Severino di Giovanni
Tú haces un trabajo que te gusta, que tienes una ocupación independiente y a quien el yugo del patrón no molesta mayormente; tú también que te sometes resignado o cobarde en tu calidad de explotado: ¿cómo te atreves a condenar así, tan severamente, a aquellos que ha pasado al plano de ataque en contra del enemigo? Una sola cosa te queremos decir: «¡Silencio!», por honestidad, por dignidad, por fiereza. —¿No sientes el sufrimiento de ellos? ¡Cállate!— ¿No tienes la audacia de ellos? Entonces, otra vez ¡cállate! Cállate, porque tú no sabes las torturas de un trabajo y de una explotación que se odian. Desde hace mucho tiempo se viene reclamando el derecho al trabajo, el derecho al pan, y, francamente, en el trabajo nos estamos embruteciendo. No somos más que lobos en busca de trabajo, —de un trabajo duradero, fijo— y a la conquista de él se encaminan todos nuestros afanes. Estamos a la pesca continua, obsesionante del trabajo. Esta preocupación, esta obsesión nos oprime, no nos abandona nunca. Y no es que se ame al trabajo. Al contrario, lo odiamos, lo maldecimos: lo cual no impide que lo suframos y lo persigamos por todas partes. Y mientras imprecamos en su contra, lo maldecimos también porque se nos va, porque es inconstante, porque nos abandona — después de un breve tiempo: seis meses, un mes una semana un solo día. Y he aquí que transpuesta la semana, pasado el día, la búsqueda empieza de nuevo con toda la humillación que ella entraña para nuestra dignidad de hombres; con el escarnio que implica a nuestras hambres: con la befa moral nuestro orgullo de individuos conscientes de este ultraje, relajándonos y pisoteando nuestros derechos rebeldes, de anarquistas.
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