La esclavitud voluntaria

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Ricardo Flores Magón (january 21st, 1911)

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Juan y Pedro llegaron a la edad en que es preciso trabajar para poder vivir. Hijos de trabajadores, no tuvieron oportunidad de adquirir una regular cultura que los emancipase de la cadena del salario. Pero Juan era animoso. Había leído en los periódicos cómo hombres que habían nacido en cuna humilde habían llegado, por medio del trabajo y del ahorro, a ser los reyes de las finanzas, y a dominar, con la fuerza del dinero, no sólo los mercados, sino las naciones mismas. Había leído mil anécdotas de los Vanderbilt, de los Rockefeller, de los Rothschild, de los Carnegie, de todos aquellos que, según la Prensa y hasta según los libros de lectura de las escuelas con que se embrutece a la niñez contemporánea están al frente de las finanzas mundiales, no por otra cosa sino -¡vil mentira!- por su dedicación al trabajo y su devoción por el ahorro.

 

Juan se entregó al trabajo con verdadero ardor. Trabajó un año, y se encontró tan pobre como el primer día. A la vuelta de otro año se encontró en las mismas circunstancias. Y siguió trabajando más, sin desmayar, sin desesperar. Pasaron cinco años y se encontró con que, a fuerza de sacrificios, había logrado reunir algunas monedas, no muchas. Para ahorrarlas necesitó disminuir los gastos de su alimentación, con lo que debilitó sus fuerzas; vistió andrajos, con los que el calor y el frío lo atormentaron, debilitando igualmente su organismo; habitó miserables casuchas, cuya insalubridad aportó a su organismo su contingente debilitante. Pero Juan siguió ahorrando, ahorrando dinero a expensas de su salud. Por cada centavo que lograba guardar, perdía una parte de su fuerza, Para no pagar renta a propietario alguno compró un lote y fabricó una casita. Después se casó con una muchacha. El Registro Civil y el cura lo arrancaron una buena parte de sus ahorros, obtenidos a costa de tantos sacrificios Pasaron algunos años más: el trabajo no era constante, las deudas comenzaron a afligir al pobre Juan, Un día se enfermó uno de sus hijitos; el médico no quiso asistir al enfermito porque no se le ofrecía dinero; en el dispensario público atendieron tan mal a la criatura que ésta murió, Juan, sin embargo, no se daba por vencido. Recordaba sus lecturas sobre las famosas virtudes del ahorro y otras patrañas por el estilo, Tenía que ser rico porque trabajaba y ahorraba. ¿No habían hecho lo mismo Rockefeller,. Carnegie y muchos más, ante cuyos millones suelta la baba la humanidad inconsciente? Entretanto los artículos de primera necesidad iban subiendo en precio de manera poco tranquilizadora, La ración alimenticia se disminuía hasta su extremo límite en el hogar del inocente Juan, y, a pesar de todo, las deudas aumentaban y ya no podía ahorrar un solo cobre. Para colino de desdichas, el dueño de la negociación en que Juan comenzó a trabajar decidió emplear trabajadores por menos costo, y nuestro héroe, y muchos más, se vieron de la noche a la mañana despedidos del trabajo, ocupando sus lugares nuevos esclavos que, como los anteriores, soñaban con riquezas amasadas a fuerza de trabajo y de ahorro. Juan tuvo que empeñar su casa, esperando todavía poner a flote la barca de sus ilusiones, que se hundía, se hundía sin remedio. No pudo pagar la deuda, y tuvo que dejar en las manos de los prestamistas el producto de su sacrificio, el pequeño bien amasado con su sangre. Obstinado, Juan quiso todavía trabajar y ahorrar, pero en vano. Las privaciones a que se sujetó por el ansia de ahorrar, el trabajo pesado que había ejecutado en los mejores años de su vida le habían destruido el vigor. En todas partes donde solicitaba trabajo se le decía que no había ocupación para él. Era una máquina de producir dinero para los amos; pero demasiado gastada ya. Las máquinas viejas son vistas con desprecio. Y, entretanto, la familia de Juan padecía hambre. En la negra casucha no había fuego, no había abrigos para combatir el frío, las criaturas pedían pan con verdadera furia. Juan salía todas las mañanas en busca de trabajo; pero ¿quién había de alquilar sus brazos viejos? Y después de recorrer la ciudad y los campos, llegaba al hogar, donde lo esperaban, contristados y hambrientos, los suyos, su mujer, sus hijos, los seres queridos, para quienes soñó las riquezas de Rockefeller, la fortuna de Carnegie.

Una tarde Juan se detuvo a contemplar el paso de ricos automóviles ocupados por personas regordetas, en cuyos rostros podía adivinarse la satisfacción de llevar una vida sin preocupaciones. Las mujeres charlaban alegremente, y los hombres, almibarados e insignificantes, las atendían con frases melifluas que habrían hecho bostezar de fastidio a otras mujeres que no hubieran sido aquellas burguesas.

Hacía frío; Juan tembló pensando en los suyos, que le esperaban en la negra casucha, verdadera mansión del infortunio. Cómo habrían de tiritar de frío en aquel instante; cómo debían sufrir las torturas indescriptibles del hambre; qué amargas deberían ser las lágrimas que derramasen en aquellos momentos. El desfile elegantísimo continuaba. Era la hora de exhibición de los ricos, de los que, según el pobre Juan, habían sabido “trabajar” y “ahorrar” como los Rothschild, como los Carnegie, como los Rockefeller, En un lujoso carruaje venía un gran señor. Su porte era magnífico. Tenía canas, pero su rostro estaba joven. Juan se llevó la mano a los ojos para limpiarlos, temiendo ser víctima de una ilusión. No, no le engañaban sus viejos y opacos ojos: aquel gran señor era Pedro, su camarada de la infancia. “Cuánto ha de haber trabajado y ahorrado”, pensó Juan, “para que haya podido salir de la miseria y llegar a tanta altura y ganar tanta distinción”.

¡Ah, pobre Juan!: no había podido olvidar los imbéciles relatos de los grandes vampiros de la humanidad; no había podido olvidar lo que leyó en los libros de las escuelas, en que tan concienzudamente se embrutece al pueblo.

Pedro no había trabajado. Hombre sin escrúpulos y dotado de gran malicia, había podido apercibirse de que lo que se llama honradez no es fuente- de riquezas, y se echó a engañar a sus semejantes. Apenas reunido algún fondito, instaló un taller y alquiló manos baratas; de ese modo fue subiendo. Ensanchó sus negocios y alquiló más manos, y más y más, y se convirtió en millonario y en gran señor, gracias a los innumerables “Juanes”, que toman a pies juntillas los consejos de la burguesía.

Juan continuó presenciando el brillante desfile de haraganes y haraganas. En la esquina próxima un hombre dirigía la palabra al público. Escaso auditorio tenía, en verdad, aquel orador. ¿Quién era? ¿Qué predicaba? Juan fue a escuchar.

– Compañeros, decía el hombre, ha llegado el momento de reflexionar. Los capitalistas son unos ladrones, Sólo por medio de malas artes se puede llegar a millonario. Los pobres nos deslomamos trabajando, y cuando ya no podemos trabajar, nos despiden los burgueses como dejan sin amparo al caballo envejecido en el servicio. ¡Tomemos las armas para conquistar nuestro bienestar y el de nuestras familias!

Juan lanzó una mirada despreciativa al orador, escupió al suelo con coraje y se marché a la casucha negra, donde lo esperaban afligidos, con hambre y con frío, los seres queridos. No podía morir en él la idea de que el ahorro y la laboriosidad hacen la riqueza del hombre virtuoso. Ni ante el infortunio inmerecido de los suyos pudo reaccionar el alma de aquel miserable, educado para esclavo.

Ricardo Flores Magón,
De Regeneración, del número 21, fechado el 21 de enero de 1911.

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Voluntary Slavery

Ricardo Flores Magón (january 21st, 1911)

Juan and Pedro came to age at the precise age to start working to survive. They were sons of workers, who died not having the opportunity to acquire formal education to free them from the chains of salary. But Juan was spirited. He had read in newspapers how some men, born from humble beginnings, had come to be, with work and thrift, become financial kings, and dominate, with the power of money, not only in the market place, but in the world. He had read thousands of anecdotes of the Vanderbilts, the Rockefellers, the Rothchilds, the Carnegies, and all of those whom, according to La Prensa, and some school reading books, with the stupidities of our contemporary childhood, are abreast of world finances, not because of anything else,-oh, despicable lies-but the dedication to work and the devotion to save.

Juan tenaciously threw himself into his work. He worked a year, and found himself as poor as the first day. At the turn of the following year, he found himself in the same circumstances. He kept on working more, without dismay, without rest. Five years went by, and he found that, at the cost of sacrifices, he had saved some money-not too much. To save those coins, he had to minimize the expense of his nourishment, lowering his strength, dressed in rags, with the torment of hear and cold weather, his system wore out too; he lived in miserable shacks, and the unsanitary environment contributed to his weakness. But Juan kept on saving, saving money at the cost of his health. For every penny he was able to save, he lost strength. So in order to not pay rent, he bought a lot, and built a small home. Later, he married a young girl. The court and the priest took away a big chunk of his savings, saved with so much sacrifice. Some years passed, but work was not steady, debts started to stress poor Juan. One day one of his children got sick, the doctor did not want to assist him since he had no money, and in the public dispensary, he was given such poor attention that the poor child died. Juan, however, did not give up. He would remember the writings he had read about the famous virtues of being thrifty and other foolishnesses of the kind. He had to be rich because he worked so hard, and saved. Didn’t Rockefeller, himself, Carnegie and others, before millions, drool unconscientiously? Meanwhile, basic necessities were costing more, making him worried. Groceries were costing more, and extremely limited the home of the innocent Juan, and, much to his concern, bills were increasing, and he could not save a penny. To add pain to injury, the owner, that morning, fired him from work. Occupying their places were new slaves, who, like the ones before, would dream with accumulated wealth, by hard work and savings. Juan had to pawn his home, with the hope to keep his dreams, but he was going down, sinking without help. He could not pay his debt, and had to leave it at the hands of the sharks, all the product of his sacrifice, that small lot saved for with his blood. Obstinate, Juan wanted to save more, but it was in vain. This deprivation to which he subjected himself, so he could save, the hard work he labored the best years of his life, had destroyed his vigor. Everywhere he asked for work, he was rejected, and there was no work for him. He was a machine to produce money for his employer, but very worn out. Old machines are seen with disdain. And, meanwhile, Juan’s family suffered hunger. In the dark shack, there was no heat, no covers to protect them from the cold; the children plead for bread with fury. Juan would go out everyday to look for work, but who wanted to hire tired old arms? And after walking all the city and the fields, he returned home, where they were waiting, sad and hungry, those loved ones, his wife, children, those loved ones who once dreamt about the wealth of the Rockefellers, the fortune of the Carnegies.

One afternoon, Juan stopped to contemplate the automobiles passing by, driven by fatty drivers, imagining the satisfaction of having a life without worries. Women chatting happily, and men, flattering syrupy and insignificantly, attending to them with mellifluous phrases that could make other women yawn with boredom if they had not been those bourgeoisie.

It was cold; Juan shivered, thinking about his family, what they could expect inside that dark shack, that mansion of misfortune. How could they shiver in that cold weather, that very moment; suffering the indescribably torture from famine; how bitter the tears shed those very moments! The elegant parade continued. It was the perfect moment for the rich to show off, just from whom Juan had learned “to work and save,” like the Rothchilds, like the Carnegies, like the Rockefellers. A great gentleman was coming in a luxurious car. His presence was magnificent. Gray hair, but his face looked young. Juan cleaned his eyes, rubbing them, worried to be a victim of an illusion. No, no, his old and tired eyes did not fool him; that great man was Pedro, his childhood comrade. “How much had he worked and saved,” thought Juan, “so he could get out of his misery, and reach such a level, and gain so much distinction.”

Oh, poor Juan! He has not been able to forget the imbecilic stories about the vampire of humanity; he could not forget what he had read in school books, in what conscientiously stupefies the population.

Pedro had not worked. A man without scruples. And with great malice, he had become aware that honesty is not a fountain of wealth, so he started cheating his fellow man. As soon as he pooled some savings, he installed a shop and hired cheap labor; so he went up, up. He widened his shop, and hired more help, more and more, and he became a millionaire and a great man, thanks to the many “Juans” who carefully took the advise from the bourgeoisie.

Juan continued watching the parade of the lazy and the indolent. At the next corner a man was preaching to the townsmen. There were a few people, really, but this orator, who was he? What did he say? Juan went to listen:

“Comrades,” exclaimed the man, “the time has come to reflect. Capitalists are thieves. Only by bad tricks can one become a millionaire. The poor drop down, working, and when we cannot work anymore, we are fired by the bourgeoisie, as leaving a tired and old horse from service. Let’s bare arms to conquer our welfare and for our families!”

Juan saw the man with disdain, spit on the floor with anger, and walked to the obscure shack, where his loved ones waited sad, hungry, and cold. He could not let his idea die, that saving and work make the man virtuous. Not even the undeserving, who deserved misfortune from his fellow man, could make the miserable soul educated to be a slave, nor could he recognize his mistake.

Ricardo Flores Magon Collected Works

Ricardo Flores Magón« La esclavitud voluntaria », from Regeneración number 21, dated January 21st, 1911.

http://www.non-fides.fr/?Voluntary-Slavery