Murray Bookchin

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Murray Bookchin

  1. El anarquismo ante los nuevos tiempos
  2. Anarquismo social o anarquismo personal
  3. Nosotros los verdes, nosotros los anarquistas
  4. Seis tesis sobre municipalismo libertario

 

El anarquismo ante los nuevos tiempos

Murray Bookchin

A menos que la sociedad se inmole en una catástrofe nuclear, nos espera una era marcada por una novedad de tal impacto que puede constituir la transformación más radical vivida por la humanidad desde la revolución industrial, o mejor dicho, tal vez desde cuando nuestros antepasados iniciaron la agricultura, milenios de años atrás.

Es cierto: no estoy exagerando la dimensión y la importancia de este cambio, más bien lo estoy subvalorando. Ya estamos experimentando los primeros efectos, con el descubrimiento de los secretos de la materia (nuclear) y de los secretos de la vida (ingeniería genética), de consecuencias incalculables, bombas de hidrógeno, y de neutrones, misiles inteligentes que pueden ser conducidos en la espalda y lanzados por un solo hombre, y en fin, estaciones espaciales, vehículos aéreos que vuelan a velocidades muy superiores a la del sonido, submarinos dotados de armas nucleares que pueden permanecer sumergidos por períodos de tiempo casi ilimitados, y un armamento terrestre de armas automáticas, medios acorazados polivalentes, potente artillería, mortales toxinas biológicas y químicas, centros de mando superelectronizados, y, aún más, técnicas avanzadísimas de vigilancia desde los satélites que pueden fotografiar a un individuo desde centenares de kilómetros por encima de él, hasta los micrófonos direccionales que pueden captar una conversación a metros de distancia a través de una ventana cerrada… Todos estos medios de control y de destrucción son tan sólo los heraldos de una técnica que será considerada primitiva dentro de una o dos generaciones. Son asimismo la prueba de que el orden social existente carece incluso de los más mínimos rudimentos necesarios en cuanto a sensibilidad moral para hacer frente a cualquier gran descubrimiento en el campo científico y técnico.

Se puede afirmar, con una seguridad confirmada por una mole de pruebas realizadas, que el capitalismo, inevitablemente, por su propia naturaleza, utilizará cada progreso técnico con objetivos autoritarios y destructivos. Y cuando digo destructivos, no me refiero sólo al destino de la humanidad, sino también a ese mundo natural del cual dependen para su sobrevivencia todas las especies en su conjunto: no existe ninguna diferencia sustancial, en este sentido, tanto si se habla de bombas o de antibióticos, de gas nervioso o de sustancias químicas para la agricultura, de radar o de comunicaciones telefónicas. Las ventajas que la humanidad puede espigar del progreso técnico son tan sólo migajas caídas de un orgiástico banquete de destrucción que en este solo siglo ha sacrificado más víctimas que en cualquier otro período histórico. La tan alabada sensibilidad hacia los valores de la vida humana, de la libertad individual, de la integridad personal es irrisoria ante el recuerdo de Auschwitz o Hiroshima. Ningún sistema social ha ofendido todo elevado concepto de civilización más brutalmente que el nuestro, que tan devotamente habla de libertad, de igualdad y de felicidad: palabras que son hoy sólo un camuflaje para la tradicional fe en el progreso y en el continuo ascenso de la civilización.

Lo que más me preocupa en este asunto no son los cambios técnicos que abiertamente amenazan nuestra sobrevivencia y la del planeta. Lo que me preocupa profundamente son las singulares condiciones a las cuales podremos sobrevivir tras nuestra capacidad de destruir a nuestra propia especie. Me refiero a las nuevas aplicaciones de los descubrimientos científicos y técnicos en el campo de la industria y de la información que pueden determinar mutaciones radicales en las relaciones sociales y en la estructura del carácter, mutaciones capaces de minar nuestra voluntad de resistencia a la dominación. Atención: ya hemos sido cambiados, social y psicológicamente, desde fines del segundo conflicto mundial, durante el cual la ciencia fue aplicada sistemáticamente a la guerra, a la industria y al control social en una medida sin precedentes en la historia. He destacado el término sistemáticamente con toda intención. La tecnología militar en la primera guerra mundial, en cuanto a mortandad, era todavía primitiva, no sólo en su potencia homicida (la guerra de trincheras era por lo menos limitada geográficamente y dejaba gran parte de la población civil al margen de portar armas), sino también por su carácter ad hoc. El desarrollo de los armamentos dependía de ocasionales inventivas, no de elaborados programas de aplicación de los principios físicos y del know how (saber cómo) ingenieril al arte de la destrucción de masas.

Por su parte, la segunda guerra mundial cambió radicalmente ese modo simple de usar la ciencia a fines militares. E1 proyecto Manhattan, que produjo la primera bomba atómica, consistió en la movilización masiva y conscientemente planificada de los mejores cerebros físicos y matemáticos disponibles, para producir una sola arma: algo similar a la movilización de masas de la población total para sostener el esfuerzo bélico. Los científicos participaron también en decisiones militares importantísimas como cuando J. Robert Oppenheimer, que era el jefe del Proyecto, le dio al ministro norteamericano de la guerra los datos decisivos para el lanzamiento de las bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki. Hoy, este uso de la ciencia y de la ingeniería para el desarrollo de los armamentos no está vinculado por el mismo escrúpulo de moralidad e integridad científica. Si sobreviviéramos a la ilimitada potencia de la ciencia en términos de destrucción en masa, no hay nada que pueda impedir a los Estados y a sus ejércitos el invadir el espacio con los más letales sistemas de aniquilación humana y de invadir las mentes con técnica informática y métodos de condicionamiento que hacen palidecer cualquier cosa que se pueda leer en el 1984 de Orwell.

Otra cosa, asimismo preocupante, es que en los Estados Unidos, en Japón y en parte de Europa estamos asistiendo a cambios industriales que son no menos radicales que aquellos militares a que he aludido, cambios que predije veinte años atrás en Hacia una tecnología liberadora y que ingenuamente esperaba fueran al servicio de la liberación humana, mientras, por lo contrario, sirven en la actualidad al orden existente para alimentar el dominio del hombre sobre el hombre.

Me refiero a una amplia reestructuración de toda la economía sobre bases electrónicas, a un género de revolución industrial del todo nueva que amenaza con sustituir el mismo aparato sensorial humano con aparatos mecánicos electrónicamente guiados. Se debe tener en cuenta que estamos apenas en los primeros pasos de una serie de progresos técnicos que convertirán en obsoleta tanto a la fábrica y a la oficina, como a la hacienda agrícola tradicional, que alimentarán la centralización política y potenciarán el control policíaco, para no hablar del condicionamiento dirigido hacia los medios masivos de la mente y del espíritu, que alcanzará niveles inimaginables. La línea de montaje, que es tal vez la más relevante innovación industrial de la época entre las dos guerras mundiales, podía ser asociada al nombre de un emprendedor con inventiva como Henry Ford, o antes que él, con un Ely Whitney. Del mismo modo, la revolución en el ámbito de la comunicación, del transporte aéreo, de la iluminación eléctrica, del cinematógrafo, del telégrafo, de la radio eran asociados a sólo nombres personales. Hertz, Bell, los hermanos Wright, Edison, etcétera. Hoy los inventos técnicos son prácticamente anónimos. Al igual que el Proyecto Manhattan, ellos son el resultado del trabajo colectivo y sistemático de brigadas de investigadores del ejército o de las grandes empresas, que pueden producir a voluntad todo cuanto sea razonablemente necesario. No existen, por tanto, límites intrínsecos, en términos amplios, ya no importa que sistema o aparato para conseguir — o casi — cualquier fin. La palabra invención ha perdido su significado tradicional de acto personal inspirado para descubrir o crear. No es un individuo, con sus escrúpulos morales o con su sentido del bien público, que da su contribución a la innovación tecnológica. Los Henry Ford y los Thomas Edison (a pesar de todas las connotaciones negativas con las que justamente se les asocia) han dejado el puesto al Pentágono, a la General Dynamics, a la General Motors y a todas las demás entidades y empresas que se hallan al abrigo del riesgo de consideraciones éticas y sociales en el anonimato de su actuar y en la impersonalidad de su trabajo en brigadas.

Debemos tener en cuenta que estos cambios tecnológicos — y el modo como se han operado — señalan el fin de toda la historia anterior a la segunda guerra mundial, de esa historia en que se basa tanta parte de nuestra teoría. E1 sindicalismo ha compartido con el marxismo la firme convicción de que el proletariado industrial era el sujeto histórico para el derrocamiento revolucionario del capitalismo. Aunque hace tiempo que he abandonado tal creencia, por razones tanto teóricas como prácticas, encuentro más bien irónico que esta cuestión se halle destinada a perder bien pronto su relevancia, para no hablar de su validez, desde el momento que el proletariado en cuanto tal está declinando en consistencia y en importancia estratégica. Contrariamente a la expectativa sindicalista y marxista, el proletariado va declinando históricamente junto con el sistema de fábrica y con la tecnología tradicional que le dieron origen como clase. Y no se cambian sustancialmente los términos del problema ampliando las definiciones del término proletariado hasta incluir los cuellos blancos e incluso los empleados estatales: aunque para éstos se perfila una drástica reducción numérica. En los Estados Unidos, que deben asimismo emprender seriamente su reconversión industrial, los cuellos azules han descendido de un veinticinco por ciento a un quince por ciento de la fuerza laboral: declinación que previsiblemente proseguirá hasta que la clase obrera tradicional sea reducida a una exigua porción de la población.

Ya ahora, todavía, ni los cuellos blancos ni los cuellos azules muestran aquel arrojo, aquella vitalidad característica del proletariado clásico de la época precedente a las dos guerras mundiales. Es, además, interesante desde un punto de vista teórico, preguntarse si una clase obrera de herencia industrial, como aquella alemana de los primeros veinte años de este siglo, fue alguna vez revolucionaria, en comparación a una reciente clase obrera de cuño agrícola, como la española y la rusa, que vivieron la dolorosa transición de un mundo rural a uno industrial, con todos los sufrimientos psicológicos y culturales conexos con una drástica readaptación a modelos de vida altamente racionalizados y mecanizados.

La evolución de las clases

La propia historia está emitiendo todavía una sentencia que tiene más contenido existencial que cualquier teoría. Hasta para los programadores de computadoras — para no hablar de los perforadores de tarjetas mecanográficas, de los empleados de tercera y de los pequeños burócratas -se delinea una declinación en términos numéricos y en relevancia social, a consecuencia de la introducción de las conocidas como computadoras inteligentes, cuyo ulterior desarrollo a niveles de increíbles sofisticaciones es sólo cuestión de tiempo. Todo movimiento radical que base su teoría de cambio social sobre un proletariado revolucionario -compuesto solo de obreros o de obreros y empleados — vive en un mundo que se va, en el supuesto caso que haya existido, con la desaparición de los oficios y de los trabajos de raíz campesina de la Europa latina y eslava del siglo pasado.

Se me permitirá destacar que no estoy diciendo lo que digo para disminuir la importancia de ganar el apoyo de la clase laboral para un proyecto de emancipación humana, ni intento denigrar los esfuerzos en este sentido de los sindicalistas. Hoy en día un proyecto liberador que le falte el apoyo de la clase trabajadora está destinado probablemente al fracaso: los cuellos azules, y aún más si se unen a los cuellos blancos, representan todavía una considerable fuerza económica. Pero, en cuanto a eso, también un proyecto liberador que no logre atraerse a su lado a los jóvenes que componen los ejércitos de todo el mundo está asimismo destinado al fracaso.

En los parámetros temporales que definen la unidad de nuestra época, el proyecto liberador se encuentra frente a los problemas típicos de un período de transición: la exigencia de trabajar con aquellos estratos sociales en declinación que constituyen todavía elementos decisivos de mutación social; la exigencia de trabajar con estratos sociales emergentes que están convirtiéndose en factores decisivos del cambio social, como por ejemplo los técnicos y los profesionales altamente calificados; la exigencia de trabajar con los oprimidos de siempre, que siempre serán decisivos elementos potenciales de cambio social, como las mujeres y las minorías étnicas; la exigencia de trabajar con los denominados grupos marginales, categorías socialmente no bien definidas, que pueden volverse elementos decisivos para el cambio social, como la intelligentsia radical, que ha jugado un papel estratégico en todas las situaciones revolucionarias, y los individuos que escogen estilos y normas de vida cultural y sexual no ortodoxos.

El tiempo, enemigo

Pero el tiempo no juega a nuestro favor. Es muy probable que, si no nos volvemos hacia aquella capacidad de penetración intelectual, hacia aquella praxis y a aquellas formas de organización adecuadas a los problemas que hemos de enfrentar, el tiempo trabajará contra nosotros. La innovación tecnológica está avanzando a una velocidad que supera todo visible cambio en la esfera social y en la política. Antes o después, lo social y lo político deberán ser radicalmente sincronizados con lo tecnológico, de otro modo se abren en el sistema fisuras inmensas que harían palidecer la era fascista de los años veinte y treinta comparadas a lo que nos espera. El 1984 de Orwell es simple, no porque describe una sociedad completamente totalitaria, sino porque no prevé ese enorme instrumental tecnológico que hubiera hecho de Oceanía un mundo todavía más deprimente. Para comprender plenamente el alcance de la vuelta que puede tomar la sociedad, deberemos ver qué cosa espera el capitalismo, así como ver que cosa nos espera.

En primer lugar, el capitalismo debe reestructurar drásticamente su sistema político para hacerlo congruente con la evolución económica y técnica en activo. La democracia burguesa, o sea las instituciones surgidas de las revoluciones inglesa, americana y francesa, son absolutamente inapropiadas en un mundo cibernético, altamente racionalizado y dominado por las grandes empresas. La dimensión utópica de esas revoluciones, que indujo a Kropotkin a escribir su famosa La gran revolución, aún pone un límite al uso interno del poder político y militar.

E1 reciente retiro de los marines norteamericanos del Líbano, por las presiones de la opinión pública nacional, es un ejemplo casi banal. Reagan y sus acólitos hubieran querido tener manos libres en el asunto libanés, así como Johnson lo hubiera deseado para Vietnam. En ambas ocasiones debieron echar marcha atrás a consecuencia de una ola creciente de críticas por parte del público y del Congreso, críticas que fueron posibles gracias a la estructura política republicana de los Estados Unidos. Esa estructura es a su vez el producto de una revolución popular y en gran parte rural que dos siglos atrás dio al pueblo norteamericano una Carta de los Derechos y un cuadro institucional basado en la separación del poder ejecutivo del legislativo y del judicial. Es fácil destacar como esta estructura fue más libertaria en sus orígenes que ahora y que en los últimos tiempos se ha hecho más centralizada, pero lo que más cuenta, en este caso, es el hecho de que es todavía demasiado libertaria para los problemas que el capitalismo debe afrontar en el futuro y éste tratará de modificarla drásticamente para evitar que esos problemas produzcan difusos y peligrosos fermentos sociales.

¿A qué problemas aludo? Presumiblemente la tecnología cibernética, que se halla apenas en su infancia, convertirá en económicamente superflua a la mayoría de los norteamericanos que hoy trabajan. No estoy haciendo retórica. Cada decenio lleva en sí profundos cambios técnicos que van haciendo inútiles casi todo tipo de trabajo tradicional. Prácticamente toda operación conexa con la materia prima, con la manufactura, con los servicios, puede ser desarrollada, esencialmente, por aparatos cibernéticos, y, si se prosigue la lógica del capitalismo, esta sustitución será una realidad. Aunque algunos millones de personas queden todavía de alguna manera implicadas en estas operaciones, ellas constituirán los márgenes de la economía, no su núcleo. Debemos enfrentarnos al hecho de que es posible una tan imponente sustitución del trabajo humano, así como que es inevitable si el capitalismo sigue su curso. Ignorar esa posibilidad significa meter la cabeza bajo tierra como la proverbial avestruz… hasta que nos hayan arrancado todas las plumas, una tras otra.

¿Qué cosa significa existencialmente esa ilimitada revolución tecnológica?. Significa que el capitalismo deberá afrontar el problema de los innumerables millones de personas que, desde el punto de vista burgués, no contarán con ningún puesto en la sociedad. Nadie de nosotros, militantes de los años treinta, se había imaginado como posible la solución final de Hitler para los hebreos y sus planes demográficos para exterminar gradualmente millones de eslavos de las regiones orientales, destinadas a ser recolonizadas por poblaciones de lengua alemana. Sin embargo, Auschwitz se convirtió en el testimonio terrorífico de la realización de lo que parecía fantasioso. Ningún movimiento radical — socialista, anarquista o sindicalista — hubiera podido jamás prever tal desenvolvimiento en una nación evidentemente civilizada de Europa. Y todos aquellos de nosotros que recordamos aquel tiempo debemos admitir que salimos de la guerra como de un infierno, totalmente trastornados por sus horrores.

Hoy y en los años por venir, ese mismo capitalismo que ha producido un Hitler es seguramente capaz de producir instituciones que acaben con la población superflua, sin importar cuán numerosa y recalcitrante pueda ser. ¿Padeceremos cualquiera otra estrategia genocida similar a la de Hitler? No excluyamos demasiado fácilmente una solución que ya ha sido dada en el pasado. Los métodos pueden ser más indirectos, como los actuales sistemas chinos de control demográfico o el escandaloso sistema de esterilización forzada impuesto por Indira Gandhi. O puede presentarse una solución de tipo parasitario, como el sistema de la Roma clásica, que transformó una buena parte de los ciudadanos de la República en inútiles consumidores. No lo sé. Y por fortuna el peso de mis años tal vez me permita no llegarlo a saber.

Lo que sí sé es que la democracia burguesa se percibe ya como anacrónica para los sectores más avanzados de la burguesía. Sé que viene dándose la máxima prioridad para una modificación gradual de su estructura institucional, pieza tras pieza. Por ejemplo, tan sólo el voto de dos estados de la Unión preserva hoy a los Estados Unidos de una Asamblea constituyente, la primera desde aquella de 1787, y es un detalle escalofriante para cualquiera que crea en las libertades civiles. Por otra parte, se han presentado enmiendas para extender el mandato presidencial de cuatro a seis años. La reestructuración del Estado democrático burgués está a la orden del día en casi todos los países industrializados del mundo. Lo único que detiene al capitalismo para la totalitarización completa de esos países es el enorme peso de las tradiciones que, en todas las partes del Occidente, frustra al poder ejecutivo, y en particular la tradición libertaria de los Estados Unidos, con su énfasis sobre los derechos individuales, sobre la autonomía, sobre el control local, sobre el federalismo. Además, también los cotidianos conflictos internos en el seno de la propia burguesía tienden por ahora — pero sólo temporalmente — a contrabalancear esta tendencia ultraautoritaria. Cómo debemos conducirnos — en cuanto anarquistas — ante tales tensiones, es un gravísimo problema que no se puede dejar de lado con respuestas más apropiadas para una economía industrial tradicional y un movimiento obrero vital que para una inminente economía cibernética con unos perfiles de clase menos definidos.

La omnipresencia del Estado

En segundo lugar, el Estado se ha convertido en algo omnipresente como jamás lo había sido con anterioridad. Asistimos a su crecimiento en forma tal que jamás hubiéramos podido imaginar en épocas precedentes, mucho más simples. Es cierto, se puede pensar en los grandes despotismos del mundo antiguo como ejemplos de formas estatales más despiadadas, tales como el despotismo asiático estudiado por Karl Wittfogel y otros historiadores. Pero raramente el Estado ha tenido este carácter de omnipresencia, ese carácter típico de condición humana que tiene hoy y que todavía amenaza con serlo más en el futuro. Kropotkin, atinadamente, destacaba que por más tiránicos que fueran los Estados coexistían con un mundo subterráneo de villas, ciudades, barrios urbanos, para no mencionar diferentes asociaciones y corporaciones que eran impugnables a la invasión gubernativa. Todavía en los años treinta, en los Estados Unidos podía uno, tras su trabajo, retirarse del mundo industrial y acogerse en una sociedad preindustrial, doméstica y comunitaria, en la cual el individuo podía preservar su humanidad. A pesar de todos sus defectos patriarcales y de patrioterismo, ese mundo preindustrial excesiva mente individualizado era profundamente social. Era el mundo de la extensa familia en la que varias generaciones vivían juntas o en íntimo contacto una con otra, preservando la cultura y las tradiciones de un espacio no burgués. Era el mundo de la patria chica, de la pequeña patria: la villa, la ciudad, el barrio, donde la amistad era íntima y donde existía un espacio público que nutría una esfera pública y un cuerpo político activo. Existían todavía centros comunitarios que contaban con un lugar para la instrucción, la conferencia, el mutuo apoyo, los libros, los periódicos, la exposición de ideas avanzadas y aun para la ayuda material cuando los tiempos eran duros. Los centros obreros (ateneos libertarios), creados por nuestros compañeros españoles en numerosas ciudades y poblaciones de la península ibérica eran la expresión más consciente de un fenómeno profundamente espontáneo a la vez que típico de la era precedente a la segunda guerra mundial.

La calle, la plaza y los parques constituían un espacio de reunión todavía más amplio y fluido. Recuerdo, de mi juventud, los famosos mítines en una esquina de la calle, donde una sorprendente variedad de oradores radicales hablaban a un público cautivado, o más bien expectante. Ese fantástico mundo de la caja de jabón (los oradores hablaban mientras permanecían de pie sobre tales cajas, N. del T.), como era conocido en Norteamérica, era una fuente de activo intercambio político, un mundo que adiestraba tanto a los oradores como al público en el arte de la actividad pública radical. Más allá de esos niveles de vida doméstica y pública existía la esfera para la actividad local, regional e incluso nacional, más lejana quizá del beneficio individual pero altamente educativa y más enérgicamente contestataria de cuanto pueda serlo hoy.

E1 Estado y la sociedad industrial han destruido ese mundo social y político descentralizado. Sus medios de información entran en todos los hogares y sus computadoras los unen a sofisticados sistemas de administración y de control. Las grandes familias, ricas en diversidades generacionales y culturales, se han marchitado a través de la familia nuclear, constituida por dos progenitores intercambiables y con sus dos o tres hijos intercambiables también. Los ancianos han sido oportunamente expedidos a barrios residenciales para ciudadanos de la tercera edad, así como la historia y la cultura preindustrial ha sido enterrada en los museos, en las academias y en los bancos de datos de las computadoras. La venta de alimentos, de artículos de vestir y domésticos, así como de diversos instrumentos, que en un tiempo fue una actividad muy personalizada, propia de comerciantes locales (muy frecuentemente negocios de gestión familiar) en estrecha conexión con los barrios o la ciudad, es hoy un gran negocio de empresas enormes. En los gigantescos centros comerciales que constelan el continente americano (siempre mayores que incluso los europeos), se trata ya de una forma de distribución impersonal, mecanizada, en que los adquirentes y los productos vienen envueltos juntos, al cajero, y reexpedidos en su automóvil a su lejana casa. Las calles están congestionadas de vehículos no de seres humanos, y las plazas se han convertido en estacionamientos, no en lugares donde la gente se reúna y dialogue.

Las autopistas desgarran los centros de la ciudad e irradian en los barrios con efectos espantosamente destructivos para la integridad cultural de la comunidad. En ciudades como Nueva York, los jardines son lugares de crímenes y de peligros personales a los que se entra temeroso de perder la propia vida. Los centros comunitarios han desaparecido de todas partes, excepto de los barrios más tradicionales, donde corren el riesgo de convertirse en objetos de curiosidad para los turistas y para los sociólogos. El discurso es preferentemente electrónico reservado a sedicentes expertos y estrellas de los medios masivos a debatir en las horas más importantes con una pasiva vacuidad que está produciendo una generación de idiotas y de mudos. La cultura subterránea celebrada por Kropotkin en el Apoyo mutuo está prácticamente desapareciendo en los Estados Unidos, sobre todo tras el declinar de los años sesenta, y el mundo en que florecía ha sido casi todo digerido por la red de estaciones de los medios de comunicación (propiedad del Estado y de las grandes empresas) que embrollan los sentidos más que dirigirse a la mente, que hablan a las vísceras más que a la cabeza.

Está surgiendo una generación que desprecia el pensamiento en cuanto tal y que ha sido adiestrada a no generalizar. La actividad cerebral apresa la forma de imágenes adocenadas idénticas a las que presentan la televisión y de una mentalidad (si así puede todavía llamársele) reductiva que obra con frenos cuantitativos de información antes que con conceptos cualitativos. Encuentro tal desarrollo simplemente aterrador, en cuanto subvierte la mente, impidiendo la capacidad de imaginar espontáneamente por la alternativa y de obrar de manera que contradiga las imágenes prefabricadas que la industria publicitaria (política y comercial) tiende a imprimir en el cerebro humano. La gente comienza hoy a percibir todos los fenómenos del mismo modo en que recibe las imágenes televisivas: como figuraciones ilusorias creadas por el movimiento rapidísimo de las partículas electrónicas sobre la pantalla televisora, figuraciones que despojan al dolor, el sufrimiento, la alegría y el amor de toda realidad, dejándonos tan sólo una cualidad unidimensional espectacular. Las imágenes, en realidad, comienzan a sustituir a la imaginación, y la figura impuesta por lo externo comienza a sustituir a la idea formada internamente. ¿Y si la vida viene confiada por una simple relación de espectador entre un público privatizado y un aparato electrónico, de qué otra cosa tenemos necesidad sino de figuras y de entretenimiento como substitutivos del pensamiento y de la experiencia?

Humanidad y Naturaleza

Todo ello nos lleva al tercer — y por fortuna último — problema que intento destacar: el problema de las relaciones de la humanidad con la naturaleza. Se trata de un problema que ha adquirido proporciones cruciales, muy diferentes a las que se podían prever en 1952, cuando publiqué mi primer trabajo sobre el desastre ecológico. Todavía en 1983, cuando escribí Ecología y pensamiento revolucionario, recuerdo que hablaba del efecto invernal que podría elevar la temperatura del globo lo suficiente como para desatar parte de los casquetes polares dentro de algunos siglos, de trastornos en el ciclo hidráulico y en los ciclos del azoe, del carbono y del oxígeno (que definía unitariamente como ciclos biogeoquímicos), que hubieran podido al final hacer saltar los mecanismos homeostáticos que conservan el equilibrio biótico y meteorológico del planeta; de un ambiente peligrosamente contaminado, desde el suelo hasta los alimentos cotidianos, y de una biosfera cada vez más simplificada que podía invertir el curso del reloj evolutivo en dirección a un mundo menos complejo y por tanto incapaz de mantener formas complejas de vida, como los mamíferos si no es que todos los vertebrados.

Jamás hubiera podido suponer, sólo hace veinte años, que en los años 90 y el inicio del próximo siglo (podría decir en este momento) nos encontráramos en una biosfera peligrosamente contaminada (podría decir catastróficamente contaminada). Sin embargo, la Academia Nacional de la Ciencia y el Ser para la Protección del Ambiente en los Estados Unidos señala que podremos ver el efecto invernal sobre el nivel de los mares en una docena de años aproximadamente. Eminentes ecólogos creen que los vitales ciclos biogeoquímicos se hallan al borde de un grave desequilibrio y que la gravedad y la extensión de la contaminación planetaria se halla a niveles increíbles, superiores a nuestros propios temores. La relación anhídrido carbónico-oxígeno en la atmósfera está aumentando de nuevo desde 1900. Con la tala de la faja de bosques ecuatoriales, junto con la destrucción masiva de los bosques septentrionales debido a la lluvia ácida, es probable que se vea esta relación crecer espantosamente en los años venideros.

Todos nuestros océanos están espantosamente contaminados. Vastas zonas del Golfo Pérsico tienen los fondos cubiertos con una espesa capa de sedimentos bituminosos, como consecuencia de la guerra entre Irán e Irak. El aire, el agua y los alimentos son vehículos de derivados orgánicos de cloro, altamente cancerígenos, prácticamente desconocidos a los ecólogos de hace unos pocos decenios, para no hablar del plomo, del mercurio, del amianto y de los compuestos azoados que el cuerpo puede transformar en mortales nitrosaminas; en suma, una variedad aparentemente sin fin de venenos que aumenta en número a un ritmo anual superior a la capacidad de los químicos ambientales para denunciar su presencia. Desechos tóxicos por decenas de miles proliferan en los continentes, derramando sus venenos de lentísima degradación en las capas acuáticas subterráneas, en los ríos, en los lagos, en fin, naturalmente, en el agua potable.

La simplificación del ambiente que me preocupaba antes, tiene lugar hoy bajo mis propios ojos. Los venenos y la lluvia ácida que arriban a los océanos están destruyendo ecosistemas marinos completos. E1 fitoplancton, base del ecosistema acuático, disminuye en cantidad, y zonas otrora abundantísimas en peces se van empobreciendo a un ritmo impresionante como consecuencia de la superexplotación. Vastas zonas del suelo se han convertido en desérticas y por doquier se mina la integridad de nuestra flora planetaria. No nos engañemos: la cuestión ecológica no es secundaria respecto a la crisis política, económica, militar. Si la próxima generación no alcanza a vivir la extinción termonuclear, tal vez sea porque se hallará frente a la extinción ecológica. Nos enfrentamos no sólo a una sociedad moribunda, sino también a un planeta moribundo y ambos sufren del mismo morbo y la misma causa: nuestra mentalidad histórica de dominio, cuya pretensión de progreso es hoy día una dramática mofa de la realidad.

¿Qué hacer como anarquistas?

¿Cómo podemos, en cuanto anarquistas, hacer frente a los cambios radicales en el campo técnico, económico, social y ecológico que hasta aquí he tratado? ¿Se trata acaso de cuestiones marginales subordinadas o irrelevantes respecto a nuestra incesante tarea de organizar a la clase trabajadora y de combatir la explotación ¿Cuáles son las prioridades programáticas, cuál es la orden del día de nuestro movimiento para los años subsiguientes a 1984, de existir un orden del día que pueda comprender nuestros esfuerzos a nivel internacional, al lado de nuestra oposición al Estado y al autoritarismo en todas sus formas?

Tal vez sea una presunción exagerada sugerir que haya tal orden del día válido para todo el mundo, y de cualquier manera no creo hallarme en posibilidad de dar consejos pragmáticos y de prioridades a los compañeros mucho mejor informados que yo sobre sus situaciones regionales. Puedo, sin embargo, hablar con buen conocimiento de causa de los Estados Unidos, dado que hablo todos los años a miles de norteamericanos sobre una gran variedad de temas: desde la ecología a la planificación urbana, de la teoría social a la filosofía. Pienso asimismo que puedo desenvolverme con cierta competencia sobre una amplia parte de lo que he dicho al mundo de lengua inglesa.

A juzgar por el sectarismo y nihilismo que he encontrado en muchas publicaciones sedicentes libertarias de la zona lingüística angloamericana, soy propenso a ser bastante pesimista.

Sin embargo, el anarquismo podría ser hoy el movimiento más activo e innovador del área radical, si quisiera serlo. De nuestros ideales de autogestión, descentralización, federalismo y apoyo mutuo se han apropiado impúdicamente, sin una palabra de agradecimiento, escribas marxistas que se limitan a aplicar el rabo de esos conceptos al asno comunista o socialista, como un extraño apéndice notoriamente fuera de lugar. Nosotros, los anarquistas, hemos sido desde hace mucho tiempo los progenitores de una sensibilidad orgánica, naturalista y mutualista de la que se ha apropiado el movimiento ecológico, con escasísimas referencias a las fuentes: el naturalismo de Kropotkin y la ética de Guyau. Que muchos aspectos de esa sensibilidad denotan los finales de siglo en los que fueron formados no es un buen motivo para adoptar actitudes cautas de carácter puramente proteccionista y defensivo. Todas las ideas importantes son producto de su tiempo y deben ser elaboradas o modificadas para enfrentar nuevas condiciones, nuevos desarrollos.

Y las nuevas condiciones van emergiendo, como he tratado de demostrar. Lo que unifica al anarquismo del mundo clásico y también del mundo tribal hasta nuestros días, está todo en esta idea: ningún dominio del hombre sobre el hombre. Esa postura antiautoritaria es el corazón y alma del anarquismo, su autodefinición como cuerpo de la idea y la práctica. E1 hecho, en fin, de que las obras de Proudhon, Bakunin, Kropotkin, Pelloutier, etc., le hayan dado un contenido sistemático significa que hay una base para crecer… y ser podado, no que le deba faltar creatividad y fecundidad. Nuestras tradiciones son nuestro suelo; pero la vida que este suelo mantiene es un fenómeno en continua evolución y no puede ser limitado en el tiempo y en el espacio por la forma originaria de su hábitat. Osificar al anarquismo en textos sacros y rituales significa emular a los marxistas, cuya devoción casi eclesiástica a los viejos pergaminos consagrados ha transformado un inmenso cuerpo teórico en pura exégesis y comentarios. No podemos permitirnos la vía de la disputa intramuros y de las riñas sectarias sobre la historia y sobre el significado textual, sin caer también nosotros en un formalismo asimismo esclerótico y en un contenido asimismo ambiguo para volverse pura ideología en el peor sentido del término: una apología de las condiciones existentes o — todavía más absurdamente — de las condiciones de tiempos pasados.

Debemos estar dispuestos a interrogarnos sobre cuál sujeto histórico llevará en sus espaldas la carga del cambio social en los años venideros. Así, ¿todavía tiene sentido hablar de una clase hegemónica cualquiera en una sociedad en la que la estructura de clases se está desintegrando? Debemos estar prontos a definir las nuevas cuestiones emergentes, como la ecología, el feminismo, el racismo, el municipalismo y aquellos movimientos culturales que se ocupan de la calidad de la vida en el más amplio sentido del término, para no hablar de las tentativas de oponerse a la alienación en una sociedad espiritualmente vacía. ¿Se pueden ignorar los nuevos movimientos sociales que surgieron en la Europa central, como los Verdes y las coaliciones antinucleares y pacifistas que rebasan tantas líneas de clase y tantos confines nacionales. Debemos estar dispuestos a salir de las viejas trincheras ideológicas, para mirar con honestidad, claridad e inteligencia el mundo autoritario que se va remodelando en torno nuestro y a tomar nota de las tensiones que existen entre las tradiciones utópicas de las revoluciones democráticas burguesas y la marea ascendente del militarismo y centralismo que amenaza con cancelar esas tradiciones. ¿Se puede ignorar la política localista, los movimientos municipales y de barriada, la afirmación de los derechos democráticos contra las tentativas de incrementar la autoridad del poder ejecutivo?

Si los años sesenta me han enseñado algo, como norteamericano, es que no puedo hablar a mis compatriotas en el alemán de Marx, en el ruso de Lenin, en las lenguas asiáticas de Mao y de Ho Chi Min ni tampoco en el español de Fidel: son todas aquellas lenguas que hablándolas los bolcheviques de nuestra casa se aislaron completamente de la vida americana. Las grandes masas de inmigrantes que introdujeron en América el socialismo y el anarquismo europeos si no desaparecieron, están en vías de desaparecer. Ideológicamente, los norteamericanos se hallan de nuevo frente a sus propias tradiciones y lenguaje, aparte del marxismo académico, incestuoso y hermético en sí como casi todas las disciplinas académicas, no conocen otra ideología o mitología si no aquella amasada en casa, en la escuela, por los medios. Gracias a las tradiciones libertarias de la Revolución norteamericana — tradiciones bien observadas por Proudhon y por Bakunin y, si me permiten agregar, por ellos admirada — encuentro más útil hablar a los norteamericanos en la lengua de Sam Adams, Thomas Paine, Thomas Jefferson, Henry Thoreau, Ralph Waldo Emerson y gente como ellos. Las palabras son más comprensibles y su realidad más llevada de la mano del lenguaje de los inmigrantes formados más en la lucha contra sociedades feudales o comerciales simples que no contra una sociedad altamente industrializada, como la presente, que contradice duramente las tradiciones de la América campesina. Lo que hago es reelaborar las palabras de los viejos revolucionarios americanos para explicar mis principios anarquistas, utilizándolas en nuevos contextos, al igual como mis compañeros españoles eran ibéricos hasta la médula y hablaban tanto en la lengua de Pi y Margall como en la de Mijail Bakunin. Soy y permaneceré siendo internacionalista bajo cualquier aspecto y me opongo a toda forma de patrioterismo y chovinismo que pueda ponerme sobre o fuera de mi humanismo anárquico universal. Sé, sin embargo, que no tiene sentido exhortar a los norteamericanos a las armas e invocar imágenes flamígeras de un pasado que les es extraño y tal vez incompresible, sobre todo cuando el armamento del Estado ha dado un gran salto y está muy por encima de aquel de las barricadas y de la potencia de fuego de la Comuna de París y de la Revolución española.

Puedo, en su lugar, hablarles de su poder dual en el sentido histórico del término. Palabras como contracultura, o sea una reivindicación programática que puede ser orquestada por la base contra la cúspide, contra el poder estatal centralizado. No puedo llegar a los obreros en sus fábricas y sindicatos, porque unas y otros son escuelas de jerarquía y de dominio, pero sí puedo llegar a ellos — y a mucha otra gente — en mi barrio y a los citadinos limítrofes a mi comunidad. En Burlington, Vermont, los anarquistas han sido los primeros en instituir asambleas de barrio — versión urbana de los mítines citados de la Nueva Inglaterra-, que en esencia pueden ser igualmente instituidas en cualquier parte: Milán, Turín, Venecia, Marsella, París, Ginebra, Francfort, Amsterdam, Londres… Lo que obstaculiza su nacimiento no son dificultades logísticas o problemas de dimensión demográfica, sino el nivel de conciencia que sobre temas localísticos es más elevada en Nueva Inglaterra que en otras partes de Norteamérica. ¿Y no es por lo demás eso de la conciencia -conciencia de clase o conciencia libertaria — el problema central de todo proyecto liberador?

El Sindicalismo

No puedo más que augurar a nuestros compañeros sindicalistas el máximo éxito. Habiendo crecido en la industria metalúrgica y automotriz, he buscado desde hace mucho tiempo una conciencia de clase revolucionaria entre los obreros norteamericanos, una conciencia que nunca he hallado ni siquiera en los años treinta y cuarenta y mucho menos en los últimos decenios. He encontrado entre mis compañeros de trabajo una militancia ejemplar y una gran fuerza de carácter pero ninguna prueba, a gran escala, de que el capitalismo sea un sistema más intolerable para los obreros que para los demás estratos de la sociedad -supuesto que sea intolerable-. Más bien he hallado tendencias libertarias entre los jóvenes de los años sesenta, entre las mujeres de los años setenta y entre los ecologistas de los años ochenta. Cada vez me convenzo más que deberíamos volver a la palabra pueblo: una gran y creciente mezcla de individuos que se sienten oprimidos y dominados, no sólo explotados, en todos los ámbitos de la vida: en el ámbito familiar, generacional, cultural, sexual, étnico y moral aparte de económico. Marx criticó a los anarquistas porque hablaban de masas trabajadoras, de trabajadores y de oprimidos en vez de usar el término científico de proletariado. E1 resultado es que nosotros teníamos razón y él estaba terriblemente equivocado, según el veredicto comprobado no sólo por la teoría sino por la misma historia.

Pero, ante un movimiento anárquico de tal género, siento que es mi deber empeñarme en una actividad pública que tenga un significado para todos aquellos norteamericanos que logro reunir. En cuanto norteamericanos, poseen una tradición libertaria superficial que procuro profundizar hacia el nivel del anarquismo. Me dirijo a su fe en los derechos individuales, en la descentralización, en una concepción activa de la ciudadanía, en el apoyo mutuo y en su aversión por la autoridad gubernativa. Y no critico en demasía el acoplamiento de libertad-propiedad. Les recuerdo las instituciones libertarias típicas de su tradición revolucionaria norteamericana: asambleas de ciudadanos, formas asociativas confederales, autonomía municipal, procedimientos democráticos… Mi objetivo es claro: crear, a partir de las tradiciones libertarias norteamericanas, aquellas formas de la libertad que puedan oponerse al creciente poder del Estado y a la concentración de la autoridad política y económica. E1 núcleo central de mi planteamiento es tanto municipalista cuanto ecológico y contracultural: fortalecimiento y confederación de países, barrios, ciudad, como contrapeso a Washington y a los feudos estatales que constituyen la Unión Americana. Mi lenguaje es más populista que proletario, con énfasis particular en el dominio más que en la explotación. Mi programa consiste en crear un poder popular dual, antagónico al poder estatal que amenaza los residuos de libertad del pueblo norteamericano: un poder popular que reconstituya en forma anárquica aquellos valores libertarios y aquellos elementos utópicos que son el patrimonio más vital de la Revolución americana.

El único planteamiento

Que este planteamiento pueda tener éxito o no es una cuestión a la que no puedo dar una respuesta cierta. Lo que me parece cierto es que es el único planteamiento que puede funcionar en los Estados Unidos: si fracasase no sabría qué otra estrategia proponer para esta parte del mundo. E1 pueblo norteamericano no está dispuesto a seguir una vía socialista que amenace su libertad, por lo que no está dispuesto a aceptar un programa de clases, que, por otra parte, el proletariado norteamericano no ha aceptado jamás. La autoorganización, la acción directa, el antiautoritarismo y el municipalismo son todavía elementos significativos del Sueño norteamericano, un sueño o, si se prefiere, un mito -que se imagina a Norteamérica como el reino de la reconstrucción utópica: una Norteamérica que es el Nuevo Mundo no sólo en la secuencia del descubrimiento geográfico, sino Nuevo en la historia de la libertad y de las experimentación política. Y si el sistema de partidos y los principios organizativos tomados en préstamo por la Izquierda terminaran por prevalecer a tal punto en la imaginación colectiva para sofocar del todo la herencia libertaria del país, las posibilidades se habrían esfumado tal vez para siempre en los Estados Unidos. Los norteamericanos tienen esta alternativa: volverse a una vía libertaria del género que he señalado o bien convertirse en el más peligroso flagelo que el mundo haya jamás visto en la historia de la humanidad. Y no debemos estar dudosos en el asunto: Norteamérica puede realmente jugar un papel nefasto.

Por consiguiente, en los Estados Unidos existe esa tensión entre una tradición libertaria que frena la expansión del imperio norteamericano y nuevas fuerzas que van soliviantando al país hacia un papel mundial más violento y destructivo. Sólo los anarquistas están en posibilidad de comprender apenas la intensidad de esta tensión y la extraordinaria potencialidad que ello representa para un programa y un movimiento de reconstrucción utópica. La Izquierda marxiana está insensible al argumento de la auténtica libertad: es economicista, centralista, burocrática y apasionada por la tecnología. Y, así es como la Derecha ha pasado a disfrutar la tradición libertaria norteamericana, en nombre de la propiedad, de un mítico laissez-faire que ha dejado el campo libre al desarrollo de las grandes empresas y de una representación de la guerra fría que ha llevado las tropas y las armas norteamericanas a casi todos los países occidentales y del Tercer Mundo. Si los anarquistas norteamericanos no logran limpiar esta tradición libertaria de sus escorias de propiedad y reaccionarias, el pueblo de los Estados Unidos será fácil presa de los totalitarismos que se camuflan con los ropajes de una historia revolucionaria que ha inspirado algo la lucha de emancipación popular en todo el mundo.

Conozco muy bien todos los argumentos que se pueden señalar contra la perspectiva que hasta aquí he señalado. Sé que los norteamericanos están divididos por intereses de clase, por la riqueza y por diferencias étnicas y sexuales, por conflictos regionales. ¿Cómo es entonces posible que un ideal de resistencia comunitaria y municipal ante la centralización estatal logre superar todas esas divisiones? ¿Y cómo y cuánto una municipalidad es cosa distinta al Estado? ¿No se ha visto ya con Paul Brousse el fracaso, como proyecto anárquico, del municipalismo?

Existen muchas respuestas a esas demandas, que exigirían un artículo sólo para ellas. Por ahora basta con esto: la tecnología cibernética amenaza con crear un nivelador social para todos los estratos de la sociedad norteamericana, tanto para la clase media como para la clase obrera, los blancos como los negros, los técnicos y los profesionales tradicionales como los peones y los agregados a las cadenas de montaje. Lo que viene remodelándose a partir de la tradicional estructura de clases del capitalismo industrial es un pueblo, no un proletariado.

Por otro lado vienen surgiendo inquietudes y valores populares que con frecuencia superan los intereses materiales: la libertad de la mujer, los derechos de los negros, la problemática ambiental… Esos valores emergentes y estas inquietudes emergentes con frecuencia marginan diferencias de intereses materiales que hacen del término pueblo una amable caricatura de los ideales democráticos radicales. Por otra parte, el nacionalismo ha demostrado poseer entre la masa una fuerza siempre superior a la solidaridad de clase, y este hecho, por sí solo, desmiente el mito marxista de que la gente se mueve tan sólo por sus intereses materiales: si fuera verdad, hace tiempo habría triunfado el socialismo. Que la ideología sea capaz de impulsar a los humanos a otros confines por su propio instinto de sobrevivencia es un hecho de tal suerte demostrado (aun cuando, por contra, se piense por ejemplo en las guerras religiosas que tuvieron lugar en el Medlevo y la Reforma) que no se puede ignorar su fuerza en cuanto tal. Como anarquistas hemos subrayado siempre la exigencia que la nueva sociedad tiene de acabar con la vieja y desde el siglo pasado, hemos heredado una dote de la burguesía: la fábrica, como clave destinada a abrir la puerta a una nueva y libre sociedad. Pero, como he dicho, me parece que esa tentativa no tiene ya hoy ningún sentido. Más bien, por una de las ironías de la historia pudiera darse que la llave siempre haya sido en forma ideológica; la dimensión libertaria de la tradición democrática que se opone ahora a la marcha del capitalismo cibernético hacia la realización de sus fines históricos.

De todos modos, lo que se olvida demasiado fácilmente es que los desastres producto de la ideología son propiamente la prueba de su latente éxito, igual como la capacidad humana de anular la vida es la prueba de su capacidad de hacer del mundo un paraíso. No son los males de las ideologías lo que debemos evidenciar frente a un mundo ya de por sí escéptico y secular, sino el tipo de ideología que lo puede salvar de su egoísmo y de su economicismo. En esa dimensión moral, el anarquismo representa la única ideología capaz de llevar a la humanidad más allá de sus angustiosas necesidades biológicas, hacia un espacio de libertad que es un fin en sí, en la aventura humana.

Publicado en Inquietudes, suplemento de Tierra y Libertad, México, D.F., junio de 1985.

sindominio.net/artaldetikat

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Anarquismo social o anarquismo personal

Murray Bookchin (1995)

Un abismo insuperable

Nota de la editorial

La edición de este texto, que data del año 1995, nos vino propuesta por Roser Bosch, que había incluido la traducción de este texto como trabajo de fin de carrera para sus estudios universitarios de traducción.

Era un texto del que habíamos oído hablar, pero que no teníamos previsto editar. Sin embargo, la lectura del mismo suscitó un debate encendido dentro del colectivo editorial sobre aspectos que compartíamos y aspectos que no compartíamos del texto, críticas fundadas en el mismo y otras que nos parecen menos fundadas; pero en todo caso el propio debate nos hizo pensar que se trataba de un texto que, más allá de que se comparta o no en su generalidad, planteaba cuestiones sobre los fundamentos teóricos del anarquismo y sobre sus debilidades actuales como movimiento que nos parecían suficientemente importantes aunque sólo sea como medio o base de discusión.

Nos daríamos por más que satisfechos si la traducción al castellano de este breve ensayo sirviera para enriquecer o avivar los debates sobre el futuro del anarquismo en nuestras tierras y sobre las aportaciones que han hecho o no al mismo las nuevas corrientes de crítica de la civilización industrial.

Nuestro agradecimiento a Roser Bosch, que nos ha cedido gratuitamente la traducción, y a Juantxo Estebaranz que, a pesar de no compartir los planteamientos de Bookchin, en su texto introductorio hace una exhausta presentación y contextualización de las principales claves y figuras que son objeto de crítica por parte de Murray Bookchin.

La traducción ha sido hecha a partir de la edición del año 1995 de la editorial AK-Press. En la misma figuraban notas numeradas al final del libro y otras con asterisco a pie de página. Nosotros hemos optado por numerarlas todas a pie de página.

el colectivo vírico

Introducción (por Juantxo Estebaranz)

I. Para mediados del siglo XX, la imposición del modelo capitalista norteamericano tras la victoria militar aliada era una realidad en la maltrecha Europa. A través de las «ayudas» del capital yankee conocidas como Plan Marshall, un capitalismo basado en la integración del trabajador, también como consumidor, y en el nuevo papel del Estado como organizador y garante del suministro de servicios públicos al conjunto de la población se imponía en el Viejo Continente. En algunos países, el nuevo modelo hegemónico llegaría de la mano de la alianza de sus regímenes con las nuevas instituciones financieras internacionales, alianza que permitiría, en el caso del Estado español, transitar de un régimen de inequívoca orientación fascista a un capitalismo autoritario acorde con el modelo en boga.

El modelo requería la salarización y urbanización de la mayor proporción de población posible, proceso que comenzaba con la mecanización del campo y la expulsión de sus pobladores hacia las urbes como fuerza de trabajo de las nuevas instalaciones industriales. El proceso de industrialización del campo, que traía consigo no sólo su maquinización sino su dependencia de insumos como los fertilizantes, fue conocido, cómo no, como «la Revolución Verde». El «desarrollismo», como fue bautizado por el régimen franquista aquel proceso, plantaba sus botas sobre la radical transformación y minorización del sector primario, a la par que imponía un insalubre modo de vida urbano.

Teniendo su origen en el solar norteamericano, sería lógico también que las primeras voces que clamaron contra el nuevo capitalismo partieran también de aquellos territorios. Entre estas despuntaba la de Murray Bookchin, que ya en plena década de los cincuenta conseguía formular una consistente síntesis entre la tradición anarquista y una precoz crítica ecologista de corte anticapitalista. Con el paso de los años, este anarquista norteamericano se convertiría en un referente también en Europa para quienes realizaban un análisis de los procesos de transformación social en curso, teniendo especialmente en cuenta la paulatina degradación del medio ambiente que éstos conllevaban. Una figura que mantenía su prestigio no sólo entre las filas libertarias sino también entre la extensa Nueva Izquierda norteamericana, para la que sería también importante la inclusión de la perspectiva ecológica en el nuevo proyecto revolucionario.

Además de pionero del ecologismo, Bookchin estaba a la vez también relacionado con las protestas y propuestas de los nuevos movimientos sociales y juveniles norteamericanos, y aun cuando seguía anclado en la tradición anarquista, se distanciaba del clásico esquema obrerista, muy propio también del anarquismo del primer tercio del siglo XX. Sus textos irían llegando al Estado español con el deshielo del franquismo que permitiría la aparición de un activo sector editorial inmerso en la difusión de clásicos hasta la fecha prohibidos y en la traducción de volúmenes de la contracultura. De este modo, ya para 1974 sería accesible su El anarquismo en la sociedad de consumo, conjunto de artículos que daban a conocer sus posicionamientos frente al modelo de capitalismo imperante, pero en el que aparecían también sus críticas hacia formas de oposición de la izquierda ya para entonces caducas. Además de la traducción de algunos breves textos en la explosión de revistas libertarias y contra culturales del postfranquismo, su perfil quedaba explícito con la publicación en 1978 en castellano de otra colección de ensayos escritos en la primera mitad de aquella década, y que fue titulada Por una sociedad ecológica. En este texto y como le era característico, Bookchin sumaba a la crítica ecológica de corte libertario, reflexiones como la contenida en «Espontaneidad y organización», que le alejaban de posturas inmovilistas presentes en el seno del anarquismo.

Su ingente producción editorial se prolongó durante décadas y abarcó también el análisis histórico (por aquellos años vería la luz Los anarquistas españoles (Los años heroicos 1868-1936), aunque pese al paso del tiempo la mayor parte de ésta permanece inaccesible en castellano; de hecho, el volumen donde Bookchin sentaba el concepto de «ecología social», considerada su obra fundamental, La Ecología de la libertad. La emergencia y disolución de las jerarquías, debería esperar desde 1972 hasta 1999 para llegar a ser editada en el Estado español. Desde los años noventa del siglo XX y hasta su fallecimiento en 2006, cobraron especial interés sus análisis sobre la participación en la esfera política local, englobados en el llamado «municipalismo libertario», temática que no siendo novedosa en sus escritos, sería objeto de una especial difusión en la escena libertaria española por parte de los sectores promotores de la opción municipalista, sectores que apoyarían su propuesta basándose en el prestigio de este ya veterano anarquista.[1] Sería en 1995 cuando fuera escrito este Anarquismo social o anarquismo personal que ahora tienes entre las manos.

II. En 1989 caía el muro de Berlín inaugurando una nueva época, donde el proyecto capitalista convertía su hegemonía en totalitarismo, al carecer oficialmente desde entonces de rival conocido. El final de la Historia, que anunciaban sus voceros, acababa con la ilusión emancipadora que su espejo, el socialismo de Estado, había mantenido pese a sí mismo durante las anteriores décadas. El neoliberalismo comenzaba a campar a sus anchas, deshaciendo el papel de garante de un mínimo equilibrio social que el Estado había detentado hasta entonces, y la globalización capitalista se desnudaba ante un mundo sin apenas referentes de oposición. A la par, la segunda «Revolución Verde», la basada en la artificialización de la Naturaleza a través de las técnicas de modificación transgénica, y la conectividad garantizada por la unión entre el hilo telefónico y la computadora, bautizada como Internet, ponían las bases materiales para la nueva época.

La atmósfera asfixiante de un mundo bajo un mismo dominio puso en valor experiencias rebeldes pretéritas que florecieron en épocas de ahogo similar. De igual modo, la derrota ya oficial de las formas organizativas de las que se había dotado el movimiento obrero empujó a la reconsideración de muchas de las certezas de su corpus teórico y a la búsqueda de otros referentes históricos.

En Norteamérica la mirada se posaría sobre la práctica de la deserción, la huida consciente y colectiva, presente en el desarrollo de la colonización del Nuevo Continente y en las efímeras iniciativas de vida en común de las que se dotaron los huidos. La frase de despedida del mundo civilizado «Nos vamos a Croatan», último rastro de un grupo de colonos que decidiera unirse a los «salvajes», resume el sentimiento de una época que por entonces se repetía. El totalitarismo capitalista pero también la rigidez de las ideologías obreristas potenciaron una voluntad de herejía que encontró su imagen en grupos disidentes de base religiosa que habían protagonizado deserciones masivas de profundo calado emancipatorio. La práctica de los grupos juveniles de la contracultura del «desenchufe» del sistema en boga, mediante la puesta en marcha de comunas, sería incluida como otra manifestación de esta tradición emancipatoria local.

Entre quienes impulsaron aquella boyante tendencia se encontraba Peter Lamborn Wilson, cuyos escritos sobre las sectas heréticas islámicas prefiguraban futuros trabajos que verían la luz durante la década de los noventa, como su influyente Pirate utopias de 1995, estudio histórico en el que se contemplaba la potencia de la flota corsaria norteafricana del siglo XVII especialmente como destino consciente de desertores europeos, a modo de rechazo de su civilización de origen. Los «renegados» y sus inestables repúblicas piratas se unían a una inaplazable desconexión de la globalización capitalista. Pero tras aquel nombre se encontraba también Hakim Bey quien, en 1990, había concluido su T.A.Z. Zona Temporalmente Autónoma, donde condensaba su lírica revolucionaria en la que se hallaban ya sectas heréticas, repúblicas piratas, explosiones rebeldes y una apuesta consciente por la provisionalidad en la materialización del proyecto revolucionario, caracterizado éste por una perpetua huida hacia adelante con la que dejar tras de sí enemigos externos y condicionantes internos. El pseudónimo de Hakim Bey contenía la ironía de quien contempla su labor teórica como un juego, lejos de las solemnidades vetustas de las ideologías.

La búsqueda de otros referentes históricos previos y distintos al movimiento obrero no era privativa del Nuevo Continente. En Europa se realizaba un proceso similar que releía las guerras campesinas y las herejías igualitaristas, resurgiendo los ecos del «omnia sunt comunia» de la rebelión anabaptista que se enfrentaba a la Reforma como espíritu de un emergente Capitalismo.

III. Las dimensiones bíblicas del derrame de crudo del petrolero Exxon Valdez en 1989, demasiado cercano en el tiempo a la marmita atómica de Chernobil, despejaron cualquier duda que pudiera restar sobre si la catástrofe era consustancial al capitalismo industrial o mera anécdota. El sistema industrial revelaba su capacidad de destruir el mundo con relativa impunidad, mientras la izquierda política y los antiguos movimientos sociales se empantanaban en exigir mejores legislaciones y mayores medios para paliar sus nocivos efectos, enfangándose en argüir soluciones técnicas que compartían los presupuestos de quienes se empecinaban en crujir el globo.

En paralelo, la nueva revolución tecnológica basada en la microelectrónica y las telecomunicaciones que vehiculaban la globalización capitalista y que destruían los puestos de trabajo del hasta entonces vertebral sector secundario, ponían de nuevo sobre la mesa de debate el papel de la propia tecnología, que ahora ya no era percibida comúnmente como un aliado de las clases populares para su mejora material, sino como un instrumento de descomposición de su capacidad de reivindicación y como una herramienta objetiva de pauperización de éstas.

La crítica desde criterios anticapitalistas y libertarios al sistema capitalista industrial y a la propia tecnología cobró entonces un especial interés, aun cuando con anterioridad y en Norteamérica ésta había ido dando origen a una activa escena y contaba ya con una madura línea de pensamiento y acción.

Entre los colectivos que habían empujado en aquella dirección destacaba la muy veterana revista de Detroit Fifth Estate, en la que podían encontrarse abundantes textos de crítica antitecnológica y entre cuyos colaboradores habituales podía encontrarse a David Watson, las más de las veces bajo seudónimo o nombre colectivo.

Ya en 1985, con ocasión de que la revista Times nombrara como Hombre del Año 1982 a una computadora, Etcétera, en su quinto número como revista dedicado al análisis del papel de la tecnología en la reestructuración capitalista, incluía dos textos de Fifth Estate al respecto, en los que la de Detroit nombraban por su parte como Herramienta del Año al mazo luddita, mientras a continuación argumentaban sus posiciones bajo el posteriormente clásico «Contra la Megamáquina».[2] La crítica al propio sistema industrial y a la tecnología como factor de destrucción ecológica, pero también como generadora de jerarquía, avanzaba un paso más sobre contribuciones pretéritas como la de Lewis Mumford, quien acuñara el término de «megamáquina», y trascendía a la anterior generación política que aún poseía un notorio optimismo tecnológico sobre el que hacían reposar posibilidades para la promoción social.

Un proceso similar al que se había ido gestando en suelo europeo, en el que la labor de reelaboración teórica de la escuela postsituacionista alrededor de la Encyclopédie des Nuissances, generaba reflexiones en el mismo sentido durante la década de los ochenta, cuya destilación, el Mensaje dirigido a todos aquellos que no quieren administrar la nocividad sino suprimirla, veía la luz en 1990 y lanzaba el término «nocividad» para designar los efectos perniciosos que comparten tanto el sistema de dominación social como el propio aparato de producción industrial.

La elección del mazo luddita por FE tampoco era baladí. Constituía un reflejo del renovado interés por las revueltas populares de la primera mitad del siglo XIX, centradas en el rechazo a la maquinización del taller artesano, revueltas ignoradas o denostadas por los teóricos del primer movimiento obrero, pero que volvían a actualizarse en aquel momento histórico, momento en el que el salto tecnológico sobre el que operaba la globalización capitalista dejaba a las claras la falsa neutralidad de la tecnología.

IV. En 1995 un golpe conmocionaba el orbe. Los diarios Washington Post y New York Times accedían finalmente a publicar un extenso manifiesto, La sociedad industrial y su futuro, firmado por el grupo F.C. (Fuck Computer), grupo que desde los años ochenta llevaba enviando paquetes bomba, principalmente hacia destinos relacionados con la investigación técnica. Meses más tarde, Ted Kaczynski era arrestado como autor material de aquellos envíos, y su detención publicitaria indirectamente los contenidos de aquel texto que sería conocido bajo la denominación policial de El Manifiesto de Unabomber, manifiesto en el que se abundaba tanto en la urgencia de detener la deriva tecnológica como prioridad revolucionaria, como en criticar el «izquierdismo» como ideología acomodaticia. Unabomber golpeaba para animar a una contundente oposición a la dominación tecnológica en la que se basaba el capitalismo, pero también para incomodar a una izquierda a gusto en su papel de minoría consentida.

La publicación del Manifiesto y la detención de Kaczynski visibilizó las iniciativas de una escena activista y teórica muy presente en el mundo anglosajón, especialmente desde la década de los ochenta, que se enfrentaba a la extensión de las grandes infraestructuras y a la destrucción de los vestigios de vida natural aún existentes en aquellos territorios, utilizando entre otros recursos una hábil mezcla de activismo no violento y de acción nocturna, que sería conocida como ecosabotaje. En el interior de esta extensa comunidad de acción, existía un segmento que había llevado su reflexión sobre el origen de la voluntad de dominación hasta la revisión de conceptos tales como el propio lenguaje humano o la percepción del tiempo, y señalaba a la extensión de la agricultura como el factor que había posibilitado en origen la jerarquización social.

La extensión del patriarcardo y, en resumen, la presencia del factor dominación en la mayor parte de las culturas del orbe impulsaban reflexiones en línea con la investigación antropológica. De este modo, el extensísimo periodo de la especie humana conocido como el Paleolítico, previo a la extensión de las técnicas agrarias, era investigado como una época en la que la articulación social garantizaba un estado de felicidad y fraternidad mayor que el obtenido a través del proceso civilizatorio, visto éste como proceso de dominación. Era la tendencia primitivista.

Sus presupuestos de refutación radical del proceso civilizatorio, visto ahora como de domesticación, tenían también correspondencia en el otro lado del océano, y en concreto se alineaban con los hallazgos de la antropóloga Gimbutas y de quienes defendían la existencia de una articulación social en suelo europeo, previa a la invasión de los pueblos indoeuropeos, de corte matriarcal e igualitaria.

En Norteamérica, un habitual colaborador de Fifth Estate, John Zerzan, destacaba entre quienes cuestionaban el proceso civilizatorio desde criterios libertarios. Zerzan[3] había ido dando forma a su propuesta en forma de artículos que verían la luz durante la década de los ochenta en la revista de Detroit, y que tomarían cuerpo refundidos en su libro Futuro Primitivo, en 1994 (publicado en castellano por la editorial valenciana Numa el año 2001). La emancipación de la tendencia primitivista de la línea predominante de FE era ya un hecho para finales de los ochenta, cuando John daba a conocer sus ensayos recopilados en el volumen Elements of Refusal, publicado en Seattle en 1988.

El primitivismo se desembarazaba de la herencia humanista presente en el anarquismo. Era el ejemplo extremo de que la escena libertaria norteamericana se renovaba en múltiples direcciones, profundizando en debates e introduciendo nuevos referentes en función de sus tensiones contemporáneas, lo que conmocionaría, sin duda alguna, los cimientos de la tradición anarquista.

V. En abril de 1996 el colectivo Solidarios con Itoiz, que había realizado hasta la fecha acciones directas con una efectiva repercusión mediática con el ánimo de impulsar la lucha contra el embalse en construcción que anegaría aquel valle navarro, cortaba los cables con los que se distribuía el cemento que sellaba la infraestructura, dando un sonado golpe de mano que paralizaría las obras durante más de un año. El colectivo, que bebía de las fuentes del ecologismo radical anglosajón, pasaba así a la práctica del ecosabotaje, lo que llevaría a los participantes en el corte a prisión y a la criminalización de los considerados hasta entonces amables activistas verdes. En agosto de aquel año, se realizaba la primera edición de una acampada convocada por la Asamblea contra el Tren de Alta Velocidad en los aledaños de la localidad guipuzcoana de Tolosa, que constituiría, en términos ya de Hakim Bey[4], una Zona Temporalmente Autónoma; a estas acampadas, con el paso del tiempo, iría confluyendo la comunidad antidesarrollista vasca que lideraría una oposición intransigente contra aquella macroproyecto.

En diciembre del mismo año, la policía española detenía tras un cruento atraco en la ciudad andaluza de Córdoba a cuatro anarquistas italianos, vinculados al área del anarquismo revolucionario. Estas detenciones de libertarios de un área que sería conocida como insurreccionalista, por la llamada a la creación de una Internacional Antiautoritaria Insurreccionalista de 1992, visibilizaba la extensión de sus postulados en territorios españoles, postulados con especial eco entre una nueva generación de militantes libertarios descontentos con la falta de incidencia de las prácticas anarcosindicalistas. Pronto este descontento se traduciría en un proceso de separación y de expulsiones en el seno del sindicato CNT, focalizado principalmente sobre la organización juvenil FIJL, que se prolongaría durante los años 97 y 98, años en el que la prisión de los compañeros detenidos y la proximidad de su juicio alentaron la difusión de su opción libertaria.

La edición en folleto en otoño de 1998 de La sociedad industrial y su futuro coincidiría en el tiempo con la difusión de los textos de la francesa Encyclopédie des Nuissances, cuya propuesta de crítica antiindustrial, proporcionaría argumentos de hondo calado ideológico a la comunidad antidesarrollista en formación[5], echando más leña al fuego de una nueva generación política en emancipación.

Y la década cerraría en 1999 con la noticia de la tenaz y diversa oposición organizada en la ciudad de Seattle contra la celebración de la llamada «Ronda del Milenio» de las instituciones financieras del capitalismo, que lanzaba a la fama mediática las actividades del Black Bloc como «lado oscuro» del incipiente movimiento antiglobalización, mientras los disturbios en la cercana comunidad de Eugene publicitaban las iniciativas del anarquismo primitivista y la producción teórica de John Zerzan.

Con estos condicionantes y a partir del año 2000, tuvo lugar en el interior de la escena antiautoritaria del Estado español la difusión de las nuevas corrientes libertarias que ponían su énfasis fuera de los ítems del obrerismo, como eran el inmedatismo de Hakim Bey, la extensión del «insurreccionalismo», la crítica anticapitalista y libertaria a la sociedad industrial y la difusión de las tesis primitivistas. Si bien estas formulaciones teóricas se prodigaban en escenas activistas variadas (los ambientes antiglobalización, el área anarquista revolucionaria o la escena antidesarrollista), lo cierto es que todas ellas tuvieron su apogeo durante los años 2000-2003, años en los que se multiplicaron los encuentros e iniciativas activistas o de difusión que añadieron visibilidad y contribuyeron a consolidar las tendencias locales.

Durante aquellos años se prodigaron colectivos como Llavor d’Anarquia, de inspiración individualista y primitivista, y muchos otros, que junto con una nueva eclosión de editoriales antiautoritarias promovieron eventos en los que pudo conocerse de primera mano a aquellos autores que planteaban una renovación de algunas de las bases de la tradición anarquista, incluídos los autores norteamericanos.[6]

Asimismo surgieron nuevos textos que mostraban una maduración propia de la escena local en dirección similar a las reflexiones previas surgidas en otros contextos europeos y norteamericanos. El mito de la izquierda, análisis y crítica del izquierdismo, folleto del colectivo Zizen en línea con las afirmaciones del Manifiesto, la producción propia del boletín del colectivo homónimo Los Amigos de Ludd, las 31 tesis insurreccionalistas o el volumen Afilando nuestras vidas, o los textos primitivistas de Anton FDR fueron botones de muestra de ello.

VI. La eclosión local de estas tendencias que se alejaban definitivamente de los ítems del obrerismo del primer anarquismo no estuvo exenta de polémicas con la línea del anarquismo tradicional, encarnado en las opciones anarcosindicalistas, ni tampoco fue armónica la relación entre las diversas tendencias emergentes. Sin embargo, los desencuentros no tuvieron el rango de una refutación global como la de este Anarquismo social o anarquismo personal de Murray Bookchin, quien aquí cultiva sin ambages otra de sus principales facetas, la de polemista.

Varios fueron los factores. Por un lado, la inexistencia local de una figura de prestigio similar a la del anarquista norteamericano que dirigiera su referencialidad contra las nuevas corrientes. Por otro, la ubicación de las nuevas tendencias que cuestionaban el hecho tecnológico en el marco de un área antiautoritaria, más amplia ideológicamente y por tanto fuera de los márgenes estrictos de la tradición anarquista.[7] Y por último, la vinculación del nacimiento y desarrollo de estas tendencias con hechos represivos y movimientos en curso, que dificultaban una formulación de diferencias únicamente teóricas con las bases del pensamiento tradicional del anarquismo.

Sirva entonces este texto como exponente de un debate teórico que también se realizara localmente de modo fragmentario y muchas veces crispado. Texto que daría origen en Norteamérica a inmediatas y diversas respuestas por parte de los aludidos y que enriquecerían indirectamente la reflexión teórica de los nuevos anarquismos. Como la de David Watson, que en 1996 entregaría para su publicación Beyond Bookchin. Preface for a Future Social Ecology (Más allá de Bookchin. Prefacio para una ecología social futura), en la que el autor desplegaría con coherencia el corpus ideológico de su propuesta libertaria.

O la que realizara el anarco Bob Black, el gran ausente en los dardos de Bookchin, con su Anarchy after Leftism de 1995, quien además de llevar a cabo una refutación sistemática y documentada del presente texto, realizaría una descripción apologética del «anarquismo postizquierdista», denominación a juicio de Black más correcta para describir los contornos comunes de los nuevos anarquismos criticados duramente por el veterano autor.

En su respuesta, Bob Black resume el texto que a continuación presentamos con el calificativo «decadente», aferrándose al significado estricto del término: un canto de cisne de un anarquismo tradicional en franco retroceso. Paradójicamente, el término de Black sería más dulce que el que nosotros posiblemente usaríamos: «reaccionario», como reacción airada ante las propuestas heréticas de los nuevos anarquismos y como defensa de unas bases inamovibles de la tradición ideológica libertaria.

Nuevos anarquismos que, como hemos pretendido demostrar, emergen como respuesta ante los profundos condicionantes de la época, al igual que las aportaciones novedosas de Bookchin se bregaron al compás de la suya. Nuevas escuelas libertarias que encontraron su formulación a través de la pluma de también veteranos y reputados activistas y que, precisamente, al entender estas tendencias como respuestas ante los condicionantes de un tiempo movilizatorio compartido, encontraron formulaciones similares en el Viejo Continente y generaron también un área de pensamiento y acción en nuestra precaria pero diversa escena libertaria local.

Agosto de 2012

Juantxo Estebaranz, editor, historiador y activista, es autor de Tropikales y radikales (Likiniano Elkartea), Los pulsos de la intransigencia (Muturreko Burutazioak) y Breve historia del anarquismo vasco (Txertoa).

Nota a los lectores

Este breve ensayo fue escrito para tratar el hecho de que el anarquismo se encuentra en un punto de inflexión de su larga y turbulenta historia.

En un momento en que la desconfianza popular en el Estado ha alcanzado unas proporciones extraordinarias en numerosos países; en que la división social entre unas pocas personas y empresas con grandes fortunas contrasta drásticamente con el creciente empobrecimiento de millones de personas en una escala sin precedentes desde la década de la Gran Depresión; y en que la intensidad de la explotación obliga a cada vez más gente a aceptar una semana laboral de una longitud característica del siglo XIX, los anarquistas no han logrado ni desarrollar un programa coherente ni una organización revolucionaria que ofrezcan una dirección para el descontento de las masas que la sociedad contemporánea está engendrando.

En vez de ello, este malestar está siendo absorbido por políticos reaccionarios y se ha canalizado en una hostilidad hacia las minorías étnicas, inmigrantes y personas pobres y marginales, como madres solteras, los sin techo, los ancianos e incluso los ecologistas, a los que se presenta como los principales culpables de los problemas sociales actuales.

La incapacidad de los anarquistas —o, por lo menos, de muchos de los que así se consideran— para llegar a un número de seguidores potencialmente grande radica no sólo en la sensación de impotencia que impregna a millones de personas hoy en día. También se debe en gran medida a los cambios por los que han pasado muchos anarquistas durante las últimas dos décadas. Nos guste o no, miles de ellos han abandonado gradualmente la esencia social de las ideas anarquistas por el personalismo omnipresente yuppie y new age que caracteriza esta época decadente y aburguesada. De hecho, han dejado de ser socialistas —defensores de una sociedad libertaria de orientación comunal— y evitan cualquier compromiso serio con un enfrentamiento social organizado —y programáticamente coherente— con el orden existente. Cada vez más, han seguido la tendencia predominante de la clase media de nuestra época hacia un individualismo decadente en nombre de su «autonomía» personal, un misticismo incómodo en nombre del «intuicionismo», y una visión ilusoria de la historia en nombre del «primitivismo». Muchos supuestos anarquistas incluso han confundido el propio capitalismo con una «sociedad industrial» de concepción abstracta, y las distintas opresiones que ejerce sobre la sociedad se han imputado burdamente al impacto de la «tecnología», no a las relaciones sociales subyacentes entre capital y mano de obra, estructuradas en torno a una economía de mercado omnipresente que ha invadido todos los espacios de la vida, desde la cultura hasta las amistades y la familia. La tendencia de muchos anarquistas de culpar de los males de la sociedad a la «civilización» más que al capital y la jerarquía, a la «megamáquina» más que a la mercantilización de la vida, y a unas «simulaciones» imprecisas más que a la tiranía tan evidente de la ambición material y la explotación, no es diferente de las apologías burguesas de las «reestructuraciones» de las empresas modernas de la actualidad como resultado de los «avances tecnológicos», más que por el apetito insaciable de beneficio de la burguesía.

Mi énfasis en las páginas siguientes se centra en la continua retirada en nuestros días de los anarquistas «de estilo de vida» de aquella esfera social que constituía el principal escenario de los anarquistas anteriores, como los anarcosindicalistas y los comunistas libertarios revolucionarios, hacia aventuras episódicas que evitan cualquier compromiso de organización y coherencia intelectual; y, lo que es más preocupante, hacia un burdo egoísmo que se alimenta de la decadencia cultural general de la sociedad burguesa de hoy en día.

Los anarquistas, es cierto, pueden celebrar con razón el hecho de que buscan desde hace mucho tiempo la libertad sexual total, la estetización de la vida cotidiana, y la liberación de la humanidad de las restricciones psíquicas opresivas que le han negado su plena libertad sensual e intelectual. Por mi parte, como autor de Desire and Need [Deseo y necesidad] hace unos treinta años, no puedo más que aplaudir la exigencia de Emma Goldman de que no quiere una revolución a menos que pueda bailar a su son; y, como mis vacilantes padres matizaron una vez a principios de este siglo, ni una en la que no puedan cantar.

Pero, por lo menos, exigían una revolución —una revolución social— sin la que estos objetivos estéticos y psicológicos no podrían alcanzarse para la humanidad en su conjunto. Y este fervor revolucionario básico fue central en todas sus esperanzas e ideales. Por desgracia, cada vez menos de los supuestos anarquistas con los que me encuentro hoy en día poseen este fervor revolucionario, ni tan siquiera el idealismo altruista y la conciencia de clase en los que reposa. Es precisamente la perspectiva de la revolución social, tan básica para la definición de anarquismo social, con todos sus argumentos teóricos y organizativos, la que me gustaría recuperar en el examen crítico del anarquismo personal que ocupa las páginas siguientes. A menos que esté gravemente equivocado —y espero estarlo— los objetivos revolucionarios y sociales del anarquismo están sufriendo una erosión de gran alcance, hasta el punto de que la palabra anarquía pasará a formar parte del vocabulario burgués chic del siglo XXI: travieso, rebelde, despreocupado, pero deliciosamente inofensivo.

12 de julio de 1995

Nota: Quisiera agradecer a mi compañera, Janet Biehl, su inestimable ayuda en la recopilación del material para este ensayo.

Anarquismo social o anarquismo personal

Durante unos dos siglos, el anarquismo —un cuerpo extremadamente ecuménico de ideas antiautoritarias— se desarrolló en la tensión entre dos tendencias básicamente opuestas: un compromiso personal con la autonomía individual y un compromiso colectivo con la libertad social. Esas tendencias nunca se armonizaron en la historia del pensamiento libertario. De hecho, para muchos hombres del siglo pasado, simplemente coexistían dentro del anarquismo como una creencia minimalista de oposición al Estado, en vez de una creencia maximalista que articulara el tipo de nueva sociedad que tenía que ser creada en su lugar.

Ello no significa que las diferentes escuelas del anarquismo no abogaran por unas formas muy específicas de organización social, si bien a menudo bastante divergentes las unas de las otras. No obstante, esencialmente, el anarquismo en su conjunto avanzó hacia lo que Isaiah Berlin ha llamado «libertad negativa», es decir, una «libertad de hacer» formal más que una «libertad para hacer» fundamental. De hecho, el anarquismo a menudo celebró su compromiso hacia la libertad negativa como prueba de su propia pluralidad, tolerancia ideológica o creatividad; o incluso, como más de un reciente teórico posmoderno ha argumentado, de su incoherencia. La incapacidad del anarquismo para resolver esta tensión, para articular la relación del individuo con el colectivo, y para enunciar las circunstancias históricas que harían posible una sociedad anarquista sin Estado, causaron unos problemas en el pensamiento anarquista que siguen sin resolverse hoy en día.

Pierre Joseph Proudhon, más que otros anarquistas de su tiempo, trató de formular una imagen bastante concreta de una sociedad libertaria. La visión de Proudhon, basada en contratos, esencialmente entre pequeños productores, cooperativas y comunas, era reminiscente del mundo artesano provincial en el que nació. Pero su intento de dar forma a una noción basada en relaciones de patronato, a menudo patriarcales, de la libertad con acuerdos contractuales sociales pecaba de falta de profundidad. El artesano, la cooperativa y la comuna, relacionándose mutuamente en términos contractuales burgueses de equidad o justicia más que en los términos comunistas de capacidad y necesidades, reflejaban el sesgo del artesano hacia la autonomía personal, dejando indefinido cualquier compromiso moral hacia un colectivo más allá de las buenas intenciones de sus miembros.

En efecto, la famosa declaración de Proudhon de que «quienquiera que ponga su mano sobre mí para gobernarme es un usurpador y un tirano y lo declaro mi enemigo» tiende fuertemente hacia una libertad personalista y negativa que eclipsa su oposición a las instituciones sociales opresivas y la visión de la sociedad anarquista que concebía. Su declaración está en una línea similar a la claramente individualista de William Godwin: «Sólo existe un poder al que puedo rendir una obediencia sincera: la decisión de mi propio entendimiento, los dictados de mi propia conciencia».

La llamada de Godwin a la «autoridad» de su propio entendimiento y conciencia, como la condena de Proudhon de la «mano» que amenaza con coaccionar su libertad, dio al anarquismo un impulso inmensamente individualista.

Estas declaraciones, pese a su atractivo —y en los Estados Unidos se han ganado una admiración considerable de la llamada derecha libertaria (o más exactamente, propietarista), con sus reconocimientos de la «libre» empresa—, revelan un anarquismo muy contradictorio. En cambio, Michael Bakunin y Peter Kropotkin tenían unas opiniones esencialmente colectivistas (en el caso del último, explícitamente comunistas). Bakunin daba rotundamente prioridad a lo social por encima de lo individual. La sociedad, escribe,

precede y, al mismo tiempo, sobrevive a todo individuo humano, y es en este sentido igual a la misma Naturaleza. Es eterna como la Naturaleza o, si se prefiere, durará tanto como la Tierra, pues allí nació. Una rebelión radical contra la sociedad sería, por eso, tan imposible como una rebelión contra la Naturaleza, porque la sociedad humana no es sino la última gran manifestación o creación de la Naturaleza sobre esta Tierra. Y un individuo que quisiera rebelarse contra la sociedad […] se situaría más allá de la existencia real.[8]

Bakunin expresó a menudo su oposición a la tendencia individualista del liberalismo y el anarquismo con un énfasis bastante polémico. Aunque la sociedad «está en deuda con las personas», escribió en una declaración bastante moderada, la formación de la persona es social:

Incluso el individuo más miserable de nuestra actual sociedad no podría existir y desarrollarse sin los esfuerzos sociales acumulados de incontables generaciones. En consecuencia, los individuos, su libertad y su razón, son productos de la sociedad, y no viceversa: la sociedad no es el producto de los individuos que la forman; y cuanto más y más plenamente desarrollado está el individuo, mayor es su libertad, y más es un producto de la sociedad, más recibe de ella y mayor es su deuda con ella.[9]

Kropotkin, por su parte, mantuvo este énfasis colectivista con una coherencia notable. En lo que probablemente fue su obra más leída, su escrito en la Enciclopedia Británica sobre «Anarquismo», Kropotkin ubicó claramente las concepciones económicas del anarquismo en el «ala izquierda» de todos los socialismos, abogando por la abolición radical de la propiedad privada y el Estado en «el espíritu de la iniciativa personal y local, y de la federación libre de lo simple a lo complejo, en vez de la jerarquía actual que va del centro a la periferia». Las obras de Kropotkin sobre ética, de hecho, incluyen una crítica continua a los intentos liberalistas de contraponer lo individual a la sociedad, incluso de subordinar la sociedad al individuo o el ego. Él se situó firmemente en la tradición socialista. Su anarcocomunismo, que se basaba en los avances de la tecnología y una mayor productividad, pasó a imponerse como ideología libertaria en los 1890, relegando progresivamente las nociones colectivistas de distribución basadas en la equidad. Los anarquistas, «como la mayoría de socialistas» —recalcaba Kropotkin— reconocían la necesidad de «periodos de evolución acelerada a los que se llama revoluciones», dando pie en última instancia a una sociedad basada en federaciones de «los grupos locales de productores y consumidores de toda población o comuna».[10]

Con la aparición del anarcosindicalismo y el anarcocomunismo, a finales del siglo XIX y principios del XX, la necesidad de resolver la tensión entre las tendencias individualistas y las colectivistas se volvió esencialmente obsoleta.[11] El anarcoindividualismo quedó en gran medida marginado por los movimientos obreros socialistas de masas, de los cuales la mayoría de anarquistas se consideraba el ala izquierda. En una época de violenta agitación social, marcada por el auge de un movimiento de masas de la clase obrera que culminó en los años 1930 y la Revolución Española, los anarcosindicalistas y los anarcocomunistas, no menos que los marxistas, consideraban el anarcoindividualismo un lujo exótico de la pequeña burguesía. A menudo lo atacaron acusándolo prácticamente de ser un capricho de la clase media, mucho más anclado en el liberalismo que en el anarquismo.

En esa época los individualistas apenas podían permitirse, en nombre de su «singularidad», ignorar la necesidad de unas formas revolucionarias enérgicas de organización con unos programas coherentes y atractivos. En vez de cobijarse en la metafísica de Max Stirner del único y su «propiedad», los activistas anarquistas necesitaban un cuerpo teórico y un discuros básicos de carácter programático, una necesidad que fue satisfecha, entre otros, por La conquista del pan de Kropotkin (Londres, 1913), El organismo económico de la revolución de Diego Abad de Santillán (Barcelona, 1936), y los Escritos de Filosofía Política de Bakunin de G. P. Maximoff (publicación en inglés en 1953, tres años después de su muerte; la fecha de la compilación original, que no se facilita en la traducción en inglés, podría ser de muchos años, incluso décadas, antes).

Ninguna «unión de egoístas» stirneriana, que yo sepa, ha adquirido prominencia en momento alguno, ni siquiera admitiendo que tal unión pudiera formarse y sobrevivir a la «singularidad» de sus egocéntricos miembros.

Anarquismo individualista y reacción

Ciertamente, el individualismo ideológico no desapareció totalmente durante este periodo de amplios disturbios sociales. Una cantidad considerable de anarquistas individualistas, especialmente en el mundo anglosajón, se alimentaron de las ideas de John Locke y John Stuart Mill, así como del propio Stirner. Individualistas de cosecha propia con distintos grados de implicación en las opiniones libertarias llenaron el horizonte anarquista. En la práctica, el anarcoindividualismo atraía precisamente a personas individuales, desde Benjamin Tucker en los Estados Unidos, un seguidor de una versión pintoresca de la libre competencia, a la española Federica Montseny, que a menudo honró sus creencias stirnerianas por su transgresión. Pese a su reconocimiento de una ideología anarcocomunista, los nietzscheanos como Emma Goldman permanecieron muy cerca del espíritu de los individualistas.

Apenas ningún anarcoindividualista ejerció influencia alguna sobre la clase obrera emergente. Expresaban su oposición de unas formas singularmente personales, especialmente mediante panfletos encendidos, un comportamiento escandaloso y unos estilos de vida aberrantes en los guetos culturales de fin de siècle de Nueva York, París y Londres. Como credo, el anarquismo individualista permaneció principalmente un estilo de vida bohemio, que se manifestaba sobre todo en sus demandas de libertad sexual («amor libre») y por su pasión por las innovaciones en el arte, en el comportamiento y en el vestir.

Fue en los tiempos de dura represión de la sociedad y letárgica inactividad social que los anarquistas individualistas pasaron a un primer plano de la actividad libertaria; y entonces, principalmente, como terroristas. En Francia, España y los Estados Unidos, los anarquistas individualistas cometieron actos de terrorismo que dieron al anarquismo su reputación de movimiento de conspiración violentamente siniestro. Los que se convirtieron en terroristas a menudo no eran socialistas o comunistas libertarios, sino más bien hombres y mujeres desesperados que utilizaban armas y explosivos para protestar por las injusticias y la cortedad de miras de su época, teóricamente en nombre de la «propaganda por el hecho». No obstante, la mayoría de las veces el anarquismo individualista se expresaba a través de un comportamiento culturalmente desafiante. Pasó a adquirir prominencia dentro del anarquismo precisamente en la medida en que los anarquistas perdieron su vínculo con una esfera pública viable.

El contexto social reaccionario de hoy en día explica en gran manera la aparición de un fenómeno en el anarquismo euro-americano que no puede ignorarse: la difusión del anarquismo individualista. En una época en que incluso las formas respetables del socialismo se apresuran a alejarse de los principios que podrían interpretarse de cualquier modo como radicales, las cuestiones relativas al individualismo están volviendo a suplantar la acción social y la política revolucionaria en el anarquismo. En los tradicionalmente individualistas Estados Unidos y Gran Bretaña, los 1990 están rebosando de anarquistas de estilo propio que —dejando aparte su retórica radical extravagante— cultivan un anarcoindividualismo moderno que voy a denominar «anarquismo personal» o «anarquismo como estilo de vida». Sus preocupaciones por el ego y su singularidad y sus conceptos polimórficos de resistencia están erosionando lentamente el carácter socialista de la tradición libertaria. Como el marxismo y otras formas de socialismo, el anarquismo puede verse profundamente influenciado por el entorno burgués al que profesa oponerse, con la consecuencia de que la creciente «inmanencia» y narcisismo de la generación yuppie han dejado su marca en muchos radicales declarados. El aventurismo a la carta, la bravura personal, una aversión a la teoría extrañamente similar a los sesgos antirracionales del postmodernismo, las celebraciones de la incoherencia teórica (pluralismo), una dedicación esencialmente apolítica y antiorganizativa a la imaginación, el antojo y el éxtasis, y un encanto con el día a día intensamente centrado en sí mismo, reflejan la mella que la reacción social ha hecho en el anarquismo euro-americano durante las dos últimas décadas.[12]

Katinka Matson, que ha compilado un catálogo de técnicas para el desarrollo psicológico personal, afirma que durante los años 1970 hubo «un cambio notable en el modo en que nos percibimos a nosotros mismos en el mundo. En los años 1960», continúa, «había una preocupación por el activismo político, Vietnam, la ecología, los festivales de música independiente, las comunas, las drogas, etc. Hoy en día se está produciendo un giro hacia adentro: se busca la definición personal, el desarrollo personal, los logros personales y la iluminación personal».[13] El nefasto repertorio de Matson, compilado para la revista Psychology Today, cubre todas las técnicas, desde la acupuntura al I Ching, pasando por la terapia est y la de zonas. Retrospectivamente, podría haber muy bien incluido el anarquismo personal en su compendio de soporíferos individuos centrados en sí mismos, la mayoría de los cuales albergan ideas de autonomía individual más que de libertad social. La psicoterapia en todas sus variantes cultiva un «ser» dirigido hacia uno mismo que busca autonomía en un estado psicológico aletargado de autosuficiencia emocional; no el ser implicado socialmente, marcado por la libertad. En el anarquismo personal, al igual que en la psicoterapia, el ego se opone al colectivo; el ser, a la sociedad; lo personal, a lo comunitario.

El ego —o, más exactamente, su encarnación en varios estilos de vida— se ha convertido en una idea fija para muchos de los anarquistas de después de los 1960, que están perdiendo de vista la necesidad de un enfrentamiento organizado, colectivista y programático al orden social existente. Las «protestas» sin vertebrar, las escapadas sin dirección, la autoafirmación y una «recolonización» personal del día a día son paralelas a los estilos de vida psicoterapéuticos, new age y centrados en sí mismos de la hastiada quinta del baby boom y los miembros de la Generación X. Hoy en día, lo que pasa por anarquismo en los Estados Unidos y cada vez más en Europa no es mucho más que un personalismo introspectivo que denigra el compromiso social responsable; un grupo de encuentro que se rebautiza indistintamente como un «colectivo» o «grupo de afinidad»; un estado de ánimo que ridiculiza con arrogancia la estructura, la organización y la implicación pública; y un patio de recreo para bufonadas juveniles.

De manera consciente o no, muchos anarquistas personales hacen suyo el enfoque de Michel Foucault sobre la «insurrección personal» más que la revolución social, basado en una crítica ambigua y cósmica del poder como tal, más que en una exigencia de empoderamiento institucionalizado de los oprimidos en asambleas, consejos y/o confederaciones populares. En la medida en que esta tendencia descarta la posibilidad efectiva de una revolución social —sea como una «imposibilidad» o como algo «imaginario»—, invalida el anarquismo socialista o comunista en un sentido fundamental. Efectivamente, Foucault alberga la perspectiva de que «la resistencia nunca está en una posición de exterioridad en relación al poder […] Por consiguiente, no existe, pues, un lugar [léase: universal] del gran Rechazo —alma de la revuelta, foco de todas las rebeliones, ley pura del revolucionario—». Atrapados como estamos todos en el abrazo omnipresente de un poder tan cósmico que, dejando aparte las exageraciones y equivocaciones de Foucault, la resistencia se convierte completamente en polimorfa, vagamos inútilmente entre la «únicidad» y la «abundancia».[14] Sus ideas llenas de divagaciones pueden resumirse en la noción de que la resistencia tiene que ser necesariamente una guerra de guerrillas siempre presente —y siempre abocada a la derrota—.

El anarquismo como estilo de vida, como el individualista, muestra un desdén hacia la teoría, con ascendencias místicas y primitivistas generalmente demasiado vagas, intuitivas e incluso antirracionales para ser analizadas directamente. Son más bien síntomas que causas del movimiento general hacia una santificación del ego como refugio del malestar social existente. No obstante, los anarquistas principalmente personalistas aún tienen algunas vagas premisas teóricas que conviene examinar críticamente.

Su línea ideológica es esencialmente liberal, fundamentada en el mito del individuo plenamente autónomo cuyas exigencias de autogobierno vienen validadas por unos «derechos naturales» axiomáticos, «valores intrínsecos» o, en un nivel más sofisticado, el yo transcendental kantiano intuido que genera toda la realidad cognoscible. Estas opiniones tradicionales aparecen en el «yo» o ego de Max Stirner, que comparte con el existencialismo una tendencia a absorber toda la realidad en sí mismo, como si el universo girara en torno a las elecciones del individuo autosuficiente.[15]

Las obras más recientes sobre el anarquismo personal esquivan en general el «yo» soberano y globalizador de Stirner, aunque mantienen su énfasis egocéntrico, y tienden hacia el existencialismo, el situacionismo reciclado, el budismo, el taoísmo, el antirracionalismo y el primitivismo; o, de modo bastante ecuménico, todos ellos en sus varias formas. Sus puntos en común, como veremos, recuerdan una vuelta ilusoria a un ego original, a menudo difuso e, incluso, insolentemente infantil que es manifiestamente anterior a la historia, la civilización y una tecnología sofisticada —posiblemente hasta el propio lenguaje—, y han alimentado más de una ideología política reaccionaria a lo largo del pasado siglo.

¿Autonomía o libertad?

Sin caer en la trampa del construccionismo social que considera cada categoría como un producto de un orden social determinado, estamos obligados a preguntarnos por una definición de la «persona libre». ¿Cómo nace la individualidad, y bajo qué circunstancias es libre?

Cuando los anarquistas personales exigen autonomía más que libertad, están con ello renunciando a las preciosas connotaciones sociales de la libertad. En efecto, la constante apelación anarquista de hoy en día a la autonomía más que a la libertad social no puede ignorarse como algo accidental, en particular en las variedades angloamericanas del pensamiento libertario, donde el concepto de autonomía se corresponde más estrechamente con el de libertad personal [liberty en inglés]. Sus raíces se remontan a la tradición imperial romana de libertas, en la que el ego sin ataduras es «libre» de poseer su propiedad particular así como de satisfacer sus apetitos personales. Actualmente, muchos anarquistas personales consideran que la persona dotada de «derechos soberanos» se opone no sólo al Estado, sino también a la sociedad como tal.

Estrictamente, la palabra griega autonomia significa «independencia», con una connotación de un ego que se gestiona a sí mismo, sin ningún tipo de clientelismo o dependencia de otros para subsistir. Que yo sepa, no era una palabra de uso generalizado por los filósofos griegos; de hecho, ni tan sólo aparece en el léxico histórico de F. E. Peters de Términos filosóficos griegos. La autonomía, como el término inglés liberty, se refiere al hombre (o mujer) a quien Platón habría llamado irónicamente «dueño de sí mismo», la situación «cuando la parte del alma que es mejor por naturaleza domina a la peor». Incluso para Platón, el intento de lograr la autonomía mediante el dominio de sí mismo constituía una paradoja, «porque el que es dueño de sí mismo es también esclavo, y el que es esclavo, dueño; en resumen, es a la misma persona a la que nos referimos con estas expresiones» (La República, libro IV, 431). Característicamente, Paul Goodman, un anarquista esencialmente individualista, mantenía que «para mí, el principal principio del anarquismo no es la libertad sino la autonomía, la capacidad de empezar una tarea y hacerlo del modo que uno quiera»: una opinión digna de un esteta pero no de un revolucionario social.[16]

Mientras que autonomía se asocia con el individuo presumiblemente dueño de sí mismo, la palabra inglesa freedom [libertad] relaciona dialécticamente al individuo con el colectivo; su equivalente en griego es eleutheria y se deriva del alemán Freiheit, un término que aún conserva una raíz gemeinschaftlich o comunal en la vida y las leyes tribales teutónicas. Aplicada a la persona, freedom mantiene así una interpretación social o colectiva de los orígenes de ese individuo y su desarrollo como persona. En freedom, la individualidad no se opone o se sitúa aparte del colectivo, sino que se ha formado —y en una sociedad racional, se realizaría— en buena medida gracias a su propia existencia social. Por consiguiente, freedom no comprende la libertad de la persona o liberty, sino que indica su materialización.[17]

La confusión entre autonomía y libertad [en el sentido de freedom] es más que evidente en The Politics of Individualism (POI) de L. Susan Brown, un intento reciente de articular y elaborar un anarquismo básicamente individualista, manteniendo no obstante algunas afinidades con el anarcocomunismo.[18] Si el anarquismo personal necesita unos fundamentos académicos, lo encontrará en esta tentativa de fusionar a Bakunin y Kropotkin con John Stuart Mill. Por desgracia, se trata aquí de un problema que va más allá de lo académico. La obra de Brown demuestra hasta qué punto los conceptos de autonomía personal chocan con los de libertad social. Esencialmente, como Goodman, Brown interpreta el anarquismo como una filosofía no de libertad social sino de autonomía personal. A continuación, ofrece una noción de «individualismo existencial» que se diferencia profundamente tanto de la del «individualismo instrumental» (o «individualismo posesivo [burgués]» de C. B. Macpherson) como de la del «colectivismo», sazonado con numerosas citas de Emma Goldman, que no era precisamente la pensadora más destacada del panteón libertario.

El «individualismo existencial» de Brown comparte el «compromiso con la autonomía individual y la autodeterminación» del liberalismo, según ella (POI, p. 2). «Mientras que gran parte de la teoría anarquista ha sido considerada como comunista tanto por los anarquistas como por los que no lo son», observa, «lo que distingue al anarquismo de otras filosofías comunistas es su celebración inflexible y constante de la autodeterminación y autonomía individuales. Ser anarquista —ya sea comunista, individualista, mutualista, sindicalista o feminista— es reafirmar un compromiso con la primacía de la libertad individual» (POI, p. 2). Y aquí utiliza la palabrafreedom en el sentido de autonomía. Aunque la «crítica de la propiedad privada y defensa de las relaciones económicas comunales libres» del anarquismo (POI, p. 2) sitúa el anarquismo de Brown más allá del liberalismo, mantiene no obstante los derechos individuales por encima —y frente a— aquellos de la comunidad.

«Lo que distingue [al individualismo existencial] del punto de vista colectivista», continúa Brown, «es que los individualistas» [tanto anarquistas como liberales] «creen en la existencia de una voluntad auténticamente libre e internamente motivada, mientras que la mayoría de colectivistas entienden a la persona humana como moldeada externamente por los demás; el individuo para ellos está “construido» por la comunidad» (POI, p. 12, énfasis añadido). Esencialmente, Brown rechaza el colectivismo —no sólo el socialismo de Estado, sino el colectivismo como tal— con la patraña liberal de que una sociedad colectivista supone la subordinación de la persona al grupo. Su observación increíble de que «la mayoría de colectivistas» han considerado a las personas individuales como «simples escombros humanos arrastrados en la corriente de la historia» (POI, p. 12) es prueba de ello. Stalin defendía definitivamente esta opinión, y también muchos bolcheviques, con su hipostatización de las fuerzas sociales por encima de los deseos e intenciones individuales. ¿Pero los colectivistas en sí? ¿Hay que ignorar las generosas tradiciones del colectivismo que buscaban una sociedad racional, democrática y armoniosa; las visiones de William Morris, por ejemplo, o Gustav Landauer? ¿Y Robert Owen, los fourieristas, los socialistas democráticos y libertarios, los socialdemocrátas de épocas anteriores, incluso Karl Marx y Peter Kropotkin? No estoy seguro de que «la mayoría de colectivistas», incluso los anarquistas, aceptaran el burdo determinismo que Brown atribuye a las interpretaciones sociales de Marx. Al crear unos «colectivistas» de paja que son mecanicistas de línea dura, Brown contrapone en su retórica a un individuo misteriosamente y autogenéticamente constituido, por una parte, con una comunidad omnipresente, probablemente opresiva, incluso totalitaria, por otra. Brown, en efecto, exagera el contraste entre el «individualismo existencial» y las creencias de «la mayoría de colectivistas» hasta el punto que sus argumentos parecen como mínimo erróneos y, en el peor de los casos, falsos.

Es elemental que, pese al rotundo comienzo de El contrato social de Jean-Jacques Rousseau, la gente definitivamente no «nace libre», y mucho menos autónoma. De hecho es más bien lo contrario: se nace muy poco libre, muy dependiente y claramente heterónomo. La libertad, independencia y autonomía que las personas puedan tener en un momento histórico determinado son el producto de largas tradiciones sociales y, sí, un desarrollo colectivo; lo que no implica negar que las personas desempeñen un papel importante en dicho desarrollo, sino que, al contrario, en última instancia tienen que hacerlo si quieren ser libres.[19]

El argumento de Brown lleva a una conclusión excesivamente simplista. «No es el grupo el que moldea a la persona», afirma, «sino que son las personas quienes dan forma y contenido al grupo. El grupo es un conjunto de personas, ni más ni menos; no tiene vida ni conciencia propia» (POI, p. 12, énfasis añadido). Esta formulación increíble no sólo se parece bastante a la famosa declaración de Margaret Thatcher de que la sociedad no existe, sólo existen los individuos; también demuestra una miopía social positivista, incluso ingenua, en la que lo universal está totalmente separado de lo concreto. Aristóteles se pensaría que había zanjado este problema cuando censuró a Platón por crear un reino de «formas» inefables que existían separadamente de sus «copias» materiales e imperfectas.

Es obvio que las personas nunca forman simples «conjuntos» (salvo tal vez en el ciberespacio); más bien al contrario, incluso cuando parecen atomizadas y herméticas, están definidas sobremanera por las relaciones que establecen o están obligadas a establecer las unas con las otras, debido a su existencia muy real como seres sociales. La idea de que una comunidad —y por extrapolación, la sociedad— no es más que «un conjunto de personas, ni más ni menos» representa «un modo de ‘abordar’ la naturaleza» de la conso-ciación humana que no es muy liberal sino más bien, especialmente hoy en día, potencialmente reaccionaria.

Al identificar insistentemente colectivismo con un determinismo social implacable, la propia Brown crea un «individuo» abstracto, uno que ni tan sólo es existencial en el sentido estrictamente convencional de la palabra. Como mínimo, la existencia humana presupone las condiciones sociales y materiales necesarias para el mantenimiento de la vida, el juicio, la inteligencia y la palabra; así como las cualidades afectivas que Brown considera esenciales para su forma voluntarista de comunismo: preocupación, empatia y generosidad. Al faltarle la rica articulación de relaciones sociales en las que las personas están implicadas desde el nacimiento hasta la vejez pasando por la madurez, un «conjunto de personas» como el postulado por Brown no sería, dicho sin rodeos, una sociedad en modo alguno. Sería literalmente un «conjunto», en el sentido de Thatcher, de mónadas saqueadoras, interesadas y egoístas. Presumiblemente completas en sí mismas, están, por inversión dialéctica, inmensamente desindividualizadas por no tener otro deseo que el de satisfacer sus propias necesidades y placeres (que hoy en día están a menudo socialmente construidos, en cualquier caso).

El reconocimiento de que las personas tienen sus propias motivaciones y una voluntad libre no exige que rechacemos el colectivismo, dado que también son capaces de desarrollar una conciencia sobre las condiciones sociales bajo las que se ejercen estas capacidades eminentemente humanas. La consecución de la libertad depende en parte de factores biológicos, como sabe cualquiera que haya criado a un hijo; en parte de factores sociales, como sabe cualquiera que viva en una comunidad; y, contrariamente a los construccionistas sociales, en parte también de la interacción entre el entorno y las inclinaciones personales innatas, como sabe cualquier persona que piense. La individualidad no surgió de la nada. Como la idea de libertad, tiene un largo historial social y psicológico.

Abandonado a su suerte, el individuo pierde los cimientos sociales indispensables que conforman lo que se esperaría que un anarquista valore de la individualidad: la capacidad de reflexión, que se deriva en gran parte del habla; la madurez emocional que alimenta la oposición a la falta de libertad; la sociabilidad que motiva el deseo de cambio radical; y el sentido de responsabilidad que engendra la acción social.

De hecho, la tesis de Brown tiene unas implicaciones preocupantes para la acción social. Si la «autonomía» individual se impone a cualquier compromiso con una «colectividad», no hay base alguna para la institucionalización social, la toma de decisiones o siquiera la coordinación administrativa. Cada persona, contenida en su propia «autonomía», es libre de hacer lo que quiera; presumiblemente, siguiendo la antigua fórmula liberal, si no impide la «autonomía» de los demás. Incluso la toma democrática de decisiones se rechaza por autoritaria. «El gobierno democrático sigue siendo gobierno», denuncia Brown. «Si bien permite más participación individual en el gobierno que la monarquía o la dictadura totalitaria, sigue implicando inherentemente la represión de la voluntad de algunas personas. Ello choca evidentemente con el individuo existencial, que necesita mantener su voluntad íntegra para ser existencialmente libre» (POI, p. 53). De hecho, la voluntad individual autónoma es tan transcendentalmente sacrosanta, en opinión de Brown, que cita la reivindicación de Peter Marshall de que, según los principios anarquistas, «la mayoría no tiene más derecho a mandar a la minoría, ni tan sólo a una minoría de uno, que la minoría a la mayoría» (POI, p. 140, énfasis añadido).

Denominar «mandar» y «gobierno» a unos procedimientos racionales, discursivos y de democracia directa para la toma de decisiones colectivas implica conceder a una minoría constituida por un ego autónomo el derecho a impedir la decisión de una mayoría. Pero la realidad es que una sociedad libre o bien será democrática, o bien no será tal en absoluto. En la situación muy existencial, si se quiere, de una sociedad anarquista —una democracia libertaria directa— las decisiones se tomarían sin duda tras un debate abierto. A continuación, la minoría que hubiera perdido el voto —incluso una minoría de uno— tendría todas las oportunidades para presentar argumentos contrarios para tratar de cambiar esa decisión.

La toma de decisiones por consenso, por otra parte, evita la disensión permanente: el tan importante proceso de diálogo continuo, desacuerdo, réplica y contrarréplica, sin el cual la creatividad tanto social como individual sería imposible.

En cualquier caso, funcionar sobre la base del consenso implica que la toma de decisiones importantes será manipulada por una minoría o bien se derrumbará completamente. Y las decisiones tomadas encarnarán el menor denominador común de opiniones y constituirán el nivel de acuerdo menos creativo. Hablo por la dura experiencia de muchos años del uso del consenso en la Alianza Clamshell de los años 1970. Justo cuando el casi anárquico movimiento antinuclear estaba en la cúspide de su lucha, con miles de activistas, resultó destruido por la manipulación del proceso de consenso por una minoría. La «tiranía de la falta de estructura» que produjo la toma de decisiones por consenso permitió a unos pocos bien organizados controlar a la mayoría desestructurada, desinstitucionalizada y bastante desorganizada dentro del movimiento.

Tampoco se permitió, entre los abucheos y llamadas al consenso, la existencia de la disensión y la estimulación creativa del debate, que fomentaran un desarrollo creativo de ideas generador de perspectivas frescas e innovadoras. En cualquier comunidad, la disensión —y los disidentes— evitan el estancamiento de ésta. Las palabras peyorativas como mandar y gobernar se refieren realmente a silenciar a los disidentes, no al ejercicio de la democracia; irónicamente, es la «voluntad general» consensual lo que podría muy bien, en la frase memorable de Rousseau de El contrato social, «obligar a los hombres a ser libres».

En vez de ser existencial en cualquier sentido terrenal de la palabra, el «individualismo existencialista» de Brown trata al individuo sin una perspectiva histórica. Rarifica al individuo como una categoría transcendental, de modo similar a como, en los años 1970, Robert K. Wolff recurrió a conceptos kantianos del individuo en su dudosa En defensa del anarquismo. Los factores sociales que interactúan con la persona para convertirla en un ser realmente creativo y con voluntad se subsumen en unas abstracciones morales transcendentales que, con una vida propia puramente intelectual, «existen» fuera de la historia y la realidad.

Alternando entre el trascendentalismo moral y el positivismo simplista en su enfoque sobre la relación del individuo con la comunidad, los articulados de Brown encajan igual de burdamente que el creacionismo con la evolución. La rica dialéctica y la abundante historia que muestran como el individuo se ha formado en gran medida por el desarrollo social y ha interactuado con él, están prácticamente ausentes de su obra. Con muchas opiniones atomistas y restrictivamente analíticas, y sin embargo abstractamente moral e incluso transcendental en sus interpretaciones, Brown establece perfectamente una noción de autonomía que está en las antípodas de la libertad social. Con el «individuo existencial», por una parte, y una sociedad que consiste en nada más que un «conjunto de personas», por otra, el abismo entre la autonomía y la libertad pasa a ser insuperable.[20]

El anarquismo como caos

Sean cuales sean las preferencias personales de Brown, su libro refleja y a la vez proporciona las premisas de la transición de los anarquistas euro-americanos del anarquismo social al anarquismo individualista o personal. De hecho, el anarquismo personal hoy en día se expresa principalmente a través de grafitis realizados con spray, el nihilismo posmodernista, el antirracionalismo, el neoprimitivismo, la antitecnología, el «terrorismo cultural» neosituacionista, el misticismo y la «práctica» de llevar a cabo «insurrecciones personales» foucaultianas.

Estas tendencias de moda, que siguen casi todas las corrientes yuppies actuales, son individualistas en el importante sentido de que son contrarias al desarrollo de unas organizaciones serias, unas políticas radicales, un movimiento social comprometido, una coherencia teórica y una relevancia programática. Esta tendencia entre los anarquistas personales, más orientada a la consecución de la «propia realización» que a la de un cambio social esencial, es tanto más nefasta cuanto que su «giro hacia adentro», como lo ha llamado Katinka Matson, pretende ser político; si bien se parece a la «política de la experiencia» de R. D. Laing. La bandera negra que los revolucionarios defensores del anarquismo social izaron en las luchas insurreccionales en Ucrania y España, se convierte ahora en un «pareo» de moda para deleite de pequeñoburgueses chics.

Uno de los ejemplos más desagradables del anarquismo personal es T.A.Z.: Zona Temporalmente Autónoma, Anarquía Ontológica, Terrorismo Poético de Hakim Bey (alias de Peter Lamborn Wilson), una perla de la colección New Autonomy Series (la elección de las palabras no es accidental), publicado por el grupo extremadamente posmodernista Semiotext(e)/Autono’media de Brooklyn.[21] Entre cánticos al «caos», el «amour fou», los «niños salvajes», el «paganismo», el «sabotaje al arte», las «utopías piratas», la «magia negra como acción revolucionaria», el «delito» y la «brujería», por no hablar de los elogios al «marxismo-stirnerismo», la llamada a la autonomía se lleva a unos extremos tan absurdos que llegan a parecer ridiculizar una ideología absorbida por sí misma y autoabsorbente.

T.A.Z. se presenta como un estado mental, una actitud fervientemente antirracional y anticivilizatoria, donde la desorganización se concibe como una forma de arte y los grafiti suplantan los programas. Bey (su pseudónimo significa «jefe» o «príncipe» en turco) no tiene pelos en la lengua a la hora de mostrar su desprecio por la revolución social: «¿Por qué molestarse en enfrentarse a un ‘poder’ que ha perdido todo su significado y se ha convertido en pura simulación? Confrontaciones tales sólo han de resultar en grotescos y peligrosos espasmos de violencia» (TAZ, p. 128). ¿«Poder» entre comillas? ¿Una pura simulación? Si lo que está pasando en Bosnia en cuanto a capacidad de destrucción militar es una pura «simulación», ¡estamos realmente viviendo en un mundo muy seguro y cómodo! El lector preocupado por la constante multiplicación de las patologías sociales de la vida moderna podrá tranquilizarse con la opinión altiva de Bey de que «el realismo nos impone no sólo dejar de esperar «la Revolución», sino incluso dejar de desearla» (TAZ, p.101). ¿Nos sugiere este pasaje que disfrutemos de la serenidad del nirvana? ¿O una nueva «simulación» baudrillardiana? ¿O tal vez un nuevo «imaginario» castoriadiano?

Tras eliminar el objetivo revolucionario clásico de transformar la sociedad, Bey se burla con condescendencia de aquellos que lo arriesgaron todo por él: «el demócrata, el socialista, el ideólogo racional […] están sordos a la música y les falta todo sentido del ritmo» (TAZ, p. 66). ¿De veras? ¿Han dominado los propios Bey y sus acólitos los versos y música de La Marseillaise y bailado extáticos a los ritmos de la Danza de los Marineros Rusos de Gliere? Hay una pesada arrogancia en el desdén de Bey hacia la floreciente cultura que crearon los revolucionarios del siglo pasado, gente obrera ordinaria de la época anterior al rock and roll y a Woodstock.

Efectivamente, cualquiera que entre en el mundo de ensueño de Bey es invitado a abandonar cualquier contrasentido sobre el compromiso social. «¿Un sueño democrático? ¿Un sueño socialista? Imposible», declara Bey con una certeza absoluta. «En el sueño jamás nos gobiernan sino el amor o la brujería» (TAZ, p. 64). Así, Bey reduce magistralmente los sueños de un nuevo mundo evocados durante siglos por idealistas en grandes revoluciones a la sabiduría de su mundo de sueños febriles.

En cuanto a un anarquismo «lleno de las telarañas del humanismo ético, del librepensamiento, del ateísmo muscular y de la tosca lógica fundamentalista cartesiana» (TAZ, p. 52), ¡mejor olvidarlo! Bey no sólo se deshace, de un solo golpe, de la tradición de la Ilustración en que la se anclaron el anarquismo, el socialismo y el movimiento revolucionario, sino que además mezcla naranjas como la «lógica fundamentalista cartesiana» con manzanas como el «librepensamiento» y el «humanismo muscular», como si fueran intercambiables o uno presupusiera el otro.

Aunque el propio Bey no duda en ningún momento en hacer declaraciones soberbias y lanzarse a polémicas impetuosas, no tiene paciencia con los «ideólogos en disputa del anarquismo y del pensamiento libertario» (TAZ,p. 46). Proclamando que «la anarquía no conoce dogma» (TAZ, p. 52), Bey sumerge a sus lectores en el dogma más rígido que haya habido: «El anarquismo implica en última instancia anarquía, y la anarquía es caos»(TAZ, p. 64). Así dijo el Señor: «Yo soy aquel que soy»; ¡y Moisés tembló antes de la proclamación!

Incluso, en un ataque de narcisismo maníaco, Bey decreta que es el ego todopoderoso, el «Yo» altísimo, el Gran «Yo» el que es soberano: «Cada uno de nosotros [es] el legislador de nuestra propia carne, de nuestras propias creaciones; y también de todo aquello que podamos capturar y conservar». Para Bey, los anarquistas y monarcas —y beys— pasan a ser indistinguibles, en la medida en que son todos autarcas:

Nuestras acciones están justificadas por decreto y nuestras relaciones se conforman con tratados con otros autarcas. Establecemos la ley en nuestros propios dominios; y las cadenas de la ley se han roto. Por el momento quizás nos mantengamos como meros pretendientes; pero aun así podemos apoderarnos de algunos instantes, de algunos metros cuadrados de realidad sobre los que imponer nuestra voluntad absoluta, nuestro royaume. L’etat, c’est moi. […] Si estamos vinculados a alguna ética o moral ha de ser la que nosotros mismos hayamos imaginado. (TAZ, p. 67).

¿L’Etat, c’est moi? Como los beys, me vienen en mente al menos dos personas de este siglo que disfrutaron de estas amplias prerrogativas: Iósif Stalin y Adolf Hitler. La mayoría del resto de los mortales, tanto ricos como pobres, compartimos, en palabras de Anatole France, la prohibición de dormir bajo los puentes del Sena. En efecto, si De la autoridad de Friedrich Engels, con su defensa de la jerarquía, representa una forma burguesa de socialismo, TAZ y sus secuelas representan una forma burguesa de anarquismo. «No hay devenir», dice Bey, «ni revolución, ni lucha, ni sendero; [si] tú ya eres el monarca de tu propia piel; tu inviolable libertad sólo espera completarse en el amor de otros monarcas: una política del sueño, urgente como el azul del cielo»: unas palabras que podrían inscribirse en la Bolsa de Nueva York como credo del egotismo y la indiferencia social(TAZ, p. 4).

Ciertamente, esta opinión no desagradará a los centros de «cultura» capitalista más de lo que el pelo largo, la barba y los vaqueros han desagradado al negocio de la alta moda. Por desgracia, demasiada gente en este mundo —nada de «simulaciones» o «sueños»— ni tan sólo es dueña de su propio pellejo, como lo demuestran los presos en cuadrillas de encadenados y cárceles en su plasmación más concreta. Nadie ha escapado nunca del reino terrenal de la miseria con «una política de sueños» salvo los pequeñoburgueses privilegiados que podrían encontrar los manifiestos de Bey distraídos especialmente en los momentos de tedio.

Para Bey, de hecho, incluso las insurrecciones revolucionarias clásicas ofrecen poco más que un colocón personal, reminiscencia de las «experiencias límite» de Foucault. «Una revuelta es como una experiencia límite»(TAZ, p. 100), asegura. Históricamente, «algunos anarquistas […] tomaron parte en todo tipo de revoluciones y levantamientos, incluso comunistas y socialistas», pero eso fue «porque encontraron en el momento mismo de la sublevación la libertad que buscaban. Por tanto, mientras que la utopía siempre ha fracasado hasta ahora, los anarquistas individualistas o existencialistas han triunfado en tanto han conseguido (por muy brevemente que sea) la realización de su voluntad de poder en la guerra» (TAZ, p. 88). La revuelta obrera austriaca de febrero de 1934 y la guerra civil española de 1936, puedo afirmar, no fueron meramente «momentos de insurrección» orgiásticos, sino duras luchas mantenidas con una seriedad desesperada y un impulso magnífico, no obstante cualesquiera epifanías estéticas.

No obstante, la insurrección se convierte para Bey en poco más que un «viaje» psicodélico, donde el Superhombre nietzscheano, que es del agrado de Bey, es un «espíritu libre» que no hubiera querido perder el tiempo «en agitación por la reforma, en protesta, en ensoñación visionaria, en todo tipo de martirio revolucionario». Probablemente los sueños son aceptables siempre y cuando no sean «visionarios» (léase: con un compromiso social); Bey preferiría «beber vino» y tener una «epifanía privada» (TAZ, p. 88), lo que implica poco más que una masturbación mental, libre, sin duda, de los límites de la lógica cartesiana.

No debería sorprendernos saber que Bey está a favor de las ideas de Max Stirner, que «no se entrega a la metafísica, y no obstante otorga al Único [o sea, el Ego] una rotundidad absoluta» (TAZ, p. 68). Cierto, Bey opina que hay «un ingrediente que falta en Stirner»: «Una noción activa de conciencia no ordinaria» (TAZ, p. 68). Parece ser que Stirner es demasiado racionalista para Bey. «El Oriente, lo oculto, las culturas tribales poseen técnicas que pueden ser ‘asimiladas’ de manera verdaderamente anárquica […] Necesitamos un tipo práctico de «anarquismo místico» […] una democratización del chamanismo, ebria y serena» (TAZ, p. 63). Así, Bey llama a sus discípulos a convertirse en «brujos» y les propone que utilicen la «maldición malaya del djinn negro».

¿Qué es, en suma, una «zona temporalmente autónoma»? «La TAZ es como una revuelta al margen del Estado, una operación guerrillera que libera un área —de tierra, de tiempo, de imaginación— y entonces se autodisuelve para reconstruirse en cualquier otro lugar o tiempo, antes de que el Estado pueda aplastarla» (TAZ, p. 101). En una TAZ «muchos de nuestros Verdaderos Deseos podrían verse realizados, aunque sólo sea por una temporada, una breve utopía pirata, una zona libre urdida en el viejo continuum del espacio-tiempo». Entre «las TAZ potenciales» están «las reuniones tribales de los sesenta, los cónclaves de ecosaboteadores, la idílica Beltane de los neopaganos, las grandes conferencias anarquistas, los círculos gays»; sin olvidar «los nightclubs, los banquetes» y «los grandes picnics libertarios» (TAZ, p. 100): ¡nada más ni nada menos! Puesto que fui miembro de la Liga Libertaria en los años sesenta, ¡me encantaría ver a Bey y a sus seguidores aparecer en un «gran picnic libertario»!

La TAZ es tan pasajera, tan volátil, tan inefable en contraste con el Estado y la burguesía formidablemente estables que «tan pronto como una TAZ es nombrada […] debe desaparecer, desaparece de hecho […] resurgiendo de nuevo en otro lugar» (TAZ, p. 101). Una TAZ, en realidad, no es una revuelta sino una simulación, una insurrección tal y como se vive en la imaginación de un cerebro juvenil, una retirada segura a la irrealidad. En efecto, Bey proclama: «La defendemos [la TAZ] porque puede proveer la clase de intensificación asociada con la revuelta sin conducir necesariamente [!] a su violencia y sacrificio» (TAZ, p. 101). Más precisamente, como un happening de Andy Warhol, la TAZ es un evento pasajero, un orgasmo momentáneo, una expresión fugaz de «la fuerza de la voluntad» que es, de hecho, evidentemente incapaz de dejar cualquier marca en la personalidad, subjetividad o siquiera en la autoformación del individuo, y menos aún de dar forma a los acontecimientos o a la realidad.

Dada la esencia evanescente de las TAZ, los seguidores de Bey pueden disfrutar del privilegio pasajero de vivir una «existencia nómada», ya que «la falta de hogar puede ser en un sentido una virtud, una aventura» (TAZ, p. 130). Por desgracia, la falta de hogar puede ser una «aventura» si se tiene un hogar confortable al que volver, mientras que el nomadismo es el lujo característico de aquellos que pueden permitirse vivir sin ganarse la vida. La mayoría de los vagabundos «nómadas» que recuerdo tan vivamente de la época de la Gran Depresión llevaban unas vidas desesperadas de hambre, enfermedad e indignidad y a menudo morían prematuramente; como aún lo hacen hoy en día en las calles de las ciudades estadounidenses. Las pocas personas de estilo gitano que parecían disfrutar de la «vida de la carretera» eran, en el mejor de los casos, de carácter idiosincrático y, en el peor de los casos, trágicamente neuróticos. Tampoco puedo ignorar otra «insurrección» que propone Bey: en particular, la del «analfabetismo voluntario» (TAZ, p. 129). Aunque lo defiende como una revuelta frente al sistema educativo, su efecto más deseable sería hacer los distintos preceptos ex cátedra de Bey inaccesibles a sus lectores.

Tal vez no pueda darse una mejor descripción del mensaje de T.A.Z. que el que apareció en la Whole Earth Review, donde se recalca que el panfleto de Bey está «convirtiéndose rápidamente en la biblia contracultural de los años noventa […] Mientras que muchos de los conceptos de Bey son afines a las doctrinas del anarquismo», la revista tranquiliza a su clientela yuppie afirmando que éste se aleja deliberadamente de la retórica habitual de derrocar al gobierno. «En vez de ello, prefiere la naturaleza versátil de las «revueltas», que opina que ofrecen unos «momentos de intensidad [que pueden] dar forma y sentido a la totalidad de una vida». Estas bolsas de libertad, o zonas temporalmente autónomas, permiten al individuo evadirse de las redes esquemáticas del Gran Gobierno y vivir ocasionalmente en unos reinos donde se pueda experimentar brevemente la libertad total» (destacados añadidos).[22]

Existe una palabra en yiddish para todo esto: nebbich! Durante los años sesenta, el grupo de afinidad Up Against the Wall Motherfuckers propagó una confusión, desorganización y «terrorismo cultural» similares, para desaparecer del escenario político poco tiempo después. Efectivamente, algunos de sus miembros se incorporaron al mundo comercial, profesional y de clase media que antes habían manifestado despreciar. Este comportamiento no es único de Estados Unidos. Como un «veterano» francés del mayo-junio de 1968 dijo cínicamente: «Ya nos divertimos en 1968; ahora es hora de que crezcamos». El mismo ciclo sin salida, salpicado de referencias anarquistas, se repitió durante una revuelta de jóvenes altamente individualista en Zúrich en 1984, que terminó con la creación de Needle Park, un célebre lugar para adictos a la cocaína y el crack establecido por las autoridades de la ciudad para permitir a los jóvenes destruirse a sí mismos legalmente.

La burguesía no tiene nada que temer de esas proclamas estéticas. Con su aversión por las instituciones, organizaciones de masa, su orientación ampliamente subcultural, su decadencia moral, su aclamación de la transitoriedad y su rechazo de programas, ese tipo de anarquismo narcisista es socialmente inocuo y, a menudo, meramente una válvula de seguridad para el descontento respecto al orden social imperante. Con Bey, el anarquismo personal huye de toda militancia social significativa y del firme compromiso ha-cia proyectos duraderos y creativos, al diluirse en las quejas, en el nihilismo postmoderno y en una mareante actitud nietzscheana de superioridad elitista.

El precio que el anarquismo pagará si permite que esta bazofia sustituya a los ideales libertarios de las épocas anteriores será enorme. El anarquismo egocéntrico de Bey, con su alejamiento postmoderno en dirección a la «autonomía» individual, a las «experiencias-límite» foucaultianas y al «éxtasis» neosituacionista, amenaza con convertir la misma palabra anarquismo en política y socialmente inofensiva: en una simple moda para el deleite de los pequeñoburgueses de todas las edades.

Anarquismo místico e irracional

La TAZ de Bey no es el único texto que apela a la brujería o incluso al misticismo. Dada su mentalidad de idealización del mundo primitivo, muchos anarquistas personales se lanzan al antirracionalismo en sus formas más atávicas. Tomemos The Appeal of Anarchy (El llamamiento de la anarquía), que ocupa toda la contraportada de una edición de la revista Fifth Estate (verano de 1989). «La anarquía», proclama, «reconoce lainminencia de la liberación total [¡nada menos!] y como signo de tu libertad, desnúdate en tus ritos». Se nos encarece a «bailar, cantar, reír, darse festines, jugar»… ¿y cómo podría cualquiera que no sea una momia gazmoña resistirse a estos placeres rabelaisianos?

Pero, por desgracia, hay una pega. La abadía de Théléme de Rabelais, que Fifth Estate parece emular, estaba llena de criados, cocineros, mozos y artesanos, sin cuyo duro trabajo los caprichosos aristócratas de su utopía evidentemente de clase alta se habrían muerto de hambre y acurrucado desnudos en los salones ahora fríos de la abadía. Por supuesto, el «llamamiento de la anarquía» de Fifth Estate tal vez tenía en mente una versión materialmente más simple que la abadía de Thélème, y sus «festines» tal vez se referían más a tofu y arroz que a perdices rellenas y deliciosas trufas. Pero aun así, sin unos avances tecnológicos importantes para liberar a las personas del trabajo, incluso para poner tofu y arroz sobre la mesa, ¿cómo podría una sociedad basada en esta versión de la anarquía esperar «abolir toda autoridad», «compartir todo entre todos», hacer festines y correr desnudos, bailando y cantando?

Esta pregunta es especialmente pertinente para el grupo de Fifth Estate. Lo que es fascinante en la revista es el culto primitivista, prerracional, antitecnológico y anticivilizatorio que subyace en la base de sus artículos. Así, el «llamamiento» de Fifth Estate invita a los anarquistas a «proyectar el círculo mágico, entrar en un trance de éxtasis, deleitarse en la brujería que disipa todo poder»: precisamente las técnicas mágicas que durante siglos han utilizado los chamanes (aplaudidos al menos por uno de sus autores) en las sociedades tribales, por no hablar de los sacerdotes en las más desarrolladas, para elevar su estatus en la jerarquía y contra los cuales la razón ha tenido que luchar para liberar la mente humana de sus mistificaciones autocreadas. ¿«Disipar todo poder»? De nuevo, hay aquí un punto foucaultiano que, como siempre, niega la necesidad de establecer unas instituciones con autogobierno y unos poderes claramente conferidos frente al poder muy real de las instituciones capitalistas y jerárquicas; aún más, la materialización de una sociedad donde pueda conseguirse verdaderamente el deseo y el éxtasis en un comunismo realmente libertario.

El cántico seductoramente «extático» de Fifth Estate a la «anarquía», tan desprovisto de contenido social —dejando aparte todas sus fiorituras retóricas—, podría fácilmente aparecer como un póster en las paredes de una boutique chic o detrás de una tarjeta de felicitación. De hecho, unos amigos que fueron hace poco a Nueva York me dijeron que hay un restaurante con manteles de lino en las mesas, menús bastante caros y clientela pija en St. Mark’s Place, en el Lower East Side —un campo de batalla de los años 1960—, que se llama Anarchy. En este lugar de pasto de la pequeña burguesía de la ciudad se exhibe una copia del famoso mural italianoEl Cuarto Estado, que muestra a unos proletarios insurrectos de fin de siècle marchando con aires de militancia hacia un jefe que no aparece en el cuadro, o tal vez una comisaría de policía. Parece ser que el anarquismo personal puede convertirse fácilmente en una opción de consumo selecto. Según me han dicho, el restaurante también tiene guardias de seguridad, probablemente para no permitir la entrada a la chusma local como la que figura en el mural.

El anarquismo personal —sin riesgo, centrado en sí mismo, hedonista e incluso cómodo— puede ofrecer muy bien la verborrea fácil que condimenta los prosaicos estilos de vida burgueses de los rabelaisianos timoratos. Como el «arte situacionista» que el MIT exhibió para el deleite de la pequeña burguesía vanguardista hace unos años, ofrece poco más que una imagen terriblemente «traviesa» del anarquismo —me atrevería a decir un simulacro—, como las que florecen a lo largo de toda la costa del Pacífico de Estados Unidos y en algunos lugares hacia el este. Por su parte, la industria del ocio funciona extremadamente bien bajo el capitalismo contemporáneo y podría absorber fácilmente las técnicas de los anarquistas personales para mejorar una imagen comercial de «malos». Hace tiempo que la contracultura que en su momento chocó a la «gente bien» con sus largas barbas, su vestimenta, su libertad sexual y su arte ha pasado a ser eclipsada por empresarios burgueses cuyas boutiques, cafés, clubs e incluso campings nudistas son un próspero negocio, como demuestran los numerosos anuncios picantes de nuevos deleites en Villa ge Voice y revistas por el estilo.

De hecho, las creencias abiertamente antirracionalistas de Fifth Estate tienen unas implicaciones preocupantes. Su aclamación visceral de la imaginación, el éxtasis y lo «primario» pone manifiestamente en tela de juicio no sólo la eficiencia racionalista sino también la razón en sí. La portada de la edición de otoño/invierno de 1993 exhibe el famosamente incomprendido Capricho n° 43 de Francisco Goya, «El sueño de la razón produce monstruos». La figura dormida de Goya aparece desplomada sobre su escritorio delante de un ordenador Apple. La traducción inglesa de Fifth Estate es: «The dream of reason produces monsters», lo que implica que los monstruos son un producto de la razón en sí. Sin embargo, Goya quería claramente decir, como su propia nota indica, que los monstruos del grabado están producidos por el hecho de que la razón duerma, no de que sueñe. Como escribió en su propio comentario: «La imaginación abandonada por la razón produce monstruos imposibles; unida a ella es, sin embargo, la madre de las artes y la fuente de sus maravillas».[23] Al menospreciar la razón, esta intermitente revista anarquista entra en connivencia con algunos de los aspectos más sombríos de la reacción neoheideggeriana de hoy en día.

Contra la tecnología y la civilización

Aún más preocupantes son los escritos de George Bradford (alias de David Watson), uno de los principales teóricos de Fifth Estate, sobre los horrores de la tecnología —al parecer, la tecnología en sí—. La tecnología, presumiblemente, determina las relaciones sociales y no lo contrario, una noción que se acerca más al marxismo vulgar que, por ejemplo, a la ecología social. En «Stopping the Industrial Hydra» [Detengamos la hidra industrial] (SIH), Bradford afirma:

La tecnología no es un proyecto aislado, ni tan sólo una acumulación de conocimientos técnicos que esté determinada por una esfera en cierto modo separada y más fundamental de «relaciones sociales». Las técnicas de masas se han convertido, en palabras de Langdon Winner, en «estructuras cuyas condiciones de funcionamiento exigen la reestructuración de sus entornos», y por consiguiente de las propias relaciones sociales que las han originado. La técnica de masas —un producto de épocas anteriores y jerarquías arcaicasha dejado atrás las condiciones que la generaron, tomando vida propia […] Ofrece, o se ha convertido en, un tipo de entorno y sistema social total, tanto en sus aspectos generales como en los individuales, más subjetivos […]

En una pirámide mecanizada de tal modo, […] las relaciones instrumentales y sociales se reducen a lo mismo.[24]

Este cuerpo simplista de nociones ignora tranquilamente las relaciones capitalistas que determinan claramente cómo se utilizará la tecnología y se centra en lo que se supone que es la tecnología. Al relegar las relaciones sociales a algo que no es fundamental —en vez de subrayar el proceso productivo esencial en el que se utiliza la tecnología—, Bradford otorga a las máquinas y a la «técnica de masas» una autonomía mística que, como la hipostatización estalinista de la tecnología, se ha empleado para unos fines extremadamente reaccionarios. La idea de que la tecnología tiene vida propia está profundamente arraigada en el romanticismo conservador alemán del siglo pasado y en los escritos de Martin Heidegger y Friedrich Georg Jünger, que alimentaron la ideología nacionalsocialista, aunque los nazis honoraran su filosofía antitecnológica sólo en teoría.

En términos de ideología contemporánea de nuestros propios tiempos, este bagaje ideológico es representativo de la afirmación, tan común hoy en día, de que el desarrollo de nuevos sistemas automatizados cuesta invariablemente empleos a las personas

o intensifica su explotación. Ambos hechos son innegables, pero obedecen precisamente a las relaciones sociales de explotación capitalista, no al progreso tecnológico en sí. Para decirlo sin rodeos: las «reestructuraciones» actuales no se deben a las máquinas, sino a los burgueses avariciosos que utilizan las máquinas para sustituir la mano de obra o explotarla más intensivamente.[25] De hecho, las mismas máquinas que los empresarios utilizan para reducir «los costes laborales» podrían, en una sociedad racional, liberar a los seres humanos de penosos trabajos mecánicos para que pudieran dedicarse a actividades más creativas y personalmente más gratificantes.

No hay pruebas de que Bradford conozca bien a Heidegger o Jünger; de hecho, más bien parece inspirarse en Langdon Winner y Jacques Ellul. Bradford cita aprobatoriamente a este último: «Es la coherencia tecnológica lo que ahora conforma la coherencia social […] Ella es en sí misma no solamente un medio sino un universo de medios —en el sentido de universum, a la vez exclusivo y total—» (SIH, p. 10).

En La edad de la técnica, su libro más conocido, Ellul anticipaba la sombría tesis de que el mundo y nuestros modos de pensar siguen las pautas de las herramientas y las máquinas (la técnica). Sin ninguna explicación social de cómo surgió esta «sociedad tecnológica», la obra de Ellul concluye sin ofrecer esperanza alguna, y aún menos un plan para salvar a la humanidad de su absorción total por la técnica. De hecho, incluso un humanismo que trata de dominar a la tecnología para satisfacer las necesidades de las personas queda reducido, en su opinión, a una «esperanza piadosa sin ninguna posibilidad de influir en la evolución tecnológica».[26] Y con toda la razón, si una perspectiva del mundo tan determinista se sigue hasta su conclusión lógica.

No obstante, por suerte, Bradford nos presenta una solución: «empezar a desmontar la máquina» (SIH, p. 10). Y no admite compromisos con la civilización, sino que repite esencialmente todos los clichés casi místicos, anticivilizatorios y antitecnológicos que aparecen en determinados cultos medioambientales new age. La civilización moderna, nos dice, es una «matriz de fuerzas», incluidas «las relaciones mercantilistas, las comunicaciones de masas, la urbanización y la técnica de masas, junto con […] unos Estados nuclear-cibernéticos rivales vinculados entre ellos», todo lo cual converge hacia una «megamáquina global» (SIH, p. 20). «Las relaciones mercantilistas» —observa en su ensayo «Civilization in Bulk» [Civilización al por mayor] (CIB)— no son más que una parte de esta «matriz de fuerzas» en la que la civilización es «una máquina» que ha sido «un campo de trabajo desde sus orígenes», una «pirámide rígida de capas jerárquicas», «una red que extiende el territorio de lo inorgánico», y «una progresión lineal desde el robo del fuego por Prometeo hasta el Fondo Monetario Internacional».[27] A continuación, Bradford reprende el anodino libro de Monica Sjöo y Barbara Mor, La Gran Madre Cósmica: Redescubriendo la Religión de la Tierra, no por su teísmo atávico y regresivo, sino porque las autoras ponen la palabra civilización entre comillas, una práctica que «refleja la tendencia de este libro fascinante [!] de presentar una alternativa o invertir la perspectiva sobre la civilización en vez de cuestionar abiertamente sus términos» (CIB, nota a pie de página 23). Probablemente es Prometeo a quien hay que amonestar, no a estas dos Madres Tierra, cuyo folleto sobre divinidades ctónicas, pese a todos sus compromisos sobre la civilización, es «fascinante».

Por supuesto, ni una referencia a la megamáquina sería completa sin citar el lamento de Lewis Mumford sobre sus efectos sociales. De hecho, cabe observar que estos comentarios han malinterpretado a menudo las intenciones de Mumford, quien no estaba en contra de la tecnología, como Bradford y otros nos querrían hacer creer; ni tampoco era en ningún sentido de la palabra un místico a quien le habría gustado el primitivismo anticivilizatorio de Bradford. Sobre este punto puedo hablar gracias a mi conocimiento personal directo de las opiniones de Mumford, cuando hablamos largamente como participantes en una conferencia en la Universidad de Pensilvania hacia 1972.

Pero sólo hay que leer sus escritos, como Técnica y Civilización (TyC), que el propio Bradford cita, para ver que Mumford trata por todos los medios de describir favorablemente los «instrumentos mecánicos» como «potencialmente un vehículo para fines humanos racionales».[28] Recordando reiteradamente al lector que las máquinas provienen de los seres humanos, Mumford subraya que la máquina es «la proyección de un aspecto particular de la personalidad humana» (TyC). Efectivamente, una de sus funciones más importantes ha sido la de atenuar el impacto de la superstición en la mente humana:

Antes, los aspectos irracionales y demoníacos de la vida habían invadido unas esferas que no les correspondían. Fue un paso hacia adelante descubrir que eran bacterias, y no duendecillos, los que hacían que la leche se cuajara, y que un motor refrigerado por aire era más eficaz que la escoba de una bruja para el transporte a larga distancia […] La ciencia y la técnica fortalecieron nuestra moral; a la luz de sus propias austeridades y abnegaciones […] ponen en ridículo los temores pueriles, las suposiciones pueriles, así como afirmaciones igualmente pueriles. (TyC, p. 324).

Este importante aspecto de la obra de Mumford ha sido descaradamente ignorado por los primitivistas de nuestro entorno; especialmente su creencia de que la máquina ha tenido «la importantísima contribución» de fomentar «la técnica del pensamiento y la acción cooperativos». Mumford tampoco dudaba en alabar «la excelencia estética de la forma de la máquina […] ante todo, tal vez, la personalidad más objetiva que ha surgido a través de una relación más sensible y comprensiva con estos nuevos instrumentos sociales y a través de su asimilación cultural deliberada». Es más, «la técnica de crear un mundo neutral de hechos a diferencia de los datos brutos de la experiencia inmediata ha sido la gran contribución general de la ciencia analítica moderna» (TyC, p. 361).

En vez de compartir el primitivismo explícito de Bradford, Mumford criticaba duramente a aquellos que rechazan la máquina de manera total, y consideraba la «vuelta al primitivismo absoluto» como una «adaptación neurótica» a la propia megamáquina (TyC, p. 302), incluso como una catástrofe. «Más desastroso que cualquier mera destrucción física de máquinas por el bárbaro es su amenaza de apagar o desviar el poder de la motivación humana», observó con agudeza, «desalentando los procesos cooperativos de pensamiento y la investigación desinteresada, que son responsables de nuestros principales logros técnicos». Y preconizaba: «Tenemos que abandonar nuestras artimañas inútiles y lamentables para resistirnos a la máquina mediante recaídas absurdas en el salvajismo» (TyC, p. 319).

En sus obras posteriores no figura ninguna prueba de que cambiara de opinión. Irónicamente, calificó desdeñosamente como «barbarismo» las representaciones del Living Theater y las visiones del «territorio sin ley» de las bandas de motoristas, y menospreciaba Woodstock como la «movilización en masa de la juventud», de la que «la actual cultura masificada, excesivamente reglamentada y despersonalizada no tiene nada que temer».[29]

Mumford, por su parte, no estaba a favor ni de la megamáquina ni del primitivismo (el «orgánico»), sino más bien de la sofisticación de la tecnología en unas líneas democráticas y de escala humana. «Nuestra capacidad de ir más allá de la máquina [hasta una nueva síntesis] se basa en nuestro poder de asimilar la máquina», observaba en Técnica y Civilización. «Hasta que no hayamos absorbido las lecciones de la objetividad, la impersonalidad, la neutralidad, las lecciones del reino mecánico, no podremos avanzar más en nuestro desarrollo hacia lo más sustancialmente orgánico, lo más profundamente humano» (TyC, p. 363, énfasis mío).

La denuncia de la tecnología y la civilización como inherentemente opresivas de la humanidad sirve en realidad para encubrir las relaciones sociales concretas que privilegian a los explotadores respecto a los explotados y a los jefes respecto a sus subordinados. Más que cualquier sociedad opresora del pasado, el capitalismo oculta su explotación de la humanidad bajo un disfraz de «fetiches», para emplear la terminología de Marx en El capital, y sobre todo el «fetichismo de la mercancía», que ha sido embellecido de manera diversa —y superficial— por los situacionistas como «espectáculo» y por Baudrillard como «simulacro». Al igual que la apropiación del exceso de valor por parte de la burguesía se disimula con un intercambio contractual de salarios a cambio de trabajo, equitativo sólo en apariencia, la fetichización de la economía y sus movimientos encubre el dominio de las relaciones económicas y sociales del capitalismo.

En este sentido cabe señalar un punto importante, incluso crucial. Este encubrimiento oculta a la esfera pública la responsabilidad de la competencia capitalista en la aparición de las crisis de nuestros tiempos. A estas mistificaciones, los antitecnológicos y anticivilizatorios añaden el mito de la tecnología y la civilización como inherentemente opresivos, y tapan así las relaciones sociales únicas del capitalismo —especialmente la utilización de las cosas (mercancías, valores de intercambio, objetos… llámese como se quiera)— para mediar en las relaciones sociales y crear el panorama tecno-urbano de nuestra época. Al igual que la sustitución de capitalismo por la expresión «sociedad industrial» oculta el papel específico y primordial del capital y las relaciones mercantilistas en la constitución de la sociedad moderna, la sustitución de las relaciones sociales por una cultura tecno-urbana, que Bradford realiza abiertamente, encubre el papel primordial del mercado y la competencia en la formación de la cultura moderna.

El anarquismo personal, en gran parte porque tiene que ver con un «estilo de vida personal» más que con la sociedad, pinta la acumulación capitalista, con sus raíces en el mercado competitivo, como la fuente de la destrucción medioambiental, y mira como petrificado la presunta ruptura por parte de la humanidad de la unidad «sagrada» o «extática» con la «Naturaleza» y el «desencanto del mundo» por la ciencia, el materialismo y el «logocentrismo».

En consecuencia, en vez de explicar los orígenes de las patologías sociales y personales de hoy en día, la antitecnología nos permite sustituir engañosamente el capitalismo por la tecnología —que esencialmente facilita la acumulación capitalista y la explotación laboral— como la causa subyacente del crecimiento y la destrucción del medio ambiente. La civilización, encarnada en la ciudad como centro de cultura, se despoja de sus dimensiones racionales, como si la ciudad fuera un cáncer imparable en vez de la posible esfera para universalizar las relaciones humanas, en marcado contraste con las limitaciones provinciales de la vida tribal y de pueblo. Las relaciones sociales básicas de la explotación y dominación capitalista quedan eclipsadas por unas generalizaciones metafísicas sobre el ego y la técnica, empañando la comprensión del público de las causas esenciales de las crisis sociales y medioambientales; unas relaciones mercantilistas que engendran a los intermediarios corporativos del poder, la industria y la riqueza.

Ello no implica negar que muchas tecnologías sean intrínsecamente dominantes y ecológicamente peligrosas, o afirmar que la civilización ha sido una bendición absoluta. Los reactores nucleares, las grandes presas, los complejos industriales altamente centralizados, el sistema de fábrica y la industria armamentística —al igual que la burocracia, la decadencia urbana y los medios de comunicación contemporáneos— son perniciosos casi desde que fueron creados. Pero en los siglos XVIII y XIX no se necesitaron la máquina a vapor, la fabricación en masa, ni mucho menos ciudades gigantescas y burocracias de gran alcance para desforestar áreas inmensas de Norteamérica y prácticamente exterminar a sus poblaciones indígenas, ni erosionar el suelo de regiones enteras. Al contrario, incluso antes de que el ferrocarril llegara a todas partes del país, una gran parte de esta devastación ya se había inflingido mediante simples hachas, mosquetes de pólvora negra, carros tirados por caballos y arados de vertedera.

Fueron estas sencillas tecnologías las que la empresa burguesa —las bárbaras dimensiones de la civilización del siglo pasado— utilizó para excavar una gran parte del valle del río Ohio convirtiéndolo en propiedades inmobiliarias especulativas. En el sur, los propietarios de plantaciones necesitaban «manos» esclavas sobre todo porque no existía maquinaria para plantar y recoger algodón; de hecho, el arrendamiento rústico ha desaparecido en las últimas dos décadas en los Estados Unidos en buena medida porque se introdujo nueva maquinaria para sustituir el trabajo de los aparceros negros «liberados». En el siglo XIX, los campesinos de la Europa semifeudal, a través de rutas por ríos y canales, llegaron en avalancha a las tierras salvajes norteamericanas y, con unos métodos nada ecológicos, empezaron a producir los cereales que finalmente impulsaron el capitalismo estadounidense a la hegemonía económica mundial.

En pocas palabras: fue el capitalismo —la relación mercantilista llevada a sus plenos extremos históricos— el que produjo la explosiva crisis medioambiental de los tiempos modernos, empezando por las primeras mercancías producidas en casas de campo que luego se transportaban por el mundo entero en barcos de vela, no propulsados por motores sino por el viento. Aparte de los pueblos y ciudades textiles de Gran Bretaña, donde la fabricación en masa hizo un avance histórico, las máquinas que hoy son objeto del mayor oprobio fueron creadas mucho después de que el capitalismo primara en muchas partes de Europa y Norteamérica.

No obstante, pese a la oscilación actual del péndulo de una glorificación de la civilización europea hasta su plena denigración, sería conveniente recordar la importancia del auge del secularismo moderno, el conocimiento científico, el universalismo, la razón y las tecnologías que ofrecen potencialmente la esperanza de una dispensa racional y emancipadora de los asuntos sociales, o incluso de la plena realización del deseo y el éxtasis sin los numerosos criados y artesanos que colmaban los apetitos de sus «superiores» aristócratas en la abadía de Thélème de Rabelais. Paradójicamente, los anarquistas anticivilizatorios que la denuncian hoy en día son algunos de aquellos que disfrutan de sus frutos culturales y realizan declaraciones expansivas muy individualistas sobre la libertad, sin ninguna conciencia de los duros acontecimientos de la historia europea que la hicieron posible. Kropotkin, por ejemplo, daba una gran importancia al «progreso de la técnica moderna, que simplifica maravillosamente la producción de todos los elementos necesarios para la vida».[30] Para quienes no tienen un sentido de perspectiva histórica, es fácil mirar hacia atrás con arrogancia.

Mistificación de lo primitivo

El corolario de las tendencias antitecnológicas y anticivilizatorias es el primitivismo, una glorificación edénica de la prehistoria y el deseo de volver en cierto modo a su putativa inocencia.[31] Los anarquistas personales como Bradford se inspiran en pueblos indígenas y mitos de la prehistoria edénica. Según él, los pueblos primitivos «rechazaban la tecnología»: y «minimizaban el peso relativo de las técnicas instrumentales o prácticas, dando más importancia a las […] técnicas extáticas». Esto es porque los pueblos indígenas, con sus creencias animistas, estaban embebidos de «amor» por la vida animal y la naturaleza; para ellos, «los animales, las plantas y los objetos naturales» eran «personas, incluso semejantes» (CIB, p. 11).

En consecuencia, Bradford cuestiona la opinión «oficial» que califica los estilos de vida de las culturas recolectoras prehistóricas de «terribles, salvajes y nómadas, una lucha sangrienta por la supervivencia». En vez de ello, glorifica «el mundo primitivo» como lo que Marshall Sahlins llamó «la sociedad opulenta original»,

opulenta porque tiene pocas necesidades, todos sus deseos se satisfacen fácilmente. Su caja de herramientas es elegante y ligera, sus puntos de vista lingüísticamente complejos y conceptualmente pro fundos y sin embargo simples y accesibles a todos. Su cultura es expansiva y dichosa. No tiene propiedad privada sino comunal, es igualitaria y cooperativa […] Es anárquica […] no tiene que trabajar […] Es una sociedad llena de danzas, de cánticos, de celebraciones, de sueños (CIB, p. 10).

Los habitantes del «mundo primitivo», según Bradford, vivían en armonía con el mundo natural y se beneficiaba de todas las ventajas de la opulencia, incluido mucho tiempo de ocio. La sociedad primitiva, recalca, «no tenía que trabajar», puesto que la caza y la recolección exigían mucho menos esfuerzo que las ocho horas que la gente de hoy en día dedica a la jornada laboral. Reconoce compasivamente que la sociedad primitiva podía «pasar hambre de vez en cuando». No obstante, este «hambre» era en realidad simbólica y autoinfligida, porque los pueblos primitivos «a veces [escogen] el hambre para mejorar sus relaciones mutuas, para jugar o para tener trances» (CIB, p. 10).

Haría falta todo un ensayo completo para descodificar, por no decir rebatir, estas sandeces absurdas, en las que figuran unas pocas verdades con una mezcla o una capa de pura fantasía. Bradford basa sus explicaciones, según nos dice, en «un mayor acceso a las opiniones de la gente primitiva y sus descendientes nativos» mediante «una antropología […] más crítica» (CIB, p. 10). En realidad, una gran parte de esta «antropología crítica» parece derivarse de ideas presentadas en el simposio «Man the Hunter» [El hombre cazador] celebrado en abril de 1966 en la Universidad de Chicago.[32] Aunque la mayoría de las contribuciones al simposio fueron enormemente valiosas, algunas de ellas se ajustaban a la mistificación ingenua de lo primitivo que se filtraba en la contracultura de los años 1960, y que aún perdura a día de hoy. La cultura hippy, que influyó a unos cuantos antropólogos de la época, afirmaba que los pueblos cazadores-recolectores de hoy habían eludido las fuerzas sociales y económicas que operaban en el resto del mundo y seguían viviendo en un estado prístino, como reliquias aisladas de los estilos de vida neolíticos y paleolíticos. Además, como cazadores-recolectores, sus vidas eran particularmente saludables y pacíficas, viviendo tanto entonces como ahora gracias a la espléndida abundancia de la naturaleza.

Por ejemplo, Richard B. Lee, coeditor de la colección de los trabajos de la conferencia, estimaba que los pueblos «primitivos» consumían una cantidad bastante elevada de calorías y que contaban con abundantes alimentos, alcanzando un tipo de «abundancia» virginal en la que la gente sólo tenía que buscar comida unas cuantas horas al día. «La vida en el estado de la naturaleza no es necesariamente dura, salvaje y corta», escribió Lee. El hábitat de los bosquimanos !kung del desierto del Kalahari, por ejemplo, «es abundante en alimentos que ofrece la naturaleza». Los bosquimanos del área de Dobe, que —afirmaba Lee— aún estaban rayando en la entrada al Neolítico,

hoy en día viven sin problemas de plantas silvestres y carne, pese a que están confinados en la parte menos productiva de la zona donde antes se encontraban los pueblos bosquimanos. Es probable que en el pasado estos cazadores y recolectores tuvieran una base de subsistencia aún mayor, cuando podían escoger entre los mejores hábitats de África.[33]

Ello no es realmente así, como pronto veremos.

Es muy habitual que aquellos que se deleitan con la «vida primitiva» metan en el mismo saco muchos milenios de prehistoria, como si unas especies homínidas y humanas considerablemente diferentes vivieran en un sólo tipo de organización social. La palabra prehistoria es muy ambigua. Al igual que el genoma humano incluía a varias especies, no podemos realmente igualar los «puntos de vista» de los recolectores auriñacienses y magdalenienses (Homo sapiens sapiens) de hace unos 30.000 años con los del Homo sapiens neanderthalensis o el Homo erectus, cuyas herramientas, habilidades artísticas y capacidades de habla eran extremadamente distintas.

Otro problema es hasta qué punto los cazadores-recolectores prehistóricos o buscadores de alimentos de distintas épocas vivían en sociedades no jerárquicas. Si las necrópolis de Sungir (en el este de Europa) de hace unos 25.000 años permiten hacer alguna especulación (y no podemos contar con gente del Paleolítico para que nos expliquen su vida), la colección extraordinariamente suntuosa de joyas, lanzas, arpones de marfil y ropa con abalorios en las tumbas de dos adolescentes indican la existencia de unas dinastías familiares de alto estatus mucho tiempo antes de que los humanos se establecieran para cultivar alimentos. La mayoría de las culturas del Paleolítico eran con toda verosimilitud relativamente igualitarias, pero la jerarquía parece haber existido incluso a finales del Paleolítico, con distintos niveles de grado, tipo y alcance de una dominación que no pueden encasillarse bajo alabanzas retóricas como igualitarismo paleolítico.

Otro problema que se presenta es la variedad —al principio, la ausencia— de la capacidad comunicativa en distintas épocas. En la medida en que el lenguaje escrito no apareció hasta bien entrados los tiempos modernos, los lenguajes incluso de los primeros Homo sapiens sapiens apenas eran «conceptualmente profundos». Los pictogramas, glifos y, sobre todo, los conocimientos memorizados en los que se basaban los pueblos «primitivos» para conocer el pasado tienen unas limitaciones culturales evidentes. Sin una literatura escrita que registre la sabiduría acumulada de generaciones, la memoria histórica, por no decir los pensamientos «conceptualmente profundos», son difíciles de retener; más bien se pierden con el tiempo o se distorsionan lamentablemente. La historia transmitida por vía oral es todavía menos objeto de una crítica rigurosa, sino que en vez de ello se convierte fácilmente en una herramienta para los «videntes» y chamanes de la élite quienes, más que ser «protopoetas», como los llama Bradford, parecen haberse servido de sus «conocimientos» en beneficio de sus propios intereses sociales.[34]

Lo que nos lleva, inevitablemente, a John Zerzan, el primitivista anticivilizatorio por excelencia. Para Zerzan, una de las firmas destacadas de la revista Anarchy: A Journal of Desire Armed, la ausencia de habla, lenguaje y escritura es un aspecto positivo. Zerzan, otro viajero del túnel del tiempo de «Man the Hunter», mantiene en su libro Futuro Primitivo (FP) que «antes de la domesticación, antes de la invención de la agricultura, la existencia humana consistía esencialmente en una vida de ocio, intimidad con la naturaleza, sabiduría sensual, igualdad sexual y buena salud»[35], con la diferencia de que la visión de Zerzan del «primitivismo» se acerca más bien a la de los animales de cuatro patas. De hecho, en la paleoantropología zerzaniana, las distinciones anatómicas entre el Homo sapiens por una parte y el Homo habilis, el Homo erectas y los «muy difamados» neandertales son dudosas; todas las especies homínidas tempranas, a su parecer, poseían las capacidades mentales y físicas del Homo sapiens y, además, vivieron en un estado de felicidad primitiva durante más de dos millones de años.

Si estos homínidos eran tan inteligentes como los humanos modernos, uno podría preguntarse ingenuamente: ¿por qué no innovaron con cambios tecnológicos? «Me parece muy plausible», Zerzan conjetura brillantemente, «que la inteligencia, basándose en el éxito y la satisfacción de la existencia de un cazador-recolector, es el verdadero motivo de la pronunciada ausencia de «progreso». La división del trabajo, la domesticación, la cultura simbólica […] estos fueron evidentemente [!] rechazados hasta hace muy poco». La especie Homo «escogió durante mucho tiempo la naturaleza en detrimento de la cultura», y por cultura Zerzan quiere decir «la manipulación de las formas simbólicas básicas» (énfasis mío): una carga alienante. Incluso, continúa, «no había lugar para el tiempo reificado, el lenguaje (escrito, por supuesto, y probablemente el lenguaje hablado durante todo o la mayor parte del periodo), los números y el arte, pese a una inteligencia perfectamente capaz de ello» (FP, 23-24).

En breve, los homínidos podían dominar los símbolos, el habla y la escritura pero los rechazaron deliberadamente, puesto que ya se entendían entre sí y con su entorno instintivamente, sin necesidad de ellos. Así, Zerzan coincide con entusiasmo con un antropólogo que medita que «la comunión de los san bosquimanos con la naturaleza» alcanzó un nivel de experiencia que «podría llamarse casi místico. Por ejemplo, parecían saber qué se sentía realmente siendo un elefante, un león o un antílope», incluso un baobab (FP, 33-34).

La «decisión» consciente de rechazar el lenguaje, las herramientas sofisticadas, la temporalidad y una división del trabajo (probablemente lo probaron y resoplaron: «¡Bah!»), fue tomada, nos dice, por el Homo habilis,cuyo cerebro, me permito observar, tenía un tamaño de aproximadamente la mitad del de los humanos modernos y quien probablemente no tenía la capacidad anatómica para pronunciar sílabas. No obstante, gracias a la autoridad soberana de Zerzan sabemos que el habilis (y tal vez incluso el Australopithecus afarensis, que podría haber vivido hace unos «dos millones de años») poseían una «inteligencia perfectamente capaz» —¡ni más ni menos!—de estas funciones, pero que rechazaban utilizarlas. En la paleoantropología de Zerzan, los primeros homínidos o humanos podían adoptar o rechazar unos rasgos culturales vitales como el habla con una sabiduría sublime, al igual que los monjes hacen voto de silencio.

Pero una vez este voto se rompió, ¡todo empezó a ir mal! Por unos motivos que sólo conocen Dios y Zerzan.

La aparición de la cultura simbólica, con su voluntad inherente de manipular y controlar, pronto abrió la vía a la domesticación de la naturaleza. Tras dos millones de años de vida humana pasados respetando la naturaleza, en equilibrio con otras especies salvajes, la agricultura modificó nuestro estilo de vida, nuestra manera de adaptarnos, de un modo sin precedentes. Nunca antes una especie había conocido un cambio radical tan absoluto y rápido. […] La autodomesticación a través del lenguaje, el ritual y el arte inspiró la dominación de animales y plantas que vino a continuación (FP, 27-28; énfasis mío).

Hay una cierto esplendor en estas bobadas que es verdaderamente cautivador. Unas épocas, unas especies homínidas y/o humanas y unas situaciones medioambientales y tecnológicas considerablemente distintas se meten en el mismo saco de una vida compartida «respetando la naturaleza». La simplificación de Zerzan de la complejísima dialéctica entre los seres humanos y la naturaleza no humana revela una mentalidad tan reduccionista y simplista que uno no puede más que quedarse pasmado.

Sin duda, podríamos aprender mucho de las culturas anteriores a la escritura —sociedades orgánicas, como las llamo en La ecología de la libertad—, especialmente acerca de la mutabilidad de lo que se suele llamar «naturaleza humana». Su espíritu de colaboración dentro del grupo y, en el mejor de los casos, sus puntos de vista igualitarios no sólo son admirables —y socialmente necesarios en vistas del precario mundo en que vivieron—, sino que ofrecen una prueba convincente de la maleabilidad del comportamiento humano, contrastando con el mito de que la competencia y la avaricia son unos atributos humanos innatos. De hecho, sus prácticas del usufructo y la desigualdad de los iguales son muy relevantes para una sociedad ecológica.

Pero que los pueblos «primitivos» o prehistóricos «veneraban» la naturaleza no humana es como mínimo dudoso y, en el peor de los casos, totalmente falso. A falta de entornos «no naturales» como pueblos y ciudades, la propia noción de «Naturaleza» diferenciándola del hábitat aún tenía que conceptualizarse; una experiencia verdaderamente alienante, en opinión de Zerzan. Tampoco es probable que nuestros antepasados remotos consideraran el mundo natural menos instrumental que los pueblos de las culturas históricas. Teniendo debidamente en cuenta sus propios intereses materiales —su supervivencia y bienestar—, los pueblos prehistóricos parecen haber cazado tantas presas como podían atrapar, y si poblaron imaginativamente el mundo animal con atributos antropomórficos, como seguramente hicieron, debió ser para comunicarse con él con el fin de manipularlo, no simplemente para venerarlo.

Así, teniendo en mente unos propósitos muy instrumentales, conjuraban animales «parlantes», «tribus» animales (a menudo basadas en sus propias estructuras sociales) y unos «espíritus» animales receptivos. Lógicamente, dados sus conocimientos limitados, creían en la realidad de los sueños, en los que los humanos podían volar y los animales hablar, en un mundo onírico inexplicable, a menudo espantoso, que tomaban por la realidad. Para controlar los animales de caza, para utilizar un hábitat con fines de supervivencia, para luchar contra las vicisitudes del clima y similares, los pueblos prehistóricos tenían que personificar estos fenómenos y «hablar» con ellos, ya sea directamente o mediante rituales o metáforas.

En realidad, los pueblos prehistóricos parecen haber intervenido en su entorno tan resueltamente como podían. En cuanto el Homo erectus o las especies humanas más tardías aprendieron a utilizar el fuego, por ejemplo, parecen haberlo usado para quemar bosques, probablemente provocando estampidas de animales de caza por precipicios o recintos naturales donde podían matarlos fácilmente. La «reverencia por la vida» de los pueblos prehistóricos, por consiguiente, reflejaba una preocupación muy pragmática por mejorar y controlar su abastecimiento de alimentos, no un amor por los animales, bosques y montañas (que tal vez temían como la elevada morada de deidades, tanto benignas como malignas).[36]

El «amor por la naturaleza» que Bradford atribuye a la «sociedad primitiva» tampoco representa correctamente a los pueblos recolectores de hoy en día, que a menudo tratan de manera bastante dura a los animales domésticos y de presa. Por ejemplo, los pigmeos del bosque de Ituri torturaban a los animales que atrapaban de manera bastante sádica, y los esquimales solían maltratar a sus huskies.[37] En cuanto a los indios norteamericanos, antes de entrar en contacto con Europa, alteraron enormemente una gran parte del continente utilizando fuego para despejar tierras para la horticultura y para tener mejor visibilidad cuando cazaban, hasta el punto de que el «paraíso» que encontraron los europeos estaba «claramente humanizado».[38]

Inevitablemente, muchas tribus indias al parecer agotaron los animales locales de los que se alimentaban y tuvieron que emigrar a nuevos territorios para ganarse materialmente el sustento. Y sería realmente extraño que no hubieran tenido que emprender guerras para echar a sus habitantes originales. Puede muy bien ser que sus antepasados remotos provocaran la extinción de algunos de los grandes mamíferos de Norteamérica de la última era glacial (especialmente mamuts, mastodontes, bisontes esteparios, caballos y camellos). Aún pueden distinguirse grandes acumulaciones de huesos de bisonte en algunos yacimientos que apuntan a matanzas en masa y carnicerías «en cadena» en unos cuantos arroyos americanos.[39]

Por otra parte, entre aquellos pueblos que se dedicaban a la agricultura, el uso de la tierra tampoco respetaba necesariamente el medioambiente. En torno al lago Pátzcuaro en los altiplanos del centro de México, antes de la conquista española, «la utilización de la tierra en la prehistoria no seguía unas prácticas conservacionistas», escribe Karl W. Btzer, sino que causaba unas altas tasas de erosión del suelo. De hecho, las prácticas agrícolas indígenas «podían ser tan perjudiciales como cualquier uso de la tierra preindustrial en el Viejo Mundo».[40] Otros estudios muestran que la tala excesiva de bosques y el fracaso de la agricultura de subsistencia socavaron la sociedad maya y contribuyeron a su hundimiento.[41]

Nunca podremos saber si los estilos de vida de las culturas recolectoras de hoy en día reflejan realmente las de nuestro pasado remoto.[42] Las culturas indígenas modernas no sólo se han desarrollado a lo largo de miles de años, sino que además se han visto considerablemente alteradas por la difusión de innumerables rasgos de otras culturas antes de ser estudiadas por los investigadores occidentales. De hecho, como Clifford Geertz ha observado con bastante mordacidad, hay muy poco o nada de prístino en las culturas indígenas que los primitivistas modernos asocian con los primeros humanos. «La comprensión, a su pesar y tardía, de que [el primitivismo prístino de los indígenas actuales] no es tal, incluso entre los pigmeos, ni tan sólo entre los esquimales», observa Geertz, «y que estos pueblos son en realidad productos de unos procesos de cambio social a mayor escala que los han convertido, y siguen convirtiéndolos, en lo que son, ha sido un motivo de asombro que ha provocado prácticamente una crisis en el campo [de la etnografía]».[43] Muchos pueblos «primitivos», al igual que los bosques en los que vivían, no eran más «virginales» cuando entraron en contacto con los europeos que los indios Lakota en el momento de la guerra civil estadounidense, pese a lo que nos hagan creer enBailando con lobos. Muchos de los sistemas de creencias «primitivos» tan encomiados de los indígenas actuales se remontan claramente a influencias cristianas. Alce Negro, por ejemplo, era un ferviente católico[44], y la «Danza de los espíritus» de los indios Paiute y Lakota estaba fuertemente influida por el milenarismo de los evangelistas cristianos.

En la investigación antropológica seria, el concepto de un cazador «extático» y prístino no ha sobrevivido los treinta años transcurridos desde el simposio «Man the Hunter». Muchas de las sociedades «cazadoras opulentas» citadas por los devotos del mito de la «opulencia primitiva» habían retrocedido literalmente —probablemente muy en contra de sus deseos— de sistemas sociales hortícolas. Actualmente se sabe que los san del Kalahari habían sido hortelanos antes de que se les empujara hacia el desierto. Hace varios siglos, según Edwin Wilmsen, los pueblos que hablan san se dedicaban a la agricultura y la ganadería, por no mencionar al comercio con los territorios agrícolas vecinos en una red que llegaba hasta el océano Índico. En el año 1000, según se desprende de las excavaciones, su área, Dobe, estaba poblada por una gente que producía cerámica, trabajaba el hierro y criaba ganado, exportándolos a Europa hacia los años 1840 junto con enormes cantidades de marfil —una gran parte del cual provenía de elefantes cazados por los propios san, que sin duda llevaron a cabo esta matanza de sus «hermanos» paquidermos con la gran sensibilidad que les atribuye Zerzan—.

Los estilos de vida recolectores marginales de los san que tanto cautivaron a los observadores en los años 1960 eran realmente consecuencia de cambios económicos a finales del s. XIX, mientras que «el aislamiento imaginado por los observadores externos […] no era indígena sino que obedecía al hundimiento del capital mercantil».[45] Por consiguiente, «la situación actual de los pueblos que hablan san en el margen rural de las economías africanas», observa Wilmsen,

… se explica únicamente por las políticas sociales y las economías de la era colonial y sus secuelas. Su apariencia de recolectores se debe a que quedaron relegados a una clase marginada durante el desarrollo de los procesos históricos que empezaron antes de este milenio y culminaron en las primeras décadas de este siglo.[46]

También los yuqui del Amazonas podrían haber personificado muy bien la sociedad recolectora prístina ensalzada en los años 1960. Este pueblo, que no fue estudiado por los europeos hasta los 1950, tenía un conjunto de herramientas que consistía en poco más que una garra de jabalí y un arco con flechas: «Además de ser incapaces de hacer fuego», escribe Allyn M. Stearman, que los estudió, «no tenían embarcaciones, ni animales domésticos (ni tan sólo perros), ni piedras, ni especialistas en rituales, y sí sólo una cosmología rudimentaria. Vivían como nómadas, vagando por los bosques de las tierras bajas de Bolivia en busca de animales de presa y otros alimentos que conseguían con sus habilidades recolectoras».[47] No cultivaban alimentos y no conocían en absoluto el uso del anzuelo y el sedal para pescar.

No obstante, no eran en absoluto una sociedad igualitaria: los yuqui mantenían la institución de la esclavitud hereditaria, dividiendo su sociedad en un estrato privilegiado de élite y un grupo de esclavos postergados que hacían el trabajo. Esta característica se considera ahora un vestigio de antiguos estilos de vida hortícolas. Los yuqui, al parecer, descendían de una sociedad precolombina que tenía esclavos y, «a lo largo de los años, experimentaron una desculturización, perdiendo gran parte de su patrimonio cultural al tener que desplazarse y vivir de la tierra. Pero aunque muchos de los elementos de su cultura se perdieron, otros no. La esclavitud, evidentemente, era uno de éstos».[48]

No sólo se ha destruido el mito del recolector «prístino», sino que Wilmsen y sus asociados han puesto considerablemente en duda los propios datos de Richard Lee sobre el consumo de calorías de los recolectores «opulentos».[49] El pueblo !kung vivía un promedio de unos treinta años. La mortalidad infantil era elevada, y según Wilmsen (discrepando con Bradford), la gente sufría enfermedades y hambre en época de vacas flacas. (El propio Lee ha revisado sus opiniones en este punto desde los años 1960).

Por consiguiente, las vidas de nuestros primeros antepasados no eran muchas veces precisamente placenteras. De hecho, su vida era bastante dura, en general corta y materialmente muy agotadora. Las pruebas anatómicas sobre su longevidad muestran que en torno a la mitad morían durante la infancia o antes de alcanzar los veinte años, y pocos vivían más de cincuenta.[50] Es plausible que vivieran más del carroñeo que de la caza y la recolección, y probablemente eran presa de leopardos y hienas.[51]

Los pueblos prehistóricos y los recolectores más tardíos eran normalmente cooperativos y pacíficos con los miembros de sus propias bandas, tribus o clanes; pero hacia los miembros de las otras eran a menudo belicosos, a veces incluso genocidas en sus esfuerzos para despojarlos y apropiarse de su tierra. El más dichoso de los humanos ancestrales (si nos creyéramos a los primitivistas), el Homo erectas, ha dejado tras de sí un funesto historial de masacres entre humanos, según los datos compilados por Paul Janssens.[52] Se ha sugerido que muchas personas de China y Java murieron a causa de erupciones volcánicas, pero las últimas explicaciones pierden mucha plausibilidad en vista de los restos de cuarenta personas cuyas cabezas, con heridas mortales, fueron cortadas; «difícil que fuera un volcán», observa secamente Corinne Shear Wood.[53] En cuanto a los recolectores modernos, los conflictos entre tribus de indios norteamericanos son demasiado numerosos para citarlos con extensión; prueba de ello son los anasazi y sus vecinos del suroeste, las tribus que finalmente formaron la Confederación Iroquesa (la cual fue en sí misma un asunto de supervivencia, pues si no iban a exterminarse los unos a los otros), y el continuo conflicto entre los mohawks y los hurones, que llevó al práctico extermio y huida de las comunidades de hurones que quedaban.

Si los «deseos» de los pueblos prehistóricos «se satisfacían fácilmente», como alega Bradford, era precisamente porque sus condiciones materiales de vida —y por ende, sus deseos— eran en realidad muy básicos. Es lo que cabría esperar de cualquier forma de vida que generalmente se adapta, más que innovar; que se conforma con el hábitat del que dispone, más que tratar de alterarlo para que se ajuste a sus deseos. Sin duda, los pueblos primitivos conocían increíblemente el hábitat en el que vivían; después de todo, eran unos seres muy inteligentes e imaginativos. No obstante, su cultura «dichosa» estaba inevitablemente llena no sólo de alegría y «cánticos […], celebraciones […] y sueños», sino también de superstición y temores fácilmente manipulables.

Ni nuestros antepasados remotos ni los indígenas actuales podrían haber sobrevivido si mantuvieran las ideas «encantadas» propias de Disneylandia que les imputan los primitivistas de hoy en día. Es cierto que los europeos no ofrecieron a los pueblos indígenas ninguna magnífica dispensa social, más bien al contrario: los imperialistas sometieron a los nativos a una explotación extrema, un genocidio total, enfermedades contra las que no tenían inmunidad y un saqueo indigno. Ninguna conjura animista previno esta arremetida ni podía haberlo hecho, como la tragedia de Wounded Knee en 1890, donde quedó tan tristemente desmentido el mito de las camisas fantasma que resistían las balas.

Lo que es de una importancia crucial es que la regresión al primitivismo de algunos anarquistas personales niega los atributos más destacados de la humanidad, en tanto que especie, y los aspectos potencialmente emancipadores de la civilización euro-americana. Los humanos son infinitamente distintos de los otros animales, ya que hacen más que simplemente adaptarse a su entorno; innovan y crean un nuevo mundo, no sólo para descubrir sus propias facultades como seres humanos, sino para hacer el mundo de su entorno más adecuado para su propio desarrollo, como personas y como especie. Esta capacidad de cambiar el mundo, pese a su tergiversación por la sociedad irracional actual, es un don natural, el producto de la evolución biológica humana; no meramente el producto de la tecnología, la racionalidad y la civilización. Que quienes se llaman a sí mismos anarquistas aboguen por un primitivismo que bordea la bestialidad, con su mensaje apenas disimulado de adaptabilidad y pasividad, empaña siglos de pensamiento, ideales y prácticas revolucionarios, e incluso difama los esfuerzos memorables de la humanidad para liberarse del provincianismo, el misticismo y la superstición y cambiar el mundo.

Para los anarquistas personales, en particular los del género anticivilizatorio y primitivista, la propia historia se convierte en un monolito degradante que engulle todas las distinciones, mediaciones, fases de desarrollo y especificidades sociales. El capitalismo y sus contradicciones se reducen a un epifenómeno de una civilización omnívora y sus «imperativos» tecnológicos, sin matices ni diferenciaciones. La Historia, en la medida en que la concebimos como la evolución del componente racional de la humanidad —el desarrollo de su potencial de libertad, autoconciencia y cooperación—, es un relato complejo del cultivo de las sensibilidades, intuiciones, capacidad intelectual y conocimientos humanos, o lo que antes se llamaba «la educación de la humanidad». Tratar la historia como una «caída» continua de una «autenticidad» animal, como Zerzan, Bradford y sus acólitos hacen en mayor o menor medida, de modo muy similar al de Martin Heidegger, es ignorar los ideales en expansión de la libertad, la individualidad y la autoconciencia que han marcado eras de desarrollo humano; por no hablar del potencial cada vez más amplio de las luchas revolucionarias para conseguir estos fines.

El anarquismo personal anticivilizatorio es sólo un aspecto de la regresión social que marca las últimas décadas del siglo XX. Al igual que el capitalismo amenaza con deshacer la historia natural haciéndola regresar a una era geológica y zoológica más simple y menos diferenciada, el anarquismo personal anticivilizatorio es cómplice del capitalismo en llevar al espíritu humano y su historia a un mundo primitivo menos desarrollado, menos determinado y libre de pecado: la sociedad supuestamente «inocente» anterior a la tecnología y la civilización que existía antes de que la humanidad «cayera en desgracia». Como los comedores de loto en La Odisea de Homero, los humanos son «auténticos» cuando viven eternamente en el presente, sin pasado ni futuro; despreocupados por la memoria o las ideas, sin tradiciones y sin retos sobre el devenir.

Paradójicamente, el mundo idealizado por los primitivistas excluiría en realidad el individualismo radical aclamado por los herederos individualistas de Max Stirner. Aunque las comunidades «primitivas» de la actualidad han engendrado a personas de fuerte impronta, el poder de la costumbre y el alto nivel de solidaridad dentro del grupo exigido por las duras condiciones dejan poco margen para un comportamiento expansivamente individualista como el que buscan los anarquistas stirnerianos que celebran la supremacía del ego. Hoy en día, tener escarceos con el primitivismo es precisamente el privilegio de los urbanitas acomodados que pueden permitirse darle vueltas a las fantasías inaccesibles no sólo a los hambrientos, los pobres y los «nómadas» que viven por necesidad en las calles de la ciudad, sino también a los empleados sobrecargados de trabajo. Las madres trabajadoras de hoy en día difícilmente podrían prescindir de una lavadora para aliviarlas, por poco que sea, de sus tareas domésticas diarias, antes de ir a trabajar para ganar lo que es con frecuencia la mayor parte de los ingresos de su hogar. Irónicamente, incluso el grupo que publica Fifth Estate aceptó que no podía estar sin un ordenador y se vio «obligado» a comprar uno, publicando el poco sincero descargo de responsabilidad: «¡Lo odiamos!».[54] Denunciar una tecnología avanzada utilizándola al mismo tiempo para generar publicaciones antitecnología no sólo es hipócrita, sino que tiene unas dimensiones mojigatas: este «odio» a los ordenadores parece más bien el eructo de los privilegiados que, tras darse un atracón de exquisiteces, ensalzan las virtudes de la pobreza en la misa del domingo.

Evaluación del anarquismo personal

Lo que más destaca del anarquismo personal de hoy en día es su apetito por lo inmediato más que por la reflexión, por una simplista relación directa entre mente y realidad. Esta inmediatez no sólo inmuniza al pensamiento libertario de las exigencias de una reflexión matizada y mediada, sino que también excluye el análisis racional y, de hecho, la racionalidad en sí. Al consignar la humanidad a una esfera sin tiempo, sin espacio y sin historia —una noción «básica» de la temporalidad basada en los ciclos «eternos» de la «Naturaleza»—, despoja a la mente de su singularidad creativa y su libertad para intervenir en el mundo natural.

Desde el punto de vista del anarquismo personal primitivista, los seres humanos están mejor cuando se adaptan al resto de la naturaleza, más que cuando intervienen en ella, o cuando, sin los lastres de la razón, la tecnología, la civilización e incluso el habla, viven en plácida «armonía» con la realidad existente, tal vez dotados de unos «derechos naturales», en una condición visceral y «extática» esencialmente inconsciente. T.A.Z., Fifth Estate, Anarchy: A Journal of Desire Armed y revistas más marginales como la stirneriana Demolition Derby de Michael William: todos ellos se centran en un «primitivismo» sin mediaciones, ahistórico y anticivilizatorio del que hemos «caído», un estado de perfección y «autenticidad» en el que nos guiábamos indistintamente por los «límites de la naturaleza», la «ley natural» o nuestros ávidos egos. La historia y la civilización no consisten en nada más que un descenso hacia la falta de autenticidad de la «sociedad industrial».

Como ya he apuntado, este mito de la «caída de la autenticidad» tiene sus raíces en el romanticismo reaccionario, y más recientemente en la filosofía de Martin Heidegger, cuyo «espiritualismo» völkisch, latente en Ser y Tiempo, surgió más tarde en sus obras explícitamente fascistas. Esta perspectiva se ceba ahora en el misticismo quietista que abunda en los escritos antidemocráticos de Rudolf Bahro, con su llamamiento apenas disimulado a la «salvación» por un «Adolf verde», y en la búsqueda apolítica de «realización personal» y espiritualismo ecológico postulada por los ecologistas profundos.

Al final, el ego individual se convierte en el templo supremo de la realidad, excluyendo la historia y el devenir, la democracia y la responsabilidad. De hecho, la convivencia con la sociedad como tal queda debilitada por un narcisismo tan envolvente que reduce la consociación a un ego infantilizado que es poco más que un puñado de exigencias y reclamaciones chillonas de sus propias satisfacciones. La civilización meramente obstruye la extática realización personal de los deseos de este ego, reificado como la satisfacción final de la emancipación, como si el goce y el deseo no fueran productos de la cultura y el desarrollo histórico, sino meros impulsos innatos que aparecen de la nada en un mundo sin sociedad.

Como el ego stirneriano pequeñoburgués, el anarquismo personal primitivista no da cabida a las instituciones sociales, las organizaciones políticas y los programas radicales, y menos aún a una esfera pública, que todos los escritores examinados identifican automáticamente con la capacidad de gobernar. Lo esporádico, lo poco sistemático, lo incoherente, lo discontinuo y lo intuitivo suplantan lo coherente, lo deliberado, lo organizado y lo racional, e incluso cualquier forma de actividad sostenida y centrada, aparte de publicar una revistilla o panfleto… o quemar un contenedor de basuras. Se contrapone la imaginación a la razón y el deseo a la coherencia teórica, como si los dos estuvieran en contradicción radical. La admonición de Goya de que la imaginación sin la razón produce monstruos se altera para dar la impresión de que la imaginación florece gracias a una experiencia directa con una «unidad» sin matices. Por consiguiente, la naturaleza social se disuelve esencialmente en la naturaleza biológica; la humanidad innovadora, en la animalidad adaptable; la temporalidad, en una eternidad anterior a la civilización; la historia, en una repetición de ciclos arcaica.

El anarquismo personal convierte astutamente una realidad burguesa, cuya dureza económica es más fuerte y extrema cada día que pasa, en constelaciones de autocomplacencia, inconclusión, indisciplina e incoherencia. En los años 1960, los situacionistas, en nombre de una «teoría del espectáculo», produjeron en realidad un espectáculo reificado de la teoría, pero por lo menos ofrecían correcciones organizativas, como consejos de trabajadores, que daban algo de peso a su esteticismo. El anarquismo personal, al impugnar la organización, el compromiso con programas y un análisis social serio imita los peores aspectos del esteticismo situacionista sin adherirse al proyecto de construir un movimiento. Como los deshechos de los años sesenta, vaga sin rumbo dentro de los límites del ego (rebautizado por Zerzan como los «límites de la naturaleza») y convierte la incoherencia bohemia en una virtud.

Lo más preocupante es que los caprichos estéticos autocomplacientes del anarquismo personal erosionan significativamente el corazón socialista de una ideología izquierdista libertaria que en el pasado podía reivindicar una relevancia y un peso social precisamente por su compromiso inquebrantable con la emancipación; no fuera de la historia, en el reino de lo subjetivo, sino dentro de ella, en el reino de lo objetivo. El gran grito de la Primera Internacional —que el anarcosindicalismo y el anarcocomunismo mantuvieron después de que Marx y sus seguidores la abandonaran— fue la exigencia: «No más deberes sin derechos, ningún derecho sin deber». Durante generaciones, este eslogan adornó las cabeceras de lo que ahora llamamos en retrospectiva revistas sociales anarquistas. Hoy en día choca radicalmente con la demanda esencialmente egocéntrica de un «deseo armado» y con la contemplación taoísta y los nirvanas budistas. Si el anarquismo social llamaba al pueblo a alzarse en revolución y buscar la reconstrucción de la sociedad, los pequefioburgueses airados que pueblan el mundo subcultural del anarquismo personal llaman a rebeliones episódicas y a la satisfacción de sus «máquinas deseantes», por utilizar la fraseología de Deleuze y Guattari.

El continuo retroceso del compromiso histórico del anarquismo tradicional con la lucha social (sin la cual no puede alcanzarse la realización personal y la satisfacción del deseo en todas sus vertientes, no únicamente la instintiva) viene inevitablemente acompañado de una mistificación desastrosa de la experiencia y la realidad. El ego, identificado de manera casi fetichista como el escenario de la emancipación, resulta ser idéntico al «individuo soberano» del individualismo del laissez faire. Desvinculado de sus raíces sociales, alcanza no la autonomía sino una «mismedad» heterónoma de la empresa pequeñoburguesa.

En realidad, el ego en su soberanía personal no es en absoluto libre, sino que está atado de pies y manos a las leyes aparentemente anónimas del mercado —las leyes de la competencia y de la explotación—, que convierten el mito de la libertad individual en otro fetiche que oculta las leyes implacables de la acumulación de capital.

El anarquismo personal, en efecto, resulta ser otro engaño burgués desconcertante. Sus seguidores no son más «autónomos» que los movimientos de la bolsa, que las fluctuaciones de precios y los hechos mundanos del comercio burgués. Pese a todas las declaraciones de autonomía, este «rebelde» de clase media, ladrillo en mano o no, es totalmente cautivo de las fuerzas subyacentes del mercado que ocupan todos los espacios supuestamente «libres» de la vida social moderna, desde cooperativas agrícolas a comunas rurales.

El capitalismo gira en torno nuestro: no sólo material, sino culturalmente también. Como John Zerzan justificó memorablemente a un sorprendido entrevistador que le preguntó cómo podía haber una televisión en el hogar de este enemigo de la tecnología: «Como todas las demás personas, yo también necesito narcotizarme».[55]

Que el propio anarquismo personal es un autoengaño «narcotizante» puede verse claramente en El único y su propiedad de Max Stirner, donde la reivindicación a la «singularidad» del ego en el templo del «yo» sacrosanto supera con creces las devociones liberales de John Stuart Mill. De hecho, con Stirner, el egoísmo se convierte en un asunto de epistemología. En medio del laberinto de contradicciones y afirmaciones lamentablemente incompletas de las que está repleto El único y su propiedad, uno encuentra que el ego «único» de Stirner es un mito porque se basa en su «otro» aparente: la propia sociedad. Efectivamente: «La verdad no puede manifestarse como tú te manifiestas», insta Stirner al egoísta, «no puede moverse, ni cambiar, ni desarrollarse; la verdad aguarda y recibe todo de ti y no sería si no fuera por ti, porque no existe más que en tu cabeza».[56] El egoísta stirneriano, en efecto, se despide de la realidad objetiva, de la realidad factual de lo social, y por consiguiente del cambio social fundamental y todos los criterios e ideales éticos más allá de la satisfacción personal en medio de los demonios ocultos del mercado burgués. Esta falta de mediación subvierte la mismísima existencia de lo concreto, por no hablar de la autoridad del propio ego stirneriano: una reivindicación tan absoluta como para excluir las raíces sociales del yo y su formación en la historia.

Nietzsche, de manera bastante independiente de Stirner, llegó con su visión de la verdad hasta su conclusión lógica borrando la existencia y la realidad de la verdad como tal: «¿Qué es, pues, verdad?», preguntaba—. «Una multitud movible de metáforas, metonimias y antropomorfismos, en una palabra una suma de relaciones humanas poética y retóricamente potenciadas, transferidas y adornadas».[57] Más directamente que Stirner, Nietzsche mantenía que los hechos son meras interpretaciones; incluso preguntaba: «¿Es, en fin, necesario poner todavía al intérprete detrás de la interpretación?». Parece ser que no, puesto que «incluso esto es invención, hipótesis».[58] Siguiendo la lógica implacable de Nietzsche, nos quedamos con un yo que no sólo crea esencialmente su propia realidad, sino que además debe justificar su propia existencia como algo más que una mera interpretación. Un egoísmo tal aniquila así el propio ego, que se esfuma en medio de las propias premisas no declaradas de Stirner.

Despojado de manera similar de la historia, sociedad y realidad factual más allá de sus propias «metáforas», el anarquismo personal vive en una esfera asocial en la que el ego, con sus deseos crípticos, debe evaporarse en abstracciones lógicas. Pero reducir el ego a la inmediatez intuitiva —anclándolo en la mera animalidad, en los «límites de la naturaleza»— supondría ignorar el hecho de que el ego es el producto de una historia en continua evolución, incluso una historia que, si tiene que consistir en meros episodios, debe utilizar la razón como guía para los estándares del progreso y la regresión, la necesidad y la libertad, el bien y el mal, y —¡sí!— la civilización y la barbarie. De hecho, un anarquismo que trate de evitar los escollos del puro solipsismo, por una parte, y la pérdida del «yo» como mera «interpretación», por otra, tiene que pasar a ser explícitamente socialista o colectivista; es decir, tiene que ser un anarquismo social que busque la libertad a través de la estructura y la responsabilidad mutua, no a través de un ego etéreo y nómada que elude los prerrequisitos de la vida social.

Por decirlo sin rodeos: entre la ideología socialista del anarcosindicalismo y el anarcocomunismo (que nunca han negado la importancia de la realización personal y la satisfacción del deseo) y el pedigrí esencialmente liberal e individualista del anarquismo personal (que fomenta la incapacidad social, por no decir directamente la negación social), existe un abismo que no puede salvarse a menos que se ignoren totalmente los objetivos, métodos y filosofía subyacente, profundamente distintos, que los diferencian. En realidad, el propio proyecto de Stirner surgió en un debate con el socialismo de Wilhelm Weitling y Moses Hess, donde invocó el egoísmo precisamente en contraposición al socialismo. «El mensaje [de Stirner] era la insurrección personal más que la revolución general» — observa James J. Martin con admiración.[59] Una contraposición que persiste actualmente en el anarquismo personal y sus variantes yuppies, a diferencia del anarquismo social con sus raíces en el historicismo, la matriz social de la individualidad y su compromiso con una sociedad racional.

La misma incongruencia de estos mensajes esencialmente contradictorios, que coexisten en cada página de las revistas de estilo de vida, reflejan la voz febril del pequefioburgués intranquilo. Si el anarquismo pierde su esencia social y su objetivo colectivista, si se desvía hacia el esteticismo, el éxtasis y el deseo e, incongruentemente, hacia un quietismo taoísta y un olvido budista como sustitutos de un programa, una política y una organización libertarias, pasará a representar no una regeneración social y una visión revolucionaria, sino la decadencia social y una rebelión irritantemente egoísta. Aún peor, alimentará la ola de misticismo que ya está extendiéndose a miembros acomodados de la generación actualmente adolescente y veinteañera. La exaltación del éxtasis que hace el anarquismo personal, sin duda loable en una matriz social radical pero aquí descaradamente mezclada con la «brujería», está dando lugar a una absorción irreal con espíritus, fantasmas y arquetipos jungianos en vez de a una conciencia racional y dialéctica del mundo.

Como botón de muestra, la portada de una edición reciente de Alternative Press Review (otoño de 1994), una fiera revista anarquista con numerosos lectores en los Estados Unidos, venía adornada con una deidad budista de tres cabezas en una pose serena y nirvánica, frente a un fondo supuestamente cósmico de espirales de galaxias y parafernalia new age; una imagen que podría muy bien ir junto al póster «Anarquía» de Fifth Estate en una boutique new age. En la contraportada, un gráfico postula: «La vida puede ser mágica cuando empezamos a liberarnos» (con la A de «mágica» dentro de un círculo), que nos obliga a preguntarnos: ¿cómo?, ¿con qué? La revista misma contiene un artículo sobre ecología profunda de Glenn Parton (sacado de la revista Wild Earth de David Foreman), titulado: «El Yo salvaje: por qué soy un primitivista», ensalzando los «pueblos primitivos» cuyo «estilo de vida encaja con el mundo natural recibido», lamentando la revolución neolítica e identificando nuestra «tarea principal» con la de «destruir nuestra civilización y restablecer lo salvaje». Las ilustraciones de la revista hacen gala de una gran vulgaridad: destacan las calaveras humanas e imágenes de ruinas. En su contribución más extensa, «Decadencia», reimpresa de Black Eye, se mezcla lo romántico con lo marginal, concluyendo de manera exultante: «Ya es hora de unas verdaderas vacaciones romanas, ¡que vengan los bárbaros!».

Por desgracia, los bárbaros ya están aquí, y las «vacaciones romanas» se multiplican en las ciudades estadounidenses del presente con el crack, el vandalismo, la insensibilidad, la estupidez, el primitivismo, la anticivilización, el antirracionalismo, y una buena dosis de «anarquía» entendida como caos. El anarquismo personal debe considerarse en el contexto social actual no sólo de los guetos de negros desmoralizados y suburbios de blancos reaccionarios, sino también de las reservas indias, esos pretendidos centros de «primigenitud», en los que bandas de jóvenes indios andan a tiros los unos contra los otros, el narcotráfico prolifera, y los «grafitis de las bandas dan la bienvenida a los visitantes incluso en el monumento sagrado de Window Rock», como observa Seth Mydans en The New York Times (3 de marzo de 1995).

Por consiguiente, una extendida decadencia cultural ha seguido a la degeneración de la Nueva Izquierda de los años 1960 hacia el posmodernismo, y de su contracultura hacia el espiritualismo new age. Para los anarquistas personales timoratos, el diseño tipo Halloween y los artículos incendiarios empujan la esperanza y la comprensión de la realidad cada vez más lejos. Atraídos por los alicientes del «terrorismo cultural» y los recesos budistas, los anarquistas personales se encuentran en realidad en un fuego cruzado entre los bárbaros en la cúspide de la sociedad en Wall Street y la City, y los de abajo, en los lúgubres guetos urbanos de Europa y Estados Unidos. Por desgracia, el conflicto en el que se encuentran, pese a sus loas a los estilos de vida marginales (a los que los bárbaros corporativos no son ajenos hoy en día), tiene menos que ver con la necesidad de crear una sociedad libre que con una guerra brutal para ver quién va a participar en los botines disponibles de la venta de drogas, cuerpos humanos, préstamos exorbitantes… sin olvidar los bonos basura y las divisas.

Un mero retorno a la animalidad —¿o hay que llamarlo «des-civilización»?— no es una vuelta a la libertad sino al instinto, al ámbito de la «autenticidad» que se guía por los genes más que por el cerebro. No hay nada que esté más lejos de los ideales de libertad expresados de formas cada vez más expansivas en las grandes revoluciones históricas. Y no hay nada que sea más implacable en su total obediencia a los imperativos bioquímicos como el ADN, o que contraste más con la creatividad, ética y mutualidad abiertas por la cultura y las luchas por una civilización racional. No hay libertad en lo «salvaje», si por pura fiereza se entienden los dictados de las pautas de comportamiento congénitas que conforman la mera animalidad. Difamar la civilización sin reconocer debidamente su enorme potencial de libertad consciente —una libertad conferida por la razón así como la emoción, por la comprensión así como el deseo, por la prosa así como la poesía— es retroceder al oscuro mundo de la brutalidad, cuando el pensamiento era débil y la capacidad intelectual era sólo una promesa de la evolución.

Hacia un comunalismo democrático

Mi visión del anarquismo personal está lejos de ser completa; la tendencia personalista de este cuerpo ideológico permite moldearlo de muchas maneras, siempre y cuando haya palabras como imaginación, sagrado, intuitivo, éxtasis y primitivo que embellezcan su superficie.

El anarquismo social, a mi entender, está hecho de una materia fundamentalmente diferente, heredera de la tradición de la Ilustración, con la debida consideración a sus límites e imperfecciones. Según como se defina la razón, el anarquismo social defiende la mente humana pensante sin negar de forma alguna la pasión, el éxtasis, la imaginación, la diversión y el arte. Pero, en vez de materializarlos en categorías nebulosas, trata de incorporarlos a la vida cotidiana. Está comprometido con la racionalidad, oponiéndose a la vez a la racionalización de la experiencia; con la tecnología, oponiéndose a la vez a la «megamáquina»; con la institucionalización social, oponiéndose a la vez al sistema de clases y a la jerarquía; con una política genuina, basada en la coordinación confederal de municipios o comunas por el pueblo, con democracia directa cara a cara, oponiéndose a la vez al parlamentarismo y al Estado.

Esta «comuna de comunas», para utilizar un eslogan tradicional de revoluciones anteriores, puede denominarse de manera apropiada comunalismo. Pese a la opinión contraria de quienes se oponen a la democracia como «sistema», describe la dimensión democrática del anarquismo como una administración mayoritaria de la esfera pública. Consecuentemente, el comunalismo busca la libertad más que la autonomía, en el sentido en que las he contrapuesto. Rompe categóricamente con el ego psicopersonal stirneriano, bohemio y liberal, en tanto que soberano contenido en sí mismo, afirmando que la individualidad no surge de la nada, con unos «derechos naturales» conferidos desde el nacimiento, sino que la considera en gran medida el producto en constante evolución del desarrollo social e histórico, un proceso de autoformación que no puede ser petrificado por el biologismo ni preso de dogmas limitados temporalmente.

El «individuo» soberano y autosuficiente siempre ha sido una base precaria sobre la que fundamentar una perspectiva libertaria de izquierda. Como observó Max Horkheimer, «la individualidad se perjudica cuando alguien decide tornarse autónomo […] El individuo totalmente aislado ha sido siempre una ilusión. Las cualidades personales que más se estiman, como la independencia, la voluntad de libertad, la comprensión y el sentido de justicia, son virtudes tanto sociales como individuales. El individuo plenamente desarrollado es la realización cabal de una sociedad plenamente desarrollada».[60]

Para que una visión libertaria de izquierda de una futura sociedad no desaparezca en un submundo bohemio y marginal, tiene que ofrecer una solución a los problemas sociales, no revolotear arrogantemente de un eslogan a otro, evitando la racionalidad con mala poesía e imágenes vulgares. La democracia no es antitética al anarquismo, ni el gobierno por mayoría y las decisiones no consensuadas son incompatibles con una sociedad libertaria.

Que ninguna sociedad puede existir sin unas estructuras institucionales es evidente para cualquiera que no haya quedado alelado por Stirner y los de su especie.

Al negar las instituciones y la democracia, el anarquismo personal se aísla de la realidad social para poder dejarse llevar por una rabia fútil, y quedando reducido así a una travesura subcultural para jóvenes crédulos y consumidores aburridos de ropa negra y pósters excitantes. Argumentar que la democracia y el anarquismo son incompatibles porque cualquier oposición a los deseos de incluso «una minoría de uno» constituye una violación de la autonomía personal no es defender una sociedad libre, sino el «conjunto de personas» de Brown: en breve, un rebaño. La «imaginación» dejaría de llegar al «poder». El poder, que siempre existirá, pertenecerá o bien a la comunidad en una democracia cara a cara y claramente institucionalizada, o bien a los egos de unos pocos oligarcas que crearán una «tiranía de falta de estructura».

No le faltaba razón a Kropotkin, en su artículo de la Enciclopedia Británica, cuando consideraba el ego stirneriano como elitista y lo censuraba por considerarlo jerárquico. Se hacía eco, en términos positivos, de la actitud crítica de V. Basch respecto al anarquismo individualista de Stirner como una forma de elitismo, al mantener que «el objetivo de toda civilización superior no es hacer que todos los miembros de la comunidad se desarrollen de modo normal, sino permitir a ciertos individuos mejor dotados desarrollarse plenamente, aun a costa de la felicidad y de la existencia misma de la gran mayoría de los seres humanos». En el anarquismo, esto genera en efecto un regreso

… al individualismo más ordinario, defendido por todas las minorías que se creen superiores, para las cuales, ciertamente, el hombre necesita en su historia precisamente del Estado y todo lo demás que los individualistas combaten. Su individualismo va tan lejos que conducen a la negación de su propio punto de partida, y eso sin hablar de la imposibilidad para el individuo de alcanzar un desarrollo realmente completo en las condiciones de opresión de las masas por parte de las «bellas aristocracias».[61]

En su amoralidad, este elitismo se presta fácilmente a la falta de libertad de las «masas» poniéndolas en última instancia bajo la custodia de los «únicos», una lógica que podría dar lugar a un principio de liderazgo característico de la ideología fascista.[62]

En los Estados Unidos y gran parte de Europa, precisamente en un momento en que el desprestigio del Estado ha alcanzado unas proporciones sin precedentes, el anarquismo va de capa caída. La insatisfacción con el gobierno como tal es profunda en ambos lados del Atlántico, y pocas veces en el pasado reciente ha habido un sentimiento popular más clamoroso demandando una nueva política, incluso un nuevo reparto social que pueda dar a la gente un sentido de dirección que permita compatibilizar la seguridad y los valores éticos. Si el fracaso del anarquismo para afrontar esta situación puede atribuirse a un único motivo, la estrechez de miras del anarquismo personal y sus fundamentos individualistas deben ser considerados como los responsables de impedir que un potencial movimiento libertario de izquierda entre en una esfera pública cada vez más reducida.

A favor del anarcosindicalismo cabe decir que en el momento de su apogeo trató de practicar lo que predicaba y crear un movimiento organizado —tan ajeno al anarquismo personal— dentro de la clase obrera. Sus principales problemas no radican en su deseo de estructura e implicación, de programas y movilización social, sino en el declive de la clase obrera como sujeto revolucionario, particularmente después de la Revolución española. No obstante, afirmar que al anarquismo le faltaba una política, entendida en su sentido original del griego como autogestión de la comunidad —la histórica «comunidad de comunidades»— es repudiar una práctica histórica y transformadora que trata de radicalizar la democracia inherente en cualquier república y crear un poder confederal municipalista para contrarrestar el Estado.[63]

El aspecto más creativo del anarquismo tradicional es su compromiso con cuatro principios básicos: una confederación de municipios descentralizados, una firme oposición al estatismo, una creencia en la democracia directa y un proyecto de una sociedad comunista libertaria. El problema más importante al que el libertarismo de izquierda —tanto el socialismo libertario como el anarquismo— se enfrenta hoy es: ¿Qué hará con estos cuatro poderosos principios? ¿Cómo les daremos forma y contenido social? ¿De qué maneras y con qué medios los convertiremos en relevantes para nuestra época y haremos que sirvan a los fines de un movimiento popular organizado para lograr el empoderamiento y la libertad?

El anarquismo no debe disiparse en un comportamiento indulgente consigo mismo, como el de los adamistas primitivistas del siglo XVI, que «vagaban por los bosques desnudos, cantando y bailando», como Kenneth Rexroth observó con desdén, pasando «el tiempo en una orgía sexual constante» hasta que fueron perseguidos por Jan Zizka y exterminados, con el consiguiente alivio de los campesinos indignados, cuyas tierras habían saqueado.[64] No debe retroceder al submundo primitivista de los John Zerzans y George Bradfords. No pretendo en absoluto argüir que los anarquistas no deberían vivir su anarquismo en la medida de lo posible en el día a día, tanto personalmente como social, estética y pragmáticamente. Pero no deberían vivir un anarquismo que merma, incluso elimina los rasgos más importantes que han distinguido al anarquismo, como movimiento, práctica y programa, del socialismo de Estado. El anarquismo hoy en día debe mantener resueltamente su carácter de movimiento social —un movimiento social tanto programático como activista—, un movimiento que conjuga su disposición a luchar por una sociedad comunista libertaria con su crítica directa del capitalismo, sin ocultarlo bajo etiquetas como «sociedad industrial».

En resumen, el anarquismo social debe reafirmar rotundamente sus diferencias con el anarquismo personal. Si un movimiento social anarquista no puede traducir sus cuatro principios —confederalismo municipal, oposición al Estado, democracia directa y, finalmente, comunismo libertario— en una práctica real, en una nueva esfera pública; si esos principios se debilitan como recuerdos de luchas pasadas en declaraciones y encuentros ceremoniosos; peor aún, si son subvertidos por la industria del ocio «libertario» y por los teísmos asiáticos quietistas, entonces su esencia socialista revolucionaria tendrá que restablecerse bajo un nuevo nombre.

Ciertamente, ya no es posible, en mi opinión, llamarse a sí mismo anarquista sin añadir un adjetivo calificativo que lo distinga de los anarquistas personales. Como mínimo, el anarquismo social está radicalmente en desacuerdo con el anarquismo centrado en un estilo de vida, la invocación neosituacionista del éxtasis y la soberanía del ego pequeñoburgués cada vez más marchito. Los dos divergen completamente en los principios que los definen: socialismo o individualismo. Entre un cuerpo revolucionario comprometido de ideas y práctica, por una parte, y el anhelo deambulante de placer y autorrealización personal, por otra, no puede haber ningún punto en común. La mera oposición al Estado podría muy bien unir al lumpen fascista con el lumpen stirneriano, un fenómeno que no carecería de precedentes históricos.

1 de junio de 1995

[1] Estos sectores promoverían la edición en castellano de Las políticas de la ecología social: municipalismo libertario, de Janet Biehl, publicado en 1998 en esta casa, añadiéndose a la autoría del volumen un interesado «con Murray Bookchin».

[2] Se trataba del importante artículo de Watson de 1981 que luego daría igualmente título en 1998 al volumen en el que el autor agrupó sus artículos enviados a Fifth Estate.

[3] Zerzan no era un desconocido en los ambientes antiautoritarios españoles. Su artículo «Quien mató a Ned Ludd», de 1976, que proponía una promoción interesada del sindicalismo como sofoco de la revuelta de los productores ya desde comienzos del XIX, había sido publicado en castellano en 1978 en los cuadernos Nada. Este texto era el exponente de una fértil producción del autor sobre los ítems del movimiento obrero, editados mayormente en la revista Telos.

[4] El «T.A.Z.» de Bey había sido publicado en castellano ya en 1996, aun cuando sus propuestas, que incluían también reflexiones sobre el papel de las prácticas artísticas, tuvieron un mayor impacto entre los sectores que impulsaban prácticas creativas de subversión en el marco de las iniciativas activistas.

[5] El papel de Miquel Amorós, desde 1997, en la difusión de los presupuestos de la EdN es determinante, así como su producción teórica de 1999 en adelante, partiendo de su texto «¿Dónde estamos? Algunas consideraciones sobre el tema de la técnica y la manera de combatir su dominio».

[6] Así, como ejemplo, John Zerzan realizaría diversos debates en ciudades del Estado español en septiembre de 2000 y 2001, y David Watson participaría en un encuentro de claro matiz antiindustrial en Barcelona en noviembre de 2003.

[7] La salvedad, la constituiría el «anarquismo insurreccionalista», aun cuando las polémicas estarían teñidas de factores concurrentes, como la mencionada crisis entre grupos de FIJL y CNT.

[8] The Political Philosophy of Bakunin, G. P. Maximoff editor (Glencoe, Illinois.: Free Press, 1953), p. 144. Edición en castellano: Escritos de Filosofía Política de Bakunin, compilación de G. P. Maximogg (Madrid: Alianza editorial, 1978).

[9] Political Philosophy of Bakunin, p. 158.

[10] Peter Kropotkin, «Anarchism», artículo de la Enciclopedia Británica, en Kropotkin’s Revolutionary Pamphlets, ed. Roger N. Baldwin (Nueva York: Dover Publications, 1970), pp. 285-287. Edición en castellano: Panfletos revolucionarios de Kropotkin (Madrid: Editorial Ayuso, Biblioteca de textos socialistas, nº 14, 1977).

[11] El anarcosindicalismo se remonta, de hecho, a unas nociones de unas «grandes vacaciones» o huelga general propuestas por los partidarios del cartismo inglés. Entre los anarquistas españoles, ya era una práctica aceptada en los años 1880, aproximadamente una década antes de que se definiera como doctrina en Francia.

[12] Pese a todos sus defectos, la contracultura anárquica de principios de la década de 1960 fue a menudo intensamente política y acuñó expresiones como deseo y éxtasis en unos términos eminentemente sociales, con frecuencia ridiculizando las tendencias personalistas de la generación de Woodstock posterior. La transformación de la «cultura joven», como fue originalmente denominada, desde el nacimiento de los derechos civiles y movimientos pacifistas hasta Woodstock y Altamont, con su hincapié en una forma puramente autocomplaciente de «placer», se refleja en el paso de Dylan de «Blowin’ in the Wind» al de «Sad-Eyed Lady of the Lowlands».

[13] Katinka Matson, «Preface», The Psychology Today Omnibook of Personal Development (Nueva York: William Morrow & Co., 1977, s.p.

[14] Michel Foucault, The History of Sexuality, vol. 1 (Nueva York: Vintage Books, 1990), pp. 95-96. Edición en castellano: Historia de la Sexualidad, vol. 1 (Madrid: Siglo XXI, 1990). Bendito sea el día en que podamos tener formulaciones claras de Foucault, cuyas opiniones se prestan a interpretaciones a menudo contradictorias.

[15] El pedigrí filosófico de este ego y sus destinos se remonta a Kant pasando por Fichte. La visión del ego de Stirner era simplemente una variación burda de los egos kantiano y particularmente fichteano, más marcado por el autoritarismo que por una comprensión profunda.

[16] Paul Goodman, «Politics Within Limits», en Crazy Hope and Finite Experience: Final Essays of Paul Goodman, ed. Taylor Stoehr (San Francisco: Jossey-Bass, 1994), p. 56.

[17] Desgraciadamente, en las lenguas románticas freedom se traduce generalmente por una palabra derivada del latín libertas: liberté en francés, libertà en italiano o libertad en español. El inglés, que conjuga el alemán y el latín, permite distinguir entre freedom y liberty, una diferenciación que no existe en otros idiomas.

[18] L. Susan Brown, The Politics of Individualism (Montreal: Black Rose Books, 1993). El vago compromiso de Brown con el anarcoindividualismo parece derivar más de una preferencia visceral que de su análisis.

[19] En una burla exquisita del mito de que las personas nacen libres, Bakunin declaró astutamente: «Cuán ridículas son entonces las ideas de los individualistas de la escuela de Jean Jacques Rousseau y de los mutualistas proudhonianos, que conciben la sociedad como resultado de un contrato libre pactado por individuos absolutamente independientes entre sí, que entran en las relaciones mutuas sólo debido a la convención establecida entre ellos. Es como si esos hombres hubiesen caído del cielo trayendo consigo el lenguaje, la voluntad, el pensamiento original, y como si fueran ajenos a todo cuanto hay en la Tierra, es decir, a todo lo que tiene un origen social». Maximoff, Escritos de Filosofía Política de Bakunin, p. 99.

[20] Finalmente, Brown malinterpreta significativamente a Bakunin, Kropotkin y mis propios escritos; una mala interpretación que exigiría una discusión detallada para corregirla completamente. Por mi parte, no creo en un «ser humano natural», como afirma Brown, más de lo que comparto su creencia arcaica en una «ley natural» (p. 159). La «ley natural» tal vez fue un concepto útil durante la época de las revoluciones democráticas de hace dos siglos, pero es un mito filosófico cuyas premisas morales no tienen más sustancia en la realidad que la intuición profunda de la ecología de «valor intrínseco». La «segunda naturaleza» de la humanidad (la evolución social) ha transformado tan ampliamente la «primera naturaleza» (la evolución biológica) que la palabra natural debe matizarse con más cuidado de como lo hace Brown. Su afirmación de que yo creo que «la libertad es inherente a la naturaleza» confunde terriblemente mi distinción entre una posibilidad y su materialización (p. 160). Para clarificar mi distinción entre la posibilidad de libertad en la evolución natural y su materialización aún incompleta en la evolución social, véase mi obra ampliamente revisada The Philosophy of Social Ecology: Essays on Dialectical Naturalism [La filosofía de la ecología social. Ensayos sobre el naturalismo dialéctico] (Montreal: Black Rose Books, 1995, 2ª ed.).

[21] Hakin Bey, T.A.Z.: The Temporary Autonomous Zone, Ontological Anarchism, Poetic Terrorism (Brooklyn, Nueva York: Autonomedia, 1985, 1991). Edición en castellano: T.A.Z.: Zona Temporalmente Autónoma, Anarquía Ontológica, Terrorismo Poético (Madrid: Talasa Ediciones, 1996). El individualismo de Bey puede parecerse fácilmente al del difunto Fredy Perlman y sus acólitos y primitivistas anticivilización de la revista Fifth Estate de Detroit, salvo que T.A.Z. aboga bastante confusamente por un «paleolitismo psíquico basado en la alta tecnología» (p.44).

[22] «TAZ», The Whole Earth Review (primavera de 1994), p.61.

[23] Citado por José López Rey, Goya’s Caprichos: Beauty, Reason and Caricature [Los Caprichos de Goya: Belleza, Razón y Caricatura], vol. 1 (Princeton, Nueva Jersey: Princeton University Press, 1953), pp. 80-81.

[24] George Bradford, «Stopping the Industrial Hydra: Revolution Against the Megamachine» [Detengamos la hidra industrial: revolución contra la megamáquina], The Fifht Estate, vol. 24, nº 3 (invierno de 1990), p. 10.

[25] La sustitución del capitalismo por la máquina, desviando por consiguiente la atención del lector de las importantísimas relaciones sociales que determinan el uso de la tecnología hacia la tecnología en sí, figura en casi toda la bibliografía antitecnológica de este siglo y los anteriores. Jünger representa a casi todos los escritores de este género cuando observa que «debido al progreso técnico, ese monto de trabajo se ve constantemente aumentado y por ello en épocas en que el proceso de trabajo técnico se ve expuesto a crisis y perturbaciones, cunde la desocupación». Véase Friedrich Georg Jünger, Perfección y fracaso de la técnica (Buenos Aires: Ed. Sur, 1968).

[26] Jacques Ellul, The Technological Society (Nueva York: Vintage Books, 1964), p. 430. Edición en castellano: La edad de la técnica (Barcelona: Ediciones Octaedro, 1964, 2003).

[27] Bradford, «Civilization in Bulk», Fifth Estate (primavera de 1991), p. 12.

[28] Lewis Mumford, Technics and Civilization (Nueva York y Burlingame: Harcourt Brace & World, 1963), p. 301. Todas las páginas aquí citadas se refieren a esta edición. Edición en castellano: Técnica y Civilización (Madrid: Alianza, 1998).

[29] Lewis Mumford, The Pentagon of Power [El pentágono del poder], vol. 2 (Nueva York: Harcourt Brace Jovanovich, 1970), leyendas de las ilustraciones 13 a 26 (existe una edición en castellano a cargo de la editorial Pepitas de Calabaza, 2001). Esta obra en dos volúmenes se ha malinterpretado sistemáticamente como un ataque a la tecnología, la racionalidad y la ciencia. De hecho, como su prólogo indica, la obra contrapone más bien la megamáquina en tanto que modo de organizar el trabajo humano ─y sí, las relaciones sociales─ con los logros de la ciencia y la tecnología, que Mumford solía aplaudir y situaba en el mismo contexto social al que Bradford resta importancia.

[30] Kropotkin, «Anarchism», Revolutionary Pamphlets, p. 285.

[31] Cualquiera que nos aconseje reducir considerablemente, incluso drásticamente, nuestro uso de la tecnología también nos está recomendando, con toda lógica, volver a la «Edad de Piedra»; por lo menos, al Neolítico o al Paleolítico (Inferior, Medio o Superior). En respuesta al argumento de que no podemos volver al «mundo primitivo», Bradford ataca no el argumento sino a quienes lo exponen: «Los ingenieros de las empresas y los críticos izquierdistas/sindicalistas del capitalismo» rechazan «cualquier perspectiva diferente sobre la dominación tecnológica […] como “regresiva” y como deseo “tecnófobo” de volver a la Edad de Piedra», lamenta (CIB, nota a pie de página 3). No voy a entrar en la patraña de que favorecer el desarrollo tecnológico en sí implique favorecer la extensión de la “dominación”, presumiblemente de las personas y la naturaleza no humana. Los «ingenieros de las empresas» y los «críticos izquierdistas/sindicalistas del capitalismo» no son de ningún modo comparables en su visión de la tecnología y sus usos. Dado que los «críticos izquierdistas/sindicalistas del capitalismo» están encomiablemente implicados en una serie oposición de clases al capitalismo, el hecho de que actualmente no hayan logrado atraer a un movimiento obrero amplio es más una tragedia que lamentar que un motivo de celebración.

[32] Los documentos de la conferencia se publicaron en Man the Hunter, editado por Richard B. Lee e Irven DeVore (Chicago: Aldine Publishing Co., 1968).

[33] «What Hunters Do for a Living, or, How to Make Out in Scarce Resources», [De qué viven los cazadores, o cómo subsistir con unos recursos escasos], Man the Hunter, p.43.

[34] Véase especialmente The World of Primitive Man [El mundo del hombre primitivo] de Paul Radin (Nueva York: Grove Press, 1953), pp. 139-150.

[35] John Zerzan, Future Primitive and Other Essays (Brooklyn, Nueva York: Autonomedia, 1994), p.16. Edición en castellano: Futuro primitivo (Valencia: Numa, 2001). El lector que confíe en la investigación de Zerzan puede tratar de buscar fuentes importantes como Cohen (1974) y Clark (1979) (citados en las páginas 24 y 29, respectivamente) en su bibliografía: éstos y otros autores están totalmente ausentes.

[36] La bibliografía sobre estos aspectos de la vida prehistórica es muy amplia. El artículo «Gazelle Killing in Stone Age Syria», Scientific American, vol. 257 (agosto de 1987), pp. 88-95 [en castellano: «Caza de gacelas en la Siria de la edad de Piedra», Investigaciones y Ciencia, n.º 133 (1987)], muestra que podría haberse matado a animales migratorios con una eficacia devastadora mediante el uso de corrales. Un estudio clásico de los aspectos pragmáticos del animismo es Magia, Ciencia, Religion de Bronislaw Malinowski (Barcelona: Ariel, 1994). La antropomorfización manipuladora es evidente en lo que cuentan muchos chamanes sobre transmigraciones del reino humano al no humano, como en los mitos de los makuna de los que habla Kaj Århem en «Dance of the Water People» [Danza de la gente del agua], Natural History (enero de 1992).

[37] Sobre los pigmeos, véase The Forest People: A Study of the Pygmies of the Congo de Colin M. Turnbull (Nueva York: Clarion/Simon and Schuster, 1961), pp. 101-102 [edición en castellano: La gente de la Selva, Barcelona: Milrazones, 2011]. Sobre los esquimales, véase Kabloona: A White Man in the Artic Among the Eskimos [Kabloona: un hombre blanco en el Ártico entre los esquimales] de Gontran de Montaigne Poncins (Nueva York: Reynal & Hitchcock, 1941), pp. 208-9, así como muchas otras obras sobre la cultura esquimal tradicional.

[38] Que muchos prados en todo el mundo surgieron a causa del fuego, probablemente ya en la época del Homo erectus, es una hipótesis que se encuentra por toda la bibliografía antropológica. Un estudio excelente es Fire in America [Fuego en América] de Stephen J. Pyne (Princeton, Nueva Jersey.: Princeton University Press, 1982). Véase también William M. Denevan, en Annals of the American Association of Geographers [Anales de la Asociación Americana de Geógrafos] (septiembre de 1992), citado en William K. Stevens, «An Eden in Ancient America? Not Really» [¿Un Edén en la antigua América? No exactamente], The New York Times (30 de marzo de 1993), p. C1.

[39] Sobre el tema tan acaloradamente debatido de las «matanzas excesivas», véase Pleistocene Extinctions: The Search for a Cause [Extinciones del Pleistoceno: búsqueda de una causa], editado por P. S. Martin y H. E. Wright, Jr. Los argumentos sobre si fueron los factores climáticos y/o el exterminio humano lo que causó extinciones masivas de unos 35 géneros de mamíferos del Pleistoceno son demasiado complejos como para tratarlos aquí. Véase «Prehistoric Overkill» [Exterminio prehistórico] de Paul S. Martin, en Pleistocene Extinctions: The Search for a Cause, editado por P. S. Martin and H. E. Wright, Jr. (New Haven: Yale University Press, 1967). He explorado algunos de los argumentos en la introducción a mi edición revisada de La ecología de la libertad (Madrid: Nossa y Jara Editores, 1999). No hay todavía una evidencia concluyente al respecto. Ahora se sabe que los mastodontes, considerados antes animales medioambientalmente limitados, eran ecológicamente mucho más flexibles y podrían haber sido exterminados por cazadores paleoindios, posiblemente con muchos menos reparos de lo que a los ecologistas románticos les gustaría creer. No sostengo que la caza por sí sola causó el exterminio de estos animales; una cantidad considerable de matanzas podría haber bastado. Puede encontrarse un resumen de cazas de bisontes acorralados en arroyos en «Bison Hunters of the Northern Plains» [Cazadores de bisontes de las llanuras meridionales] de Brian Fagan, Archaeology (mayo-junio de 1994), p. 38.

[40] Karl W. Butzer, «No Eden in the New World» [Ningún Edén en el Nuevo Mundo], Nature,\o 1. 82 (4 de marzo de 1993), p. 15-17.

[41] T. Patrick Cuthbert, «The Collapse of Classic Maya Civilization» [El colapso de la civilización maya clásica] en The Collapse of Ancient States and Civilizations [El colapso de Estados y civilizaciones antiguas], editado por Norman Yoffee y George L. Cowgill (Tucson, Arizona: University of Arizona Press, 1988); y Joseph A. Tainter, The Collapse of Complex Societies [El colapso de las sociedades complejas] (Cambridge: Cambridge University Press, 1988), especialmente el capítulo 5.

[42] Es curioso que se me vuelva a decir —esta vez por parte de L. Susan Brown— que mis «pruebas sobre sociedades «orgánicas” sin ningún tipo de jerarquía son cuestionables» (p. 160, énfasis añadido). Si Marjorie Cohen, según Brown, no encuentra «convincente» la afirmación de que «la simetría sexual y la igualdad total» puedan demostrarse sistemáticamente mediante «pruebas antropológicas» existentes o que «la división del trabajo según el sexo» no es necesariamente «compatible con la igualdad de sexos», todo lo que puedo decir es: ¡de acuerdo! No están aquí para contárnoslo, y menos aún para proporcionarnos pruebas «convincentes» sobre nada. Lo mismo puede afirmarse de las relaciones entre los sexos que apunté en La ecología de la libertad. De hecho, todas las «pruebas antropológicas» contemporáneas acerca de la «simetría sexual» son cuestionables porque los pueblos nativos modernos estuvieron condicionados, para mejor o peor, por las culturas europeas mucho antes de que los antropólogos modernos llegaran hasta ellos.
Lo que traté de presentar en ese libro fue una dialéctica de la igualdad y la desigualdad entre los sexos, no un relato definitivo de la prehistoria, un conocimiento al que inevitablemente no tendremos nunca acceso Brown, Cohen ni yo mismo. Utilicé datos modernos de manera especulativa: para mostrar que mis conclusiones son razonables, lo que Brown rechaza desdeñosamente en dos frases sin datos que lo justifiquen de modo alguno.
En cuanto a los argumentos de Brown sobre mi falta de «pruebas» acerca de cómo apareció la jerarquía, mi reconstrucción sobre su aparición queda confirmanda por los descubrimientos recientes sobre Mesoamérica, tras descifrarse los pictogramas mayas. Por último, la gerontocracia, cuya prioridad recalco como probablemente la primera forma de jerarquía, es una de las evoluciones jerárquicas más extendidas descritas en la bibliografía antropológica.

[43] Clifford Geertz, «Life on the Edge» [La vida en el límite], The New York Review of Books, 7 de abril de 1994, p. 3.

[44] Como William Powers observa, el libro «Alce Negro habla se publicó en 1932. En él no hay ningún rastro de la vida cristiana de Alce Negro». Un desenmascaramiento a fondo de la fascinación actual por la historia de Alce Negro se puede encontrar en: «When Black Elk Speaks, Everybody Listens» [Cuando Alce Negro habla, todo el mundo escucha] de William Powers, Social Text, vol. 8, n.° 2 (1991), pp. 43-56.

[45] Edwin N. Wilmsen, Land Filled With Flies [Tierra llena de moscas] (Chicago: University of Chicago Press, 1989), p. 127.

[46] Wilmsen, Land Filled with Flies, p. 3.

[47] Allyn Maclean Stearman, Yuquí: Forest Nomads in a Changing World [Los yuqui: nómadas de la selva en un mundo en mutación] (Fort Worth y Chicago: Holt, Rinehart and Winston, 1989), p. 23.

[48] Stearman, Yuquí, pp. 80-81.

[49] Wilmsen, ob. cit.,pp. 235-39 y 303-15.

[50] Para ver los abrumadores datos estadísticos, véase Corinne Shear Wood, Human Sickness and Health: A Biocultural View [Enfermedad y salud humanas: una visión biocultural] (Palo Alto, California: Mayfield Publishing Co., 1979), pp. 17-23. Los neandertales —que más que ser «difamados», como Zerzan pretende, tienen muy buena prensa en estos tiempos— reciben un tratamiento muy generoso en la obra de Christopher Stringer y Clive Gamble En busca de los neandertales (Barcelona: Crítica, Grijalbo Mondadori, 1996). No obstante, estos autores concluyen: «La elevada incidencia en los neandertales de enfermedades articulares degenerativas tal vez no resulte sorprendente, a la vista de lo que sabemos sobre la dureza de la vida que llevaban y sobre el desgaste que aquel modo de vista imponía a sus anatomías. Pero el predominio de lesiones realmente graves es más llamativo, y pone de manifiesto cuán peligrosa era la existencia diaria en las sociedades neandertales, incluso para aquellos que conseguían alcanzar la «tercera edad”» (p. 107).
Algunos humanos prehistóricos vivían sin duda hasta más allá de los 70 años, como los recolectores que ocuparon las marismas de Florida hace unos 8.000 años, pero son unas raras excepciones. No obstante, sólo un primitivista acérrimo se aferraría a estas excepciones y las convertiría en la norma. Sí, claro: las condiciones son terribles para la mayoría de la gente que vive en la civilización. Pero ¿quién pretende argumentar que la civilización se caracteriza por la felicidad, festines y amor infinitos?

[51] Véase, por ejemplo, «Scavenging and Human Evolution», Scientific American (octubre de 1992), de Robert J. Blumenschine y John A. Cavallo [en castellano: «Carroñeo y evolución humana»,Investigación y Ciencia,octubre de 1992], pp. 90-96.

[52] Paul A. Janssens, Paleopathology: Diseases and Injuries of Prehistoric Man [Paleopa-tología: enfermedades y heridas del hombre prehistórico] (Londres: John Baker, 1970).

[53] Wood, Human Sickness, p. 20.

[54] E. B. Maple, «The Fifth Estate Enters the 20th Century. We Get a Computer and Hate It!» [The Fifth Estate entra en el siglo XX. ¡Compramos un ordenador y lo odiamos!], The Fifth Estate, vol. 28, n.° 2 (verano de 1993), pp. 6-7.

[55] Cita en The New York Times, 7 de mayo de 1995. Hay personas menos mojigatas que Zerzan que han tratado de escapar de las garras de la televisión y se recrean con buena música, piezas radiofónicas, libros, etc. ¡Simplemente no compran una!

[56] Max Stirner, The Ego and His Own, ed. James J. Martin (Nueva York: Libertarian Book Club, 1963), part 2, chap. 4, sec. C, «My Self-Engagement», p. 352; énfasis del autor. Edición en castellano: El único y su propiedad, traducción de Pedro González Blanco (México D. F.: Juan Pablos Editor, 1976), segunda parte, cap. II, sec. 3, «Mi goce de mí», p. 358.

[57] Friedrich Nietzsche, «Sobre verdad y mentira en sentido extramoral» (1873, fragmento), Obras Completas, vol. I (Buenos Aires: Ediciones Prestigio, 1970), p. 547.

[58] Friedrich Nietzsche, fragmento 481 (1883-1888), The Will to Power (Nueva York: Random House, 1967), p. 267. Edición en castellano: La voluntad de poder (Madrid: EDAF, 1981).

[59] James J. Martin, introducción del editor a The Ego and His Own,p. xviii.

[60] Max Horkheimer, The Eclipse of Reason (Nueva York: Oxford University Press, 1947), p. 135. Edición en castellano: Crítica de la razón instrumental (Madrid: Editorial Trotta, 2002).

[61] Kropotkin, ob. cit., pp. 287,293.

[62] Kropotkin, ob. cit., pp. 292-3.

[63] En su odiosa «crítica» sobre mi obra The Rise of Urbanization and the Decline of Citizenship [El auge de la urbanización y el declive de la ciudadanía], retitulado más tarde Urbanization Without Cities [Urbanización sin ciudades], John Zerzan repite el despropósito de que la Atenas clásica es «desde hace tiempo el modelo de Bookchin para la revitalización de la política urbana». De hecho, me esforcé mucho en apuntar los fallos de la polis ateniense (la esclavitud, el patriarcado, los antagonismos de clase y las guerras). Mi eslogan «Democratizar la república, radicalizar la democracia», que subyace en la república —con el objetivo explícito de crear un poder dual—, queda reducido cínicamente a la interpretación: «Tenemos que [Bookchin] nos aconseja ampliar y expandir gradualmente las «instituciones existentes” y «tratar de democratizar la república”». Esta manipulación engañosa de ideas es elogiada por Lev Chernyi (seudónimo de Jason McQuinn), de Anarchy: A Journal of Desire Armed y Alternative Press Review, en su prólogo exhortatorio de Futuro primitivo de Zerzan.

[64] Kenneth Rexroth,Communalism [Comunalismo] (Nueva York: Seabury Press, 1974), p. 89.

Título original: Social Anarchism or Lifestyle Anarchism: An Unbridgeable Chasm.

Virus Editorial

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Nosotros los verdes, nosotros los anarquistas

Murray Bookchin (1987)

Hoy en día nuestra relación con el mundo natural está atravesando una fase crítica que no tiene precedente en la historia de la especie humana. Recientes estudios sobre el ‘Efecto Invernadero’ conducidos en los Estados Unidos, demuestran que tenemos que encontrar desde ahora la manera de hacer disminuir el porcentaje de monóxido de carbono presente en la atmósfera en la cual vivimos. En caso contrario, no solamente se presentarán graves mutaciones químicas, sino que la misma sobrevivencia de la especie humana estará en grave peligro.

No se trata nada más de un problema de contaminación por los venenos con los cuales nos alimentamos. La alteración de los grandes ciclos geoquímicos podría poner fin a la vida humana sobre este planeta. Por mi parte estoy consciente de la necesidad de reaccionar inmediatamente para contrarrestar los procesos que están dañando la tierra. Soy totalmente solidario de muchos de los grupos ambientalistas, y en los últimos 30 años he estado involucrado cotidianamente en actividades para la defensa del ambiente: contra las centrales nucleares, contra la construcción de nuevas carreteras, contra la destrucción del suelo y el uso incontrolado de pesticidas y de biocidas, y por la promoción del reciclaje y de un crecimiento cualitativo y no sólo cuantitativo.

Estos problemas ambientales me han preocupado por años y por décadas, tanto como hoy en día me siguen preocupando. Estoy de acuerdo con ustedes sobre la necesidad de bloquear los reactores nucleares y de poner fin a la contaminación de la atmósfera, de las tierras agrícolas, de los cultivos, o sea de liberarnos de los venenos que se están difundiendo sobre todo el planeta y que ponen en peligro a nuestra especie y a toda la vida. Comparto con ustedes todo esto, pero me gustaría que fuéramos un poquito más allá con nuestros planteamientos.

De hecho pienso que es esencial el empujar siempre más allá de nuestro cuestionamiento, porque no podemos seguir poniendo más parches aquí y allá que no resuelvan los verdaderos problemas. Posiblemente logremos un día hacer cerrar una fábrica que inquina la atmósfera. Pero al final, ¿qué logramos?: una nueva central nuclear. Vivimos en un mundo basado en el intercambio de contrapartidas, y nos seguimos comportando de acuerdo a esas leyes. Definitivamente, pasando de un mal mayor a un mal menor y de un mal a otro mal, seguimos empeorando la situación general. No se trata sólo de una cuestión de plantas para la producción de energía, por más importantes que éstas sean; ni tampoco el problema de los gases contaminantes; tampoco el problema está en los daños que causamos a la agricultura, o el congestionamiento y la contaminación de los centros urbanos.

El problema es otro más grave: estamos simplificando el planeta. Estamos disolviendo los ecosistemas que se formaron en millares de años. Estamos destruyendo las cadenas alimenticias. Estamos rompiendo las ligas naturales y llevando al reloj evolutivo a un atraso de millones de años en el tiempo. a las épocas en las que el mundo era mucho más simple y no se encontraba en la posibilidad de sostener la vida humana.

Una Visión del Mundo más Coherente

No se trata nada más de tecnología, aún si el control tecnológico es muy importante. Es claro que necesitamos una tecnología nueva. Necesitamos una tecnología basada en la energía solar y en la eólica, y necesitamos nuevas formas de agricultura. Sobre esto, no hay dudas, estamos todos de acuerdo. Pero existen problemas de fondo mucho más graves que aquellos creados por la tecnología y el desarrollo moderno. Tenemos que buscarlos en las raíces mismas del desarrollo. Y primero que nada tenemos que buscarlos en los orígenes de una economía basada sobre el concepto de ‘crecimiento’: la economía de mercado; una economía que promueve la competencia y no la colaboración, que se basa en la explotación y no en el vivir en armonía. Y cuando digo vivir en armonía entiendo no solamente el hacerlo con la naturaleza, sino entre la misma gente.

Tenemos que empujar hacia la construcción de una sociedad ecológica que cambie completamente, que transforme radicalmente nuestras relaciones básicas. Mientras que vivamos en una sociedad que marcha hacia la conquista, al poder, fundada en la jerarquía y en la dominación, no haremos nada más que empeorar el problema ecológico, independientemente de las concesiones y pequeñas victorias que logremos ganar. Por ejemplo, en California, nos han donado algunas hectáreas de árboles, y luego han talado bosques completos. En Europa están haciendo la misma cosa.

Prometen acabar con las lluvias ácidas, y las lluvias ácidas siguen cayendo. Deciden poner en el mercado alimentos naturales, no contaminados por los pesticidas, y efectivamente el porcentaje de veneno disminuye, pero lo poco que queda está constituido por los venenos más peligrosos para el organismo.

Nuestro problema no es solamente de mejorar el ambiente, o de parar las centrales nucleares, de bloquear la construcción de nuevas carreteras, o la construcción, expansión y sobrepoblación en las ciudades, la contaminación del aire, del agua y de los alimentos. La cuestión que tenemos que enfrentar es mucho más profunda.

Tenemos que llegar a una visión del mundo mucho más coherente. No tenemos que ponernos a proteger los pájaros olvidándonos de las centrales nucleares, y tampoco luchar contra las centrales nucleares olvidándonos de los pájaros y de la agricultura. Tenemos que llegar a comprender los mecanismos sociales y hacerlo de una manera coherente.

Tenemos que enfocarlos en una visión coherente, una lógica que prevé a largo plazo una transformación radical de la sociedad y de nuestra misma sensibilidad. Hasta que esta transformación radical no empiece, lograremos cosas pequeñas, de poca importancia. Venceremos algunas batallas pero perderemos la guerra, mejoraremos algo, pero no obtendremos ninguna victoria. Hoy en día vivimos el momento culminante de una crisis ambiental que amenaza nuestra misma sobrevivencia, tenemos que avanzar hacia una transformación radical, basada en una visión coherente que englobe todos los problemas. Las causas de la crisis tienen que aparecer claras y lógicas de manera que todos — nosotros incluidos — las podamos entender. En otras palabras, todos los problemas ecológicos y ambientales son problemas sociales, que tienen que ver fundamentalmente con una mentalidad y un sistema de relaciones sociales basadas en la dominación y en las jerarquías. Estos son los problemas que nos ofrece hoy en día la gran difusión de la cultura tecnológica.

Ningún regalo de Parte del Estado

¡Qué tienen que hacer entonces los Verdes? Primero que todo tenemos que clarificarnos las ideas. Tenemos que evidenciar las relaciones existentes entre los problemas ecológicos y los problemas sociales.

Tenemos que demostrar que una sociedad basada en la economía de mercado, en la explotación de la naturaleza y en la competencia acabará por destruir al planeta. Tenemos que hacer lo posible para que la gente entienda que si queremos resolver de una vez por todas nuestros problemas con la naturaleza, tenemos que preocuparnos de las relaciones sociales. La gente tiene que entender que todo tiene que unificarse en una visión del mundo coherente, en una visión basada en un análisis, en una crítica, y en soluciones de nivel político, personal e histórico.

Esto significa, dar otra vez la fuerza al pueblo. Tenemos que crear una cultura política con una visión libertaria y no limitarnos a un proyecto, que el Estado ejecuta. Tenemos que crear una literatura política, una cultura política que lleve a la gente a participar, liberándose, autónomamente, de este tipo de economía, de sociedad y de sensibilidad.

En el movimiento feminista, se empieza a discutir el tema de la dominación del hombre sobre la mujer empezando por la misma estructura de la familia. En los movimientos comunitarios, se habla de necesidades a ‘escala humana’ y de dar fuerza a los barrios, a las comunidades, a las regiones.

Estos son los argumentos más importantes que se discuten en los Estados Unidos. En relación con la tecnología, no tenemos que preocuparnos solamente con que ésta sea más eficiente y renovable, tenemos que inventar una tecnología creativa, que no sólo lleva consigo un trabajo más creativo, sino que contribuya a mejorar el mundo natural al mismo tiempo que mejora el modo y la calidad de nuestras vidas.

Pero todo esto no nos llegará desde arriba. No puede ser un regalo que el Estado nos haga. No puede traducirse en una ley salpicada por un Parlamento. Tiene que ser el fruto de una cultura popular, de una cultura política y ecológica difundida por el pueblo. Entonces no tendremos mas que elaborar estrategias para cambiar la sociedad, usando las varias organizaciones existentes. Tenemos que elaborar estrategias libertarias que conduzcan al pueblo, a la gente, a participar en el proceso de transformación social, porque si no es la gente la que quiere cambiar la sociedad, entonces no se efectuará en ella ningún cambio real ni radical.

Cuando hablamos de Ecología, hablamos de participación en el mundo natural. Decimos que nosotros, como seres humanos, compartimos la esfera de la vida juntos, con todos los demás seres vivos, y con ello buscamos aplicar un sistema de relaciones que nos haga partícipes del ecosistema.

Pero yo les pregunto, queridos amigos, si queremos ser Verdes, si queremos reverdecer al planeta: ¿Cómo podemos hacerlo sin reverdecer a la sociedad misma? Y si queremos reverdecer a la sociedad: ¡Cómo podemos pensar en una participación del mundo natural que no tome en consideración la participación popular en la vida social? Si nada más queremos conquistar el poder para cambiar a la sociedad, les garantizo que vamos a perder. Y no solamente porque algunos de nosotros, con toda la buena fe del mundo, acabaríamos con ser condicionados por el poder, emotiva y psicológicamente. Esto ya les pasó a algunos de mis mejores amigos entre los Verdes Alemanes, que con buenas intenciones y con buena fé se encontraron en el Parlamento buscando hacer coaliciones, hacer alianzas, y usar el poder desde arriba. De alguna manera ellos también se volvieron líderes espirituales aspirantes al poder. Ahora razonan en términos de ‘males menores’, de un mal ‘siempre menor’ que, al final, los llevará al peor de todos los males. Esto es lo que la historia nos ha enseñado siempre.

Verde profundo

Ya es tiempo que nosotros los Verdes propongamos una visión libertaria, una visión anarquista que lleve a la gente hacia un movimiento Verde, que pueda ser un movimiento Verde en el sentido más profundo del término. Un movimiento Verde en el cual no nos limitemos a llevar adelante un proyecto coherente y que unifique todos los problemas en un programa y análisis comunes, sino en un movimiento en el cual la gente sea la primera protagonista de su historia. Tenemos que apoyar la creación de una sociedad libertaria: ecolibertaria. Esto es lo que nos enseñaron las experiencias alemanas y de los Estados Unidos, algunos movimientos han buscado perseguir objetivos Verdes actuando ‘desde arriba’ a través de las leyes, y siempre han tenido que ceder. abandonar una posición detrás de otra.

Con esto no quiero decir que no tenemos que empeñarnos en llevar a cabo cambios que puedan atrasar o bloquear la disgregación de la sociedad actual y del mundo natural. Ya sé que no tenemos mucho tiempo a nuestra disposición. Los problemas son reales e involucran también a las dos generaciones siguientes, y quizás ni siquiera las dos próximas generaciones sean decisivas por lo que respecta a la sobrevivencia de nuestra especie y la conservación de nuestro habitat y de nuestro planeta. De todas formas, si no podemos dar a la gente una imagen unitaria, una visión práctica y ética al mismo tiempo, y que cuestione su sensibilidad, entonces, ¿saben ustedes quién tomará el poder en este caos?: la derecha, los reaccionarios.

Hoy en América, la derecha se califica a sí misma como ‘la mayoría moral’, y dice: «Devolvamos su significado a la vida. Devolvamos su significado a las relaciones humanas». Y, por mala suerte, lo que queda de la izquierda americana, no hace otra cosa que hablar de ‘progreso’ de ‘centralizar’ y de todas las mismas cosas que el socialismo repite desde hace 150 años.

Primero tenemos que recuperar aquel terreno sobre el que la gente está buscando la verdad, y no tan sólo la sobrevivencia: una manera de vivir que hable de calidad y no sólo de cantidad. Tenemos que difundir un mensaje coherente para todos, un mensaje que sea para la base de la sociedad, que la haga partícipe, que enseñe qué significa el ser ciudadanos y el decidir autónomamente. En otras palabras, tenemos que elaborar una nueva política, una política Verde que reemplace a la vieja política autoritaria y centralista, basada en las estructuras de los partidos y en la burocracia. Esto es lo más importante que tenemos que aprender. Si no lo logramos, los movimientos verdes serán absorbidos poco a poco por los movimientos tradicionales. El objetivo principal se disolverá frente a los pequeños objetivos a corto plazo y vencimiento.

Los compromisos sobre ‘males menores’ nos llevarán siempre a males peores. La gente dirá: ¡Qué es esto? ¿La misma política de siempre? ¿La misma burocracia de siempre? ¿El mismo parlamentarismo que siempre hemos tenido? ¿Por qué tendría yo que votar verde? ¿Por qué tendría que darle fuerza a los verdes? ¿Por qué no tendría que seguir apoyando a la democracia cristiana, o al partido comunista, o a cualquier otro partido que garantiza resultados inmediatos, y satisfacciones inmediatas?… Nuestra responsabilidad de Verdes de Europa — como en América — en Alemania, como en tantas partes del mundo, y sobre todo en Italia, ya que ustedes están apenas empezando ahora, es de aprender de lo que está ocurriendo en los movimientos verdes desde hace 5 a 10 años.

Tenemos que darnos cuenta que hay que sustituir la vieja política tradicional de los partidos, con una política verde. Que hay que poner energía a nivel de base en las comunidades, que hay que elaborar análisis que vayan más allá del puro ambientalismo y de los otros problemas importantes a los cuales nos dedicamos cotidianamente (pesticidas, energía nuclear, Chernobyl).

Tenemos que darnos cuenta que esta sociedad no es solamente dura e insensible, sino que sus mismas leyes prevén su propia destrucción, la destrucción del planeta y la de las bases para la sobrevivencia humana. Tenemos que proponer nuevas alternativas, nuevas instituciones fundadas en una democracia local, en la participación local, que pueda constituir un nuevo poder contra el Estado centralizado, que pueda constituir un nuevo sistema de relaciones sociales, en el cual un número cada vez mayor de personas, tome parte activa en una política realmente libertaria. Esta es nuestra única alternativa para evitar caer en la misma política de partido, corrupta y rebasada, que vuelve a las personas cínicas, indiferentes, siempre más encerradas en sus propias esferas privadas.

Un Momento de Transición

Déjenme concluir con una última consideración de importancia. No solamente estamos luchando para mejorar nuestras relaciones humanas. Como el sistema de mercado, también el sistema capitalistas sigue simplificando no sólo la obra compleja de millones de años, sino también el espíritu humano. Se está simplificando el espíritu mismo de la humanidad, se le está quitando la complejidad y la plenitud que contribuyen a formar personalidades creativas. Entonces, nuestra nueva política no debe tener como único objetivo el de salvar el planeta y crear una sociedad verde, ecológica, de carácter libertario, y una alternativa política a nivel de base. Hay también que ver aún más allá de todo esto: si no se pone un fin a la ‘simplificación’ del planeta, de la comunidad y de la sociedad, lograrán simplificar al espíritu humano a tal punto (y con basura del tipo de ‘Dallas’, de ‘Dinasty’ y otros programas televisivos) que se acabará hasta con el mismo espíritu de rebeldía, el único capaz de promover un cambio social y un reverdecimiento real del planeta.

Hoy vivimos en un momento de transición, no sólo de una sociedad a otra, sino de una personalidad a otra nueva. ¡Muchas gracias!

Ponencia presentada en una conferencia internacional organizada por los Verdes italianos en septiembre de 1987.

Ingobernables

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Seis tesis sobre municipalismo libertario

Murray Bookchin (1984)

Tesis I

Históricamente, la teoría y la práctica social radical se han centrado sobre las dos zonas de la actividad social humana: el lugar de trabajo y la comunidad. A partir de la creación de la Nación-Estado y de la Revolución Industrial, la economía ha ido adquiriendo una posición predominante sobre la comunidad ─no sólo en la ideología capitalista, sino también en los diferentes socialismos, libertarios y autoritarios, que han ido apareciendo en el último siglo─. Este cambio de posición del socialismo desde una postura ética a una económica es un problema de enormes proporciones que ha tenido amplia discusión. Lo que es más importante dentro de este punto son los socialismos en sí, con sus preocupantes atributos burgueses, extrañamente adquiridos, un desarrollo principalmente revelado por la visión marxista de llegar a la emancipación humana a través del dominio de la naturaleza, un proyecto histórico que presumiblemente establece la «dominación del hombre por el hombre»; es el razonamiento marxista y burgués del nacimiento de una sociedad de clase como «precondición» a la emancipación humana.

Desafortunadamente el ala libertaria del socialismo ─los anarquistas─ no han avanzado consistentemente en la prevalencia de lo moralista sobre lo económico. Aunque quizás lo han desarrollado a partir del nacimiento del sistema fabril, locus classicus de explotación capitalista, y de, nacimiento del proletariado industrial como «portador» de la nueva sociedad. Con todo su fervor moral, la adaptación sindical a la sociedad industrial y la imagen del sindicalismo libertario como infraestructura del mundo liberado, supuso un cambio apreciable en el énfasis intencional desde el comunitarismo hacia el industrialismo; de valores comunales a valores fabriles.[1] Algunos trabajos que han adquirido santidad doxográfica dentro del sindicalismo, han servido para enaltecer el significado de la fábrica y, de forma más general, el lugar de trabajo dentro de la teoría radical, y eso por no hablar del papel mesiánico del «proletariado». Los límites de este análisis no necesitan ser igualmente analizados en este artículo. En forma superficial, me parece que están justificados con los hechos acaecidos en la época de la Primera Guerra Mundial y los años 30.

Hoy día la situación es distinta, y el hecho de que podamos criticarlos con la sofisticación que nos da la perspectiva de décadas, no nos da derecho a patrocinar el descrédito del socialismo proletario por su falta de visión futura.

Sin embargo debe hacerse la matización: la fábrica y, con la historia, el lugar de trabajo, ha sido el lugar principal no sólo de explotación, sino también de jerarquías, a esto hay que añadir la familia patriarcal. La fábrica no ha servido precisamente para «disciplinar», «unir» y «organizar» al proletariado capacitándolo para el cambio revolucionario, sino para esclavizarle en los hábitos de la subordinación, la obediencia y la penosa robotización descerebrada. El proletariado, al igual que todos los sectores oprimidos de la sociedad, vuelve a la vida cuando se despoja de sus hábitos industriales y entra en la actividad libre y espontánea de comunizar, esto es, el proceso vital que da significado a la palabra «comunidad». Entonces los trabajadores se despojan de su naturaleza estricta de clase, que no es sino la contrapartida del status de burguesía, y se revela su naturaleza humana. La idea anárquica de comunidades descentralizadas, colectivamente gestionadas, estatales, y con una democracia directa y la idea de la confederación de municipalidades o «comunas», habla por sí sola, así como en una formulación más expresa a través de los trabajos de Proudhon y Kröpotkin, expresando el papel transformador del municipalismo libertario como una columna vertebral de una sociedad liberadora, enraizada en el principio ético antijerárquico de unidad de la diversidad, autoformación y autogestión, complementariedad y apoyo mutuo.

Tesis II

La Comuna, como municipalidad o ciudad, debe evitar un papel puramente funcional de un estado económico, en el que los seres humanos no tienen oportunidad de realizar actividades agrícolas, sino pasara ser un «centro de implosión» (usando la terminología de Lewis Munford) que realce las comunicaciones sociales internas y el acercamiento de los miembros de la misma, de forma que se demuestre su función histórica transformando, esa población casi tribal, unida por lazos de sangre y por costumbre, en un cuerpo político de ciudadanos unidos por valores éticos basados en la razón.

Esta función abiertamente transformadora, atraerá al «extraño» y al «no miembro» al interior de un denominador común con el tradicional genoi, creando así una nueva esfera de interrelaciones: el reino del polissonomos, literalmente la gestión de la polis o ciudad. Es precisamente a partir de esta conjunción de nomos y de polis que deriva la palabra «política», una palabra que ha sido desnaturalizada y convertida al estatalismo. Igualmente, la palabra polis ha sido reconvertida como «Estado». Estas distinciones no son meras disquisiciones etimológicas. Reflejan, por el contrario, una auténtica degradación de estos conceptos, siendo todos y cada uno de ellos de enorme importancia para legitimar fines ideológicos. A los antiautoritarios les choca y rechazan la degradación del término «sociedad» entendido como «Estado», y tienen razón. El Estado, tal como lo conocemos es un aparato diferente que se utiliza para dirigir a las clases; es el monopolio profesionalizado de la violencia con la finalidad de asegurar la subyugación y la explotación del hombre por el hombre. Las teorías antropológicas y sociales nos enseñan cómo el Estado ha ido emergiendo lentamente a partir de relaciones jerárquicas más abiertas, también nos enseñan sus distintas formas y cuales son su grado de desarrollo, y como se dibuja dentro del concepto de nación Estado moderno, asimismo nos están enseñando, muy posiblemente, cuál vaya a ser el futuro, con el Estado en su forma absolutamente más totalitaria.

Así Pues, los antiautoritarios saben también cómo las nociones de familia, lugar de trabajo, y diversas formas culturales de asociación ─en el sentido más completo y antropológico de la palabra «cultura»─, las relaciones interpersonales y de forma general, la esfera de la vida privada, están, sin paralelismo alguno, totalmente diferenciados, social e intrínsecamente, del estatismo.

Lo «social» y el «estatalismo» pueden infiltrarse el uno en el otro; así, en este sentido, los antiguos despotismos reflejaban la soberanía patriarcal del oikos. La absorción de lo social por el moderno y gigantesco Estado totalitario refleja la ampliación del concepto de «burocracia» (tanto en sus esferas psicoterapéuticas y educacionales, como en la esfera administrativa tradicional) evidenciando las imperfecciones que existen en todas las clases de organismos sociales.

El surgimiento de la ciudad nos ofrece diversos grados de desarrollo, no sólo con respecto a una nueva dominación de la humanitas universal, diferenciada de la parroquia; nos abre la posibilidad del espacio libre de un nuevo civismo, diferenciado de los lazos tradicionales, es la gemeinschaften biocéntrica. Asimismo nos ofrece el reino del polissonomos, la gestión de la polis por un cuerpo político de ciudadanos libres, en resumen, se nos da la posibilidad de la política en una forma diferente a lo estrictamente social y al estatalismo.

La Historia no nos muestra una esfera de lo político en estado «puro», tampoco nos da una visión mayor de las relaciones sociales a nivel de aldeas y grupos no jerarquizados, y tan sólo en una época más reciente, ha empezado a mostrarnos instituciones puramente estatalistas. El término de «pureza» es un concepto que es introducible en teoría social, a expensas de perder cualquier contacto con la realidad según hemos podido comprobar por la historia. Sin embargo, existen aproximaciones a la política, invariablemente de carácter cívico, y que no son, en principio, de carácter social o estatalista: la democracia ateniense, las asambleas municipales de Nueva Inglaterra, las asambleas de sección de la Comuna de Paris en 1793, por citar tan sólo los ejemplos más conocidos. De duración considerable en algunos casos, y efímeras en otros; y hay que admitir totalmente que fueron marcadas por los numerosos elementos de opresión que existieron en aquellas épocas, No se pueden componer trazos aquí y allá para ofrecer la imagen de un status político no parlamentario ni burocratizado, centralizado o profesionalizado, social o estatal, sino que hay que recoger la imagen ciudadana, reconociendo el papel de la ciudad en la transformación de una población o de una aglomeración monádica de individuos en una ciudadanía basada en formas éticas y regionales de asociación.

Tesis III

Si definimos lo social, lo político y lo estatal con una concepción absoluta, y estudiamos la evolución histórica de la ciudad como en el espacio en que nace lo político, en forma separada de las ideas de lo social y lo estatal, estamos entrando en la investigación de unas materias cuya importancia programática es enorme. La época moderna define «lo civil» como urbanización, lo cual supone una auténtica corrupción de la acción ciudadana, amenazando con englobar los conceptos de ciudad y país, convirtiendo así la dialéctica histórica en algo ininteligible en la actualidad.

La confusión entre urbanización y acción ciudadana sigue siendo tan oscura hoy día, como la confusión existente entre sociedad y Estado, colectivización y nacionalización o, en este sentido, política y parlamentarismo. La urbe dentro de la tradición romana, se refería a los aspectos físicos de la ciudad, a sus edificios, plazas, calles… diferenciándose de la civitas, la unión de ciudadanos en un cuerpo político. Estos dos conceptos no fueron intercambiables hasta la época final del Imperio, cuando el concepto de «ciudadanía» ya había decaído, y había sido reemplazado por términos que diferenciaban castas, y que estaban condicionados por el Imperio Romano; esto nos muestra un hecho altamente relevante y sustancioso.

Los griegos intentaron retornar a la civitas dejando la urbe recrear nuevamente la ekklesia ateniense, a expensa del Senado de Roma. Pero fracasaron, y la urbe devoró a la civitas bajo la forma de Imperio. Se supone que los ciudadanos libres, que formaban la columna vertebral de la República, y que pudieron haberla transformado en una democracia, una vez que «bajaron» de las Siete Colinas en las que Roma se «fundó» se «empequeñecieron» usando la terminología de Heine. La «idea de Roma» en tanto que una herencia ética, se fue reduciendo en proporción directa al crecimiento de la ciudad. A partir de entonces, «cuanto más crecía Roma, más se dilató esta idea; el individuo se perdió por completo en la urbe, los grandes personajes que conservaban cierto poder, ya nacían con esta idea, y se ahondaba aún más la diferencia con los individuos menores».

Aquí podemos obtener una enseñanza, y aprender de los peligros de la jerarquía y de la «grandeza»; y además captar el sentido intuitivo que supone la distinción entre urbanización y acción ciudadana, el crecimiento de la urbe a expensas de la civitas. Y además surge otra cuestión; ¿tiene la civitas o el cuerpo político significado a menos que literal y protoplásmicamente tenga un contenido? Rousseau nos recuerda que «las casas forman la urbe, pero que (sólo) los ciudadanos forman la ciudad».

Los habitantes de la urbe se conceptúan como simple «electorado… o como «votantes», o ya usando el término más degradante utilizado por el Estado, «impositores sujetos a gravamen», ─un término que es realmente un eufemismo aplicado a un «sujeto»─. Los habitantes de la urbe se transforman en abstracciones, y a partir de entonces, en simples «criaturas del Estado», utilizando la terminología jurídica norteamericana en relación al status legal de lo que es una entidad municipal hoy día. Un pueblo, cuya única función política es la de votar delegados, no es pueblo en absoluto; es una «masa», una aglomeración de monadas. La política diferenciada de lo social y lo estatal, supone la reestructuración de esas masas en asambleas totalmente articuladas, supone asimismo la formación de un cuerpo político dentro de la idea de debate, de la participación racional, la libertad de expresión, y a través de fórmulas democráticas radicales de toma de decisiones.

Este proceso es interactivo y auto-formativo. Se puede elegir entre seguir a Marx en la idea de que los «hombres se forman a sí mismos como productores de cosas materiales»; se puede seguir a Fichte diciendo que son individuos éticamente motivados; o según Aristóteles, decir que son hablantes de la polis; Bakunin decía que los hombres eran quienes buscan la libertad. Sin embargo, cuando no existe una presencia autogestionaria en todas las esferas de la vida ─económica, ética, política─ y libertaria, la formación del carácter que transforma al «hombre» de objetos pasivos en sujetos activos es, lamentablemente, inexistente.

La Personalidad, es tanto una función, dentro de la acción de «gestión», o mejor todavía de la comunización, como la gestión es una función de la Personalidad. Ambos conceptos, son parte del proceso formativo que los alemanes denominan bildung y los griegos denominan paideia. El lugar donde se desarrolla lo civil, tanto si es la polis, la ciudad o el vecindario, es la cuna de civilización humana, tras el proceso de socialización que supone la familia, y para complicar aún más las cosas, la «civilización» civil, es simplemente otra forma de politización, convirtiendo una masa en un cuerpo político, deliberativo y racional. Para llegar a este concepto de civitas, se presupone que el ser humano es capaz de reunirse, superando a las monadas aisladas, puede debatir directamente mediante formas de expresión que «vayan más allá de las simples palabras», y que razonen en forma directa, cara a cara, llegando pacíficamente y en común a puntos de vista que permitan tomar decisiones factibles, llevándose realmente a cabo mediante principios democráticos.

Para formar estas asambleas y que además funcionen, es necesario que los propios ciudadanos se formen también, ya que la política es baladí si no, tiene un carácter educacional y si esa idea de nueva apertura no está promoviendo un carácter formativo.

Tesis IV

Así pues, la municipalidad no es tan sólo el «lugar» donde uno vive, la «inversión» de tener una casa, sanitarios, salud, servicios de seguridad, un trabajo, la biblioteca, y amenidades culturales. La ciudadanización forma, históricamente, una nueva transición de la humanidad que desde las formas tribales hasta las formas civiles de vida, lo cual tiene un carácter tan revolucionario como el paso de los grupos cazadores hacia el cultivo de la tierra; o como del cultivo de la tierra a la industria manufacturera. A pesar de los absorbentes poderes del Estado, hubo un posterior desarrollo que combinó civismo con nacionalismo, y política con estatalismo; como decía V. Gordon Childe, la «revolución urbana» fue un cambio tan grande como la revolución agrícola o la revolución industrial. Además se puede comprobar, que la Nación-Estado, al igual que sus predecesores, lleva en las entrañas mucho de este pasado ya mencionado, y aún no lo han digerido. La urbanización puede completar aquello que los Césares romanos, las monarquías absolutas y las repúblicas burguesas no pudieron ─destruyendo incluso la herencia de la propia revolución urbana─, sin embargo esto aún no ha tenido lugar.

Antes de entrar en las implicaciones revolucionarias de las aproximaciones al municipio libertario y de volver sobre política libertaria, es necesario estudiar un problema teórico: la realización de la política diferenciada de la simple administración. En este punto, Marx, en sus análisis sobre la Comuna de París de 1871 ha construido una teoría social radical de considerable imperfección. La combinación existente en la Comuna, de política delegada, con la acción de policía realizada por los propios administradores, hecho que Marx celebró profusamente, supuso el mayor fracaso de esta revolución. Rousseau, con bastante razón, planteaba que el poder popular no se puede delegar sin que se destruya. O bien se tiene una asamblea popular que ostenta todos los poderes, o bien esos poderes los ostentará el Estado. El problema del poder delegado, infectó por completo el sistema de consejos: los soviets (Raten), la Comuna de 1871, y naturalmente los sistemas republicanos en general, tanto de carácter nacional como municipal, las palabras «democracia representativa» son una contradicción terminológica. Un pueblo no puede constituirse en polissonomos, realizando la designación del nomos creando legislación, o nomothesia delegando en cuerpos que excluyen el debate, el razonamiento, y la forma de decisión que caracteriza la auténtica identidad de la política. No menos importante es la no entrega a la administración ─mera ejecución de la política─ del poder de formular qué debe ser administrado sin entrar en la actividad habitual del Estado.

La supremacía de la asamblea, como fuente de política por encima de cualquier organismo administrativo, es la única garantía, dentro de la existencia individual, para que prevalezca la política sobre el estatalismo. Este grado perfecto de supremacía tiene una importancia crucial dentro de una sociedad que contiene expertos y especialistas para las operaciones de la maquinaria social; mientras que el problema del mantenimiento de la preponderancia de la asamblea popular sólo se presenta durante el período de tránsito de una sociedad administrativamente centralizada hacia una sociedad descentralizada. Tan sólo cuando las asambleas populares, tanto en los barrios de las ciudades como en los pueblos pequeños, mantengan la mayor y más estricta vigilancia sobre cualquier tipo de organismo de coordinación confederal, se podrá elaborar una auténtica democracia libertaria. Estructuralmente, dicha realización no tiene que conllevar problema alguno. Las comunidades se han apoyado en expertos y administradores desde hace tiempo, sin perder por ello su libertad. La destrucción de estas comunidades ha sido más bien debida a un acto estatalista, no a uno administrativo. Las corporaciones sacerdotales y las jefaturas se han apoyado desde siempre en la ideología, y en la tontería humana en forma aún más clara, y no tuvieron que apoyarse en la fuerza, para atenuar el poder popular, y finalmente eliminarlo.

El Estado no ha podido absorber nunca, en su totalidad, lo ocurrido en el pasado; este es un hecho descrito por Kröpotkin, en «El apoyo mutuo», cuando describe el rico contexto existente en la vida civil hasta las comunas oligárquicas medievales. En efecto, la ciudad ha sido siempre el punto opuesto de la balanza frente a los Estados nacionales e imperiales, hasta los tiempos presentes.

Augusto y sus herederos hicieron de la supresión de la autonomía municipal una pieza maestra de la administración imperial romana, e igual hicieron los monarcas absolutos de la época de la Reforma. «Echar abajo las murallas de las ciudades» fue la política central de Luis XIII y de Richelieu, una política que salió a la superficie años más tarde, cuando el Comité de Salud Pública de Robespierre hizo y deshizo a su antojo para restringir los poderes de la Comuna 1793-94. La «Revolución Urbana» ha acompañado al Estado como un poder doble irreprimible, un desafío potencial al poder centralizado a través de la historia. Esta tensión prosigue hoy en día, y como ejemplo, los conflictos entre el Estado centralizado y las municipalidades en toda Norteamérica e Inglaterra. Es aquí, en el entorno del individuo más inmediato, ─la comunidad, el vecindario, el pueblo, la aldea─ donde la vida privada se va ligando lentamente con la vida pública, es el lugar auténtico para que exista un funcionamiento a nivel de base, siempre y cuando la urbanización no haya destruido totalmente las posibilidades para ello. Cuando la urbanización haya enmascarado la ciudad de tal manera que ésta carezca por completo de identidad propia, le falte la cultura y los espacios para relacionarse socialmente, cuando le falten las bases para la democracia, ─no importa con que palabras la definamos─ entonces habrá desaparecido la identidad de la ciudad, y la posibilidad de crear formas revolucionarias serán tan sólo sombras de un juego de abstracciones. Por la misma razón, ningún símil radical basado en fórmulas libertarlas ni sus posibilidades, tienen sentido cuando se carecen de la conciencia radical que darán a estas formas, contenido y sentido. Démonos cuenta de que cualquier forma democrática o libertaria puede ser transformada en contra del ideal de libertad si se conciben de una forma esquemática, con fines abstractos carentes de esa sustancia ideológica, y de esa organicidad a partir de la cual estas formas dibujan ese significado liberador. Además, sería bastante inocente pensar que formas tales como el barrio, el pueblo, y las asambleas comunales populares podrían alcanzar el nivel de la vida pública libertaria, o llegar a crear un cuerpo político libertario, sin un movimiento político que fuera altamente consciente, que estuviera bien organizado, y fuera programáticamente coherente.

Sería igualmente ingenuo pensar que tal movimiento libertario podría nacer sin la «intelligentsia» radical indispensable, cuyo medio está en esa vida comunal intensamente vibrante (hay que rememorar a este respecto a la «intelligentsia» francesa de la Ilustración, y la tradición que creó en los quartiers (barrios) y cafés de París; No me refiero al conglomerado de intelectuales anémicos que copan las academias e institutos de la sociedad occidental [2]. A menos que los anarquistas se decidan a desarrollar este estrato de pensadores de menor esplendor, cuya vida pública se transforme en un búsqueda de comunicación con su entorno social, en el caso contrario, se encontrarán con el peligro real de transformar las ideas en dogmas, y de convertirse en herederos por derecho propio de movimientos y gentes ancestrales, que pertenecen a otra época histórica.

Tesis V

Es indudable que uno puede ponerse a jugar, y perderse entre términos como «municipalidades», y «comunidad», «asambleas» y «democracia directa», perdiendo de vista las clases, étnias, y diferentes géneros que convierten palabras tales como «el Pueblo» en algo sin sentido, en abstracciones casi oscurantistas. Las asambleas por sectores de 1793 no sólo se vieron forzadas a un conflicto con la Comuna Burguesa de París o con la Convención Nacional;… sino que se convirtieron en un campo de batalla entre ellas mismas entre los estratos de propietarios y los no propietarios, entre realistas y demócratas, entre moderados y radicales.

Si nos quedamos exclusivamente en este nivel económico, sería tan erróneo como ignorar las diferencias de clase por completo, y hablar sólo de «fraternidad», «libertad», e «igualdad», como si estas palabras fueran algo más que retórica. Sin embargo, se ha escrito ya bastante para desmitificar los lemas de las grandes revoluciones «burguesas»; en efecto, se ha hecho tanto en este sentido para reducir estos lemas a meras reflexiones de intereses egoístas burgueses que corremos el riesgo de perder de vista cualquier dimensión populista utópica que tuvieran consigo. Después de todas las cosas que se ha dicho sobre los conflictos económicos que dividieron las revoluciones Inglesa, Americana y Francesa, las historias futuras de estos dramas deberían servir mejor para revelarnos el pánico burgués a cualquier tipo de revolución; su conservadurismo innato, y la proclividad que tienen a comprometerse a favor del orden establecido. También sería de gran utilidad que la historia enseñara cómo los estratos revolucionarios de cada época empujaban a los revolucionarios «burgueses» mucho más allá de los confines conservadores que éstos establecían, llevándolos a interesantes situaciones de desarrollo de principios democráticos, en los que los burgueses nunca se han sentido demasiado cómodos. Los diferentes «derechos» formulados por estas revoluciones no se consiguieron gracias a los burgueses, sino a pesar de ellos; así los granjeros libres norteamericanos de la década de 1770 y los sans culottes (descamisados) de la década de 1790 ─y además su futuro es cada vez más cuestionable dentro de este mundo cibernético y corporativo que está en crecimiento─.

Sin embargo, estas tendencias actuales y futuras de carácter tecnológico, social y cultural, que se agitan y amenazan con descomponer la estructura de las clases tradicionales nacida en la Revolución Industrial nos traen la posibilidad de que surja un interés general diferente a los intereses de clase, creados durante los dos últimos siglos. La palabra «pueblo» puede volver a incorporarse al vocabulario radical, no como una abstracción oscurantista, sino como una expresión cuyo significado venga asociado a una capa social de desraización progresiva, de fluidez, y desplazamiento tecnológico; de forma que ya no sea integrable en una sociedad cibernética y altamente mecanizada. A esta capa social de desplazamiento tecnológico podemos añadirle los jóvenes y los ancianos, que se encaran con un futuro bastante dudoso dentro de un mundo que ya no puede definir los roles que la gente juega dentro de la economía y la cultura. Estas capas sociales ya no cuadran adecuadamente dentro de una división simplista de conflictos de clase, como saque la teoría radical estructuraba alrededor de los «trabajadores asalariados» y el «capital».

El concepto de «pueblo» puede retornar a nuestra época dentro de un sentido todavía diferente: Como un «interés general» que se forma a partir del interés público en relación a temas ecológicos, comunitarios, morales, de género, o culturales. Sería además muy poco hábil el subestimar el papel primordial de estos intereses «ideológicos» aparentemente marginales. Como decía Franz Bokenau hace cerca de cincuenta años, la historia del siglo pasado nos muestra más que claramente cómo el proletariado puede enamorarse más intensamente del nacionalismo que del socialismo, y ser guiado preferentemente por intereses «patrióticos» que por intereses de clase… tal y como se podría apreciar por cualquiera que visitara los Estados Unidos. Aparte de la influencia histórica que tienen movimientos ideológicos tales como el Cristianismo o el Islam, los cuales, muestran todavía el poder que la ideología tiene sobre intereses materiales, nos enfrentamos con el problema de enfocar el poder de la ideología en una dirección socialmente progresista, principalmente, las ideologías ecologistas, feministas, étnicas, morales y contraculturales, en las que se encuentran numerosos componentes anarquistas, pacifistas y utópicos que están esperando a ser integrados dentro de una visión conjunta y coherente. En cualquier caso, los «nuevos movimientos sociales», usando la terminología creada por los neo-Marxistas, se están desarrollando alrededor nuestro, cruzando las líneas tradicionales de clases. A partir de este fermento se puede elaborar aún un interés general con miras mucho más amplias, nuevo y de mayor creatividad que los intereses particulares con orientación económica del pasado. Y será a partir de este punto que el «pueblo» nacerá y se dirigirá hacia las asambleas, un «pueblo» que irá más allá de los intereses particulares y dará una mayor relevancia a la orientación municipal libertaria.

Tesis VI

Asimismo, cuando la imagen orwelliana de «1984» sea claramente asimilable en alguna «megalópolis» de un Estado altamente centralizado y una sociedad altamente corporativizada, tendremos que ver las posibilidades que tenemos de contraponer a este desarrollo estatalista y social un tercer supuesto de práctica humana: la situación política que supone la municipalidad; el desarrollo histórico de la Revolución Urbana, que no ha podido ser digerido por el Estado. La Revolución siempre significa una dualidad de poderes: el sindicato de industria, el soviet o el consejo, y la Comuna, todos ellos orientados contra el Estado.

Si examinamos cuidadosamente la historia, veremos cómo la fábrica, criatura de la racionalización burguesa, no ha sido nunca el lugar de la revolución; los trabajadores revolucionarios por excelencia, (los españoles, los rusos, los franceses y los italianos) han sido principalmente clases de transición, aún más estratos sociales agrarios en descomposición que se vieron sujetos del último y discordante impacto corrosivo de la cultura industrial, hoy día convertida en tradicional. Así es, en efecto; allá donde los trabajadores están aún en movimiento, su batalla es totalmente defensiva (irónicamente se trata de una batalla por mantener el sistema industrial que se enfrenta con un desplazamiento del capital y un aumento de la tecnología cibernética) y que refleja los últimos coletazos de una economía en decadencia.

También se quiere la ciudad ─pero de forma muy diferente a la fábrica─. La fábrica no fue nunca un reino de libertad, siempre fue el lugar de la supervivencia, de la «necesidad», imposibilitando y disecando cualquier actividad humana a su alrededor. El nacimiento de la fábrica fue combatido por los artesanos, por las comunidades agrarias, y por todo el mundo a escala más humana y más comunal. Tan sólo la simpleza de Marx y Engels, que promovieron el mito de que la fábrica servía para «disciplinar», «unir» y «organizar» el proletariado, pudo impulsar a los radicales, ensimismados por el ideal del «socialismo científico», a ignorar cuál era el papel autoritario y jerárquico de la fábrica. La abolición de la fábrica por el trabajo ecotécnico, creativo, e incluso por componentes cibernéticos dirigidos a satisfacer las necesidades humanas, es el desideratum del socialismo en su visión libertaria y utópica; aún nos es una precondición moral para la libertad.

Por el contrario la Revolución Urbana ha jugado un papel muy diferente. Principalmente ha creado la idea de humanitas universal y la comunalización de la humanidad a lo largo de unas líneas racionales y éticas. La revolución urbana ha levantado los límites del desarrollo humano que estaban impuestos en lazos de hermandad, el parroquialismo del mundo pueblerino, y los efectos sofocantes de la costumbre. La disolución de las municipalidades auténticas a manos de la urbanización, marcó un punto muy grave de regresión de la vida societal: supuso la destrucción de la única dimensión humana donde se daba la asociación superior, y la desaparición de la vida civil, que justificaba el uso de la palabra civilización, así como del cuerpo político que daba identidad y significado a la palabra «política».

A partir de este momento, cuando la teoría y la realidad entran en conflicto, uno se justificaba invocando la famosa cita de Georg Lukacs: «Que se fastidie la realidad» «So much the worse for the facts». La Política, tantas veces degradada por los «políticos»,convertida en estatalisímo, tiene que ser rehabilitada por el anarquismo, y ser devuelta a su significado original, en el que suponía una participación y, una administración civil, levantándose en contraposición del Estado, y extendiéndose más allá de los aspectos básicos de interrelación humana que llamamos interrelación social.[3]

Con un significado totalmente radical, tenemos que volver hacia las raíces de la palabra en la polis, y dentro del inconsciente vital de la gente, de forma que se cree un espacio para una interrelación racional, ética y pública, que, a su vez, de lugar al ideal de la Comuna y de las asambleas populares de la era revolucionaria.

El Anarquismo ha agitado siempre la bandera de la necesidad de una regeneración moral, y la lucha por la contracultura (usando el término en el mejor de los sentidos), y en contra de la cultura establecida. Con esto se explica el énfasis que el anarquismo hace sobre la ética, y su interés por ser coherente en medios y fines, su defensa de los derechos humanos y de los derechos civiles, así como su interés respecto a la opresión dentro de cada aspecto de la vida. Sin embargo, su imagen contrainstitucional ha presentado más problemas. Conviene recordar que en el anarquismo siempre ha existido una tendencia comunalista, no sólo sindicalista o individualista. Y que además esta tendencia comunalista ha mantenido una y fuerte orientación municipalista, y que puede ser extraída principalmente de los escritos de Proudhon y Kröpotkin.

De lo que se ha carecido, sin embargo, es de un cuidadoso examen del meollo político de esta orientación: se trata de la distinción entre un momento del discurso, una forma de toma de decisiones, y un desarrollo institucional que no tiene carácter social ni estatal.

La política civil no es tan sólo política parlamentaria; de hecho, si nos ceñimos al sentido histórico auténtico del término «política» dentro de su lugar preciso en un vocabulario radical, tiene todo el aroma de las asambleas de ciudadanos atenienses, y su heredero igualitario, la Comuna de París.

Si conseguimos volver hacia estas instituciones históricas, y enriquecerlas con nuestras tradiciones libertarlas y nuestros análisis críticos, devolviéndolas a la vida en este mundo, tan ideológicamente confuso; estaremos trayendo el pasado al servicio del presente en una forma creativa e innovadora.

Todas las tendencias radicales están cargadas de una cierta medida de inercia intelectual, tanto los anarquistas como los socialistas. La seguridad que nos da la tradición es tan fuerte que puede acabar con toda posible innovación, aún entre los antiautoritarios.

El anarquismo está caracterizado por su actitud ante el parlamentarismo y el estatalismo. Esta actitud ha sido ampliamente justificada por el curso de la historia; pero también nos puede llevar a una paralización mental que, en teoría no es menos dogmática que el radicalismo electoral corrompido, en la práctica. Así si el municipalismo libertario se construye como política orgánica, esto es, una política que emerge de la base de la asociación superior humana, yendo hacia la creación de un cuerpo político auténtico y de formas de participación ciudadanas; posiblemente sea éste el último reducto de un socialismo orientado hacia instituciones populares descentralizadas. Un elemento importante dentro de la aproximación al municipalismo libertario es la posibilidad de evocar tradiciones vivas para legitimar nuestras peticiones, tradiciones que, aunque son fragmentarias e irregulares, aún ofrecen potencialidad para una política de participación con una respuesta de dimensiones globales al Estado. La Comuna está enterrada todavía en los Consejos de la ciudad (plenos de ayuntamiento); las secciones están escondidas en los barrios; y la asamblea de ciudad está en los ayuntamientos; encontramos formas confederales de asociación municipal escondidas en los vínculos regionales de pueblos y ciudades. Recuperar un pasado que puede vivir y funcionar con fines libertarlos, no es, ni mucho menos, estar cautivo de la tradición; sino que se trata de hilar conjuntamente los objetivos humanos únicos de asociación que permanecen como cualidades inherentes al espíritu humano, ─la necesidad de la comunidad como tal─ y que han surgido repetidas veces en el pasado. Permanecen en el presente como esperanzas que acaban de nacer, pero que la gente tiene consigo en todas épocas, saliendo a la superficie en los momentos de acción y libertad.

Estas tesis nos anticipan la visión de la posibilidad de un municipalismo libertario, y una nueva política definible como un doble poder, que puede ser contrapuesto mediante las asambleas y las formas confederales al Estado. Tal como están ahora las cosas en el mundo orwelliano de la década de los 80, esta perspectiva de un poder doble es sin duda una posibilidad de las más importantes, entre otras, que los libertarlos pueden desarrollar sin comprometer sus principios antiautoritarios. Es más, estas tesis, apuntan la posibilidad de una política orgánica basada en formas participativas tan radicales de asociación civil, no excluyentes de la posibilidad de que los anarquistas cambien los cuadros de las ciudades y pueblos, y convaliden la existencia de instituciones democráticas directas. Y si este tipo de actividad lleva a los anarquistas a los plenos de los ayuntamientos, no hay razón para que tal política tenga que ser parlamentaria, máxime cuando mantiene un nivel civil y está conscientemente opuesta al Estado.[4] Es curioso que muchos anarquistas que celebran la existencia de las empresas industriales «colectivizadas», tanto en un sitio como en otro, y todo ellos con gran entusiasmo a pesar de que se forma parte del entramado económico burgués y que tiene una visión de la política municipal que considera con repugnancia las «elecciones» de cualquier tipo; sobre todo cuando la política está estructurada en torno a las asambleas de barrio, a los delegados revocables, a las formas de contabilidad radicalmente democráticas y a los vínculos locales fuertemente enraizados.

La ciudad no es congruente con el Estado. Ambos tienen orígenes muy diferentes y han jugado papeles muy distintos en la historia. El Estado penetra en todos los aspectos de la vida cotidiana, desde la familia a la fábrica, desde el Sindicato a la ciudad; lo cual no significa que los individuos conscientes deban retirarse de cualquier tipo de relaciones humanas organizadas, de la propia piel de uno, para esconderse en un estado de pureza y abstracción, de forma que se convalidaría la descripción de Adorno sobre el anarquismo como un «fantasma». Si hay algún fantasma que nos de caza, son los que toman forma de ritualismo y de rigidez tan sumamente inflexible que uno cae en un rigor mortis bastante parecido al que cae el cuerpo congelado cuando alcanza la muerte eterna. El poder de la autoridad para dar órdenes a los individuos físicos habrá obtenido entonces una conquista más completa que las órdenes imperativas ejercidas a través de la simple coerción. Habrán puesto su mano sobre el mismo espíritu ─y su libertad para pensar libremente y resistir con ideas, aún cuando la capacidad para actuar esté bloqueada temporalmente por las circunstancias─.

[1] Como ejemplo particularmente deprimente, sólo hay que leer “El organismo económico de la Revolución” (Barcelona, 1936), traducido al inglés como “After the revolution”, dicho trabajo influencia enormemente a la CNT-FAI.

[2] A pesar de las ventajas y fracasos, ha sido esta inteligencia radical la que ha servido de puntal para cada proyecto revolucionario en la historia, y de hecho, fueron ellos quienes literalmente proyectaron las ideas para el cambio, y a partir de las cuales la gente diseñó sus características sociales. Pericles es un ejemplo de esta inteligencia durante el mundo clásico; John Bail o Thomas Munzer durante las épocas del medioevo y la Reforma; y Denis Diderot durante la Ilustración; Emile Zola y Jean Paul Sartre en épocas más recientes. Los intelectuales de academia son un fenómeno bastante más reciente: criaturas embibliotecadas, enclaustradas, incestuosas y orientadas a su carrera, carentes de experiencias vividas y de práctica.

[3] Antes de finalizar este punto, vale la pena observar que la distinción entre lo Social y lo Político mantiene una marca desde sus orígenes, remontándose a la época de Aristóteles, y que se ha mantenido a lo largo de toda la historia de la teoría social, hasta épocas recientes con las teorías de Hannah Arendt. Lo que se echa de menos en ambos pensadores es una teoría del Estado. y por tanto la ausencia de una distinción tripartita dentro de sus escritos.

[4] Espero que no se invoque en contra de esta postura al fantasma de Paul Brousse. Brousse utilizó el municipalismo libertario de la Comuna, tan ligado a los parisinos de su época, en contra del tradicionalismo comunalista, esto es, para practicar una forma pura de parlamentarismo burgués, no para llevar a París y a los municipios franceses en oposición al Estado centralizado, tal y como la Comuna pretendía hacer. No había nada orgánico en su postura sobre municipalismo, y nada revolucionario en sus intenciones. Todo el mundo está usando la imagen de la Comuna para sus propios propósitos: Marx para anclar su teoría de la «dictadura del proletariado» en un precedente histórico; Lenin para legitimar su jacobinismo «político» total; y los anarquistas, en forma más crítica para difundir el «comunalismo».

Traducción: Miguel Jaime.
Preparado para internet por el Instituto de Estudios Anarquistas.

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