento. He referido los hechos materiales de mi historia. La verdadera y profunda historia no está en las circunstancias exteriores de la vida de un hombre, sino en el despertar interno de su alma, de su mente y su conciencia.

Fui a la escuela desde los seis años de edad hasta los quince. Amaba el estudio apasionadamente. Durante los tres años transcurridos en Cavour tuve la fortuna de estar cerca de una persona instruída. Con su ayuda estudié cuanta publicación caía a mis manos. Mi superior estaba suscrito a un periódico católico de Génova.

Creo que fue una suerte, porque yo era entonces un ferviente católico.

En Turín no tuve amigos, salvo los compañeros de trabajo, jóvenes empleados y peones.

Mis compañeros se decían socialistas y se mofaban de mis ideas religiosas, llamándome hipócrita y beato.

Un día llegué a tener una pelea a puñetazos con uno de ellos.

Entonces estaba más o menos al corriente de todas las escuelas del socialismo, y creo que ellos no sabían muy bien el valor de esa palabra. Se llamaban socialistas por simpatía a De Amicis (en aquel tiempo en la cumbre de su gloria de escritor), y por razones y espíritu de lugar y de tiempo.

Tan real fue el efecto del ambiente que yo también comencé a amar el socialismo sin conocerlo, creyéndome yo mismo un socialista.

Considérando bien todas las cosas, el grado de evolución de aquellos hombres fue un beneficio para mi que aproveché grandemente.

Los principios del humanismo y de la igualdad de derecho empezaron a abrir brecha en mis sentimientos. Leí Corazón, de De Amicis, y luego sus Viajes y Amigos.

En la casa había un libro de San Agustin. De él, esta sentencia permanece indeleble en mi memoria: La sangre de los mártires es la simiente de la libertad. Encontré también Los novios, que leí dos veces. Finalmente puse las manos en una polvorienta Divina Comedia. ¡Ay de mí! mis dientes no estaban hechos para tal hueso; sin embargo, comencé a roerlo desesperadamente, y creo que con algún provecho.

En los últimos días de mi permanencia en Italia aprendí mucho del doctor Francis, del químico Scrimaglio y del veterinario Bo. Ya comenzaba a comprender que la plaga que más cruelmente castiga a la humanidad es la ignorancia y la degeneración de los sentimientos humanos. Mi religión pronto no necesitó templos, altares, ni oraciones formales. Dios fue para mi un perfecto ser espiritual, desprovisto de todo atributo humano. Aunque mi padre me decía siempre que la religión era necesaria para la moderación de las pasiones y para consolar al ser atribulado, yo encontré en mi propio corazón el sí y el no de los cosas. En esta actitud mental crucé el océano.

Llegado a América padecí todos los sufrimientos, desengaños y privaciones que son inevitables para quien desembarque a los veinte años, ignore la vida y sea algo soñador. Aquí ví todas las brutalidades de la vida, todas las injusticias y las depravaciones en que se debate trágicamente la humanidad.

Pero, a pesar de todo, logré fortalecerme física e intelectualmente. Aquí estudié las obras de Pedro Kropotkin, Gorki, Merlino, Malato, Reclus. Leí El Capital de Marx y las obras de Leone y Labriola. El testamento político de Carlos Pisacane, los Deberes del Hombre de Mazzini y muchos otros escritos de interés social.

Aquí leí periódicos de todas las tendencias socialistas, religiosas y patrióticas. Aquí estudié la Biblia, la Vida de Jesús, de Renan y Jesús Cristo no existió nunca de Miselbo. Aquí leí la historia griega y romana, la historia de Estados Unidos, de la Revolución Francesa y de la revolución italiana. Leí a Darwin, Spencer, Laplace y Flammarion. Volví a la Divina Comedia y a la Jerusalén libertada. Releí a Leopardi y lloré con él. Leí los libros de Hugo, de Tolstói, Zola y Cantú, las poesías de Giusti, de Guerrini, de Rapisardi y Carducci.

No me creas, querido lector un prodigio de ciencia; sería un error. Mi instrucción fundamental era muy incompleta y mi capacidad mental muy reducida para asimilar tan vastos materiales.

Debo recordar que yo estudiaba a la par que trabajaba todo el día y que no poseo ninguna aptitud mental innata. ¡Ah, cuántas noches me quedaba sobre algún libro hasta el amanecer, a la luz vacilante del gas! Apenas ponía mi cabeza en la almohada cuando sonaba el silbato y debía marchar a la fábrica o a la cantera.

Pero recogí de mis estudios una continuada e inexorable observación sobre el mundo. El libro de la Vida: ¡ese es el libro de los libros!

Todos los demás no hacen más que enseñar a leer aquél. Y muchas veces, estos otros, enseñan precisamente lo contrario.

La meditación de estos grandes libros orientó mis actos y mis ideas. Negué el principio de; Cada uno para sí y dios para todos. Defendí al débil, al pobre, al oprimido y al perseguido. Admiré el heroismo, la voluntad y el sacrificio cuando tenían por objeto el triunfo de la justicia. Comprendí que bajo el nombre de Dios, de la Ley, de la Patria o de la Libertad, de las más puras abstracciones y de los más elevados ideales, se han cometido y se cometen los crímenes más horrendos; hasta que llegue el día en que no se permita a una minoría sacrificar a la humanidad en nombre de una abstracción. Comprendí que el hombre no puede despreciar impunemente las leyes no escritas que gobiernan la vida, y que no puede romper los lazos que lo unen al universo. Comprendí que las montañas, mares y ríos llamados fronteras naturales estuvieron formados antes que el hombre y no con el objeto de dividir a los pueblos.

Abarqué el concepto de fraternidad y amor universal. Sostuve que cualquier cosa que beneficie o perjudique al hombre, beneficia o perjudica el conjunto de la especie humana. Sentí mi libertad y mi felicidad en la libertad y la felicidad de todos. Admití que la equidad en los actos, en los derechos y deberes es la única moral en que puede fundamentarse una sociedad humana. Comí mi pan con el sudor de mi frente. Ni una gota de sangre mancha mis manos y mi conciencia.

Comprendí que la finalidad suprema de la vida es la felicidad. Que la base eterna e inmutable del bienestar humano está en la salud, en la paz de la conciencia, en la satisfacción de las necesidades y en la sinceridad de la fe, Comprendí que cada individuo tiene dos yo, el real y el ideal; que el segundo es la fuente de todo progreso y que quien desee hacer el primero idéntico al segundo está en un error. En una misma persona la diferencia entre esos egos es siempre la misma, porque guardan la misma distancia, ya sea hacia un sentido progresivo o regresivo.

Comprendí que el hombre no es nunca suficientemente modesto, y que la verdadera sabiduría está en la tolerancia.

Quiero un techo para cada familia, pan para todas las bocas, instrucción para cada mente, luz para todas las inteligencias.

Estoy convencido que la historia no ha comenzado todavia; que nos hallamos aún en el último período de la prehistoria. Veo con los ojos de mi alma c6mo se ilumina el cielo con las luces del nuevo milenio.

Sostengo que la libertad de conciencia es tan inalienable como la vida. Siento con todas mis fuerzas que el espíritu humano se orienta hacia el bien de todos.

Sé por experiencia que los derechos del privilegio vivirán y se sostendrán por la fuerza hasta que la humanidad se haya perfeccionado a sí misma.

En la historia real de la humanidad futura — una vez abolidas las clases y el antagonismo de los intereses — el progreso y el cambio serán determinados por la inteligencia y mutua comprensión.

Si nosotros y las venideras generaciones no llegamos a acercarnos a ese ideal, no habremos obtenido nada de efectivo y la humanidad continuará siendo miserable y desgraciada aun.

Yo soy y seré hasta el último momento (a menos que descubra mi error) comunista anárquico, porque siento que el comunismo es la forma del contrato social más humana, porque sé que solamente en la libertad podría surgir el hombre a su noble y armoniosa integridad.

¿Y Ahora?

A los treinta y tres años de edad — los que tenía Cristo, que según algunos sabios alienistas es la edad de los delincuentes generalmente — estoy encerrado en la prisión y prometido a la muerte. No obstante, pueda yo recomenzar las jornadas de la vida y pisaré el mismo camino, tratando siempre de abreviar la suma de mis faltas y errores y de multiplicar mis buenas obras.

Envío a mis camaradas, a mis amigos, a todos los hombres buenos un fraterno abrazo y mi cordial y caluroso saludo.

 

 

Editado en inglés por el Comité de Defensa de Boston. Publicado en español en septiembre de 1927, en el suplemento quincenal de La Protesta, publicación anarquista de Buenos Aires, Argentina.